La pureza de corazón es querer una sola cosa - Søren Kierkegaard - E-Book

La pureza de corazón es querer una sola cosa E-Book

Sóren Kierkegaard

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Beschreibung

Este tratado del filósofo dinamarqués es el primero de los veinte Discursos edificantes de diverso tenor, que vieron la luz en Copenhague el 13 de marzo de 1843. Más que un tratado, es la oración de un penitente que en soledad y recogimiento interior ruega para que en su corazón se cumpla el deseo de querer de verdad una sola cosa: el Bien, única eternidad en el tiempo que se aplica y resiste a todos los cambios. Deseo ignorado o siempre postergado, sólo puede ser actualizado por dos guías: remordimiento y arrepentimiento, capaces de modificar el corazón para disponerlo al acto sagrado de la confesión. Confesión concentrada y en silencio, susceptible de ser efectuada por cada individuo solitario, en la hora undécima, la del llamado al encuentro del Bien, que llega en cualquier momento de la vida, tanto para el anciano como para el joven. Si esa hora tarda en venir o no viene, es porque la duplicidad de hombre irresoluto no le permite limpiar su corazón. Inconstante en todos sus caminos, su doble voluntad bloquea, demora y corrompe, hasta que lo conduce a la perdición. Concebido por Kierkegaard como "preparación espiritual para el oficio de la confesión" (recordemos que Kierkegaard, como pastor protestante, al referirse a la penitencia habla de "oficio" y no de "sacramento"), arroja, en su lectura contemporánea, los elementos de un apasionado alegato contra la "masificación" del individuo, capaz de preservar su identidad única e irreductible si se atreve a erguirse, solo, cara a cara, él mismo frente a Dios. El estudio introductorio, a cargo del Dr. Luis Farré, introduce la personalidad y pensamiento del autor, lo ubica en relación con las preocupaciones filosóficas de su época y la nuestra, y señala los aspectos más sobresalientes a tener en cuenta en la lectura de esta obra en particular.

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LA PUREZA DE CORAZÓN ES QUERER UNA SOLA COSA

Søren Kierkegaard

Traducción y estudio introductorioLuis Farré

Créditos

Título original: Purity of Heart, Is to Will One Thing

Traducción: Luis Farré

© De esta edición: Pensódromo 21, 2018

© De la traducción: Herederos de Luis Farré

1ª edición: Ediciones La Aurora, 1979

Diseño de cubierta: Pensódromo

Editor: Henry Odell

[email protected]

ISBN print: 978-84-949195-0-3

ISBN e-book: 978-84-949195-1-0

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Índice

Ensayo introductorio - Significado e importancia del pensamiento de KierkegaardPrefacio1. Introducción El hombre y lo eterno2. Remordimiento, arrepentimiento, confesión Emisarios de la eternidad para el hombre3. Barreras para querer una sola cosa Tanto la variedad como ciertos momentos espectaculares no son esta sola cosa4. Barreras para querer una sola cosa La recompensa-dolencia5. Barreras para querer una sola cosa Querer sin miedo del castigo6. Barreras para querer una sola cosa Servicio egocéntrico del Bien7. Barreras para querer una sola cosa Ciertos compromisos8. El precio de querer una cosa Compromiso, lealtad, disposición para sufrirlo todo9. El precio de querer una sola cosa Sobre las evasiones10. El precio de querer una sola cosa Análisis de un caso extremo de un sufriente incurable11. El precio de querer una sola cosa Cómo debe emplear la inteligencia el sufriente para evidenciar la evasión12. Entonces, ¿qué debo hacer? La finalidad del oyente en una elocución devocional13. Entonces, ¿qué debo hacer? Vive como un «individuo»14. Entonces, ¿qué debo hacer? Ocupación y vocación: medios y fin15. Conclusión El hombre y lo eternoSobre Luis Farré

A «aquel individuo solitario»se dedica esta pequeña obra

Ensayo introductorioSignificado e importancia del pensamiento de Kierkegaard

por Luis Farré

Tal vez todo aquel que no se abre a Kierkegaard o que un buen día lo considere liquidado, permanece hoy pobre e inconsciente. No sabemos lo que es, pero en todo caso es la voz moderna que nos conduce a la suprema lucidez y nos hace sentir la máxima indigencia.

Karl Jaspers (en Kierkegaard vivo, Alianza Editorial, Madrid, 1966, p.72).

La conspiración del silencio en vida y con posterioridad a su muerte intentó acallar las ideas, exultaciones y reproches distintivos en el pensamiento de Kierkegaard. El desconocimiento de un pensador tan explícito y sincero, logró temporaria y parcialmente sus propósitos. Caracteriza a toda contemporaneidad el abandono a una paz no perturbable por hechos e ideas que alteren costumbres, creencias y moral. En relación con nuestro pensador, fueron escasos los hombres a quienes, con auténtico interés, les preocupara un escritor adverso a la rutina ideológica y práctica, exigente de una interioridad alerta y responsable. Su estilo, nada críptico, expone muy de frente las ideas, sin subterfugios; le interesan problemas básicos, los cuales, una vez comprendidos, a su parecer, no deben quedar en ilustración teórica, sino más bien exigir cambios quizás sustanciales en el tipo de vida a que estamos habituados.

