La revolución mexicana. Una historia estudiantil - Romain Robinet - E-Book

La revolución mexicana. Una historia estudiantil E-Book

Romain Robinet

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Beschreibung

En México, así como en América Latina, la historia de los movimientos de protesta de los años 1960 y 1970 consagró la figura del estudiante revolucionario. A pesar de ello, el estudiante en situación revolucionaria no ha sido el objeto de estudio sino de muy pocos análisis. De manera provocativa, este libro propone una nueva lectura de la Revolución Mexicana, de 1910 a mediados de los años 1940, a través de los movimientos y organizaciones estudiantiles. Defiende la idea de que la Revolución favoreció el surgimiento de un movimiento estudiantil fuerte y perenne, organizado a escala nacional y activo a nivel internacional. Desde su creación, el movimiento estudiantil -que no se limitaba a las universidades sino que englobaba también a los alumnos de las escuelas normales y técnicas- luchó por la reforma de la educación. Se apropió la idea revolucionaria y su programa nacionalista, social y antiimperialista. Mediante las primeras relaciones internacionales estudiantiles, los jóvenes mexicanos se volvieron propagandistas de la Revolución y defensores de la "Raza iberoamericana" tanto en América Latina como en España. "Este libro nos permite capturar el fantasma de la clase estudiantil y quitarle el velo. Mediante una investigación que combina instituciones, ideas, contextos y prácticas, Robinet reconstruye un periodo decisivo en la historia de los movimientos estudiantiles mexicanos, cuando el radicalismo estudiantil acompañaba todavía el impulso revolucionario del gobierno" (Pablo Piccato).

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Este libro fue publicado en el marco del Programa de Apoyo a la Publicación de la Embajada de Francia en México/IFAL. Recibió el apoyo de la Université d‘Angers, Laboratoire Temps, Mondes, Sociétés (TEMOS, UMR 9016) y de la Maison Universitaire Franco-Mexicaine (MUFRAMEX).

Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de su legítimo titular de derechos.

Primera edición: 2023

Primera edición ePub: julio 2023

D. R. © 2023, Romain Robinet

D. R. © 2023, de la traducción Marco Antonio Gallardo Uribe

D. R. © 2023

Bonilla Distribución y Edición, S. A. de C. V.

Hermenegildo Galeana 111

Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080

Ciudad de México

Teléfono: 55 5544 7340

[email protected]

www.bonillaartigaseditores.com

D. R. © 2023

Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos

UMIFRE 16 MEAE CNRS-UAR 3337

Río Nazas #43, col. Cuauhtémoc

alcaldía Cuauhtémoc, C.P. 06500

Ciudad de México

www.cemca.org.mx

Coordinación editorial: Bonilla Artigas Editores

Cuidado de la edición: Priscila Pacheco Castillo

Diseño editorial y de portada: D.C.G. Jocelyn G. Medina

Realización ePub: javierelo

ISBN: 978-607-8838-27-1 (impreso) (Bonilla Artigas Editores)

ISBN: 978-607-8918-23-2 (ePub) (Bonilla Artigas Editores)

ISBN:978-2-11-167738-8 (CEMCA)

Hecho en México

Contenido

Agradecimientos

Principales abreviaturas

Prefacio, por Pablo Piccato

Introducción

Prólogo: los estudiantes, del antiguo régimen a la Revolución

La fábrica de la “clase estudiantil”: una obra revolucionaria (1916-1929)

La formación de una unión nacional estudiantil

“Nuestros días de guerras y revoluciones”: el papel pionero de los congresos locales de estudiantes (1916-1918)

La “unificación” como horizonte: de la Federación a la Confederación (1918-1929)

La elaboración de un programa: la Reforma Universitaria

Salir de la torre de marfil: los caminos de la “extensión universitaria”

La modernización pedagógica y la “mexicanización del saber”

La “intervención estudiantil” y la lucha por la autonomía universitaria

Sabios y políticos

De la matriz nacionalista a la sacralización de la Revolución: itinerarios entrecruzados de dos generaciones

Los rostros de la Revolución

¿El movimiento estudiantil en contra de la Revolución mexicana? (1929-1939)

La “revolución universitaria de mayo” y su huella (1929-1933)

Sesenta y ocho días de huelga

La obra revolucionaria de la “generación de 1929”

La otra generación: el avance de los estudiantes católicos (1929-1933)

En los orígenes de la UNEC: el enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado

¿Estudiantes, católicos y revolucionarios?

La infiltración de la UNEC en el movimiento estudiantil

La gran batalla de la “educación socialista” y la radicalización de la Revolución(1933-1939)

¿Autonomía universitaria o Universidad revolucionaria? (1932-1934)

La escuela socialista y la división del movimiento estudiantil (1934-1936)

¿La Revolución a pesar de todo? (1937-1939)

Raza y Revolución: la acción iberoamericana del movimiento estudiantil (1916-1939)

Los defensores de “la raza” (1916-1929)

Las fuentes del iberoamericanismo estudiantil mexicano

El movimiento estudiantil, punta de lanza del iberoamericanismo del México revolucionario

El tiempo de los logros: las confederaciones estudiantiles iberoamericanas (1929-1936)

La Ciudad de México, centro internacional del iberoamericanismo estudiantil

Los proyectos de unión iberoamericana: de las convergencias a las divergencias

El iberoamericanismo estudiantil ante la Guerra Civil española (1936-1939)

La izquierda estudiantil: la solidaridad latinoamericana con la España republicana

El movimiento estudiantil católico: un iberoamericanismo defensor de la España eterna

Epílogo: el fin de un mundo (1939-1945)

Conclusión

Fuentes y bibliografía

Sobre el autor

Agradecimientos

Todo trabajo individual se inscribe en una colectividad que lo rebasa ampliamente. Las siguientes líneas no habrían podido ver la luz sin la ayuda de numerosas personas. En primer lugar, quisiera agradecer a Emmanuelle Loyer y a Olivier Compagnon por haber aceptado codirigir la tesis cuyo resultado es este libro. Sus múltiples reflexiones, observaciones y comentarios nutrieron considerablemente este trabajo. Asimismo, agradezco al Institut des Amériques, al Institut Français d’Amérique Latine, a la Maison Universitaire Franco-Mexicaine, a la Universidad de Angers, al centro de investigaciones Temos, al Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos y a la editorial Bonilla Artigas, por haber permitido la publicación de este libro.

