La oración del sepulturero - Darío Vilas Couselo - E-Book

La oración del sepulturero E-Book

Darío Vilas Couselo

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Beschreibung

Marquitos Laguna está dispuesto a erigirse en el salvador de la isla Simetría, auténtica ciénaga de la sociedad donde la bondad es un bien escaso. Sin embargo, Marquitos es juzgado y condenado a muerte. Recluido en un sanatorio mental a la espera de ser ejecutado, Mila, líder de un grupo armado ruso, acude a su rescate para que le ayude a dar con el paradero de Lukín, la única persona que parece ser capaz de prevenir el incipiente estallido de la guerra. -

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Darío Vilas Couselo

La oración del sepulturero

 

Saga

La oración del sepulturero

 

Copyright © 2019, 2021 Darío Vilas and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726854978

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para Ana, Xián y Breogán.

Soy la sombra de vuestra luz.

PRIMERA PARTE

De aquellos polvos, estos lodos

CAPÍTULO I

Dolor.

¿Quiénes son estas personas, Marquitos? Irrumpen sin previo aviso y matan a todos los que se interponen en su camino para llegar hasta ti. Y, joder, esa mujer se adelantó en cuanto te vio, como si supiera de sobra lo que tiene que hacer para llamar tu atención.

Así fue. Entraron en tromba, sin miramientos, destrozando el tejido de la nueva realidad, a la que todavía no me había amoldado, mientras el velo de mi amenaza aún ondeaba en la atmósfera enrarecida del despacho del psiquiatra.

La puerta estaba abierta y todos permanecíamos en pie: el doctor Guerrero, el celador y yo. Si alguien nos hubiera visto en ese preciso instante, podría haber pensado que esperábamos esta visita. Cuando la tapa de sus sesos saltó por el aire, el médico apenas había tenido el tiempo justo para volver a confiar en esa inmunidad ante la muerte que nos hace tan humanos, tan idiotas, tras escucharme decir que le arrancaría la cabeza con mis propias manos.

«Todo es una broma», le dije después, para tranquilizarlo. Y vaya si ha resultado serlo.

Esto no me gusta una mierda. Antes te habría dicho que te enfrentaras a ellos y acabases con todos. Pero ya no puedes. No te enfades, sabes que no puedes, es una cuestión de actitud. De la que te falta, quiero decir. Así que no te quedará más remedio que seguirles o morir, como este par de idiotas.

Sin tiempo para compadecerme del pobre desgraciado al que acababan de matar a sangre fría, cayó el segundo. Roy, el celador que había venido a buscar al doctor Guerrero, el que le libró de que fuera yo el que lo ejecutase y colocase su cabeza sobre el escritorio, como prometí. No tengo miedo de los celadores de esta cárcel para locos, pero no me gusta que me inyecten sedantes. No quiero perderme ningún detalle de lo que está por venir.

Reparo en que no escuché las detonaciones de los disparos que los abatieron, apenas se sintieron unos siseos en medio del jaleo que descubrí fuera del despacho, cuando abrieron la puerta de un empujón.

Armas con silenciador. Cobardes de mierda.

Empezaba a cabrearme justo en el momento en que el grupo asaltó la estancia, con la mujer separando hombros para abrirse camino y ponerse frente a mí.

Es una divinidad de tez pálida que contrasta con sus ojos añiles y su pelo en llamas, vestida con sudadera y vaqueros elásticos, que me dice que ha venido a buscarme, que me necesita. Me habla de luchas de poder, de someter a esta isla ingobernable a su mandato. De la decepción por o hacia su padre, no terminé de entenderlo, y de un duelo a muerte para desbancarlo, recuperar respeto y obtener galones.

Su aroma arremete contra mí. No es el olor de un perfume ni de una mezcla de jabones, sino el de su piel. Un sello personal que me embiste con furia.

Mientras se atropella en explicaciones, enseñoreadas por un acento de Europa del Este que no hace ademán de suavizar un ápice, no dejo de pensar que en otra época lo único que habría querido es morir entre sus piernas, y que ahora no tengo fuerzas ni para seguir el ritmo de su discurso arrollador.

