La rebelión del público - Martin Gurri - E-Book

La rebelión del público E-Book

Martin Gurri

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Beschreibung

La rebelión del público, un texto tan clásico como profético, busca sentar las bases para un renovado entendimiento de los impactos de las nuevas tecnologías y las redes sociales (Facebook, Twitter, TikTok, etc) sobre la política, el Estado y la autoridad. Libro sobre los tsunamis sociales de ira que se llevan puesto todo lo que encuentran en su camino, cuyo título es un homenaje a La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset, indaga sobre los efectos que tienen las nuevas formas de consumo y la generación de información y las revoluciones del presente. Entre los teléfonos inteligentes y los nuevos medios de comunicación, Gurri escribió un verdadero manual de instrucción para sobrevivir en una era de grandes mutaciones sociales e imprevisibles disrupciones tecnológicas.

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Gurri, Martin

La rebelión del público: la crisis de la autoridad en el nuevo milenio / Martin Gurri.

1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Adriana Hidalgo Editora, 2023

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Santiago Armando.

ISBN 978-987-8969-79-4

1. Democracia. 2. Redes Sociales. 3. Medios de Comunicación. I. Armando, Santiago, trad. II. Título.

CDD 320.014

Título original: La rebelión del público

Traducción: Santiago Armando

Concepto:

Tomás Borovinsky y Carlos Huffmann

Editor:

Tomás Borovinsky

Coordinación editorial:

Gabriela Di Giuseppe

Diseño de identidad y editorial:

Vanina Scolavino

Arte de tapa:

Carlos Huffmann

© Martin Gurri, 2023

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2023

www.adrianahidalgo.com

ISBN Argentina: 978-987-8969-76-3

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

ÍNDICE
Legales
CAPÍTULO I - Un preludio para una época turbulenta
CAPÍTULO II - Hoder y Wael Ghonim
CAPÍTULO III - Mi tesis
CAPÍTULO IV - Lo que el público no es
CAPÍTULO V - Cambio de fase 2011
CAPÍTULO VI - Una crisis de la autoridad
CAPÍTULO VII - El fracaso del gobierno
CAPÍTULO VIII - Nihilismo y democracia
CAPÍTULO IX - Elecciones y sistemas
CAPÍTULO X - Final para escépticos
RECONSIDERACIONES: Trump, Brexit y el adiós a todo eso
Acerca de este libro
Acerca del autor
Otros títulos

Presentación

por Tomás Borovinsky

Experimentamos tiempos de grandes transformaciones, crisis y disrupciones que demandan nuevos abordajes del presente. En este contexto, la aparición en castellano de La rebelión del público no podría ser más apropiada. Martin Gurri es un escritor e investigador en el campo de la geopolítica, el análisis político y el cambio social. Miembro del Mercatus Center de la Universidad de George Mason, anteriormente trabajó como analista de la CIA investigando sobre análisis de medios de comunicación y luego de dejar el gobierno publicó en coautoría Our Visual Persuasion Gap [Nuestra brecha en la percepción visual]. Este libro, que estamos aquí presentando, significó un verdadero hito desde su lanzamiento y una profecía de algunos de los grandes eventos políticos que vendrían después.

La rebelión del público, básicamente, tiene por objetivo sentar las bases para un renovado estudio de los impactos de las nuevas tecnologías y las redes sociales (Facebook, Twitter, Reddit, TikTok, etc.) sobre la política, el Estado y, como marca el subtítulo del libro, la autoridad. Un libro sobre el funcionamiento de las democracias, también sobre los autoritarismos, y las sociedades actuales en general. Una investigación sobre las razones, la fuerza y los modos de los públicos contemporáneos. El libro, cuyo título es nada menos que un homenaje al clásico La rebelión de las masas del filósofo español José Ortega y Gasset, indaga además sobre los efectos que tienen las nuevas formas de consumo y generación de información, entre los teléfonos inteligentes y los nuevos medios de comunicación. Obra profética que explica de antemano –la primera versión de este trabajo es de 2014– la llegada de Donald Trump al poder y el triunfo del Brexit, el librofue ampliado y actualizado con un largo ensayo final en 2018 para dar cuenta de todo aquello en lo que se había adelantado a su tiempo. Esto catapultó al autor y al libro, y empujó la nueva versión que el lector tiene entre manos, publicada en inglés por Stripe Press. La casa editorial tampoco es casualidad: es la rama literaria de una de las empresas tecnológicas más importantes del momento, que compite en el campo de las fintechs con titanes tecnológicos ya consolidados como PayPal (fundada por Elon Musk y Peter Thiel, que a su vez invirtieron desde muy temprano en Stripe).

Gurri, nacido en Cuba pero radicado desde muy pequeño en Estados Unidos, escribe desde el estado de Virginia, pero haciendo un fuerte seguimiento de lo que ocurre en todo el globo. Conocedor del pulso de las rebeliones e insurrecciones del siglo XXI, el autor nos permite conectar la “primavera árabe” y los “indignados” europeos con el ascenso de Donald Trump y el Brexit. Gurri pone sobre la mesa un verdadero manual de instrucciones para sobrevivir en la era de las disrupciones digitales. Marca debilidades, desafíos y oportunidades del tiempo que nos toca. Una crisis permanente en la que sociedades insatisfechas transforman tanto los sistemas de partidos como los modos en los que somos gobernados y la autoridad misma.

Gurri describe un momento de irrupción de la ira pública contra el establishment, el orden establecido y la sociedad como la conocemos. Habla de un tiempo en que las personas comunes se sienten alienadas de las grandes instituciones de la vida moderna: el gobierno, los medios de comunicación y las universidades. Pasamos de la sociedad industrial fordista, donde uno podía elegir el auto que quisiera siempre y cuando uno quisiera un Ford negro, a un modelo que podríamos definir como on demand. Esta tendencia y sus consecuencias pueden percibirse en lo productivo, pero también en la organización social general, hasta en las familias y la escuela, y por supuesto en las demás relaciones de poder. Si el siglo XX industrial se caracterizó por modalidades verticalistas de la difusión de la información y el saber, dirigidas de arriba hacia abajo, el siglo XXI se caracteriza por dinámicas que van de abajo hacia arriba. Vivimos un tiempo en que las elites han perdido el monopolio de la información y asistimos a un colapso de la autoridad.

A este gran momento de crisis y disrupción Gurri lo denomina la Quinta Ola. Sostiene el autor de La rebelión del público que contra la “ciudadela del statu quo” la Quinta Ola ha levantado la red, esto es, la rebelión pública organizada por aficionados conectados entre sí gracias a los teléfonos inteligentes y las redes digitales. Hay una crisis de las jerarquías y el centro y la red se encuentran en permanente tensión. Por ejemplo, los occupiers de Wall Street son las verdaderas criaturas de la Quinta Ola (más que los indignados). Los occupiers se organizaron en las redes para ocupar el espacio público y mostrarlo en las redes una vez más. Pasamos de una época en la que para entender qué pasaba en el mundo bastaba con leer una serie de diarios consagrados. Las sociedades industriales eran verticales y si uno quería saber qué pasaba en Francia podía leer Le Monde y Le Figaro. En España, El País y La Vanguardia o el ABC. En Argentina, Clarín, La Nación o Página/12. En Chile, El Mercurio. Hoy eso es imposible. Los grandes diarios ya no representan ni funcionan como lo hacían en el siglo XX. Esto aplica también a la televisión o la radio. Por supuesto que son mediaciones importantes de la sociedad contemporánea, pero lo mismo podríamos decir de otras tantas mediaciones o instituciones: ya no tienen la potencia que supieron tener.

