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El doctor Alarcón es un médico de atención primaria de gran intelecto que, a pesar de sus altas capacidades, tiene problemas para relacionarse y tampoco cree necesitarlo. Su vida está meticulosamente planificada, una vida en la que lo inesperado y las amistades no tienen cabida. Pero algo empieza a trastocar ese orden: a su alrededor, la gente está muriendo en extrañas circunstancias, y a pesar de su fidelidad con la racionalidad, se verá arrastrado no solo por el lado siniestro y demente de la situación sino también por la necesidad de entablar relaciones; en su círculo social todos son sospechosos, el número de posibles homicidas aumenta y para poder investigarlo está obligado a socializarse. Los extraños sucesos y la llegada de una nueva enfermera a su puesto de trabajo revolverán su bien planificado mundo. También existe un hueco en la historia para los personajes secundarios; los sospechosos, que tendrán la oportunidad de hablar con el lector para dar su opinión sobre el doctor Alarcón y ofrecer pistas de su posible implicación en los asesinatos. En esta novela todo el mundo puede ser detective. A pesar de su juventud, muestra una madurez y un conocimiento de la psicología humana envidiables. Diario de Navarra Una autora a la que no hay que perder de vista. Anika entre libros
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Seitenzahl: 543
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
La ordenada vida del doctor Alarcón
© 2018, Tadea Lizarbe Horcada
© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Lookatcia
I.S.B.N.: 978-84-9139-223-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Capítulo 1
Sospechosa n.º 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Sospechosa n.º 2
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Sospechoso n.º 3
Capítulo 9
Capítulo 10
Sospechosa n.º 4
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Sospechosa n.º 5
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Sospechosa n.º 6
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Consulta n.º 1
Capítulo 31
Capítulo 32
Consulta n.º 2
Capítulo 33
Fin de semana en el lago: viernes
Fin de semana en el lago: sábado
Fin de semana en el lago: domingo
Consulta n.º 3
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Sospechoso n.º 7
Capítulo 38
Consulta n.º 4
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Consulta n.º 5
Capítulo 43
Sospechoso n.º 8
Capítulo 44
Consulta n.º 6
Irritante n.º 1
Irritante n.º 2
Irritante n.º 3
Consulta n.º 7
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Consulta n.º 8
Capítulo 49
Consulta n.º 9
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
El interrogatorio
Para la testaruda persistencia, que se mantiene extravagante
Para ti
PENSAMIENTO INTRUSO: dícese de aquel pensamiento disruptivo y de origen inconsciente que en ocasiones invade nuestro consciente, con el consecuente efecto atroz en nuestras decisiones, conductas y estado anímico. Difícil tanto de detectar como de erradicar, ya que en su estado original es invisible. Dada su impulsiva naturaleza, en ocasiones se manifiesta de manera fugaz para firmar su feroz y fatal influencia en nuestras historias.
El paciente se muestra irritable. No le gusta perder el control y mucho menos otorgárselo a alguien como yo. No he llegado a establecer el vínculo ni la confianza necesaria como para profundizar en el tratamiento.
Es extremadamente inteligente, los historiales escolares señalan un cociente intelectual de 160. Sin embargo, no parece que el colegio fuese una experiencia gratificante para él, lo subieron de curso en dos ocasiones y no encajó en el nuevo círculo social. Se anotaron varios acontecimientos de agresión en el archivo escolar. El orientador señala el carácter retraído del niño y sus dificultades para socializarse además de un tardío desarrollo físico, lo que pudo facilitar las agresiones y humillaciones que repetidamente sufrió.
No habla de relaciones sociales significativas, sin embargo ha expresado su «necesidad de poder comprender mejor a los demás». Opina que la gente de alrededor es mucho «más tonta» que él, por lo que, desde su inteligente perspectiva, nunca podrá llegar a comprender la lógica que mueve a los demás. Considero que, en realidad, tiene dificultades para relacionarse y que sus experiencias sociales anteriores no han sido exitosas. No quiere admitir sus debilidades ni la humillación que debió sufrir en la infancia, se esconde bajo excusas, bajo algo tangible como el número del cociente intelectual. Considera que así, de manera objetiva, él es mejor que los demás.
Vive en un mundo solitario. Ha construido un lugar en el que todo lo que ocurre está meticulosamente planificado, bajo su control. Parte de la premisa de que es muy inteligente y entiende que eso garantiza el éxito de la rutina que ha decidido poner en marcha. Una vida donde la sorpresa, los acontecimientos inesperados y la posibilidad de exponerse al ridículo o la vergüenza no tienen cabida.
Se escuda en sus capacidades intelectuales absolutamente para todo. Cree que nadie puede tomar una decisión mejor que él mismo, por lo que la confianza que proyecta en su intelecto podría justificar cualquier acto. Es lo que más me preocupa, dadas las muertes que se están dando en el círculo social del paciente.
Dr. Antonio Tenor
—¿Manuel? —Mierda, ahora no, llego tarde. Mi vecina, la señora Bermejo, me interrumpe en el rellano. Es tedioso, escalofriante y aburridísimo rodearme de gente como ella.
A pesar de querer huir, me veo obligado a responder con educación. Mi madre, pensamiento intruso, me repetía constantemente que debía ser educado si quería sobrevivir en esta sociedad. «Cuando no encuentres la paciencia para comprender a los demás, cuenta hasta tres y sé respetuoso», decía. Pues bien… Uno. Dos. Tres.
—Buenos días, señora Bermejo —digo forzando la sonrisa.
Espero que la conversación acabe aquí, pero no. Por supuesto que no. Las personas siempre tienen alguna estupidez más que añadir.
—¿Va usted a trabajar? —pregunta como si no supiera ya la respuesta.
—Sí, llego un poco tarde. —Debo salir de escena de manera educada, sutil y rápida.
Ignoro su interrupción deseando que esto acabe aquí, aunque sé de sobra que no será así. Apresuro el paso en el descenso por las escaleras en un intento de escaquearme.
—¿Manuel? —¡Joder, no me deshago de ella! Por mi experiencia, seguido del tono de voz que ha utilizado para decir mi nombre, siempre viene una petición y no suelo equivocarme: la señora Bermejo quiere algo de mí—. ¿Podría hacerme un favor? Sé que llega tarde a trabajar, pero es urgente.
He caído en la trampa. No he logrado escabullirme, así que si quiero acabar cuanto antes, tan solo me queda aceptar la cuestión y resolverla con premura. La invito a hablar.
—Mi hijo no se encuentra bien, ha pasado la noche con fiebre. Tiene una tos horrible y escupe unas flemas verduscas gordísimas. Pero no un verde blanquecino… no, no… es un verde intenso con tonos amarillos que… —Suficiente, esto tiene que acabar.
—Bueno, entonces, ¡veámoslo! —La interrumpo antes de que me nombre la lista de colores que pueden teñir una flema.
Ni siquiera soy el médico del niño este, sin embargo, soy el desgraciado de su vecino y parece que eso le da derecho a su mamá para interrumpir mis rutinas y ahogarme con gilipolleces. Existe un sistema sanitario, una cartera de servicios y un protocolo de acceso; que llame al centro de salud y que pida cita como todo el mundo. Y si no quiere, que estudie medicina para tratar a su hijo y me deje en paz de una santa vez.
Entro en la casa con naturalidad, sé de sobra dónde está la habitación del niño, lo he explorado millones de veces. Aunque no recuerdo su nombre… ¿Cómo era? Mierda, odio no acordarme de las cosas, no suele ocurrirme y no me gusta parecer imbécil.
