4,99 €
Denyel tocó fondo, como todos en algún momento. Denyel no ve la salida, como todos la mayoría de las veces. Denyel tiene una oportunidad… que nadie nunca tuvo. "La Ola" nos incita a reflexionar sobre los sueños, las posibilidades, los anhelos y los límites morales que estamos dispuestos a atravesar en pos de nuestra felicidad. Nos invita a una aventura que no nos será indiferente y nos dejará pensando "¿hasta dónde debo llegar?".
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 255
Veröffentlichungsjahr: 2023
FERNANDO MARASCO
Marasco, FernandoLa ola / Fernando Marasco. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4044-7
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Diseño de portada: Angie Viacava
Prólogo: Die Welle
Capítulo 1: Lembranças
Capítulo 2: One
Capítulo 3: Un mundo feliz
Interludio: Avô
Capítulo 4: Eterno resplandor
Capítulo 5: Ella
Capítulo 6: El asecho
Interludio 2: El Profeta
Capítulo 7: El acercamiento
Capítulo 8: Revelaciones
Capítulo 9: Persecución
Interludio 3: El último círculo del Infierno
Capítulo 10: Último desafío
Capítulo 11: Vuelta a la realidad
Capítulo 12: Nuevo comienzo
Epílogo: La tormenta
Agradecimientos
Para todos los que olvidaron como soñar…
1 de noviembre de 2016
Comienzo a escribir este relato, una fresca mañana lluviosa de primavera. No concibo entorno más ideal para concentrarme en esta primera aventura literaria. Día gris, recuerdos grises...
Pero mañana está anunciado sol...
Me falta el aire. Por más que me esfuerzo no consigo respirar. No logro hacer entrar más oxígeno en mis pulmones. Me apoyé sobre las rodillas. Nada. Cualquier posición que adoptaba no facilitaba el trabajo mecánico de mi cuerpo. Me sentía desfallecer. Y, sin embargo, no me importaba. La sensación de euforia y alegría que me llevaron a estar así eran más grandes. En ese mismo momento, me habría puesto nuevamente a correr, aunque eso solo acentuase el síntoma. Pero no hacía falta. Ya no. Ya había ganado. Lo había derrotado a él. Al más grande héroe y, al mismo tiempo, adversario de ese momento de mi vida. Y es que, ¿qué mayor satisfacción que ganarle una carrera a tu viejo a los ocho años? Aunque con el tiempo me enterase de la hipocresía de ese resultado, en ese momento decidí creerlo. Creer que logré ganarle a aquel que me enseñó todo. Y estaba feliz. Feliz porque además lo vi llegar corriendo por la arena sonriéndome. Y felicitándome, claro, por el logro. Aunque sorprendentemente menos agitado que yo. ¿Por qué sería? No importaba. La victoria era mía. Y la adrenalina me llevó a usar el poco oxígeno que me quedaba para largar una carcajada forzada en su cara. ¿Qué es un triunfo sin un poco de cargada al rival? Me volvió a faltar el aire. Y esa no sería la única vez en ese día. Pero la siguiente no sería de euforia.
—¡Denyel! –me llamó mientras llegaba– ¡Estás cada vez más rápido! ¡La próxima voy a tener que dejar de darte ventaja! –añadió riendo.
—¡Y vos estás cada vez más viejo! –le contesté entre risas mientras me colgaba de su cuello–. La próxima te dejo salir primero.
—¿Vamos con mamá? Trajo sándwiches y jugo, y ya se estaba quejando de que estaban poniéndose feos por el calor. Además, tu hermano ya se debe haber comido la mitad.
—Martín es un tonto. Dice que no quiere correr conmigo porque siempre me gana. ¡Y obvio! Si es más grande. Nunca le puedo ganar en nada.
—Ya le vas a poder ganar. No todo depende del cuerpo. ¡Usá esto, también! –me dijo tomándome del cuello con un brazo y despeinándome con su otra mano.
Mientras salpicábamos agua con los pies, avanzamos por la orilla del mar en dirección a nuestra sombrilla. Era una hermosa mañana soleada de verano. El mar estaba relativamente calmo desde temprano, pero conforme pasaba el tiempo las olas iban aumentando su tamaño. No había tanta gente en la playa como cabía esperar. Debía ser por el circo. Se presentaba por primera vez en el centro de la ciudad. Pero a mi hermano y a mí no nos gustaba. Odiábamos ver cómo manipulaban a los animales. Además, solo se iba a la playa una vez al año.