Kierkegaard pertenece, por lo tanto, a aquella índole de escritores generalmente obligados a esperar reconocimiento póstumo. Se anticiparon a su tiempo, o, en el caso de Kierkegaard, a su época, que estaba conformada en grado extremo por una mentalidad metódica, fiel a senderos definitivamente trazados, demasiado segura de sí misma para atender las recias llamadas de un disidente que clamaba por la autenticidad. Son escritores destinados al sacrificio, como aconteció en la antigüedad con Sócrates, en el medioevo con Abelardo y en el renacimiento con Giordano Bruno; a no ser que el espíritu de tolerancia, ya bastante difundido en la segunda mitad del siglo XIX, obligue a adoptar recursos menos opresivos, como lo son la indiferencia y el silencio.

A menos de treinta años de su fallecimiento, Kierkegaard pasó de casi un total anonimato a un rápido prestigio, en auge continuado.1 Un creyente que quiso ser voz clamante por lo que consideraba el cumplimiento de un cristianismo veraz y sincero —pues este es el espíritu que anima todos sus escritos— ha merecido y merece atentos estudios no sólo de los teólogos, estos quizá en minoría, sino de filósofos, psicólogos, humanistas y sociólogos. Parecería que Kierkegaard, al no querer sino pensar en cristiano, logró conmover a cuantos, directa o indirectamente, preocupan los problemas del hombre.2 Evidencia de las honduras que alcanzó en sus reflexiones sobre lo humano en relación con sí mismo, con el mundo, con el prójimo y con Dios.

El presente aporte no quiere sino ser ensayo introductorio a su pensamiento. Quisiera perfilar el personaje y destacar aquellos hechos básicos que, en alguna forma, contribuyeron a la adopción de determinadas actitudes en la vida que, de rebote, influyeron en sus ideas y decisiones. Creo que este libro lo merece. Si los escritos de nuestro autor interesan a personas con inquietudes espirituales, no aprovecharán menos, sin embargo, quienes ven al hombre desde una perspectiva exclusivamente laica. En la presente obra, por ejemplo, abundan ideas sobre el tiempo y lo eterno, el individuo y las multitudes y muchas otras de tanta densidad y profundidad que nadie, por escasamente preocupado que esté por la filosofía y los problemas del hombre, dejará de leerlo con provecho.

Es posible que en un escritor vida e ideas corran por caminos muy divergentes. Los escritos que entregue podrán ser muy eruditos, con cierta profundidad, elaborados mediante el estudio y la fría reflexión, aunque carentes de fervor y emoción vitales. Todo lo contrario acontece en Kierkegaard. Piensa y escribe en íntima conexión con su propia vida. Asume el compromiso de su existencia y esta, en conformidad o disconformidad —mayormente lo segundo— lo obliga a convicciones y decisiones. Pocos como él han sentido, y sufrido, la presión del ambiente ante una conciencia vigilante que lo obligaba a sagaces y casi siempre certeros análisis de disconformidad. Alma sensible y recta, sufría al expresar disidencias que lesionarían a personas con las cuales estaba vinculado por el parentesco, el amor o la religiosidad. Sobre todo en sus últimos escritos, abundan referencias a hechos y relaciones, se muestra lacerado y dolorido, como si se sintiera excluido de la compañía de seres que apreciaba de diversas maneras, pero obligado a rechazar opiniones o actitudes, según su parecer, impropias o peligrosas.

La ciudad donde nació, Copenhague, en 1841, le oprimía por la rutina de sus costumbres, la mediocridad de la ciudadanía y un culto religioso atento al ritual y a una índole de espiritualidad que parecía justificar la soñolienta existencia de sus moradores. Si algo la conturbaba, pronto era diluido en lo habitual por la presión del ambiente, sin apenas dejar huellas aquella inicial disidencia. En la historia de la humanidad siempre han sido escasas personas, frecuentemente una sola, las que elevan su enérgica voz disidente. Kierkegaard no pudo callar y se atrevió, disconforme con su iglesia y, luego, consecuentemente, con la clase de fieles que formara. Actitud que suponía una tremenda lucha íntima: pertenecía a un ambiente que, en parte, lo comprometía y obligaba, pues reconoce que le fueron otorgadas oportunidades de bienestar y cultura negadas a muchos otros; pero también, conciencia escrupulosa y, a veces quizá demasiado meticulosa, rehusaba el menor acomodo, a su parecer adverso a los dictados de lo exigido por la rectitud cristiana. Temperamento agudamente introvertido, se autoanalizaba, siempre insatisfecho, pues lo que era no expresaba en ecuanimidad lo que creía o imaginaba que debía ser. Lo atormentaba la idea de un ajuste vital jamás logrado.3