La señora Bermejo va tras de mí. Es una mujer robusta y jadeante que se mueve con contundencia. Suele vestir con un delantal de flores amarillas, huele a tortilla de patata recién hecha y lleva el pelo recogido en un caótico y apresurado moño del que se desprenden unos desordenados mechones. Y yo ODIO el desorden y la «no rectitud». Por su aspecto parece que se hubiese electrocutado hace tan solo un minuto. Siempre tiene una mirada cálida y sonriente. Excesivamente agradable para mi gusto… Tengo que admitir a su favor que mantiene la casa más que cuidada. La habitación de su hijo está impoluta, aunque un cuadro que cuelga de la pared se desequilibra ligeramente hacia la derecha y, en mi opinión, debería cambiar la colocación del escritorio, no recibe luz suficiente y se encuentra justo en medio de la línea recta que se produce entre la puerta y la ventana, por lo que la corriente enfría a este debilucho niño, lo hace enfermar y… ¡me hace llegar tarde al trabajo!
—Cariño, despierta, es Manuel, viene a ver qué tal estás. —La señora Bermejo me presenta.
Con la cantidad de veces que vengo a ver a su hijo enfermo podrían tener la decencia de dirigirse a mí como «doctor Alarcón», ya que esa es mi utilidad en esta familia: el médico de cabecera que siempre está de guardia para ellos.
El niño es de constitución más bien delgada, en contraste con su madre, que cuando lo coge de la mano parece que lo arrastra por los aires. Tendrá unos nueve años. El pelo, de color castaño, se pega a su cráneo como si la gravedad lo empujara con más fuerza de lo habitual. Me observa con sus enormes ojos y esa cara llena de pecas.
Nada más verlo sé lo que le ocurre: catarro común. ¡El aburridísimo catarro común! Estornudos, secreción nasal, dolor de cabeza y de garganta, flemas, ojos llorosos y malestar general. También presenciamos el goteo nasal. Asqueroso. A un tórax abierto en el quirófano, con la cavidad inundada de sangre y las entrañas al descubierto lo definiría como vibrante, atrayente y poderoso. Pero un goteo nasal… Eso es asqueroso. No tiene otra posibilidad descriptiva. No sé por qué demonios no hice caso a mi madre y me hice cirujano. En qué estúpida razón cabe que yo tenga que soportar unos mocos.
A pesar de poder diagnosticar el catarro a dos metros del niño, debo hacer como si lo explorase rigurosamente, es algo que he aprendido con los años. Habitualmente, cuando llega un caso, soy capaz de diagnosticarlo en los primeros dos minutos de consulta. Pero si quiero que el paciente esté de acuerdo con mi conclusión, quiero que se fíe de ella y quiero que deje de hacer preguntas y más preguntas inútiles, debo fingir que pienso tan lentamente como la gente común: hacer una pantomima. Representar de manera exagerada mi deliberación. Y aunque emplee más tiempo en simular frente a mi público cómo reflexiono, cómo llego al diagnóstico clínico, la experiencia me dice que en realidad es una manera útil para que las consultas duren menos:
—¿Te duele la cabeza? —pregunto.
—Sí.
Los niños me caen bastante mejor que los adultos, no suelen hablar demasiado. Respetan la autoridad de las batas blancas y no se andan con charlatanerías. ¿Te duele o no te duele? La respuesta es sencilla: sí o no. No necesito saber más. Mucho menos que los pacientes me cuenten su vida y, en el peor de los casos, sus hipótesis diagnósticas.
—A ver, abre la boca. Ya veo, ya… tienes cierto enrojecimiento.
—¿Mucho? —dice su madre.
He dicho «cierto». ¿Qué es lo que no entiende de la palabra «cierto»?
—No. Mucho, no. —La miro entre sorprendido y asqueado por su nula comprensión.
Pongo la mano sobre la frente del niño y observo el conducto auditivo. Menuda obra de teatro. No necesito hacer nada de esto. Como he dicho, es mejor convencer a la madre de que mi trabajo es concienzudo, si no continuará con sus incesantes preguntas y no llegaré nunca a trabajar.
Lo único que no encaja en mi diagnóstico es la fiebre, si estuviese presente me inclinaría por una gripe, pero estoy seguro de que no lo es. La parte más odiosa de mi trabajo es tener que preguntar a los pacientes y tener que confiar en sus declaraciones.
—¿Ha dicho usted que ha pasado la noche con fiebre?
—Sí, y no había manera de bajársela —dice la señora Bermejo frotándose sus gordas manos y mirando con preocupación hacia la cama.
—¿Cuánta fiebre?
—37,3 °C —¡Por Dios! ¡Eso no es fiebre!
Sanidad debería gastar más presupuesto en prevención. No solo en procurar hábitos saludables o en crear métodos de diagnóstico precoz, debería emplear sus esfuerzos en informar a la gente, educar, enseñar y prevenir… ¡gilipolleces como esta!
Hago una pausa para hacer como que pienso y sentencio lo que podría haber concretado hace cinco minutos. Pues eso, cinco minutos de mi vida perdidos:
—Tiene un catarro. Vaya a la farmacia y que le den algo.
—¿Ya está? Si apenas lo ha mirado. —Se conoce que no soy tan buen actor como creía.
Vale. Voy a contar hasta… Uno. Dos. Tres. Espero que esta pedantería sea parte del instinto de supervivencia de la especie y que la señora Bermejo, como madre, haya adquirido la estupidez máxima con el propósito de sobreproteger a su cría, digo, hijo, de cualquier peligro con el fin de mantener a la especie humana. Pero ya me he cansado, así que voy a dejar de ser tan buen samaritano para convertirme en un estupendo manipulador.
—Su hijo padece un resfriado común o catarro. Sí, estoy seguro. Pero se lo explicaré mejor: se trata de una enfermedad infecciosa viral —omito «leve»— del sistema respiratorio superior. Es altamente contagiosa.
Veo cómo la mujer va entrando en pánico. Esa es mi intención. Le he dicho que era un catarro, pero no quiere creérselo, elige bombardearme con preguntas que yo ya me he hecho. Pretendo asustarla un poquito, porque así seguro que prefiere oír mi anterior diagnóstico, uno tranquilizador que concluya en «catarro». Debería fiarse de su médico (en este caso vecino) y no querer controlar cuestiones para las cuales es una completa ignorante. Continúo con el susto, espero que eso haga que desaparezca de mi vista:
—Causada fundamentalmente por rinovirus y coronavirus. No tiene cura. —Omito que el proceso pasa por sí solo entre tres y diez días.
—¿Pero no ha dicho que era un catarro? ¿Que simplemente debía ir a la farmacia a por medicación?
Bueno, está ocurriendo justamente lo que yo había predicho. Esta señora no quiere aceptar que su hijo tenga algo grave, así que en este momento prefiere oír mi anterior y suavizado diagnóstico. Aunque sea el mismo, claro. Está en proceso de negación. ¡Ay!, benditos mecanismos de defensa de la mente, si sabes usarlos bien, tienes el poder de la sugestión. A veces hablo como si fuera un bandido. O, pensamiento intruso, algo peor.
¡La mismísima señora Bermejo habrá pasado por mil catarros! Sabe de sobra de qué se trata. ¿Por qué ahora parece haber olvidado todo? No entiendo por qué se preocupa tanto por su cría… hijo, no le daría importancia si lo estuviese padeciendo ella misma.
