La república tecnológica - Alexander C. Karp - E-Book

La república tecnológica E-Book

Alexander C. Karp

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Beschreibung

Occidente ha perdido el rumbo. El pensamiento frágil, la renuncia al liderazgo global y la pérdida de ambición tecnológica son un peligro existencial. Una llamada urgente al despertar, firmada por el cofundador y CEO de Palantir —elegido por Time entre las cien personas más influyentes del mundo— y su principal colaborador. «No menos ambicioso que un nuevo tratado de teoría política». The Wall Street Journal «Una obra de lectura obligada para todos los que quieran entender el siglo xxI». General James N. Mattis, exsecretario de Defensa de EE.UU. «Un análisis brillante y provocador de cómo las tecnologías están remodelando nuestras instituciones y valores». Walter Isaacson, autor de Steve Jobs y El código de la vida «Audaz y ambicioso. Un libro esencial en la era de la IA, cuando el rumbo de Silicon Valley contribuirá a definir el futuro del liderazgo estadounidense en el mundo». Eric Schmidt, exCEO de Google y presidente del Special Competitive Studies Project «La república tecnológica ofrece una mirada fascinante —aunque por momentos inquietante— sobre el resurgir del poder duro estadounidense». Financial Times, «Best Books of the Week» ¿Qué ocurre cuando los mejores ingenieros dejan de trabajar por el bien común? En La república tecnológica, Alexander C. Karp, fundador de Palantir, lanza una crítica feroz a la complacencia de Silicon Valley y al repliegue del Estado en la carrera por la innovación. La alianza que una vez impulsó internet o la exploración espacial se ha roto, y Occidente pierde ventaja frente a la nueva geopolítica de la inteligencia artificial. Combinando rigor, valentía y claridad, Karp y Zamiska defienden que la tecnología debe volver a estar al servicio del interés público. Frente a una industria centrada en el consumo, este libro reclama una cultura del deber, del riesgo y del propósito compartido. Un manifiesto provocador —y necesario— para quienes aún creen que el futuro se puede programar. #1 new york times best seller

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Seitenzahl: 426

Veröffentlichungsjahr: 2025

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«Una narrativa envolvente… Tanto si los estadounidenses coinciden en cómo o por qué defender el país, Karp y Zamiska lanzan un claro llamamiento a que la industria tecnológica siga el camino de Palantir y se comprometa».

Washington Post

«En el complejo entorno geopolítico, tecnológico y económico actual, la capacidad de los autores para ser elocuentes y a la vez combativos en La república tecnológica nos ayuda a entender cuestiones fundamentales sobre la prosperidad futura de EE. UU. y sus aliados. El libro es a veces provocador, a veces perspicaz, y la resiliencia, el patriotismo y la experiencia profunda de Karp en un mundo en rápida transformación ofrecen lecciones e ideas intelectuales para todos nosotros».

JAMIE DIMON, presidente y CEO de JPMorgan Chase

«Un libro extremadamente importante. Alexander C. Karp es un visionario brillante que ha creado una de las empresas más trascendentes de América. Sus reflexiones sobre cómo lo hizo y sobre cómo asignar el gasto futuro en defensa y el rol que las principales empresas tecnológicas deben tener para defendernos de adversarios hostiles son tanto provocadoras como invaluables».

STANLEY DRUCKENMILLER, inversor, filántropo y presidente de Duquesne Capital

«El libro de Karp y Zamiska denuncia la arrogancia y la mezquindad de Silicon Valley y explica su compromiso apasionado con la defensa de Occidente y sus valores culturales. Ambos llevan al lector por un recorrido intelectual desde la antropología hasta el arte, la historia y la filosofía para explicar lo que importa para nuestra supervivencia y éxito».

DAVID IGNATIUS, columnista del Washington Post y autor best seller

«El grito de Karp y Zamiska por una ‘República Tecnológica’ plantea claramente qué debe ocurrir para que el mundo democrático conserve su predominio en la era de la inteligencia artificial. Este libro es una llamada de atención para los emprendedores tecnológicos de Silicon Valley y más allá». Anders Fogh Rasmussen, fundador de Alliance of Democracies Foundation y exsecretario general de la OTAN (2009-2014) La república tecnológica combina fascinantes revelaciones sobre el modo de operar de Palantir (influenciado por el enjambre de abejas, la improvisación teatral y el pensamiento de Isaiah Berlin) con la filosofía político-nacional-liberal sin concesiones de Karp. Es un manifiesto apasionante para un nuevo Proyecto Manhattan en la era de la IA».

NIALL FERGUSON, best seller de The New York Times

LA REPÚBLICA TECNOLÓGICA

 

 

 

© del texto: Alexander C. Karp y Nicholas W. Zamiska, 2025

© de la traducción: Francesc Pedrosa, 2025

© de esta edición: Temet Nosce, S. L.

Primera edición: octubre de 2025

ISBN: 979-13-87936-07-5

Maquetación: El Taller del Llibre

Tenos

Manila, 65

08034 Barcelona

proyectotenos.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

 

 

 

A los que buscan conmover el corazón de los demás y conocer el propio.

 

 

 

«Nunca llegarás al corazón de los demás si no surge del tuyo».

(«Werdet ihr nie Herz zu Herzen schaffen, Wenn es euch nicht von Herzen geht»).1

JOHANN WOLFGANG VON GOETHE

«El poder de hacer daño es poder de negociación.

Explotarlo es diplomacia; diplomacia cruel, pero diplomacia».2

THOMAS SCHELLING

«Los fundamentalistas se precipitan hacia donde los liberales temen pisar».3

MICHAEL SANDEL

ÍNDICE

Cubierta

Créditos

Título

Índice

PREFACIO

PARTE 1. EL SIGLO DEL SOFTWARE

1. El Valle Perdido

2. Chispas de inteligencia

3. La falacia del ganador

4. Fin de la era atómica

PARTE II. EL VACIADO DE LA MENTE ESTADOUNIDENSE

5. El abandono de la fe

6. Agnósticos tecnológicos

7. Soltar el globo

8. «Sistemas defectuosos»

9. Perdidos en el país de los juguetes

PARTE III. LA MENTALIDAD DEL INGENIERO

10. El enjambre Eck

11. La nueva empresa improvisada

12. La desaprobación de la multitud

13. Construir un rifle mejor

14. Una nube o un reloj

PARTE IV. RECONSTRUIR LA REPÚBLICA TECNOLÓGICA

15. Hacia el desierto

16. La piedad y su precio

17. Los próximos mil años

18. Un punto de vista estético

NOTAS

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

Guide

Cubierta

Título

start

PREFACIO

Este libro es el resultado de casi una década de diálogo entre sus autores en torno a la tecnología, nuestro proyecto nacional y los peligrosos desafíos políticos y culturales a los que nos enfrentamos colectivamente.

