La paternidad del mal - Christian Lamesa - E-Book

La paternidad del mal E-Book

Christian Lamesa

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Beschreibung

El libro "La paternidad del mal", es una crónica detallada de los acontecimientos que se sucedieron a partir de la llegada de Adolf Hitler al poder en 1933. Este relato desnuda las complicidades y simpatías, que tuvieron varios líderes europeos, con los atroces planesdel líder nazi. La obra abarca sucesos acaecidos hasta el año 1943, e intenta apartarse de la visión meramente bélica, para enfocar la mirada en el trasfondo de los hechos, de una violencia y crueldad inimaginables, que fueron posibles debido a la pasividad, colaboración e inclusive protagonismo de los líderes de algunos de los países que hoy buscan ocultar su oscuro pasado, cubriendo la verdad con montañas de mentiras. Este libro pretende sacar a la luz estos hechos, en gran medida, desconocidos y ocultos para occidente. Al mismo tiempo, "La paternidad del mal", también habla de aquellos que, heroicamente, se opusieron a la barbarie nazi.Y guarda la esperanza de que con el ejemplo de estos hombres y mujeres, algunos líderes de hoy, no empujen a sus países a cometer los mismos errores del pasado, que desembocaron en la mayor tragedia que debió enfrentar la humanidad.

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Seitenzahl: 291

Veröffentlichungsjahr: 2021

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CHRISTIAN LAMESA

La paternidad del mal

Los cómplices de Hitler

Lamesa, Christian La paternidad del mal : los cómplices de Hitler / Christian Lamesa. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-1993-1

1. Historia. I. Título. CDD 909

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Foto de portada: Aldo Christian Lamesa CarminattiFoto de solapa: Christina Taysueva

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A Christina Taysueva, mi amor, mi musa, quien desde que llegó a mi vida la ha llenado de luz.

A mis hijos Francisco y Macarena, mis grandes compañeros en la vida e indispensables consejeros en el camino de la escritura.

A mi hermana Andrea,la cual un día me animó a escribir en un libro algunas de las historias sobre las que le hablaba.

A mi querida familia de la vida, Estelita, Damián y Jorgito, quienes me acompañan desde el día en que nos conocimos y a quienes les debo mucho de lo que soy.

Y a los queridos amigos que me han apoyado y escuchado tantas veces a lo largo de la elaboración de La paternidad del mal.

Prólogo

Para mí, un ruso nacido diez años después de producida la Gran Victoria de la Unión Soviética el 9 de mayo de 1945, sobre la Alemania nazi y sus aliados del Eje, y siendo además hijo de combatientes de esa guerra, mi padre en el frente y mi madre en la retaguardia, que lucharon casi cuatro años en mortal enfrentamiento, el libro de Christian Lamesa La paternidad del mal no es para nada una visión histórica ajena y abstracta para mí, como le pueda parecer quizá a la gran mayoría de los que habitan hoy este mundo pecaminoso. Tampoco lo puedo atribuir a un ejemplo de análisis histórico clásico imparcial, pues está lleno de parcialidad ideológica, ética, moral y hasta emocional. Para mí, como ruso, es una parcialidad más valiosa aún, digna y apreciable. Es una lástima que la contraparte de esta “parcialidad” no le permitirá quizá exceder el límite de una edición limitada solo porque “el Gran Hermano está vigilando”.

Ya conocemos la ingeniosa fórmula, muy popular entre los historiadores e ideólogos de corte occidental y anglosajón, que dice que a la historia la escriben los vencedores. Y es cierto, siempre y cuando se refieran a sus propias victorias, en su mayoría de carácter imperialista, colonial y racista, tratando así de justificarlas utilizando el lema, de que al fin y al cabo son victorias de la “civilización” sobre la “barbarie”, es decir de la única raza “superior y excepcional” sobre las razas “inferiores”. Y resultó ser que el único obstáculo para el mundo occidental de lograr esa anhelada, decisiva y aplastante victoria a lo largo de los tres últimos siglos, según Fukuyama, ha sido Rusia. Han sido los eslavos orientales y cientos de etnias menores protegidas por ellos, tanto en la Rusia imperial como en la posterior de la Unión Soviética y la moderna Federación Rusa.

Todos sus intentos han fracasado. Como han fracasado Carlos XII de Suecia, Napoleón I de Francia, Hitler de la Alemania nazi y hasta el poderoso EE. UU. no lo ha logrado. No pudieron vencer a la URSS en la perpetua e interminable guerra fría. ¿Qué les queda entonces a estos que dicen estar del “lado correcto de la historia”? Manipular, inventar, tergiversar y reescribirla, con el mismo estilo del The Times orwelliano que sigue vigente.