Una exigencia personal tan rígida, por necesidad influiría en sus relaciones con los demás. Conservaba un grato y altísimo recuerdo de su madre que falleció muy joven; recuerdo que quedó muy en lo íntimo, secreto invulnerable, sin que apenas apareciera en los escritos. El padre, hombre de edad, cuidó de su educación; amante de la cultura, le proporcionó lo que, a su entender, parecíale mejor. Quizá la ausencia del cariño materno, convertido en añoranza, menos intelectual, más comprensivo y emocional, contribuyó a que adoptara una actitud rígida en relación con su padre. Algo de origen ético, jamás debidamente aclarado, también los mantenía distantes. Parecía culparle de algunas deficiencias que advertía en sí, procedentes de la vida familiar y del modelo de educación que le inculcara. Las relaciones con su padre fueron respetuosas, aunque no cordiales.4

Aunque en varios escritos desmenuza experiencias de su vida, no es suficientemente explícito. Parece callar algo, ya sea por propio respeto o para no herir demasiado a personas que le eran muy cercanas. Kierkegaard permaneció soltero, luego de un enamoramiento y noviazgo correspondidos. Regina Olsen, la novia al final preferida, lo impresionó a tal extremo que se enamoró de ella a primera vista. Sabía muy bien quién era: una muchacha hermosa y gozosa de su juventud, sencilla y de escasa cultura. Pero a la primera impresión, franca y leal, siguió un análisis que quiso ser exhaustivo. Y, naturalmente puesto que nada humano es perfecto, las relaciones sufrieron continuos altibajos que terminaron con el noviazgo. Regina Olsen se casó con otro. Creo que, en este caso, no menos que en las relaciones con su padre, a Kierkegaard le faltó comprensión y capacidad de disculpa. Quien no esté dispuesto a practicarlas, difícilmente entonará con su ambiente. Se sentirá constreñido a vivir en soledad, haciéndosele difícil la convivencia.5

Tal vez la actitud que adoptara frente a la iglesia evangélica danesa sea más justificable. Toda religión, y en especial el cristianismo, es sumamente exigente, sobre todo para aquellos que están encargados del adoctrinamiento de los fieles. Por lo pronto, era una iglesia oficial bajo la protección del Estado, privilegio que resta bríos y osadía. Los subsidios que recibe y los vínculos que mantiene con los gobernantes comprometen e inhiben. A veces sus dirigentes acuden a argumentos demasiado sofisticados para justificar omisiones o expresiones equívocas. Además, los obispos J. P. Mynster y H. L. Martensen, sobre todo el último, eran adictos a un tipo de teología cristiana sumamente influida por la filosofía hegeliana. Nada más opuesto a la manera de ser singularizante, individual y agudamente consciente propia de Kierkegaard. Una teología, la hegeliana, muy bien razonada, pero carente de fervor y audacia espiritual, que induce a los fieles a la práctica de un cristianismo chato, moralista y rutinario. El fervor y el entusiasmo de ser y sentirse cristiano quedan diluidos en lo comunitario. Nada más adverso a un espíritu que, por encima de lo estético y de lo moral, comprende la religiosidad como una apertura franca, tremendamente responsable de la propia individualidad ante Dios. La teología enmarcada en el hegelianismo se extravía en generalidades; la que Kierkegaard sentía y expresaba se iniciaba en la individualidad, la comprometía y obligaba a su vez a asumir inescapables compromisos.6

Mencioné tres hechos, sin entrar en detalles para mejor explicar el curso que adoptaría en vida. Él mismo los analizó, sobre todo con miras a comprender lo que para su formación espiritual significaron, callando o disimulando aspectos que pudieran ser ofensivos para las personas. Kierkegaard era un hombre sentimental, ávido de comprensión, pero no acertaba con la medida que le permitiera el adecuado ajuste. Creo que seríamos injustos si lo consideráramos un melancólico antisocial; su tendencia al retraimiento, agravada por una inteligencia muy reflexiva y analítica, se vio acrecentada por las especiales circunstancias del ambiente en el que le tocó vivir. Aunque cabe pensar si las multitudes — como dice en el presente libro—, no son en todas partes similares, y los dirigentes, eclesiásticos o políticos, con raras excepciones, repeticiones miméticas a los descritos por este pensador.

Exageran, a mi parecer, quienes insisten en algunos defectos físicos, que estaban muy lejos de ser deformidades, influyentes en el carácter de Kierkegaard. Fue un punto de vista, muy explotado por el periódico Corsair que lo atacara en vida, hábil en la utilización de los peores recursos periodísticos en caricatura y expresiones.7 Fue un sufriente, principalmente por las continuas alternativas que le ofrecía la vida. Iba a la búsqueda de una rectitud continuamente turbada; apuntaba a un centro que los avatares de la existencia le nublaban. A semejanza de Pablo, lo confiesa abiertamente, veía desarrollarse en sí una lucha continua que le dificultaba el verse y comportarse como un individuo en su debida rectitud ante Dios y ante los hombres.

