La rebelión Goblin - África Váquez Beltrán - E-Book

La rebelión Goblin E-Book

África Váquez Beltrán

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Beschreibung

Una adictiva novela autoconclusiva de fantasía oscura sobre intrigas palaciegas, asesinatos, magia, alianzas, traiciones y enemigos que tal vez se conviertan en algo más Los goblins de Florianne viven hacinados en el Arrabal, hostigados por las autoridades y atormentados por los Arlequines que les dan caza. Tan solo la Alegre Compañía se atreve a plantar cara al dominio humano, y esta vez van a dar el golpe definitivo: asesinar a un miembro de las Altas Familias antes de las próximas elecciones. Pero todo cambia cuando un mercenario goblin contrae una deuda con una princesa humana. A partir de ese momento, los caminos de ambos se entrelazan con un secreto prohibido... y letal.

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© de la obra: África Vázquez Beltrán, 2023

© de los detalles: MaKars/Shutterstock, Peratek/Shutterstock, Tanya Antusenok/Shutterstock, starline/Freepik

© de la ilustración final: Raquel Martínez Varela, 2023

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: diciembre de 2023

ISBN: 978-84-19680-49-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

LA REBELIÓN GOBLIN

PRÓLOGO

UNA NOCHE MUY LARGA

Rúa de los Artistas Distrito de Mercaderes

Cilla le dio una última pincelada negra al lienzo, echó la cabeza hacia atrás y contempló el resultado con aire crítico.

No le disgustaba. Sabía que era arriesgado, por supuesto; había oído murmurar a los otros oficiales al ver los primeros esbozos. El propio maestro Vincinno había calificado la obra de «provocadora», aunque no entraba en los planes de Cilla provocar a nadie. Había escogido aquel tema para su cuadro porque quería demostrar que se podía pintar algo hermoso utilizando una paleta de negros, grises y azulados, con un ligero toque de amarillo para la luna menguante. Por lo pronto, solo se distinguían una reja de hierro forjado en primer plano y una torre lejana recortada contra el astro. Todavía barajaba diferentes títulos: Vigilia goblin, La luna sobre el Arrabal o, simplemente, La goblería de Florianne. Escogería el definitivo más adelante.

La joven oficial dejó el pincel en el tarro de cristal, cuyas aguas ya estaban negruzcas después de tantas horas de trabajo, y se frotó el cuello dolorido. Media docena de candiles iluminaban los muros de piedra gris y las altas bóvedas de crucería del taller, que en otros tiempos había sido un antiguo santuario melgravo, como atestiguaban los capiteles de piedra que todavía se conservaban sobre los portones de la entrada. Vincinno, el Gran Maestre del gremio de artistas de la ciudad, lo había llenado de caballetes de madera, lienzos a medio terminar, frascos de pintura, pinceles mal lavados y varias decenas de oficiales, aprendices y criados; y, aunque el fuerte olor de los pigmentos había reemplazado el de los cirios y el incienso, aún quedaba algo solemne entre aquellas paredes.

Un goterón de cera amenazó con caer sobre el lienzo y Cilla retiró el candil justo a tiempo para impedirlo. Los relojes de Florianne acababan de dar la Octava Hora y hacía un buen rato que los demás oficiales y aprendices habían abandonado el taller de Vincinno, unos cuantos de regreso a sus casas y la mayoría para dirigirse hacia alguna taberna de Los Canales. Los criados también se habían retirado a instancias de la joven, que se había ofrecido a cerrar el taller ella misma. Pero, como de costumbre, estaba tan abstraída que había olvidado reemplazar las velas. Dejó el candil junto al caballete y, al inclinarse, el cabello liso le cubrió la mitad del rostro, la mitad quemada en la que una vieja cicatriz se extendía desde el pómulo hasta el mentón; se lo había recogido hacía horas, pero siempre se le escapaban unos cuantos mechones de la trenza. Era de color castaño, aunque se asemejaba al cobre bruñido cuando reflejaba la luz del fuego. Su rostro pálido también estaba teñido de tonos ambarinos, y el marrón de los ojos parecía dorado. Incluso vestida con las ropas burdas de oficial del gremio, una camisa raída, unas calzas de color marrón grisáceo y un jubón a juego, parecía envuelta en un aura rojiza y dorada.

Recordó algo que había oído decir a un trovador de Los Canales en una ocasión: que todo el mundo resultaba más bello visto a la luz del fuego. Se refería solo a los humanos, claro; los goblins huían de las antorchas de la guardia urbana, sus pieles negras y azuladas se confundían con la oscuridad. Y, con cada luna nueva, la magia de sombras los volvía casi invisibles al caer la tarde.

—¿De verdad no podrías haber elegido otro tema para tu obra maestra? —La voz de Leandro a sus espaldas la sobresaltó. El joven oficial era el único que se había quedado con ella hasta tarde, pero llevaba un par de horas deambulando por el taller sin hacer nada útil, contemplando su reflejo en el único espejo de cobre y quejándose de lo caro que estaba el vino en La Rosa Escarlata, su taberna favorita. Cilla apenas le había prestado atención hasta entonces—. La goblería de noche no te da demasiadas opciones: los muros son negros, las puertas son negras, el cielo es negro, los goblins ni se ven…

—Se ve la luna —replicó la joven, bajándose de un salto del taburete alto en el que llevaba horas encaramada. Mala idea: sus rodillas crujieron de un modo preocupante, impropio de una mujer de veintipocos años. Al final tendría que darle la razón a Giovanni y admitir que pasaba demasiado tiempo en el taller—. Y los goblins también se ven, si eres capaz de mirarlos.

—Así que solo haces esto para desafiar a la nobleza…

—Ningún noble va a ver mi obra maestra —atajó Cilla—. Y mi familia no tiene nada en contra de la goblería.

Mientras hablaba, hizo girar el anillo que llevaba en el dedo. A simple vista, parecía un sencillo aro plateado; Cilla siempre le daba la vuelta para no mostrar la piedra, un pedazo de ámbar engarzado en plata.

—Tu familia no tiene nada en contra de las obras de caridad —puntualizó Leandro, y le pasó el brazo sobre los hombros—. Otra cosa es que su dulce e inocente hija…

—Su dulce e inocente hija se pregunta por qué te dedicas a molestarla en lugar de trabajar en tu propia obra maestra. —Cilla se lo quitó de encima.

Su amigo hizo un gesto lánguido con la mano.

—¡Oh, tengo tiempo de sobra!

—Eso dices siempre.

—Y seguiré diciéndolo.

—No lo dudaba. —La joven oficial fue a lavarse las manos a la pila. Leandro la siguió y estiró el cuello para mirarse en el espejo una vez más, se peinó los bucles dorados con los dedos y esbozó una sonrisa deslumbrante—. Estás muy guapo, Leandro, igual que hace cinco minutos, hace diez, hace quince y…

—¿Qué pasa, no puedo disfrutar de las vistas? —bufó el chico—. Si ya te has quitado la pintura de las uñas, coge la capa y el sombrero y date prisa. No quiero que lleguemos tarde.

—La función no empieza hasta la Novena Hora.

—¿Y? Los canales estarán abarrotados de góndolas. ¿Sabes que se han agotado las entradas?

No, Cilla no lo sabía. Después de todo, había sido idea de Leandro asistir a la primera función de la Honrada Troupe de Teatro Goblin de Malatesta, la única troupe formada por goblins que tenía permiso para actuar en Florianne. Stefano Malatesta era humano, naturalmente; se definía a sí mismo como «un hombre de negocios», aunque, por lo que Cilla sabía, era más bien un tirano y un estafador profesional. Aun así, había obtenido la licencia del mismísimo dux Buonaventura para que sus goblins actuaran en Los Canales, probablemente después de pasarse día y noche atormentando al pobre secretario del dux en el Palacio Ducal. Cilla sospechaba que Buonaventura había cedido por puro hastío.

No podía negar, sin embargo, que se sentía intrigada. Los goblins de Malatesta iban a interpretar la tragedia Ramiro y Jessamyn, una popular historia de amor imposible. La noche prometía ser interesante.