¿Cómo es que sucede esto? ¿Por qué? ¡La respuesta es simple: porque el espíritu ruso es inquebrantable, porque no se rindieron mis antepasados! ¡Porque los rusos nunca se rinden!

¡Gracias, bravo, Christian! Por estar del lado de los invencibles soldados rusos, de los invencibles partisanos bielorrusos, ucranianos, yugoslavos, griegos y de la Resistencia francesa.

Nikolái Mijáilov

Director regional para las Américas de la Fundación Russkiy Mir.

Prefacio

Nací en la Argentina y muchos podrían pensar que aquello sobre lo que van a leer en este libro es ajeno o por lo menos lejano para alguien como yo, pero no. 

Durante este año se celebraron con profunda emoción en toda Rusia los 75 años de la Gran Victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi y también se recordó con inmenso orgullo y dolor el sacrificio del pueblo soviético y el Ejército Rojo en esta lucha. 

Desde muy joven leí sobre legendarias hazañas y actos de enorme heroísmo de este pueblo, durante la Gran Guerra Patria, contra el invasor nazi y lo sentía como algo propio, ya que, con el sacrificio de casi treinta millones de soviéticos, no solo salvaron a su patria, a sus hijos, a sus madres y a sus nietos, sino que también salvaron a toda la humanidad, de las garras del monstruo fascista.

Sin embargo, hoy se oyen voces que pretenden contar otra historia, una historia llena de mentiras que ofenden la memoria de los héroes que ya no tienen voz. Y en muchos casos esas voces mentirosas son las de los hijos y los nietos de aquellos que hace más de 85 años ayudaron a que Adolf Hitler creciera y llegase a ser el monstruo que fue, y hoy pretenden esconder su vergüenza tras la infamia y la mentira. 

Pero los héroes del pueblo y del ejército soviético sí tienen voz, y es fuerte y clara y está viva en sus hijos y nietos que nunca olvidarán sus hazañas. Y esta voz también está viva entre los que sentimos un deber con la memoria y la verdad, y tenemos para con ellos una eterna deuda de gratitud por su sacrificio desinteresado para con toda la humanidad. 

Básicamente dos sentimientos me llevaron a escribir este libro. Primero, el amor a la vida, a la verdad y al heroísmo y generosidad de un gran pueblo. Segundo, el odio a la muerte, a la brutalidad, a la mentira y a la complicidad con el mal, ya sea siendo su aliado o no haciendo nada para detenerlo. 

A lo largo de estas páginas conocerán a muchos cómplices de la maldad, pero también verán a los que intentaron oponérsele, cuando aún había tiempo para evitar el inenarrable sufrimiento y sacrificio de millones de personas. Es así como decidí comenzar mi libro recordando la lucha y la resistencia acaecidas durante los primeros días de la invasión fascista a la Unión Soviética, como un tributo a la valentía de millones de soldados, partisanos y ciudadanos soviéticos que ofrendaron sus vidas por toda la humanidad, y también como muestra de respeto a la verdad y a la memoria de los héroes. 

Muchas veces la verdad histórica está fragmentada, oculta, escondida, y es la misión de quienes la aman el buscarla, encontrar sus partes y reconstruirla como si de un rompecabezas se tratase. Porque cada pieza suelta no dice demasiado, no es mucho más que una forma y colores, sin embargo, cuando encajan todas las piezas, ahí se revelan ante nuestros ojos el heroísmo y la vileza, la verdad y la mentira.

Christian Lamesa

22 de octubre de 2020 Pergamino, Argentina

Capítulo I

El comienzo

Fortaleza de Brest

29 de junio de 1941, cae el sol sobre la Fortaleza de Brest, mientras se va asentando el polvo de la última embestida de los aviones stuka de los fascistas. Aún se puede respirar el humo, sentir el olor a sangre y a muerte. Transcurrieron siete días de feroces combates, desde esa madrugada en que sucedió lo que todos sabían que iba a pasar, aunque deseaban que no fuera así. 

Ese calmo amanecer del 22 de junio, de repente se vio quebrantado por las bombas nazis, como preludio de lo que desataría el invasor fascista sobre la patria soviética y las vidas de sus hijos.

En su soberbia, creían que acabar con las posiciones del Ejército Rojo les llevaría ocho horas. Ocho horas que para su sorpresa y estupor fueron días, semanas. Los alemanes tardaron más en acabar con la resistencia de los últimos defensores de la Fortaleza que lo que les llevó entrar a Varsovia dos años antes. 