Actitud filosófico-religiosa de Kierkegaard

Implica ardua tarea el intento de ofrecer una exposición metódica y sistemática de Kierkegaard. Facilitaría la labor si partiera de principios considerados imbatibles, de los cuales fuera extrayendo conclusiones, al estilo de muchos filósofos, particularmente Hegel. Le pertenecen estilo y método muy característicos de él y de cuantos se sienten obligados a pensar con miras a comprenderse desde una posición angustiosa y atormentada, sin gozar de aquella clara holgura que proporcionan normas o principios ilustrados casi exclusivamente por el intelecto. Nuestro danés expresa el reverso de lo habitual en su época: lo íntimo y personal frente a lo genérico y abstracto. No subordina la vivencia al pensamiento; intenta desde la aclaración de sus vivencias ascender a la claridad intelectual. Esta posición explica su desagrado frente a lo rutinario y común, repetición de lo habitual; y, en cuanto a las ideas, el distanciamiento frente a Hegel, pensador de principios y deductivo, intelecto que invade e intenta resumir y unificar las vivencias.

No le complace el título de filósofo. Contempla el mundo desde un autoanálisis que en ocasiones parece inmisericorde. Admitiría, eso sí, el de poeta, «un hombre infeliz que oculta profundos tormentos en su corazón, pero cuyos labios están formados de tal manera que cuando un gemido o un chillido pasa por ellos, suena como una hermosa música».8 Los problemas que se plantea son siempre interrogaciones sobre algo que ha vivido y sufrido en sí o en relación con personas y circunstancias muy cercanas y respetables. Los hombres, diría en su intimidad, crearon una religión sistemática y abstracta, para eludir la angustia del peculiar problema cristiano. Trabaja sobre sí mismo como hombre, y por eso puede citarse como modelo, en lo que era, quisiera ser y podría ser. «Lo individual tiene diversas sombras, todas las cuales se le parecen y, de tiempo en tiempo, tiene derecho a ser igual, a ser él mismo».9 Kierkegaard que, en los años de su juventud, participó del entusiasmo casi general por la filosofía hegeliana, cuya dialéctica aplicara a la teología el profesor y más tarde obispo Martensen, al autoexaminarse, se dio cuenta que encerraba en sí mismo un misterio más grande que la idea y más difícil de explicar.

El universo vivido y el infinito sentido y anhelado vibran en su alma. Luego los reflexiona desde impactos que conmueven su individualidad. Podía decirse como Hamlet: «Hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio, de las que tú has soñado en tu filosofía». Cultiva estas presencias e impactos, vigilando una singularidad que no pierda o extravíe esta conexión. «Entiéndese, pues, por el momento, la abstracción de lo eterno, que es una parodia del mismo, si ha de ser lo presente. Lo presente es lo eterno; o mejor: lo eterno es lo presente y esto es lo lleno de contenido».10 Asistido por un empuje místico que resbala sobre lo actual, presiente la seguridad y firmeza del ultramundo rechazado. Tiende a el con toda su alma apasionada. Por eso señala con severidad lo sensible e inmediato de este mundo estético, adverso a los empirismos y positivismos que constriñen el pensamiento en lo experimentado inmediatamente. Confía muy poco en sus rápidas apariencias, sólo apreciables en cuanto las considera repercusión de lo eterno. No lo detiene el encanto de lo estético.

Kierkegaard vivió trágicamente los problemas de la filosofía y la teología al intentar conciliar las necesidades intelectuales con las afectivas y volitivas. Elabora una vivencia práctica y sentimental de la verdad. Esta no depende de los hombres, incapaces de alcanzarla a causa de su constante mutabilidad. Está ya definitivamente establecida, hija de la fe; cada uno debe escudriñarla en sí mismo para que aparezca hecha carne en la propia vida. La generalidad de los hombres, sin embargo, se limitan a recordarla y exponerla: con ella los profesores confeccionan sistemas y los predicadores sermones. No hay excusa para los que son meramente ideólogos. De nada sirve la verdad, sobre todo contemplada desde el punto de vista religioso, sin un compromiso vital; hay que ser testigo y, si viniera el caso, mártir. Para los pragmatistas, la verdad sigue a la verificación, casi un engendro humano. Para Kierkegaard hay una verdad a priori, pero de ella, mientras no la hayamos realizado en nuestra experiencia, comprometiéndonos con ella, muy poco sabemos. Debemos arrancarnos a lo estético, gozoso y pasajero, para instalarnos en una transitoria eticidad, obedientes al deber, «de tal manera que esta conciencia de la seguridad dé valor eterno del yo».11 Para Kierkegaard, en parte a semejanza de Kant, la verdad consiste más en una actitud o cambio radical, que en una obediencia puramente externa a la ley. «La ética es como la respiración eterna en medio de la soledad».12 Vivió y comprobó la falla del moralismo, e insiste en la eficacia de los hechos, pero estos sólo son éticos en cuanto expresan una interna condición transformada.