Ha llegado la hora de la verdad para Occidente. La pérdida de ambición nacional y de interés en el potencial de la ciencia y la tecnología y el consiguiente declive de la innovación gubernamental en todos los sectores, desde la medicina a los viajes espaciales pasando por el software militar, han creado una brecha en la innovación. El Estado ha dejado de buscar el tipo de adelantos a gran escala que dieron lugar a la bomba atómica y a Internet, cediendo al sector privado el reto de desarrollar la próxima oleada de tecnologías revolucionarias, una notable y casi total pérdida de fe en el mercado. Mientras, Silicon Valley se ha replegado sobre sí mismo, centrando su energía en limitados productos de consumo en lugar de proyectos que aborden nuestra seguridad y bienestar a alto nivel.

La actual era digital ha estado dominada por la publicidad y las compras en línea, así como por las redes sociales y las plataformas para compartir vídeos. El ambicioso grito de guerra de toda una generación de fundadores en Silicon Valley era simplemente construir. Pocos se preguntaron qué había que construir y por qué. Durante décadas, hemos dado por sentado que la industria tecnológica se centraba —y en muchos casos se obsesionaba— en la cultura de consumo, sin cuestionar apenas la orientación —y, creemos, desorientación— del capital y el talento hacia lo trivial y efímero. Gran parte de lo que hoy se considera innovación, de aquello que atrae enormes cantidades de talento y financiación, caerá en el olvido antes de que acabe la década.

El mercado es un poderoso motor de destrucción, creativa y de otro tipo, pero con frecuencia es incapaz de ofrecer lo que más se necesita en el momento oportuno. Los gigantes de Silicon Valley que dominan la economía estadounidense han cometido el error estratégico de considerar que existen esencialmente fuera del país en el que se crearon. En muchos casos, los fundadores que crearon estas empresas veían a Estados Unidos como un imperio moribundo, cuyo lento declive no podía interponerse en su propio ascenso y en la fiebre del oro de la nueva era. Muchos de ellos abandonaron cualquier intento serio de hacer progresar la sociedad, de garantizar que la civilización humana siguiera avanzando, centímetro a centímetro, colina arriba. El marco ético imperante en el Valley, una visión tecnoutópica según la cual la tecnología resolvería todos los problemas de la humanidad, se ha convertido en un estrecho enfoque utilitarista, que considera que los individuos no son más que meros átomos de un sistema que hay que gestionar y contener. Las cuestiones vitales, aunque confusas, de lo que constituye una buena vida, qué esfuerzos colectivos debe promover la sociedad y qué puede hacer posible una identidad compartida y nacional se han dejado de lado como anacronismos de otra época.

Podemos —debemos— hacerlo mejor. El argumento central que proponemos en las páginas que siguen es que la industria del software debería reconstruir su relación con el gobierno y reorientar su esfuerzo y atención a la construcción de la tecnología y las capacidades de inteligencia artificial que abordarán los retos más acuciantes a los que nos enfrentamos como colectivo. La élite de ingenieros de Silicon Valley tiene la obligación de participar en la defensa de la nación y en la articulación de un proyecto nacional —qué es este país, cuáles son nuestros valores y qué es lo que defendemos— y, por extensión, de preservar la perdurable, aunque frágil, ventaja geopolítica que Estados Unidos y sus aliados en Europa y otros lugares han mantenido sobre sus adversarios. Es, por supuesto, la protección de los derechos individuales frente a la usurpación estatal la que tomó su forma moderna en «Occidente» —un concepto que muchos, de una forma casi despreocupada, han rechazado—, sin el cual el vertiginoso ascenso de Silicon Valley nunca habría sido posible.

El auge de la inteligencia artificial, que por primera vez en la historia plantea un reto plausible a nuestra especie por la supremacía creativa en el mundo, no ha hecho sino acentuar la urgencia de revisar cuestiones de identidad y finalidad nacionales que muchos habían pensado que podían dejarse de lado sin peligro. Podríamos haber salido del paso durante años, o incluso décadas, esquivando estas cuestiones más esenciales, si el avance de la IA, desde los grandes modelos de lenguaje hasta los futuros enjambres de robots autónomos, no hubiera amenazado con trastornar el orden mundial. Sin embargo, ahora es el momento de decidir quiénes somos y qué aspiramos a ser como sociedad y como civilización.

Otros preferirían, o abogarían por, una división más cuidadosa y deliberada entre los ámbitos y las inquietudes de los sectores privado y público. La mezcla de fines empresariales y nacionales, de la disciplina que puede proporcionar el mercado con el interés por el bien colectivo, preocupa a muchos. Pero la pureza tiene un coste. Creemos que la reticencia de muchos líderes empresariales a aventurarse, de manera significativa y al margen de incursiones ocasionales y teatrales, en los debates sociales y culturales más importantes de nuestro tiempo —incluidos los que tienen que ver con la relación entre el sector tecnológico y el Estado— debería hacernos reflexionar. Las decisiones a las que nos enfrentamos colectivamente son demasiado trascendentales como para no cuestionarlas ni examinarlas. Quienes participan en la construcción de la tecnología que animará y hará posible casi todos los aspectos de nuestras vidas tienen la responsabilidad de exponer y defender sus puntos de vista.

Nuestra mayor esperanza es que este libro suscite un debate sobre el papel que Silicon Valley puede y debe desempeñar en el avance y la reinvención de un proyecto nacional —tanto en Estados Unidos como en el extranjero— de lo que, más allá de un compromiso firme e incontrovertible con el liberalismo y sus valores, incluido el progreso de los derechos individuales y la equidad, constituye nuestra visión compartida de la comunidad a la que pertenecemos.

Reconocemos que un tratado político de esta naturaleza es un proyecto inusual para aquellos que se encuentran en el sector privado. Pero es mucho lo que está en juego, y cada vez más. La actual reticencia de la industria tecnológica por abordar estas cuestiones fundamentales nos ha privado de una visión positiva de lo que este país o cualquier otro puede y debe ser en una era de crecientes cambios y riesgos tecnológicos. Creemos también que los valores de la cultura de la ingeniería que dio origen a Silicon Valley, incluida su obsesiva atención por los resultados y su desinterés por el teatro y el postureo —aunque complejos e imperfectos— serán, en última instancia, vitales para nuestra capacidad de hacer avanzar nuestra seguridad y bienestar nacionales.