Pese a lo sorpresivo del ataque (sin declaración de guerra previa), los soldados y oficiales lograron reorganizarse rápidamente y poner a resguardo a sus familias en los sótanos de la ciudadela. A lo largo de los días se sucedieron los combates. A los intentos alemanes de tomar las posiciones, les respondían con la furiosa determinación de luchar hasta el final. 

El calor era agobiante y la falta de agua insoportable; y más aún para los niños y las mujeres escondidos en los refugios. Muchos soldados perdieron sus vidas en el intento de llevar agua del río para los civiles y los heridos. En medio de todo ese caos, lo único claro era que debían resistir lo máximo posible en la Fortaleza, retrasando el avance de los fascistas hacia Minsk, la capital bielorrusa. Incluso con sus últimas fuerzas acometieron una contraofensiva bajo el fuego enemigo, luchando con fusiles, pistolas, bayonetas y hasta con palas y cualquier cosa con la que pudiesen golpear al invasor. Entre el estruendo de las balas y las explosiones de las granadas y morteros, se podía escuchar a los patriotas atacar al grito de: “¡Hurrá! ¡Por la patria! ¡Por Stalin!”. 

Pero no se podía resistir por siempre, sin refuerzos y ya casi sin municiones y por supuesto sin alimentos ni agua. Estaban condenados y lo supieron al enterarse que Minsk ya había caído ante la ofensiva nazi. Pero no eran solo ellos, los defensores de Brest, los soldados del Ejército Rojo los condenados, también estaban condenadas las madres y los niños que aún permanecían escondidos en los distintos refugios de la fortaleza, y con muchos de ellos, los soldados alemanes mostrarían el mismo salvajismo y barbarie que desatarían, más adelante contra el pueblo soviético. Mujeres y niños a los que asesinaron sin piedad, arrojándoles granadas o quemándolos vivos con lanzallamas.

Ese día, el 22 de junio de 1941, no solo comenzó la invasión a la Unión Soviética, ese día los fascistas comenzaron un plan de aniquilación contra toda una nación. El objetivo de Adolf Hitler era claro y ellos lo sabían, esta era una guerra de exterminio contra todos los ciudadanos de la URSS y la destrucción completa del Estado soviético, borrando de la faz de la tierra cualquier vestigio de su existencia. 

Todos sabemos lo que pasó durante la Gran Guerra Patria. Numerosas historias de heroísmo y lucha, de sacrificio por los demás y de dolor, de triunfo sobre la adversidad y renacimiento. Lo que no muchos saben es que los fascistas no llegaron solos hasta Brest, Minsk o Stalingrado. Tampoco ellos solos sitiaron Leningrado por casi novecientos días, matando mediante el hambre y frío, igual que lo hacían con balas y bombas; a un millón de civiles soviéticos. La Alemania de Adolf Hitler pudo hacer estas atrocidades contra el pueblo soviético porque, durante más de ocho años, países poderosos de Europa permitieron que la bestia creciera, se embelesara con el sabor de la sangre y el poder impune, porque permitieron que el mal creciera. Pero el mal nunca es huérfano, él siempre tiene padres y debemos conocer sus nombres.

A partir de ahora comenzaremos a armar ese rompecabezas, que una vez completado nos mostrará cuándo y cómo se inició; y de qué forma de desarrolló el proceso que destruyó a millones de vidas y también veremos quiénes fueron los verdaderos cómplices de Adolf Hitler.

Capítulo II

1933-1934

Adolf Hitler, canciller de Alemania 

El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler es designado canciller de Alemania por el presidente von Hindenburg, en el marco de un gobierno de corte conservador. Sin embargo, ya en ese momento no eran desconocidos para nadie, los discursos de odio racista y de violencia del líder nazi contra judíos, gitanos, comunistas y socialistas; entre otros muchos grupos religiosos, étnicos y políticos. 

En su libro Mein Kampf (Mi lucha), Hitler anticipaba su idea de una guerra, mediante la cual Alemania debía conquistar territorios y de este modo expandir su espacio vital, preferentemente hacia el este. Para conseguir este objetivo era necesario aniquilar a la mayoría de los pueblos eslavos que habitaban esas tierras, dejando con vida a una mínima cantidad de ellos, para ser sometidos a la esclavitud. En ese mismo texto desnuda sin eufemismos su deseo por la eliminación total de los judíos de Alemania. Así queda claro que era solo cuestión de tiempo para que Hitler y los suyos buscaran hacerse de todo el poder en Alemania y de esa forma conseguir sus propósitos.