Tampoco hago ningún esfuerzo por entender nada de lo que me explica. Si intentaba convencerme de que debo salir de aquí de su mano, lo consiguió en cuanto traspasó el umbral de la puerta.

Antes de seguirla hasta el borde del infierno, le pregunto si estoy muerto. No es que tenga demasiada importancia a estas alturas, sólo quiero saberlo.

—Todavía no. Pronto —aclara.

—Cuéntame algo que no sepa.

—Acabo de hacerlo. Estamos a punto de entrar en guerra por el que puede que, en breve, sea el único pedazo de tierra que quede en pie en todo el planeta. Yo soy uno de los bandos, el otro lo lidera mi padre. Y te necesito para ganarla.

Si algo le faltaba a Simetría para ser el mayor pozo de mierda sobre la faz de la Tierra, es esta absurda polarización en la que no se me pierde nada por ningún lado.

Pero ella me necesita. Con eso me vale.

—Bien, iré contigo —acepto, sin necesidad de escuchar más detalles. No hay tiempo para pedirlos, las cosas se tendrán que improvisar sobre la marcha. Como siempre ha sido, aunque ahora más que nunca.

Dice que se llama Mila. También me escupe algo que interpreto que es su apellido. O tal vez un patronímico, nunca entendí muy bien la diferencia. Lo que sea, parece más ruso que un insulto de borrachera, y estoy seguro de que nunca lo olvidaré, porque no llega a acomodarse en mi cerebro y lo dejo salir tal y como entró.

Me gustaría hacerle entender que no me importan ni su nombre ni su causa, que lo único que quiero es irme con ella. Que lo demás me parecen excedentes, sobre todo estos hombres que se trajo para despejarnos el camino, cuyos rostros me parecen intercambiables.

Una, dos, tres y cuatro caras que no me dicen nada, más allá de evidenciar rasgos de la misma procedencia que Mila. Tres de ellos con el pelo muy negro y el otro muy rubio, pero con las mismas facciones de angulosa indiferencia y las mismas mandíbulas apretadas, propias de sicarios o cazarrecompensas. Carecen de expresión, son criaturas sometidas a una voluntad ajena. Soldados rasos al servicio de su ama; sólo acatan y atacan cuando ella se lo ordena, sin cuestionar nada.

Somos media docena de personas, que recorren los pasillos de un hospital psiquiátrico, y no sé si desentonamos en medio de la locura que ya reinaba en el edificio: una mujer fuera de contexto, cuatro armarios rusos sin rostro —más bajos que yo, pero con puños como cabezas de bebés—, y un viejo en pijama de enajenado que arrastra los pies para tratar de seguir el ritmo de sus libertadores.

Del otro lado de la puerta, el mundo ha cambiado. Nada es como hace una hora, cuando el celador me condujo hasta una eminencia psiquiátrica que quiso convencerme de que lo que más me convenía era irme con él a la península para ser su cobaya. Y ahora sus sesos enmoquetan el suelo del despacho.

La locura ha abandonado las habitaciones y campa a sus anchas por los pasillos, dándose rienda suelta. Reconozco los rostros de algunos de los compañeros que gritaban día y noche desde detrás de las puertas de sus celdas acolchadas, pero callaban en cuanto me veían pasar por delante.

Verla en acción es un placer para los sentidos. Mila es un antílope, todo fuerza y elegancia. Lleva un arma de fuego encajada entre las nalgas, sujeta por la cintura de los vaqueros. Una pistola automática como cualquier otra, aunque no la usa. Mucho mejor, no me gustan. Es un recurso vulgar y desesperado, como darle un rodillazo en los huevos a tu rival durante un combate de boxeo.

Me equivoqué por completo al pensar que los hombres la acompañan para allanarle el camino. Es ella la que despliega las piernas y galopa, apuntalando el suelo a cada zancada, para situarse al frente del grupo en todo momento. La que aparta, golpea, patea y escupe sobre todo lo que se nos interpone. Los demás nos limitamos a seguirla, hasta que consigue sacarnos a la calle sin demasiadas dificultades.

El cielo está loco esta mañana, luce un sol de estampa idílica. Su brillo lo salpica todo, impregna hasta el último rincón que alcanzo cuando lanzo miradas como pedradas, de un lado a otro, sin buscar nada en particular.