Salieron del taller, la joven cerró la puerta con llave y ambos enfilaron la calleja que conducía al muelle más próximo, Leandro contoneándose como un gato y Cilla tratando de pasar inadvertida. Se cruzaron con un mendigo que se apoyaba en un bastón y, cuando hizo tintinear el cuenco bajo sus narices, Cilla le arrojó un par de monedas que llevaba en el bolsillo interior de la capa.

—No era cojo en realidad —le susurró Leandro mientras se alejaban—. ¿No lo has visto salir corriendo en cuanto le has dado el dinero?

—¿Y qué más da? Si tuviese algo mejor que hacer, no estaría pidiendo en la calle.

Su amigo chasqueó la lengua, pero no dijo nada más. Llegaron al muelle, donde la góndola los esperaba bajo la trémula luz de los candiles.

—Ya era hora —gruñó el gondolero.

Era un tipo bajo y recio, con el cráneo afeitado y una cicatriz que le atravesaba el ojo derecho. «Un veterano de guerra», pensó Cilla; todos los gondoleros estaban al servicio de la ciudad, y muchos de ellos eran viejas glorias de los tiempos en los que Florianne había estado enfrentada con las otras Ciudades Libres. Siempre se fijaba en las cicatrices de los demás, aunque la suya había sido fruto de un mero accidente y no de ninguna gesta en el campo de batalla.

—¿Subís o no?

—Buenas noches, caballero —saludó Leandro con afectación—. Vamos al Muelle de los Bufones, en Los Canales.

—Cómo no —soltó el gondolero mientras comenzaba a remar. Cilla observó cómo la góndola partía las negras aguas y luego alzó la vista hacia el cielo—. Toda la maldita ciudad va a ver a esas ratas esta noche. Como si no fuese suficiente con sufrirlas durante el día… —Escupió en el agua—. Ladrones y sinvergüenzas, eso es lo que son. Deberíamos encerrarlos a todos en la goblería, como hacen en Genevia, y no dejarlos salir ni al cementerio.

—Ya los encerramos cada noche —contestó Cilla sin bajar la mirada—. Yo diría que es suficiente.

—Si vivieses pegada al Arrabal, no pensarías lo mismo, mujer. No te haces idea de cómo son esas calles entre el anochecer y el toque de queda. ¡Ah, cómo se nota de dónde viene cada uno! Apuesto a que eres una de esas niñas ricas que viven en Los Canales, con vistas al Rialto.

—De hecho… —carraspeó Leandro, pero calló al ver la mirada que le dirigía Cilla.

—Hum —murmuró la joven a modo de respuesta, confiando en aplacar al gondolero.

El hombre siguió maldiciendo durante todo el trayecto, pero ni Leandro ni ella le prestaron atención. Leandro parecía ansioso; en cuanto a Cilla, no dejó de contemplar el cielo.

—¿Te has fijado? —le susurró a su amigo—. Hay luna llena.

—Ya, es muy bonita. —Leandro alzó sus cejas rubias—. ¿Por qué lo dices? ¿Planeas tener algún encuentro romántico esta noche?

—No, bobo. O sí, ¿quién sabe? Pero no lo decía por eso. —Por fin, Cilla bajó la vista—. Han evitado la luna nueva. No creo que sea casualidad.

—No, no lo creo —concedió Leandro—. Pero da lo mismo. La Alegre Compañía no necesita magia de sombras para rebanarte el cuello.

—No, pero los otros goblins la necesitan para escapar de los Arlequines.

—Los de la troupe de Malatesta son actores, Cilla. Nadie va a ir a por ellos. —Leandro le puso una mano en el hombro—. Esta noche no habrá problemas. Esta noche vamos a divertirnos, ¿de acuerdo?

La joven desvió la mirada. Las escaramuzas nocturnas eran cada vez más frecuentes en Florianne, y casi todas terminaban de la misma manera: sangre salpicando el empedrado, cuerpos flotando en los canales y un par de mercenarios goblins ajusticiados en la plaza pública al amanecer.

—Espero que tengas razón —suspiró al cabo de un momento, y se obligó a sonreír—. De acuerdo. Vamos a divertirnos.

Teatro del Mercado Distrito de Mercaderes

Detrás del telón, en el angosto espacio entre bambalinas, Stefano Malatesta se paseaba de un lado a otro, frotándose las manos y resoplando como un perro al que le apretara demasiado la correa.

—… actuáis, saludáis al público y os largáis al otro lado del Canal de la Larga Sombra, ¿me habéis oído? Me da igual que no sea la Duodécima Hora, me da igual que el bastardo que toca la campana por las noches se haya emborrachado, se haya ido de putas o esté criando malvas. Le prometí al secretario del dux una función, no una carnicería. Como vea un maldito Arlequín en el teatro, aunque solo se dedique a gritar «¡Buuu!» desde el gallinero, no vais a cobrar hasta que me salga pelo en la cabeza. —Se arrancó el sombrero con aire teatral, revelando su reluciente calva—. ¡Y tú! —Se giró hacia Marenas y le clavó en el pecho un dedo gordo como una salchicha lleno de sortijas—. Vas a dejar las armas donde yo pueda verlas y te portarás bien. Nada de provocar al público, nada de «Este pálido de mierda me ha mirado mal y lo he destripado en pleno escenario». Hoy vas a comportarte como el jodido príncipe que todos dicen que eres cuando estás en el Arrabal, ¿entendido?

—Calma, jefe —respondió el joven goblin con tono burlón, mientras sus compañeros de la troupe le dirigían miradas de soslayo—. No queremos que te desmayes antes de la función.

—¡No me hables con ese tono, muchacho! Y borra esa sonrisa de suficiencia de tu cara. —Marenas no lo hizo—. Ah, y enseña un poco más de carne. —Agarró la camisa del goblin con su manaza y tiró hacia abajo, dejando a la vista más de la mitad del pecho. Marenas, a diferencia de otros goblins, no tenía la piel negra ni grisácea, sino de un peculiar matiz azulado que contrastaba con el cabello blanco y los ojos violetas—. Mucho mejor. ¿El público quiere un verdadero espectáculo? Vamos a dárselo.

—¿Prefieres que salga desnudo y nos ahorremos todo lo demás?

—Prefiero que cierres la boca hasta que empiece la función. —Malatesta se puso el sombrero y se alejó dando zancadas en dirección al palco de honor, donde ocuparía un asiento entre los mercaderes más destacados de la ciudad. El condenado explotador cumpliría su sueño, después de todo: codearse con los ricos y poderosos de Florianne. ¿Qué sería lo próximo, pedir que lo invitaran a los bailes de la nobleza? Marenas lo creía capaz de perseguir a las Altas Familias hasta salirse con la suya.

—Será grosero —siseó Nerua, que ya llevaba puesto el vestido de Jessamyn. La pequeña Teli le estaba anudando los lazos del corsé y mantenía la vista baja, pero Marenas la conocía lo suficiente como para saber que todo aquello le disgustaba.

El joven se inclinó hacia la muchacha y le retiró un mechón de pelo del rostro afilado. Además del color oscuro de la piel, los goblins compartían una serie de rasgos que los distinguían de los humanos: ojos de tonos amarillentos, rosados o rojizos, orejas puntiagudas y colmillos largos. Los colmillos de Teli apenas habían crecido aún, pero poseía unos hermosos ojos rosas como turmalinas pulidas.

—No sufras por mí —dijo Marenas, y le dio un beso en la frente—. Malatesta intenta resaltar mi belleza natural.

Pese a todo, la chica rio. Nerua todavía parecía inquieta.

—¿No te molesta pensar que todas esas pálidas que hay ahí afuera te van a comer con los ojos?

—¿Y rabiando por dentro? Bah. Pensarán en mí cuando tengan que conformarse con revolcarse con sus asquerosos pálidos. —Marenas no perdía el buen humor—. Además, puede que algunas te coman con los ojos a ti. Es el precio que pagamos por actuar para los humanos.