Desde los primeros meses de su gobierno, Hitler no disimuló sus intenciones de llevar adelante persecuciones contra todos aquellos a quienes despreciaba o que se pudieran oponer a sus planes. Por eso, una de sus primeras acciones a tal fin fue la aprobación por parte del Reichstag (Parlamento alemán), de la Ley Habilitante del 24 de marzo de 1933, en la que se hace conferir poderes totales al frente del Estado. Esta ley fue impulsada por el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, pero su aprobación no podría haber sido conseguida sin los votos que le proporcionó el Partido de Centro. Solamente el Partido Socialdemócrata votó en contra, ya que los representantes comunistas no pudieron estar presentes por haber sido prohibido su partido, luego de la puesta en escena del incendio del Reichstag, el 5 de marzo, solo diecinueve días antes. Muchos de los comunistas alemanes tendrían el sombrío privilegio de ser los primeros en ingresar el día 22 de ese mismo mes a Dachau, lugar cercano a Múnich, que se iba a convertir en el primer campo de concentración nazi.

La primavera de 1933 fue muy activa para los nazis. Con el Partido Comunista alemán proscripto, solo enfrentaban la oposición política de los socialistas, por lo tanto no tuvieron prácticamente ninguna resistencia para llevar adelante sus planes. El 1 de abril, inició el gobierno su campaña de hostigamiento contra los judíos alemanes, con un duro boicot a todos sus comercios. Esta sería solo la primera de muchas medidas que mostraban claramente el irrefrenable odio antisemita del nuevo régimen, el cual finalmente conduciría al Holocausto. 

Solo unos días más tarde, el 10 de mayo, iluminaría la noche berlinesa la monumental quema de veinticinco mil libros en la Plaza de la Ópera de Berlín, ante unos cuarenta mil alemanes, donde Joseph Goebbels, ministro de Propaganda alemán, y uno de los principales lugartenientes de Hitler, defendió la destrucción de los textos escritos por judíos, comunistas, liberales, o simplemente por extranjeros, ya que iban en contra de la “pureza del espíritu alemán”. También en esta dirección estaba la adopción de libros escolares con material antisemita, a través de los cuales se les iba inculcando este odio irracional a los jóvenes estudiantes alemanes.

Así es como ya nadie podía, dentro o fuera de Alemania, desconocer el carácter racista y políticamente intolerante del régimen nazi. Dicho esto, resulta claro que los líderes de los países que permitieron la remilitarización alemana no desconocían la amenaza que esto implicaba para todos aquellos que eran objeto del odio del régimen alemán, y en definitiva, también este peligro iba a ser una realidad algunos años más tarde para todo el mundo. 

Pero puede existir una explicación para esto y es que posiblemente algunos mandatarios europeos tal vez compartían la aversión de Hitler hacia los judíos y otros pueblos considerados inferiores por la delirante ideología nazi; como también su hostilidad hacia la URSS, su forma de vida y los valores de la sociedad soviética. Y finalmente, sería este odio tan grande el que no les iba a permitir ver la monstruosidad que estaban ayudando a generar.

Relaciones germano-polacas y las políticas expansionistas de Varsovia 

Prácticamente desde la llegada de Hitler al poder en Alemania, el mariscal Józef Pilsudski, dictador de la Segunda República Polaca, comenzó un gradual acercamiento al régimen nazi, que iba a concluir con la firma del pacto de no agresión germano-polaco de 1934. Esta política por parte de la Polonia de Pilsudski no es sorprendente si tomamos en cuenta que el mariscal era fanáticamente antirruso. Esta posición lo llevó, en 1904, a vivir un año en el Japón, país que estaba en guerra con Rusia, y aprovechando este hecho, intentó fraguar un plan en conjunto con altos mandos militares de la potencia imperial asiática, en contra del Imperio ruso. La idea consistía en brindarle toda la colaboración necesaria al enemigo desde la clandestinidad, para organizar la llegada de tropas niponas a Polonia y así, en alianza con nacionalistas polacos, atacar a Rusia desde dos frentes. Sin embargo, este plan nunca llegó a ser ejecutado. Ya de regreso en Polonia, creó una organización terrorista, cuya principal misión consistía en llevar a cabo sabotajes, atentados, robos y todo tipo de actos violentos en contra de Rusia. Para realizar estas actividades conspirativas, Józef Pilsudski recibía dinero de potencias extranjeras, como el Imperio japonés y el austro-húngaro, entre otros. 