Son demasiados los líderes reacios a aventurarse en el debate, a articular creencias genuinas —en una idea, un conjunto de valores o un proyecto político— por miedo a ser castigados en la esfera pública contemporánea. Un subconjunto significativo de nuestros líderes, electos o no, enseñan (y se les enseña) que la creencia en sí misma es el enemigo y que la falta de creencia en cualquier cosa, excepto quizás en uno mismo, es el camino más seguro hacia la recompensa. El resultado es una cultura en la que los responsables de tomar las decisiones más importantes —en todos los ámbitos públicos, incluidos el gobierno, la industria y el mundo académico— a menudo no están seguros de cuáles son sus propias creencias o, lo que es más importante, de si tienen alguna creencia firme o auténtica.

Esperamos que este libro, incluso su propia existencia, sugiera que es posible —y, de hecho, imperativo— un discurso mucho más rico, una investigación más significativa y matizada, sobre nuestras creencias como sociedad, compartidas o no. Quienes trabajan en el sector privado no deberían ceder este terreno a otros en el mundo académico o en otros ámbitos por una supuesta falta de autoridad o experiencia. La propia Palantir es un intento —imperfecto, en evolución e incompleto— de construir una empresa colectiva, cuyo resultado creativo combina teoría y acción. La implementación del software por parte de la empresa y su trabajo en el mundo constituyen la acción. Este libro trata de ofrecer los inicios de una articulación de la teoría.

ACK Y NWZNoviembre de 2024

PARTE I

EL SIGLO DEL SOFTWARE

1

EL VALLE PERDIDO

Silicon Valley ha perdido el rumbo.

El auge inicial de la industria estadounidense del software fue posible, en la primera parte del siglo XX, gracias a lo que hoy parecería una alianza radical, pero tensa, entre las empresas tecnológicas emergentes y el Gobierno de Estados Unidos. Las primeras innovaciones de Silicon Valley no fueron impulsadas por cerebros técnicos que buscaban elaborar productos de consumo triviales, sino por científicos e ingenieros que ansiaban ver implementada la tecnología más potente de la época para abordar retos significativos a nivel industrial y nacional. Su objetivo no era satisfacer las necesidades pasajeras del momento, sino impulsar un proyecto mucho más imponente, canalizando la resolución y la ambición colectivas de una nación. Esta temprana dependencia de Silicon Valley del Estado-nación y, de hecho, del Ejército estadounidense, ha sido, en general, olvidada, borrada de la historia de la región como un hecho incómodo y disonante, que choca con la concepción que Silicon Valley tiene de sí mismo como deudor únicamente de su capacidad para innovar.1

En la década de 1940, el gobierno federal empezó a apoyar una serie de proyectos de investigación que culminarían en el desarrollo de nuevos compuestos farmacéuticos,2 cohetes intercontinentales y satélites, así como de los precursores de la inteligencia artificial. De hecho, Silicon Valley fue, en su día, el centro de la producción militar y de la seguridad nacional estadounidenses.3 Fairchild Camera and Instrument Corporation,4 cuya división de semiconductores se fundó en Mountain View, California, e hizo posibles los primeros ordenadores personales, construyó equipos de reconocimiento para los satélites espía utilizados por la Agencia Central de Inteligencia a partir de finales de la década de 1950. Durante un tiempo,5 después de la Segunda Guerra Mundial, todos los misiles balísticos de la Armada estadounidense se fabricaron en el condado de Santa Clara, California. Empresas como Lockheed Missile & Space, Westinghouse, Ford Aerospace y United Technologies tenían miles de empleados trabajando en Silicon Valley en la producción de armas durante las décadas de 1980 y 1990.6

Esta unión de la ciencia y el Estado a mediados del siglo XX surgió a la estela de la Segunda Guerra Mundial. En noviembre de 1944,7 mientras las fuerzas soviéticas se aproximaban a Alemania desde el este y Adolf Hitler se preparaba para abandonar la Guarida del Lobo, o Wolfsschanze, su cuartel general del frente oriental en el norte de la actual Polonia, el presidente Franklin Roosevelt, en Washington, D. C., contemplaba ya una victoria estadounidense y el final del conflicto que había cambiado la configuración del mundo. Roosevelt envió una carta a Vannevar Bush, hijo de un pastor que se había convertido en director de la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico de Estados Unidos. Bush había nacido en 1890 en Everett, Massachusetts, al norte de Boston. Tanto su padre como su abuelo habían crecido en Provincetown, en el extremo de Cape Cod.8 En la carta,9 Roosevelt describía «el excepcional experimento» que Estados Unidos había emprendido durante la guerra para poner la ciencia al servicio de fines militares. Roosevelt anticipó con precisión la era por venir —y la colaboración entre el gobierno nacional y la industria privada—. Escribió que «no hay ninguna razón por la que las lecciones que aprendamos de este experimento» —es decir, dirigir los recursos de un sistema científico emergente para ayudar a librar la guerra más importante y violenta que el mundo hubiera conocido— «no puedan emplearse provechosamente en tiempos de paz». Su ambición era clara: Roosevelt pretendía que la maquinaria del Estado —su poder y prestigio, así como los recursos financieros de una nación victoriosa y una potencia emergente— estimulase el avance de la comunidad científica al servicio, entre otras cosas, del progreso de la salud pública y del bienestar nacional. El reto consistía en garantizar que los ingenieros e investigadores que habían centrado su atención en la industria de la guerra —y en particular los físicos, que, como señalaba Bush, habían «perdido el rumbo de la forma más violenta»— pudieran reorientar sus esfuerzos hacia los avances civiles en una era de paz relativa.10

La relación entre el Estado y la investigación científica, tanto antes como después de la guerra, se basaba a su vez en una historia aún más larga de conexión entre innovación y política. Muchos de los primeros líderes de la república estadounidense eran, de hecho, ingenieros,11 desde Thomas Jefferson, que diseñaba relojes de sol y estudiaba las máquinas de escribir, hasta Benjamin Franklin, que experimentó y construyó de todo, desde pararrayos hasta gafas. Franklin no era un simple aficionado a la ciencia: era un ingeniero, uno de los más productivos del siglo, que se convirtió en político. Dudley Herschbach,12 profesor de Harvard y químico, ha señalado que las investigaciones del fundador de la nación estadounidense sobre la electricidad «fueron reconocidas como heraldos de una revolución científica comparable a las llevadas a cabo por Newton en el siglo anterior o por Watson y Crick en el nuestro». La ciencia y la historia natural eran, para Jefferson, su «pasión», escribía en una carta a un juez federal de Kentucky en 1791, mientras que la política era su «deber».13 Algunos campos eran tan nuevos que los no especialistas podían aspirar a hacer contribuciones significativas en ellos. James Madison diseccionó una comadreja americana14 y tomó casi cuarenta medidas del animal para compararlo con las variedades europeas de la especie, como parte de una investigación sobre la teoría, propuesta por el naturalista francés Georges-Louis Leclerc en el siglo XVIII, de que los animales de Norteamérica habían degenerado en versiones más pequeñas y débiles de sus homólogos del otro lado del océano.