Kierkegaard está en un continuo alerta: que la vida no se extravíe en el pensamiento y, para ello, nada mejor que vigilar y controlar la individualidad. Cree que sólo aquel que primariamente apunta a sí mismo, sujeto de vivencias, cuando expone o habla, puede hablar y ser de utilidad a otros. En contra de Hegel, por lo tanto, exalta el principio de la subjetividad. Como modelo de eticismo recuerda a Sócrates, cuyo secreto consistía en guiar a sus oyentes, no a que pensaran esto o aquello, sino a ser individuos diferentes de lo común, expresando, más que predicando, la verdad. Considera vano, y hasta pecaminoso, intentar despertar en otros ideas y sentimientos si previamente no se han despertado y los ha vivido en sí mismo. No predicar, sino obrar; no regodearse en las ideas, sino realizarse. Ya, una vez configurado el individuo en lo que debe ser, la predicación brotará como un movimiento espontáneo y sincero. La subjetividad o su más excelsa expresión, la personalidad, queda decidida en la elección, realizada de antemano en el cristianismo; o, mejor, para no apartarnos de su pensamiento concreto: en la persona histórica de Cristo. Esta insistencia en la individualidad la advertimos también en su recelo y consiguiente apartamiento de las turbas o multitudes. Un grupo de hombres le parecía una abdicación de la personalidad. La eleva a categoría de espíritu; opuesta a la turba, que induce a la falsedad. Sumergirse en lo social equivale a buscar lo fácil, aquello que exime de pensar y obrar responsablemente.13

Kierkegaard, encimado en su particularidad subjetiva, tiembla, sin embargo, al ahondar espiritualmente. No lo aquietan sistemas e ideas, pues contempla en sí lo paradojal, síntesis de lo finito e infinito, de lo eterno y lo temporal. Mientras la mayoría de los modernos existencialistas de la finitud cierran obstinadamente la perspectiva para no verse sino recortados en el ahora, él, de puntillas en la naturaleza concreta, otea el infinito. Estos pensamientos contribuían a que experimentara toda la paradoja de su existencia, con ansias que, a veces, lo impulsaban a una profunda desesperación; agudizado por la «enfermedad de la muerte» que nos acompaña durante la existencia, a pesar de ser principio de una nueva vida: la esperanza de la inmortalidad. Esta no se afirma en la razón, sino en la fe. No es cosa de grupos ni de comunidad. «En el instante en que estoy convencido de mi inmortalidad, soy absolutamente subjetivo… la inmortalidad pertenece al interés más apasionado de la subjetividad; precisamente en el interés radica la prueba».14 La inmoralidad no debe ser sometida a polémica; equivale a alterar la cuestión, pues se trata de una tarea: «La cuestión debe ser si yo vivo como requiere mi inmortalidad…, mi inmensa responsabilidad ante el hecho de que soy inmortal».15

Por lo inmortal nos ubicamos en lo religioso, preocupación central y casi diríamos exclusiva de nuestro pensador. Los estados estético y ético, que analiza con bastante morosidad, comprobada su insuficiencia, impulsan al salto hacia lo religioso. Por el humor o estado de lucha que es la vida, nos convencemos de la nulidad del tiempo y del yo; despierta la conciencia al conflicto entre lo finito y lo infinito. Presentimos el valor del absoluto y de la paradoja. Trascienden lo moral; penetramos en un estado completamente diferente, superior al hombre ético de Kant, pues éste combina religiosidad y eticidad. Lo religioso, para Kant, no admite compromisos de ninguna índole. A diferencia de Miguel de Unamuno, no se demora en la duda, hurgando en ella en una casi delectación morosa. La duda es necesaria a la criatura finita, que renuncia a ella o la sostiene como un sacrificio y una angustia. Confía contra toda esperanza y, como Abraham, lo consigue todo. La fe engendra, aunque luego la supera, la angustia con dudas y turbaciones, porque aleja de lo finito, que constituye las deleznables firmeza y seguridad del momento.

