La república cooperativista - Alexander Gourevitch - E-Book

La república cooperativista E-Book

Alexander Gourevitch

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Beschreibung

Este libro reconstruye cómo un grupo de reformistas laborales del siglo XIX se apropió y radicalizó la tradición republicana. Estos "republicanos obreros " derivaron su definición de libertad de una larga tradición de teoría política que se remonta a las repúblicas clásicas. En esta tradición, ser libre es ser independiente de la voluntad de los demás; ser dependiente es ser esclavo. Tomando prestadas estas ideas, los laboristas republicanos argumentaban que los trabajadores asalariados no eran libres debido a su abyecta dependencia de sus empleadores. Los trabajadores de una cooperativa, en cambio, se consideraban libres porque controlaban su trabajo de forma igualitaria y colectiva. Aunque estos republicanos del trabajo son relativamente desconocidos, este libro detalla su perspectiva única, contemporánea y valiosa tanto de la historia estadounidense como de la organización de la economía.

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Agradecimientos

Aunque mi nombre figure en la portada, este libro no es solo cosa mía. Comenzó como una tesis doctoral, hace casi diez años, así que es justo que empiece por agradecer a mis directores de tesis, Jean Cohen, Nadia Urbinati e Ira Katznelson. Todos ellos me ayudaron de diferentes maneras a darme cuenta de que tenía una idea que merecía la pena desarrollar y me animaron a hacerlo. Las afiladas preguntas de Jean me sirvieron para mantenerme concentrado y me incitaron a encontrar mi propia voz. El aprecio de Nadia por los derrotados de la historia fue inspirador una vez terminada la tesis, y su papel de guía cuando la estaba empezando es algo que seguiré atesorando. El estilo de Ira para moverse entre la historia y la teoría es un modelo que continúo tomando como referente. Quiero agradecer también los comentarios de los miembros de mi tribunal de tesis, Corey Robin y Andreas Kalyvas, que fueron los primeros en ayudarme a entender cómo podía convertir mi proyecto en un libro. De hecho, Corey ha seguido proporcionándome su necesario consejo en los últimos pasos de la redacción del libro. Debo agradecer también a Daniel Kato y Ian Zuckerman. Su camaradería en nuestro grupo de escritura de tesis fue esencial en esa fase primeriza que, sin ellos, se hubiera convertido en una travesía de largos y solitarios meses.

Aziz Rana no solo ha sido un gran amigo y un lector atento, también fue una inspiración para este proyecto, desde el primer día hasta el último. En cierta manera este libro continúa una conversación que empezó hace más de una década. En el largo proceso de convertir mi tesis en un libro fueron tantas las personas que leyeron los capítulos y artículos que no sé ni por dónde empezar los reconocimientos. Estoy seguro de que, sin quererlo, me he olvidado de mencionar a algunas personas, pero me gustaría agradecer especialmente a Chris Bickerton, Corey Brettschneider, Daniela Cammack, Philip Cunliffe, Sandipto Dasgupta, Prithviraj Dhatta, David Estlund, Isabelle Ferreras, Nicholas Frayn, Pablo Gilabert, David Grewal, Javier Hidalgo, Sean Ingham, James Ingram, Carlo Invernizzi, Sharon Krause, Matthew Landauer, Charles Larmore, Bruno Leipold, Chris Mackin, Tamara Metz, Laura Phillips, Peter Ramsay, Danya Reda, Corey Robin, Genevieve Rousseliere, Emma Saunders-Hasting, Lucas Stanczyk, Scott Staring, John Tomasi, Jeppe von Platz, Kevin Vallier, Daniel Viehoff, Stuart White, Suke Wolton y Carla Yumatle.

El Taller de Redacción en Teoría Política de Montreal puede considerarse con facilidad la experiencia más gratificante e intensa —una experiencia verdaderamente crucial— durante la escritura de este libro. Los participantes no solo se leyeron el manuscrito completo, sino que se pasaron un día entero ayudándome con sumo cuidado a eliminar erratas y a clarificar algunas ambigüedades importantes. Todos ellos merecen mi agradecimiento, pero me gustaría mencionar especialmente a los comentaristas y organizadores: Arash Abizadeh, Evan Fox-Decent, Pablo Gilabert, Jacob Levy, Victor Muñiz-Fraticelli, William Clare Robertsy Robert Sparling. Quisiera también reconocer a los dos revisores de Cambridge University Press por sus útiles sugerencias para mejorar el manuscrito y quisiera, además, hacer extensivo ese agradecimiento profundo a Lew Bateman y a Shaun Vigil por creer en el libro y por guiarme durante todo el proceso de producción.

Echando la mirada atrás puedo realmente decir que cualesquiera que sean los puntos de verdad que contenga este libro no estarían ahí sin la ayuda (quizá debería decir los esfuerzos cooperativos) de otros. Los errores que queden corren totalmente de mi cuenta. Una última persona merece más que un agradecimiento: mi mujer, Tal Astrachan. La gratitud no llega ni a empezar a describir cómo me siento por todo su apoyo.

Prefacio a la edición española

Cuando escribí La República cooperativista tenía una intención tanto intelectual como política. La intención política era recuperar el concepto de libertad para el pensamiento de izquierdas. En el periodo de la Guerra Fría, y quizá sobre todo ahora, en el periodo que atravesamos tras la Gran Recesión, la libertad parece haber sido un término puramente de derechas. Se la asocia con la crítica a los impuestos progresivos y a la redistribución, la crítica a la regulación por parte del Gobierno o, en general, la crítica al control democrático sobre la economía. «Libertad» parece así un concepto apologético, cuyo principal objetivo en el discurso público es defender los derechos de los ricos y los poderosos frente a las demandas del resto. Sobre todo, la libertad parece indisolublemente conectada con la idea de que uno puede hacer lo que quiera con las propiedades que tenga. Nada de esto es natural o necesario.

En el siglo xix era del todo habitual que los trabajadores dijeran que no eran libres en la medida en que (y precisamente porque) eran asalariados. Como tales, estaban sujetos a la voluntad de sus empleadores, tanto en el hecho de verse forzados a trabajar para un empleador u otro como en el hecho de verse obligados a obedecer las irrestrictas órdenes del empleador una vez que entraban en un trabajo determinado. Esta ausencia de libertad suponía un profundo quebrantamiento del tipo de libertad que todo ciudadano debería tener en una república. Los auténticos ciudadanos deberían disfrutar de una condición de independencia económica y no de servidumbre. Aunque los trabajadores asalariados no fueran esclavos a la vieja usanza, eran esclavos asalariados, sometidos a la voluntad arbitraria de su empleador.

Los republicanos obreros que hilaban ese argumento se veían llevados, por la lógica de su propia concepción de libertad, a defender la «abolición del trabajo asalariado» en cuanto tal. En su momento álgido, a finales del siglo xix, esa idea recabó el apoyo activo, a veces militante, de cientos de miles, incluso millones, de trabajadores de todos los sectores, (desde la minería y la construcción de carreteras hasta la fabricación de zapatos o la siega de caña), que se unieron a los Caballeros del Trabajo, la mayor organización política obrera del siglo xix. Libraron difíciles batallas, a veces violentas, con la esperanza de alcanzar la libertad.

Se hace difícil imaginarse algo así hoy en día. Este episodio nos recuerda no solo que la libertad tenía un tipo de poder teórico o intelectual para realizar una crítica en profundidad de las relaciones económicas básicas, sino también a qué se parece una política real de la libertad cuando consigue calar entre las masas.