A diferencia de las legiones de abogados que han llegado a dominar la política de Estados Unidos en la era moderna,15 muchos de los primeros líderes estadounidenses, aun no siendo científicos, dominaban con fluidez cuestiones de ciencia y tecnología.16 Según un historiador, John Adams, el segundo presidente de los Estados Unidos,17 se esforzó por alejar a la primitiva república de «la ciencia inútil, que centraba su atención en objetos de vana curiosidad» y orientarla hacia formas de investigación más prácticas, como «la aplicación de la ciencia al fomento de la agricultura». Los innovadores de los siglos XVIII y XIX eran con frecuencia polímatas cuyos intereses divergían enormemente de la perspectiva contemporánea de que la profundidad, en oposición a la amplitud, es el medio más eficaz de contribuir a un campo. El propio término «científico» no se acuñó hasta 1834,18 para describir a Mary Somerville, astrónoma y matemática escocesa; antes de esa fecha, la mezcla de intereses entre la física y las humanidades, por ejemplo, era tan común y natural que no se había necesitado una palabra más especializada. A muchos les importaban poco las líneas fronterizas entre disciplinas, y abarcaban campos de estudio tan aparentemente inconexos como la lingüística, la química, la zoología o la física. Las fronteras y los límites de la ciencia se encontraban aún en su fase inicial de expansión. En 1481, la biblioteca del Vaticano, la mayor de Europa, contaba con unos tres mil quinientos libros y documentos.19 La limitada extensión del conocimiento colectivo de la humanidad hacía posible y fomentaba un enfoque interdisciplinario que hoy en día, casi con toda seguridad, paralizaría una carrera académica. Esa polinización cruzada, así como la ausencia de una rígida adhesión a los límites entre disciplinas, fue vital para alentar la voluntad de experimentar y para la confianza de los líderes políticos a la hora de opinar sobre cuestiones técnicas y de ingeniería que influían en los asuntos de gobierno.

El ascenso de J. Robert Oppenheimer y de docenas de sus colegas a finales de la década de 1930 no hizo sino situar a científicos e ingenieros en el núcleo de la vida estadounidense y la defensa del experimento democrático. Joseph Licklider,20 un psicólogo cuyo trabajo en el Instituto de Tecnología de Massachusetts anticipó el surgimiento de las primeras formas de IA, fue contratado en 1962 por la organización que se convertiría en la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa (DARPA por sus siglas en inglés) de EE. UU., una institución cuyas innovaciones incluirían los precursores de la moderna Internet y el sistema de posicionamiento global (GPS por sus siglas en inglés). Su investigación para su ya clásico artículo «Man-Computer Symbiosis»,21 que se publicó en marzo de 1960 y esbozaba una visión de la interacción entre la inteligencia informática y la nuestra, contó con el apoyo de las Fuerzas Aéreas estadounidenses. Las relaciones entre los dirigentes políticos y los científicos en los que confiaban para que les sirviesen de guía y orientación eran estrechas y con un alto grado de confianza. Poco después de que la Unión Soviética lanzara el satélite Sputnik,22 en octubre de 1957, Hans Bethe, físico teórico de origen alemán y asesor del presidente Dwight D. Eisenhower, fue llamado a la Casa Blanca. En cuestión de una hora se llegó a un acuerdo sobre el camino a seguir para revitalizar el programa espacial estadounidense. «Encárguese de hacer que se lleve a cabo», dijo Eisenhower a un ayudante. El ritmo de cambio y acción en aquella época era rápido. Al año siguiente se fundaría la NASA.

A finales de la Segunda Guerra Mundial, la combinación de ciencia y vida pública —de innovación técnica y asuntos de Estado— estaba esencialmente completa y no era muy notable. Muchos de estos ingenieros e innovadores trabajarían en la oscuridad. Otros, sin embargo, se convirtieron en celebridades de un modo difícil de imaginar hoy en día. En 1942, mientras la guerra se propagaba por Europa y el Pacífico, un artículo de Collier’s presentaba a Vannevar Bush,23 que ayudaría a fundar el Proyecto Manhattan pero que en aquel momento era un ingeniero y funcionario del gobierno poco conocido, a los casi tres millones de lectores de la revista, describiendo a Bush como «el hombre que podría ganar la guerra». Durante décadas, y a ambos lados del Atlántico, había ido creciendo el interés por aquellos que desentrañaban los misterios más fundamentales del mundo físico. Marie Curie envió una carta a su hermano en 1903,24 poco después de descubrir el radio y ganar el Premio Nobel, el primero de sus dos galardones, en la que señalaba la avalancha de peticiones por parte de los periodistas. «Casi me gustaría enterrarme en algún lugar para encontrar un poco de paz», escribía. Del mismo modo, Albert Einstein no solo fue una de las mentes científicas más brillantes del siglo XX, sino también una de sus celebridades más prominentes, una popular figura cuya imagen y descubrimientos revolucionarios, que desafiaron de manera tan profunda nuestra comprensión intuitiva de la naturaleza del espacio y el tiempo, aparecían con frecuencia en las portadas de los periódicos. Y a menudo era la propia ciencia la que se convertía en el centro de atención.25

Era el siglo estadounidense, y los ingenieros ocupaban un lugar central en la mitología ascendente de la época.26 La búsqueda del interés público a través de la ciencia y la ingeniería se consideraba una prolongación natural del proyecto nacional,27 que implicaba no solo proteger los intereses de Estados Unidos, sino hacer progresar a la sociedad y, de hecho, a la civilización. Y, aunque la comunidad científica requería financiación y un amplio apoyo del gobierno, el Estado moderno dependía igualmente de los avances que esas inversiones producían en los terrenos de la ciencia y la ingeniería. La superación, a nivel técnico, de Estados Unidos en el siglo XX —es decir, su capacidad para ofrecer avances económicos y científicos fiables, desde progresos médicos hasta mayores capacidades militares— resultó esencial para su credibilidad. Como ha sugerido Jürgen Habermas,28 el incumplimiento por parte de los dirigentes de sus promesas implícitas o explícitas al público puede provocar una crisis de legitimidad del gobierno. Cuando las tecnologías emergentes que generan riqueza no promueven el interés público general, suelen surgir problemas.29 Dicho de otro modo, la decadencia de una cultura o civilización, y por supuesto de su clase dirigente, solo se perdona si esa cultura es capaz de generar crecimiento económico y seguridad para el público. De este modo, la voluntad de las comunidades científica y de ingeniería de acudir en ayuda de la nación ha sido esencial no solo para la legitimidad del sector privado, sino para la durabilidad de las instituciones políticas en todo Occidente. 30