Nos acercamos a la sombrilla y le conté, orgulloso, el resultado de la carrera a mi vieja. Ella, como buena madre, sonreía mientras me llenaba un vaso con jugo.
—Te habrá dejado ganar –dijo sarcástico mi hermano–. Conmigo seguro no podés.
—No sé, el día que te animes a correr, vemos –le contesté provocándolo. Y aun sabiendo las consecuencias de mis próximas palabras, agregué: Cagón.
Acto seguido, mi hermano me tacleó y me puso de espaldas en el suelo. Más fuerte que yo, no conseguía quitármelo de encima. Mientras, en off, escuchaba las voces de mis viejos que nos decían que paremos.
De pronto, la frase de mi viejo apareció en mi mente: ¡Usá esto!, haciendo alusión a mi cabeza. Y en menos de un segundo, tuve la respuesta. Coloqué ambas manos en su abdomen y apreté con fuerza. Al instante, un chillido, y sus brazos se aflojaron. Era mi oportunidad. Puse ambos pies en su pecho, lo empujé con potencia y lo hice caer de espaldas. Me lo había sacado de encima. Miré a mi viejo sonriendo con expresión de satisfacción, y en complicidad él me devolvió la sonrisa.
Algo duro y caliente me golpeó la cara. La victoria duró poco. Mientras me quitaba la arena del rostro, escuchaba a mi vieja ya irritada retándonos a ambos. Ya no importaba a esa altura quién había comenzado.
—Te dije que nunca me hagas cosquillas –murmuraba mi hermano satisfecho mientras se alejaba–. Nuevamente había perdido.
El resto de la tarde pasó sin mayores contratiempos. Comimos, jugamos a las cartas, y hasta me puse a leer uno de mis libros de cuentos de terror infantiles que tanto me gustaban. Pero no quería nada de eso. Yo quería ir al mar. ¿Para qué, si no, estábamos en la playa? Nunca entendí en esa época por qué había que esperar tanto tiempo para ir al mar después de comer, pero los adultos te mandaban a bañar después de cenar. No tenía lógica. Finalmente, mi viejo accedió (para mí que era porque no daba más del calor) y nos fuimos al agua. Estaba tibia como acostumbraba a estar en esa zona de la costa, lo cual facilitaba el ingreso. No porque a mí me importase la temperatura, desde luego. Mi mejor técnica siempre fue saltar adentro del agua sin pensarlo y empezar a jugar. Sin embargo, si estaba con mi viejo, debía seguir otro protocolo de seguridad. Consistía en hacerle caso los primeros minutos mientras estuviera a su lado, para luego, de a poco, alejarme e irme bajo las olas. Yo creía que era bastante disimulado y tenía éxito, pero la realidad es que nos tenía perfectamente controlados.
En ese momento de la tarde, las olas estaban particularmente fuertes. Y no había nada que disfrutase más que jugar con ellas.
Había dos juegos en particular con las olas. O dejar que te levantasen hasta la cresta mientras se formaban para luego surfearlas, o sumergirse y bucear justo antes de que rompieran. Y muchas veces la elección del juego se daba en el momento. En esa fracción de segundo donde tenés que decidir entre avanzar o retroceder. Y en esa fracción de segundo, en ese día, yo dudé.
Una enorme ola se estaba formando ante mis ojos. Y por alguna razón, esa vez, no estaba preparado. No estaba en el lugar correcto. Si decidía avanzar corría el riesgo de que la ola rompiera detrás de mí y la resaca me llevase para adentro. Si retrocedía, el espumón me arrastraría hasta la orilla, no sin antes golpearme incansablemente contra la arena y las piedras del fondo. La desesperación se apoderó de mí y ninguna decisión afloró. Y entonces sucedió. La tercera opción. La que siempre supe que debía evitar, pero que nunca había vivido. La que traía en sí lo peor de las otras dos. Que la ola rompiera en mi cabeza, me golpeara contra el fondo y luego me arrastrase.