La libertad que buscaron los republicanos obreros no era la libertad de no verse interferido por los demás, sino la libertad de autogobernarse en todos los aspectos de su vida. Esa idea de gobernarnos a nosotros mismos en lugar de ser gobernados por otros —o por poderes incontrolados en general— es el corazón de la libertad republicana. El trabajo es una actividad coordinada, requiere que todas las personas implicadas en esa actividad cooperen siguiendo unas reglas y unas normas. Este era un punto particularmente importante para todos los trabajadores de los nuevos establecimientos industriales de finales del siglo xix, donde el trabajo no consistía solo en la actividad de un artesano y una o dos personas contratadas; ni tampoco consistía en la actividad de un granjero que pagaba a unos pocos trabajadores estacionales. El trabajo era la actividad de enormes cantidades de personas reunidas en un solo lugar que desarrollaban tareas integradas para hacer o crear algo. La libertad en ese contexto significaba gobernar el conjunto del proceso laboral en lugar de tener que seguir las órdenes de un jefe o de tener la vida de un propietario independiente. Una República cooperativista, que fue el nombre que le dieron a la economía nacional emancipada, convertía la libertad en algo concreto en cada puesto de trabajo a través justamente de esa idea de una cooperativa de producción.

Si la historia particular que cuento es norteamericana, el ideal que emerge se aplica en cualquier circunstancia en la que la gente firme contratos laborales, entre a puestos de trabajo y obedezca órdenes. Mi intención política, por tanto, no era tan solo recordar cómo y cuándo la libertad es un principio radical, sino sugerir su relevancia general.

Ese propósito político estaba conectado con el propósito intelectual del libro. Quería obligar a la investigación académica sobre el pensamiento político republicano a entrar en el siglo xix. La tendencia dominante —ahora menos dominante— era presentar el republicanismo moderno como si este hubiera salido de su antiguo capullo en algún lugar de las ciudadestado italianas del siglo xv y hubiera revoloteado con las alas ya totalmente formadas hasta posarse a descansar en algún punto de finales del siglo xviii. Los estudiosos del neorrepublicanismo nos enseñaron cómo los humanistas y los actores políticos del Renacimiento redescubrieron una concepción republicana clásica de la libertad en las ciudadestado italianas. A diferencia de la visión liberal, según la cual la libertad consiste en la ausencia de interferencias, la libertad es (según esta idea republicana) la ausencia de poderes arbitrarios. No es una cuestión de cuándo alguien interfiere de hecho en tu vida, sino de si tiene poder sobre ti, o si otros pueden interferir en tu vida de una manera arbitraria y sin control.

Los investigadores neorrepublicanos rastrearon el movimiento de este concepto de libertad hasta los republicanos revolucionarios ingleses de los siglos xvii y xviii, encontrando su última morada en el drama de la revuelta anticolonial de la Revolución norteamericana. Esa es la periodización básica de obras pioneras como Liberty before Liberalism, de Quentin Skinner; The Machiavellian Moment, de J. G. A. Pocock, y las partes históricas de Republicanism: A Theory of Freedom and Government, de Philip Pettit, por no mencionar toda la literatura académica que rodea a estas obras. La impresión prevaleciente era y ha sido que el drama intelectual, político y archivístico del concepto de libertad republicana conoció su final en la era de las primeras revoluciones burguesas.

Si fuese así, se trataba de malas noticias para los neorrepublicanos. Significaba que el concepto no tenía nada que decir sobre las cuestiones centrales que emergieron en el siglo xix en relación con la esclavitud real como opuesta a la esclavitud política, con el trabajo y no solo con el gobierno, con la reforma social y no solo con la constitución política. Implicaba que la libertad republicana habría muerto no por una usurpación liberal, sino por obsolescencia histórica.

No es tarea fácil estudiar el republicanismo del siglo xix. Requiere sumergirse en algunas fuentes menos convencionales, en tratados menos sistemáticos, en escritos y revistas ocasionales elaborados por figuras desconocidas, y exige adentrarse en disciplinas, como la economía política, que a veces se presentan como separadas de la teoría política. El beneficio de examinar estas fuentes es parecido al que obtuvieron los estudios originales y pioneros sobre el republicanismo. Nos permite comprender las situaciones en las que los conceptos son políticos, es decir cuando son utilizados en contextos particulares y por actores determinados con el fin de persuadir a los demás para que actúen. Y no solo para persuadirles a la acción, sino para que actúen colectivamente de acuerdo con un propósito común.

Como se verá, los republicanos obreros del siglo xix estaban implicados precisamente en esa actividad de proporcionar nuevos usos a viejos conceptos para incentivar la acción política. El siglo xix asistió a la emergencia de actores históricos totalmente nuevos, de movimientos masivos de esclavos y antiguos esclavos, de trabajadores industriales, de mujeres, de mujeres trabajadoras, de granjeros, de desempleados, que no solo crearon nuevas formas de poder social y político, sino que además reflexionaron sobre ellas y trataron de proporcionar un sentido a sus actividades. Durante ese proceso se apropiaron de ideas que habían sido puestas en juego por otros agentes y con otras intenciones. Los republicanos obreros son solo un ejemplo de ese evento político-intelectual más amplio.

Sin ir más lejos, el mártir antimonárquico y republicano del siglo xvii Algernon Sidney no tenía interés en criticar el trabajo asalariado y, pese a ello, dos siglos más tarde los Caballeros del Trabajo encontraron en sus famosas afirmaciones sobre la libertad republicana una de las expresiones más claras de por qué estaba mal el trabajo asalariado. Sin embargo, fue tarea de los Caballeros desentrañar por qué y cómo el trabajo asalariado era una forma de dominación. Después de todo, los asalariados tenían propiedad de sí, estaban bajo su propia capacidad legal. ¿Acaso no eran independientes en el sentido más relevante del término? Ese problema, el de la independencia o dependencia de los trabajadores, fue una de las cuestiones decisivas para el pensamiento republicano del siglo xix, y lo era en la medida en que planteaba la pregunta de si el trabajo asalariado —que ahora era la forma predominante de organización del trabajo— era compatible con una república. Si la respuesta era negativa, entonces el republicanismo podría convertirse una vez más en una doctrina revolucionaria. Solo que esta vez esa doctrina revolucionaria estaría dirigida contra algunos de los mismos grupos que habían enarbolado el ideal republicano como su propio estandarte revolucionario.

Al explicar la historia del movimiento obrero y la libertad republicana en Estados Unidos estaba trabajando a la vez con y contra los estudios republicanos anteriores. Trabajaba en contra de ese telos implícito que veía en las décadas finales del siglo xviii la tumba natural del republicanismo moderno. Pero trabajaba con el compromiso metodológico de buscar cómo los diferentes actores emplean conceptos en distintos escenarios y, en el proceso, acaban por realizar diversas innovaciones y transformaciones conceptuales.

Las intenciones políticas e intelectuales que animan este libro pueden interesar (espero) a un público general de todo el mundo. Aunque mis fuentes sean mayoritariamente norteamericanas no creo que esta sea una historia local limitada por la geografía y la lengua. Pese a que existan particularidades en la historia norteamericana no hablamos aquí de idiosincrasias. De hecho, solo somos capaces de captar movimientos universales o corrientes generales en momentos y lugares particulares. La lucha por la libertad de los republicanos obreros norteamericanos era, para ellos, una lucha global. No es de extrañar que estuvieran ávidos de noticias de todo el mundo, y que ellos mismos fueran una organización internacional, con miembros y asambleas en países como Bélgica, Australia y Canadá. En este sentido me quiero unir a figuras como Antoni Domènech, Xavier Domènech y Miguel Martínez, cuyos trabajos sobre el republicanismo encuentran en los pasados nacionales lecciones sobre la libertad, la solidaridad, la nacionalidad y la insurgencia que conllevan aprendizajes para el revival republicano.