—Debimos quedarnos en el Arrabal.

—¿Y seguir siendo unos muertos de hambre? Los humanos pagan bien. Quedémonos con su dinero.

—No habléis tan alto —intervino el viejo Harnaar, que llevaba un buen rato asomándose con disimulo al patio de butacas—. Malatesta tenía razón: hemos vendido todas las entradas.

—¿Lo veis? —Marenas se retiró el pelo detrás de las orejas. Lo tenía largo hasta los hombros, y lo llevaba suelto para interpretar a Ramiro—. ¡Al final de la noche seremos ricos!

—Si es que los Arlequines no aparecen antes de que volvamos al Arrabal —murmuró el anciano con aire sombrío.

—No te preocupes por eso. —Marenas le dedicó un guiño amistoso—. Aveltaa y yo lo tenemos todo controlado, ¿verdad, compañera?

La aludida gruñó a modo de respuesta mientras se recolocaba la cofia de criada. Era una goblin recia y de aspecto amenazador, aunque sabía transformarse en la tímida y servicial nodriza de Jessamyn en cuanto pisaba el escenario.

Nerua miró a Marenas y después a Aveltaa.

—No habéis entregado las armas. —No era una pregunta.

—¿Por quiénes nos tomas? —Esta vez, Marenas enseñó los colmillos al sonreír—. Somos de la Alegre Compañía, no de los Hermanos de la Piedad.

—Esta noche estáis aquí como actores, no como mercenarios.

—Eso ya lo veremos. Todo depende de si las siniestras amenazas de Malatesta se cumplen y aparece algún Arlequín gritando «¡Buuu!».

Nerua se cruzó de brazos. Teli ya había terminado con su vestido.

—Ha sido idea de Yanlas, ¿verdad?

—Yanlas solo nos insta a ser cautos.

—Verneela pidió que no buscáramos problemas.

—Verneela está muy cómoda dando órdenes tras los muros del Arrabal —masculló Aveltaa.

Nerua decidió cambiar de estrategia:

—Malatesta os estrangulará si se entera.

—¿El jefe? No lo creo. —Marenas rio entre dientes—. Más bien mandará a alguien a estrangularnos, el maldito holgazán.

—No todo es un juego, Marenas.

—Aveltaa, dile a tu novia que se relaje. —El goblin se giró hacia su compañera.

—Me relajaré cuando me asegure de que no hay Arlequines ni nobles entre el público —replicó Nerua alisándose la falda del vestido de Jessamyn, que estaba adornada con delicadas rosas de seda.

—¿De verdad crees que las Altas Familias se rebajarían a pisar el Teatro del Mercado? —Marenas enarcó las cejas.

—Que yo sepa, los Farinelli se rebajan a pisar hasta el mugriento suelo del Arrabal.

—Los Farinelli fundan orfanatos y hospitales de inválidos, no vienen a ver a goblins paseándose medio desnudos por un escenario —terció Aveltaa—. Marenas tiene razón: te preocupas demasiado.

—Ya veremos. —Nerua exhaló un suspiro.

—Las Altas Familias patrocinaron la construcción del teatro —intervino Teli con timidez, y señaló el enorme arco de piedra que había sobre el escenario—. ¿Tan raro sería que viniesen hoy?

Marenas siguió el recorrido de su mirada y leyó los apellidos que conocía bien: «Sforza». «Orsini». «Peruzzi». «Buonaventura». «Falcone». «Farinelli». Otro goblin hubiese escupido en el suelo, pero él se limitó a esbozar una sonrisa desafiante. Entre los linajes nobles había agitadores y pacificadores, gentes perversas que se valían de sus poderes arcanos para gobernar la ciudad y a sus habitantes. Los Farinelli eran los úni-cos que invertían una parte de su fortuna en la goblería; Yanlas insistía en que solo trataban de parecer caritativos, e incluso Marenas, que había podido enviar a su padre al hospital de inválidos gracias a ellos, sabía que tenía razón. A pesar de todo, se había prometido a sí mismo no matar nunca a un Farinelli…, a no ser que fuera estrictamente necesario. Si alguno de ellos se ocultaba tras una máscara de arlequín, no tendría elección.

—Es la hora. —La voz ronca de Harnaar interrumpió sus lúgubres pensamientos—. Malatesta va a presentarnos.

—Prepárate, Ramiro. —Aveltaa le propinó un pequeño empujón—. Empiezas tú.

Desde el patio de butacas, Cilla contuvo la respiración.

El actor de Ramiro recorrió el escenario hasta situarse frente a las candilejas, los tablones crujiendo bajo las botas de cuero. Su forma de caminar no tenía nada que envidiar a la de un príncipe joven y seguro de sí mismo, alguien que se hubiese criado en un palacio del Rialto y no en la goblería de la ciudad. Los ropajes también parecían auténticos: camisa de seda, jubón y calzas de color burdeos, y botas con cordones. El jubón estaba decorado con intrincados bordados que imitaban hojas de laurel. De no haber sido por la piel oscura, los ojos violetas y el cabello blanco, a Cilla le hubiese costado recordar que el joven era un actor goblin y no un príncipe Sforza u Orsini presidiendo un baile.

—¡Ah, mujer! —Se detuvo frente a la actriz de Jessamyn, una goblin de trenzas negras y aspecto dulce ataviada con un vestido de seda rosada—. Hay para mí más peligro en tus ojos que en afrontar veinte espadas desnudas…

Junto a Cilla, Leandro susurró:

—Son tan buenos como decían, sobre todo él. ¿Has visto cómo declama?

—Tiene una voz preciosa —admitió Cilla en el mismo tono.

—Mira a Malatesta. —Su amigo le dio un codazo y señaló el palco de honor, desde donde el jefe de la troupe se frotaba las manos—. Algo me dice que ya está gastándose mentalmente los florines que ha ganado esta noche…

Alguien les chistó desde la fila de atrás y Cilla hizo un gesto de disculpa. Leandro resopló, pero se hundió en el asiento y volvió a concentrarse en el escenario. En ese instante, una pequeña criada goblin se ofrecía a llevarle a Ramiro un mensaje de parte de Jessamyn.

Cilla disfrutó de la función, y sintió una irresistible fascinación cuando llegó el clímax de la obra y Ramiro tomó a Jessamyn de la cintura para besarla con una pasión desenfrenada. Aunque los actores se las arreglaron para no tener que besarse de verdad, el resultado fue bastante creíble. Las candilejas iluminaban el perfil del joven, los pómulos altos y la mandíbula firme, la solidez del cuerpo alto y esbelto. «Solo está actuando —se recordó a sí misma—. Y es un goblin. No deberías pensar esa clase de cosas sobre él».

A Cilla no le repelían los goblins, no se trataba de eso. Pero su relación con ellos era… compleja. Asuntos de familia, podría decirse. En general, los escarceos amorosos entre humanos y goblins estaban mal vistos por unos y otros, pero había excepciones. Cilla tenía una vaga noción de lo que sucedía en el callejón que había detrás de La Rosa Escarlata y de otras tabernas de Los Canales en las que los dueños humanos hacían la vista gorda con la clientela goblin. El propio Leandro le tenía echado el ojo a un mercenario de aspecto sombrío que visitaba el local de vez en cuando, aunque nunca había conseguido arrancarle más de tres palabras seguidas. Pero ella no podía permitirse el lujo de mirar a los goblins de esa manera.

Cuando la obra concluyó y cayó el telón, el público prorrumpió en aplausos. Cilla observó que la gente murmuraba entre sí, y supo que muchas de las personas que aquella noche llenaban el teatro lo hacían más por el morbo de ver actuar a un puñado de goblins que por la reputación de Malatesta y su troupe. No obstante, la representación había sido un éxito. Todos los actores, en especial los protagonistas, eran excelentes. «Si fuesen humanos —se dijo Cilla con cierta incomodidad—, pronto estarían actuando en el Rialto para las Altas Familias».