Pero los alcances del libro no terminan en la “primavera árabe”, Trump, el Brexit y los “indignados”. El autor da claves que nos permiten actualizar (de hecho, a eso se dedica Gurri con sus intervenciones desde la salida del libro) estas dinámicas sociales, extendidas hacia todos los rincones de la Tierra. Así podemos entender los “chalecos amarillos” franceses de 2018 y la insurrección chilena de 2019, hasta llegar al posterior debilitamiento de gran parte de los gobiernos que administraron la pandemia del COVID-19. Además, un fantasma anti-casta recorre diversos países del mundo hace años. Por izquierda (pensemos en lo que terminaría siendo Podemos luego del 11-M español) y por derecha en diferentes países de América Latina en estos últimos años. Las nuevas derechas radicales viven un momento de gran vitalidad gracias al agotamiento de los gobiernos, pero también debido a las redes sociales que conectan en forma acelerada nodos de pensamiento y acción diversos. Hay en los últimos años una crisis de los partidos políticos tradicionales que es estimulante leer desde esta óptica. Así podemos entender la aparición de nuevos partidos por izquierda y por derecha en España (Podemos y Vox). Pero también asistimos a un balotaje en Chile al que por primera vez no llega ninguno de los partidos políticos tradicionales (Gabriel Boric y José Antonio Kast). Además, encontramos nuevos partidos políticos que llegan al poder en países como Argentina (PRO) haciendo un uso novedoso de las redes sociales. En este mismo clima de época disruptivo debemos pensar la irrupción del libertarianismo argentino (Javier Milei), así como la caída de presidentes por juicios políticos, insurrecciones, presiones o golpes “blandos” (Dilma Rousseff, Evo Morales, Pedro Pablo Kuczynski, etc.). A su vez, a sus reemplazantes les cuesta mucho mantenerse en el poder una vez que llegan ahí. Antes, lo difícil era llegar al poder y, una vez ahí, con el monopolio de la violencia y de la información, era fácil mantenerse por mucho tiempo. Pero la autoridad y el poder ya no son lo que eran.

El mundo cambió más o menos en 2016, más allá de Donald Trump y el Brexit. Barack Obama podía decir que al dejar el poder se mudaría a California y se dedicaría a ser un empresario tecnológico. Era el gran momento de Silicon Valley y los “unicornios” californianos. De ahí pasamos a Mark Zuckerberg y Facebook como símbolos del big tech a Peter Thiel (quien en realidad hizo posible Facebook) entrando a la Casa Blanca de la mano de Donald Trump a preparar la transición. También pasamos de la imagen de un Jeff Bezos “salvando” el Washington Post a Elon Musk (viejo socio de Peter Thiel) “tomando por asalto” a Twitter. Tiempos interesantes.

Gurri da marco conceptual e inteligibilidad a las turbulencias contemporáneas, que son muchas veces experimentadas como momentos excepcionales de una vida social ordenada y apacible. Una mirada clínica de las luchas y tensiones sociopolíticas que pueden ser, eso cree el autor, amenazas a la democracia liberal contemporánea. Las elites pueden decir que esto que estamos viviendo es el fin de la civilización como la conocemos. El ocaso de toda autoridad. ¿Crisis o metamorfosis de la democracia? Quizás estemos asistiendo a una metamorfosis donde las oleadas de público desde abajo, sin líderes ni programas ni organización, marcan el ritmo de las nuevas democracias de masas. Quizás en este marco tengamos que poner la tan polémica como en boga “cultura de la cancelación”: viejos grupos subalternos que no tenían voz ahora pueden hacerse escuchar. Los momentos revolucionarios tienen sus excesos.

Mientras algunos ponen el foco en la dominación de las elites globales y la manangerial class, como los lectores atentos de importantes autores como Vilfredo Pareto, James Burnham y Bertrand de Jouvenel, otros como Gurri, sin negar la existencia de las elites, por supuesto, ponen el foco en las disrupciones de los públicos contemporáneos. Hoy los gobiernos electos tienen mucho poder sobre las personas, pero al mismo tiempo tienen que tener el ojo puesto en la ira del público. Una nueva forma de rendición de cuentas y diversas formas de topar frente al tsunami social en un contexto en que es más fácil caer que construir. Por más que encontremos elementos en La rebelión del público para explicar grandes eventos posteriores a la primera versión del libro y a la segunda también, Gurri no se cree profeta. Sabe bien –y lo dice aquí y allá– que el futuro por definición no se puede predecir. Pero eso no quita que este libro no sea una herramienta para pensar el presente y obrar en el futuro que vendrá.

En un tiempo de auge de teorías conspirativas, Gurri nos invita a ver los acontecimientos en 360 grados. A la ridiculización de las creencias de las personas opone un comprensivismo perspectivista. El público elige a sus elites, pero cuando estas traicionan a su público algo se rompe y se requiere una maniobra que sane esa herida. Asistimos a tsunamis de furia generalizada, enfocados contra las elites de todo tipo. Y si las elites no hacen algo al respecto, serán dejadas al lado del camino. Renovación o reemplazo para restaurar la autoridad. A la democracia zombi sitiada por los ciudadanos nihilistas la salva la política. Porque al pesimismo decadentista es posibleoponer un sobrio optimismo siempre y cuando primero hagamos foco en la situación real que hay frente a nuestros ojos.

En pocas décadas pasamos del “fin de la historia” (1989) de Francis Fukuyama, un “final feliz”, triunfo de la democracia liberal, a la era de las disrupciones. Ya no hay una “normalidad” que nos guíe ni claros puntos de referencia de hacia dónde hay que ir. Pero esto no es necesariamente un problema. Hay que vivir y crear con eso. Si no hay puntos de referencia obligatorios, entonces estamos frente al desafío de hacernos cargo de nosotros mismos. Las ideas importan y marcan la época. Son indicadores de un tiempo y además son las vías del cambio. Hay en este libro ideas tan desafiantes como el mundo en permanente cambio en el que vivimos. De ahí la importancia de poner sobre la mesa diversos puntos de vista comprometidos con la escena contemporánea. Y La rebelión del público es un trabajo que representa extraordinariamente bien a Interferencias. Por eso decimos, en cada contratapa de cada libro, que el objetivo es rastrear el pensamiento contemporáneo para una Tierra en trance, e interferir la mente colectiva y acelerar lo nuevo. Ahí vamos.

CAPÍTULO I

UN PRELUDIO PARA UNA ÉPOCA TURBULENTA

¿Puede existir una conexión entre las universidades online y las insurgencias seriales que, entre el ruido mediático y la sangre derramada, han sacudido al Medio Oriente árabe? Sostengo que sí, y que es fácil expandir la lista de conexiones improbables: incluye la cada vez más rápida entrada y salida de compañías del S&P 500, la muerte de las noticias y de los periódicos, el fracaso de los partidos políticos establecidos, el avance imperial en todo el globo de Facebook y Google, y la propagación casi universal del teléfono celular.

¿Debería este enredo de conexiones extravagantes importarle a alguien? Solo a quien le importe cómo es gobernado. La historia que estoy por contar se ocupa ante todo de una crisis de esa monstruosa máquina mesiánica: el gobierno moderno. Y solo a quien le importe la democracia, porque una crisis gubernamental en democracias liberales como los Estados Unidos no puede sino implicar al sistema en su conjunto.

Ya se pueden escuchar voces que profetizan el apocalipsis con cierta alegría.

Yo no soy un profeta. Entre las ideas que defiendo en este libro está aquella según la cual el futuro es, y debe ser, opaco, incluso para el observador más brillante. Pensemos en la CIA y el colapso de la Unión Soviética en 1991, o en la Reserva Federal de los Estados Unidos y la implosión de Lehman Brothers en 2008. Desde el momento en que mañana ya no se parece a ayer, estamos aturdidos y confundidos. La brújula con la que navegamos la existencia se resquebraja. Estamos perdidos en altamar.

