La retórica reaccionaria - Albert O. Hirschman - E-Book

La retórica reaccionaria E-Book

Albert O. Hirschman

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Beschreibung

A lo largo de los últimos dos siglos y medio se produjeron las principales conquistas emancipatorias de la ciudadanía moderna: igualdad ante la ley (siglo XVIII), participación política (siglo XIX) y derechos sociales (siglo XX). Pero a cada una de estas conquistas le siguió una furiosa ola de reacciones conservadoras tan influyentes social y culturalmente como las propias reformas contra las que se levantaban. En este verdadero clásico de las ciencias sociales, Albert O. Hirschman logró identificar y aislar tres tipos de argumentos reaccionarios paradigmáticos (la tesis de la perversidad, la de la futilidad y la del riesgo de todo intento de cambio histórico) que sirven para analizar la lógica con la que piensan y actúan los reaccionarios de cualquier época... también la nuestra.

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La retórica reaccionaria

Perversidad, futilidad y riesgo

Albert O. Hirschman

La retórica reaccionaria

Perversidad, futilidad y riesgo

Traducción de Teresita de Vedia

Estudio introductorio de Joaquín Estefanía

Epílogo de Santiago Gerchunoff

Índice de contenido
Portada
Portadilla
Legales
Estudio introductorio
La recuperación del personaje
La insidiosa estrechez disciplinar
La revolución conservadora
Hacer retroceder al reloj
La crisis de las democracias
Exiliado inusual
La etapa americana
Salida, voz y lealtad
Las pasiones y los intereses
Los reaccionarios de todos los partidos
Lecturas consultadas
Prefacio
1. Doscientos años de retórica reaccionaria
Tres reacciones y tres tesis reaccionarias
Nota sobre el término «reacción»
2. La tesis de la perversidad
La Revolución francesa y la proclamación del efecto perverso
El sufragio universal y sus efectos supuestamente perversos
Las Leyes de Pobres y el Estado de Bienestar
Reflexiones sobre la tesis de la perversidad
3. La tesis de la futilidad
Cuestionamiento del alcance del cambio producido por la Revolución francesa: Tocqueville
Cuestionamiento del alcance del cambio que probablemente seguirá al sufragio universal: Mosca y Pareto
Cuestionamiento del grado en que el Estado de Bienestar «entrega los bienes» a los pobres
Reflexiones sobre la tesis de la futilidad
La futilidad comparada con la perversidad
El problema de la futilidad
4. La tesis del riesgo
La democracia como amenaza a la libertad
Inglaterra: las grandes Leyes de Reforma de 1832 y 1867
Francia y Alemania: del riesgo a la incompatibilidad
El Estado de Bienestar como amenaza a la libertad y la democracia
Reflexiones sobre la tesis del riesgo
El riesgo y sus mitos asociados
El riesgo frente al apoyo mutuo
Riesgo frente a estancamiento
5. Comparación y combinación de las tres tesis
Cuadro sinóptico
La influencia comparativa de las tesis
Algunas interacciones simples
Una interacción más compleja
6. De la retórica reaccionaria a la retórica progresista
La ilusión de la sinergia y la tesis del peligro inminente
«Tener la historia de nuestra parte»
Contrapartidas de la tesis de la perversidad
7. Más allá de la intransigencia
¿Un giro en la argumentación?
Cómo no discutir en una democracia
Agradecimientos
Epílogo
A propósito de un título
Por qué intransigencia
La «inconsistencia ideológica» como valor fundamental hirschmaniano
Motivos para otro cambio de nombre
Notas

Título original: The Rhetoric of Reaction. Perversity, Futility, Jeopardy

© by the President and fellows of Harvard College, 1991

© Clave Intelectual, 2020

Esta edición se publica por un acuerdo con Harvard University Press a través de International Editors’ Co.

Clave Intelectual, S.L.

Paseo de la Castellana 13, 5º D – 28046 Madrid

Tel (34) 917814799

[email protected]

www.claveintelectual.com

ISBN: 978-84-122800-1-2

Depósito legal: M-5061-2020

Edición y coordinación: Santiago Gerchunoff

Traducción: Teresita de Vedia

Corrección: Lola Delgado Müller y Santiago Tena

Diagramación: Daniela Coduto

Diseño de colección: Eugenia Lardiés

Ilustración de cubierta: Julio César Pérez

Diseño de cubierta: Hernández & Bravo

Primera edición en formato digital: noviembre de 2020

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto451

Estudio introductorio

Por Joaquín Estefanía

El eslabón perdido entre el economista y el politólogo

Una introducción a la vida y la obra de Albert O. Hirschman

La recuperación del personaje

A finales del año 2011 murió el editor e intelectual español Javier Pradera. Él fue quien, de la mano del argentino Arnaldo Orfila, estableció el Fondo de Cultura Económica (FCE) en España en los primeros años sesenta del siglo pasado. La alta figura de Pradera destacaba en los locales del Fondo, en la madrileña calle de Menéndez Pelayo. Poco después del deceso, su viuda, Natalia Rodríguez Salmones, se dispuso a ordenar los papeles y la ingente biblioteca que había dejado Pradera. Donó una parte de la misma —la referente a libros de marxismo y de falangismo, con muchas primeras ediciones— a la Fundación Pablo Iglesias, del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), y trató de clasificar el resto, que estaba repartido por sus casas de Madrid y Cantabria. Tuve la suerte de participar, a petición de Natalia, en esos trabajos. Un día, en el fondo del último escalón de una librería de dos filas, abarrotada, aparecieron unos tesoros abarquillados por el paso de los años y la humedad: primeras ediciones de las obras de los keynesianos de Cambridge, casi inencontrables desde entonces (Joan Robinson, Piero Sraffa, Nicholas Kaldor, o John R. Hick entre otros) y la casi totalidad de los textos del economista norteamericano de origen alemán Albert Hirschman (AH), también publicados por el Fondo:Desarrollo y América Latina. Obstinación por la esperanza, De la economía a la política y más allá, Interés privado y acción pública, El avance en colectividad. Experimentos populares en la América Latina, Salida, voz y lealtad, Las pasiones y los intereses, Retóricas de la intransigencia y, finalmente, Tendencias autosubversivas.