—Puede ir a la farmacia, aunque no tiene cura, le darán algo para paliar los síntomas. —Ahora que está dispuesta a escuchar, voy a ser bueno, la convenceré—. En tres días se le pasará. Como he dicho, no es más que un catarro.
—Entonces, ¿no es nada grave? —¡Otra vez! ¡No me dejará en paz! Nunca aprendo, la estupidez humana no tiene límites. Vale. Ya no lo soporto más:
—No lo creo. Aunque, claro… Es cierto que el catarro común tiene ciertos síntomas, como la tos, la dificultad para respirar y la expectoración, que coinciden con los primeros indicios del cáncer de pulmón. Pero no dispongo de medios suficientes para valorarlo.
—¡Voy a llevarlo al médico inmediatamente! ¡Juan! ¡Vístete, nos vamos! —Objetivo cumplido: se largan. Algún pediatra lo pasará bien esta mañana explicando a la señora Bermejo que su hijo no tiene cáncer.
Por fin puedo marcharme. ¿Ha dicho «Juan»? Entonces, así se llama su hijo. Espero no olvidarlo para la próxima vez. No me gusta parecer idiota.
¡Haría lo que fuera por mi hijo! Lo que fuera. Moriría por él y también mataría. No sé si comprar trescientos o cuatrocientos gramos de ternera.
—¡Siguiente! Dígame, señora, ¿qué quiere que le ponga?
Felipe, el carnicero, está de vacaciones en Italia, pero su sustituto me cae simpático, ya me atendió la semana pasada. Es grandote y lleva el sombrero con gracia sobre un pelo blanquecino. Podría ser extranjero, diría que alemán. Tiene las facciones robustas y anchas, como si le hubiesen dado un sartenazo en la cara. La Coque, mi vecina, ya se lo hizo a su marido en una ocasión. Seguro que merecido, esa mujer nunca se equivoca.
—Pues mire, tengo que hacer sopa de cocido y no sé muy bien si cogerme trescientos o cuatrocientos gramos de ternera.
—¿Para cuántas personas es?
—Para tres, pero prefiero que sobre algo. Mi niño está enfermo, el médico dice que tiene que tomar líquidos, así que guardaré cocido por si acaso.
—Con trescientos gramos le vale. Ya le pongo un poquito de más, de «por si acaso», como dice usted.
—Muy bien. —Mira qué atento es.
Con ese mismo cuchillo que ahora está usando el carnicero desollaría a quien quisiera hacer daño a mi Juan.
—Póngame también un cuarto trasero de pollo, dos huesos de espinazo y un trozo de jamón —le digo.
—¡Ahora mismo! —Qué vitalidad tiene este hombre. Y eso que se pasa el día troceando, deshuesando, machacando, triturando carne, órganos, intestinos e incluso partiendo algún que otro cuello. Lleva el delantal manchado de sangre, y la sangre de la carne mezclada con el frío del frigorífico huele de manera especial. Una especie de rancio fresco. Con lo rico que queda todo en el cocido.
Saco las moneditas de la cartera para pagarle, siempre soy un desastre para encontrarlas, con estos dedos gordos que Dios me ha dado. Le agradezco que se haya portado así de bien conmigo y me seco el sudor de la frente. ¡Ay, la Virgen!, me estoy haciendo vieja y tengo que cargar con todas las bolsas de la compra:
—¡Señora! ¿No le va a poner tocino al cocido? —me interrumpe el carnicero. Tan grandote…
—Fíjese, había pensado que si mi Juan está enfermo podría sentarle mal. Pero ahora me hace dudar.
—¿Está su hijo malo de las tripas?
—No. Es un catarro.
—Entonces, ¡póngale tocino, mujer! ¡Revitaliza el alma! —La gente joven sabe de todo—. Tome, le regalo este trocito. ¡Y que su hijo mejore!
—Gracias, es muy amable.
Todavía tengo que ir al mercado si quiero comprar el resto de ingredientes y pasar por la panadería. Voy a cocinar algo para Manuel, se ha portado muy bien esta mañana. Llegaba tarde al trabajo, y aun así el hombre se ha pasado por casa para ver qué tal se encontraba mi Juan.
Manuel me da lástima, una persona tan buena y válida y sin una mujer ni nadie que se preocupe por él. Creo que las jovencitas deben de verlo huraño. Sí, tiene cierto aire reservado y no es de fácil sonrisa. Me da a mí que poco a poco se ha vuelto un hombre triste, algo le tuvo que pasar y a nadie le gusta estar solo, eso no ayuda a la alegría. Llevo compartiendo balcón y descansillo con él casi cuatro años, y no sé de su vida más de lo que puedo observar por la mirilla. Pero es elegante, bueno, guapo y médico. Anda bien de dineros. Cualquier mujer debería estar encantada con todo eso. Aunque claro, hoy en día, las mujeres se han vuelto caprichosas. Las jovencitas quieren ser reinas. No sé de quién será la culpa, tal vez de la televisión y de las revistas, pero no se conforman con nada, solo ven defectos en sus hombres y vacíos en sus vidas que no saben cómo llenar. Siempre queriendo tener más dinero, más tiempo, más ropa bonita, zapatos más brillantes, vacaciones más glamurosas, queriendo estar más delgadas… Todo se resume en «más», y lo mismo les pasa con sus parejas. No saben lo que tienen, sino lo que no tienen.
Antes era otro cantar. Nos enseñaban en la modestia y en el cuidado de los nuestros. Mi Gerardo, por ejemplo, tiene sus cosas y debo aguantarlas, pero es un buen hombre y se preocupa por Juan. Eso es lo importante. De vez en cuando me trae alguna flor del mercado. Soy feliz.
Por todo esto, a veces, me veo obligada a cuidar también un poquito de Manuel. No me cuesta nada darle un trocito de bizcocho o de tortilla de patata. El pobre no tendrá tiempo ni de cocinar. Sale de casa pasadas las siete de la mañana y llega muy tarde, no tengo ni idea de dónde come. Seguramente en cualquiera de esos restaurantes que sirven comida de plástico. ¡Vete tú a saber! Ay… qué lástima, esta misma noche le paso un poco de sopita de cocido. Debería haber comprado más ternera. Bueno, si es necesario yo me hago una tortillita de queso y le doy mi ración de cocido. El pobre no habrá probado uno decente desde que su madre se lo hacía. ¡Qué menos! Si no fuera por él, ni siquiera se me habría pasado por la cabeza la posibilidad de que Juan estuviera en peligro, que pudiera tener una enfermedad grave. El pediatra, Ramón, es un bendito, lo ha auscultado y me ha asegurado que no era un cáncer. Gracias a Dios era un catarro. Tengo que ir a la iglesia esta misma tarde para agradecérselo al Señor.
Eso sí, pasaría por encima de la Virgen, Jesucristo y del mismísimo Dios por proteger a mi Juan. ¡Iría al infierno si fuera necesario!
Tras la interrupción de la señora Bermejo no llegaré a tiempo para la primera cita de la mañana. No me gusta llegar tarde al trabajo, parezco un inútil y María Ángeles me critica con su mirada, como hace habitualmente cuando está en desacuerdo conmigo. Suele estar callada, se lo agradezco. Pero sus miradas… Supongo que es demasiado pedir que tenga que controlar eso también.