Nuestro pensador rechaza la religiosidad común, diáfana, sociológica. No afecta de una manera anímica y personal. Es una religiosidad tan genérica que abarca por igual al paganismo y al cristianismo. Expresa preferentemente lo estético, lo elegido por la mayoría de los cristianos. Demorarse en este tipo de religiosidad equivale a quedarse rezagado; la auténtica consiste en una dialéctica paradójica, condicionada por algo definido que no está incluido ni en la más profunda sensibilidad del corazón humano. Solo se nos da, y el individuo advierte su presencia, cuando aceptamos la revelación histórica de Jesucristo y creemos en ella.16 Despierta entonces en nosotros el conflicto íntimo entre la eternidad y el tiempo, con una visión escatológica que solo finaliza cuando dejamos de pertenecer a la actualidad. Lo temporal y lo finito quedan relativamente desvalorizados, sometidos a los valores eternos. Exige que no se hable del cristianismo como de algo genérico, sino de cristiandad. Su lucha contra la iglesia oficial de su país tuvo esta característica. La contempla como un bienestar estético, presta a pactos y convivencias con lo civil. Kierkegaard era hombre de fe en el Cristo histórico, abiertos los ojos a las paradojas y a las aparentes discordias. Pertenecía a la selecta clase que hizo de la religión su problema y, angustiada por los embates de la razón y de la fe, a semejanza de Pascal, se rindió a las exigencias de la segunda.

Kierkegaard contempla y expone los problemas, incluso los muy especulativos, desde una individualidad atormentada. No sólo por reacción en contra del hegelianismo, cuya sistemática en su país introdujo Martensen en teología, sino por considerar que pesaba sobre él como individuo una determinada misión a cumplir en este mundo. Sus escritos, ricos en ideas, están dirigidos y coordinados por unos pocos conceptos, sentidos y vividos pasionalmente, a manera de principios apenas necesitados de pruebas. Teme que la especulación decaiga en regodeo mental, alejada de las urgencias de la existencia concreta. No es un pensador de cátedra, obligado a hilvanar conceptos para que los comprenda un público ávido de claridades, aunque poco afecto a comprometerse con el sentido vital de las ideas. Estas no eran para él instrumentos de comodidad o utilidad, sino vías de autoconocimiento, revelación del hombre, búsqueda de una verdad religiosa viviente. Los antípodas de Kierkegaard son el profesor, urgido a manejar ideas como el carpintero maneja el serrucho o el martillo y el predicador inclinado a expresar hermosas verdades apenas vividas. Modelos que ejemplifica en dos personas que le eran muy cercanas: los obispos Martensen y Mynster. Se aventuran a explicarlo todo gracias a sistemas muy bien hilvanados. «Alejad la paradoja —decía— y tenemos al profesor».17

Kierkegaard pertenece a aquella clase de hombres imprescindibles en un mundo que tiende a la inercia, que se deja andar; estimula, obliga a la vigilia o rectifica enérgicamente actitudes demasiado cómodas. Del mundo abstracto en el cuál descansa quizá demasiado placenteramente la inteligencia, derriba a la vida concreta, para que advirtamos lo que de hecho no somos, pero que deberíamos ser. Sería inadecuado reducirlo a su tiempo; posee una vitalidad y una apelación que lo supera. Por ser un luchador concentró, y no podía ser de otra manera, muchas enemistades y odios. A Kierkegaard se lo cataloga entre los existencialistas. No creo que le gustara el rótulo, sobre todo si pretendemos que ande parejo con Heidegger, Sartre y Jaspers. Estos renuncian al extremo fundamental que es la eternidad, sobre todo Sartre. Se atienen demasiado a lo puntualizable ahora y aquí. Enlaza con una vieja tradición, en la cual figuran San Pablo y San Agustín, y a la que pertenecen pensadores cordialistas, vitalistas, sentimentalistas y, principalmente integralistas. Esto es, el hombre es una integridad en el tiempo que evoluciona hacia la eternidad.

Significado e importancia de La pureza de corazón

Las páginas precedentes creo ayudarán a ubicar el pensamiento de Kierkegaard. Son introductorias, para mejor apreciar y en parte comprender el contenido del presente libro, La pureza de corazón. Este, tanto por su contenido como por su estilo, es de los más expresivos. De una forma muy vivaz y hasta repetitiva expone y detalla ideas que se encontrarán en otras obras, posiblemente con menos fervor. Su estilo, siempre tan directo y apuntando al lector, como para hacerle vivir los pensamientos que expone, en la presente obra llega a conturbarnos, cerrándonos toda vía de escape. La presión, sin embargo, si así podemos denominarla, no es ofensiva; es el enérgico fervor de quien comunica vivencias, invitándonos a convivirlas. Lo escribió como ejercicio de preparación espiritual para el acto de confesión, acto en el cuál es inútil que el hombre, a solas consigo y con Dios, pretenda engañarse. Enfrenta lo eterno, de tal modo que no le queda lugar para ilusiones y evasiones. El modelo de confesión a que impulsa es un ejercicio no limitado a tiempos o espacios determinados. Debería ser una actitud casi constante, enfervorizada en especiales circunstancias.