Aunque a los autores les guste pensar en sus libros como productos acabados lo cierto es que siempre están en mitad de una conversación. Desde la publicación de este libro me he encontrado a mí mismo siendo desafiado en múltiples frentes, y esto me ha hecho consciente de los argumentos que no expuse, los que expuse demasiado enfáticamente o los que defendí de forma confusa. Quizá la cuestión más importante es justo la que menos atención ha recibido. El libro no trataba solo sobre el ideal de libertad, sino sobre las políticas de autoemancipación. Ese era el tema central del Capítulo 5, el capítulo al que los comentaristas y lectores han prestado menos atención. En ese capítulo sostengo que una de las mayores conquistas del republicanismo obrero fue desarrollar un argumento sobre por qué corresponde, a los que han visto su libertad negada, el organizarse y reclamar esa libertad por sí mismos. En suma, los republicanos obreros no solo reformularon el concepto de libertad para explicar por qué los asalariados están dominados, además introdujeron un conjunto nuevo de ideas y prácticas para su propia emancipación.

La mayoría de los lectores se han visto atraídos por las explicaciones contenidas entre los Capítulos 1 y 4 en relación con la paradoja de la esclavitud y la libertad, el intento de universalizar la libertad republicana mediante una crítica del esclavismo y la extensión de esa crítica a las formas de dominación personal y estructural en una economía capitalista. Otros han mostrado un gran interés en el ámbito y los detalles del argumento republicano obrero a favor de una «República cooperativista» basada en cooperativas de producción coordinadas entre sí y bajo control obrero. Me alegra que esos aspectos recibieran toda esa atención. Pero en mi opinión la crítica del capitalismo y la propuesta de una república cooperativista son incompletas como fuente de inspiración política y de reflexión intelectual si no comparece la política misma. La cuestión política central no es qué debemos hacer, sino quién va a hacerlo y con qué medios.

La política republicana obrera de autoemancipación, o la «teoría política de las clases dependientes», como la llamé en el Capítulo 5, es importante como fuente y como advertencia. En tanto que fuente, el argumento republicano obrero que atribuye a los trabajadores la tarea de emanciparse a sí mismos nos recuerda lo que era tener las máximas expectativas de los que parecen tener lo mínimo. Una de las características más constantes y exigentes de su punto de vista era que el enorme mal provocado por negar a la mayoría las instituciones y oportunidades para el autogobierno explicaba al mismo tiempo por qué ellos, y solo ellos, podían conquistar la libertad mediante la autoorganización. En nuestra propia época se ha vuelto algo común ver la opresión como una razón para concebir a los oprimidos como débiles, sometidos o en desventaja, y por ello necesitados de asistencia, ayuda o aliados. La visión del oprimido, a veces explícita, más a menudo implícita, es que se parecen más a unas víctimas que a unos agentes autodeterminados. Los republicanos obreros renegaron absolutamente de la idea de que los trabajadores, debido a su opresión, no podían actuar en su propio interés. En vez de ello, creyeron que la principal tarea de la teoría política era pensar sobre cómo los trabajadores podían organizarse a sí mismos en organizaciones políticas y sociales independientes en las que se educarían a sí mismos, aprenderían unos de otros y ejercerían un poder colectivo. El poder y la libertad nunca vendrían dados, tenían que ser conquistados.

En mi opinión existen importantes conexiones entre la teoría republicana obrera de la autoemancipación y los estudios españoles recientes sobre el republicanismo. El eclipse de la fraternidad, de Antoni Domènech, nos recuerda de forma crucial el valor central de la solidaridad en la tradición republicana. Como muestra Domènech, la solidaridad fue central al republicanismo porque buscó no simplemente negar la dominación del absolutismo, sino crear relaciones positivas de libertad a través de nuevos lazos solidarios. La solidaridad, por tanto, tenía que ser la conquista colectiva de aquellos que buscaban su propia emancipación. Encontramos este tipo de pensamiento entre los republicanos obreros que intentaron emplear su propia organización para reemplazar las relaciones de dependencia y atomismo con el mutualismo y la fraternidad. Asimismo, los comuneros del siglo xvi, que según Miguel Martínez inspiraron a los republicanos de los siglos xix y xx, apelaban a la misma mentalidad insurgente a la que apelaba la vertiente más combativa del republicanismo obrero.[1] Dada la centralidad que otorgó una vez el pensamiento de izquierdas a la autoemancipación colectiva, es de lo más prometedor que no solo los académicos, sino también un amplio segmento de la izquierda española, hayan mostrado un renovado interés por el republicanismo.

No siempre estuvo clara la forma en la que los republicanos obreros iban a conseguir esa autoemancipación. ¿Sería mediante el control y la regulación estatal o mediante la formación voluntaria de cooperativas? ¿Requería coaccionar a los otros o precisaba más bien la virtud en común de los trabajadores individuales? ¿Bastaba con las huelgas? ¿Eran las huelgas aceptables o reprobables? Todas estas cuestiones, sin embargo, convivieron bajo el mismo techo, que no era otro que el pensamiento movilizador que sostiene que solo los trabajadores podrían emanciparse mediante sus propios esfuerzos. Me parece que merece la pena tomarse muy en serio hoy en día algo de ese espíritu de posibilidades y expectativas, no solo como fuente de inspiración, sino como una advertencia para aquellos que preferirían pensar en los oprimidos como víctimas. Si fueran víctimas, ¿quién actuará en su interés? ¿Y en base a qué se verá autorizado para hacerlo? ¿Acaso se equivocan los republicanos obreros al decir que es una violación del propio espíritu de la libertad relacionarse con los otros como si fueran incapaces de actuar? Si los dependientes no se emancipan a sí mismos, las nuevas relaciones que se creen ¿no reinstituirán simplemente la propia relación de dependencia pero con unos amos nuevos?

Si el énfasis en la autoemancipación sirve como una advertencia para aquellos que querrían describir apresuradamente a los oprimidos como víctimas desamparadas, al mismo tiempo no está exento de riesgos. Muchos comentaristas se han preguntado si el republicanismo obrero fue tan universal y universalizador como yo lo presento. ¿Acaso no estaba atravesado de racismo, sexismo y otras limitaciones? Los Caballeros del Trabajo fueron tal vez la organización de trabajadores a mayor escala y más completa del siglo xix, con diferencias de raza, género, credo y origen étnico. Sin embargo, es cierto que uno encuentra numerosos prejuicios en los grupos de Caballeros, en sus escritos y en sus posiciones políticas. Quizá el más notorio era su animadversión racial hacia los trabajadores chinos, que se expresaba de la forma más candente en el hecho de que la mayoría de los Caballeros del Trabajo apoyaba las restricciones contra la migración de personas de origen chino.

Aún así, debo decir que algunos lectores han malinterpretado esos prejuicios como rasgos fijos y prepolíticos que obstaculizaban o subvertían la política del republicanismo obrero. Esa lectura es demasiado simple y mecanicista. Los Caballeros del Trabajo, como otras organizaciones implicadas en una política de autoemancipación, estaban intentando despertar, desarrollar y dar expresión organizativa a las nuevas capacidades para la acción y el compromiso. Dada la pobreza, la represión legal y la supresión descaradamente violenta que enfrentaban los obreros, los Caballeros esperaban que sus miembros fueran ejemplo de una virtud excepcional. No había manera de emanciparse a sí mismos sin una disposición a asumir riesgos, a sacrificar bienes actuales por posibilidades distantes, como tampoco la había sin una fortísima creencia en el valor de la libertad.

No todo el mundo estaba espontáneamente preparado para comprometerse al nivel que pedían los Caballeros. Esto se aplica a cualquier política que busque la autoemancipación. Algunos renegarán, otros traicionarán, otros esperarán pasivamente hasta ver cómo se inclina la balanza. Es inevitable. Los sistemas de opresión se reproducen a sí mismos haciendo que la resistencia sea algo costoso. Los que ejercen las virtudes necesarias para una resistencia efectiva criticarán, y a menudo de forma justificada, a aquellos que no ejercen esas mismas virtudes. Les llamarán traidores, esquiroles, cobardes y cosas mucho peores.