A esas alturas de la vida apenas había frecuentado a Hirschman. Unas dosis de Salida, voz y lealtad (especialmente su aplicación al caso de la República Democrática de Alemania) y unas cucharadas pequeñas de Las pasiones y los intereses, con el prólogo de Amartya Sen. Tan solo conocía con cierta profundidad, sus Retóricas, que me habían ayudado varias veces a comprender lo que estaba sucediendo alrededor. Del resto de la obra de Hirschman sabía a través de segundas fuentes; seguidores como el sociólogo Enrique Gil Calvo, economistas como Ernest Lluch o Antón Costas, etcétera. Y también a través de sus artículos publicados en la revista Claves de Razón Práctica, que dirigían Pradera y el filósofo Fernando Savater (este sigue haciéndolo). En varios lugares había encontrado la referencia de que fue Savater quien invitó a Hirschman a escribir en Claves. Preguntado recientemente Savater por tal invitación, me respondió: «No lo recuerdo bien; el que era un hirschmanita perdido era Pradera». Sabiendo del valor profesional y sentimental que para mí tenían esos libros de la Escuela de Cambridge y de Hirschman, Natalia me los regaló. Así me adentré durante los últimos ocho años en la obra de AH, principalmente en su segunda época que tan bien representan, sobre todo, Salida, voz y lealtad, Las pasiones y los intereses y las Retóricas de la intransigencia, aunque no olvidé sus ensayos sobre el subdesarrollo y sus aportaciones sobre América Latina. Algunos de los economistas latinoamericanos que yo había frecuentado, fundamentalmente a través de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), habían sido coetáneos, amigos y colegas de AH.

Pero la sorpresa estaba en el interior de los objetos: Pradera tenía subrayados y llenos de notas en los márgenes los libros de AH, como hizo durante su vida con los textos que consideró de referencia y con los que tuvo que editar. Es decir, sin pertenecer a la tribu de los sociólogos o los economistas, el politólogo Pradera había integrado a AH en el círculo más reducido de sus maestros intelectuales.

El hecho de que la edición del FCE de The Rethoric of Reaction (traducida por ellos como Retóricas de la intransigencia)estuviera agotada y descatalogada desde hace años, e inaccesible por tanto para el lector en castellano, hace de la propuesta de la editorial Clave Intelectual de reeditarlo con una nueva traducción y un estudio introductorio, una iniciativa necesaria, sobre todo teniendo en cuenta la impresionante actualidad del texto. En las próximas páginas voy a presentar la figura de Albert Hirschman, con su vida agitada y apasionante de fondo y un panorama general sobre toda su obra, con especial atención a The Rethoric of Reaction, esta vez titula por Clave Intelectual en castellano como La retórica reaccionaria.

Al comenzar a escribir estas líneas encontré, casi por casualidad, otra joya imprescindible para abordar la obra de AH en el contexto de su larga vida errante. Vida y obra juntas. Se trata de una monumental biografía del economista (El idealista pragmático. La odisea de Albert O. Hirschman, Facultad de Economía de la Universidad de los Andes), elaborada por el profesor de Princeton Jeremy Adelman, que no ha tenido la suerte de ser publicada en una editorial comercial y, por tanto, corre el riesgo de pasar desapercibida o de ser conocida tan solo en ámbitos especializados muy reducidos. Cualquier estudio sobre AH, y desde luego estas ideas motivadas por una nueva edición sobre el último de sus grandes libros, será sin duda deudor de la gran investigación de Adelman.

La insidiosa estrechez disciplinar

El objetivo predominante de La retórica reaccionaria es, según su autor, rastrear algunas de las tesis reactivo–reaccionarias clave, a través de los debates de los últimos dos siglos, que han servido para modificar la historia. En sus primeros párrafos ya manifiesta su preocupación ante la enorme, obstinada y exasperante «otredad de los otros». La inquietante experiencia de verse excluido no solo de las opiniones sino de toda la experiencia vital de muchos de nuestros contemporáneos es, en realidad, algo típico de las sociedades democráticas modernas. Llama la atención el espectacular y estimulante derrumbe de ciertos muros sobre aquellos que permanecen intactos o sobre las grietas que se profundizan. Entre aquellas existe una que puede verse con frecuencia en las democracias más avanzadas: la falta sistemática de comunicación entre grupos de ciudadanos como liberales o conservadores, o progresistas y reaccionarios. Es fácil entonces que estos grupos construyan un muro entre unos y otros. En este sentido, la democracia continúa sus propios muros.

¿Son estas las preocupaciones prioritarias de un economista, como lo era AH de formación y de profesión?, ¿de un economista del mainstream? ¿O más bien se parecen a las reflexiones del sociólogo, del politólogo, del filósofo, del historiador o del ciudadano común? La retórica… remata esa sensación que el autor tuvo durante toda su vida: que los economistas no le consideraban de los suyos (quizá por ello no recibió el Premio Nobel como algunos de sus amigos como Amartya Sen o Paul Samuelson) sino que siempre trabajó en los intersticios de varias disciplinas de las ciencias sociales, de modo que, al final, nadie lo reivindicaba centralmente. De ahí su soledad académica. Desde sus primeros libros pero sobre todo desde finales de los años sesenta, cuando empieza a trabajar en un artículo titulado Salida, voz y lealtad, esquema inicial del libro del mismo título, AH se muestra obsesionado por la compartimentación de las ciencias sociales, contra la que él pensaba que la única forma de avanzar ante la complejidad creciente de los problemas es la «unidad de acción» de las ciencias sociales, una comunicación entre las diversas disciplinas para superar lo que consideraba «la insidiosa estrechez disciplinar». El biógrafo descubre que poco a poco se fue ampliando la brecha entre AH y una creciente tendencia cientificista en las ciencias sociales, valga la redundancia: poco a poco los economistas ortodoxos tendían a valorar el progreso de su disciplina como la capacidad de eliminar fuerzas exógenas de sus modelos, y los politólogos hacían lo propio buscando explicar las transformaciones políticas exclusivamente mediante categorías políticas. Mientras que para AH no se trataba de abogar por una gran ciencia social unificada sino más bien por una reconstrucción cuidadosa mediante pequeños pasos o «minifundamentos» que no apelaban a una dependencia exclusiva de ciertas categorías ni magnificaban la distancia entre la realidad y el esquema intelectual.