Pero podemos hablar sobre el presente. Creo que se puede demostrar que un orden social viejo y anquilosado está agonizando mientras escribo estas palabras, uno enraizado en las jerarquías y convenciones de la sociedad industrial. Dado que ningún sustituto ha aparecido en el horizonte, deberíamos, como turistas que vuelan hacia lo desconocido, ajustar nuestros cinturones y esperar turbulencias por delante.

LA INFORMACIÓN ES FRESCA, ¿POR QUÉ EXPLOTÓ?

Llegué a estos temas por medio de un rodeo. Estaba interesado en la información. La palabra, admitámoslo, es vaga, el concepto es elusivo. La teoría de la información encuentra “información” en la anomalía, la desviación, la diferencia, en cualquier cosa que separe la señal del ruido. Pero no era eso lo que me interesaba.

Los medios de comunicación eran mi punto de referencia. Como analista de eventos globales, obtenía mi materia prima de analizar los periódicos y los informes televisivos de todo el planeta. Eso era lo que yo consideraba información. Creía también que el tipo de información presente en los periódicos y la televisión era sinónimo de conocimiento, por lo que más información era siempre mejor. Esto era ingenuo de mi parte, pero, si se me permite decirlo, resultaba comprensible. Cuando el mundo y yo éramos jóvenes, la información era escasa, y por lo tanto valiosa. Cualquiera que pudiera echar luz sobre, digamos, las relaciones entre Rusia y Cuba valía su peso en oro. En este contexto tenía sentido desear siempre más.

Algo curioso ocurre con las fuentes de información en condiciones de escasez: se vuelven autoritativas. Un siglo atrás, si un académico quería estudiar los temas de discusión pública en los Estados Unidos podía encontrar la gran mayoría en las páginas del New York Times. No era exactamente un escenario de “todas las noticias que se pueden imprimir”, [1] pero ofrecía una proporción suficientemente grande de los temas publicados, de modo tal que en la práctica no había muchos incentivos para buscar más allá. Precisamente por tener casi un monopolio sobre la información vigente, el New York Times parecía una fuente autoritativa.

Hace cuatro décadas, Walter Cronkite terminaba sus transmisiones en CBS Nightly News con la frase “y así han sido las cosas” [and that’s the way it was]. Pocos espectadores consideraban extraordinario que el choque y el caos de miles de millones de vidas humanas, viviendo en miles de ciudades y organizadas en docenas de naciones pudieran capturarse en tres o cuatro informes, mayormente visuales, que en conjunto no duraban más de treinta minutos. No tenían ningún acceso a lo que faltaba: las otras cadenas reportaban las mismas noticias, aunque de modo menos majestuoso. Cronkite fue votado como el hombre más confiable de América. Sospecho que fue porque se veía y hablaba como el tío rico al que los niños de la familia deben escuchar para recibir las lecciones de vida más redituables. Cuando dudó sobre la guerra de Vietnam, ondas de choque sacudieron los palacios de mármol de Washington. Cronkite emanaba autoridad.

Me tomó tiempo liberarme de mi formación académica y profesional, pero finalmente me di cuenta de que la información no era solo una materia prima a ser explotada para el análisis, sino que tenía una vida y un poder propio. La información tenía efectos. El primer efecto significativo que percibí tenía que ver con las fuentes: a medida que aumentaba la cantidad de información disponible al público, la autoridad de cada fuente en particular se reducía.

La idea de una explosión o sobrecarga de información data de la década de 1960, lo que en retrospectiva parece enternecedor. Estas preocupaciones expresaban una nueva angustia acerca del avance del progreso, y ponían en duda la fe ingenua, que yo mismo había compartido, en que los datos y el conocimiento fueran lo mismo. Incluso en ese momento el problema estaba enmarcado por elites incómodas: en la medida en que cada vez más informes publicados escapaban al control de fuentes autoritativas, ¿cómo podríamos distinguir la verdad del error? O, en una vena más siniestra, ¿cómo distinguir la investigación honesta de la manipulación?

La información comenzó su verdadera explosión en la década de 1990, en un principio más por la televisión que por internet. La televisión, que durante años había estado restringida a uno o dos canales en unos pocos países desarrollados, se convirtió en un símbolo de la civilización, y fue escrupulosamente propagada por gobiernos y corporaciones a lo largo del mundo. Luego vinieron el cable y la mucho más invasiva televisión satelital: CNN (fundada en 1980) y Al Jazeera (en 1996) transmitían noticias las veinticuatro horas del día. Un residente de El Cairo, que en los ochenta solo podía contemplar aburrido uno de los dos canales estatales que mostraban todo el tiempo a Mubarak, tenía en el 2000 acceso a más de cuatrocientas estaciones nacionales e internacionales. Películas norteamericanas, que exhibían el enfoque hollywoodense sobre el sexo, llovieron sobre países de temple puritano como Arabia Saudita.

Los usos comerciales del correo electrónico se desarrollaron hacia fines de la década de 1980. El primer servidor de la world wide web se encendió en la Navidad de 1990. El mp3, destructor de la industria musical, llegó en 1993. Los blogs aparecieron en 1997, y Blogger, el primer software gratuito para bloguear, estuvo disponible a partir de 1999. Wikipedia comenzó su notable evolución en 2001. La red social Friendster se lanzó en 2002, seguida por MySpace y LinkedIn en 2003, y ese estruendoso tiranosaurio rex, Facebook, en 2004. Para 2003, cuando Apple introdujo iTunes, ya había más de tres mil millones de sitios web.

Desde el principio del nuevo milenio quedó claro para cualquiera que quisiera verlo que habíamos ingresado en un orden informacional sin precedentes en la experiencia de la especie humana.

Puedo cuantificar esa última afirmación. Muchos de nosotros –analistas de acontecimientos– estábamos fascinados por la magnitud del nuevo paisaje de información, y nos preguntamos si a alguien se le habría ocurrido medirlo. Mi amigo y colega Tony Olcott se encontró (en internet, por supuesto) con un estudio diseñado por algunos investigadores muy ingeniosos de la Universidad de California, en Berkeley. Dicho brevemente, estas personas tan inteligentes aspiraban a medir, en bits de datos, la cantidad de información producida en 2001 y 2002, y comparar el resultado con la información acumulada desde tiempos anteriores.

Sus descubrimientos fueron asombrosos. Se había generado más información en 2001 que en toda la existencia previa de nuestra especie sobre la Tierra. De hecho, las cifras de 2001 duplicaban el total precedente. Y 2002 duplicaba la cantidad presente en 2001, al agregar cerca de 23 exabytes de información nueva, el equivalente aproximado de 140 000 colecciones de la Biblioteca del Congreso de los EEUU. [2] El crecimiento de la información había sido históricamente lento y aditivo. Ahora era exponencial.

Algunas mentes poéticas han intentado conjurar una metáfora adecuada para esta extraña transformación. Explosión transmite el carácter repentino y violento del cambio. Sobrecarga interpela a nuestra reacción mental aturdida. Luego tenemos la trivial y obvia inundación y la extremadamente poco atractiva manguera hidrante. Una breve mirada al gráfico 1 debería sugerirnos la metáfora más apta. Es una estupenda ola: un tsunami.

SOBRE CÓMO WALTER CRONKITE SE CONVIRTIÓ EN KATIE COURIC, Y LA AUDIENCIA PASÓ A SER EL PÚBLICO

¿Cuál fue el carácter del cambio impuesto por esta fuerza cataclísmica, este tsunami, a medida que arrasó con nuestra cultura y nuestras vidas? Esa fue la pregunta que se nos planteó a los interesados en los medios, la investigación y el análisis. Algunas respuestas parciales se me presentaron antes de que yo pudiera captar el panorama general.