Me cuesta reconocer el entorno, no recuerdo que hiciera sol en ningún otro momento de mi vida. Las sirenas de ambulancias, que aúllan histéricas, aumentan la sensación de desconcierto, me recuerdan a la noche oscura en la que todo se torció y acabó con mi encierro.

Duele y huele a verano, aunque esto sigue igual de húmedo. La lluvia no termina de abandonarnos, siempre permanece al acecho.

La piel de asfalto de la carretera parece más tersa, como si la exposición a los rayos ultravioleta le hubiera hecho un lifting. Es el culito negro de un bebé gigante y caprichoso que duerme la siesta, pero que, en cuanto se despierte, va a pillar un berrinche de tres pares de cojones. Se arañará la cara, se tirará de los pelos, se cagará, se meará y, cuando se canse de tomarla consigo mismo, acabará con todos nosotros a manotazos, para paliar su enfado y su infinito aburrimiento.

No es normal que todo parezca tan bonito por aquí, por eso estoy inquieto.

¿Dónde está mi fantasma cuando necesito que me ilumine con sus conjeturas? ¿Por qué se calla ahora?

El dolor me ha dado una tregua.

—¿Adónde vamos? —pregunto al fin.

—¿Has escuchado algo de lo que te dije ahí dentro? —replica la mujer, sin que su entonación denote el cabreo que centellea desde el fondo de sus pupilas.

—Digamos que no demasiado.

—Te necesito para que me lleves hasta una persona —aclara, para mi total decepción.

Me necesita para encontrar a alguien que no soy yo. Acaba de convertirme en un mero instrumento.

—¿A quién? —gruño, tratando, sin demasiado éxito, de que mi voz vuelva a sonar con la gravedad lúgubre de mis mejores días.

—Supongo que has oído hablar de Lukín.

Dolor.

Mierda.

—Lukín no existe, es sólo un rumor, una leyenda urbana —miento, sin ninguna convicción.

En realidad, no sé si es cierto, pero en Simetría cobran vida ideas demenciales, y Lukín no es la más descabellada de todas ellas. Sé que existe una persona a la que llaman así, lo que no sé es si puede hacer lo que dicen que hace.

Tampoco conozco su verdadero nombre.

—Es real y voy a encontrarle —sentencia, como si hubiera escuchado mis pensamientos—, pero acabaremos antes si me ayudas a llegar hasta él.

—¿Por qué yo? Aunque fuera cierto que existe ese tío, nunca le he visto.

—Porque eres Marquitos Laguna, porque esta es tu isla. Porque todo el mundo sabe que eres el único capaz de abrirla por las costuras y sacar de ella cualquier cosa que necesites.

No la escuches, te está regalando el oído.

—¡Cállate! —bramo, sin tener claro si se lo digo a la chica o al fantasma que llevo encaramado al hombro, y que sólo tiene algo que decir cuando no quiero escucharle, cuando me duele la vida.

Cuando tiene razón.

—Sabes que es cierto —afirma ella, volviendo a encauzar la conversación—. Tú puedes llevarme hasta Lukín.

—Sí, lo sé. Lo que no tengo claro es qué saco yo de esto. Qué puedo ganar con este pulso adolescente que le echas a tu padre, en esta guerra por motivos pueriles que no me importan lo más mínimo.

—No tienes ni idea —asegura, con una media sonrisa que me desmonta, esparce las piezas de mis convicciones y les pega una patada para mandarlas a tomar por culo.

—No la tengo, pero eso da igual. Sigues sin darme una razón de peso por la que deba ayudarte.

Mientras hablamos, soy consciente de que sus cuatro perros de presa se han desplegado, hasta formar un cerco que se estrecha alrededor de mí. Esperan una orden de Mila para abalanzarse, despedazarme y convertirme en el mayor trofeo de caza que se haya cobrado nadie.

No saben la suerte que tienen de haber venido a buscarme en este momento de mi vida.

—Para morir en tu casa, en lugar de hacerlo en ese hospital. Para eso te vendría bien colaborar conmigo.

¿Lo ves, Gran Hombre? Es peligrosa, te conoce demasiado bien.