Probablemente AH estuviese más cómodo en nuestros días, observando cómo la literatura sobre las ciencias sociales, acentuada por los muy numerosos textos publicados durante la década de la Gran Recesión, ha conseguido aliados de gran significación, no necesariamente off sistema, que abundan en la urgencia imperiosa de la multidisciplinariedad para entender la crisis sistémica y sacar sus consecuencias. Ha sido imposible entender la Gran Recesión y sus efectos con las únicas herramientas de la economía; ha resultado imprescindible introducir también las de la política, la sociología, la filosofía, la psicología, etcétera, con el objetivo de comprender lo acontecido y anotar las conclusiones para evitar que se vuelva a repetir.

La hegemonía de la economía entre las ciencias sociales, que parecía corroborada por la abundancia de sus representantes en los círculos del poder (sobre todo político), se ha vuelto a poner en discusión. Sobre todo en el último lustro, se han multiplicado las protestas de los estudiantes de las facultades de Ciencias Económicas de diversas partes del mundo por el enfoque que la enseñanza universitaria hacía de esta disciplina, que consideraban alejado de la realidad. Pero además resulta que entre los responsables de la segunda gran crisis del capitalismo (comparable en su extensión a la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado) figuraban, junto a los golfos apandadores que estafaron y a los reguladores y supervisores que no regularon y no supervisaron, las falsas ideas económicas que hicieron creer a los ciudadanos que estaban seguros, y que los abusos del pasado no se volverían a repetir. La aplicación de las teorías de la «austeridad expansiva» convirtieron una crisis menor en una crisis mayor, la Gran Recesión.

A principios del siglo XVI Martín Lutero cambió el mundo al clavar sus 95 tesis a favor de una reforma de la Iglesia católica a las puertas de una capilla. Imitándole, un grupo de economistas muy notables presentaron en la segunda década del siglo XXI, en un acto en el University College de Londres, el documento «33 tesis para una reforma de la disciplina de la Economía» y luego se trasladaron a la sede de la London School of Economics, donde lo pegaron a la puerta, blandiendo un martillo hinchable. Una ucronía razonable es pensar que, si AH hubiera vivido, hubiese participado en este acto (o en cualquier caso hubiera compartido su contenido), como efectivamente hizo en el pasado yendo a las marchas de profesores americanos contra la guerra de Vietnam.

Entre los presentes había un periodista de The Guardian, que escribió un artículo en su diario titulado expresivamente «¡Herejes bienvenidos! La economía necesita una nueva reforma», en el que se describían las principales ideas defendidas por los economistas críticos. A saber:

-La economía necesita su propia Reforma, igual que la Iglesia católica hace 500 años.

-La economía ortodoxa cree tener todas las respuestas. Las matemáticas se utilizan para mixtificar la economía.

-La economía neoclásica se ha convertido en un sistema de creencias incuestionado. Hereje todo aquel que pone en tela de juicio su crédito de los mercados autocorrectores y consumidores racionales.

-Es irónico el monopolio intelectual de la economía neoclásica, que hace de la competencia el centro de su pensamiento. Domina la enseñanza, la investigación, la asesoría política y el debate público.

-Las revistas científicas siguen en manos del viejo establishment de los economistas.

-La economía ha de hacer más por alentar el pensamiento crítico y no premiar simplemente la memorización de teorías.

-La economía no es una ciencia formal. Una ciencia formal implica probar una hipótesis con la evidencia disponible. Si la evidencia no apoya la teoría, un físico o un biólogo desecharía esa teoría y trataría de agenciarse otra que funcionase empíricamente. La economía no funciona así.

-La economía tiene que aprender de otras disciplinas. Hay quien dice que es la ciencia social matemáticamente más avanzada pero la más atrasada humanamente.

Una de las profesoras presentes en aquel acto lo resumió en tres frases: «La corriente dominante en economía tiene el sello distintivo de ciertas religiones. Creen que poseen la verdad. Pero lee por ti mismo y piensa por tu cuenta. Ha habido cambios y puede volver a haberlos».

Me atrevo a pensar que AH hubiera estado cómodo con el sentido de estas protestas. En un determinado momento, al final de su vida, pide que se le reconozca al menos un elemento de continuidad en su pensamiento: el de negarse a definir un único camino correcto. Poco a poco, conforme avanza en sus investigaciones, se va convirtiendo en un disidente de los ejes centrales del pensamiento ortodoxo. El sociólogo Gil Calvo destaca el estilo personalísimo de AH en sus libros y artículos, «en los que destaca un antinarcisismo radical en el que se incluye el derecho a contradecirse a sí mismo, de desarrollar argumentos opuestos y antagónicos a los defendidos en el pasado, y la vanagloria de aprender de los errores y cambios de opinión». A principios de los años noventa, en la presentación de un diálogo entre AH y el economista y político español Ernest Lluch, gran seguidor de su obra, este cuenta que AH es citado en el testamento político del asesinado líder socialdemócrata sueco Olof Palme, y opina que no es solo un economista disidente de las teorías convencionales sino también de los economistas que se sitúan en las corrientes más críticas: a nuestro hombre le molesta la intransigencia intelectual tanto cuando proviene del pensamiento ortodoxo como cuando proviene de la heterodoxia. Es decir, es doblemente disidente (como se comprobará manifiestamente en las últimas páginas de su Retórica…): no solo de las teorías convencionales sino también de sus colegas de las corrientes críticas que están «absolutamente seguros». Parafraseando a Hayek se podría decir que Hirschman estaba en contra de los intransigentes (reaccionarios) de todos los partidos, de todas las ideologías.

La fatal arrogancia de los economistas. O su soberbia, como la ha calificado uno de ellos, José Luis Escrivá, en un artículo autocrítico publicado en el diario El País, en el que aportaba entre otros los siguientes datos: en el año 2005, el economista americano David Colander replicó una encuesta realizada en 1987 entre los estudiantes de posgrado de economía de las principales universidades americanas y una de las preguntas incluidas era si consideraban la economía como la más científica de todas las ciencias sociales; en esos casi 20 años el porcentaje de estudiantes que estaba de acuerdo totalmente con esta afirmación ha pasado del 28% al 50%; en otra encuesta entre profesores norteamericanos, el 57% de los economistas estuvo en desacuerdo con la proposición de que, en general, el conocimiento interdisciplinar es mejor que el conocimiento obtenido por medio de una única disciplina, frente al 25% de los sociólogos, el 28% de los politólogos y el 32% de los historiadores. Escrivá concluía que esta actitud evidenciaba la notable miopía que frecuentemente padecen sus colegas respecto a las considerables limitaciones de los instrumentos que utilizan, tanto conceptuales como empíricos. Probablemente por esta razón, Dani Rodrik, uno de los economistas más prestigiosos de nuestro tiempo, se sintió motivado a escribir el libro Las leyes de la economía: aciertos y errores de una ciencia en entredicho, que termina con la siguiente frase: «Los resultados extraídos del análisis económico deben combinarse con valores, juicios y evaluaciones de naturaleza ética, política o práctica. Estos elementos tienen muy poco que ver con la disciplina de la economía, pero lo tienen que ver todo con la realidad». Según Escrivá, está instalada en la profesión de economista una soberbia gnóstica, acompañada de cierto sentido de superioridad, que hace mucho daño y condiciona, sin duda, sus aportaciones a la sociedad. AH fue la antítesis de ello.