El mariscal polaco también profesaba un ferviente anticomunismo, que sumado a su odio a Rusia, hacía de la Unión Soviética algo cuya desaparición le resultaba más que deseable y sin dudas sus pensamientos, en este sentido, eran compartidos por sus seguidores. Pero, en cambio, sentía una gran simpatía por Alemania y en consecuencia, prefería realizar alianzas y acuerdos con el régimen de Adolf Hitler que acababa de llegar al poder, ya que, de hecho, su estilo para gobernar Polonia tampoco se diferenciaba demasiado de lo que fueron los comienzos del nazismo alemán, debido a los métodos marcadamente represivos y autoritarios de Pilsudski, en especial, una vez instaurado, en 1926, el régimen dictatorial de “Sanacja” (por sanación en polaco).

Sin embargo, antes de 1933 las relaciones entre ambos países eran muy tensas. La Alemania de la República de Weimar y la Segunda República Polaca tenían varios conflictos derivados, en gran medida, del Tratado de Versalles y de la creación misma del Estado polaco, el cual nació a finales de 1918. 

Durante las conversaciones previas a la firma del tratado, las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial decidieron la delimitación de las fronteras del nuevo país, basándose en el área habitada por población étnicamente polaca, en el territorio que había formado parte de los desaparecidos imperios alemán, austrohúngaro y ruso. Sin embargo Roman Dmowski, delegado en jefe polaco en las negociaciones, designado por el mariscal Pilsudski, pretendía que se delimitasen las fronteras de acuerdo al territorio de la antigua Rzeczpospolita o República de las Dos Naciones, de antes de 1795. Ese territorio comprendía además de Polonia y Lituania, también a Bielorrusia, Letonia, Estonia, gran parte de Ucrania y los oblast de Smolensk y Briansk en Rusia. 

Estas pretensiones les parecieron desmedidas a los representantes y negociadores de los demás países presentes, y más aún debido a que consideraban a Polonia un Estado menor en el contexto europeo de la posguerra.

Pero esta demanda sin duda respondía a las ambiciones expansionistas polacas, bien representadas por Dmowski, político de extrema derecha e ideólogo antisemita, cofundador del Partido Nacional Democrático. 

En 1912, este destacado político polaco impulsó fervientemente un boicot a los comercios pertenecientes a los judíos de Varsovia y durante la Primera Guerra Mundial publicó su principal obra de ese período, Los problemas de la Europa central y oriental, donde manifestaba que la emigración masiva y forzosa sería la mejor solución al “problema judío”. 

En síntesis, Roman Dmowski hacía gala de su antisemitismo de forma desembozada, aunque no era este el único grupo por el que mostraba su aversión. También sentía un profundo desprecio por todas las minorías étnicas y por prácticamente todo lo no polaco, como lo dejó en claro durante varias de sus intervenciones en la Conferencia de Paz de París. Entre otras cosas, llegó a afirmar que los ucranianos eran incapaces de autogobernarse y que los lituanos eran tribales, por lo cual ambos pueblos necesitaban del “liderazgo e influencia civilizadora de Polonia”. Además afirmaba tener el convencimiento de que no debía haber lugar para la diversidad cultural, religiosa o lingüística; en consecuencia todos debían ser “polonizados”, imponiéndoseles a estos pueblos la cultura e idioma polaco, como también la religión católica romana. Este tipo de afirmaciones le generaron una profunda enemistad con el primer ministro británico David Lloyd George, a quien consideraba un “agente del judaísmo internacional”, tan solo por el hecho de no estar de acuerdo con sus aspiraciones expansionistas y su ideología racista y antisemita. 

Paradójicamente, los territorios que Polonia no logró obtener para sí, en Versalles mediante las negociaciones, los invadió entre 1919 y 1922. Así es como le arrebató la parte más occidental de su territorio a Bielorrusia y a Ucrania, así como su capital histórica, Vilna, a Lituania. 

Posteriormente la poco efectiva Sociedad de las Naciones recibiría numerosas reclamaciones debido a la brutal represión a la que eran sometidos los grupos étnicos que no se sometían a la política oficial de asimilación cultural y religiosa, que pretendía llevar a cabo el gobierno de Varsovia. En 1924 se prohibió el uso de cualquier idioma que no fuera el polaco, en todas las actividades de la vida pública y solamente en esta lengua se podía enseñar y hablar en las escuelas. También las iglesias greco católica y ortodoxa ucranianas fueron víctimas de la polonización forzada.