Sé que voy a morir. Que todos vamos a morir, pero que mi momento llegará pronto. El doctor Guerrero, el pobre loquero desdichado al que asignaron mi seguimiento cuando dictaron la sentencia que me condenó a echar lo que me resta de vida en la casa de los locos, me lo dejó bien claro. Lo irónico es que se haya ido él por delante.

Según los resultados de las pruebas, me quedan semanas, tal vez días.

Leucemia en estado avanzado. Guerrero quiso convencerme de que el enorme hematoma, así como los bultos que me recorren desde el hombro hasta la rodilla derechos, son consecuencia de la enfermedad. Que no son la sombra y las huellas de un fantasma.

Voy a morir y no me importa, pero es cierto que prefiero estar en mi casa cuando llegue el momento, acompañado por mi aparición y mis muertas vivientes. Todo el mundo quiere estar rodeado de sus seres queridos cuando le toque expirar su último aliento, y en eso soy tan convencional como cualquiera.

Por mucho que se empeñen en repetir que soy un monstruo, no dejo de ser humano. Mucho más que todos los que me juzgaron, dentro y fuera del tribunal.

Nací una noche de llamas y agua. Esta vida es un monstruo.

DE LAS LLAMAS Y EL AGUA

Oh mama, ain't no time to fall to pieces

He has arrived, He has arrived

Led by the grace of God go I

I don't know what they mean

I don't know what they mean and I say: ah, ah

The Gutter Twins – «The Stations»

Estamos en 1959, año del nacimiento.

Es antes, mucho antes de que Marcos Laguna huya de la institución psiquiátrica penitenciaria en la que debía pasar lo poco que le quedaba de existencia. Mucho antes, también, de que se llevara a cabo la lectura de cargos en la sala de juicio. Antes de escuchar el repaso a todas las vidas que arrebató, y de algunas otras que le adjudicaron para poder cerrar casos sin resolver —porque la lista era tan larga que un puñado más no lo iba a notar ni el propio acusado—. Antes de que él asintiera y aceptase la culpabilidad de lo que hizo y lo que no, para alivio de su abogado de oficio y del doctor Ricard Guerrero, que veían así la oportunidad de alegar enajenación mental, respaldados por un informe de evaluación psiquiátrica del grosor de una guía telefónica.

También es antes de que el juez dictase la sentencia, borracho de justicia, mientras golpeaba con el mazo hasta convertir la peana en astillas de rencor, sin necesidad de tanto énfasis, poseído por un afán vengativo impropio de su supuesta posición imparcial. Antes de que todos los presentes en la sala estallasen en una ovación de circo romano.

Antes, mucho antes de todo eso, otro habitante de la isla quiere reducir Simetría a cenizas.

Tiene sus motivos y bidones de gasolina, con eso le basta. No ha conocido todavía la peor cara de esta ciudad, eso aún está por llegar, más pronto de lo que imagina. Pero piensa que la vida le ha tratado lo suficientemente mal como para tener que ajustar cuentas con la cuna de sus desgracias. Aunque todo lo que le haya sucedido habría de pasar de todos modos, estuviera donde estuviera. O al menos así podría haber sido, porque su existencia es prosaica y sus problemas triviales.

Da igual, cuando un hombre así alcanza el límite de su resistencia ante las embestidas del mundo —tenga donde tenga fijadas las fronteras—, cabe la posibilidad de que decida que ya no hay nada que perder, y que, si él ha de caer, se llevará por delante todo cuanto pueda.

Su nombre es Pablo Serafino. Treinta y cuatro años, recién divorciado. Ha cambiado de empleo tantas veces como de residencia en los últimos tres meses, el tiempo que hace que vive solo. El último trabajo que tuvo fue en la única gasolinera que había en la ciudad a finales de la década de los cincuenta, del que le echaron la primera noche, tras intentar violar a una clienta que acudió de madrugada a llenar el depósito.

La mujer, de cuarenta y nueve años y más enjuta que su agresor, llevaba durmiendo la borrachera en el asiento trasero del coche a su marido, de cincuenta y seis, al que recogió a las puertas de la sala Los Nogales, cuando sus amigos la llamaron para decirle que se había pasado con el vino y no le quedaba dinero para un taxi.