No ha sido esta, ni mucho menos, la única ocasión en la que se ha abierto el debate en el seno de los economistas que deben (o quieren) ser más que economistas. Al fin y al cabo, los padres de las tres grandes corrientes del pensamiento económico de las que arrancan todas las demás, Adam Smith, Karl Marx y John Maynard Keynes, fueron mucho más que economistas. Representan el mejor ejemplo de que el buen economista es aquel ciudadano cuyos intereses y obligaciones desbordan el terreno de la economía y la imbrican con otras disciplinas científicas y con la vida. Smith era un moralista, Marx un filósofo y Keynes un polivalente que combinó ampliamente la faceta de economista con las de inversor, empresario, académico, animador cultural y artístico, funcionario, etcétera. Su esposa, Lydia Lopokova, sentenció que Keynes fue «más que un economista». Cuando muere su maestro Alfred Marshall, escribe una necrológica que define esta profesión del siguiente modo: «El gran economista debe poseer una rara combinación de dotes […]. Debe ser matemático, historiador, estadista y filósofo (en cierto grado). Debe comprender los símbolos y hablar con palabras corrientes. Debe contemplar lo particular en términos de lo general y tocar lo abstracto y lo concreto con el mismo vuelo de pensamiento. Debe estudiar el presente a la luz del pasado y con vistas al futuro. Ninguna parte de la naturaleza del hombre o de sus instituciones debe quedar por completo fuera de su consideración. Debe ser simultáneamente desinteresado y utilitario: tan fuera de la realidad y tan incorruptible como un artista y, sin embargo, en algunas ocasiones, tan cerca de la tierra como el político».

En una graduación de uno a diez de estas características del buen economista, AH estaría sin duda en el islote de arriba, como el propio Keynes. A ninguno de los dos se les concedió el Nobel de la materia. AH fue un científico social muchas veces a contracorriente y, voluntariamente, no generó escuela académica de seguidores, aunque ha habido quienes han utilizado sus trabajos sobre las vinculaciones entre la política y la economía para completar sus investigaciones. Fue interdisciplinar y, como veremos, su obra es de difícil compartimentación (ensayos sobre el desarrollo, política, autobiografía) conteniendo permanentes apelaciones a la autocrítica, incluso dentro de un mismo libro. En un texto que escribió sobre el final de la República Democrática de Alemania (la división de su país de origen, Alemania, le había causado mucho dolor) manifiesta explícitamente su capacidad de autocorrección, lo que es muy sorprendente en las prácticas del gremio: «En la historia alemana reciente se ha verificado una conjunción, mejor dicho una cooperación entre estos dos elementos, la defección y las protesta; en cambio en mi formulación originaria los dos se excluían recíprocamente (cuando hay más defección —salida— hay menos protesta y viceversa). Mi teoría ha sido criticada por un estudioso alemán, quien ha afirmado que los acontecimientos de Alemania oriental contradicen abiertamente mi planteamiento. Y de hecho así es». Rectificación meridiana, sin matices ni escondrijos.

Fue un economista raro, de difícil catalogación, de tal manera que en la academia fue relegado a un segundo plano hasta que, finalmente, en el año 2009 (con 94 años), el Consejo de Investigación de Ciencias Sociales de EEUU reconoció su impresionante obra científica y creo un galardón anual en su honor. Sin embargo, en general, AH fue cortésmente ignorado por el establishment académico, que nunca lo trató como a «uno de los nuestros». En 1982, el filósofo noruego Jon Elster señaló la paradoja de que AH haya ocupado una posición a la vez central y periférica en las ciencias sociales angloamericanas. En un artículo de la revista Letras Libres, su autor, Jorge Javier Romero, comentabaque si AH no había sido parte del establishment académico se debía a esa aura de amateurismo que rodeó su obra, ya que sus planteamientos carecían de la formalización que suele requerir la academia americana.

Poco antes de ser condecorado con el Premio Nobel de Economía en 2018, Paul Romer, que había sido profesor de la materia en las universidades de Berkeley y Stanford, publicó un artículo que conmovió los cimientos de la profesión, y cuyo primer párrafo ya era demoledor: «Desde hace más de tres décadas la macroeconomía está yendo marcha atrás. Su actual tratamiento no es más creíble que el que existía en la década de los setenta, aunque nadie lo pone en duda porque es más opaco. Los teóricos de la macroeconomía rechazan hechos probados fingiendo una ignorancia obtusa sobre afirmaciones tan simples como las políticas monetarias estrictas pueden provocar una recesión. Sus modelos atribuyen las fluctuaciones de los valores a fuerzas causales imaginarias sobre las que no influye la acción de ninguna persona». Un texto muy hirschmaniano.

La revolución conservadora

A mediados de los años ochenta, cuando Ronald Reagan y Margaret Thatcher ganaron las elecciones en sus respectivos países y los principios de la revolución conservadora comenzaron a hacerse hegemónicos, AH inició la escritura, muy inquieto por los retrocesos políticos y sociales que se preveían, de La retórica reaccionaria. Entendía que existían situaciones en las que una acción social deliberada y bienintencionada había tenido efectos perversos, otros casos en los que había sido esencialmente fútil, o incluso otros donde había puesto en peligro los beneficios de un avance previo. Pero su punto de vista era que, en la mayoría de las ocasiones, los argumentos que se habían utilizado y que habían identificado y revisado esa situación eran «intelectualmente sospechosos». AH observaba que el razonamiento reaccionario estándar era muchas veces «defectuoso».