De igual manera, en la Segunda República Polaca estaba restringida al máximo la posibilidad de que ciudadanos de religión judía pudieran ocupar cargos en la administración pública del país. 

En la ciudad de Vilna se reprimió a la intelectualidad lituana, se cerraron periódicos y se encarceló a editores, escritores y periodistas. Entre los casos más notables estuvo el de Mykolas Birziska, quien fue condenado a la pena de muerte por traición al Estado, pudiendo salvar su vida por la intervención de la Sociedad de las Naciones, pero que fue expulsado de la capital lituana (bajo ocupación polaca), el 20 de septiembre de 1922, junto a otros treinta y un activistas e intelectuales lituanos y bielorrusos. 

Entre 1927 y 1938, trescientas catorce escuelas fueron cerradas y aproximadamente cuatrocientas bibliotecas y salones de lectura pertenecientes a la minoría lituana en Polonia corrieron la misma suerte. Para la primavera de 1939, no permanecía abierta ni una sola escuela que enseñase la lengua bielorrusa en el territorio de la Segunda República Polaca. 

La discriminación también abarcaba la vida laboral, debido a que el acceso a las tierras más productivas en los territorios ocupados por Polonia también estaba organizado en desmedro de los habitantes locales y para el beneficio de los colonos polacos. 

El joven Estado polaco, ya desde su nacimiento, tuvo problemas limítrofes con prácticamente todos sus vecinos, y estos diferendos los solía resolver por la fuerza; y la Alemania de la posguerra no iba a ser la excepción. En este caso la disputa se centraba en Danzig, a la que se le había asignado en el Tratado de Versalles, el estatus de ciudad libre internacional bajo la protección exterior de Polonia, pero la cual contaba con una enorme mayoría alemana étnica en su población. Además estaba el denominado “corredor polaco”, que consistía en una franja de tierra que daba una salida al mar Báltico a Polonia, pero que separaba físicamente a Danzig y a Prusia oriental del resto del territorio alemán, generando conflictos y múltiples dificultades relacionados con el transporte y las comunicaciones de este territorio con el resto de Alemania. Por otro lado se sumaban las tensiones provocadas por las denuncias que acusaban a las autoridades polacas de maltratos hacia la población alemana de Danzig y las constantes amenazas de invasión de este territorio por parte del Ejército de Polonia. 

Otro motivo de conflicto entre los dos Estados fue la ocupación polaca de la próspera región alemana de la Alta Silesia, seguida de su partición y quedando su zona más rica e industrializada bajo el control de Varsovia. Estos hechos ocurrieron luego de los enfrentamientos étnicos de 1919 y 1921 en esa región y el posterior referéndum del 20 de marzo de ese año. A todo lo antes mencionado, se sumaron disputas aduaneras y arancelarias entre ambas naciones. 

La situación distaba mucho de ser cordial e incluso se llegó a la amenaza de realizar ataques preventivos por parte de Polonia, en alianza con Francia, aunque esta última no estaba interesada en un nuevo conflicto con Alemania y prefirió mantener una actitud distante. 

Las relaciones entre la Segunda República Polaca y sus vecinos, especialmente la alemana República de Weimar (denominación esta del país durante el período que va desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta la llegada de Adolf Hitler al poder) tenían estas características. 

Relaciones entre la República de Weimar y la Rusia Soviética

Durante el período de la República de Weimar, las relaciones entre Alemania y la República Socialista Federativa Soviética de Rusia eran cordiales y de colaboración, especialmente a partir de la firma del Tratado de Amistad y Cooperación, en la localidad italiana de Rapallo, en 1922. Este pacto, entre otros temas, establecía términos de asistencia en la transferencia tecnológica y la cooperación económica, además de renunciar ambos países a cualquier reparación de guerra.

Sin embargo, lo más importante de este tratado fue el establecimiento de las relaciones bilaterales, ya que ambos países estaban aislados diplomáticamente, aunque por diferentes motivos. Alemania acababa de ser sometido a durísimas condiciones tras la firma del Tratado de Versalles, lo cual terminaría por conducir a Europa a otra guerra, como profetizó el mariscal francés Ferdinand Jean Marie Foch, con las siguientes palabras: “Este no es un tratado de paz, sino un armisticio de veinte años”, mostrando así su disconformidad con los términos de lo firmado en la Conferencia de Paz de París de 1919. 