Sobre todo, los que resisten pueden empezar a sospechar que aquellos que no lo hacen están faltos del necesario deseo de libertad. Eso es lo que muchos Caballeros llegaron a pensar. Y hay una delgada línea que separa ese pensamiento del empezar a preguntarse si ciertos grupos no participan porque, como grupo, les falta ese amor virtuoso por la libertad, esa disposición y esa capacidad para el autosacrificio. Y una vez que emerge ese pensamiento algunos pueden empezar a pensar que esa gente indiferente a la libertad se merece su opresión. O, quizá, que hay algo constitutivamente diferente en ese grupo que no participa que los lleva a pensar y actuar de forma diferente (algo dado y natural en ellos). Así es como algunos Caballeros del Trabajo se referían a los chinos e incluso a algunos migrantes del sur y del este de Europa —incluso, algunas veces también hablaron así de la población negra.

Llegados a este punto, la política de la autoemancipación se desmorona como un castillo de naipes. Y no lo hace por el hecho de estar anclada a los prejuicios de la sociedad de la que emerge hasta el punto de que nunca pueda superar esas divisiones, sino por el dilema central de toda política de autoemancipación. Los no libres piden de los otros más de lo que puede exigirse de forma razonable, y tienen razón al hacerlo, pero esas demandas pueden reproducir o crear de nuevo las propias divisiones que se están intentando superar. Como escribí en el libro:

Es difícil imaginar cómo uno podía anunciar e inspirar la agencia de una clase de gente sin crear al mismo tiempo la expectativa de que esa gente actuaría de determinadas formas. En el caso del republicanismo obrero […] esas expectativas no se tomaban de ninguna teoría del carácter naturalmente político del Hombre, ni de alguna concepción idealizada de la ciudadanía, sino de un análisis de lo que se necesitaría para transformar la sociedad. Criticar la idea republicana obrera por ser demasiado exigente puede convertirse, por tanto, en una manera de poner en cuestión la posibilidad misma de que un grupo dependiente sea capaz de transformar las condiciones que consideran radicalmente injustas.[2]

No hay manera en la faz de la Tierra de depurar una teoría política eliminando el riesgo de que los agentes que la adoptan puedan fracasar, y hacerlo de la peor manera: traicionándose a sí mismos. Esa es una lección universal: una advertencia, es cierto, pero no solo eso. No todos los fracasos a la hora de hacer realidad una promesa de emancipación son un verdadero fracaso o un signo de errores más profundos y teóricos. Los Caballeros no consiguieron todo lo que se propusieron, pero hicieron mucho más que cualquier otra organización del siglo xix. Para nosotros, aquí y ahora, la pregunta no es si fracasaron, sino por qué nosotros no estamos ni siquiera en una posición desde la que fracasar de forma tan espectacular como ellos. Nuestra tarea consiste menos en juzgarlos que en exigirnos más a nosotros mismos.

[1]Recientemente he tratado de captar un poco más de este espíritu insurgente del republicanismo en un ensayo que daba continuación a estas reflexiones: «Liberty and Democratic Insurgency», en Yiftah Elazar y Geneviève Rousselière (eds.), Republicanism and the Future of Democracy, Cambridge, Cambridge University Press, 2019, pp. 173–188.

[2]Alex Gourevitch, From Slavery to the Cooperative Commonwealth: Labor and Republican Liberty in the Nineteenth Century, Cambridge, Cambridge University Press, 2015, p. 173.

Introducción

Todavía queda algo de esclavitud

Afinales de 1887 la mayor organización de trabajadores del siglo xix en Estados Unidos, los Caballeros del Trabajo, intentó organizar a los trabajadores de caña de azúcar de Thibodaux (Luisiana) y sus alrededores. A los trabajadores mayoritariamente negros de las plantaciones se les pagaba una miseria y trabajaban noche y día en condiciones brutales. Peor aún: muchos de ellos trabajaban para las mismas personas que pocas décadas atrás habían sido sus amos cuando todavía eran esclavos. Aunque ahora los empleadores tenían que firmar contratos de trabajo con sus antiguos esclavos, estos amos-jefes estaban todavía acostumbrados a ejercer un control incontestable sobre su fuerza de trabajo.

La asociación obrera que desafió sin previo aviso la autoridad de los propietarios de la plantación fue creada en 1869 como «La Noble y Sagrada Orden de los Caballeros del Trabajo» por un pequeño grupo de trabajadores textiles de Filadelfia. El Preámbulo y la Declaración de Principios de los Caballeros sostenían que los miembros se habían agrupado «con el propósito de organizar y dirigir el poder de las masas industriales».[3] La expresión «masas industriales» implicaba una determinada idea igualitaria. Los Caballeros creían que todos los trabajadores, cualificados y no cualificados, blancos y negros, tenían el derecho a defender colectivamente sus intereses y, por ello mismo, tenían un interés común en pertenecer a una única organización obrera. De hecho, los Caballeros fueron la primera asociación obrera a nivel nacional que organizó de forma masiva a trabajadores blancos junto a trabajadores negros —un esfuerzo que significativamente no se repetiría hasta casi un siglo después—.[4] Aspiraron a juntar a grupos diversos de trabajadores bajo la idea de que todo el mundo debería tener no solo unos salarios más altos, unas jornadas laborales más cortas o mejores condiciones laborales, sino una independencia económica total. Pasarse la vida trabajando no debería significar pasarse la vida trabajando sometido a la voluntad de otro.

En la búsqueda de su proyecto emancipador habían establecido asambleas de Caballeros por todas partes: desde las minas con abrumadora presencia masculina en la Pensilvania rural, pasando por las factorías textiles de Nueva York, mayoritariamente femeninas, hasta llegar a los trabajadores ferroviarios de Denver. Su expansión en el sur del país comenzó en 1886 en su conferencia general en Richmond (Virginia). En una notoria muestra de solidaridad racial, un Caballero negro llamado Frank Ferrell subió al escenario para presentar al líder de los Caballeros, Terence V. Powderly, antes de que este pronunciara su discurso de apertura. Defendiendo esta controvertida decisión de que un Caballero negro le presentase, Powderly escribió: «En el ámbito del trabajo y de la ciudadanía norteamericana no reconocemos ni la raza, ni el credo, ni la afiliación política ni el color».[5] Después de la asamblea un grupo de Caballeros se reunió con varios contactos locales de estados sureños como Carolina del Sur, Virginia y Luisiana para organizar a los trabajadores y establecer asambleas locales.

Su plan para la sureña Luisiana fue organizar a los trabajadores del azúcar y poner a los propietarios de la plantación ante un dilema: o incrementar los salarios o enfrentarse a una amenazante huelga de segado. Después de la temporada de cultivo del verano, el azúcar tenía que ser segado relativamente rápido o se perdería por las heladas, por lo que la amenaza de huelga tenía un peso real. El esfuerzo organizativo de los Caballeros en Luisiana pronto se convirtió en uno de los desafíos al sistema esclavista de plantaciones más audaz y más catastrófico desde el final de la Reconstrucción, que tuvo lugar diez años antes.[6]