El avance imparable de la revolución conservadora llevó a AH a pensar que quizá se había sido demasiado optimista creyendo que había derechos civiles, políticos y sociales que no tenían marcha atrás. Los años ochenta fueron testigos de una avalancha ideológica reaccionaria; además, la revolución conservadora no quería solo marchas atrás coyunturales sino instalarse en el largo plazo y, si era posible, para siempre. Era el revulsivo para volver a un capitalismo de laissez faire con los menos frenos posibles. Sus ideólogos (politólogos, economistas, filósofos, sociólogos o psicólogos), que en ocasiones provenían del territorio de la izquierda ideológica y de las barricadas de Mayo del 68, entendían que el capitalismo de bienestar, dominante en el mundo occidental desde el final de la Segunda Guerra Mundial, había sido demasiado redistributivo a través de los impuestos y del sistema de protección social. Como consecuencia de ello, los conservadores pensaban que se había convertido en ineficaz y no daba respuestas a los problemas nuevos que surgían por doquier. Se había constituido en una rémora para el crecimiento sin inflación y para la acumulación de beneficios; en definitiva, en una perversión del auténtico capitalismo, el de laissez faire. El contraataque de los conservadores —bautizados inmediatamente por sus oponentes como neoliberales— se componía de dos etapas: primero, reducir la presencia del Estado en la economía, cambiando el welfare universal por la compasión hacia los más desfavorecidos y liquidando el sector empresarial público a través de privatizaciones masivas, de forma que una buena parte de los ciudadanos se convirtiesen en propietarios (de viviendas, de acciones, etcétera); esto es, sustituyendo el capitalismo de bienestar por el denominado «capitalismo popular». La segunda etapa se concentraría en recuperar los valores del liberalismo económico, haciendo retroceder los derechos adquiridos en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Los conservadores entendían que habían tenido que ceder en la aplicación de esos derechos a causa de la existencia de un sistema político y económico alternativo (el representado por la Unión Soviética y sus satélites) al que, en el peor de los casos, podían «mirar» los trabajadores occidentales si no se consideraban bien tratados en el sistema capitalista.

La revolución conservadora sustituyó los conceptos de solidaridad, welfare, derechos civiles o políticos por los de libertad individual, oportunidades económicas, gobierno limitado, responsabilidad personal y seguridad dentro y fuera del hogar. El pensador estadounidense Norman Birnbaum discutió en su momento el término «revolucionario» aplicado a los conservadores; sugería que el concepto de «revolución» se había devaluado profundamente en el lenguaje político. En los ochenta parecía haber revolucionarios por todas partes, incluso bajo ese disfraz tan improbable de conservador: «El hecho de que los oponentes al Estado de Bienestar se autodenominen “revolucionarios” es, tal vez, una muestra de cuán cabalmente —incluso en su versión minimalista estadounidense— se ha convertido en el modelo dominante de la política occidental moderna. Surgido de la corriente moderada o secularizada del socialismo, el Estado de Bienestar es en sí cualquier cosa menos una estructura revolucionaria, aunque en sus orígenes representase un firme rechazo a la brutalidad del mercado. ¿Por qué sus antagonistas más elocuentes, que afirman representar un orden social más natural y sublime, se autodeterminan “revolucionarios”?».

Y, sin embargo, la señora Thatcher se veía a sí misma como una revolucionaria que estaba iniciando un levantamiento contra quienes tuvieron el poder hasta finales de la década de los setenta del siglo pasado en la Administración del Estado, la educación, la cultura o la política en general (casi todos ellos, soixante-huitard). Desde su punto de vista ahí se incluían las fuerzas organizadas de los restos del movimiento obrero (los sindicalistas, con quien se confrontó hasta lograr su asfixia en la histórica huelga de los mineros británicos). Su revolución, como la de Reagan en EEUU, reconocía que su práctica política consistía en restaurar: buscaba restaurar lo que ellos creían el ethos natural socavado por el capitalismo de bienestar.

Fue en este contexto en el que AH empezó a trabajar en La retórica reaccionaria, ante la enorme fuerza ideológica de esa revolución conservadora que ponía en cuestión los derechos de ciudadanía adquiridos, que se creían de imposible marcha atrás, y que también trataba de impedir el avance de otros derechos más modernos que todavía ni siquiera habían llegado a todas las partes del mundo. En esa coyuntura se produce la feliz liaison del pensamiento más maduro de Hirschman con las ideas del sociólogo británico T. H. Marshall, muerto pocos años antes. En el año 1949 Marshall, profesor de sociología en la London School of Economics, había dado unas conferencias de homenaje al economista de su mismo apellido Alfred Marshall, en las que había desarrollado un concepto de ciudadanía que devino en una especie de faro para la sociología y la política social hasta hoy mismo. Setenta años después no se ha superado aún la definición de sociología de Marshall. Un ciudadano, escribió, no lo es si no es triplemente ciudadano: ciudadano civil, ciudadano político y ciudadano social o económico. No valen dos de tres. Editadas esas conferencias en forma de libro en 1991 (cuando AH publica Laretórica…), Robert Moore, su prologuista, se acerca a las preocupaciones de este último: «La nueva derecha se arrepiente de las revoluciones francesa y americana, las dos grandes defensoras de la ciudadanía; y se arrepiente también del liberalismo, al que considera aún más peligroso que el marxismo porque, a su parecer, se trata de un disparate mucho menos evidente, que aporta además ideas tan atractivas como la libertad individual y los derechos civiles».

En su libro Ciudadanía y clase social, Marshall hace la siguiente definición de ciudadanía: «Comenzaré proponiendo una división de la ciudadanía en tres partes […]. Llamaré a cada una de estas tres partes o elementos, civil, política y social. El elemento civil se compone de los derechos necesarios para la libertad individual: libertad de prensa, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos y el derecho a la justicia. Este último es de índole distinta a los restantes, porque se trata del derecho a defender y hacer valer al conjunto de los derechos de una persona en igualdad con los demás, mediante los debidos procedimientos legales. Esto nos enseña que las instituciones directamente relacionadas con los derechos civiles son los tribunales de justicia. Por elemento político entiendo el derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política o como elector de sus miembros. Las instituciones correspondientes son el parlamento y las juntas de gobierno local. El elemento social abarca todo el espectro, desde el derecho a la seguridad y a un mínimo bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad. Las instituciones directamente relacionadas son, en este caso, el sistema educativo y los servicios sociales».