No sé ni cuántas veces me han cambiado de enfermera antes de que llegara ella. Creo que es la única que han encontrado capaz de aguantarme, pero mañana se jubila. Jubilación anticipada. Puede ser que en realidad tampoco me soporte. No me importa que las enfermeras no quieran trabajar conmigo o lo que cuchicheen en la sala del café, pero no quiero llegar tarde y darles un motivo real para hablar mal de mí. Sé de sobra que no les caigo bien, pero también sé que soy un buen médico y no quiero que nada empañe mi habilidad. Eso deberían saberlo. Sí, soy buen médico. De eso tendrían que hablar.
Voy circulando de camino al centro de salud y me ha tocado «el lento». ¡Por Dios! No puede ir a quince kilómetros por hora en una vía de cincuenta. Es hora punta, veo imposible adelantarlo, tengo una fila de coches a mi izquierda y la fila de la derecha la lidera «el lento». Casi no puedo soportar la desquiciante velocidad de desplazamiento de la que hace gala. Estoy a punto de tocarle el claxon… Debo respirar y contar hasta… Uno. Dos. Tres. ¡¡Por favor!! Si tienes preferencia, no cedas el paso. ¡Idiota! Seguro que para diez segundos en cada señal de stop.
Llego a una rotonda: mi salvación. Lo adelantaré por la izquierda. Y… touché, es de los que para ir a la izquierda circulan por el carril derecho de la rotonda, tengo tiempo de sobra para adelantarlo con una atrevida y feroz maniobra. Puedo ver la cara de susto que ha puesto cuando me he cruzado en su trayectoria. Es un hombre menudo que se agarra encorvado al volante, como si estar cerca de la luna del coche le hiciese ver mejor. Me permito reír ante su apurado gesto, me gusta haberle causado, pensamiento intruso, miedo. Aunque hubiese preferido causarle terror. Ja.
Por fin… Inepto. No solo tengo que soportar la inadecuada interrupción de mi vecina, sino también la lentitud de este conductor precavido. ¡Odio a los precavidos! Es como si se pasaran la vida haciendo «nada». Tengo que respirar porque me irritan soberanamente. El estómago se me encoge en una maniobra de estrangulación que me quita oxígeno, como cuando escurres una toalla mojada, pero seré capaz de controlar esta rabia sin que me produzca una úlcera. Soy consciente de que no puedo alterarme así cada vez que me encuentre con un idiota, o moriré la próxima semana. Control. Uno. Dos. Tres.
Al llegar al centro de salud me alivia ver que tengo un hueco para aparcar justo enfrente de la puerta acristalada de entrada. Algo de suerte ya me merecía… Horror. En realidad, el espacio está ocupado por uno de esos «minicoches», por llamarlos de alguna manera. ¡Me ponen de los nervios! Da la sensación de que hay un hueco para aparcar, pero no, es el efecto óptico causado por un vehículo de un metro de longitud que se esconde entre otros dos coches de tamaño normal. Solo por eso, deberían estar prohibidos. Andan jodiendo las ilusiones por aparcar de los demás, y lo que es más importante: mis ilusiones. El horóscopo –por supuesto que hablo desde la ironía, sería estúpido hasta reventar creer en el horóscopo– se lo está pasando «pipa» conmigo esta mañana.
Para llegar a mi despacho tengo que pasar por la planta de atención temprana a prematuros. Se trata de un nuevo programa con el que enseñan a los padres a estimular a los hijos que, por nacer antes, aún están crudos. Hoy no tengo tiempo para detenerme, pero otras veces me paro a observarlos. Siento gran curiosidad. ¿Los bebes, todos en general, nacerán idiotas? ¿O se van convirtiendo poco a poco? ¿Cuál de ellos no lo es? ¿Cuál de ellos es como yo?
Cada vez que los miro me viene a la cabeza aquel día en que el profesor llamó a casa. Mi madre cogió el teléfono, me acuerdo de su rostro como si fuera ayer. Aunque, claro, es lo que suele pasarme: recuerdo las cosas con facilidad y detalle. Hasta tal punto que se han llegado a burlar de mí. «¿Cómo te vas a acordar de eso? Te lo estarás inventando». Otras veces se enfadan. Las personas suelen mezclar recuerdos, enmascararlos e incluso rediseñarlos a su antojo; sin embargo, yo los revivo con claridad y eso me ha envuelto en numerosas disputas. Me irrita que la gente se confunda y que insista con sus versiones cuando tengo tan claro que no son correctas. NO LO SOPORTO y me llena de ira… Uno. Dos. Tres.
Aquel día, tras unos diez minutos de conversación, mamá colgó el teléfono y me dijo:
—Cariño, siéntate, te voy a preparar un chocolate caliente. Tenemos que hablar.
Ella siempre hacía eso. Me preparaba un chocolate para endulzar las malas noticias. Esperé sentado. Tan solo era un niño, pero no me costaba ser paciente. Mamá volvió con el chocolate en mi taza favorita y unos bizcochitos. Unté el primero y, cuando lo hube saboreado, me cogió de las manos y me pidió que estuviera atento.
—Manuel, ha llamado Carlos. Tenemos una noticia peligrosa entre manos.
Hizo una pausa para ver mi reacción. Me mantuve en silencio, ya con diez años aprendí que las preguntas, si son necias o innecesarias, hay que callárselas. El propio discurso ofrecería las respuestas más rápido sin mi interrupción.
—Bien, no es una mala noticia, ¿de acuerdo? —En realidad aquellas palabras presentaban algo trágico—. De hecho, Carlos estaba ilusionadísimo y yo también lo estoy. ¿Recuerdas las pruebas académicas que os hicieron el otro día?
Claro que lo recordaba. Siempre recuerdo. Mi madre revolvió mi taza, me miró con calidez y sonrío a la vez que decía:
—¡Los resultados son impresionantes! ¡Hijo mío, eres muy inteligente! Bebe un poco más de chocolate —añadió cortando el entusiasmo de manera abrupta.
Sabía que detrás de esa petición para que bebiese chocolate había un «pero», no la veía muy ilusionada ante lo que parecía un gran momento. Mi madre se frotó las rodillas y siguió hablando con un tono tranquilo. Llevaba una camiseta marina de rayas y el pelo castaño y liso recogido en un coletero granate. Olía a lavanda y no podría definir su mirada como inteligente, pero sí como concienzuda.
—Escúchame. Atentamente —continuó—. Tienes un gran poder. ¿Lo entiendes?
—Sí, soy muy listo —asentí obligado a contestar lo obvio.
—Tienes que saber que todo gran poder conlleva un peligro. No te asustes, Manuel, no sé cómo explicártelo… Simplemente me preocupa que a veces puedas sentirte algo solo.
—¿Quieres decir que soy raro? —No me parecía una pregunta estúpida, así que la hice.
—Eres diferente, y eso no es malo. No te alarmes, puedes usar tu inteligencia para comprender el alrededor. No debes caer en la trampa de tu poder, debes ser paciente, no desesperes porque tus amigos no siempre te comprendan.
—Mamá… lo sabía —dije mirando al suelo y a punto de llorar.
—¿El qué? —me preguntó recogiéndome los hombros con sus brazos. Su sonrisa se curvó de manera cariñosa y un mechón de su pelo me hizo cosquillas en el cuello.
—Siempre he sabido que soy diferente —era niño de pocas palabras—, porque me aburro.
—¿En clase?
—En la vida.