La sola idea era impensable, por supuesto. Los únicos goblins que pisaban el Rialto eran los criados de los palacios; a no ser, claro, que los rumores acerca del Palacio de los Trofeos fuesen ciertos…

No, prefería no pensar en el Palacio de los Trofeos esa noche. Le había prometido a Leandro que iban a divertirse.

Su amigo se puso en pie y se estiró. Tenía los rizos revueltos y el rostro arrebolado, y aquello lo hacía parecer todavía más encantador. Cilla había reparado en que algunos de los aprendices de Vincinno se dedicaban a esbozar en sus cuadernos jóvenes rubios de aspecto angelical que se parecían sospechosamente a su amigo, pero no había querido avergonzarlos haciéndoselo notar. Leandro, por su parte, disfrutaba de lo lindo sintiéndose admirado.

—¡Bueno, esto ha estado bien! —El joven miró a Cilla y le guiñó el ojo—. ¿Y bien? ¿Seguimos disfrutando de la noche en La Rosa Escarlata?

—Debería volver a casa o Giovanni…

—Deja que el viejo Giovanni sufra un rato —dijo Leandro con tono indulgente—. Ya no eres ninguna niña, por mucho que le pese.

—Una copa y nada más.

—¡Sabía que podía contar contigo! —rio el joven oficial, encantado, y se alisó la camisa de seda azul—. Hum, espero que no se me haya arrugado mucho. ¿Quién sabe con quién acabaré la noche?

—Está claro que no me necesitas para divertirte.

—No te necesito, pero te quiero. —Leandro le rodeó los hombros con el brazo—. ¿No te parece que eso tiene mucho más mérito?

—Muchísimo más. —A pesar de todo, Cilla sonrió y le pasó su propio brazo alrededor de la cintura—. A La Rosa Escarlata, entonces, pero no te malacostumbres. No te saldrás con la tuya siempre.

—¡Habéis estado magníficos! ¡Mag-ní-fi-cos! —Malatesta irrumpió entre bambalinas dando zancadas, agarró al viejo Harnaar de las mejillas y le besó la calva arrugada. Después tomó a Nerua de los hombros—. ¡Eres pura poesía, muchacha! ¡Has deslumbrado al público! En cuanto a ti… —Se volvió entonces hacia Marenas, que estaba aflojándose los lazos del jubón—. Hijo, me has dejado sin palabras. ¡Qué debut! ¡Qué noche! Nos espera un largo y próspero camino. —Extendió los brazos, dirigiéndose también a Aveltaa y a la pequeña Teli—. Sois la mejor troupe de la maldita ciudad, y ya pueden decir lo que quieran esos nobles estirados. ¡Brindaré por todos vosotros esta noche!

Con una risotada, palmeó la espalda de Marenas, se echó la capa por el hombro y abandonó el escenario. Los actores y actrices, que aún no habían terminado de cambiarse, se miraron entre sí.

—¿Han servido vino en el palco de honor? —preguntó Marenas.

—El bastardo sabe que vamos a hacerle rico —comentó Aveltaa.

—Bueno, su licencia va a hacernos ricos a nosotros. —Marenas esbozó una sonrisa pícara—. Creo que también nos merecemos una celebración.

—¿En La Rosa Escarlata? —Aveltaa pareció animada de pronto.

—No sé si es una buena idea. —Nerua se limpió el maquillaje de Jessamyn con un pañuelito de seda—. Malatesta nos ha dicho…

—Malatesta ya está bastante borracho y, para cuando llegue la Duodécima Hora, no se acordará ni de su nombre —respondió Marenas—. Podemos permitirnos unas horas de diversión hasta el toque de queda.

Dobló con cuidado el disfraz de Ramiro y lo depositó en el baúl de la troupe. Los atuendos de los actores serían trasladados en carromato de regreso al almacén que Malatesta alquilaba en la Rúa de los Artistas, donde también guardaban el atrezo empleado en la obra. Marenas contempló su reflejo en el espejo que había entre bambalinas: esa noche había escogido una camisa de seda oscura, unas calzas ajustadas y unas botas de cuero flexible que le permitirían correr y trepar si las cosas se ponían feas. Confiaba en volver a casa sin sobresaltos, pero, cuando un goblin pisaba territorio humano, toda precaución era poca.

—Yo prefiero llevarme a Teli al Arrabal lo antes posible —intervino Harnaar—. Las calles no son seguras a estas horas.

—¿Por qué no puedo ir a La Rosa Escarlata con vosotros? —La muchacha se cruzó de brazos.

—Porque tienes catorce años —dijo Marenas sin dignarse a mirarla.

—¡Tú tenías catorce años cuando entraste en la Alegre Compañía!

—Yo ya sabía cómo se cogía una espada. Hazle caso al viejo Harnaar, le prometimos a tu madre que cuidaríamos de ti. —El joven se dirigió a Aveltaa y Nerua—: ¿Listas para una copa de vino caliente?

—Espera un momento. —Aveltaa se agachó, levantó un tablón suelto de la tarima y extrajo de él dos espadas metidas en sus vainas—. Ahora sí.

—Nunca cambiaréis —dijo Nerua con un suspiro.

—Faltan los cuchillos —comentó Marenas al mismo tiempo.

—Cierto. —Aveltaa sacó también unos cuantos puñales, que Marenas y ella ocultaron entre sus ropas.

—No pongas esa cara. —Marenas le propinó un pequeño empujón a Nerua—. ¿Qué sería del Arrabal sin la Alegre Compañía velando por sus habitantes? Los nobles pálidos nos hubiesen aniquilado hace tiempo.

—Verneela dice que el dux Buonaventura es un buen hombre.

—Un buen hombre que deja que los Arlequines nos persigan cada vez que se les antoja. —Aveltaa sacudió la cabeza—. Tenemos que defendernos, querida, y defender a los que no pueden valerse por sí mismos. Ninguno lo hacemos por gusto.

—Pero no todos los humanos son tan malos…

—No, Nerua. No hay nada más bondadoso que un noble doblegándote con su magia arcana. —Marenas miró a Teli—. Nunca te fíes de un humano, niña.

—Estaré alerta —prometió ella.

—Nosotros nos vamos ya. —Harnaar le cogió la mano con firmeza—. No os divirtáis demasiado y volved pronto a la goblería, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —concedió Marenas, y se giró hacia Nerua—. Venga, un brindis en La Rosa Escarlata y nos largamos con viento fresco. Con un poco de suerte, oirás las doce campanadas desde la cama.

—A lo mejor ya estoy dormida.

—A lo mejor no. —Aveltaa le dedicó una mirada pícara y Nerua, a su pesar, rio por lo bajo.

—Eh, nada de hablar de revolcaros en mi presencia —advirtió Marenas.

—¿Estás celoso? —Aveltaa le propinó un codazo—. Si tú quisieras, media goblería haría fila frente a la puerta de tu dormitorio.

—Esa media goblería me mata de aburrimiento.

—¿Y la otra media?

—Son los niños y los ancianos, no cuentan.

—No tienes remedio. —Nerua lo empujó hacia las escaleras—. Anda, vamos a tu Rosa Escarlata y confiemos en que ni los Arlequines ni la guardia estén por allí.

Los tres goblins abandonaron el Teatro del Mercado y se mezclaron con los humanos que se encaminaban hacia Los Canales. Muchos se detuvieron en los muelles más próximos, pero había pocos gondoleros dispuestos a llevar a un grupo de goblins, por lo que Marenas, Aveltaa y Nerua decidieron ir a pie, cruzando puentes de piedra oscura y endebles pasarelas de madera. La noche estaba despejada y olía a humo de leña y vino especiado; parecía que toda esa zona de la ciudad estuviese de celebración.

—Nada que envidiar a los palacios del Rialto —comentó Marenas mientras cruzaban el Puente de los Bufones, que separaba el Distrito de Mercaderes del Distrito de Los Canales.