Las primeras cartas de los organizadores locales en las parroquias azucareras muestran poca conciencia del peligro inminente. Desde agosto hasta principios de noviembre de 1887, el Journal of United Labor, la revista oficial de los Caballeros del Trabajo, recibió sobre todo buenas noticias de los organizadores de Luisiana. Un mensaje con fecha del 29 de agosto de 1887 informa: «Tres asambleas locales nuevas, ubicadas en Thibodaux, Chacahoula y Abbeville». Después de mencionar las amenazas de los empleadores para reemplazar a los potenciales huelguistas con trabajadores convictos, los Caballeros de Luisiana concluían asegurando que «puede conseguirse un acuerdo amistoso, satisfactorio para ambas partes».[7] Una semana más tarde, una carta enviada desde Terrebonne (Luisiana) relata una pequeña victoria organizativa, a pesar de que «los empleadores de las plantaciones» habían «hecho uso de todos los medios disponibles para dañar a la Orden». El Caballero informante señala también que los empleados reciben sus miserables cincuenta céntimos al día en «tiques de cartón» solo canjeables en las tiendas locales de la plantación, con los precios inflados por los empleadores. El único objetivo de esos tiques o «pagarés», utilizados a lo largo y ancho de todo el país, era mantener ligados a los trabajadores a un empleador determinado. Poco sorprende que un Caballero de Terrebonne dijera que su efecto era «convertirte en un esclavo» e informase de que había pasado a ser un tema de negociación con los dueños de las plantaciones.[8] En un mensaje del 21 de septiembre, un organizador de otro poblado azucarero escribió que, a pesar de haber ocultado su pertenencia a los Caballeros, los trabajadores locales lo están «haciendo estupendamente». Un informe similar de una parroquia vecina fechado el 3 de octubre afirmaba: «Estamos progresando muy rápido por aquí abajo».[9]

Los Caballeros tenían buenas razones para su optimismo inicial. A finales de 1887 una asamblea distrital de la región pantanosa afirmaba tener 5.000 miembros negros, más de cuarenta asambleas locales se extendían a lo largo de Nueva Orleans y el país de las plantaciones, y entre sus miembros se contaban algunos de los líderes negros más influyentes de los emocionantes días de la Reconstrucción.[10] En los cañaverales soplaba un espíritu de autoafirmación que no se veía desde hacía más de una década. Si los dueños de las plantaciones no subían los salarios y no pagaban en metálico (en vez de hacerlo en tiques de cartón), los Caballeros estaban preparados para convocar una huelga para el día 1 de noviembre. Los plantadores no aceptaron las demandas, amenazando con emplear a trabajadores convictos para reemplazar a los huelguistas. Sin dejarse arredrar, miles de trabajadores fueron a la huelga.[11]

Poco tiempo después los informes que consiguieron llegar al norte, a la principal oficina del Journal en Filadelfia, se habían vuelto claramente más desesperanzados. El 17 de noviembre el Journal imprimió una carta de Franklin, de Luisiana, que decía: «Estamos teniendo algo de agitación […] por culpa de la huelga. Los plantadores y el gobernador, junto con la milicia, están esforzándose en borrar a la Orden del mapa». A pesar de esas amenazadoras señales, el autor todavía tenía las esperanzas puestas en que «para el 1 de enero [estarían] en tan buena forma como para alquilar una buena plantación (siguiendo un plan cooperativista)».[12] Ante las amenazas militares los Caballeros seguían creyendo no ya solo que podrían subir los salarios, sino, de forma sorprendente, que podrían organizar a los trabajadores negros para que poseyeran y dirigieran una plantación por ellos mismos. No se trataba de una quimera. Tan solo a 600 kilómetros, cerca de Birmingham (Alabama), los Caballeros habían fundado dos asentamientos cooperativistas. Estos poblados, que recibían el nombre de Powderly y de Trevellick por los líderes de la Orden, servían como centros organizativos y, en el momento de la huelga del azúcar, incluían una cooperativa de cigarros y una fundición de hierro.[13] Volveremos en breve a la enorme importancia de ese «plan cooperativista».

El 26 de noviembre el Journal imprimió una carta que describía la resistencia de los Caballeros a «las muchas compañías de milicias estatales, con sus ametralladoras Gatling [sic]» que estaban intentando forzar a los trabajadores en huelga a que volvieran a los campos. Poco sabían los editores del Journal que, para el momento en que imprimieron esa carta, la milicia estatal de Luisiana había roto la huelga y acorralado a los miles de huelguistas en la ciudad de Thibodaux, donde pronto un juez de distrito estatal declararía la ley marcial. En ese momento la milicia estatal se retiró, dejando deliberadamente la ciudad en manos de un grupo de ciudadanos blancos que se autodenominaban «Comité de Paz y Orden» y que al parecer fue creado por el mismo juez que decretó la ley marcial. Al encontrarse con la resistencia de los huelguistas encerrados, los justicieros blancos desataron un torrente de asesinatos que duró tres días, desde el 21 al 23 de noviembre, contra los trabajadores desarmados y sus familias. «Nunca se ha realizado una cuenta oficial creíble de las víctimas de la masacre de Thibodaux», escribe un historiador, pero «en las semanas siguientes los cuerpos siguieron apareciendo en tumbas poco profundas en las afueras de la ciudad».[14] El cálculo preciso de muertos no venía al caso. La pregunta de quién gobernaba el campo y la ciudad, la plantación y los tribunales, había encontrado su respuesta. Como expresó una madre de dos justicieros blancos: «Yo creo que esto, para los próximos cincuenta años, resolverá la cuestión de quién mandará […], si los negros o los blancos».[15] Un par de meses después los Caballeros siguieron organizándose en algunas zonas de Luisiana y en otras partes del Sur, pero la matanza de Thibodaux fijó unos límites estrictos a la lucha por la independencia económica y la igualdad de derechos de los trabajadores negros en el Sur. Cultivar una plantación según «un plan cooperativista» no fue siquiera un sueño aplazado; fue fácil olvidar que este había sido un mundo posible en el que podían haber vivido los segadores de caña. Los Caballeros, mientras tanto, no tardaron en ser reducidos a una mera nota al pie en la historia.

La violencia colectiva oficialmente aprobada en Thibodaux fue solo uno de los muchos episodios de la historia del Sur. En cada uno de estos episodios, un desafío al dominio de clase basado en la raza se topó con las acciones de esos justicieros que actuaban en nombre de la supremacía blanca. Sin embargo, merece la pena señalar que en este caso los Caballeros articularon su desafío en un determinado lenguaje de libertad, uno que no siempre se ha recordado como debiera. Desde la abolición del esclavismo hasta el final de la Reconstrucción, fueron muchos los esclavos liberados que buscaron algo más que un reconocimiento legal como ciudadanos iguales. Sintieron que su liberación incluía el derecho a no tener amo de ningún tipo. Se negaron a trabajar para sus antiguos amos incluso cuando se les ofrecía un contrato de trabajo formal y un salario.[16] En vez de ello, y siempre que fuera posible, se apoderaron o se asentaron en tierras que reservaban para sí, y las trabajaron de forma individual o en «empresas obreras».[17] Los antiguos esclavos afirmaron su independencia en todos los niveles al organizar sus propias milicias para proteger sus derechos, al trabajar sus propiedades, al votar lo que querían y al ostentar cargos a nivel local y nacional. Este momento radical de la Reconstrucción fue rápidamente aherrojado y el colapso de la Reconstrucción en 1877 supuso el fin de todo lo que no fuera una interpretación estrecha de lo que podría significar la emancipación.[18]

Cuando aparecieron los Caballeros del Trabajo en Luisiana una década después, no solo revivieron las viejas esperanzas sobre la autoorganización y la independencia económica, sino que integraron también las aspiraciones regionales de los antiguos esclavos en una ideología nacional de libertad republicana ahora remodelada. El esperanzado paréntesis que citábamos antes —«Para el 1 de enero estaremos en tan buena forma como para alquilar una buena plantación (siguiendo un plan cooperativista)»— nos habla de ese cambio. No cabe duda de que los trabajadores negros y los líderes locales percibieron los ecos del corto periodo de la Reconstrucción («empresas obreras» y milicias negras) en este nuevo lenguaje de los «planes cooperativistas» autogestionados. Sus enemigos ciertamente lo hicieron. El Thibodaux Sentinel, una revista racista local enemiga de los esfuerzos organizativos de los Caballeros, advirtió «contra la autoorganización de los negros al recordar, tanto a los blancos como a los negros, lo que había ocurrido con la generación anterior, en los días de las milicias negras y los justicieros blancos» y evocó «los viejos demonios de la violencia y los incendios provocados por “bandidos negros”».[19] Pero los antiguos esclavos eran ahora trabajadores modernos, y los Caballeros arengaban con el mismo lenguaje emancipador a lo largo de toda la nación, pregonando la cooperación como una solución a los problemas que enfrentaban los trabajadores asalariados de todas partes. Si su mensaje tenía resonancias históricas especiales en el Sur, los Caballeros le añadieron una tonalidad nueva, de universalidad y solidaridad.