—¡Ay!, hijo mío… no te preocupes, tu padre y yo te ayudaremos. Ya lo verás. —Me abrazó con fuerza hasta que recobró la compostura—. Antes de que te acabes el chocolate, escucha esto último que debo decirte: la clave para no caer en la trampa es el respeto. Debes respetar toda forma de vida y toda forma de ser. No tienes más derecho que los demás a decidir, aunque seas mucho más inteligente. Cada persona puede resolver las cosas a su manera y es libre para errar y elegir su camino, tenlo presente cada día. Si alguna vez se te hace difícil, cuenta hasta tres y acuérdate de mí.
Ese mismo año me subieron dos cursos y cambié de compañeros, los niños de doce años eran mucho más altos y mucho más fuertes que yo. Me sentía insignificante y expuesto. A veces, inferior.
He llegado a mi consulta a las nueve menos veinte: diez minutos tarde para la primera cita de la mañana y cuarenta minutos después de la hora en que debo presentarme en mi puesto de trabajo. Casi nunca llego tarde, pero, como había predicho, María Ángeles me echa una crítica mirada sin contestar siquiera a los buenos días que le ofrezco. Su boca se retuerce en un gesto poco disimulado. Tiene los labios pintados de un rojo cereza y el pelo azabache, liso como una tabla que le cae en media melena a la altura de su barbilla. Eso le da un aire afilado. Sin embargo, con los pacientes se retira el pelo por detrás de la oreja. Me odia. Bueno, mañana se jubila, puede aguantar un día más.
—Tenemos a Alfonso esperando —me dice, y comienza a concretar los datos clínicos relevantes—. Señor de…
—Ochenta y tres años, con prótesis de cadera izquierda y bronquitis crónica. En los últimos análisis se observó cierta anemia. —Acabo el repaso por ella, siempre me acuerdo de los historiales de los pacientes y me gusta hacerlo saber.
—Sí. Se me olvidaba su prodigiosa memoria —dice con aire disgustado.
A la gente le fastidia. ¿Es porque se sienten amenazados y entonces me sabotean? ¿Me tienen miedo? ¿Envidia? ¿Acaso soy tan diferente? Mi madre decía que no debía exponer mis habilidades en exceso, que eso podía ofender a los demás. Pero no lo comprendo del todo. Me cuesta. Quiero que todo el mundo sepa que soy bueno en mi trabajo. ¿Qué tiene eso de malo?
—Dígale que pase, por favor —le pido.
El «por favor» lo tengo controlado. Lo intento decir a todas horas, incluso en exceso, sé que eso ayuda a que la gente mueva el culo más rápido. A veces se me escapa un suspiro en la exhalación del «por favor» como señal de la desesperación que siento al tener que estar con otras personas. Pero cada vez menos.
Alfonso es un viejito arrugado que anda con bastón, en su juventud tuvo que disfrutar de una gran envergadura. No es de los que me molesta demasiado. Señala sus síntomas de manera escueta y acata las órdenes a la primera. Sin preguntas, confía en su médico. No habla mucho, pero fuma como un condenado y de ahí la bronquitis.
—Dígame usted qué le ocurre. —Antes de que me conteste, lo sé: segundo catarro común de la mañana. Aburridísimo. Sigo como cuando tenía diez años: aburrido de la vida. Por lo menos, este catarro se complica un poco gracias a la bronquitis. La retención de las secreciones de moco por las células caliciformes, debida a la parálisis ciliar de las células de la mucosa respiratoria, incrementa el riesgo de infecciones secundarias.
Me sé de memoria la charla que le tengo que dar a este hombre sobre el tabaco. La he recitado diez mil veces y conozco la intervención ante la bronquitis crónica. Primer punto: dejar hábitos no saludables, dejar de fumar; ¿con ochenta y tres años? Pero si la barba blancuzca que cuelga de su barbilla se tiñe de un tono amarillento causado por el humo del cigarrillo… Este hombre se quiere morir rápido, como todos los fumadores. Pocas cosas hay más estúpidas que fumar. Y es que mata, apesta y es una conducta egoísta hasta la médula. ¿Por qué tengo que soportar el humo de un cigarro que no quiero inhalar? ¿Por qué tengo que echar a la lavadora mi jersey cuando lo han ahumado otros? «Es que me relaja», dicen. Mentira. El tabaco es estimulante del sistema nervioso central, no hay nada más fiable que la química, es imposible que relaje. Si padeces un estrés continuado, los niveles de cortisol y adrenalina aumentados provocan dilatación de las vías respiratorias, incremento del volumen de sangre en los músculos, palpitaciones… El cuerpo se va acelerando y cansando. Si además de eso le añado la nicotina, un estimulante, se produce una precipitación del agotamiento fisiológico. La única razón por la que relaja un cigarrillo es porque calma el síndrome de abstinencia.
Pero este hombre quiere acabar su vida fumando, que, aunque es una manera estúpida, es lo que hizo siempre. Y eso lo respeto, hay que ser coherente. Sería una chorrada inmensa privarse del tabaco ahora, el daño ya está hecho y el proceso no puede revertir. Tengo que darle antibiótico.
Toda esta reflexión la he realizado antes de que Alfonso conteste:
—Buenos días, doctor. Lo que ocurre es que…
En ese preciso momento somos interrumpidos por un griterío que proviene del pasillo. Salgo a ver qué ocurre, todo el mundo rodea la consulta del doctor Costa. Me acerco y veo a mi compañero, por llamarlo así, intentando reanimar a uno de sus pacientes, que se ha desplomado en el suelo. Realiza la maniobra mientras los demás lo observan con miedo y expectación. Una pareja que está sentada en la sala de espera se abraza consternada. Finalmente lo consigue. El hombre, mayor, de unos ochenta años, sale adelante.
—¿Habéis llamado a urgencias? Traigan el desfibrilador igualmente, tiene… ¡No sé cuánto aguantará! —dice con voz autoritaria el doctor Costa. Parece Tarzán golpeándose el pecho con los puños en mitad de la selva.
Llegan los de la ambulancia y se llevan al pobre hombre en la camilla. Entonces, una enfermera se acerca al héroe.
—Bien hecho, doctor. Acaba de salvar una vida.
—Es mi trabajo. —Hace una exagerada, en mi opinión, pausa para recuperar el aliento y continúa—. Pero estoy preocupado. Probablemente se vuelva a repetir.
—Usted ya ha hecho todo lo que estaba en su mano, debe estar tranquilo —le contesta la enfermera con la cara embelesada.
¡Por Dios!, parece un culebrón. El doctor se pavonea con las manos en la cintura y su gran porte. Parece que vaya a cantar una jota, con el pecho expandido y la respiración profunda, agotado por el esfuerzo de la reanimación. ¡Qué hastío!, tan solo ha hecho su trabajo. Me vuelvo a mi aburrida consulta.
—Alfonso, siento la interrupción, dígame usted, ¿qué le ocurre?
—Un catarro, doctor. —Tose con un ruido bastante desagradable, tan asqueroso como el goteo nasal.
—Tómese usted el antibiótico que le prescribo durante siete días. Si no mejora vuelva a concertar cita y si observa que tiene fiebre alta o muchas dificultades para respirar, acuda a urgencias.
—Muy bien, doctor, muchas gracias. —Se levanta con esfuerzo, coge su bastón y se marcha.
Alfonso me cae bien. Sabe que tiene un catarro y no hace incesantes preguntas. Confía en mis conocimientos y habilidades para la medicina, no duda ni cree saber más que su doctor. Entonces no sé si los bebés nacerán imbéciles, pero la experiencia de la edad sí que es útil contra la estupidez humana al fin y al cabo. O eso creo. O eso espero.