Desde allí se podían divisar los tejados de la nobleza, en pleno corazón de la ciudad. Los distritos de Florianne se disponían en círculos concéntricos, siendo el Rialto el más alejado de la muralla y el Arrabal, el que se hallaba junto a ella, vulnerable a las invasiones enemigas y a las plagas y enfermedades traídas por los viajeros. Entre el uno y el otro se encontraban el Distrito de la Piedra, que albergaba los cuarteles de la guardia urbana y los talleres anejos, la prisión y el cadalso; el Distrito de Mercaderes, donde los humanos habían instalado sus negocios; y Los Canales, repleto de tabernas para los florentinos, posadas para los visitantes y locales de dudosa reputación. Lo único que unía esa zona de la ciudad con el Arrabal era el Canal de la Larga Sombra, que la cruzaba transversalmente, y en más de una ocasión Marenas se había visto obligado a huir a nado a la goblería cuando las cosas se ponían feas. También allí se había encontrado cadáveres flotando… de goblins más lentos o menos afortunados que él.

Aquella noche no tenía ninguna intención de darse un baño. Comprobó que tuviese la vaina bien ceñida al cinturón y apoyó los codos en el pretil del puente, contemplando las sombras lejanas de los palacios de los nobles recortadas contra el cielo nocturno. La luna llena teñía las tejas de un blanco azulado.

—Pues a mí no me importaría asistir a alguno de esos bailes —dijo Nerua deteniéndose junto a él. La joven había adoptado un aire soñador—. Llevar un caro y hermoso vestido, beber vino de primera y escuchar las vihuelas de arco…

—Déjate de tonterías —masculló Aveltaa—. La basura goblin como nosotros solo tiene dos cosas que hacer al otro lado del Gran Canal: servir a los putos nobles o visitar el palacio que todos sabemos.

Marenas notó enfriarse su buen humor. No pudo resistir la tentación de mirar hacia el este, hacia el único palacio que permanecía cerrado a cal y canto. Destacaba por su torre cuadrada y por la ausencia de portones de entrada; nadie sabía cómo se accedía a él, o más bien nadie que lo supiese había regresado al Arrabal para contarlo. Solo se oían rumores.

Rumores que, por desgracia, eran algo más que eso.

—No hablemos de ese lugar —dijo entre dientes—. Esta noche no hay luz en las ventanas.

Era un pobre consuelo, pero Aveltaa y Nerua se conformaron y los tres siguieron su camino. La Rosa Escarlata se encontraba al otro lado del Puente de los Bufones, y pronto oyeron la alegre música proveniente del interior.

Marenas se animó enseguida. Aquella taberna era una de sus favoritas: los dueños no se mostraban demasiado hostiles con la clientela goblin, la bebida era decente y solían visitarla los miembros del gremio de artistas, que rara vez iban buscando problemas. Por lo demás, no se distinguía mucho de las otras tabernas de la ciudad. Tenía una planta baja ocupada por una enorme chimenea de piedra, un círculo de toneles que hacían las veces de mesas dispuestos en torno al fuego, una larga barra al fondo y un pequeño escenario dedicado a los trovadores que contrataban los taberneros. En un rincón, unas diminutas escaleras conducían al piso de arriba, que consistía en una tarima de madera protegida por una barandilla en la que se podían encontrar mesas y sillas más apartadas en las que la gente apostaba a los dados, hacía negocios sucios y se manoseaba con discreción, además de media docena de dormitorios privados que se alquilaban por noches. Marenas, Aveltaa y Nerua solían sentarse abajo, cerca de la barra, para poder pedir varias rondas de vino y escuchar la música de cerca.

—Eh, fijaos. —Un codazo de Aveltaa lo sobresaltó—. Mirad quién está ahí.

Nerua y él se volvieron hacia donde Aveltaa señalaba. Apoyado en uno de los toneles, bebiendo pequeños sorbos de vino y observando la taberna con aparente indiferencia se encontraba un goblin alto y espigado, con la piel y el cabello del mismo tono azul oscuro, que llevaba un parche en el ojo derecho. El izquierdo, de color rojo intenso, apenas parpadeaba.

Cuando los vio, alzó ligeramente la copa en señal de reconocimiento. Marenas le devolvió el saludo, pero Aveltaa resopló.

—Ya sabemos quién va a irle con el cuento a Verneela.

—No estamos haciendo nada malo —dijo Marenas—. Verneela envía a Sunan aquí para recabar información, no para vigilarnos a nosotros.

—Quiere asegurarse de que no estropeamos sus preciosas negociaciones con el dux.

—Y no vamos a estropearlas, a no ser que el dux esté escondido detrás de la barra. —El joven hizo un gesto con la cabeza hacia uno de los toneles—. Sentaos, voy a pedir el vino.

Mientras hablaba, miró alrededor. Sin contar a Sunan, no había otros goblins en la taberna esa noche. Percibió algunas miradas desafiantes, por lo que rozó con pretendida indiferencia la empuñadura de la espada. Gritar «¡Cuidado, soy de la Alegre Compañía!» hubiese resultado igual de sutil; la mayor parte de los clientes apartaron la vista, y unos pocos se contentaron con murmurar a su paso. En cuanto a Sunan, casi lo oyó resoplar. Le dedicó una sonrisa arrogante y apoyó los codos en la barra. Si creía que iba a dejarse intimidar por un hatajo de pálidos…

Una joven humana se detuvo ante la barra, a escasa distancia de él. Marenas la miró de reojo y, al no identificarla como una amenaza, se limitó a ignorarla.

El tabernero se dirigió a ellos, los miró a ambos y le habló a la joven en primer lugar:

—¿Dos vasos de vino rebajado con agua y miel de romero, como de costumbre? —preguntó con tono afable. Era un tipo grandullón, de pelo rubio y ralo y rostro rubicundo.

—Gracias, pero este caballero ha llegado antes que yo —respondió ella.

Marenas tardó un instante en comprender que se refería a él y volvió a contemplarla. ¿De verdad lo había llamado «caballero»?

—Tres vasos de vino caliente —le dijo al tabernero y, cuando este ya se alejaba, añadió con tono seco—: y dos de vino rebajado con agua y miel de romero.

El goblin observó a la mujer con discreción. Era una humana de aspecto corriente, aunque poseía una voz clara y un rostro agraciado, afeado por la cicatriz de una vieja quemadura. Tenía los ojos grandes y castaños, y una cabellera lisa que le caía en cascada por la espalda y emitía suaves destellos rojizos a la luz del fuego. Vestía un jubón y unas calzas de tonos marrones, y nada parecía indicar que fuese armada.

La chica no lo miraba a su vez, estaba pendiente de lo que sucedía en el rincón opuesto de la taberna. Marenas siguió su mirada y descubrió que había un humano junto a Sunan, murmurándole algo al oído. Se trataba de un joven rubio y apuesto, ataviado con ropajes llamativos; aunque hablaba por los codos, Sunan no parecía impresionado.

Marenas notó que la joven disimulaba una sonrisa.

—¿Tu amigo es de esos? —murmuró, y la chica se volvió hacia él, sorprendida—. Ya sabes, de los que se fijan en ratas goblins.

—No sois ratas —contestó ella con sencillez—. Y sí se ha fijado en ese hombre, pero no es la primera vez que lo rechaza.

—Ya veo. —Marenas enarcó una ceja—. Créeme, ese tipo no está acostumbrado a que lo cortejen humanos. Ni nadie, en realidad.

—Hay que decir a su favor que tiene mucha paciencia. Mi amigo es muy… perseverante.

Notó que la chica lo observaba con curiosidad. Él evitaba mirarla a los ojos.

—¿Artistas? —inquirió.

—Pintores. Oficiales del taller de Vincinno, el Gran Maestre del gremio. Es el artista favorito del dux.

«Y el pintor de La Gaetana, La batalla de Angiolo y La doncella del armiño, además del escultor de La risueña Santa Madre —pensó Marenas—. ¿Qué hace una de sus oficiales hablando conmigo?».

Admiraba la obra de Vincinno, pero no podía admitirlo en voz alta.