Durante el forcejeo, el hombre se despertó a consecuencia de las embestidas que su mujer estaba recibiendo contra el lateral del utilitario por parte de Pablo Serafino, quien tuvo tiempo de eyacular cuatro veces de pura frustración, pese a no haber conseguido ni levantar la falda a su víctima.

Incluso en su estado de embriaguez, lo dantesco de la escena fue suficiente para sacar al esposo de su letargo etílico. Se bajó del automóvil, un Seat 600 azul celeste con menos rodaje que óxido en la carrocería, y propinó una torpe paliza al empleado de la gasolinera, impropia de su constitución y su estado general, gracias sobre todo a que Pablo siempre fue un hombre enclenque y demasiado cobarde como para defenderse de un igual.

Aquella noche, aparte de despedido, el desgraciado acabó durmiendo en el calabozo. Pero se llevó consigo las llaves de la gasolinera, a la que volvió a hurtadillas en cuanto recuperó la libertad. Lo cual fue demasiado pronto, pero en Simetría los delitos menores se saldan rápido por pura necesidad de ahorrar espacio y recursos policiales.

Sin que su sustituto lo descubriera, mientras dormitaba en la destartalada garita, llenó de gasolina los bidones con los que esta noche ha empezado a trufar de conatos de incendio todos los rincones, de una punta a la otra de la ciudad.

Algunos de los fuegos se extienden con rapidez, hace semanas que no cae una gota de lluvia, a pesar de los cielos cubiertos.

La policía está desorientada, los primeros avisos de vecinos de las zonas afectadas no hacen presagiar lo larga que será la jornada para todos los efectivos de las fuerzas de seguridad. Las consecuencias irán mucho más allá de los daños materiales: dos centenares de heridos y catorce personas muertas, sólo tres de ellas a causa del fuego o la inhalación de humo, el resto por los disturbios que se desataron, aprovechando la situación de desconcierto general.

Robos, saqueos, palizas y agresiones sexuales. Un festival de violencia, sangre y semen con repercusiones que se extenderán durante las próximas décadas.

Lo que Pablo Serafino consigue en una sola noche supera todos sus delirios narcisistas de venganza contra una isla que, en realidad, le debe mucho menos que a la mayor parte de sus paisanos. Su historia no pasa de ser el tópico del perdedor sin arrestos para buscar soluciones sencillas a problemas de poca importancia, a contratiempos que cualquier persona equilibrada podría gestionar con relativa facilidad.

Pero nuestro pirómano es incapaz, por eso mismo su mujer, Elena, le pidió el divorcio. Con el discurrir de su vida en común, se había ido convirtiendo en un parásito dependiente, en un despojo que la traía por estas calles que son todo amargura.

Finalmente, no es la policía la que detiene a Pablo, que cae por su propio peso exiguo a manos de un grupo de saqueadores a los que él mismo espoleó, a consecuencia de sus actos. Tampoco son los bomberos los que consiguen contener la bravura de las llamas que devoran la isla al completo, dejándola tiznada de ceniza y plagada de rescoldos para siempre.

Son los elementos los que toman las riendas, los que se adueñan de la situación para dar la bienvenida a la persona que lo cambiará todo.

Es esta noche, no cualquier otra. Llega fuera de cuentas, más grande de lo normal, como será siempre, e imprevisto en su demora.

Antes, mucho antes de que un grupo armado ruso —liderado por una bella joven con hambre de contienda y ansias de poder— aparezca en escena en las últimas horas de vida del hombre de negro, la madre de Marcos Laguna rompe entre aullidos todas las aguas condensadas entre las nubes compactas que opacan el cielo desde hace días, sin que llegasen a reventar hasta el momento justo, y las vuelca sobre el fuego. Apaga el resplandor de los incendios y, a cambio, alumbra a su primer y único hijo varón.

Oriundo de la torpeza y la insensatez, de la frustración y el desquite, de la incompetencia y la conveniencia, del estupor y la muerte:

De las llamas y el agua ha nacido el hombre que afianzará la idiosincrasia de esta isla para siempre.

CAPÍTULO II

El coche hasta el que me guían es una broma oriental de mal gusto, un juguete híbrido de un feo gris metalizado. Podría aplastarlo con mis manos, hacer una bola con él, metérmelo en la boca, masticarlo y escupir un patinete eléctrico.