Desde un punto de vista profesional, advertí que limitar mi búsqueda de evidencia a las conocidas fuentes autoritativas implicaba ignorar un número casi infinito de nuevas fuentes, cualquiera de las cuales podía ofrecer material decisivo para mis conclusiones. Pero incluso con la llegada de Google y la búsqueda algorítmica, me resultaba humanamente imposible explorar ese conjunto casi infinito de nuevas fuentes de una manera que no fuese sumamente superficial. Cualquiera fuese el modo en que llevaba adelante mi investigación, cualquiera fuesen las fuentes que elegía, quedaba siempre en un estado de incertidumbre –una condición permanente para el análisis bajo estas nuevas reglas–.

La incertidumbre es un ácido corrosivo para la autoridad. Una vez que se pierde el monopolio de la información, lo mismo ocurre con la confianza. Cada declaración presidencial, cada evaluación de la CIA, cada informe de investigación de un periódico importante adquirió de repente un aspecto arbitrario, y pareció estar fundado sobre preferencias morales antes que sobre el rigor intelectual. Cuando las pruebas a favor y en contra tienden al infinito, una nube de sospecha sobre el uso selectivo de datos se posa sobre cada juicio autoritativo.

Y la sospecha opera en las dos direcciones. Los defensores de los medios masivos acusaron a una audiencia cada vez más pequeña de ser selectiva con sus fuentes para esconderse en una acogedora burbuja de información: un reporte diario personalizado para cada uno.

Imagen 1.1: Datos del estudio obtenidos por cortesía de Hal R. Varian.

Desde muy temprano, la ola de nueva información expuso la pobreza y artificialidad de lo establecido hasta entonces. La discusión pública, por ejemplo, estaba limitada a unos pocos temas que eran de interés para las elites más formadas. La política ejercía su dominio despótico sobre la esfera pública, en especial la política de escala nacional, con una obsesión especial por el poder ejecutivo. La ciencia, la tecnología, la religión, la filosofía, las artes visuales: salvo cuando se conectaban con algún asunto político, estas cuestiones de vital importancia solo obtenían silencio por toda respuesta. En el mismo sentido, una obra de teatro mediocre, que unos miles habían visto, recibía reseñas de críticos con pretensiones literarias, mientras que un juego de computadora de sofisticación deslumbrante, al que millones de personas jugaban, no era siquiera registrado.

La medida de la importancia dada por la atención del público reflejaba los gustos de las elites. En cuanto los recién llegados de las fronteras digitales comenzaron a desplazar a las elites, nuestro sentido de lo importante se fracturó siguiendo los límites de innumerables intereses de nicho.

El impacto de la competencia procedente de sectores tan inesperados y carentes de autoridad dejó al negocio de las noticias en un estado de desorientación terminal. Mencioné más temprano la acusación de irresponsabilidad cívica dirigida contra los consumidores que dejaban de serlo. Volveremos a encontrar estas acrobacias retóricas: ser empujado a la extinción no solo como algo negativo, sino como algo moralmente condenable, incluso a veces (como en el caso de la industria musical persiguiendo a sus clientes) algo criminal. Aun así, los medios informativos no se resistieron a dormir con el enemigo. Hoy en día, por ejemplo, los blogs más populares están asociados con los sitios web de periódicos, mientras que el muro de pago del New York Times exhibe discretamente orificios que pueden ser penetrados por medio de las redes sociales.

Estas relaciones nos plantean la pregunta de qué cosa son las “noticias”. La respuesta obvia: las noticias son eso que el negocio de las noticias vende. En el pánico actual para aferrarse a algún resto de audiencia, esto puede querer decir cualquier cosa. En la portada del viejo y gris Times puedo toparme con un artículo informal sobre la fritura con gas propano. CNN se regodea con horas de aire sobre una novia fugitiva. El tono profesoral de Walter Cronkite, el tío rico de los Estados Unidos, se pierde en la historia, y se ve reemplazado por el estilo de la madre ex-porrista encarnado por Katie Couric.

Una razón por la que la idea de “periodismo ciudadano” nunca prosperó es que contenía una confusión fundamental sobre lo que se espera de un periodista profesional, además de producir contenido como una vaca lechera.

Ninguna parte del negocio de noticias sufrió una destrucción más humillante a manos del tsunami que el diario de noticias, que un siglo atrás había sido el formato original con el que ganar dinero vendiéndole noticias al público. Una confesión: crecí leyendo los diarios. Durante la mitad de mi vida, esta parecía ser la manera natural de adquirir información. Pero esto era una ilusión basada en condiciones monopólicas. Los diarios eran empresas industriales de la vieja guardia. Las plantas de publicación estaban organizadas como fábricas. “Todas las noticias que se pueden imprimir” en realidad quería decir “todo el contenido que entre en una cantidad predeterminada de páginas”.

Fundamentalmente, el diario era un paquete extraño de cosas distintas, desde pronunciamientos gubernamentales e informes políticos hasta consejos para esposas infelices, resultados de boxeo, tiras cómicas, muchísima publicidad y el horóscopo del día siguiente. Los periódicos tenían pretensiones tácitas que colapsaron bajo la presión del tsunami de información. Pretendían, por ejemplo, exhibir autoridad y certezas. Pero el empaquetamiento resultó ser un error fatal, porque pronto quedó claro que habíamos entrado en un gran período de desenmarañamiento, y que la marea de la revolución digital hervía y se agitaba contra estos agrupamientos artificiales. Los “desagregaba”, es decir, los rompía en pedazos.

(Mi madre, de 93 años, conserva su suscripción al Washington Post, exclusivamente por su amor a los crucigramas. Le he mostrado sitios web repletos de crucigramas, pero nada afecta su determinación. Mi madre quiere su paquete, y pertenece a la última generación que piensa así.)

La información fue a la búsqueda de un nivel de circulación menos grandilocuente, menos industrial. La pregunta era quién o qué determinaría ese nivel. Todas las respuestas auguraban desgracias para los diarios, pero las patologías relevantes, pensé, eran más profundas que las relativas a un modo particular de vender información, y afectaban la relación entre las elites y quienes no formaban parte de ellas, es decir, entre la autoridad y la obediencia. Esa audiencia de masas pasiva, de la que tantas instituciones políticas y económicas habían dependido, había quedado ella misma “desempaquetada”, desagregada, fragmentada en lo que llamo comunidades vitales: grupos de tamaños muy dispares, orgánicamente reunidos en torno a un interés o tema compartido.

Estas comunidades contaban con plataformas digitales para su autoexpresión. Eran vitales y mayormente virtuales. Los temas que las obsesionaban abarcaban la jihad y los gatitos, la tecnología y la economía, pero la cifra total solo estaba limitada por el alcance de la imaginación humana. La voz de las comunidades vitales era una voz nueva: la del aficionado, la de los no educados fuera de la elite, la de un público desafectado e indisciplinado. Aquí nació el terremoto intelectual que impulsó al tsunami.

Las comunidades de interés reflejaron los verdaderos y persistentes gustos del público. La audiencia masiva, dócil y fácil de persuadir por publicistas y políticos, había sido una fantasía del monopolista, que se desintegró al primer contacto con una alternativa. Cuando la magia digital transformó a los consumidores de información en productores, un orden establecido, hecho de importantes jerarquías de poder, dinero y aprendizaje, entró en crisis.