Al captar el contenido de la obra, extraña que recién ahora podamos disfrutar de su traducción al castellano. No menos punzantemente religiosa que muchos otros de sus escritos, vertidos al castellano. Tampoco es menos doctrinal: quizá más intensiva, por ejemplo en los conceptos de individualidad y temporalidad. Pero creo que ninguna otra, a pesar de lo apelante e insistente que siempre es, nos llegue tan a lo íntimo y más obligue a asumir el compromiso que presupone la existencia. Eduard Geismar, un danés que consagrara toda su vida al estudio y a la difusión del pensamiento de Kierkegaard, recomienda que la aceptemos como introducción a los restantes escritos.

Como acto o expresión devocional, afirma su traductor inglés Douglas V. Steere, nada similar puede encontrarse durante el siglo XIX entre católicos y protestantes. Es posible que estas expresiones desilusionen a quienes interesa Kierkegaard como expositor de ideas significativas para la filosofía o psicología. Por de pronto, en ninguna de sus obras podemos separar lo religioso en una radicalidad muy concreta: el cristianismo centralizado en la persona de Cristo. Al finalizar enérgicamente esta conexión, conceptos como individuo, amor, sufrimiento y muchos otros adquieren en su pluma el máximo brillo. Conturba con expresiones cortantes como una navaja muy afilada que obligan, más que a pensar, a sentir; acorrala, colocándonos entre la espada y la pared. Me permitiré destacar algunos de estos conceptos.

Nada más apropiado para comprender la caducidad y la inconsistencia de cuanto acontece en el tiempo como la reflexión sobre lo Eterno. Esta reflexión, sin embargo, divaga en el vacío si lo asimilamos a una inmutabilidad a través de la cuál pasamos nosotros y nuestros actos. Para Kierkegaard, lo eterno es plenitud, perfección que apela de continuo en medio de la inconstancia a que parece convocarnos la cotidianidad. Lo eterno es similar, en el caso de que no se identifique, al Bien, sustantivo que merece ser escrito en mayúscula. el Bien expresa lo que debe ser, en la forma más elevada y exclusiva: lo único que permanece en medio de los cambios; el Bien proyecta su luz e ilumina la existencia en el tráfico cotidiano. El tiempo y nuestro discurrir y realizar, a juicio de Kierkegaard, jamás deberían perder de vista lo Eterno que consigue plenitud en el Bien.

Utiliza tres vocablos que, bajo diversos matices, apuntan a la misma realidad: Bien, Eternidad y Dios. Cada uno de ellos presupone los restantes y guía a su adecuada comprensión. En la presente obra prevalecen Bien y Eternidad, pero sabemos, si alcanzamos a interpretarlo, que implican Divinidad. Expresan, sintetizadas en unidad, las más nobles aspiraciones de lo humano. Sentimos y anhelamos su inagotable hondura a través de nuestras deficiencias. De una manera vaga actúan en todo hombre, con forzados desvíos ideológicos en quienes quieren despreocuparse de lo religioso y como deseo o esperanza de perfección en los creyentes. Dios identifica eternidad y bien. Al decir Bien, ejemplar y modelo eterno, nada cabe agregar. Nosotros gustamos del bien medidamente en una temporalidad de continuo caduca, pues los llamados bienes de la transitoriedad son males, si retienen e impiden que aspiremos y amoldemos la conducta al único y máximo Bien. Kierkegaard veladamente, sin adulterar los postulados bíblicos, cristianiza vocablos de frecuente uso en las filosofías platónica y aristotélica. Se movían en la sombra; y él, sin arrinconarlas pues ingresaron a nuestra cultura occidental, las esclarece y les inyecta cristianismo.

Esta insistencia kierkegaardiana de confrontar el Bien con la imperfección y la Eternidad con lo temporal convierte a nuestro pensador, como hombre, en un solitario y en un expositor acuciante de la individualidad. Fueron sus temas preferidos sin que de ello sea legítimo deducir que, por principio, se inclinara por lo antisocial en doctrina o por menosprecio a los demás. Destaca al individuo, lo enfrenta con la conciencia para que comprenda y asuma la responsabilidad de sus actos. Está y vive entre los otros, imprescindible porque no es sino humano; pero que no se extravíe, que no caiga y pierda en lo común, negligente, desindividualizante. Este libro, y sin la menor duda todos los libros escritos por Kierkegaard, están dirigidos al individuo, a la persona, que es y debería cultivar cada uno de los seres humanos. «¿Vives realmente como individuo?» es una de las más insistentes preguntas. Sintetizaría sus propósitos en esta fórmula: elabora tu conciencia para llegar a comprender lo que tú eres y significas, distinto de cualquier otro pues tus inclinaciones y relaciones te personalizan; cáptate en tu plena individualidad, proyectándote hacia el Bien; salta desde la temporalidad a lo Eterno y entrégate, por lo tanto, a Dios, al Bien y a lo Eterno. Su individualismo no es una actitud de alejamiento o menosprecio de lo social, sino más bien —como advierte Douglas V. Steere— el desarrollo intenso de la persona que en la libertad capta también la responsabilidad. Y esto lo consigue al confrontarse con el Bien Eterno y la Divinidad.