La traducción del francés al castellano fue obra de Marco Gallardo, a quien agradezco por haberle dado una expresión viva y un tono nuevo a estas páginas.

Este trabajo es también el fruto de numerosos debates y contactos entablados en París, Berlín y la Ciudad de México. Los seminarios y coloquios organizados por el Centre d’histoire de Sciences Po y el Centre de recherche et de documentation sur les Amériques fueron lugares de encuentros y de reflexiones irremplazables.

Agradezco a quienes orientaron este trabajo mediante sus consejos o comentarios: Jean-François Chanet, Mathias Gardet, Marc Lazar, Jean-Philippe Legois, Annick Lempérière, David Marcilhacy, Françoise Martinez, Robi Morder, Fabio Moraga Valle, José René Rivas Ontiveros, Gloria Tirado Villegas y Pablo Yankelevich.

El Ibero-Amerikanisches Institut, que me acogió durante un verano, fue el marco de intercambios fecundos, sobre todo gracias a Peter Birle y Sandra Carreras. Igualmente, envío mis agradecimientos a los miembros del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (IISUE-UNAM), particularmente a Renate Marsiske, así como a María Luisa Aspe Armella de la Universidad Iberoamericana. Expreso además mi gratitud a los diferentes archivistas y bibliotecarios que conocí a lo largo de este viaje en el tiempo.

Agradezco a todos aquellos que aceptaron releer numerosas páginas de este relato: Mathieu Aguilera, Laurent Cuvelier, Sylvain Dépit, Sibylle Duhautois, Juliette Dumont, Irène Favier, Édenz Maurice, Guillemette Martin, Sylvain Mary, Pierre Pénet, Jean-François Plard, Émilie Proust, Hervé Siou y Charles-Antoine Wanecq. Agradezco a mis familiares y amigos por haberme acompañado durante estos siete años de labor. Es probable que este trabajo no hubiera sido terminado sin la ayuda y el cariño de Varenka Hernández Bello y de mis padres, a quienes dedico este libro.

Principales abreviaturas

acjm Asociación Católica de la Juventud Mexicana, fundada en 1913

bun Boletín de la Universidad Nacional

caseu Centro de Acción Social de los Estudiantes Universitarios, fundado en 1930

ceada Confederación de Estudiantes Antiimperialistas de América, fundada en 1936

cecm Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos, fundado en 1913

cesm Confederación de Estudiantes Socialistas de México, fundada en 1934

cesum Confederación de Estudiantes Socialistas Unificados de México, fundada en 1937

ciade Confederación Iberoamericana de Estudiantes, fundada en 1931

cidec Confederación Iberoamericana de Estudiantes Católicos, fundada en 1933

cie Confederación Internacional de Estudiantes, fundada en 1919

cledf Congreso Local Estudiantil del Distrito Federal, fundado en 1916

cne Confederación Nacional de Estudiantes, fundada en 1928

cnecm Confederación Nacional de Estudiantes Católicos de México, fundada en 1929

cjm Confederación de Jóvenes Mexicanos, fundada en 1939

crom Confederación Regional Obrera Mexicana, fundada en 1918

ctm Confederación de Trabajadores Mexicanos, fundada en 1936

df Distrito Federal

eld Escuela Libre de Derecho

enj Escuela Nacional de Jurisprudencia

enp Escuela Nacional Preparatoria

esca Escuela Superior de Comercio y Administración

fce Fondo de Cultura Económica

fecsm Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, fundada en 1935

fedf Federación de Estudiantes del Distrito Federal. Reemplazó al CLEDF en 1918. Se convirtió en la FEM en 1924 (Federación Estudiantil Mexicana o Federación de Estudiantes de México). Conocida como Federación de Estudiantes, se convirtió, en 1933, en la FEU (Federación Estudiantil Universitaria)

fer Federación de Estudiantes Revolucionarios. Organización de los estudiantes comunistas, activa a principios de los años 1930

hahr Hispanic American Historical Review

hm Historia Mexicana

ipn Instituto Politécnico Nacional, creado en 1936

lea Liga de Estudiantes Americanos, fundada en Montevideo en 1908

pan Partido Acción Nacional, fundado en 1939

pcm Partido Comunista Mexicano, fundado en 1919

pnr Partido Nacional Revolucionario, fundado en 1929

pr Pax Romana

pri Partido Revolucionario Institucional, fundado en 1946

prm Partido de la Revolución Mexicana, fundado en 1938

rms Revista Mexicana de Sociología

sidec Secretariado Iberoamericano de Estudiantes Católicos, creado en 1931

sda Sociedad de Alumnos

sep Secretaría de Educación Pública

sre Secretaría de Relaciones Exteriores

tgn Talleres Gráficos de la Nación

uepoc Unión de Estudiantes Pro Obrero y Campesino, fundada en 1929

uam Universidad Autónoma de México, estatus vigente entre 1933 y 1945

unam Universidad Nacional Autónoma de México, entre 1929 y 1933, posteriormente, a partir de 1945 y hasta nuestros días

uia Unión Iberoamericana de Madrid, fundada en 1885. Se refiere también a la revista con el mismo nombre

unec Unión Nacional de Estudiantes Católicos, fundada en 1931

Prefacio

Asir a los estudiantes a una historia de amplitud cronológica y cuidadosa investigación, como se hace en este libro, no es empresa fácil. Desde los inicios de la educación superior en México, durante la Colonia, los estudiantes han sido un sujeto evasivo, a la vez omnipresente y mitológico. Desde entonces se los asociaba con una noción de la juventud como permiso temporal para transgredir ciertas normas.