Mencioné algo sobre el tono de la reacción: no uno de preocupación ni de lamento sobre la influencia perdida, sino uno de escándalo y condena moral, a veces acompañado por pedidos de represión. Mientras tanto, el público, con una elocuencia recién adquirida, pisoteaba con sus botas embarradas los sagrados recintos de las elites, volteando al pasar esta o aquella reliquia. El conflicto subsiguiente ha depuesto dictadores y destruido grandes corporaciones, y recién empieza.

Yo había quedado embelesado por el crecimiento astronómico en el volumen de información, pero resultó que la verdadera transformación epocal fue la revolución en la relación entre el público y la autoridad en casi todas las esferas de la actividad humana.

AQUÍ BAUTIZO A LA NUEVA ERA, Y OTRAS ILUSIONES DEFINICIONALES

Este libro no es una historia de esa revolución, porque aún es muy temprano. Se han escrito agudas reflexiones sobre el origen y la naturaleza de este cambio: algunos ejemplos entre muchos son los textos de Yochai Benkler, Clay Shirky y Glenn Reynolds. [3] Si el lector desea entender el mundo que se está formando del otro lado de su ventana, permítame introducirlo a este corpus creciente y dar un paso al costado.

Tampoco estoy proponiendo un argumento histórico-universal a favor o en contra del nuevo orden. Si acudimos a las palabras de Isaiah Berlin sobre estilos analíticos (que Joseph Tetlock tomó prestadas en sus famosos estudios sobre el juicio político de los expertos), temo que soy más un “zorro” que un “erizo”. Sea lo que sea que yo crea cierto, siempre parece haber otro lado de la misma cuestión. Si tuviera que confesar bajo tortura, seguramente diría que ese es mi ideal analítico: considerar un problema desde tantas perspectivas relevantes como quepan en la mente.

Entender los atentados del 11 de septiembre desde el punto de vista de Al Qaeda implica, para el analista, el riesgo de “volverse nativo” y perder su equilibrio moral. Eso pasa con una frecuencia preocupante en el mundo académico e incluso en el gobierno. Pero pretender que solo hay un punto de vista aborta cualquier posibilidad de análisis. Para ello solo hace falta un prejuicio original y una mente lo suficientemente estrecha.

La historia que quiero contar es sencilla, pero involucra muchos puntos de vista en conflicto. Se trata de la colisión en cámara lenta entre dos modos de organizar la vida: uno, jerárquico, industrial, y de arriba hacia abajo; el otro, conectado en red, igualitario, de abajo hacia arriba. Lo describo como una colisión porque ha dejado sus escombros, y no solo en un sentido figurado. Naciones que hasta hace poco respondían a una única voluntad despótica ahora tiemblan al borde de la desintegración. Digo que es en cámara lenta porque estos dos modos de ser, el viejo y el nuevo, parecen no poder encontrar una resolución al conflicto, o una victoria de cualquier tipo. Ambos participan de la negación: la disputa se ha desarrollado como un estéril ida y vuelta de negaciones.

Escribo este libro porque temo que muchas estructuras que valoro del viejo orden, como la democracia liberal, al igual que muchas de las posibilidades que brillan en el horizonte de lo nuevo, como el círculo ampliado de libertad individual, pueden terminar reducidas a polvo por este ida y vuelta.

El temperamento del libro es reflexivo. Fue escrito con el deseo de comprender. La estructura debería ser intuitiva, o al menos eso espero con fervor. Los capítulos son autocontenidos, pero se conectan temáticamente. Cada uno representa un misterio a ser penetrado en este conflicto, que es el más misterioso de todos. Aparecerán héroes y villanos y, como la vida está para ser vivida antes que analizada, no tendré tapujos en decir cuál creo que es cada uno. Habrá escasez de santos, pero abundancia de mártires. Ese es el camino de nuestra época.

Para contar mi historia, necesito usar mis propias palabras, pero si he de comunicarme exitosamente con mi lector, es necesario que entienda lo que quiero decir con ellas. Conceptos como el público y autoridad no son simples, y requieren mucha reflexión. Un objetivo de este libro es explicitar la realidad que estos términos representan, pero, por razones obvias, no puedo simplemente hacer aparecer su significado al final, como si se tratara del remate de un chiste. Permítame el lector ofrecer en su lugar algunas caracterizaciones esquemáticas y algo apresuradas para poder empezar con el cuento, y veremos cuánto duran estas, a medida que avancemos.

Primero, el público. Un sustantivo singular para un objeto plural. En general me refiero al público como “eso”, pero a veces, en ciertos contextos, como “ellos”. Dejo a los gramáticos decidir si una u otra opción es correcta. Ambas encajan.

Más adelante exploraremos lo que el público no es. Mi comprensión sobre lo que es la he tomado enteramente prestada de Walter Lippmann. Lippmann era un analista político, editor y comentarista brillante. Escribió durante el apogeo de la era de la información industrial, hecha de arriba hacia abajo, y había perdido toda esperanza sobre la capacidad de la gente común para conectar con las realidades del mundo más allá de su círculo de percepción inmediata. Las personas tomaban decisiones a partir de “imágenes en sus cabezas” –estereotipos rudimentarios que absorbían de políticos, publicistas y los medios– pero la democracia esperaba que fueran capaces de participar en las grandes decisiones de gobierno. Con un temple oscuro, Lippmann sostenía que “el gobierno de la mayoría [no tiene] ninguna virtud moral intrínseca”.

El desencanto de Lippmann con la democracia anticipaba el humor de las elites actuales. Visto desde arriba, el público y los vaivenes de la opinión pública parecían irracionales y desinformados. El material humano del que estaba hecho el público, el “ciudadano privado”, era un aficionado en política, una oveja necesitada de un pastor, pero al ser soberano, siempre presto a ser manipulado por los lobos políticos y corporativos. Para cuando llegó a publicar El público fantasma, en 1927, su objeto de estudio le parecía una entidad fracturada y guiada por una única preocupación: “El público, tal como lo entiendo, no es un grupo fijo de individuos. Son apenas las personas que están interesadas en un asunto y que pueden afectarlo solamente prestando apoyo u oponiéndose a sus actores.” [4]

Hoy en día el público se ha convertido en uno de los actores, pero por lo demás Lippmann describió su estructura contemporánea con una precisión inquietante. No es un grupo fijo de individuos. Está formado por aficionados, y se ha fracturado en comunidades vitales, cada una agrupada en torno a un “asunto o interés” que preocupa al grupo.

Esto es lo que quiero decir cuando uso la palabra “público”.

Ahora, la autoridad, que es un poco como la belleza: la reconocemos cuando la vemos. La autoridad concierne a la fuente. Le creemos a un informe, obedecemos una directiva o aceptamos un juicio en virtud de la posición de quien los origina. En el nivel individual, esta posición se alcanza a través de la profesionalización. La persona con autoridad es un profesional formado. Es un experto con acceso a un conocimiento oculto. Se encarama cerca de la cumbre de alguna jerarquía especializada, como la administración de una burocracia, o la dirección de una investigación. De modo casi invariable, llegó allí a través de un tortuoso proceso de acreditación, que a menudo requiere muchos años de educación superior.

Las personas en posiciones de autoridad han tenido que saltar a través de anillos de fuego para alcanzar sus elevadas posiciones, y no se sienten inclinadas a prestarle atención a quien no haya hecho lo mismo.

La autoridad persistente, sin embargo, reside en instituciones antes que en las personas que actúan y hablan en su nombre. Las personas van y vienen (incluso Walter Cronkite, finalmente, se retiró para abocarse a completas trivialidades), pero las instituciones como CBS News trascienden las generaciones. Son capaces de acumular dinero y datos exclusivos, y de desarrollar un lenguaje oracular diseñado para generar asombro y perplejidad en el ciudadano común. Existe una conexión crucial, como dije más arriba, entre la autoridad institucional y las condiciones monopólicas: en la medida en que una institución puede dominar su campo de juego, su palabra no será cuestionada. Es esto, y no la obvia asimetría en las inflexiones de la voz, lo que explica la diferencia entre Cronkite y Katie Couric.