Por fin en casa. Estoy agotado. Hoy la carrera ha sido intensa. Me gusta hacer una hora de ejercicio casi a diario. Concretamente, cinco días a la semana.
No es que considere el deporte como ocio, no sé si tengo de eso. Es decir, no llego a comprender su significado del todo. «Ocio…». Desconozco si el ocio es productivo, si es útil. Entiendo, no soy estúpido, los beneficios del placer y el disfrute en la salud. Es solo que no creo que yo vaya a disfrutar, aún menos con el ocio social, por lo que no sé si, en mi caso, serviría de algo participar de lo que llaman «una actividad de ocio». Cada día, después de comer, voy para casa y leo un poco, generalmente artículos de revistas médicas. Encargo… Una. Dos. Tres revistas por correo. ¿Es eso ocio?
Tengo curiosidad, y si no la sacio, exploto. Por eso sigo estudiando e investigando. En la aburrida vida tan desesperante que tengo, en mis habituales rutinas y en mi entorno no encuentro nada que me produzca curiosidad, y mucho menos que la sacie, así que me desfogo con los textos médicos y la evidencia científica más fresca.
Los lunes y miércoles voy al gimnasio y el viernes a nadar. Los viernes por la noche me paso por el Medio Limón, un bar de copas. No sé si todas estas actividades cumplen con los requisitos del ocio, para mí son formas de equilibrar las rutinas de manera inteligente y saludable.
Sin embargo, mi madre insistía en que debía procurar interactuar con los demás y decía que podía aprovechar el ocio para ello, utilizar como facilitadores los gustos que compartía con la gente de mi entorno, es decir, los intereses comunes. Yo no tengo de eso. No.
Tampoco es que interactúe especialmente con nadie ni en el gimnasio, ni en la piscina ni en el bar, así que para compensar mi falta de relaciones sociales me he apuntado a un grupo de running. Salimos a correr los martes por la tarde y los sábados por la mañana. Siento cierta obligación por hacerlo, no creo necesitarlo, pero mi madre insistió mucho en ello: «Debes darle una gran importancia a las actividades en grupo, cariño. Puede que ese sea tu flotador». Era una mujer sabia de maneras que no entendía. Y pocas veces no entiendo algo. Es la única persona a la que he seguido con fe, sin cuestionarla. Aun así debo confesar que se me hace más fácil relacionarme con estas personas del grupo de running, ya que entre carrera y carrera no nos queda mucho aire que malgastar hablando y a veces dudo de si cumplo con lo que decía mamá.
Abro el frigorífico y cojo el táper que he dejado descongelando por la mañana. Veo perfectamente la pegatina que indica: Martes: ensalada de tomate, atún con cebolla y pechugas de pollo (es obvio que los alimentos frescos los guardo en el frigorífico, no en el congelador). Los domingos suelo organizarme las cenas de la semana en recipientes con etiquetas que indican el menú. Así es más sencillo equilibrar la dieta y ahorro el tiempo invertido en pensar en ello, lo hago de una tacada y dejo de preocuparme durante el resto de la semana. Cuando cocino me gusta dejar todos los armarios abiertos. No suelo hacer cosas inútiles como abrir y cerrar puertas cada vez que quiero coger un ingrediente. Las abro todas de golpe y luego las cierro al terminar.
Una vez preparada la cena, me siento frente al televisor. Por fin puedo descansar. Enciendo el disco duro para ver el siguiente episodio de Criminales. Me relajan las series en las que hay, pensamiento intruso, víctimas que mueren de manera brutal y en las que se debaten enrevesadas hipótesis para atrapar a los asesinos. En cuanto comienza la música de inicio me siento bien, cierro los ojos, huelo la comida que me espera y saboreo un poco de vino. Solo medio vaso. Listo para mi momento del día.
—¡¡Ring!! ¡¡Ring!! —¿El timbre? ¿Ahora? ¡Pero quién cojones es!
Echo un vistazo por la mirilla. ¡Ay, madre mía…! La señora Bermejo. ¿Qué querrá? Insiste en su llamada y golpea la puerta. Esta mujer es arcaica hasta la médula.
—¡Manuel, ábrame! Le he visto entrar. —Mierda.
—Buenas noches, señora Bermejo. Dígame. —La aspereza en mis palabras la podría percibir hasta una inteligencia como la suya.
—Le he cocinado un poquito de sopa de cocido para agradecerle lo de esta mañana.
Me quedo helado. Siempre me sorprende la gratitud humana. Es boba. He amenazado a su hijo con un falso cáncer y ella me lo agradece. Entra en la cocina sin pedir permiso, lleva consigo un bote de sopa y dos platos más envueltos en papel de plata.
—Le traigo también una tortillita de patata y un bizcocho de zanahoria y chocolate. Está usted tan ocupado que he pensado que no tendría tiempo para comer como Dios manda.
¿Que no tengo tiempo? Estructuro muy bien cada tarea. De manera funcional. No necesito que interrumpan mis planes con tortilla de patata o bizcocho. Los dulces solo me los permito los domingos y en ocasiones especiales.
—Gracias. —De la misma manera que el «por favor», el «gracias» también lo tengo controlado. En el caso de la señora Bermejo, hace que salga de mi casa antes.
—No hay de qué. No me cuesta nada, hombre. Ahora me marcho y le dejo que disfrute. ¿Sabe? —a ver… qué es lo que no sé—, mi hijo Juan se encuentra mejor. Tan solo era un catarro.
—Me alegro. —Uf… qué asqueamiento de vida.
De repente recuerdo algo. ¡Mañana es la despedida por la jubilación de María Ángeles! Celebramos una horrorosa y casi insoportable comida en la sala del café. Cada uno debía llevar algo con lo que contribuir al festín. ¡Se me había olvidado completamente! ¿Estaré perdiendo facultades? No, no… en realidad no se puede recordar lo que no se memoriza, y no se puede memorizar si no atiendes, y no puedes atender si te importa una mierda la fiesta de jubilación anticipada de la enfermera. Bueno, al final va a resultar que hasta me va a venir bien la tortilla de patata y el bizcocho. La señora Bermejo no tiene nada mejor que hacer que cocinar para mí, supongo que si emplea casi la totalidad del tiempo en estas cosas, se le dará bien. Mi contribución al festín gustará a mis compañeros.
Me sorprende cuando la gente me es útil y mucho más cuando siento un cosquilleo de agradecimiento. Parece ser que esta vez su intromisión me ha salido a pedir de boca.
Me he levantado tras unas profundas nueve horas de sueño y he cogido el modelo de ropa número tres de la percha.
Los domingos, además de en cocinar, empleo el tiempo en organizar la ropa; coloco siete perchas en el vestidor ocupadas con siete modelos completos diferentes: pantalón, camiseta, camisa y chaqueta. Para poder completar cada percha con todas las prendas necesarias, algunos pantalones son idénticos, los tengo repetidos. Los del lunes, por ejemplo, son los mismos que los del jueves. Los compré en la misma tienda. La tendera me miró con extrañeza, no veía lógico que comprase dos pantalones iguales, pero su lógica no llega al nivel de la mía, por supuesto.
Cada día cojo un modelo y cuando vuelvo por la noche lo pongo a lavar, quedando una percha vacía que tendré que rellenar el domingo. Además de estas siete perchas, tengo una. Dos. Tres más. La primera la ocupo con un modelo de sport; la segunda con algo más elegante, como lo que llevaría a una cena o a una entrevista de trabajo; y la tercera con un modelo equilibrado entre sport y «elegante». Estas perchas son de emergencia, por si hay cambio de planes, no sé, un funeral, por ejemplo. Rara vez tengo celebraciones, cenas o voy al cine, pero no es imposible.