En la segunda mitad del siglo XX, los estudiantes se convirtieron en sinónimo de rebeldía desde la izquierda. Se trata, al parecer, de una historia larga, llena de anécdotas aunque porosa en los detalles. Romain Robinet contribuye a una historiografía que, desde el cruento despertar que significó 1968, se ha esforzado por contextualizar y situar la historia de los estudiantes dentro de la historia política e intelectual. Esas investigaciones han mostrado la diversidad de causas que pueden ser adoptadas por los estudiantes, así como su influencia en la construcción de instituciones tanto a nivel de la educación como más allá.

Ahora, podemos contar con el beneficio de una mirada más precisa sobre ciertos momentos, acontecimientos y actores: desde las luchas por la autonomía en 1929, el activismo de las escuelas normales rurales y la compleja relación entre movimientos estudiantiles en todo el país con grupos revolucionarios desde los sesenta. Como señala el autor, “la ‘clase estudiantil’ era también una clase política”.

A pesar de esa precisión, sigue siendo difícil definir a los estudiantes como una clase. Rebeldes y generalmente democráticos, parecían siempre actuar colectivamente sin preocuparse sobre el ascenso, en términos de status, que significaba un título. Los testimonios, generalmente autobiográficos, de la literatura sobre los años juveniles desde el siglo XIX construyeron una idea de la bohemia, que era al mismo tiempo pobreza y renuncia a un futuro brillante. Aunque, como se muestra claramente en este libro, la acción estudiantil ocurría frecuentemente en proximidad o antagonismo con las élites políticas, no se la puede entender como una simple extensión de las luchas de facciones y partidos.

Desde el siglo XIX, los gestos rebeldes de los estudiantes tenían un significado político si definimos a la política de una manera muy amplia, que incluya tanto las cuestiones internas de las escuelas como los grandes problemas nacionales. Así, podían protestar por cambios en el internado de la Escuela Preparatoria tanto como sobre la negociación de la deuda externa. En el siglo XX, hubo movimientos provocados por temas más bien gremiales (costo del transporte, presupuestos en las Normales, reformas curriculares) y de política internacional (la Revolución cubana, el más frecuente). Como ha mostrado recientemente Ariel Rodríguez Kuri, el movimiento del 68 en la Ciudad de México empezó como una rutinaria pelea de estudiantes y llegó a poner en entredicho a la autoridad presidencial y la reputación internacional adquirida con los juegos olímpicos. Se trataba, en muchos casos, de una política que tenía dimensiones institucionales, locales, nacionales e internacionales.

Como muestra este libro, el signo ideológico de esas acciones políticas no se puede reducir a lo que hoy calificaríamos como de izquierda. Robinet enfatiza el apoyo de muchas organizaciones estudiantiles a la Revolución mexicana, pero también muestra cómo otras fueron vehículo de programas conservadores, a veces cercanos al fascismo, generalmente católicos.

Para comprender esa diversidad, el autor mira de cerca a las organizaciones que en la era posrevolucionaria brotaron para coordinar y dar voz a la clase estudiantil. Las influencias ideológicas registradas en el discurso de esas organizaciones y sus dirigentes muestran una gran flexibilidad. Desde los ideales antipositivistas de la generación del Ateneo, la influencia de la Reforma Universitaria que llegaba desde Sudamérica, hasta el pensamiento marxista o conservador europeo, los estudiantes mexicanos mostraron una gran capacidad para absorber y adaptar lo que sólo en la época del autoritarismo de la Guerra Fría recibiría la etiqueta de “ideologías extrañas”. Antes de consumir sustancias, los estudiantes fueron ávidos para experimentar con ideas exóticas.

Este libro le da mas precisión a la noción de autonomía, central en las luchas estudiantiles ya desde la época de Carranza y todavía decisiva en la estructura institucional y la práctica cotidiana del aprendizaje en muchas instituciones. Aparte de la relación entre la Universidad Nacional y el gobierno, podemos entender a la autonomía como expresión de la continuidad que señalé al principio. La posibilidad misma del activismo estudiantil dependía, incluso antes de la Revolución, de la existencia de espacios y hábitos que los estudiantes mexicanos veían como garantías de su derecho a ejercer la juventud rebelde. A primera vista, “el relajo”, como fue denominado en los años sesenta del siglo pasado, era la manifestación de esa autonomía.

Las calles alrededor de la Escuela Nacional Preparatoria eran un territorio donde los límites de lo permitido se ampliaban gracias a la benévola negligencia policial. En escuelas de todo el país, desde las normales rurales hasta el Instituto Politécnico Nacional, las novatadas eran rituales, a veces violentos o humillantes, que, como ha mostrado Aymara Flores Soriano, le daban un tinte específico a la percepción de los estudiantes en el resto de la sociedad.