Hacer retroceder al reloj

A partir de esta conferencia–libro de Marshall, AH aborda dos siglos de retórica reaccionaria, a través de la cual se pretenden hacer retroceder los derechos civiles, políticos y sociales conquistados después de intensas luchas en las instituciones y en la calle. El concepto de «reacción» utilizado toma un significado despectivo desde los acontecimientos de Termidor en la Revolución francesa (golpe de Estado que revoca a Robespierre). La reacción «trata de hacer retroceder el reloj».

En el siglo XVIII se da la gran batalla por la ciudadanía civil, en el siglo xix se logra el derecho a elegir y ser elegido (sufragio universal), y en el siglo XX la conquista es el Estado de Bienestar y unas condiciones mínimas de salud, educación, bienestar económico, etcétera. AH se apoya en la dialéctica de la historia: todos y cada uno de los movimientos progresistas han venido seguidos, con mayor o menor éxito, de movimientos ideológicos reactivos, de sentido contrario: golpe–contragolpe, avance–retroceso. La pareja acción–reacción funciona a partir de la tercera ley del movimiento de Newton que dice que siempre que un objeto ejerce una fuerza sobre un segundo objeto, este ejerce una fuerza de igual magnitud y dirección, pero en sentido opuesto sobre el primero. Esta ley se utiliza mucho fuera de la mecánica, en las ciencias sociales, aunque es discutible que la reacción sea de igual fuerza que la acción (si es superior, la contrarrevolución triunfa; si es inferior, persistirán reformas y avances).

Pues bien, La retórica reaccionaria muestra con extraordinaria claridad el funcionamiento de una triada que actúa, las más de las veces de modo conjunto, contra los avances de la ciudadanía de Marshall, y cuyo desarrollo constituye el corazón del libro: las tesis de la perversidad, de la futilidad y del riesgo.

La tesis de la perversidad dice que una acción contra el sistema establecido producirá el efecto exactamente opuesto al objetivo proclamado o deseado por la primera; como resultado de la tentativa de empujar a la sociedad en una determinada dirección, la sociedad se moverá, ciertamente, pero en dirección opuesta. La tesis de la perversidad es la apuesta mayor —no la única— por el mantenimiento del statu quo en aquel mejor de los mundos posibles del que se burlaba Voltaire en su novela Cándido. Así, la búsqueda de la democracia provocará la tiranía, los esfuerzos por alcanzar la libertad harán que la sociedad se acerque a la esclavitud, los programas de bienestar social generarán más pobreza en lugar de disminuirla. La tesis de la perversidad tuvo una inmensa fuerza al tratar de desmontar los efectos de la Revolución francesa de 1789 (y aún los elementos positivos de la revolución americana, un poco antes): en la medida en que los significados de la «libertad, igualdad, fraternidad» llegaron a ser administrados por un comité de salud pública (y luego por Bonaparte); la idea de que algunas tentativas para alcanzar la libertad conducen por el contrario a una tiranía, se extiende. El conservador Edmund Burke lo desarrolló en sus Reflexiones sobre la Revolución francesa; enemigo acérrimo de esta, Burke pronosticó que «una oligarquía innoble, fundada en la destrucción de la corona, la iglesia, la nobleza y el pueblo terminaría con todos los sueños y visiones engañosas de la igualdad y los derechos del hombre».

La segunda tesis, la de la futilidad, explica que todo intento de cambio político o social es fallido; de una u otra manera cualquier alteración pretendida es, fue o será de una gran superficialidad, una fachada, algo cosmético y por tanto ilusorio, dado que las estructuras «profundas» de la sociedad permanecerán totalmente intactas: «plus ça change, plus cést la meme chose». Cómo no recordar al príncipe Salina de El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa, cuando reflexiona: «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». O a la Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll: «Aquí es necesario correr todo lo posible para permanecer en el mismo lugar». Con la tesis de la futilidad, en lugar de una ley del movimiento tenemos una ley del «no movimiento». Como la de la perversidad, la tesis de la futilidad fue aplicada a la Revolución francesa, en este caso por Alexis de Tocqueville: los cambios fueron puramente cosméticos y dejaron la esencia de las cosas intactas. También el sufragio universal: los defensores de lo fútil de la acción se burlaron de las ilusiones que albergaban los progresistas sobre los profundos y beneficiosos cambios que aflorarían de la extensión del derecho al voto, y argumentaron, por el contrario, que el sufragio universal apenas cambiaría las cosas. Los pensadores Gaetano Mosca o Wilfredo Parejo, que tantos tactos de codo hicieron con el fascismo, se apoyaron básicamente en la tesis de la futilidad: toda sociedad, sin que importe su organización política, siempre se divide y se dividirá entre los gobernantes y los gobernados (Mosca) o entre la elite y la no elite (Pareto); por lo tanto, es absurdo cualquier movimiento hacia la verdadera «ciudadanía política» a través del derecho al voto, ya que la dicotomía fundamental seguirá siendo entre unos y otros. Robert Michels, discípulo de Max Weber e influido por Mosca y Pareto, proclamó la «ley de hierro de la oligarquía» en su importante libro Los partidos políticos: los partidos, los sindicatos y otras organizaciones de masas son gobernadas invariablemente por oligarquías casi siempre al servicio de ellas mismas y de su autoperpetuación, lo que dificulta toda tentativa de control o participación democrática. En definitiva, según la tesis de la futilidad los intentos de cambio político o social (también es aplicable al Estado de Bienestar, cuyos beneficios no llegarían a los pobres que necesitan su protección social, y pulveriza invariablemente los intentos de redistribución de los ingresos) son vanos por ignorar una hipotética «ley» (natural) que actúa como una barrera insuperable para la ingeniería política y social. Las acciones humanas se frustran porque pretenden modificar lo inmodificable, porque ignoran la estructura básica de la sociedad.