Qué sucedió de todo eso a ciencia cierta, nunca lo sabré. Lo que sí nunca voy a olvidar es lo que vi.
Luego de que me golpeara la ola, yo ya no estaba más dentro de mi cuerpo. Me hallaba fuera de él. Y lo observaba. Lo observaba como un espectador de cine, viendo cómo se sumergía de espaldas hacia el fondo. ¿Estaba muerto? No lo creía. La sensación era de una extraña paz. ¿Debía tener miedo? En ese momento no lo tuve. Lo único que percibía era que no necesitaba respirar. Los únicos sentimientos que recuerdo eran tranquilidad y una extraña fascinación por ver cómo me hundía.
Cuánto tiempo duró esa imagen es algo que tampoco nunca voy a saber. Solo sé que, de un momento a otro, volví a mirar a través de mis ojos y vi cómo emergía violentamente del agua. Luego de la ola, con el tiempo lo sabría, mi viejo no me vio más y entonces decidió ir corriendo y meter el brazo en el agua en el mismo sitio donde me había visto por última vez. Para su tranquilidad, encontró mi brazo y tiró hacia afuera. Nuevamente sensación de ahogo, la que no había sentido mientras estaba bajo el agua. Con una mano en mi hombro, me acompañó a la orilla y las lágrimas comenzaron a caer de mis ojos. No era llanto. No era miedo ni tristeza. Era angustia. Una sensación en el pecho que hacía que no pudiese controlar las lágrimas y, sin embargo, me avergonzaba. Traté de disimularlo con enojo, echándome la culpa de no haber hecho bien las cosas. Estaba seguro las lágrimas no se notarían mezcladas con el agua de mar. Mi viejo las vio. Estoy seguro de que las vio. Y acrecenté mi actuación jurando que nunca más entraría en el mar. Nunca.
Con dulzura mi viejo se agachó y me pidió que lo mirase a los ojos. Pero yo no lo hacía. No podía demostrar debilidad. No otra vez. No perder otra vez.
Colocó una mano en mi mentón, levantó mi cara y me obligó a mirarlo. Y entonces, me dijo otra de sus frases que nunca se me borraría de la memoria… «No se trata de escapar de la tormenta, sino de aprender a bailar bajo la lluvia».
Me despierto sobresaltado. Abro los ojos, pero no veo nada. Completa oscuridad. Por un momento me siento desorientado. No sé dónde estoy. La confusión dura solo cinco segundos, pero para mí son casi cinco minutos. Conforme la vista empieza a adaptarse a la penumbra, comienzo a tranquilizarme. Ya sé dónde estoy. Es mi departamento. Mi nuevo departamento. Hace menos de un mes había decidido mudarme, aunque solo fuera de barrio, no de ciudad. Un triste intento de alejarme del dolor. Ahora solo me conformo con estar cerca del trabajo. En anécdotas quedaron aquellos intentos fugaces de buscar mi destino en otro lugar. No por falta de ganas, después de todo nunca había sido tan feliz como en esos viajes. Y Buenos Aires me agobia. Me agobia hasta el cansancio. El ritmo de vida de las grandes ciudades, tan llenas de gente y tan vacías de almas, envueltas en un ritmo cíclico de rutinas sin goce. No, no es falta de ganas sino una sucesión de hechos desafortunados los que me hicieron quedar. Nada trágico. Nada terrible. Ningún episodio traumático de mi familia ni la imposibilidad económica de comenzar de cero. Algo mucho más sencillo. Mi cabeza. La misma que me sacó de innumerables situaciones complicadas en el pasado es ahora la que me encadena a esta triste zona de confort. «Sin riesgo no hay juego», profesaba un olvidado autor de mi época de profesorado. Y es cierto. Pero yo carezco de fuerzas. No hay motivación para arriesgar. No puedo olvidar. No quiero olvidar.
Empiezo a reconocer los muebles a mi alrededor. Percibo, además, una figura femenina acostada a mi lado. Primero, la silueta me resulta desconocida, pero luego comienzo a recordar. Y me resulta vagamente familiar. Aunque familiar es demasiado generoso teniendo en cuenta que solo la había visto tres veces en mi vida. La hermosa rubia que duerme de espaldas a mí había comenzado a ir a la pileta donde trabajo hacía una semana. Las otras dos veces que la vi ya fueron en mi departamento.