—Vincinno puede parecer un poco intimidante al principio —continuó la joven—, pero luego no es para tanto. Sus aprendices se dedican a copiar sus cuadros y esculturas y, a cambio, le echan una mano limpiando pinceles y mezclando colores. Son casi criados, pero los trata bien. Los oficiales trabajamos cada uno en nuestra propia obra maestra, que será sometida primero a la valoración del Gran Maestre y después a la de todos los maestros del gremio para que decidan si merecemos unirnos a ellos.

De modo que la chica quería ser maestra artista. Marenas no pudo evitar mirarla de soslayo.

—¿Qué estás pintando tú para que te admitan en el gremio?

—El Arrabal.

El goblin frunció el ceño, creyendo que estaba mofándose de él. Pero la joven se limitaba a contemplarlo con el mismo aire de amabilidad.

Se removió en la barra, incómodo.

—¿De verdad estás pintando la goblería de la ciudad para ser admitida en el gremio?

—Pensé que resultaría original. Uso una paleta de colores oscuros: negros, grises, azules… También hay amarillos, para la luna menguante. Hubiese preferido pintar una noche de luna nueva, pero no habría suficiente luz.

Una noche de luna nueva. Si aquella no era una alusión a la magia de sombras, Marenas era un príncipe heredero de las Altas Familias. Miró a la joven de hito en hito y, sin saber por qué, respondió:

—Dices eso porque no has visto cómo brillan las estrellas desde el Arrabal, son hermosas.

—No dudo de tu palabra.

—¿Por qué? Hace cinco minutos que me conoces.

—Es cierto, pero te he visto antes. Sobre el escenario.

—¿Has venido a la función?

—Tu interpretación me ha dejado sin palabras. —La joven ladeó el rostro, sin ocultar la fea cicatriz, y Marenas se preguntó si tan solo le había cedido el turno porque había disfrutado de la obra. No, no lo parecía; la joven no le sonreía con nerviosismo, sino de un modo genuino.

—Gracias…

—Cilla. Me llamo Cilla.

—Yo soy Marenas.

—Gracias por presentarte, me resultaba un poco extraño llamarte «Ramiro» para mis adentros.

Por primera vez, Marenas se descubrió a sí mismo a punto de sonreírle y se contuvo justo a tiempo. Muchos goblins despreciaban a las pálidas, incluso a las jóvenes y preciosas; otros fantaseaban con llevárselas a la cama, como una especie de revancha contra los humanos. Él no pertenecía a ninguno de los dos grupos, solía limitarse a ignorar su existencia. Cayó en la cuenta de que nunca antes había permanecido tanto rato junto a una de ellas, conversando como si fuesen… Como si no fuesen una humana y un goblin.

El tabernero regresó en ese instante con las bebidas. Marenas pagó y apartó los dos vasos de vino rebajado con agua y miel, que empujó hacia Cilla sin mirarla.

—Invito yo —dijo él—, por haberme dejado pedir primero.

—Qué galante —comentó el tabernero con tono burlón.

Cilla parecía azorada.

—No era necesario, tú habías llegado antes.

—¿Y qué? Solo soy escoria goblin. En La Rosa Escarlata nos tratan mejor que en otras tabernas, pero, aun así, podría haber pasado la noche entera en la barra.

—No eres escoria goblin. —Cilla lo miró con tanta intensidad que Marenas se removió, incómodo—. Eres todo un caballero y te aseguro que, cuando mi amigo deje de hacer el ridículo, los dos brindaremos por el éxito de la troupe.

En esta ocasión, Marenas rio, aunque entre dientes, y se giró hacia Sunan, que parecía estar perdiendo la paciencia por momentos.

Después se volvió hacia Cilla y, en un arranque de osadía, tomó la mano de la muchacha para llevársela a los labios.

—Puesto que me consideras un caballero, debo comportarme como uno de ellos. Disfruta de la noche, Cilla.

Entonces se fijó en el anillo de plata que la joven llevaba en el dedo y una sonrisa perversa se dibujó en sus labios.

—Vaya, ¿tal vez mañana haya un pálido celoso buscándome por todo el Arrabal?

—¡No, por la Santa Madre! —rio Cilla, nerviosa por primera vez—. No estoy casada, este anillo revela… otra clase de compromiso. Nada que importe ahora. —Retiró la mano y observó a Marenas un instante. Parecía apenada de pronto—. Gracias, Marenas. Por las bebidas y por la charla.

Él no le quitó el ojo de encima mientras se alejaba.

Regresó junto a Aveltaa y Nerua con los vasos de vino caliente y un peso en el estómago. Las dos aceptaron las bebidas, pero Aveltaa se quedó mirándolo mientras bebía el primer sorbo.

—¿Y bien? —le soltó a bocajarro—. ¿Vas a revolcarte con una pálida esta noche?

—¡Aveltaa! —exclamó Nerua con reproche.

—¿Qué? Tú también lo has visto. La miraba como un adolescente embelesado.

—Pedazo de idiota. —Marenas se apoyó en el tonel y apuró medio vaso de vino de un trago—. Será una de las pocas pálidas decentes que haya en esta ciudad, pero no voy a acostarme con ella.

—Y tanto que no vas a hacerlo. —Aveltaa le dio un codazo—. Sabes que ni siquiera tú podrías, ¿verdad? Bueno, quizá esta noche, pero no más. Ninguna humana en su sano juicio querría…

—Ninguna humana en su sano juicio querría que la viesen con un goblin a plena luz del día, lo sé de sobra —respondió Marenas sin dejar de darle vueltas al vaso—. ¿Veníamos a celebrar el éxito de esta noche o a decir obviedades?

—Déjalo en paz, Aveltaa —intervino Nerua, disgustada—. Y brindemos, como habíamos prometido.

—¡Por el éxito de la troupe! —Marenas fue el primero en levantar el vaso, y Aveltaa aceptó la ofrenda de paz.

—¡Salud!

—No me lo puedo creer. —Nerua bajó el vaso y miró hacia la puerta con aire horrorizado—. ¡Son ellos!

—¿Arlequines? —gruñó Aveltaa.

—Peor aún.

—Teli. —Marenas dirigió una mirada severa a la muchacha, que se acercó correteando al verlos. Tras ella, el viejo Harnaar parecía mortificado—. Habíamos quedado en que volveríais al Arrabal.

—Lo siento, Marenas —se disculpó el anciano, retorciéndose las manos nudosas—. Ha dicho que, si no la acompañaba, echaría a correr y me dejaría atrás. He pensado que lo mejor era venir con ella…

—La culpa es mía por no devolverla yo mismo al Arrabal —dijo Marenas y, mirando a Teli, añadió—: y tuya por ser una irresponsable. —La agarró del brazo—. Voy a llevarte a rastras a casa de tu madre y voy a decirle que te saque de la troupe.

—¿Qué? ¡No! —La pequeña goblin abrió los ojos de par en par—. ¿Por qué harías eso?

—Porque eres una necia y una desobediente.

—Solo quería brindar con vosotros.

—Te has aprovechado de Harnaar para comportarte como una mocosa malcriada. Ahora te vas a enterar. —El humor de Marenas empeoraba por momentos—. Y da gracias de que yo sea la peor amenaza a la que vas a enfrentarte esta noche. ¿Tienes idea de lo que te podría haber ocurrido mientras hacías el imbécil por las calles de la ciudad?

—Todo el mundo nos está mirando —susurró Nerua, que había palidecido—. Será mejor que nos larguemos de aquí.

—Maldita sea. —Aveltaa apuró la copa de vino y la dejó en el tonel con un golpe seco—. Ni siquiera esta puta noche tenemos derecho a divertirnos.

—Lo siento… —gimoteó Teli.

Marenas la hubiese zarandeado. La presencia de Teli y Harnaar en territorio humano tras la puesta de sol era un lastre, y sabía que él y solo él tendría que haber velado por la seguridad de ambos, pero había preferido darse a la buena vida. En el fondo, su enfado era más consigo mismo que con la mocosa o el anciano.