En mi vida todo está estratégicamente pensado para ahorrar tiempo. Tiempo que invierto en pensar cosas más inteligentes. Evito estar invadido por sandeces cotidianas y mundanas como tener que elegir la ropa cada mañana. Con pensar en ello una vez a la semana, suficiente.
Estoy en la salita del café intentando animar la mañana con café y frutos secos, es la hora del almuerzo. Miro por la puerta acristalada, esperando a que en cualquier momento aparezca alguno de mis compañeros. Es entonces cuando veo pasar una coleta… Una coleta perfecta, una coleta que no reconozco… Es el ejemplo de la máxima rectitud, ni un solo rizo. El pelo, negro y voluminoso, cae por su propio peso y acaba estrellándose en la espalda de alguien que camina con la cabeza bien alta. Examino con mayor detenimiento esa coleta. Se balancea con el andar, pero no se despeina ni un ápice. Sigue un movimiento pendular, oscila libremente en un plano vertical fijo, y la masa del pelo posibilita un movimiento armónico con pequeñas oscilaciones, pero lleno de rectitud. Estoy seguro, nunca antes había visto esa coleta, me habría fijado y la habría recordado con detalle. La pierdo de vista.
María Ángeles interrumpe mis pensamientos.
—Doctor, ¿tiene usted un segundo?
—Sí, claro. Dígame —le digo con educación. Siempre nos hemos tratado de usted.
—Acaba de llegar la nueva enfermera, la que va a sustituirme. Está en administración firmando unos papeles, en cuanto vuelva me gustaría presentársela. —¿Puede que ella sea «la coleta»?—. Es más joven, y aunque no tiene mucha experiencia, la veo con tablas.
Mierda, justo lo que necesitaba. No hay nada que odie más que la inexperiencia. Bueno, sí, la ineptitud o la tontería con aires de grandeza.
—Me parece bien. Tengo ganas de conocerla. —«Y de estudiar la física de su coleta», pienso.
—Comenzará mañana, pero hoy ha venido para que le explique las funciones que debe desempeñar, así que pasaré la mañana repasando los casos y mostrándole el trabajo propio de enfermería. ¿Le parece bien que usted se encargue de instruirla sobre el trabajo en la consulta? No sé, podría explicarle lo que espera de ella o las tareas que debe cumplir en caso de necesitar su presencia en sus citas diarias.
Las enfermeras tienen su propia intervención individualizada de los casos. Si bien me acompañan en alguna consulta, sobre todo desempeñan funciones como la gestión de grupos de educación para la salud, vigilancia de normalidad, control dietético, curas, monitoreo de constantes, control de glucemias, vacunas… Vamos, que tengo que admitir que además de enseñar a la gente enferma a ser menos estúpida, también me quitan el trabajo más directo e íntimo con ellos. Y eso se lo agradezco. A veces es preciso que la enfermera entre en la consulta conmigo. Aunque depende del paciente, la necesidad de hacerlo la acaba fijando María Ángeles. Personalmente, no veo la utilidad, lo hacen muy bien fuera y no sé por qué ni para qué decide María Ángeles que deban entrar.
—¿Qué quiere exactamente que concrete con ella sobre el trabajo de consulta? —pregunto, ya que no tengo ni idea de qué me está hablando.
—Me refiero a las tareas de las que debe encargarse cuando comparta consulta con usted y a la actitud que deba tener en ellas. —¿Ah, pero tenían tareas?—. Le he comentado que a usted le suele gustar que no intervengamos en exceso.
¿Y cómo sabe eso María Ángeles? Me está sorprendiendo. No es que no me guste que participen, simplemente no lo necesito, sería una pérdida de tiempo. Sin embargo, me sigue quedando la duda sobre la explicación que debo darle a la nueva enfermera. ¿Qué es lo que hace la enfermera en mi consulta? ¿Observar? Carraspeo un poco y ante mi mutismo María Ángeles continúa con tono visiblemente irritable.
—Funciones como tomar la tensión, pesar, imprimir las recetas y hacer las peticiones de cita para que usted pueda estar a otras cosas. Valorar la necesidad de intervención individual desde el servicio de enfermería y especialmente y mucho más importante: la tarea de acomodar al paciente. —Lo ha dicho con resquemor. Le duele que no sepa concretar cuáles son exactamente sus funciones cuando recibimos a un paciente juntos.
Ha puesto gran énfasis en la frase «especialmente la tarea de acomodar al paciente». ¿Acaso es eso necesario? ¿No están cómodos conmigo? Todo el mundo sabe que soy un buen médico. ¿Por qué no iban a estarlo?
—Muy bien, María Ángeles, yo me encargo de esa parte —digo para no profundizar demasiado en el tema. Sin embargo, parece ser que ella no quiere acabar con esto.
—Soy consciente de que hay cuestiones que no… a ver cómo se lo digo… que no comprende. —¿Que no comprendo algo? ¿Yo? ¡Qué osada!—. Por ello no se preocupe —dice con cierto aire de burla, o eso me ha parecido—, me he encargado de explicarle con detalle a la sustituta el tema del acomodamiento: es importante acompañar a las personas cuando entran en la consulta, brindarles una sonrisa, mostrar en todo momento empatía y, muchas veces, ofrecerles un espacio más amplio para que puedan expresar sus dolencias, quejas y dudas. ¿Acaso no me ha visto, en numerosas ocasiones, cómo invitaba a los pacientes a entrar en mi propio despacho una vez que habían terminado con usted?
La verdad, voy a sincerarme, ya que evitar el tema no me está sirviendo.
—Lo siento, no había detectado esa labor suya. Pensaba que se marchaba para ejercer otra función, no para continuar trabajando con mis pacientes.
—No, doctor. Algunos, tras su consulta, obtenían una cita conmigo con el objeto de tener un espacio más amplio en el que expresar su malestar, un espacio para explicarles con detalle las cuestiones sobre su salud y el tratamiento, resolver las dudas que pudieran tener e incluso dejarles llorar un poco.
¿Es que no me explico bien con el paciente? No, no… Está claro: a buen entendedor pocas palabras bastan, a mal entendedor, ninguna. No se trata de que yo me explique mal, ni del tiempo que deba emplear en ello. Otra vez, se trata de la estupidez humana. Pero tengo que admitir que esta mujer lleva quince años haciendo la parte más purulenta de mi trabajo.
—Entonces, gracias, María Ángeles, por haberme quitado esa ardua tarea.
Es la primera vez que este subnormal de Manuel me da las gracias, y lo hace insinuando que le hago el trabajo sucio. ¡Si es lo más importante, hombre! La buena atención debe ser cuidadosa, la comprensión que la persona adquiera sobre el proceso de enfermedad es vital para completar el tratamiento con éxito. Si no fuera por mí, se le habrían muerto la mitad de los pacientes.
Sí, se le da bien diagnosticar, memorizar datos médicos relevantes, objetivar y asociar signos en tiempo récord, y la verdad es que siempre está al día respecto a tratamientos e intervenciones. Pero, a pesar de todas estas actitudes, no es capaz de comprender la situación global de la persona, y así es imposible que la intervención sea efectiva. La mayoría de sus pacientes tras salir de su consulta no entendían cómo debían tomar la medicación, por qué les ocurría aquello y mucho menos todas las medidas que debían adoptar en sus hábitos. La gente no puede retener ni comprender cada pauta en menos de cinco minutos de consulta. Se necesita un tiempo para asimilar. Ya sé que es «superlisto», pero debe tener paciencia con los demás, no todos procesamos a su velocidad y menos aún cuando te acaban de diagnosticar una enfermedad y estás angustiado.