Con este esquema rudimentario a mano, estoy listo para dar nombres. Cuando digo “autoridad”, me refiero al gobierno: funcionarios, auditores, la burocracia, las fuerzas armadas, la policía. Pero también me refiero a las corporaciones, las instituciones financieras, las universidades, los medios masivos, los políticos, la industria de la investigación científica, los think tanks y organizaciones no gubernamentales, las fundaciones filantrópicas y otras organizaciones sin fines de lucro, el negocio de las artes visuales y escénicas. Cada una de estas instituciones habla como una autoridad en alguna esfera. Cada una se aferra a un monopolio que no para de reducirse sobre su campo de juego.

***

Tengo una caracterización más para ofrecer.

La nueva era en la que hemos ingresado necesita un nombre. Si bien su novedad ha sido a menudo destacada por muchos escritores, y eso es a esta altura un cliché, sorprendentemente se han invertido pocos esfuerzos en bautizarla. Tony Olcott escribe sobre una “época de redes” [networked age], pero creo que pretende que la frase sea descriptiva, y no un título, y en cualquier caso la etiqueta es inadecuada. “Era digital” es limitada, “revolución digital” es mejor y la usaré en algunos contextos, pero sugiere un cambio producido por un único episodio decisivo, y no puede comunicar la desgastante estructura de negación que creo que es la característica central de nuestro tiempo. Por las mismas razones descarté un candidato que yo mismo había propuesto en el pasado, “la era del público”. Las viejas jerarquías y sistemas aún nos acompañan.

Así que permítanme volver a mi punto de partida: la información. La información no se ha ido incrementando a lo largo de la historia, sino que se ha expandido en grandes pulsos u olas que arrasan con el paisaje humano y dejan muy poco intacto. La invención de la escritura, por ejemplo, fue una de esas olas. Condujo a una forma de gobierno dependiente de una casta sacerdotal o de mandarines. El desarrollo del abecedario fue otra: las repúblicas del mundo clásico no habrían podido funcionar sin ciudadanos letrados. Una tercera ola, la llegada de la imprenta de tipos móviles, fue posiblemente la más disruptiva de todas. La Reforma protestante, la ciencia moderna y las revoluciones francesa y americana difícilmente habrían sido posibles sin libros y panfletos impresos. Nací en la fase menguante de la siguiente ola, la de los medios masivos de comunicación –la del modo de información industrial, yo-hablo-y-usted-escucha que ya tuve el placer de describir–.

Son los primeros días. La transformación recién empieza, y la resistencia del viejo orden hará que las consecuencias sean inciertas y no lineales. Creo, sin embargo, haber ya establecido que estamos parados, en todos lados, en el primer momento de lo que promete ser una expansión cataclísmica de las tecnologías de la información y la comunicación.

Bienvenidos, amigos, a la Quinta Ola.

[1]_All the news that’s fit to print es el slogan del New York Times, que el diario lleva en su portada desde 1897 [N. del T.].

[2] Peter Lyman y Hal R. Varian, “How Much Information 2003?” School of Information Management and Systems, University of California at Berkeley, 2003, http://www2.sims.berkeley.edu/research/projects/how-much-info-2003

[3] Véase Yochai Benkler, The Wealth of Networks, New Haven, Yale University Press, 2006; Clay Shirky, Here Comes Everybody, Londres, Penguin, 2009; y Cognitive Surplus, Londres, Penguin, 2010; Glenn Reynolds, An Army of Davids, Nashville, Thomas Nelson, 2006. También recomendaría el libro de Tony Olcott, Open Source Intelligence in a Networked Age, Londres, Continuum, 2011; el de Jeff Jarvis, Public Parts, Nueva York, Simon & Schuster, 2011; y el de John Battelle, The Search, Londres, Portfolio, 2005.

[4] Lippman, The Phantom Public, Nueva Jersey, Transaction Publishers, 2009, p. 67 [trad. cast.: El público fantasma, Madrid, Genueve Ediciones, 2011].

CAPÍTULO II

HODER Y WAEL GHONIM

Mi primer encuentro con Hossein Derakhshan, más conocido por su nombre de bloguero “Hoder”, fue en una convención de blogueros en Nashville, Tennessee. Nos sentamos en una mesa para almorzar con otros asistentes y comimos unos gigantescos sándwiches de barbacoa. Hoder tenía treinta años, pero parecía aún más joven, un joven afable, de ojos oscuros y brillantes, y sonrisa fácil.

Los medios siempre se referían a él como el patriarca de los blogueros iraníes, así que naturalmente hablábamos sobre internet, blogs e Irán. Le pregunté si el blog Editor: Myself, en el que escribía en farsi e inglés, estaba bloqueado por el gobierno iraní. Me aseguró con una sonrisa que tenía modos de hacer llegar su mensaje a la madre patria.

Hoder era hábil con la tecnología, y en eso fundaba su fama. Pero para tratarse de un iraní, y de un supuesto disidente, me pareció sorprendentemente ingenuo en cuestiones políticas. Sentía una gran ira hacia los Estados Unidos y la administración Bush. Parte de eso era personal: se había nacionalizado canadiense, y atravesar fronteras con un nombre como Hossein Derakhshan y el perfil incorrecto de sexo y edad era en ese momento un proceso humillante. Al mismo tiempo, estaba lleno de ideas extrañas sobre los neoconservadores norteamericanos y sus conspiraciones con otros exiliados iraníes que a él no le simpatizaban.

Hoder recién comenzaba su curiosa y confundida trayectoria: desde disidente anti-régimen a ferviente defensor de la postura nuclear del presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad. Mi evaluación, brutalmente honesta: una persona muy agradable con un intelecto nada especial.

Esto fue en 2005, un año y medio antes de su visita a Israel, y tres años antes de que entrase en su propio calvario privado, por razones que vale la pena considerar.

Un veinteañero de Toronto abre un nuevo continente de expresión para los iraníes

Hoder era verdaderamente una persona ordinaria, un hombre insignificante si se lo compara con los grandes eventos que, a lo largo de su vida, agitaron a su país y al mundo. No era un político, ni un revolucionario, ni un genio, ni un erudito: no era una autoridad de ningún tipo. Representa un modelo que encontraremos a menudo en esta historia de la lucha entre las grandes jerarquías y el público: el amateur talentoso, lanzado hacia lugares inesperados gracias a las nuevas tecnologías de la información.

Cuando el Ayatollah Jomeini y la Revolución Islámica se hicieron con el poder en Teherán, él tenía cuatro años. Fue el único gobierno que conoció antes de partir hacia el exilio, y eso llegó a definir su vida, tanto en sus apoyos como en sus oposiciones. Dado que aquel gobierno tuvo el rol del villano en esta historia particular, es útil detenerse un momento sobre sus características.

En teoría, el régimen iraní es una república platónica, con sabios guardianes que protegen el bienestar moral y material de todos. En la práctica, se parece más a un híbrido estéril engendrado por la mafia y el Partido Comunista de la Unión Soviética. Los hombres a cargo monopolizan todo el poder y buena parte de la riqueza del país. Dicen ser revolucionarios, y alguna vez lo fueron, de la peor manera. Desde hace décadas, sin embargo, gran parte de ellos se aloja en grandes mansiones, han comprado autos caros y se han convertido en una clase dominante atrincherada en el frente interno, mientras persiguen antiguas ambiciones persas en la región y en el mundo.