La encarnación moderna de Silicon Valley se ha alejado de manera significativa de esta tradición de colaboración con el Gobierno estadounidense,31 centrándose en cambio en el mercado de consumo, como la publicidad en línea y las plataformas de redes sociales, que han llegado a dominar —y limitar— nuestra percepción del potencial de la tecnología. Una generación de fundadores se camufló en la retórica de un propósito elevado y ambicioso —de hecho, su grito de guerra de cambiar el mundo ha perdido la fuerza debido al uso excesivo—, pero a menudo reunió enormes cantidades de capital y contrató a legiones de ingenieros de talento simplemente para construir aplicaciones para compartir fotos e interfaces de chat para el consumidor moderno. El escepticismo ante la labor gubernamental y la ambición nacional caló hondo en el Valley. Los grandiosos experimentos colectivistas de principios del siglo XX se desecharon en favor de una restringida atención a los deseos y necesidades del individuo. El mercado recompensó el compromiso superficial con el potencial de la tecnología, ya que una start-up tras otra satisfacía los caprichos de la cultura capitalista tardía sin interés alguno en construir la infraestructura técnica que abordara nuestros más significativos desafíos como nación. Había llegado la era de las plataformas de redes sociales y las aplicaciones de reparto de alimentos. Los avances médicos, la reforma educativa y los avances militares tendrían que esperar.

Durante décadas, el Gobierno estadounidense se percibió en Silicon Valley como un impedimento para la innovación y un imán para la controversia; un obstáculo para el progreso, no su socio lógico. Los gigantes tecnológicos de la era actual evitaron durante mucho tiempo el trabajo gubernamental. El nivel de disfunción interna de muchas agencias estatales y federales creaba barreras de entrada aparentemente insuperables para los agentes externos, incluidas las insurgentes start-ups de la nueva economía. Con el tiempo, la industria tecnológica se desinteresó por la política y por los proyectos comunitarios más amplios. Consideraba el proyecto nacional estadounidense, si es que podía llamarse así, con una mezcla de escepticismo e indiferencia. En consecuencia, muchas de las mejores mentes del Valley, y sus grupos de discípulos ingenieros, se volvieron hacia el consumidor en busca de sustento.

Más adelante examinaremos las razones por las que los gigantes tecnológicos modernos, como Google, Amazon y Facebook, pasaron de centrarse en la colaboración con el Estado al mercado de consumo. Las causas fundamentales del cambio incluyen la creciente divergencia entre los intereses y los instintos políticos de la élite estadounidense y los del resto del país tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, así como el distanciamiento emocional de una generación de ingenieros informáticos respecto a conflictos más amplios: los problemas económicos del país y las amenazas geopolíticas del siglo XX. La generación más capacitada de programadores nunca ha vivido una guerra o una auténtica revuelta social. ¿Por qué crear controversia con tus amigos o arriesgarte a que te desaprueben trabajando para el Ejército estadounidense cuando puedes refugiarte en la seguridad percibida de crear una nueva aplicación?

A medida que Silicon Valley se volvía hacia el interior y hacia el consumidor, el gobierno estadounidense y los gobiernos de muchos de sus aliados redujeron su participación e innovación en numerosos ámbitos, desde los viajes espaciales al software militar o la investigación médica. La retirada del Estado dejó un vacío cada vez más amplio en materia de innovación. Muchos a ambos lados de la línea divisoria aplaudieron esta divergencia; los escépticos del sector privado argumentaron que no se podía confiar en la operación en dominios públicos, y los del Valley seguían desconfiando del control gubernamental y del mal uso o abuso de sus inventos. Sin embargo, será la unión del Estado y la industria del software —y no su separación y desvinculación— lo que hará falta para que Estados Unidos y sus aliados en Europa y en todo el mundo sigan siendo tan dominantes en este siglo como lo fueron en el pasado.

En este libro, defendemos que el sector tecnológico tiene la obligación de apoyar al Estado que hizo posible su ascenso. Para que la industria del software recupere la confianza en el país y avance hacia una visión más transformadora de lo que la tecnología puede y debe hacer posible, será esencial que renueve su compromiso con el interés público. La capacidad del gobierno para seguir velando por el bienestar y la seguridad de los ciudadanos también requerirá que el Estado esté dispuesto a inspirarse en la idiosincrática cultura organizativa que permitió a tantas empresas de Silicon Valley remodelar sectores enteros de nuestra economía. Lo que permitió a la industria tecnológica estadounidense transformar nuestras vidas fue el compromiso de avanzar en los resultados a expensas de los gestos teatrales, de potenciar a quienes se encuentran en los márgenes de una organización pero pueden estar más cerca del problema, y de dejar a un lado los vanos debates teológicos en favor de un progreso incluso marginal y a menudo imperfecto. Esos valores también tienen el potencial de transformar nuestro gobierno.

De hecho, la legitimidad del Gobierno estadounidense y de los regímenes democráticos de todo el mundo exigirá un aumento de la producción económica y técnica que solo puede lograrse mediante una adopción más eficiente de la tecnología y del software. El público perdonará muchos fallos y pecados a la clase política, pero el electorado no pasará por alto la incapacidad sistémica de aprovechar la tecnología para suministrar eficazmente los bienes y servicios esenciales para nuestras vidas.

Este libro consta de cuatro partes. En la parte I, «El siglo del software», sostenemos que la actual generación de cerebros ingenieriles de talento espectacular se ha desvinculado de cualquier propósito nacional o proyecto más importante y significativo. Estos programadores se retiraron para la construcción de sus maravillas técnicas. Y, en efecto, se han construido maravillas. Las nuevas formas de inteligencia artificial, conocidas como grandes modelos de lenguaje, han apuntado por primera vez en la historia a la posibilidad de una inteligencia artificial general, es decir, un intelecto informático que podría rivalizar con el de la mente humana en lo que se refiere al razonamiento abstracto y la resolución de problemas. No está claro, sin embargo, que las empresas tecnológicas que construyen estas nuevas formas de IA vayan a permitir que se utilicen con fines militares. Muchas dudan, cuando no se oponen rotundamente, a colaborar con el Gobierno de Estados Unidos.