Echó un último vistazo a Cilla, que bebía en su rincón con aire distraído mientras aguardaba el regreso de su amigo, y luego le dio la espalda. Aveltaa estaba en lo cierto: no tenía ninguna posibilidad con ella. Además, ¿por qué querría él acostarse con una pálida? Yanlas lo mataría si se enteraba y los otros miembros de la Alegre Compañía escupirían al verlo pasar.

Ya casi habían cruzado la taberna, él arrastrando a Teli, Harnaar renqueando tras ellos y Aveltaa y Nerua cerrando la comitiva, cuando las puertas se abrieron de par en par.

El silencio se extendió por La Rosa Escarlata, denso y pegajoso como un charco de aceite. Todas las miradas se volvieron hacia los goblins presentes, y Marenas buscó a Sunan por puro instinto. Lo encontró a solas, asistiendo a la escena con aire lúgubre.

Momentos después, media docena de hombres y mujeres entraron en el local. Todos iban armados.

Todos llevaban máscaras de arlequín.

Por acto reflejo, Marenas colocó a Teli a sus espaldas y retrocedió un paso.

—Volved a la mesa —les susurró a los demás— y ni una palabra, ¿está claro?

Su última mirada fue para la ventana empañada de La Rosa Escarlata, a través de la cual se podía ver una bella y traidora luna llena.

Taberna La Rosa Escarlata Distrito de Los Canales

—¡Me ha rechazado! ¿Te lo puedes creer?

—Sí, Leandro. Me lo puedo creer porque ya te ha rechazado tres veces y sigues sin dejarlo en paz.

—Si no es por mí, ¿por qué viene a La Rosa Escarlata? Yo creo que se está haciendo el duro. La próxima vez…

—La próxima vez, más te vale dejarlo tranquilo o yo misma le daré permiso para que te arroje el vino a la cara…

Las puertas de la taberna se abrieron de golpe, interrumpiendo la conversación de los dos jóvenes artistas.

Al ver a los recién llegados, Cilla sintió frío en el pecho y buscó a Marenas con la mirada. El goblin vigilaba a los recién llegados, seis hombres y mujeres imposibles de reconocer. Las máscaras de arlequín les cubrían por completo el rostro, y los uniformes eran todos iguales: jubones ceñidos, camisas y calzas de tela de rombos blancos y negros, botas de caña alta y sombreros adornados con cascabeles. Las máscaras también eran blancas, y tenían lágrimas negras pintadas bajo los huecos de los ojos.

Cilla no necesitaba ver las vainas colgando de los cintos, los Arlequines siempre iban armados. Espadas bien templadas, floretes del mejor acero de las Ciudades Libres, sables con joyas engarzadas en la empuñadura. Hacía falta mucho dinero para adquirir esa clase de armas.

—Pero ¿qué tenemos aquí? —dijo un Arlequín en voz alta, y dio un paso al frente—. Ratas goblins en una taberna humana. Y nosotros que creíamos que este era un negocio respetable…

—Aún no ha sonado el toque de queda, caballero —replicó el tabernero, que se había puesto pálido y estrujaba el delantal con las manos—. Apenas acaba de sonar la Undécima Hora…

—Cierra la boca —lo interrumpió el Arlequín.

Después caminó hacia el rincón donde se hallaban los goblins, con los cascabeles tintineando a su paso. Leandro agarró el brazo de Cilla con aprensión y ella tragó saliva, sin saber qué hacer. Distraer a los Arlequines supondría un esfuerzo inútil: era obvio que no habían acudido a La Rosa Escarlata a disfrutar de una noche de vino y canciones.

—¿Qué miras, escoria? —El Arlequín se dirigió a Marenas, que era el único goblin que no había apartado la mirada—. ¿Tienes algo que decir?

Marenas lo observó con aire provocador. Era el más alto de los dos.

—Lo siento, no te oigo con la máscara puesta.

El Arlequín rio. Sus compañeros se habían ido colocando junto a la puerta y las ventanas de la taberna, bloqueando las vías de escape. Cilla tenía una espantosa certeza de cómo iba a terminar aquello.

—Entonces, seré más claro —dijo el Arlequín, su voz retumbando por toda la taberna—. Tu sitio está en la goblería, con el resto de la basura.

—¡No somos basura!

Todo el mundo la miró y ella se encogió en el asiento.

—Caballeros, os lo ruego —imploró el tabernero—, olvidemos este incidente antes de que…

El Arlequín rio en voz alta, ignorando aquella súplica.

—Así que la pequeña ratita tiene los dientes afilados. Habrá que rompérselos para que aprenda la lección.

Extendió la mano hacia la muchacha, pero Marenas se la apartó de un golpe.

—¿Por qué no te buscas a alguien de tu tamaño, valiente?

El Arlequín se miró la mano y lo miró a él.

—Me has tocado. —Empuñó la espada que llevaba en el cinto—. Me aseguraré de que no vuelvas a cometer ese error.

—Pálido de mierda —soltó Marenas y, cuando el Arlequín se disponía a propinarle la primera estocada, volcó el tonel para interponerlo entre los dos.

Todo sucedió muy deprisa a partir de ese momento: la clientela prorrumpió en gritos y Marenas empujó a la pequeña goblin hacia atrás y desenfundó su acero. El Arlequín y él comenzaron a batirse en duelo, y Cilla observó, aterrada y fascinada a partes iguales, la gracilidad con la que el goblin bloqueaba el arma de su rival, esquivaba las estocadas a traición y contraatacaba con movimientos fluidos. «Es imposible que esté usando la magia de sombras —se dijo, maravillada—, esto es cosa suya».

Entonces lo comprendió: Marenas, el actor de Ramiro, el goblin galante y desconfiado con el que había conversado esa misma noche junto a la barra, era un mercenario de la Alegre Compañía. De lo contrario, ya hubiese yacido ahogado en su propia sangre en el suelo de la taberna.

El Arlequín parecía tan sorprendido como Cilla y comenzó a retroceder.

—¿Qué hacéis ahí parados? —les gritó a sus compañeros—. ¡Ayudadme!

—¡Por la Alegre Compañía! —rugió una de las goblins, la más corpulenta de las dos, y también desenfundó una espada.

El goblin del parche la imitó, y los tres se enfrentaron a los Arlequines mientras el resto de la clientela trataba de huir de La Rosa Escarlata y los taberneros se refugiaban al otro lado de la barra. Leandro tiró de Cilla hacia la puerta.

—¡Larguémonos de aquí!

—Van a matarlos —murmuró ella, que no podía apartar los ojos de Marenas.

En ese momento, la espada del Arlequín le atravesó el costado. El goblin siseó de dolor, perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en un tonel volcado, perdiendo su posición dominante. El Arlequín aprovechó la ocasión para atacar de nuevo y Marenas rodó por el suelo. Esquivó el ataque por muy poco.

Iba a morir. Los Arlequines eran demasiados y los otros dos mercenarios carecían de su habilidad. Todos morirían, incluidos la muchacha, el anciano y la otra goblin, que se abrazaban en un rincón de la taberna.

Cilla ignoró los intentos de Leandro por arrastrarla fuera de La Rosa Escarlata y continuó observando a Marenas, que se había levantado de nuevo.

De repente, sus ojos se encontraron.

El goblin apartó la vista al instante.

Seguía luchando, aunque sus fuerzas parecían menguar con cada gota de sangre que perdía. Cilla, congelada en el sitio, pensó en su vida en el taller de Vincinno, en su afable camaradería con los otros oficiales y aprendices, en la obra maestra a la que tanto empeño estaba poniendo. Pensó en las escapadas nocturnas a La Rosa Escarlata, en las juergas con Leandro y en sus ocasionales escarceos amorosos con oficiales artesanos, mercaderes de poca monta y trovadores de especial encanto.

También pensó en Marenas convertido en un cadáver a sus pies, arrojado al Canal de la Larga Sombra y flotando en él hasta pudrirse. Sin haber hecho nada para provocarlo.

En cuestión de segundos, dijo adiós a la vida anónima como oficial artista y le dio la vuelta al anillo que llevaba en el dedo.