El individuo vigila para no perderse en la masa abstracta e impersonal. Esta conforma unánimes los movimientos y pensamientos: moda, simpatías, adhesiones y menosprecios. Las masas, al anular al individuo, lo incapacitan para apreciar la individualidad del otro. El masificado carece de capacidad para valorizar, procede de acuerdo a impulsos genéricos. Es, por lo tanto, inhábil para cultivar un verdadero amor. En relación con los otros, lo gobiernan los instintos, algo común que se despliega descontrolado sin la firmeza directriz del individuo; aplica los prejuicios y las exigencias de la clase comunitaria a que pertenece. Kierkegaard adivina que, para amar verdaderamente al otro, precisamos insistir en la vivencia de la propia individualidad. Sólo el individuo puede realmente amar a otro: ya se trate de un masificado, para el cual el amor debería ser el inicio de la liberación, o de otro individuo capaz de entender y corresponder de acuerdo a los vínculos que supone el verdadero amor. ¿Tal vez el apartamiento y final ruptura con Regina Olsen de parte de Kierkegaard, no procederían de haber comprobado en ella una inclinación hacia lo masivo en perjuicio de la propia individualidad?

Reducirse a una clase social y comportarse como exigen sus cánones equivale a perderse en lo masivo. Para Kierkegaard, el hombre ante Dios es un individuo libre y responsable, a quien se le pedirá cuenta de sus actos, no de su condición y vínculos sociales y de los privilegios que le proporcionaron. La humanidad contemplada desde la Eternidad Divina nada vale por sus rangos y honores, sino por la conciencia individual que tal vez se acalló al extraviarse en determinados conjuntos. Desde lo eterno hay una exigida igualdad entre los hombres, su irrepetible individualidad; lo restante es vano y transitorio. Kierkegaard aprecia y ama a los hombres en y desde esta igualdad. Amar al prójimo como a sí mismo equivale a amar a los otros como los individuos que son o podrían ser. Todo lo demás, prestigio social, riqueza, honores e incluso conocimientos, expresan lo accidental.

La iglesia, congregación de individuos impregnados del espíritu de Cristo, debería cuidar celosamente no decaer en lo común. Su unidad está en Cristo, objetivo y norma: informa a los fieles. Pero éstos apuntan al mismo desde una individualidad libre y responsable. No se le preguntará al cristiano si se comportó de acuerdo a los cánones de su iglesia, pues pueden estar falseados, sino si, como individuo, sirviéndose de los dones y las doctrinas conservadas en la tradición cristiana, procuró expresar una fidelidad incondicional. La iglesia, sociedad donde los fieles deberían encontrar doctrinas, modelos y ayuda, para no caer en el estatismo rutinario de las sociedades, precisa vivir enfervorizada, celosa de perfección y hasta angustiada por si quizá no expresa y cumple como es debido los ideales cristianos. Si no es así, se inmoviliza en el acomodo, situación mundanamente fácil, pues, abandonando todo esfuerzo, se deja llevar por la corriente en política, moral y en la interpretación del mensaje cristiano. Kierkegaard alzó su voz de protesta contra esta modalidad eclesiástica que, a su parecer, caracterizaba al cristianismo oficial de su país. Agitó una inmovilidad sinuosa que poco a poco iba resignándose a costumbres y doctrinas de la época, mediante las cuales apagaba o velaba la singularidad protestativa del cristianismo ante una mundanidad prevaleciente.

No le negaremos a Kierkegaard erudición, aunque no creo fuera hombre de consultar muchos libros. Seleccionaba sus lecturas, sometiéndolas a una reflexión asimilativa. De vez en cuando sus escritos sorprenden con una cita algo imprecisa, una idea que lo impresionó y sabe utilizar llegado el momento. Su mente escapó a la fijación que en lectores menos críticos y reflexivos termina por convertirlos en adeptos y seguidores de un sistema, casi siempre expresión o reflejo de la actualidad filosófica, científica o religiosa. Caen víctimas de lo comunitario. Kierkegaard lee y asimila crítica y reflexivamente a veces con un claro proceso de elaboración. Siendo joven le impresionó Hegel, el filósofo de moda que reclutaba adeptos incluso en teología; pero no llegó a convertirse en un hegeliano. Al contrario, elevó su voz de protesta al comprobar cómo algunos teólogos de su patria, entre ellos el obispo Martensen, ingresaba mansamente en los rediles hegelianos. Incluso en el uso de la Biblia, lo comprobará el lector en el presente libro, no se comporta al estilo de un meticuloso compilador de textos, sino como un captador de doctrinas asimiladas, meditadas y sentidas. Opera el individuo que se forma sobre la base de una relación libre, muy cauto entre los intermediarios que guían a adhesiones masivas y extravían al yo en un nosotros anodino.