El derecho a usar ciertos espacios urbanos para echar relajo fue, según Rodríguez Kuri, la causa de las primeras protestas del 68 contra una policía que, a juicio de los estudiantes, había violado un pacto implícito que respetaba esos espacios. La pelea por el control de inmuebles reservados para organizaciones estudiantiles en Guadalajara fue, como muestra Sergio Aguayo, objeto de cruentas batallas entre federaciones rivales en los sesenta. La curiosa pero usualmente bienvenida extraterritorialidad de los campus universitarios frente a la vigilancia policial es, en buena parte, legado de esas nociones del derecho a la juventud rebelde en el espacio urbano.

Hay algo violento en los hábitos protegidos por la autonomía. Pueden ser rituales dolorosos pero festivos ejecutados cada año contra los nuevos estudiantes, pero también implican la tolerancia de estructuras semi oficiales que administran la violencia. Los porros, muestra Jaime Pensado, servían fines de control político en instituciones como el Politécnico, pero combinaban esas funciones con formas de delincuencia que no cabrían en una definición restringida de la política.

Sería, sin embargo, un error ver la normalización de estas violencias que a veces se asocia con el relajo como un atributo secundario en la historia de las clases estudiantiles en México. Forman parte de otra continuidad multicentenaria de la que este libro ofrece testimonio. En la violencia que afloraba en hechos o amenaza en casi todos los movimientos estudiantiles posrevolucionarios, y en la misma adopción del pasado revolucionario como título de validez para las organizaciones de ese período, los estudiantes como clase encontraban la justificación más directa de la exclusión de las mujeres de sus espacios y sus derechos. Antes y después de los argumentos científicos que justificaban excluir a las mujeres de la educación superior por razones de capacidad mental (argumentos que siempre fueron endebles y refutados por las pocas mujeres que pudieron tener acceso a la educación superior hasta mediados del siglo XX), la exclusión más efectiva de las mujeres del mundo estudiantil residía en la amenaza implícita de prácticas como las novatadas o las recurrentes peleas entre escuelas preparatorias y vocacionales. La historia política de la vida estudiantil del siglo XX muestra en este sentido una trayectoria paralela a la de la historia política de élites y partidos.

El acceso de las mujeres al voto y luego a los puestos de elección corresponde cronológicamente con el reconocimiento, a veces renuente, del derecho de las mujeres a la educación superior. Ambos procesos han dado lugar a formas de rechazo caracterizados por formas de agresión como el hostigamiento que, más allá de su carácter sexualizado, tienen la misma función de preservar monopolios masculinos.

Robinet examina en la tercera parte de este libro el uso de la idea de la raza, que hoy vemos como otro pretexto para la exclusión. Los estudiantes revolucionarios mexicanos concibieron a la raza como la base cultural de la identidad nacionalista e iberoamericana que inspiraba las actividades de sus organizaciones después de los años de la Revolución. Se trataba de una noción de raza que usaba el mismo término pero difería de las concepciones biológicas que la ciencia europea había construido en el siglo XIX y que luego el fascismo convertiría en un programa genocida. La ambigüedad en el significado de raza se resolvió durante los años de la Segunda Guerra Mundial y la definición puramente espiritual quedó limitada al uso más bien anacrónico del lema de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

En las primeras cuatro décadas del siglo pasado, sin embargo, pensar en términos raciales fue otro de los privilegios de una juventud educada que, al igual que con la omisión de las mujeres, no se detuvo mucho a considerar que sus derechos implicaban la exclusión de otros sectores de la población definidos por su lenguaje o su color de piel.

Este libro nos permite capturar el fantasma de la clase estudiantil y quitarle el velo. Mediante una investigación que combina instituciones, ideas, contextos y prácticas, Robinet reconstruye un período decisivo en la historia de los movimientos estudiantiles mexicanos, cuando el radicalismo estudiantil acompañaba todavía el impulso revolucionario del gobierno.

En estas décadas, aproximadamente desde principios del siglo hasta los años cuarenta, los estudiantes formaron una cantidad de organizaciones que no tenía precedentes, le dieron un apoyo decisivo a movimientos políticos claves como el vasconcelismo, salieron a la calle a pelear con la policía en defensa de su autonomía y la de sus instituciones.

En esos años también importaron, procesaron y presentaron ante públicos más amplios ideas que los partidos políticos e incluso la prensa preferían dejar entre líneas o bloquear, como el comunismo y el fascismo. Pero también pactaron con otros actores, y sus líderes recorrieron la misma trayectoria vital que desde el siglo XIX había convertido a tantos bohemios en hombres de poder.

La textura de esta historia es detallada porque los estudiantes, como clase o como fantasmas, así lo merecen. Su historia no es un apéndice sino un capítulo central en un siglo de transformaciones radicales.

Pablo Piccato, Columbia University

Introducción

En México, así como en América Latina, la historia de los movimientos de protesta de los años 1960-1970 consagró la figura del “estudiante revolucionario”. A pesar de ello, el “estudiante en situación revolucionaria” no ha sido el objeto de estudio sino de muy pocos análisis. La Revolución mexicana, desde 1910 y hasta principios de los años 1940, atestiguó el surgimiento de un vigoroso movimiento estudiantil, semejante a sus homólogos europeos o latinoamericanos. Pero, a diferencia de estos últimos, el movimiento estudiantil mexicano se construyó en estrecha relación con un fenómeno fundamental: la Revolución. Teatro de una violencia masiva que provocó la muerte de más de un millón de mexicanos, esta “tempestad humana”, a la par de la Primera Guerra Mundial en Europa, se convirtió también en una herida abierta y en el corazón de una refundación política.

¿Una revolución sin estudiantes?

Fuente de mitos políticos, historia, memoria e idea, la Revolución mexicana ha sido objeto de amplios debates.1 Sus voceros y sus historiadores han visto en ella un fenómeno fundamentalmente popular. En sus relatos, han otorgado lógicamente un lugar privilegiado al pueblo, a menudo excluyendo otras categorías sociales, entre las que se encuentran los jóvenes intelectuales.