La pieza de ámbar comenzó a brillar con luz tenue. Lentamente, el resplandor fue volviéndose más y más intenso, amenazando con invadir la taberna entera.

—¿Estás segura? —susurró Leandro con tono apenado.

Cilla asintió, incapaz de pronunciar palabra.

Poco a poco, la batalla cesó. Los brazos dejaron caer las espadas, los contendientes adoptaron posturas relajadas y todo el edificio quedó envuelto en un aura de luz ambarina.

El Arlequín era el único que no parecía afectado, pero también paró de luchar y se volvió hacia la muchacha.

—Priscilla Farinelli —dijo en voz alta, espantosamente alta, mientras los demás guardaban silencio—. Qué sorpresa encontraros aquí, princesa, y qué bien os habéis ocultado hasta este momento. Decidme, ¿venís a menudo a Los Canales a ejercer de pacificadora? —Señaló a los goblins con la punta de la espada—. Ya me habían dicho que a los Farinelli les gustaban las obras de caridad, pero no esperaba que vos os las tomarais tan en serio.

Priscilla lo miró con desprecio. Los únicos humanos inmunes a la magia arcana eran también los únicos que podían practicarla: los miembros de las Altas Familias. Ese Arlequín era un príncipe, a saber cuál de todos.

—¿Qué clase de cacería es esta? —La joven habló con tono firme y altivo, pues ya no tenía nada que ocultar—. Habéis venido a provocar a unos goblins pacíficos hasta que se han visto obligados a luchar.

—¿Pacíficos? —El Arlequín miró a Marenas, que se apoyaba en la pared, con el puño hundido en el costado para detener la hemorragia. La sangre le resbalaba por el mentón y contemplaba a Priscilla de un modo que helaba las entrañas; la joven apartó los ojos enseguida—. ¿Creéis que las calles son seguras con esa bestia suelta? Solo estábamos haciéndole un favor a la ciudad.

—No dudéis de que informaré al dux de esto. —Priscilla dio un paso al frente—. Y averiguaré quién sois, quiénes sois todos. Aunque ya me figuro —añadió señalando a los otros Arlequines presentes— que ellos no son más que criados.

—Buena suerte intentando descubrir mi verdadera identidad. —El Arlequín rio—. Confío en que esta escoria goblin te bese los zapatos por haberles salvado el pellejo esta noche.

—No tan rápido —dijo Priscilla mientras el Arlequín se encaminaba hacia la puerta—. ¿Quién va a pagarles el cirujano a los heridos? ¿Y quién va a reparar los daños que han sufrido los taberneros en su negocio?

—¿No erais vos la de las obras de caridad? —preguntó el Arlequín sin detenerse y, en cuestión de segundos, tanto él como los otros se habían esfumado.

La taberna quedó sumida en un incómodo silencio. La mayor parte de la clientela aprovechó aquel momento para largarse, pero unos pocos se quedaron en los rincones, recuperándose de la impresión. Los taberneros se asomaron con cautela desde detrás de la barra y Priscilla, exhausta, se dejó caer en un taburete y volvió a darle la vuelta al anillo, que ya había dejado de brillar.

Leandro se agachó junto a ella.

—Oh, amiga —suspiró.

Priscilla se llevó la mano a la bolsa y vació el dinero en sus rodillas. Diez florines en total. Separó tres y se los puso en la mano a Leandro.

—Dáselos al tabernero. Le servirán para hacer unas cuantas reparaciones.

Los otros siete los devolvió a la bolsa y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, se puso en pie. Hacía tiempo que no practicaba la magia arcana y se sentía débil.

El goblin del parche era el que tenía más cerca, y el que parecía en mejor estado. La bolsa se la entregó a él.

—Pagaos un buen cirujano.

—No aceptes su dinero. —La voz de Marenas la sobresaltó. El goblin seguía apoyado en la pared, mirándola con los ojos entornados—. Así que eras oficial artista, ¿eh? Y estabas pintando el Arrabal. Supongo que te habrás divertido a mi costa con toda esa sarta de mentiras… —Se limpió la boca con la manga de la camisa. Priscilla comprendió la elección del tejido oscuro: servía para disimular las manchas de sangre.

—¿A qué viene ese tono? —Fue Leandro quien habló esta vez, con una seriedad impropia de él—. Priscilla es oficial en el taller de Vincinno, y una de las mejores. Y por supuesto que está pintando el Arrabal, no te ha mentido en nada. —El joven se puso las manos en las caderas y miró al goblin de arriba abajo—. También te ha salvado la vida, por cierto. Podrías darle las gracias en lugar de comportarte como un bastardo desagradecido.

—Déjalo, Leandro —murmuró Priscilla.

El goblin continuaba observándola con aire desafiante. «Desprecia a los humanos, pero odia a la nobleza», comprendió Priscilla. ¿Y cómo reprochárselo, en realidad?

Entonces alguien corrió hacia ella y la abrazó con fuerza.

La muchacha goblin.

—Gracias, princesa —dijo con voz ahogada—. Gracias, gracias, gracias.

Priscilla deslizó una caricia en su negro y espeso cabello y la apartó con delicadeza.

—No me las des, querida. ¿Cómo te llamas?

—Teli.

—No le digas…

—¡Vale ya, Marenas! —La chica se volvió hacia él con fiereza—. ¡Todos estaríamos muertos si no fuese por ella!

—¿Crees que no lo sé? —Por fin, el goblin logró incorporarse—. No soy ningún ingrato. —Priscilla se estremeció ligeramente cuando él se le acercó, tan erguido como fue capaz, y la miró a los ojos—. Os debo la vida, princesa Farinelli, igual que el resto de mi troupe y uno de mis compañeros de la Alegre Compañía. —Hablaba con frialdad, sin apartar la vista de ella. Priscilla sentía como si esos ojos de hielo la abrasaran por dentro—. Hoy contraigo esta deuda y juro por mi honor de goblin no olvidarla jamás. —Se inclinó ante ella—. No dudéis que llegará el día en que pueda saldarla.

—No quiero que saldes ninguna deuda —contestó Priscilla con tono apagado—. Estamos en paz.

Marenas resopló y le dio la espalda.

—Volvamos a casa —les dijo a los demás goblins, y todos lo siguieron hacia la puerta.

—Gracias —le fueron diciendo a Priscilla, uno por uno. Ningún otro parecía contemplarla con hostilidad, solo con cierto recelo. La muchacha goblin le dedicó una pequeña sonrisa, y a Priscilla le hubiese gustado ser capaz de devolvérsela.

—Princesa. —Cuando los goblins se marcharon, el tabernero se acercó a ella—. No puedo aceptar vuestro dinero, vos no habéis provocado la pelea.

—Pero me gustaría ayudar. Este lugar es… —se corrigió—. Era mi taberna favorita.

Se tragó el nudo que tenía en la garganta. ¿Podría regresar allí ahora que todos sabían quién era en realidad, de dónde venía? Hasta entonces, tan solo Leandro y el maestro Vincinno conocían su verdadero origen. Y el maestro lo había averiguado después de aceptarla en el gremio. Priscilla había presentado una obra anónima para ser admitida como aprendiza, no quería recibir ningún trato de favor.

—Seguid viniendo cuando lo deseéis —dijo el tabernero—. Siempre habéis sido una buena clienta, y no le hablaremos a nadie de vos.

Le devolvió las tres monedas y su esposa y él comenzaron a recoger los toneles volcados y la cerámica rota. Priscilla se quedó a solas con Leandro, que la observaba con pesar.

—Lo siento —musitó su amigo—. Si no hubiese insistido en que viniéramos…

—Ni se te ocurra atormentarte por eso.

—Te acompaño a casa, al menos Giovanni se alegrará de verte.

Pese a todo, Priscilla sonrió al pensar en el custodio de palacio. Aceptó la mano que su amigo le ofrecía y así, juntos, abandonaron La Rosa Escarlata en la que sería la noche que cambiaría el destino de la Ciudad Libre de Florianne, aunque ellos todavía no lo supiesen.