Defendemos que uno de los retos más importantes a los que nos enfrentamos en este país es garantizar que el Departamento de Defensa de EE. UU. pase de ser una institución concebida para luchar y ganar guerras cinéticas a una organización que pueda diseñar, construir y adquirir armamento de IA, los enjambres de drones no tripulados y los robots que dominarán el campo de batalla del futuro. El siglo XXI es el siglo del software. Y el destino de Estados Unidos, y de sus aliados, depende de la capacidad de sus agencias de defensa e inteligencia para evolucionar, y hacerlo a buen ritmo. Sin embargo, la generación mejor posicionada para desarrollar ese armamento es también la más dubitativa, la más escéptica a la hora de dedicar sus considerables talentos a fines militares. Muchos de estos ingenieros nunca se han encontrado con alguien que haya servido en el Ejército. Viven en un espacio cultural que disfruta de la protección del paraguas de seguridad estadounidense, pero no son responsables de ninguno de sus costes.

La parte II, «El vaciado de la mente estadounidense», ofrece un relato de cómo hemos llegado hasta aquí, de los orígenes de nuestro amplio retroceso cultural tanto en Estados Unidos como en Occidente en general. Empezamos por la cuestión más estructural: el abandono por parte de la generación actual de la creencia o la convicción en proyectos políticos amplios. Las mentes con más talento del país y del mundo han dejado de lado, en su mayor parte, el trabajo —a menudo sucio y controvertido— más vital y significativo para nuestro bienestar y defensa colectivos. Estos ingenieros rechazan trabajar para el Ejército estadounidense, pero no dudan en dedicar sus vidas a reunir capital para crear la próxima aplicación o plataforma de redes sociales del momento. Las causas de este alejamiento de la defensa del proyecto nacional estadounidense, argumentamos, incluyen el ataque sistemático y el intento de disolver cualquier concepción de la identidad estadounidense u occidental durante las décadas de 1960 y 1970. El desmantelamiento de todo un sistema de privilegios se inició con razón. Pero no conseguimos resucitar en su lugar nada sustancial, una identidad colectiva coherente o un conjunto de valores comunitarios. El vacío quedó abierto y el mercado se apresuró con ardor a llenarlo. 32

El resultado fue un vaciamiento del proyecto estadounidense, con una élite sin rumbo —pero con mucha formación— al timón. Esta generación sabía a qué se oponía y qué era lo que no podía consentir, pero no cuál era su objetivo. Los primeros tecnólogos que crearon el ordenador personal, la interfaz gráfica de usuario y el ratón, por ejemplo, se mostraron escépticos a la hora de promover los fines de una nación que muchos de ellos creían que no merecía su lealtad. En consecuencia, fue el mercado el que incorporó el auge de Internet en la década de 1990, y se aclamó al consumidor como su rey. Pero muchos han cuestionado, de forma justificada, si la revolución digital inicial que hizo posible la llegada de Internet en las décadas de 1990 y 2000 mejoró realmente nuestras vidas, en lugar de limitarse a cambiarlas.

En este contexto se fundó Palantir, que empezó a trabajar para las agencias de defensa e inteligencia estadounidenses en los años posteriores a los atentados del 11 de septiembre. En la parte III, «La mentalidad del ingeniero», describimos la cultura organizativa que distingue a Palantir y a muchos otros gigantes tecnológicos fundados en Silicon Valley. Gran parte de lo que hace que Palantir funcione constituye una denegación directa del modelo estándar en la práctica empresarial estadounidense. En concreto, analizamos las lecciones que podemos aprender de la organización social de los enjambres de abejas y las bandadas de estorninos y las implicaciones del teatro de improvisación para la creación de nuevas empresas, así como los experimentos de conformidad de Solomon Asch, Stanley Milgram y otros en las décadas de 1950 y 1960, que pusieron de manifiesto la debilidad de la inmensa mayoría de las mentes humanas cuando se enfrentan a la amenaza de la autoridad.

También hablamos de los primeros años de Palantir, cuando la empresa empezó a trabajar con personal del Ejército estadounidense y de las Fuerzas Especiales en Afganistán para desarrollar un software que ayudara a predecir la colocación de bombas en los márgenes de las carreteras, los omnipresentes artefactos explosivos improvisados que se convirtieron en la principal causa de bajas tanto en Irak como en Afganistán a lo largo de casi una década. La mentalidad de ingeniero que nos ha permitido, y también a otros, crear este tipo de software se basa en la preservación de un espacio para la fricción creativa y el rechazo de la fragilidad intelectual, la voluntad de desechar la implacable presunción de imitar lo que se ha hecho antes, y el escepticismo ante la ideología en favor de la búsqueda implacable de resultados.

Por último, en la parte IV, «Reconstruir la república tecnológica», abordamos lo que será necesario para reconstituir una cultura de esfuerzo colectivo y propósito compartido. El Valley sigue siendo muy reacio a arriesgarse a entrar en numerosos ámbitos públicos, como la Policía Local, la medicina, la educación y, hasta hace poco, la seguridad nacional, áreas que suelen ser demasiado tensas políticamente e implacables con los forasteros. El resultado ha sido el surgimiento de desiertos de innovación en todo el país, sectores que han desdeñado la tecnología y se han resistido, a menudo ferozmente, a la entrada de nuevas ideas y participantes. El sector público también debe incorporar los rasgos más eficaces de la cultura de Silicon Valley para rehacer la suya propia, lo que incluye garantizar que aquellos que dirigen nuestras instituciones más importantes se jueguen algo en su éxito o fracaso.

En términos más generales, reconstituir una república tecnológica exigirá una reafirmación de la cultura y los valores nacionales —y, de hecho, de la identidad y el propósito colectivos—, sin los cuales los logros y ventajas de los avances científicos y técnicos de la era de la globalización se verán reducidos al servicio de los limitados intereses de una élite aislada.

Desde su fundación, Estados Unidos siempre ha sido una república tecnológica, cuyo lugar en el mundo ha sido posible y ha avanzado gracias a su capacidad de innovación. Pero no podemos dar por sentada nuestra actual ventaja. Fue una cultura reunida en torno a un objetivo común la que ganó la última guerra mundial. Y será una cultura la que gane, o evite, la próxima. El declive y la caída de los imperios pueden ser rápidos, y en el pasado han tenido lugar sin previo aviso. Para que podamos avanzar será necesario que dejemos atrás nuestro escepticismo sobre el proyecto estadounidense. Debemos someter a nuestra voluntad las últimas y más avanzadas formas de IA, o nos arriesgamos a que lo hagan nuestros adversarios mientras nosotros examinamos y debatimos, a veces parece que interminablemente, el alcance y el carácter de nuestras divisiones. Nuestro argumento esencial es que, en esta nueva era de IA avanzada, que ofrece a nuestros adversarios geopolíticos la oportunidad más convincente desde la última guerra mundial para desafiar nuestra posición global, deberíamos volver a esa tradición de estrecha colaboración entre la industria tecnológica y el gobierno. La combinación de la búsqueda de la innovación con los objetivos de la nación no solo contribuirá a nuestro bienestar, sino que salvaguardará la legitimidad del proyecto democrático en sí.