Controlan los recursos de una nación grande, populosa (80 millones de habitantes, de acuerdo con el CIA Factbook), y rica en petróleo. Irán es el grandulón del Medio Oriente ampliado, aunque por razones étnicas y religiosas su influencia nunca ha sido proporcional a su tamaño y fuerza: un muro de hostilidad y desdén mutuos divide a los persas de los árabes. Quienes gobiernan la República Islámica consideran que el statu quo global es flagrantemente injusto con Irán. Anhelan su lugar bajo el sol.

La historia reciente ha visto ciclos de reformas superficiales para abrir el sistema, seguidas de represión endurecida. El núcleo central del régimen, es decir, las personas e instituciones que realmente manejan las palancas del poder –los clérigos, las milicias, las cortes revolucionarias– no se reforman ni son reformables. Fue, sin embargo, durante uno de estos períodos de calma relativa que el joven Hoder comenzó su carrera como observador del universo digital, escribiendo para un periódico reformista que poco después fue clausurado por la justicia.

En el año 2000 ya estaba en Canadá. Quería empezar un blog, así que comenzó a jugar con código de programación, hasta que en septiembre de 2001 logró adaptar el software de la plataforma para los requisitos del alfabeto farsi. Esta pequeña innovación, hecha por un veinteañero común y corriente, iba a tener largas repercusiones, no solo para la vida de Hoder, sino para la expresión pública en Irán. Los iraníes comenzaron a bloguear con desenfreno. En un período en el que los países árabes solo tenían un puñado de blogs, casi todos en inglés, el “Bloguistán” iraní alcanzó rápidamente las decenas de miles de sitios, y continúa creciendo hoy. La mayoría de estos blogs eran diarios personales triviales. Esto también era así en todos los países del globo. Muchos blogs, sin embargo, comentaban sobre las noticias políticas, reivindicaban el feminismo, o criticaban la corrupción evidente de los oficiales del gobierno.

La fenomenal expansión de la blogósfera iraní fue un evento no lineal, posible solo bajo las condiciones de la Quinta Ola. Se había abierto abruptamente un espacio para la expresión que no estaba bajo el control absoluto del censor. Se formaron comunidades vitales online, fragmentadas de acuerdo con la habitual divergencia de intereses, pero compartiendo un deseo común de defender y expandir el espacio público virtual contra las depredaciones del régimen.

Imagen 2.1: Mapa de “Bloguistán”, el universo del blog en Irán. [5]

En consecuencia, la clase dirigente se vio enfrentada a lo que se ha dado en llamar “el dilema del dictador”, un padecimiento habitual de la autoridad en el nuevo ambiente. El dilema funciona así: por razones de seguridad, los dictadores deben controlar y restringir las comunicaciones al mínimo. Para darle legitimidad a su autoridad, sin embargo, necesitan prosperidad, que solo puede obtenerse mediante el intercambio abierto de información. Elegid.

En un espectro de opciones posibles, Corea del Norte se ubica en el extremo más restrictivo. Tres generaciones de dictadores norcoreanos han hecho una apuesta fuerte por el hambre y la pobreza, a cambio de silencio y control. Como veremos, el dictador egipcio Hosni Mubarak perdió su poder en parte por vacilar en torno a esta cuestión. Quiso alternar entre la comunicación y el control, pero terminó exhibiendo su propio pánico y su ignorancia de anciano sobre la esfera de la información.

Los gobernantes de Irán tomaron otra decisión. Formalmente, al menos, aceptaron los blogs e internet. Promovieron la conectividad (si bien mantuvieron el ancho de banda artificialmente bajo) y alentaron a los partidarios del régimen a incorporarse, en un intento de anular la unidad anti-régimen de las comunidades online existentes. Grandes extensiones del Bloguistán están desde entonces dedicadas a perspectivas políticas y religiosas “conservadoras”. Se pretende de los altos mandos del gobierno que comuniquen sus ideas online. El bloguero más famoso del país es el ex presidente Ahmadinejad.

Desde luego, el régimen también bloqueó muchos sitios, y cuenta con el récord mundial de blogueros encarcelados. Al menos uno de ellos ha muerto por las amonestaciones de los sabios guardianes platónicos.

De un modo para nada lineal, pero, creo, muy real, los brutales autoritarios de Irán se vieron forzados a todas estas contorsiones por un joven insignificante jugando con código en Toronto, Canadá.

UN HOMBRE INSIGNIFICANTE AMENAZA LA SANTIDAD DE UNA GRAN NACIÓN

Lo que convirtió a Hoder en una pequeña celebridad fue el descubrimiento de la blogósfera iraní por parte de un Occidente sorprendido. Lo invitaron a una ronda sin fin de conferencias para hablar sobre ese espacio en penumbras, internet, y lo hizo con cierto entusiasmo y habilidad. Para cuando yo me lo encontré en Nashville, parecía menos un patriarca de la blogósfera y más un tecno-gitano huérfano, a la deriva entre una conferencia y la siguiente. En enero de 2007 asistió a una conferencia en Tel Aviv, Israel. Sabía perfectamente que esto imposibilitaba su regreso a Irán, pero lo justificó con motivos idealistas. Luego, en el otoño boreal de 2008, Hoder viajó a Teherán. Y así fue que el primer día de noviembre las autoridades iraníes alcanzaron al hombre insignificante: arrestaron a Hoder en la casa de su padre y lo llevaron a la prisión de Evin, un lugar poco amigable en el conjunto del despiadado sistema penitenciario de la República Islámica.

Pasaron dos años hasta su juicio. Pasaron ocho meses más hasta que la sentencia, propia de Alicia en el país de las maravillas, fue anunciada: diecinueve años y medio de prisión, por el delito de bloguear.

No vale la pena especular acerca de por qué Hoder volvió a Irán: tenía, como noté, un temperamento ingenuo y poco realista. Es mucho más útil –mucho más honesto y pertinente, si deseamos entender el carácter de la época en que vivimos– apuntar nuestras preguntas sobre esta injusticia cruel hacia los hombres que la perpetraron. ¿Por qué arrestaron a Hoder? ¿Por qué el castigo desmedido? ¿Qué era lo que ellos, en plena posesión de gran poder y autoridad, temían de este individuo ordinario? ¿Qué esperaban ganar al enterrarlo vivo en la prisión de Evin?

En la superficie, estas preguntas pueden parecer tan ingenuas como Hoder mismo. Para estándares occidentales, la República Islámica era un gobierno despótico y sin ley. Los déspotas castigan a quienes expresan posiciones políticas no ortodoxas o incurren en comportamientos ofensivos. Hoder encajaba con ambos perfiles.

Además, la represión dirigida contra disidentes internos se ha vuelto tan habitual que a duras penas despierta nuestra atención. Encarcelar blogueros parece ser el modo en el que el mundo funciona: no es noticia. En febrero de 2007, por ejemplo, una corte egipcia condenó al bloguero Abdel Kareem Nabil Suleiman, que en ese momento tenía veintidós años, a cuatro años de cárcel por “insultar al presidente” y “agraviar al Islam”. Esto fue bajo el viejo régimen de Mubarak. En junio de 2013, otra corte egipcia condenó al bloguero Ahmed Douma a seis meses de prisión, también por insultar al presidente. Eso fue bajo el nuevo gobierno electo de la Hermandad Musulmana. Estos dos casos, elegidos al azar, son las puntas del estante de una biblioteca: otros blogueros egipcios fueron perseguidos y encarcelados en el medio. [6]

China emplea a un verdadero ejército de censores de internet, y es el único país que compite seriamente con Irán por el récord histórico de blogueros encarcelados. En Cuba, la bloguera disidente Yoani Sánchez fue arrojada en la parte trasera de un automóvil y golpeada por agentes del régimen. En Vietnam, la bloguera Nguyên Hoàng Vi fue empujada de su motocicleta, rompieron los vidrios de su auto, y la policía la desnudó para examinarla antes de arrestarla. En Irán, Hoder fue solo uno de los muchos blogueros sometidos a abusos y prisión durante el endurecimiento del régimen en años recientes. [7]

La vida es difícil si uno es un bloguero en muchas partes del mundo. Esta puede ser la simple historia del calvario privado de Hoder. Hizo enojar a las personas equivocadas en el país equivocado para luego, inexplicablemente, entregarse a sus manos.