Construcción política e intelectual, la Revolución mexicana se edificó sobre las ruinas de un “antiguo régimen”, el del caudillo liberal Porfirio Díaz (1876-1911).2 A pesar de que fuerzas revolucionarias rivales combatieron encarnizadamente a lo largo de la década de 1910, la Revolución fue posteriormente unificada y cosificada. Los revolucionarios la inscribieron en la narrativa histórica liberal como una tercera etapa de la vida nacional, después de la Independencia (1810) y la Reforma (1857).3 Todos la consideraban como una fuerza que orientaba el destino de la patria, todos la invocaban para captar mejor su legitimidad. De esta manera, desde su advenimiento, la Revolución fusionó el mito y la historia. En este sentido, la historiografía del fenómeno le fue consubstancial y nació con el ensayo “La revolución es la revolución”, publicado por el intelectual Luis Cabrera el 20 de julio de 1911, tan sólo algunas semanas después de la rendición de Díaz, el 25 de mayo. Cabrera devolvió al concepto su poder liberador y calificó el evento de 1910 como una auténtica revolución social. La Revolución despedazó la “ficción democrática” porfiriana para substituirla permanentemente: desde los años 1920, la Revolución se hizo Estado (la Revolución hecha gobierno); sus voceros la escribieron sobre piedra y la celebraron para domesticarla mejor (la Revolución hecha tradición).4

La Revolución mexicana ha dado pie a numerosos debates sobre sus orígenes, su periodización, sus protagonistas, así como sobre sus características esenciales –todos ellos elementos profundamente relacionados–. Aún más que las causas o los orígenes de la Revolución mexicana, la duración del fenómeno es lo que continuamente ha dividido a los historiadores. La periodización es en sí misma una interpretación que establece invariablemente el sentido de la Revolución. La concepción más corta abarca el período entre 1910 y 1917, desde la insurrección planificada de Francisco I. Madero, el 20 de noviembre de 1910, hasta la proclamación de la Constitución de Querétaro, el 5 de febrero de 1917.5 En este sentido, la Revolución corresponde a los levantamientos armados de 1910 y 1911 y a la corta presidencia de Francisco I. Madero, electo en octubre de 1911, asesinado tras la Decena Trágica (del 9 al 18 de febrero de 1913).

La toma del poder de Victoriano Huerta, en 1913, ofreció un pretexto a la llamada “Revolución Constitucionalista”, que proclamaba su voluntad de restablecer la legalidad pisoteada por “el usurpador”. Dirigida por Venustiano Carranza, la “Revolución Constitucionalista” obligó militarmente a Huerta al exilio en julio de 1914. Los constitucionalistas marginaron desde 1915 a los partidarios de Emiliano Zapata y de Francisco Villa, dos grupos revolucionarios sobre los que anteriormente se habían apoyado. La Revolución se terminó, según esta periodización, con la proclamación de la nueva Carta Magna, nacionalista, social y anticlerical. Esta definición temporal no fue ajena al deseo de preservar la pureza de la Revolución, concibiéndola como la gestación dolorosa de una serie de principios inmaculados. Para otros historiadores, los límites de la Revolución corresponden a la década 1910-1920.6 En esta concepción, la violencia es lo que define a la Revolución, desde las insurrecciones de 1910 hasta el asesinato de Venustiano Carranza el 21 de mayo de 1920. El año 1920 correspondió, en esta perspectiva, al inicio de la llamada era posrevolucionaria, dominada en primer lugar por generales nacidos de la Revolución.

Finalmente, numerosas obras defienden la idea de un proceso largo, tiempo en el que los principios de la Constitución de Querétaro fueron progresivamente implementados, con una radicalidad dispar en el tiempo y según los estados.7 Desde esta óptica, la Revolución no se detuvo ni en 1917 ni en 1920, sino que continuó bajo las presidencias de los generales Álvaro Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928). Efectivamente, tras el asesinato de Obregón a manos de un joven católico en 1928, en el contexto del trágico enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado (la Guerra de los Cristeros), Calles se convirtió en el “Jefe Máximo de la Revolución”.8 Fundador del primer partido oficial de la Revolución (el Partido Nacional Revolucionario, PNR) en 1929, Calles controló los hechos y las acciones de tres presidentes sucesivos (Emilio Portes Gil, de 1928 a 1930; Pascual Ortiz Rubio, de 1930 a 1932; y Abelardo Rodríguez, de 1932 a 1934).9 El general Lázaro Cárdenas, en el poder de 1934 a 1940, se deshizo de ese control y llevó a cabo de manera espectacular diversas reformas sociales esbozadas por sus predecesores.10 La expropiación petrolera del 18 de marzo de 1938 se erigió como el punto culminante de esta revolución dentro de la Revolución. Así como la concepción más corta, la concepción más larga tiene un final feliz que separa, mediante un gesto sacro, este período de los anteriores. William Beezley defendió una concepción aún más amplia al distinguir, desde una perspectiva generacional, a los actores y a los herederos de la Revolución.11

Desde esta concepción, a la que nosotros nos adherimos, la Revolución mexicana (1910-1946) terminó en el momento en el que un hombre de la nueva generación, formado en la Universidad Nacional, accedió al poder supremo. En este sentido, la presidencia de Miguel Alemán (1946-1952) y la fundación del Partido Revolucionario Institucional (PRI), en 1946, simbolizaron el fin de la Revolución. Revolución extraña que finalizó cuando antiguos estudiantes ávidos de responsabilidades expulsaron definitivamente a los generales revolucionarios, inaugurando la era de los tecnócratas.12