¿Es la tercera o la cuarta mujer con quien comparto mi lecho en el último mes?
No importa demasiado. Ni siquiera me interesa recordar. Lo que hubiera parecido una proeza en otro momento de mi vida, es ahora solo un vago intento por sentirme el hombre que ya había dejado de ser.
Decido levantarme sin hacer ruido. Cambiarme y salir a despejar un poco la cabeza. Es demasiado temprano y no creo que ella vaya a despertarse pronto. Y si lo hace, la puerta siempre está abierta.
La mañana está bastante fría, pero no quise llevar abrigo. Las nubes se burlan con éxito de los intentos del sol por filtrarse entre ellas, recordándole que en invierno él no tiene ningún tipo de poder. Los reflejos me llevan a cruzar mis brazos en un intento inútil por conservar la temperatura. Pero está bien así. Necesitaba algo que me sacudiera la cabeza y estimulara mis sentidos. Llegando a la esquina, veo una mujer durmiendo en la calle, también con escasa ropa y temblando de frío. Aunque, seguramente, si ella pudiera, sí elegiría apagar los suyos.
Siempre que veo a alguien en esas condiciones, se me produce la misma serie de sentimientos. Desde tristeza por empatizar con ellos hasta impotencia por no poder cambiar su situación. Claro que también en el medio hay otros sentimientos no tan agradables como la lástima y la condescendencia. Y no en el sentido positivo de esta última. Si bien no me siento superior a nadie, en lo que a aspecto económico se refiere, ciertamente estoy más cómodo. Y la generosidad a veces me recuerda esta forma de amabilidad forzada que algunos transpiran en sus actos de bondad. Es entonces donde esa generosidad me resulta más un insulto inintencional que un favor. Aunque como aspecto positivo debo reconocer que eso dura poco, ya que al recordar mi propia angustia recuerdo también que no estoy mucho mejor que ellos.
«Sin esa pequeña ayuda, al mar de necesidades le faltaría una gota», la madre Teresa gritaba dentro de mi cabeza cada vez que estaba en esa situación. Al principio estaba bien, pero ya no hallo consuelo en esa frase al ver que, día tras día, esa mujer sigue en la misma esquina. De todos modos, me estoy esforzando mucho por cambiar mis hábitos egoístas y ser una mejor persona. Quizás son anhelos de redención, pero en el fondo sé que es algo que debo cambiar en mí. El egoísmo ya se había cobrado cosas muy importantes en mi vida. Así que me detengo como de costumbre para ofrecerle algo, aunque hoy realmente preferiría seguir de largo. Mi ánimo me lleva a la introspección y no quiero salir de este estado. Sin embargo, mi educada moral cristiana me impide hacerme el distraído. ¿O habrá sido ese extraño suceso de hace cinco años? Sea como sea, paro, le doy los cinco pesos que nunca cambiarán su vida y sigo rumbo hacia mi propia oscuridad.
Llego al café de siempre, y, como es de esperar a esa hora del domingo, mi mesa de siempre está desocupada. Saludo desde lejos a Chiqui, el mozo que siempre me atiende, que me sonríe y desaparece detrás de la barra, gritándome «¡Ya sale lo de siempre!», sin darme tiempo a contestarle que esta vez quiero cambiar. Me río solo pensando en la amabilidad espontánea de aquel hombre y en cómo me había vuelto de predecible y monótono en mi vida. En los actos más sencillos se ve cómo estáuno, reflexiono. ¿En qué momento me volví así?
Me siento como de costumbre al lado de la ventana, de frente al televisor. No tengo uno en el departamento por propia voluntad, para evitar amargarme con las noticias del día a día. Pero aprovecho los cafés para recordar que hay un mundo también alrededor. En menos de dos minutos, Chiqui ya se acerca con mi café con leche. Es extremadamente ágil para ser un hombre de casi dos metros y, seguramente, más de cien kilos. Y si no fuera por su eterna sonrisa, cualquiera saldría corriendo al ver a ese enorme hombre caminando tan rápido hacia uno.