¿Y el trato a las mujeres? Por favor, las explora sin cuidado alguno. No es que quiera aprovechar la situación para manosearlas, es que ni siquiera se para a pensar que pueden estar incómodas en una situación tan expuesta. Menos mal que siempre me he mantenido cerca para procurar cierta intimidad y evitar malentendidos, si no se habría llevado más de una denuncia. Para él, los pacientes son un cacho de carne del que sacar signos que coincidan con los contenidos de su excepcional memoria. Ni siquiera se daba cuenta de que yo estaba ahí para suavizar las situaciones, sus comentarios… y no se puede ser un buen médico de esta manera.
Es como si le hubiera ocurrido algo que lo ha trastornado. No sé. Algo así tiene que ser para que odie tanto su trabajo y a las personas que lo rodean. O tal vez sea su gran inteligencia; sus antecedentes y su excepcional carrera académica son conocidos. Puede que se crea muy superior al resto y todos le importemos un comino.
Hoy es la fiesta de mi despedida, dudo bastante que se vaya a quedar, y mucho menos que haya traído algo para comer, algo que compartir con el resto. Me sorprendería.
He guardado el secreto sobre la causa de mi jubilación anticipada, no quiero que anden chismorreando. Me hace gracia pensar que la mayoría cree que abandono porque no soporto más al doctor Alarcón, pero ¡ojalá esa fuera la razón!
Voy camino de la administración, a ver si me encuentro con Natalia, mi sustituta. Ahora me toca instruirla, no sé si le habrán alertado sobre todas estas cuestiones, sobre Manuel, sobre el purgatorio al que se va a lanzar. Parece buena chica, capaz y resolutiva, pero es una pipiola, una chavalilla. Se la ve llena de ilusión, espero que este gilipollas no se la quite. Debo hablarle con cautela sobre él, no quiero crear prejuicios, pero también debo advertirla. ¡Ay, Dios mío, se la va a comer viva! Ahí está, pobrecita, la que le espera.
—¿Qué tal va el papeleo? —le pregunto.
—Bien, acabo de firmar el contrato. —Siempre tiene una sonrisa.
—Si te parece, y antes de comenzar con los casos, te presentaré al doctor Alarcón.
—¡Estupendo! —dice con entusiasmo. Pobrecita…
Llegamos a la salita del café. Ay… qué tensión. Manuel sigue comiendo frutos secos, tiene una extraña costumbre, una especie de obsesión con ellos. No hay día que cambie su almuerzo.
—Doctor, me gustaría presentarle a la nueva enfermera, ella es Natalia. —«Por favor, que se porte como Dios manda y no haga ninguna burrada».
La chica estrecha su mano con contundencia y esa amplia sonrisa. Me ha parecido que Manuel se ha quedado un poco bloqueado; aunque añade un «encantado de conocerla», el tono es algo raro. No se le dan bien estas cosas. El silencio va a precipitar algo inadecuado, lo veo venir:
—Me gusta su coleta. —Y ya ha llegado. Parece que tiene tres años a la hora de relacionarse.
Menudo comentario estúpido, con lo listo que se cree. Podría haber preguntado muchas otras cosas, haberla acogido un poco. Natalia se queda algo sorprendida, se toca la coleta y sigue sonriendo. Decido salir de allí cuanto antes.
Mientras vamos hacia mi despacho recuerdo el momento en que comencé a trabajar junto a Manuel, nadie quería hacerlo. Normal, llevamos quince años ejerciendo codo con codo y todavía nos hablamos de usted. Hasta hoy, ni siquiera conocía cuál era mi labor. Sin embargo, cuando la supervisora me ofreció el puesto, comprendí que debía aceptarlo. Era importante que alguien consciente de las deficiencias del «señorito» fuese capaz de suplirlas, por el bien del paciente y la atención. Cualquier otra podría haberse rendido ante la ingratitud y la carga extra que supone trabajar a su lado, pero yo era joven y entusiasta y quería cambiar el mundo.
Ahora entiendo que esta ha sido mi penitencia, el pago por el motivo de mi jubilación. Y aunque estoy convencida de ello, de lo que debo hacer, y sé que no dudaré llegado el momento, también sé que tengo que cumplir con un castigo, y llevo quince años haciéndolo. Me alivia la culpa en cierto modo. Me merezco los quince años de purgatorio junto a Manuel y tal vez eso me salve de ir al infierno tras lo que voy a hacer.
Ha llegado el horrible momento: la fiesta.
Soy el primero y eso me incomoda. Parece que tuviera ganas de estar aquí, cuando en realidad lo que quiero es marcharme cuanto antes. No entiendo por qué la gente no es puntual. Si lo fueran, las cosas no se alargarían tanto, y alargar este momento es como retirar una tirita despacio, arrancando los pelos del brazo uno por uno, con una especie de dolor chirriante y denteroso. Eso es lo que siento ahora mismo.
Por la mañana, en el almuerzo, he conocido a la dueña de esa coleta tan excepcionalmente equilibrada. Con un balanceo ágil y estudiado, como un salto de pértiga perfecto y elástico. Es la sustituta de María Ángeles. Me parece que he actuado bien, he sido educado y atento. ¡Incluso le he hecho un cumplido! Esa rectitud de su coleta lo merecía. Cada vez se me da mejor esto de relacionarme, mi madre estaría orgullosa.
Comienza a entrar la gente, mucha gente. Sonríen. Y yo esbozo una especie de contracción bucal, como si fuera el reflejo de un espejo. Cuando te observas en el espejo, quien está al otro lado imita tus gestos, pero no los siente. Así me veo yo. Como una ilusión óptica de las emociones.
¿Realmente quieren estar aquí? Es lo que sus rostros insinúan, pero puede que sean tan hipócritas como yo. Aunque menuda idiotez sería si todos los presentes estuviésemos queriendo marcharnos de allí y por respeto del uno al otro o por una sensación de obligación social nos quedásemos. Pero a ver quién es el primero que da el paso y se sincera. Ahora sí estoy sonriendo de verdad.
No es que María Ángeles no me agrade. De hecho, acabo de descubrir que esta mujer me ha estado ayudando muchísimo más de lo que pensaba, sus labores cubrían una parte importante del trabajo más tedioso al que me tengo que enfrentar: soportar los lloriqueos de la gente y explicarles las mismas pautas una y otra vez hasta que deciden asimilarlas. Al evitarlos puedo dedicarme a cuestiones más relevantes y ser mejor médico. ¡Olé por María Ángeles! Me alegra haber traído una tortilla y un bizcocho para su despedida. Ahora la valoro más, aunque siga odiando estar aquí en esta pantomima de festejo.
Empieza a entrar demasiada gente, me voy a escapar un segundo y vengo más tarde.
En el silencio de mi despacho me paro a pensar. Tengo que explicarle a la nueva enfermera… ¡Mierda! ¿Cómo se llama? Bueno, ya me enteraré, tengo recursos. El caso es que le tengo que explicar sus labores en la consulta y la actitud que debe mostrar. No sé muy bien qué decirle. No me importa demasiado lo que haga mientras no me interrumpa.