Los exégetas de la Revolución, mexicanos o extranjeros, insistieron en un primer momento en su carácter auténticamente popular. El pionero en la materia fue Frank Tannenbaum, quien, desde los años 1930, puso el énfasis en las respuestas progresistas que aportó la Revolución a la cuestión agraria. Numerosos historiadores siguieron la misma línea y defendieron, hasta finales de los años 1960, la labor social de la Revolución. Sin embargo, a lo largo de los años 1960-1970, el auge del marxismo y la crisis de legitimidad del Estado postrevolucionario –flagrante en 1968– condujeron a los historiadores a adoptar una perspectiva denominada “revisionista”.13 ¿Acaso no había sido la Revolución la generadora de un partido único que se confundía con el Estado, que favorecía un capitalismo desigual y que respondía a las exigencias de democracia mediante métodos brutales? La represión de los movimientos estudiantiles de 1968 y de 1971, en nombre de la Revolución, fue el origen de cuestionamientos profundos en todas las ciencias sociales.14 Para una nueva generación de historiadores, aunque la Revolución mexicana efectivamente había sido un fenómeno popular, en realidad había sido confiscada por el Estado y sus caciques.15 Así, el pueblo se habría sublevado únicamente para elegir a sus nuevos amos. En lo sucesivo, durante los años 1920 y 1930, esos poderes locales se vieron progresivamente subordinados a un Estado Leviatán, el cual logró, en última instancia, perfeccionar la centralización porfiriana. En suma, la Revolución se inscribía en la continuidad del antiguo régimen. Sin embargo, durante los años 1980, ese “revisionismo” también fue “revisado”.16 Nuevos historiadores, sobre todo extranjeros, reconocieron las críticas de sus antecesores, al mismo tiempo que defendieron la idea de que la Revolución mexicana había sido una revolución social en la que el pueblo sería desde entonces el protagonista.17 Estos últimos trabajos se dieron a la tarea de “demostrar cómo, cuándo y dónde la Revolución había sido un auténtico levantamiento popular, agrarista y nacionalista”.18 Innegablemente se trató de un retorno al pueblo y a sus capacidades de acción, retorno que condujo en algunas ocasiones a la denigración de grupos sociales menos legítimos como los intelectuales… y los estudiantes.

Por último, después de este primer ciclo historiográfico en el que paradigmas revisionistas remplazaron a paradigmas considerados ortodoxos, para luego ser, a su vez, sustituidos por paradigmas antirrevisionistas, la Revolución tuvo una nueva vida más allá del eterno retorno. La perspectiva que se adoptó fue la llamada “nueva historia cultural” que provocó numerosos debates a finales de los años 1990.19 Al volver a dar voz “a los de abajo”, los trabajos de esa corriente historiográfica analizaron la construcción del Estado revolucionario –el cual no era el Leviatán descrito por los revisionistas–, demostrando que ese proceso implicó una negociación de la “hegemonía” entre los agentes del poder y los grupos subalternos que tenían su propia autonomía.20 A partir de esa interacción, nació un Estado provisto de una legitimidad renovada que supo buscar elementos en las culturas locales con la finalidad de reformular la identidad nacional. Primera revolución social del siglo XX, la Revolución mexicana habría sido entonces también, tras el desencadenamiento de la violencia, una “revolución cultural”.21 Sin embargo, varios autores han subrayado que una de las debilidades de la “nueva historia cultural” radica precisamente en ese desinterés casi asumido hacia los grupos no subalternos, como los estudiantes.22

De manera general, los estudiantes apenas si tuvieron su lugar en esta enorme narrativa de múltiples rostros. Ya sea ortodoxa, revisionista, cercana a una historia social o cercana a la historia cultural, la escritura de la Revolución mexicana, de manera global, hizo del “pueblo” su fuente de legitimidad. En parte ajenos a esas clasificaciones y siguiendo la línea de François-Xavier Guerra, los historiadores de lengua francesa se preocuparon mucho más por los intelectuales y las juventudes estudiantiles.23 Aunque han estado ampliamente ausentes de los murales de la Revolución, también es cierto que los estudiantes mexicanos de la primera mitad del siglo XX han sido el objeto de estudio de trabajos específicos. Más bien escasos, estos estudios han hecho del proceso revolucionario un simple telón de fondo: su línea de mira apuntaba en realidad a 1968 y no a 1910.

A la sombra de “los años 1968”: génesis de la historiografía de los movimientos estudiantiles

En muchos sentidos, la “protesta mundializada” de los “años 1968” (es decir, las décadas de 1960 y 1970) marcó a los historiadores que fueron contemporáneos del fenómeno.24 En México, el trauma provocado por la matanza de Tlatelolco llevó a los investigadores a interesarse plenamente en los movimientos estudiantiles, desde finales de los años 1970.25 Buscando comprender los eventos de 1968, numerosos historiadores se interesaron asimismo en la formación de los movimientos estudiantiles nacionales, un proceso relevante del siglo XX, movimientos que tuvieron ritmos distintos según cada país. Las investigaciones abordaron tanto la génesis de los movimientos con vocación representativa, así como la de los movimientos confesionales o explícitamente políticos, para los cuales la autonomía reivindicada era más problemática.26 Desde el escenario local hasta el ámbito internacional, se estudiaron las distintas escalas de los movimientos estudiantiles.27 La perspectiva global fue especialmente analizada, dado que 1968 había sido también una movilización internacional.