—¡Ya salen las tres medialunas bien calentitas! –me dice orgulloso e impaciente por demostrar su habilidad por recordar lo que pide cada cliente, sin darme tiempo siquiera a decirle que esta vez quiero solo un café negro– ¡Me cambiaste de horario!
—Con el café con leche solo está bien –contesto no queriendo herir su amabilidad–. No tengo mucha hambre. ¿Y vos qué hacés tan temprano acá? ¿Tu horario no es a la noche?
—Me volvieron a pedir que haga extras. Y no puedo decirles que no. Ellos me dan de comer.
—Ellos no te dan de comer, ¡tu trabajo te da de comer! –Me molesta sobremanera el modo en que se abusan de la buena voluntad de aquel hombre, que nunca sabe decir que no.
—Ya lo sé, pero otra no me queda. –Y por primera vez lo veo perder la sonrisa mientras se aleja de la mesa.
Mierda, como si él no supiera que lo cagan, encima le doy rosca. Bien Denyel, le acabás de arruinar el día a otra persona.
En realidad, es la primera, pero ya cuento con que la chica del departamento se sentirá un tanto ofendida por despertarse sola. ¿Cómo puede ser que si me esfuerzo tanto por no hacerle daño a nadie, siempre termino arruinándolo? No es que piense que ella se frustrará como mujer el resto de su vida por eso, pero ciertamente tampoco se sentirá contenta. Y eso que es una chica particularmente agradable, inteligente, linda, y hasta bastante divertida. No por algo es la segunda vez que viene al departamento. Y yo nunca reincido en la misma mujer. No por miedo al compromiso, sino por falta de interés. En este momento de mi vida, no me interesa nada más que obtener pequeños instantes de placer, aunque luego esas experiencias dejen el doble de dolor que placer me otorgaron. Pero algo me había llevado a invitarla de nuevo. Seguro alguna de esas cualidades. No te mientas, sabés por qué la invitaste de nuevo.
Sí, lo sé. Son sus ojos claros. Son por ellos que había vuelto a llamarla. Aunque la forma de sus ojos no es la misma, el color sí lo es. Exactamente igual al de la mujer que alguna vez significó todo para mí. No es lo linda, ni lo inteligente, ni lo divertida. Es solo el hecho de que me mire a los ojos mientras hacemos el amor lo que me hace transportar al pasado y sentirme feliz aunque sea un instante. Aunque todo el resto de los detalles (su aroma, su tacto, su voz) son distintos, el concentrarme en su mirada me da ese momento de paz del que carezco hace ya tres años. Y ella percibe mi goce, seguramente pensando que es ella misma la causa de mi placer. Por mí que lo crea, pienso mientras estamos juntos. Indiferente con el hecho de que la estoy usando. Con tal de que vuelva a tener a mi ex, aunque sea unos segundos, el resto no importa.
Qué triste es mentirme a mí mismo y de una forma tan consciente. Me castigo cada vez que sucede. Sin embargo, no hay remordimiento. Lo habría vuelto a hacer. Lo volvería a hacer.
¿Es que la soledad puede frustrarte tanto como para sentirte así de vacío? Y no me refiero a ser un ermitaño. Familia, amigos, alumnos, todos me recuerdan que realmente no estoy solo. Pero la falta de una compañera pesa. Y pesa aún más quizás no por el hecho de no tenerla, sino por haberla perdido. ¿Es todo realmente una anécdota como escuché tantas veces en terapia? Había dejado mucho de lado en esa apuesta como para que solo fuera un episodio aislado más en mi vida. Tantas expectativas, sueños y proyectos se fueron a pique durante el último año que ya no sabía dónde estaba parado. Y solo la ausencia de ellos le quitaba importancia al resto de cosas buenas que podrían suceder en mi vida. Y entonces ya nada importaba. La sensación era de carecer de un objetivo concreto, de vivir por vivir…
—¡Dios mío que no lo haga! –es la voz sobresaltada de Chiqui la que de repente me saca de mi sopor– ¡Que alguien lo frene!
Parado a mi lado, se encuentra mirando fijo la tele con expresión de horror, como queriendo entrar a intervenir. Desvío la mirada hacia la pantalla para ver qué lo tiene tan alterado y descubro con igual espanto la terrible situación.