Este programa de liberación mediante la autoorganización cooperativa, articulado en el lenguaje transracial que buscaba convertir a todos los trabajadores en sus propios empleadores, asustó a los propietarios industriales del Norte tanto como a los dueños de las plantaciones del Sur. De hecho, si solo vemos la masacre de Thibodaux como una historia racial corremos el riesgo de ceder en exceso, inconsciente y anacrónicamente, al sistema esclavista de plantaciones y a su intento de controlar las relaciones laborales transformando los conflictos económicos en cuestiones de superioridad racial. Después de todo, allá donde fueran los Caballeros, y allá donde se escuchase su mensaje de cooperación e independencia, se toparon con una violencia no tan diferente de la de los justicieros sureños. A lo largo de las décadas de 1870, 1880 y 1890 los Caballeros hicieron frente a la violencia privada de los empleadores y sus pistoleros, particularmente de los Pinkerton. Los Pinkerton operaban en una zona legal gris y poco clara, a veces con sanciones completamente legales que provenían de los tribunales y a menudo en cooperación con la Guardia Nacional o incluso con las tropas federales. En ocasiones fue, de hecho, la violencia pública del Estado la responsable de las espectaculares matanzas y represiones legalmente sancionadas.[20] Los reformistas obreros catalogaron esa infame alianza del Estado con «el Ejército Pinkerton», sus espías y sus «agentes provocadores», como un tipo de «bonapartismo norteamericano» que amenazaba en convertir a la «República libre e independiente de los Estados Unidos de América» en el «Imperio comido por los gusanos de Napoleón III».[21] A veces la línea entre la violencia justiciera y la coerción legal, como había pasado en Thibodaux, se desdibujaba hasta desaparecer. ¿Cuál era entonces esa idea de libertad que desató respuestas tan extremas?

Los Caballeros del Trabajo representaban la culminación de una tradición republicana obrera y radical. Su premisa de partida era que «existe un conflicto inevitable e irresistible entre el sistema asalariado de trabajo y el sistema republicano de gobierno».[22] Se consideró el trabajo asalariado como una forma de trabajo dependiente, diferente de la posesión de esclavos, pero aun así basado en relaciones de dominación y sometimiento. El trabajo dependiente era incompatible con la independencia económica que merecía todo ciudadano republicano. Por esa razón, los Caballeros buscaron, en nombre de la libertad republicana, «abolir el sistema de trabajo asalariado tan pronto como sea posible y sustituirlo por la cooperación».[23] Aquí estaba el corazón de su «plan cooperativista», que descubrieron que se podía aplicar tanto a los trabajadores de caña de Luisiana como a las fábricas de zapatos de Massachusetts.[24] Los Caballeros dejaron escrito el programa cooperativista en sus estatutos, la Declaración de Principios de los Caballeros del Trabajo y, en su mejor momento, llegaron a organizar miles de cooperativas a lo largo de todo el país.[25] El ideal cooperativista amenazaba por igual a los plantadores del Sur, a los industriales del Norte y a los propietarios de las vías ferroviarias del Oeste porque golpeaba las relaciones de trabajo dominantes entre empleador y empleado. Permitir que todos los trabajadores compartiesen la propiedad y la dirección de una empresa, ya fuera esta una plantación de azúcar, una imprenta o una factoría textil, era —según los Caballeros— la única manera de asegurar una independencia económica y social a todo el mundo. La abolición de la esclavitud dos décadas antes no era sino el primer paso en un proyecto más amplio para eliminar todas las relaciones de dominación y sometimiento en la vida económica. Aunque estas ideas habían aparecido mucho antes de la guerra de Secesión, solo la abolición del esclavismo y la emergencia del capitalismo industrial posibilitaron que la crítica republicana del trabajo asalariado llegara a ser una causa unificadora a nivel nacional. Como escribió en 1873 Ira Steward, hijo de abolicionistas y un destacado republicano obrero de posguerra: «Todavía queda algo de esclavitud […], todavía hay algo de la libertad que está por llegar».[26]

Trabajo y libertad republicana

Los historiadores del movimiento obrero han conocido desde hace mucho tiempo la historia de los Caballeros del Trabajo y sus predecesores, a pesar de que esa historia esté lejos de recibir el interés académico que una vez mereció. Normalmente se ve a esos «republicanos obreros», y es justo que así sea, como una suerte de momento utópico o esperanzador en el crecimiento de un movimiento obrero estadounidense que sin ellos hubiese sido más conservador.[27] Su crecimiento meteórico solo fue superado por su apresurada desaparición. En el momento en que ocurría la masacre de Thibodaux, los Caballeros hacían frente a un rápido declive. La American Federation of Labor, más duradera pero mucho menos radical, los superó a finales de siglo. Pero los Caballeros no fueron una mera fase pasajera en la formación de la clase obrera estadounidense, su auge y su caída no son únicamente importantes para los investigadores de la historia obrera y política de Estados Unidos. Los Caballeros constituyeron, además, un capítulo estadounidense, local, de un desarrollo más amplio de lo que se ha venido en conocer como pensamiento político republicano.[28]

El objetivo de este libro es interpretar la historia de estos republicanos obreros como una contribución sustancial a esa tradición republicana. A pesar de que los historiadores del movimiento obrero han documentado la forma en la que el lenguaje de la libertad republicana y la virtud cívica articuló los malestares en un dialecto peculiarmente estadounidense, los historiadores del pensamiento político no han conseguido registrar la importancia de esta literatura sobre el movimiento obrero, abandonando en el olvido a esas voces del siglo xix. Quizás esto se deba a que los historiadores del pensamiento político asumen que no hay nada de interés aparte de las peculiaridades de la historia estadounidense. Si es así, cometen un grave error. Esas supuestas características excepcionales de la historia norteamericana —la raza y el esclavismo, la inmigración y las fronteras o la industrialización sin partidos socialistas de masas— se entienden mejor como elementos de una experiencia histórica que agudizó el enfoque de los reformadores obreros sobre lo que podría significar la libertad republicana en una economía moderna. Precisamente porque los estadounidenses dieron una batalla tan vigorosa e intelectualmente productiva sobre la relación entre esclavitud y libertad, por esa misma razón destaparon algunas viejas paradojas y recursos conceptuales de la propia tradición republicana. Las peculiaridades de la historia estadounidense les proporcionaron una especial sensibilidad hacia el problema del trabajo esclavo y, por ello, hacia la conexión entre la libertad republicana y las relaciones laborales en general. La idea de que el trabajo asalariado era incompatible con el gobierno republicano se reflejó en algo más que una valoración sobre el Sur profundo de Estados Unidos, mostró al mismo tiempo la utilidad del lenguaje republicano cuando este se utilizaba para hablar de nuevas experiencias intercontinentales de dominación en la economía moderna considerada en su conjunto. Esta es, probablemente, una de las razones por las que los Caballeros fueron capaces de organizar asambleas no solo en Estados Unidos, sino también en Canadá, Bélgica, Inglaterra, Francia y Nueva Zelanda. Una tradición política que, de la mano de figuras pioneras como Cicerón, había dado su aprobación a la deferencia, la desigualdad y la esclavitud,[29] pero que ahora se había convertido en una seria amenaza para las formas existentes de dominación y desigualdad. Pues bien, ¿cómo ocurrió todo esto? ¿Cuáles fueron las transformaciones ideológicas que permitieron una inversión así de lo que antiguamente había sido una tradición aristocrática?