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CHISPAS DE INTELIGENCIA

En 1942, J. Robert Oppenheimer, hijo de un pintor y de una importadora textil, fue designado para dirigir el Proyecto Y, la iniciativa militar creada por el Proyecto Manhattan para el desarrollo de armas nucleares. Oppenheimer y sus colegas trabajaron en secreto en un remoto laboratorio de Nuevo México para descubrir métodos de purificación del uranio y, finalmente, diseñar y construir bombas atómicas operativas. Oppenheimer se convertiría en una celebridad, un símbolo no solo de la fuerza bruta del siglo y de la modernidad norteamericanos en sí mismos, sino también del potencial, los riesgos y, de hecho, los peligros de combinar las metas científicas con las nacionales.

Para Oppenheimer, el arma atómica «no era más que un artilugio»1 —según un perfil suyo publicado en la revista Life en octubre de 1949—, el objeto y la manifestación de un esfuerzo y un interés más fundamentales en la ciencia básica. Fue un compromiso con la investigación académica no dirigida, junto con una concentración de esfuerzos y recursos en tiempos de guerra, lo que dio como resultado el arma más importante de la época y la que estructuraría las relaciones entre los Estados-nación durante al menos el siguiente medio siglo.

En el instituto, Oppenheimer, que nació en 1904 en Nueva York, desarrolló una afición especial por la química,2 que, según recordaría más tarde, «empieza en el mismísimo corazón de las cosas» y cuyos efectos en el mundo, a diferencia de la física teórica, eran visibles para un chico joven. La tendencia ingenieril por construir —el simple, pero insaciable, deseo de hacer que las cosas funcionen— estuvo presente durante toda la vida de Oppenheimer. La tarea de construir y crear era lo primero; los debates sobre qué hacer con la creación podían venir después. Era pragmático, con un sesgo hacia la acción y la investigación. «Cuando ves algo que es técnicamente atractivo, vas y lo haces», dijo una vez en un comité del gobierno.3 Los sentimientos de Oppenheimer sobre su papel en la construcción del arma más destructiva de la época cambiarían tras los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. En una conferencia en el Instituto Tecnológico de Massachusetts,4 en 1947, observó que los físicos que participaron en el desarrollo de la bomba habían «conocido el pecado» y que «este es un conocimiento que no pueden perder».

La búsqueda del funcionamiento interno de los componentes más básicos del universo, de la propia materia y energía, les había parecido inocua a muchos. Pero la complejidad ética y las implicaciones de los avances científicos de aquella época seguirían revelándose en los años y décadas posteriores al final de la guerra. Algunos de los científicos implicados se percibían al margen del cálculo político y moral que afectaba a las personas corrientes, a las que se dejaba, de hecho se abandonaba, para que navegasen por los caprichos éticos de la geopolítica y la guerra. Percy Williams Bridgman, un físico que fue profesor de Oppenheimer en Harvard, expresaba la opinión de muchos de sus colegas cuando escribió: «Los científicos no son responsables de los hechos de la naturaleza. Su trabajo consiste en hallar esos hechos. No hay pecado relacionado con ello, no hay moral».5 En este marco, el científico no es inmoral, sino amoral; existe fuera o quizás antes del punto de indagación moral. Muchos jóvenes ingenieros de Silicon Valley siguen pensando lo mismo hoy en día. Una generación de programadores sigue dispuesta a dedicar su vida laboral a satisfacer las necesidades de la cultura capitalista y a enriquecerse, pero declina plantearse cuestiones más fundamentales sobre lo que debe crearse y con qué fin.

Ahora, casi ochenta años después de la invención de la bomba atómica, llegados a una encrucijada similar en la ciencia de la computación, una encrucijada que une la ingeniería y la ética, tendremos que decidir de nuevo si seguimos adelante con el desarrollo de una tecnología cuyo poder y potencial aún no comprendemos del todo. Tenemos que decidir si frenamos, o incluso detenemos, el desarrollo de las formas más avanzadas de inteligencia artificial, que pueden amenazar a la humanidad o incluso superarla algún día, o si permitimos una experimentación sin trabas con una tecnología que puede influir en la política internacional de este siglo de la misma manera que las armas nucleares lo hicieron en el siglo pasado.

Las cada vez mayores posibilidades de los grandes modelos de lenguaje más recientes —su capacidad para hilvanar lo que parece una forma primitiva de conocimiento del funcionamiento de nuestro mundo— no se comprenden bien. La incorporación de estos modelos de lenguaje a la robótica avanzada, con capacidad para percibir su entorno, no hará sino adentrarnos aún más en lo desconocido. La unión de la potencia de los modelos de lenguaje con una existencia corpórea —o, al menos, robótica, con la que las máquinas pueden empezar a explorar nuestro mundo, estableciendo contacto, a través de los sentidos del tacto y la vista, con una versión externa de la verdad que parecería ser la base del pensamiento— impulsará (y quizá no tarde demasiado) otro salto significativo hacia adelante. A falta de comprensión, la reacción colectiva a los primeros encuentros con esta nueva tecnología ha estado marcada por una incómoda mezcla de sorpresa y temor. Algunos de los últimos modelos tienen un billón de parámetros o más, variables ajustables dentro de un algoritmo informático, lo que representa una escala de procesamiento que la mente humana es incapaz siquiera de empezar a comprender. Hemos aprendido que, cuantos más parámetros tenga un modelo, más expresiva será su representación del mundo y más rica su capacidad para imitarlo. Y los últimos modelos de lenguaje, con un billón de parámetros, pronto se verán superados por sistemas aún más potentes, con decenas de billones de parámetros o más. Hay quien predice que en una década se podrán crear modelos de lenguaje con tantas sinapsis como las que hay en el cerebro humano (unos 100 billones de conexiones).6