Los historiadores europeos o latinoamericanos insistieron igualmente en las virtudes hermenéuticas de la noción de “generación” para entender mejor lo que distinguía a los estudiantes de 1968 de aquéllos de períodos anteriores.28 En Francia, otro legado de mayo del 68 fue el establecimiento de una distinción heurística, desde los primeros estudios, entre los dos tipos de reivindicaciones de los movimientos estudiantiles: las concernientes a la universidad y las que trataban sobre la sociedad en su conjunto.29 Aunque esta distinción es todavía útil, es necesario recordar la existencia de un contínuum de opciones en el que la reforma de la universidad se inscribe en la reforma política. Esta dimensión además resulta fundamental en el caso latinoamericano, en el que el siglo XX estudiantil fue ante todo el siglo de la Reforma Universitaria.

Y en efecto, 1968 fue un momento singular en la historia de América Latina. Los analistas del acontecimiento lo inscribieron, con justa medida, en un relato más amplio que empezaba en 1918. Compararon aquellos años de lucha a la época de la Reforma Universitaria, una reforma de envergadura continental que, en los años 1920 y 1930, buscó derribar los muros de todas las torres de marfil.30 Pero, al hacer de los movimientos estudiantiles los principales reformadores de las academias, los historiadores los encerraron en dichos espacios, transformándolos en figuras rebeldes de la historia de las universidades. Se dibujó una valla: la historia de los movimientos estudiantiles y la historia de la educación superior se confundieron, casi sin ningún vínculo con la historia de las sociedades que las englobaban. Obra de los clérigos –desde su propio punto de vista–, la historia de la “Reforma Universitaria” ha hecho correr mucha tinta y, al mismo tiempo, dicha “Reforma” se presenta, al igual que la Revolución mexicana, como un elemento fundamental de la historia del siglo XX latinoamericano.31 Esta reforma de las instituciones de educación superior –mediante la acción estudiantil– unificó bajo su nombre medidas diferentes según las universidades transformadas y medidas variables en el tiempo. Sus tres pilares fueron: 1) la autonomía universitaria (que comprendía la participación de los estudiantes en el gobierno de la institución); 2) la modernización del saber; 3) su “extensión” (o difusión) a otros entornos sociales.32 El relato de ese movimiento de reforma, presuntamente impulsado por estudiantes argentinos de la Universidad de Córdoba en 1918 y que luego se extendería, en los años 1920, a toda América Latina, fue primeramente escrito por los reformadores mismos33. Estos últimos insistieron lógicamente en la excepcionalidad del caso argentino, y borraron todo vínculo con las universidades europeas (sobre todo las españolas), inclusive si el programa de la reforma había sido elaborado de manera transnacional durante el cambio entre los siglos XIX y XX. Las obras de los reformadores fueron reeditadas en los “años 68”, y las generaciones de historiadores del momento supieron convertirse en los legatarios diligentes del movimiento de Córdoba. En consecuencia, escribir la historia de los movimientos estudiantiles latinoamericanos en el siglo XX se tradujo, sobre todo, en escribir la historia de la Reforma Universitaria.

El caso mexicano no escapó a la regla. En los estudios sobre la universidad, se analizó de manera documentada el papel de los estudiantes en el proceso de reforma, esencialmente visto desde el ángulo de la autonomía. ¿Esta autonomía acaso no había sido puesta en peligro en 1968 por la irrupción de los militares en la UNAM, y luego pisoteada cuando el gobierno asesinó a los universitarios en la plaza de las Tres Culturas? En México, el traumatismo del 2 de octubre fue el origen de un momento de reflexión crucial sobre la historia de la universidad y de sus estudiantes.34 En el ímpetu de resacralización de la universidad, se multiplicaron los estudios sobre su historia, desde la época colonial hasta nuestros días. Fue necesario defender, mediante la pluma, el lugar de la institución historiadora del yugo del Estado quien se ataviaba, todavía en 1968, con los ropajes de la legitimidad revolucionaria. De manera significativa, se dedicaron diversos estudios a la universidad en el contexto de la Revolución mexicana, sin que por ello el vínculo entre la institución y las transformaciones sociopolíticas fuese teorizado explícitamente.35 Sin embargo, la cronología se prestaba para establecer un paralelismo: la Universidad de México, símbolo de modernidad nacional, había sido refundada el 22 de septiembre de 1910, dos meses antes de los primeros levantamientos. No obstante, más que las relaciones entre la Universidad Nacional y el proceso revolucionario, las reflexiones sobre la autonomía de la institución fueron las que animaron un mayor número de publicaciones.36