El pensamiento político republicano

Las respuestas a estas preguntas nos exigen revisar nuestra comprensión de la tradición republicana. Me veo obligado a reconocer que, aunque este libro es una contribución a la literatura académica sobre el pensamiento político republicano, no empezó siéndolo. En un primer momento me imaginé este libro como una crítica de esa literatura académica republicana desde un punto de vista marxista (en el sentido amplio del término). Descubrí que, significativamente, las principales obras de la filosofía política y de la teoría legal republicana tenían poco que decir sobre la cuestión social en general, y sobre las formas modernas de dominación en el trabajo en particular.[30] Las contribuciones clave en la historia del pensamiento republicano tenían un defecto similar. Se limitaban al periodo de la modernidad temprana, aproximadamente desde el siglo xv hasta el xviii, que cubre la recuperación del republicanismo clásico por los humanistas italianos y la transmisión de sus ideas a los británicos de la Commonwealth y a los rebeldes norteamericanos.[31] Por más que estas obras mostrasen de diferentes maneras que una idea clásica de libertad fue revivida para criticar varias formas de «esclavitud política», como la monarquía absoluta o el gobierno colonial, estos especialistas no llegaron a discutir la historia del verdadero esclavismo, por no mencionar la importancia de la cuestión obrera en el siglo xix. En gran medida la literatura académica prevaleciente daba la impresión de que después de la Revolución americana no había ocurrido nada importante a nivel conceptual en la tradición republicana.

Pensé inicialmente que esas limitaciones académicas reflejaban limitaciones reales. Parecía, sencillamente, que a la tradición republicana le faltaban los recursos teóricos —no hablemos ya de una respuesta coherente— para comprender las formas modernas de dominación económica y las correspondientes reivindicaciones de libertad. Más concretamente, parecía que la tradición republicana seguía demasiado vinculada a dos instituciones, la esclavitud y la propiedad privada, como para poder generar una respuesta moderna al capitalismo industrial. La defensa republicana de los derechos de propiedad contra los desposeídos, incluso cuando se ensanchaba hasta llegar a incluir a los pequeños propietarios que buscan protección frente a los especuladores y rentistas, daba la impresión de ser incapaz de hacerse cargo de las necesidades de los trabajadores pobres, por no hablar de cuestiones más amplias, como la organización de la producción y el consumo sobre bases igualitarias. En lo que respecta a la esclavitud, incluso si el republicanismo moderno no estaba irremisiblemente encadenado a esa institución, su aparato conceptual seguía demasiado ligado a las particularidades de esa experiencia como para poder dar buena cuenta del mercado. El esclavismo, como una experiencia de sometimiento personal a un amo determinado, era algo bien diferente de las formas de dominación que podía experimentar una persona en el anónimo mercado laboral. El enorme cambio que supuso la aparición del mercado laboral moderno, la emergencia de un proletariado industrial y la transformación de la propiedad conformaron los elementos de una realidad histórica que no podía encajarse en el vocabulario republicano. Esa, pensé, era la razón histórica de por qué el republicanismo no tenía una historia intelectual más allá del siglo xviii, a pesar de que tuviera una historia política y obrera. Existían buenas razones para explicar por qué el marxismo eclipsó la demanda republicana por la libertad, tanto en la teoría como en la práctica. O, al menos, eso parecía.

Pero episodios como la masacre de Thibodaux y personajes como Ira Steward me hicieron reflexionar. Después de una investigación más profunda me pareció evidente que esos trabajos en filosofía política y en historia del pensamiento político simplemente habían pasado por alto el dinamismo de la tradición que decían querer recuperar. Al terminar su relato en la Revolución americana dejaban que cayese el telón de la obra del republicanismo moderno justo cuando un nuevo reparto de actores subía al escenario y una nueva escena estaba a punto de comenzar. El siglo xix fue un periodo de intensa autorreflexión para la tradición republicana debido a los desafíos internos de clase sobre algunos de sus principales supuestos. A medida que los artesanos y los trabajadores asalariados se apropiaban del lenguaje de la libertad republicana y la virtud cívica ponían sobre la mesa toda una serie de paradojas y enigmas. Además, explotaron y desarrollaron las posibilidades conceptuales que hasta la fecha habían permanecido dormidas o sepultadas entre las principales preocupaciones de la tradición republicana. Los republicanos obreros desarrollaron el material conceptual tanto para criticar la «esclavitud salarial» como para generar una demanda en favor de la república cooperativista. Aunque no empleasen el mismo lenguaje que Marx es evidente que no se trataba de un modo de pensamiento obsoleto e incapaz de responder a su propio tiempo. Cualquier ajuste de cuentas con la tradición republicana tendría que reconstruir primero las ideas políticas de estos republicanos obreros del siglo xix y concederles un lugar por derecho propio no ya en la historia norteamericana, sino en la historia del pensamiento político moderno en general.

Rehabilitación y renovación

Reconstruir el republicanismo obrero como una forma de teoría política no es solo una cuestión de rellenar los vacíos de nuestro conocimiento histórico. Se trata, más bien, de ir al corazón de la principal aspiración del revival republicano: la rehabilitación de un lenguaje perdido sobre la libertad. Quentin Skinner, uno de los líderes de este movimiento académico, sostiene que «hemos heredado dos teorías rivales e incompatibles sobre la libertad negativa».[32] La teoría dominante, la liberal, define la libertad como «no interferencia». La teoría perdida, la republicana, define la libertad como «no dominación».[33] Mientras que los liberales únicamente se preocupan por los pocos casos en los que otros interfieren de hecho con nuestras opciones, los republicanos, se dice, están preocupados por las condiciones más amplias bajo las que los otros pueden interferir a pesar de que de hecho nunca lo hagan.[34] Por esa razón para los republicanos, no así para los liberales, la condición que decide si hay libertad o no es la dependencia respecto a la voluntad de otro. Como explica Philip Pettit, otro eminente investigador neorrepublicano, la gran virtud de esta tradición es que «la esclavitud y la sujeción son los grandes males, y la independencia y el estatus, los supremos bienes».[35] No obstante, dicen estos especialistas, por lo general no se tiende a reconocer esa distinción conceptual entre las dos teorías de la libertad.

Según explican estos académicos, llegó a darse una lucha abierta entre estas dos teorías sobre la libertad, una lucha que tomó la forma de un conflicto de la modernidad temprana entre los parlamentarios republicanos, representados por figuras como Algernon Sidney, y los monárquicos liberales, representados por figuras como Thomas Hobbes. En palabras de Skinner, «el desafío contrarrevolucionario de Hobbes consiguió finalmente ganar la partida».[36] Peor aún, dice Pettit, la concepción liberal «tuvo éxito en llevar a cabo este coup d’etat sin que nadie se diera cuenta de la usurpación que había tenido lugar».[37] Por lo tanto, cuando Isaiah Berlin estableció célebremente que solo existen dos formas coherentes de hablar sobre la libertad, una negativa y otra positiva,[38] estaba reproduciendo a nivel conceptual una derrota política. Esa derrota se había naturalizado. Según Skinner, hemos sido «embrujados para creer que las maneras que tenemos de pensar [sobre conceptos como la libertad], herencia de las corrientes hegemónicas de nuestras principales tradiciones intelectuales, deben ser las únicas formas de pensar», lo cual, sobra decir, constriñe nuestra imaginación política.[39] La tarea de la investigación histórica es desnaturalizar esta forma de pensar sobre la libertad al hacernos conscientes de que la constelación actual de valores y posibilidades conceptuales no es necesaria, ni tampoco es necesariamente la mejor entre las posibles.