La tercera tesis, la del riesgo, afirma que el cambio propuesto por una acción —quizá deseable por sí mismo— implica costes o consecuencias inaceptables. Toda nueva propuesta de dar «pasos hacia delante» causa siempre daños a los logros anteriores; la más vieja reforma peligraría ante la nueva. Esta tesis encontró su gran defensor en el economista liberal Friedrich Von Hayek, sobre todo en sus libros Camino de servidumbre (1944)y Los fundamentos de la libertad (1960). El primero, una de las biblias más utilizadas por el liberalismo económico, escrito durante la Segunda Guerra Mundial, ataca en primer lugar a la planificación central que utiliza el comunismo, pero avanza ya que el Estado de Bienestar, propio de la socialdemocracia y que se expandiría después de la contienda bélica, pone en peligro las libertades individuales, así como también la gobernabilidad democrática; la intervención gubernamental en el mercado destruye la libertad. La base para inferir tal aserción se desarrolla como un silogismo: primero, los ciudadanos, por lo general, se ponen de acuerdo en pocas tareas comunes; segundo, para ser democrático, el gobierno ha de ser consensual; tercero, el gobierno democrático solo es posible, por ello, cuando el Estado confina sus actividades a unas pocas actividades en que los ciudadanos pueden ponerse de acuerdo; cuarto, cuando el Estado aspira a asumir funciones adicionales importantes, se encuentra con que solo puede hacerlo por coerción, y tanto la libertad como la democracia quedan destruidas. El precio que habría que pagar por un sistema democrático es, según los partidarios de la tesis del riesgo, la restricción de la acción del Estado a aquellos campos en los que se puede alcanzar consensos. Escribe Hayek: «La libertad se ve críticamente amenazada cuando se da al gobierno el poder exclusivo de garantizar determinados servicios, un poder que, para alcanzar su propósito, debe usarse para la coerción discrecional de los individuos».

La afirmación de que el Estado de Bienestar era una amenaza a la libertad y a la democracia no era creíble ni en 1944 ni en 1960, dice AH. Durante las dos primeras décadas de la posguerra, la opinión pública de Occidente estaba convencida de que las leyes del bienestar social, introducidas en muchos países, hicieron una importante contribución no solo al crecimiento de la economía sino a la paz social y al fortalecimiento de la democracia. Su existencia era una suerte de revolución pasiva en el seno del capitalismo ante el potencial del otro sistema, el comunismo. El modelo social europeo, con su Estado de Bienestar basado en la utopía factible de protección al ciudadano desde la cuna hasta la tumba, fue aceptado y puesto en práctica tanto por los laboristas como por los conservadores, por los socialdemócratas y los democristianos. En ese periodo, denominado la «edad dorada del capitalismo», la visión dominante era que el gobierno democrático, la administración keynesiana que garantizaba la estabilidad y el crecimiento, y el Estado de Bienestar no solo eran compatibles, sino que se reforzaban los unos a los otros.

Ello varió desde finales de la década de los sesenta y primeros años setenta con el aumento de las protestas en la calle (los diferentes «Mayo del 68»), las crisis del petróleo, el desarrollo conjunto de la inflación y el estancamiento económicos (la estanflación), etcétera, que parecían dar la razón a la tesis del riesgo: el coste de una reforma es demasiado elevado como para poner en peligro los anteriores logros valiosos. Primero se dijo que el Estado de Bienestar entraba en conflicto con el crecimiento económico; más adelante, en lugar de contabilizar los servicios del Estado de Bienestar como una inversión que fortalecía al capitalismo, se denunció que esos costes, de consecuencias inflacionarias y desestabilizadoras, eran una amenaza para la gobernabilidad democrática. La inestabilidad, el malestar político de ese tiempo tenían orígenes muy diversos. Algunos analistas hablaron de «crisis de gobernabilidad de la democracia» o de «sobrecarga gubernamental».

La crisis de las democracias

AH cita de paso, sin profundizar en él, el concepto de «crisis de la democracia» desarrollado por la Comisión Trilateral en un informe encargado a los sociólogos Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki, en el que se definía la extensión del gasto público dedicado a protección social como «fuente de crisis»: la libertad y la democracia estarían amenazados por las nuevas intrusiones del Estado en la consecución del bienestar social. En el informe se sugería explícitamente la posibilidad de limitar la participación ciudadana en la acción política, para evitar los excesos que hicieran peligrar la extensión de la propia democracia. Las amenazas contra esta, como ha estudiado el filósofo Daniel Innerarity, se dividían entre quienes la ven desafiada por el hecho de que la gente no tiene el poder que debía tener (por la existencia de poderes fácticos como los mercados financieros) y quienes piensan que tiene demasiado poder, por exceso o por defecto, por la incompetencia de las elites o por la irracionalidad de los electores. «Ceci tuera cela» [esto matará aquello] se titula un capítulo de la célebre novela de Victor Hugo Nuestra Señora de París en la que se apoya AH para intentar desacreditar el juego de «suma cero» por el cual se cuela la tesis del riesgo: las ganancias del ganador son matemáticamente iguales que las pérdidas del perdedor.

El informe de la Comisión Trilateral es del año 1975 y se titula expresivamente «The Crisis of Democracy. Report on the Gobernability of Democraties». Los capítulos están referidos a las tres regiones geográficas que abarcan a la Comisión Trilateral (Europa occidental, EEUU y Japón) y en ellos no hay ni rastro de reflexiones sobre el resto del mundo, China, India, África, América Latina o la Europa de lo que entonces se denominaba el «telón de acero». El capítulo más vinculado a la hirschmanita tesis del riesgo es el europeo, escrito por Crozier. Es muy sugerente comparar lo escrito hace casi medio siglo con lo sucedido hasta hoy. Para el sociólogo francés, el centro de los problemas europeos era la gobernabilidad, «el confuso y persistente sentimiento de que la democracia ha llegado a ser ingobernable ha ido aumentando en Europa occidental [con] un debilitamiento del sentido de la dirección, de la capacidad dirigente y de gobernarse a sí misma que Europa occidental tiene hoy». Tan sorprendente aseveración —que Europa era ingobernable— se manifestaba en una pugna de ideologías contrarias (en un momento en que en el resto del sistema las ideologías habían muerto o estaban obsoletas) y en una indisciplina social que derivaba de la falta de control de la situación. Europa, considerada la región más vulnerable, no respetaba la disciplina social como Japón, ni en sus países se habían desarrollado formas más indirectas de control social como en EEUU.

Los cuatro síntomas de «esa enfermedad que es la ingobernabilidad» eran los siguientes:

-1) El excesivo ideologismo de los ciudadanos. La existencia de ideologías fuertes lleva a que los gobiernos nunca sean «puros» sino que estén compuestos por coaliciones que «son débiles y vulnerables, mientras que las coaliciones que pueden sustituir a las otras parecen ser tan débiles y contradictorias como aquellas». Así se forman burocracias gubernamentales que, al no estar cohesionadas por un mismo pragmatismo sino al revés, enfrentadas incluso por la defensa de diferentes modelos de sociedad (aunque unidas coyunturalmente ante un enemigo común o por una táctica electoral), son incapaces de llegar a un consenso primario.