Por lo tanto, el Tratado de Rapallo fue fundamental para sacar del aislamiento diplomático tanto a Alemania como a la Rusia Soviética, a las cuales Francia y el Reino Unido deseaban mantener segregadas de las relaciones internacionales, debido a las condiciones impuestas tras la finalización de la Primera Guerra Mundial, en el caso alemán; y con Rusia, como consecuencia de la política injerencista en sus asuntos internos, que pretendían llevar a cabo Londres y París, desde el triunfo de la Revolución de Octubre de 1917. 

El más claro ejemplo de esto fue la intervención militar directa de catorce países durante la guerra civil rusa, los cuales enviaron tropas para combatir a favor del bando contrarrevolucionario. Entre los países injerencistas se encontraban, precisamente, el Reino Unido y Francia, además de Japón, Estados Unidos, Italia y Polonia, entre otros. 

De este modo, cuando el 16 de abril de 1922 rubricaron el Tratado de Rapallo los encargados de relaciones exteriores, Georgy Chicherin, en representación de la Rusia Soviética y Walther Rathenau, por la parte alemana, esto significó un gran logro para ambos países, y al mismo tiempo fue un fracaso diplomático para el Reino Unido y Francia. 

Pero la llegada de Hitler y los nazis al poder en Alemania iba a cambiar muchas cosas; y las relaciones entre Moscú y Berlín sería una de ellas. 

Pacto de no agresión germano-polaco 

A partir de 1933, las relaciones bilaterales germano-soviéticas se tensaron de manera notoria, debido al furibundo anticomunismo del nuevo régimen alemán y a la política de remilitarización que estaba llevando a cabo, generando esto un cambio de orientación por parte del gobierno soviético, acordando la firma de tratados de no agresión con la mayoría de sus vecinos e incorporándose en septiembre de 1934 a la Sociedad de las Naciones. Para la incorporación oficial de la Unión Soviética a este organismo que pretendía garantizar la paz mundial, Moscú contó con la colaboración del ministro de Exteriores francés, Louis Barthou, quien, al igual que el líder soviético Iósif Stalin, percibía a la nueva Alemania nazi como un peligro tanto para Francia como para la URSS, y por esto mismo, una amenaza para la estabilidad europea. 

Pero mientras que muchos podían ver la amenaza para la paz que representaba la retórica agresiva del canciller alemán, otros pensaban que era buena idea generar caminos de entendimiento con el régimen nazi. Así fue como se produjo la primera entrevista oficial entre Adolf Hitler y el embajador polaco en Berlín, el 2 de mayo de 1933. Inmediatamente después de esta reunión ambos países difundieron una declaración conjunta en la cual manifestaban renunciar al uso de la fuerza para la resolución de conflictos. Esto sin dudas marcaba para las demás naciones europeas una incógnita acerca de los motivos de Polonia para tal decisión y generó la desconfianza de Francia para con Varsovia, con la cual tenía, desde 1921, una alianza militar de asistencia mutua, en caso de un ataque no provocado por parte de Alemania. 

Durante el verano de 1933, la relación bilateral germano-polaca siguió mejorando ostensiblemente con la firma de varios acuerdos entre la Ciudad Libre de Danzig y las autoridades de Varsovia, e incluso lograron superar el conflicto arancelario entre ambos países, el cual había durado ocho años. 

Desde el primer encuentro entre Hitler y el embajador polaco Józef Lipski, ambos mantuvieron conversaciones secretas para la realización de un futuro acuerdo entre los dos países. La participación personal de Hitler en las negociaciones se debió a que, por parte del gobierno del mariscal Pilsudski, el ministro de Relaciones Exteriores era un hombre de su mayor confianza, el coronel Józef Beck, mientras que por el lado alemán, el ministro era Konstantin von Neurath, un diplomático de carrera que no estaba de acuerdo con abandonar la política exterior de la época de la República de Weimar, la cual implicaba una mayor cercanía con el Kremlin; diferente a la posición de Hitler, favorable a estrechar lazos con Varsovia; y por esta diferencia de opiniones, el líder nazi tomó las negociaciones en sus propias manos.

El 26 de enero de 1934, a menos de un año de haber llegado a la Cancillería, Adolf Hitler le mostraba al mundo el Pacto de no agresión germano-polaco. 

Este acuerdo representó una victoria diplomática para Berlín, al descomprimir la tensa situación internacional que derivó de la salida de Alemania de la Conferencia de Desarme y de la Sociedad de las Naciones. Esto también le iba a permitir a Hitler asegurar su frontera oriental y hacerse fuerte para, en el futuro, ir concretando sus ambiciones expansionistas, las cuales por aquel entonces ya no eran desconocidas para nadie en Europa. 