Al fin y al cabo, sostienen los neorrepublicanos, las forzadas restricciones de nuestra forma de pensar sobre la libertad sirven a ciertos intereses. El concepto liberal de «libertad como no interferencia permanece vinculado al sector de intereses y opiniones que le proporcionó, por primera vez, su lugar prominente y su actualidad». Este sector es «la clase de los empresarios y profesionales movidos por la búsqueda del beneficio», que está voluntaria y servilmente ciega ante ciertos tipos de situaciones de falta de libertad que aparecen en el terreno privado de la economía.[40] La teoría predominante de la libertad es indiferente ante determinadas formas de ausencia de libertad que merecen nuestra atención, especialmente en áreas como la economía o la familia. A pesar de que los neorrepublicanos reconocen que sus conceptos estuvieron en su día vinculados a un sector privilegiado de la sociedad, su idea es que el ideal de «la libertad como no-dominación trasciende sus orígenes».[41] La hostilidad general hacia «el esclavismo y el sometimiento», dicen, conduce al republicanismo a «articular malestares que superan con creces las quejas de sus comunidades fundadoras».[42]

Teniendo en cuenta las enormes pretensiones del poder crítico de la teoría republicana de la libertad es sorprendente que estos académicos nos hayan proporcionado tan pocos ejemplos históricos de los momentos en los que el republicanismo llegó verdaderamente a «trascender sus orígenes». Existe una literatura histórica extensa sobre la defensa republicana del autogobierno en la modernidad temprana, pero esas contribuciones tienen un uso muy limitado a la hora de mostrar cómo el republicanismo puede ir más allá de sus orígenes clásicos. ¿Los colonos norteamericanos estaban realmente atacando «la esclavitud y el sometimiento» cuando invocaban en el Parlamento la libertad republicana contra el poder arbitrario de la Corona británica? ¿O más bien estaban interesados en el autogobierno porque este les permitía proteger su propia dominación privada sobre los esclavos y los nativos norteamericanos? ¿Acaso buscaban los colonos su independencia para poder reafirmar su capacidad de privar de esa independencia a otros? Este tipo de dudas explican por qué los neorrepublicanos han sido objeto de una dura crítica según la cual su tradición es ineludiblemente desigualitaria y aristocrática.[43] Los críticos sostienen que el republicanismo es una ideología que está comprometida con la defensa incondicional de la propiedad privada frente a la redistribución;[44] que su teoría sobre la libertad es compatible con varias formas de vida política antidemocrática[45] y que su cultura política está profundamente arraigada en tradiciones conservadoras de unidad patriótica y en costumbres de deferencia hacia las jerarquías o castas.[46] Lo que hace que estas críticas sean tan convincentes es que toman pie en ejemplos históricos actuales en los que la demanda por la libertad republicana se conjugó con defensas autoconscientes de esos acuerdos políticos y sociales tan desiguales. ¿Dónde está, entonces, ese «trascender los orígenes»?

Neorrepublicanos como Skinner y Pettit reconocen sin reparos las raíces profundas de su pensamiento no solo en las repúblicas clásicas, sino en una de sus instituciones más injustas: la esclavitud. Tal y como nos recuerda Skinner, los republicanos modernos «deben totalmente su fraseología a los análisis de la libertad y la esclavitud que aparecen en las primeras páginas del Digesto del derecho romano».[47] El derecho romano dice que «la principal división en el derecho de las personas es esta: que todos los hombres son libres o esclavos».[48] En la relación amo-esclavo, el esclavo está bajo el poder arbitrario del amo: «Se dice que el poder del amo es arbitrario en el sentido de que mandar sobre sus esclavos es algo que siempre puede hacer con impunidad y según su mero arbitrium, voluntad y deseo».[49] Dada esta descripción de la esclavitud, no sorprende que la dependencia de la voluntad de otro sea la principal situación a evitar. De hecho, como observan a menudo los neorrepublicanos, la tradición republicana captura los elementos del mundo social a través de estas metáforas clásicas sobre la dominación y el sometimiento. Si «la falta de libertad sufrida por los esclavos no se debe fundamentalmente a verse constreñidos o interferidos en el ejercicio de cualquiera de sus decisiones particulares», sino a «su sometimiento permanente a la voluntad de sus amos»,[50] entonces la categoría de «esclavo» tiene un alcance potencialmente enorme: es aplicable a cualquier relación que cargue con estas características básicas. El origen del pensamiento republicano en la jurisprudencia romana aparece así no como un lastre, sino como un recurso, el punto arquimediano de su capacidad para destapar y criticar el sometimiento en los diferentes ámbitos de la vida en sociedad.

Sin embargo, si «en la tradición republicana […] la libertad siempre se entiende en términos de oposición entre liber y servus, ciudadano y esclavo»,[51] es llamativo el poco espacio que dedican los neorrepublicanos a los servus propiamente dichos. Se da una suerte de truco de prestidigitación por el cual el reconocimiento formal de que la teoría republicana se origina y se inspira en la esclavitud sirve como excusa para no tener que reflexionar más profundamente sobre cómo, en las repúblicas clásicas, la libertad de los ciudadanos presuponía la falta de libertad de los esclavos. Estos académicos a veces consiguen que parezca que como su teoría de la libertad emerge de una oposición conceptual frente a la esclavitud, toda su tradición está dispuesta como por naturaleza a decir algo del tipo: «La esclavitud y el sometimiento son los grandes males». Pero ocurre exactamente lo contrario. A nivel histórico y conceptual, lLa esclavitud y el sometimiento son los grandes males» no porque el ciudadano libre odie la esclavitud, sino porque cree que él no merece la servidumbre que otros sí que merecen. O, por lo menos, el liber busca su libertas incluso si eso implica que otros deban permanecer en la condición de servi. Si la libertad es compatible con la igualdad, si la libertad republicana puede universalizarse, es una cuestión que sigue abierta. El problema de si el republicanismo puede ser igualitario y crítico, en la forma en la que sus defensores desearían y sus críticos niegan, depende de cómo se resuelva esa crucial ambigüedad.

La mejor oportunidad que tuvo el republicanismo de «trascender» sus orígenes aristocráticos y desarrollar una crítica igualitaria del esclavismo y el sometimiento fue cuando alguien diferente de las élites dominantes empleó el lenguaje republicano para articular sus malestares. Eso es precisamente lo que ocurrió cuando los artesanos y trabajadores asalariados del siglo xix se apropiaron de los conceptos heredados de independencia y virtud y los aplicaron al mundo de las relaciones laborales. El intento de universalizar el lenguaje de la libertad republicana y las innovaciones conceptuales que tuvieron lugar en ese proceso fueron su principal contribución a esta tradición política.

En los siguientes cinco capítulos rastreamos este proceso complejo de desarrollo y cambio conceptual. Ese proceso implicó toda una serie de pasos que se superponen, cada uno de los cuales requería de un verdadero esfuerzo intelectual, por no hablar de un conflicto político importante. No se trató de una extensión directa y sin problemas de los conceptos republicanos a un nuevo ámbito. No fue eso. Algo conceptual y políticamente significativo ocurrió después de la Revolución americana. El siguiente ejemplo ilustrativo nos proporciona una breve introducción a este proceso de extensión ideológica. En junio de 1882 el Journal of United Labor publicó la siguiente definición de «esclavitud»:

El peso de las cadenas, el número de latigazos, la dureza del trabajo y otros efectos de la crueldad del amo pueden hacer que una servidumbre sea más miserable que otra; pero es esclavo aquel que sirve, ya sea a las personas más amables del mundo, ya sea a las peores; y le sirve siempre que deba obedecer sus órdenes y dependa de su voluntad.[52]