-2) Saturación de los sistemas decisorios: «A menudo se atribuye la superioridad de la democracia a ser sociedades abiertas. Los sistemas abiertos, sin embargo, producen los mejores resultados bajo ciertas condiciones». Los países se habrían olvidado de esas condiciones, las regulaciones necesarias han desaparecido en la práctica y la democracia es «demasiado» absoluta. Este absolutismo entra en contradicción con la complejidad del sistema que se sobrecarga de participantes y exigencias. Según Crozier, «las decisiones no se toman únicamente por los altos funcionarios y políticos, sino que son producto de procesos burocráticos que tienen lugar en complejas organizaciones y sistemas». Si tales procesos son rutinarios y enojosos, y las organizaciones y sistemas son excesivamente rígidos, la comunicación será dificultosa, no habrá resultados que impidan el chantaje, y las estructuras pobremente montadas aumentarán la saturación. Se podría decir que en esta crítica está implícita una cierta añoranza al sistema decisional del mandarinato chino de nuestros días.

-3) El peso burocrático y la irresponsabilidad cívica de los ciudadanos. Aparece por todas partes un problema básico: la oposición entre el juego de tomar decisiones y poner en marcha esas decisiones. Puede existir un vacío entre la racionalidad de quienes toman las decisiones y la de quienes las hacen circular, «lo que significa que la regulación colectiva de las actividades humanas en un sistema complejo es básicamente frustrante».

-4) Una de las obsesiones de la Trilateral era convertir el mundo en una aldea sin fronteras económicas en la que las multinacionales funcionasen bajo el estricto control del mercado en un «nuevo laissez-faire». En este caso se critica a los Estados nacionales (europeos) como entidades anticuadas: «Podría imaginarse, claro está, un sistema federal europeo que pudiera basarse en canales descentralizados de decisión, tanto locales como regionales, reduciendo así un tanto la saturación existente en lo alto de la pirámide y la naturaleza burocratizada de los procesos intermedios, así como la alienación de los ciudadanos. Pero los esfuerzos de unificación han tendido a reforzar los aparatos burocráticos nacionales, como si estos tradicionales centros nerviosos de los asuntos europeos no pudieran hacer otra cosa sino recargarse más y más».

Michel Crozier atribuye tres razones que justifican esta situación: el ciudadano no acepta su «normalidad» y exige de modo permanente mejorar su situación; la ideología radical de algunos trabajadores, que impulsa continuamente a reducir las diferencias existentes y genera tensiones y enfrentamientos constantes; y los cambios extremadamente rápidos, por ejemplo los que experimentó Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, que recrudecían trastornos psicológicos del tipo de la inseguridad. Todo ello conllevaba, según el sociólogo francés, que el igualitarismo y la presión ejercida por la participación ciudadana aumentasen, y el desnivel entre promesas y esperanzas creciese todavía más llevando a repetidos y frustrantes choques entre la burocracia y los diferentes sectores de la población, a actuaciones gubernamentales cada vez peores, «y a un sentimiento general de frustración política».

Por ello es por lo que del informe de la Comisión Trilateral se desprende un vector dominante respecto a todos los demás: los excesos se corregirían limitando la participación de los ciudadanos en la acción política, y ello salvaría la democracia. No parece que esta fuese la idea fuerza de AH, que desde sus primeros escritos sobre el desarrollo incidió en que las políticas públicas sin la participación de la población (políticas tecnocráticas) tendrían siempre poco apoyo público y aumentarían la sensación de frustración asociada con los ensayos frustrados.

El que AH no estuviese de acuerdo en lo anterior con Michel Crozier no equivale a que entre el sociólogo francés y el economista alemán no hubiese significativas coincidencias. En el libro Tendencias autosubversivas de este último aparece un capítulo titulado precisamente «Convergencias con Michel Croizier» que en su origen fue una conferencia homenaje de AH al francés. En él se cuenta la sintonía entre ambos: a pesar de venir de preocupaciones distantes y de campos de investigación diferentes, llegan a puntos de vista sorprendentemente similares, y «dada la habitual soledad del escritor, esta es una experiencia muy agradable». AH califica a Croizier de «hermano intelectual», entre otros aspectos por su coincidencia en el escepticismo «de la búsqueda tayloriana de “un único mejor camino”». Sin embargo, la coincidencia mayor es la modestia intelectual como valor moral: «practicamos efectivamente más modestia que nuestros precursores, y somos también, podría añadir, un poco más modestos en nuestras pretensiones científicas que muchos de nuestros contemporáneos, quienes padecen todavía demasiado a menudo lo que los economistas, por una vez bajo la influencia de Freud, han llamado “envidia de la física” —o sea, el prurito al describir el mundo social y económico por medio de un sistema sobrio y transparente de ecuaciones—».

Exiliado inusual

Pocas vidas reflejan el concepto de diáspora como la de AH (1915-2012). Leer una nueva traducción de su libro La retórica reaccionaria conlleva repasar la vida de su autor, para ponerlo en su contexto. En su biografía canónica, Adelman distingue tres características centrales del personaje:

-Fue, de manera excepcional, un ciudadano del mundo: vivió y trabajó sobre todo en Europa, EEUU y América Latina.

-Sus perspectivas sobre la economía, la filosofía, la literatura y la política (y la sociología, la historia y la psicología, se podría añadir) nunca se forjaron en el aislamiento de torres de marfil.

-Logró escalar los rangos de la academia sin pertenecer a ella. En este sentido representó a una especie de intelectual en desuso.

Lo que se podría resumir así: «AH fue un exiliado inusual. Cosmopolita por elección y por azar, ocupó (y hasta cierto punto despegó) un espacio de penumbra, siempre dentro y fuera, entre el establecimiento y la disidencia, para escribir obras que entrecruzaban la línea que separa los manifiestos de las monografías». El desarraigo y la desubicación lo alejan de una única tradición cultural, genero intelectual o lugar nacional, «una figura que podríamos considerar el antecedente del tipo de intelectual globalizado de nuestros tiempos […] un intelectual que dedicó toda su vida a pensar sobre el papel de la elección y sacar lo mejor del azar en los asuntos humanos».