Pero esta no sería la única ocasión en que Polonia se iba a asociar a los intereses de Berlín, ya que, entre otras cosas, a la Segunda República Polaca y a la Alemania nazi las unía el profundo odio que ambas sentían por Rusia, un gran desprecio hacia aquellos pueblos a los que consideraban inferiores y un desmedido afán por la expansión de sus fronteras, factores estos que iban a ayudar a mantener la cooperación entre ambos países. 

La política de Varsovia sería mantenerse cercana a Berlín, y en caso de que Alemania pusiera en marcha los planes de Adolf Hitler, de conquista territorial en el este europeo, los cuales ya había adelantado en su libro Mein Kampf, Polonia la acompañaría con la intención de tomar su parte del botín, como ya lo había intentado en ocasiones anteriores, tales como la invasión de los ejércitos de Napoleón a Rusia, en 1812.

En febrero de 1934, tan solo un mes después de la firma del Pacto germano-polaco, Louis Barthou asumió al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, con la clara misión de poner freno a la incipiente amenaza del nuevo régimen nazi. Con este objetivo abogó por el acercamiento entre Francia, el Reino Unido, Italia y la Unión Soviética, para de este modo conseguir el aislamiento de Alemania. Entre este ministro francés y su par soviético Maxim Litvínov la URSS inició las negociaciones para la elaboración del Pacto franco-soviético suscripto al año siguiente. Pero sería el destino o una conspiración los que harían que Barthou fuese asesinado ese mismo año en Marsella. 

En aquel entonces, la organización terrorista croata de ultraderecha, Ustacha, la cual tenía vínculos y recibía colaboración y financiamiento de los nazis, estaba preparando un atentado contra la vida del rey de Yugoslavia.

El 9 de octubre de 1934, arribó a Marsella el rey Alejandro I en visita oficial a la República Francesa. En su carácter de ministro de Relaciones Exteriores, Barthou le dio la bienvenida, y juntos se dirigieron al vehículo descubierto, el cual los llevaría a donde iban a iniciar la agenda de actividades protocolares, las cuales nunca se concretaron debido a los disparos realizados por el terrorista de origen búlgaro y miembro de la Ustacha, Vlado Chernozemski, quien logró asesinar en el acto al monarca yugoslavo e hirió al ministro Barthou, quien más tarde murió desangrado. 

Curiosamente la seguridad francesa desplegada para la visita de Alejandro I demostró ser muy ineficiente, facilitando de este modo el accionar de los terroristas cuya organización ya había amenazado con anterioridad la vida del rey. 

El atentado fue un éxito doble, logrando concretar el magnicidio, y al mismo tiempo eliminando al ministro francés, quien estaba trabajando para detener los planes de Hitler. Resulta difícil no pensar que todo esto estaba relacionado y planificado de este modo por la Ustacha, grupo que unos años después iba a ser el más despiadado colaborador de los nazis, cubriendo de sangre los Balcanes.

Capítulo III

1935

La URSS prevé la amenaza nazi a la paz mundial

A pesar del lamentable asesinato del ministro francés Louis Barthou, el 2 de mayo de 1935 se firmó el pacto franco-soviético que establecía la defensa mutua en caso de una agresión no provocada; aunque este tratado carecía del carácter que originalmente tendría, ya que el sucesor de Barthou, el nuevo ministro Pierre Laval (quien tenía una marcada simpatía pronazi) se ocupó de asegurarse que la efectividad del acuerdo y de la asistencia militar estuviera sujeta a una serie de formalidades, tales como la denuncia de la agresión no provocada, ante la Liga de las Naciones y posteriormente avalada por los firmantes del pacto de Locarno, todo lo cual lo convertía en algo que iba a ser, en la práctica, poco más que una herramienta de disuasión diplomática ante una futura agresión nazi. Unos días más tarde, el 16 de mayo se suscribió un tratado entre Checoslovaquia y la Unión Soviética en el mismo sentido, al ser Francia la principal aliada militar del joven país centroeuropeo. 

Tres meses más tarde, el liderazgo soviético, siguiendo adelante con esta política de alianzas defensivas y entendiendo el peligro que se avecinaba, durante el VII Congreso del Komintern, afirmó que el fascismo constituía una grave amenaza para la URSS y para la paz mundial, y fue este un profético anticipo de lo que iba a suceder; asimismo este congreso autorizaba y alentaba la búsqueda de alianzas antifascistas a nivel mundial, y un posterior ejemplo de esto fue el Frente Popular en España, durante la guerra civil.