Lo que se ve es un hombre de aproximadamente mi misma edad, parado en la puerta de una casa, sujetando a un chico de no más de cinco años contra su cuerpo. Con un brazo lo sujeta del cuello y con su otra mano empuña una pistola contra su cabeza. El chico no para de llorar desesperado gritando por su mamá, mientras el hombre lo único que logra es temblar y balbucear. Su cara no está tapada y su ropa de oficinista descarta la idea de un robo. Su cara es de terror, de locura, como si él mismo desconociese cómo llegó a esa situación. A su alrededor hay más de cinco policías que apuntan hacia él, mientras otro desarmado sujeta a una mujer cuya desesperación supera la mirada desequilibrada del agresor. –¡Soltalo, soltalo! ¡Él no tiene nada que ver! –grita ella frenética.
—Hija de puta, ¿por qué lo hiciste? ¿¿Por qué nunca me lo dijiste?? –escupe con llanto y bronca el que parece ser su expareja.
—¡¡Mamá!! ¡¡Mamaaaá!! –llora la criatura.
—¡Suelte el arma! –ordena uno de los policías, con falsa calma profesional.
La barra informativa del noticiero complementa la información con la descripción de la terrible situación. «Hombre se entera de que su hijo no es su hijo». Un escalofrío sube por mi espina cuando, además, leo la palabra «VIVO» en la esquina superior derecha de la tele.
La tensión vibra en el ambiente, tanto de la escena del televisor, como del bar donde ninguna de las pocas personas que hay saca la mirada de la pantalla. Va en aumento y parece acercarse a un drástico final conforme el volumen del coro de voces de la escena sigue aumentando e interrumpiéndose.
—¡Soltalo ya! ¡Por favor, perdonalo a él!
—¡Hija de puta, lo voy a matar!
—¡Por favor, matame a mí!
—¡Mamaaá, ayuda!
—¡Matame a mí! ¡¡Soltalo!!
—¡Cállese! ¡Déjeme a mí! ¡Largue al chico antes de que sea peor! ¡Entréguese!
—¡Papá, basta! ¡No hice nada!
—¡Callate hijo de puta! ¡No soy tu papá! ¡Callate!
—¡Dame a mi hijo, loco de mierda!
—¡¡BASTAAAAA!!
Y de un momento a otro, el desenlace. O lo que parece serlo. Con este último grito, el hombre empuja al chico contra el cordón policial y cae arrodillado al suelo. Pero inmediatamente, con la locura en su mirada y sus ojos inyectados en sangre, sube el arma y apunta primero al chico y luego a su propia cabeza.
Un grito ahogado retumba en la boca de todos y yo ya no soporto la tensión de esos interminables segundos. Algo resuena en mi interior y decido irme. Me parece demasiado morboso quedarme viendo esa situación, donde todos dirán abiertamente que esperaban que terminara bien, pero internamente querían ver el peor final de su reality show macabro en vivo.
Me levanto sin que nadie lo note y cuando estoy cruzando la puerta echo una última mirada a la pantalla donde el pobre desgraciado amartilló el arma. Desvío la vista y escucho un estruendo potente acompañado por un grito al unísono de «¡¡NOOOOO!!», tanto en la tele como en el bar.
Me siento mareado. Comienzo a caminar sin rumbo, atontado todavía por la situación que acabo de ver. Y si bien lo más alarmante había sido lo ocurrido con el hijo en cuestión, no era precisamente eso lo que me puso mal, sino la última escena. El hombre totalmente decidido a terminar con su vida por no poder soportar la idea del engaño. Fue como un golpe en la cara que revivió todos mis recuerdos. ¿Hasta qué punto de desesperación se puede llegar? Yo lo sé, y de primera mano. Tener el alma agotada de tanto sufrir, de querer cambiar algo del pasado y no poder, de no parar de recordar, darte cuenta de tus errores y pensar cómo deberías haber actuado. De no saber cómo salir adelante tras esa situación y llegar al punto sin retorno donde realmente creés que no hay salida, que ese dolor te va a acompañar eternamente, o hasta que vos le pongas un drástico final.