Este relato es suficientemente preciso, pero es superficial. Nos pide que aceptemos como dadas muchas cosas que podríamos cuestionar: por ejemplo, que los autoritarios poderosos reaccionan con ira o temor ante la información. Pero lo cierto es que la relación entre la política del poder y la información es, y siempre ha sido, opaca. Sostengo que la causa de la ira o el temor en una persona de mucha autoridad material confrontada con información en general –es decir, con información en tanto información– nunca puede ser tomada como un dato, sino que es un misterio que requiere análisis e interpretación. Esto es precisamente lo que sucede cuando la “información” está representada por un hombre insignificante que escribe sus pensamientos en un blog.

Junto con incontables temas triviales, Hoder escribía sus opiniones sobre el régimen iraní, a favor y en contra. Pero no tenía ninguna posición en la política iraní, ni posición política alguna en ningún lugar. No era tanto un disidente, en ningún sentido relevante de la palabra. Su única verdadera influencia fue tecnológica: casi por accidente, había abierto un espacio para la discusión pública, y así la había puesto a disposición de los iraníes comunes y corrientes. Al ser un idealista, se había convertido en una especie de vendedor ambulante en nombre del blogueo y la autoexpresión.

Podemos intentar avanzar en el misterio con la hipótesis de que, para los gobernantes de Irán, Hoder –padre de blogs, bloguero– simbolizaba algo más grande y más amenazante que él mismo. Simbolizaba, de hecho, la pérdida del monopolio sobre la información, la pérdida del control absoluto sobre las comunicaciones públicas.

Mi método preferido de análisis, como he dicho más arriba, es examinar una historia desde cada perspectiva posible. Es comprensible que la historia de Hoder sea siempre presentada por los medios de noticias y activistas de derechos humanos desde la perspectiva de la joven víctima. Pero para penetrar en el corazón de este misterio particular, para darle sentido a los términos de esta lucha asimétrica entre los grandes poderes y la mera información, debemos cambiar nuestro punto de vista y adoptar el de esa cruza desagradable, mitad gánsteres y mitad ideólogos, entronizados en la cima de la pirámide política de Irán.

Un buen punto de partida son los cargos formales presentados contra Hoder: una mezcla confusa de acusaciones, que incluían la creación de propaganda contra la República Islámica y la “cooperación con Estados enemigos”, en referencia a la visita a Israel. El cargo más revelador, sin embargo, era el de “insultar los sacramentos” de la nación iraní. Desde luego que la acusación remitía a la religión, pero las palabras revelan una preocupación más profunda y generalizada de parte de las autoridades, y nos marcan el camino hacia su perspectiva.

Los blogueros, como todos los que incursionan en la comunicación digital, a menudo son acusados de insultar cosas sagradas: presidentes, religiones, derechos de propiedad, incluso las prerrogativas de la mayoría democrática. Hablan cuando debería haber silencio, y enuncian lo que no debería ser dicho. Pisotean los sacramentos, según el juicio de las grandes instituciones jerárquicas que a lo largo de un siglo y medio han controlado, desde arriba hacia abajo y con autoridad, el contenido de cada conversación pública. La idea no es que una u otra opinión prohibida haya sido enunciada. Es el enunciarlas lo que es tabú. Es la voz ajena del aficionado, de la persona común, del público, lo que resulta abominable para los oídos de la autoridad establecida.

Así que para llegar al destino mapeado por nuestra hipótesis debemos hacer a un lado las características salientes de los hombres a cargo en Teherán. Lo que importa no es el hecho de que sean matones, o que opriman a sus compatriotas. Eso tan solo habla del rango de acciones que tienen a su disposición. La parte importante es que pertenecen a una clase o categoría de personas más amplia, que se encuentra en todos los países y en la mayoría de los caminos de la vida, que hace mucho se convenció de que solo ellos tienen la autoridad y legitimidad para hablar y actuar en sus propios dominios. Y esto –no por motivos egoístas, no, en lo más mínimo– por el bien de la humanidad. Su autoridad descansa sobre el orden moral del mundo. Cualquier desafío, por insignificante que sea, no es solo una amenaza potencial para ellos, sino una violación de ese orden, una perversión que debe ser completamente aplastada en nombre de todo lo que es bueno y verdadero.

Con respecto a Hoder y su sentencia de diecinueve años y medio, lo que importaba era menos cualquier disidencia política de su parte, y más la percepción por parte de los hombres con autoridad en Irán de que el joven bloguero era una monstruosidad moral.

Gobiernos democráticamente electos han reaccionado de la misma manera. El primer ministro turco Recep Tayyip Erdoğan es el político más popular en generaciones, luego de haber ganado cómodamente varias elecciones nacionales. Su influencia y la de su partido se han ampliado a un control suave, pero efectivo, de los medios masivos. Erdoğan habla y actúa dentro de una cámara de eco de gran autoridad –y, de acuerdo con estándares democráticos, de modo legítimo–.

Cuando comenzaron las protestas en Estambul en torno a los planes del gobierno de construir un centro comercial en donde había un parque, que luego se extendieron por toda Turquía y adquirieron un perfil decididamente anti-Erdoğan, los medios turcos hicieron caso omiso de los acontecimientos. CNN Turquía, en parte propiedad de intereses turcos, se destacó exhibiendo un documental sobre pingüinos. (El chiste visual de pingüinos en protestas se esparció por la red con velocidad asombrosa.) Las autoridades habían decretado el silencio. Las fuerzas antigubernamentales –el público que protestaba– se volcaron a Twitter para intercambiar información, con una preferencia por fotos evocativas que mostraban el tamaño de las protestas y, aún más importante, la violencia de la policía al reprimirlas. La percepción occidental de Turquía como una democracia musulmana benigna sufrió un profundo sobresalto.

Erdoğan encabezaba un gobierno democráticamente electo. Su presencia en Twitter había atraído dos millones y medio de seguidores. Pero cuando habló sobre las protestas de junio de 2013, no era un demócrata ni un participante en las redes sociales. Su voz era la de la autoridad, moralmente escandalizada como los déspotas de Teherán: “Existe una maldición llamada Twitter, todo tipo de mentiras se encuentran allí. Esta cosa llamada redes sociales es una maldición sobre las sociedades.” Los tuiteros turcos habían insultado los sacramentos. Decenas de ellos fueron arrestados. Algunos días más tarde, el Ministerio del interior de Erdoğan anunció que las “provocaciones en redes sociales” serían objeto de investigación criminal. [8]

Esta repugnancia visceral, casi al nivel de las náuseas, ante la intrusión del público en los dominios de la autoridad, no está en modo alguno limitada al gobierno. Señalé más arriba que las personas que trabajan en el negocio de las noticias han convertido el fracaso económico de los diarios en un peligro no solo para su propio sustento, sino también para el tejido mismo de la vida democrática. Cuando, por ejemplo, Nicholas Kristof se lamentó por la “decadencia de los medios de noticias tradicionales”, que pagan su salario, lo hizo evocando un futuro sombrío de “polarización e intolerancia”. [9]

El clásico caso de un insulto contra los sacramentos corporativos