Lo que ha surgido de ese espacio de un millón de dimensiones es opaco y misterioso. No está nada claro —ni siquiera para los científicos y programadores que los construyen— cómo o por qué funcionan los modelos generativos de lenguaje e imágenes. Y las versiones más avanzadas de los modelos han empezado ahora a demostrar lo que un grupo de investigadores ha denominado «chispas de inteligencia general artificial», o formas de razonamiento que parecen aproximarse a la forma de pensar de los seres humanos.7 En un experimento que puso a prueba las capacidades de GPT-4, se preguntó al modelo lingüístico cómo se podían apilar un libro, nueve huevos, un ordenador portátil, una botella y un clavo «unos sobre otros de forma estable». Los intentos de hacer que versiones más primitivas del modelo describieran una solución viable al reto habían fracasado. GPT-4 se distinguió. El ordenador explicó que se podían «disponer los nueve huevos en un cuadrado de tres por tres encima del libro, dejando algo de espacio entre ellos», y luego «colocar el portátil encima de los huevos», con la botella encima del portátil y el clavo encima del tapón de la botella, «con el extremo puntiagudo hacia arriba y el plano hacia abajo». Fue una asombrosa proeza de «sentido común», en palabras de Sébastien Bubeck, el francés autor principal del estudio.8

Otra prueba realizada por Bubeck y su equipo consistió en pedirle al modelo lingüístico que dibujase un unicornio, una tarea que requiere no solo comprender lo que constituye, en un nivel fundamental, el concepto y, de hecho, la esencia de un unicornio, sino también organizar y articular las partes que lo componen: quizás un cuerno dorado, una cola y cuatro patas. Bubeck y su equipo observaron que los modelos más recientes han avanzado rápidamente en su capacidad de dar respuesta a estas peticiones, y el resultado de su trabajo refleja en muchos aspectos la maduración de los dibujos de un niño pequeño.

Las capacidades de estos modelos no se parecen a nada que haya surgido anteriormente en la historia de la informática o la tecnología. Proporcionan los primeros atisbos de un desafío contundente y plausible a nuestro monopolio de la creatividad y la manipulación del lenguaje; capacidades esencialmente humanas que, durante décadas, habían parecido estar a salvo de la incursión de la fría maquinaria informática.

FIGURA 1. El test de dibujar un unicornio.

FUENTE: Sébastien Bubeck et al., «Sparks of Artificial General Intelligence: Early Experiments with GPT-4», arXiv, 22 de marzo de 2023, pág. 7.

Durante la mayor parte del siglo pasado, los ordenadores parecían estar a punto de establecer la paridad con características del intelecto humano que no eran sagradas para nosotros. Ningún sentido del yo, o al menos no el nuestro, gira en torno a la capacidad de hallar la raíz cuadrada de un número con doce cifras y catorce decimales. Como especie, nos contentábamos con subcontratar este trabajo —la pesadez mecánica de las matemáticas y la física— a la máquina. Y no nos importaba. Pero ahora la máquina ha empezado a invadir ámbitos de nuestra vida intelectual que muchos creían esencialmente inmunes a la competencia de la inteligencia computacional.

No se puede sobreestimar la amenaza potencial para nuestro sentido del yo como especie. ¿Qué significará para la humanidad que la IA sea capaz de escribir una novela que se convierta en un éxito de ventas y emocione a millones de personas? ¿O que nos haga reír a carcajadas?9 ¿O pintar un retrato que perdure durante décadas? ¿O de dirigir y producir una película que conquiste el corazón de los críticos de festivales? ¿La belleza o la verdad expresadas en esas obras son menos poderosas o auténticas por el mero hecho de haber surgido de la mente de una máquina?

Ya hemos cedido mucho terreno a la inteligencia informática. A principios de la década de 1960, un programa informático superó por primera vez al hombre en el juego de las damas.10 En febrero de 1996, el Deep Blue de IBM derrotó a Garry Kasparov en ajedrez, un juego exponencialmente más complejo.11 Y en 2015, Fan Hui, que nació en Xian (China) y más tarde se trasladó a Francia, perdió contra el algoritmo DeepMind de Google en el antiguo juego del Go, la primera derrota de este tipo.12 Este tipo de derrotas fueron recibidas inicialmente con un suspiro colectivo y luego casi con un encogimiento de hombros: era inevitable, se decía la mayoría, y solo era cuestión de tiempo. Pero ¿cómo reaccionará la humanidad cuando el arte, el humor y la literatura, que son la quintaesencia del ser humano, se vean amenazados? En lugar de resistirnos, podríamos ver esta próxima era como una de colaboración entre dos especies de inteligencia, la nuestra y la sintética. La pérdida de control sobre ciertas actividades creativas podría incluso liberarnos de la necesidad de definir nuestra valía y nuestro sentido de identidad en este mundo únicamente a través de la producción.

Es precisamente la característica de estos últimos modelos de lenguaje que los hace tan accesibles, a saber, su capacidad para imitar la conversación humana, lo que posiblemente ha desviado nuestra atención del pleno alcance y las implicaciones de sus capacidades. Los mejores modelos han demostrado y se han seleccionado, si no expresamente creado, para producir una capacidad lúdica, aparte de su conocimiento enciclopédico, velocidad y diligencia, una capacidad para lo que puede parecer intimidad que ha convencido a muchos en el Valley de que sus aplicaciones más naturales deberían estar al servicio del consumidor, desde sintetizar información en Internet hasta generar imágenes caprichosas, aunque a menudo insípidas, y ahora vídeos. Nuestras expectativas respecto a esta nueva tecnología, indomable y potencialmente revolucionaria, las exigencias que imponemos a las herramientas que hemos construido para que hagan algo más que proporcionar cierto entretenimiento superficial, corren de nuevo el riesgo de reducirse para dar cabida a nuestra mermada ambición creativa como cultura.

La actual mezcla de excitación y ansiedad, y el consiguiente enfoque cultural colectivo sobre el poder y las posibles amenazas de la IA, comenzó a tomar forma en el verano de 2022. Blake Lemoine, un ingeniero de Google que había estado trabajando en uno de los grandes modelos de lenguaje de la empresa, conocido como LaMDA, filtró transcripciones de sus intercambios escritos con el modelo que, según él, proporcionaban pruebas de la sensibilidad de la máquina. Lemoine se crio en una granja de Luisiana y más tarde se alistó en el Ejército.13 Para un público amplio, alejado de los círculos de programadores que llevaban años trabajando en la construcción de estas tecnologías, las transcripciones fueron los primeros destellos de algo novedoso, de la prueba de que estos modelos habían avanzado considerablemente en sus capacidades. De hecho, fue la aparente intimidad de los intercambios entre Lemoine y la máquina, así como su tono y la fragilidad que sugería por parte del modelo el lenguaje elegido, lo que alertó al mundo del potencial de esta siguiente fase del desarrollo tecnológico.