El embotamiento mental que tengo no me deja ver lo que estoy a punto de hacer. Como en piloto automático, sigo caminando sin rumbo y al llegar a la esquina, bajo el cordón para cruzar la avenida sin siquiera detenerme a ver el semáforo. Un ruido estridente, repentino, me saca de mi autismo y, al levantar la cabeza, veo un auto que se dirige a toda velocidad hacia mí tocando su bocina. Dicen que en esas situaciones límites, el cerebro es capaz de procesar mucha más información de la habitual a una velocidad increíble, por lo que uno percibe que el tiempo pasa en cámara lenta. Y de repente, comienza a ocurrir. Podría describir en detalle tanto la cara de pánico del conductor como la marca y el modelo del auto. En esa milésima de segundo donde el miedo se apodera de mí, también puedo ser capaz de tomar la decisión de saltar a un costado y rodar para que no me impacte. Lejos de sentirme aliviado, siento una extraña tristeza, como si realmente lo mejor hubiera sido que me atropellara. Ese suceso inesperado traía consigo la promesa de terminar el sufrimiento sin ser yo quien tomara la terrible decisión. Pero la escena no había terminado. Al correrme de la trayectoria del auto, caigo en la otra mano de la avenida, donde ahora un camión se dirige hacia mí. Y aunque mi cerebro me vuelve a ofrecer la posibilidad de vislumbrar todo en cámara lenta, esta vez decido no correrme, cerrar los ojos, y abrazar esta posible y drástica solución.
No siento nada. Literalmente nada. Es como si todos mis sentidos estuvieran apagados. Ni siquiera la atracción de la gravedad hacia el suelo, aunque ciertamente tampoco podría decir que estoy flotando. Es todo muy raro. No puedo moverme, o al menos sentir si es que hay un cuerpo al cual mover. Sin embargo, todos mis recuerdos están a flor de piel. Imagen tras imagen como si fueran una película que acabo de terminar de ver. Mi infancia, los juegos, la escuela, y mis amigos. Mis viejos, las vacaciones, mi primer beso y mi primer adiós. La adolescencia, las aventuras, los proyectos y la vida por delante para ser conquistada. Las elecciones, los aciertos, los desatinos y mi realidad. Absolutamente todo. Incluso la decisión de no correrme. ¿Dónde estoy? La situación parece un déjà vu de otro momento de mi vida, pero al mismo tiempo es totalmente diferente. Pero ¿por qué? Posiblemente sea porque no siento esa calma del otro episodio, y tampoco puedo observarme desde afuera. De hecho, no puedo observar nada más que penumbra. ¿Habré ido esta vez un poco más allá? Pero no, hay algo más que lo hace distinto. Puedo respirar. Sí, de a poco voy conectando conmigo mismo y siento el flujo de aire que entra en mi cuerpo. Cada inspiración me inyecta fuerza y procuro hacerlas cada vez más profundas. Es revitalizante. Es como si un respirador me obligase a tomar aire procurando evitar que mi consciencia se apague. Un respirador... El pánico corre como una corriente eléctrica que por un instante me hace sentir un cuerpo. ¿Estoy en un hospital? Por Dios no... No eso, no el peor castigo en vida que pudiese imaginar. No atrapado en mi cuerpo inmovilizado sin poder gritarle a nadie que se apiade de mí y me desconecte. Un torbellino de pensamientos abruma mi mente, desde implorarle a Dios por haber despreciado el regalo de la vida, hasta la idea de la completa soledad a partir de la cárcel en que se convertiría mi cuerpo. No poder vivir, no poder morir.
Decido tranquilizarme un poco y ordenar las ideas. El shock de adrenalina había hecho su efecto y siento presión en los ojos. Procuro abrirlos, pero los párpados pesan demasiado, y el esfuerzo es extenuante. De a poco, otros sentidos empiezan a volver y siento mi espalda reposada en algo blando. No es uniforme como un colchón y su temperatura tibia es agradable en contraste con la reciente ausencia de sensaciones. Mis manos logran percibir mejor la extraña textura de ese suelo que se deshace entre los dedos. Las inspiraciones dejan de ser solo eso para ahora incorporar olores cargados de recuerdos. No puedo descifrar aún qué es, pero en mi interior me alimenta con nostalgia, paz y felicidad. De repente oigo un estruendoso ruido de agua y automáticamente los olores a sal y arena comienzan a cobrar sentido. ¿Puede ser posible o solo estoy alucinando?