Entre 1910 y 1945, el movimiento estudiantil mexicano fue sobre todo estudiado de manera fragmentada, cronológica y geográficamente, lo que lo hace parcialmente ininteligible.37 Dada su naturaleza intergeneracional, dicho movimiento organizado fue segmentado: se echó luz sobre tal o cual generación, organización o movilización, sin tener ninguna perspectiva global del movimiento. En buena medida, los análisis hicieron caso omiso –en un “régimen de historicidad” profundamente futurista– de una revolución que sin embargo saturó las representaciones de los estudiantes, que atacó su legitimidad y que dio un sentido a la historia nacional.38 Vinculados a la historia de las élites, diversos grupos estudiantiles de la primera mitad del siglo XX mexicano fueron objeto de distintos análisis bastante heterogéneos en cuanto a su extensión. Por ejemplo, Enrique Krauze publicó un estudio detallado de la “generación de 1915”, pero esencialmente a través de dos de sus representantes, Vicente Lombardo Toledano y Manuel Gómez Morin, figuras prominentes del grupo de los “Siete Sabios”.39 La organización matricial del movimiento nacional, el Congreso Local Estudiantil del Distrito Federal (CLEDF), fundado en 1916, no fue el objeto de estudio específico de ningún análisis. La Federación de Estudiantes de México (FEM), sucesora del CLEDF en 1918, no fue estudiada en sí misma.40 La Confederación Nacional de Estudiantes (CNE), fundada en 1928, padeció la misma falta de interés. En sus trabajos sobre el movimiento de autonomía, Renate Marsiske fue la primera en rastrear la formación de la “generación de 1929” y en esbozar la historia de sus organizaciones.41 María de Lourdes Velázquez Albo se interesó en los congresos nacionales estudiantiles de 1910 a 1930 en un trabajo precursor, pero demasiado conciso.42 La acción de la Unión Nacional de Estudiantes Católicos (UNEC, fundada en 1931) fue más ampliamente analizada por Gabriela Contreras, David Espinosa y María Luisa Aspe Armella.43 Sin embargo, el papel de la UNEC en el seno del movimiento con vocación representativa prácticamente no fue abordado. Los grupos estudiantiles especializados en la “extensión universitaria” fueron poco analizados (en el caso del Centro de Acción Social de los Estudiantes Universitarios, CASEU, 1930) o prácticamente ignorados (como la Unión de Estudiantes Pro-Obrero y Campesino, UEPOC, 1930).44 Las resistencias estudiantiles a la “educación socialista” han sido mínimamente objeto de trabajos específicos, y lo anterior a pesar de la amplitud del movimiento de 1933-1934, quizá el más importante de todo el período.45 Pocos trabajos han sido dedicados a las organizaciones estudiantiles socialistas y comunistas de los años 1930, con la excepción de Jalisco.46 Los vínculos entre el movimiento estudiantil, los partidos políticos y los intelectuales tampoco han provocado interrogantes. Las relaciones internacionales del movimiento estudiantil mexicano, centrales para todo el período, fueron, en resumen, muy poco analizadas.47

Todos esos trabajos tuvieron el mérito de haber dado vida a la historia del movimiento estudiantil mexicano antes de 1968. En ese sentido, este libro está en consonancia con aquellas obras. Sin embargo, dado que se concentraron en otros aspectos, aquellos estudios pasaron por alto la construcción de una nueva categoría política –el estudiante revolucionario–, dieron poca importancia a las estructuras del movimiento estudiantil –es decir, a las organizaciones locales, regionales, nacionales e incluso internacionales– e hicieron caso omiso de su autonomía frente al poder político, así como de la constante renovación generacional y, sobre todo, de su vínculo matricial con la Revolución mexicana. No obstante, el inicio del siglo XX mexicano fue testigo del florecimiento de un movimiento estudiantil vigoroso, que pretendió hablar en nombre de la juventud intelectual y que pretendió orientar el sentido de la Revolución.

El primer movimiento estudiantil mexicano: una revolución en la Revolución

El presente libro tiene un doble objetivo. Por una parte, se presenta como una historia revolucionaria del movimiento estudiantil. La fábrica de la “clase estudiantil” mexicana efectivamente no podría comprenderse sin analizar sus vínculos con la Revolución, ese cambio sin precedentes que llamó a que se pusieran en marcha relevos políticos. Indisociablemente, este libro es también una historia estudiantil de la Revolución mexicana que se empeña en mostrar cómo el movimiento estudiantil supo orientar el curso de ese proceso en el corto y en el mediano plazo, en el campo de las posibilidades del acontecimiento o en un proceso de maduración política: ideas, actores, discursos y prácticas provenientes del movimiento estudiantil irrigaron la Revolución al punto que, quizá, ésta habría adquirido otra forma si no se hubiese creado aquel actor colectivo.

Para escribir esta historia doble es necesario elegir un horizonte temporal de mediano plazo, es decir, el plazo que fue testigo de la construcción del movimiento estudiantil en las décadas de 1910 y 1920, así como de su apogeo y sus divisiones en los años 1930, y también de su debilitamiento a principios de los años 1940. Aunque 1910 sembró las primeras semillas del movimiento estudiantil, su año de nacimiento fue sin duda alguna 1916: la fundación de una organización que reunió a todos los estudiantes de la capital, el Congreso Local Estudiantil del Distrito Federal (CLEDF), inauguró el proceso de autoconstitución de la “clase estudiantil” a escala nacional. 1945 es un límite menos tajante para el movimiento estudiantil en su conjunto: en esa fecha, la Confederación Nacional de Estudiantes (CNE) ya se encontraba desprestigiada. La UNEC ya había muerto. “La educación socialista” (1934-1946), utopía que había divido al movimiento estudiantil, estaba en vías de desaparición. Estado e Iglesia apoyaban entonces a poderosas organizaciones de juventudes (la Confederación de Jóvenes Mexicanos, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana), englobando la categoría “estudiante” en una realidad nueva. El movimiento estudiantil se regionalizó a medida que el ámbito universitario se diversificó. Más específicamente, 1945 fue testigo de la promulgación de una nueva ley que puso fin a la participación efectiva de los estudiantes en el gobierno de la Universidad Nacional. Ese año fue un marcador importante, debido a la hegemonía de la UNAM en el ámbito de las universidades. Finalmente, en 1945 concluyó la Segunda Guerra Mundial, acontecimiento que marcó a una nueva generación estudiantil, de la misma manera que la “guerra europea” de 1914-1918 había marcado a otras generaciones. Este período, que vio el nacimiento y el derrumbe del primer movimiento estudiantil, coincide con la Revolución mexicana en su sentido amplio.

Indagando sobre la creación de una cultura revolucionaria, este libro analiza la construcción de un grupo que se definió como el exégeta autorizado de la Revolución. La figura del estudiante revolucionario que se impuso en ese entonces unificó la imagen de la “clase estudiantil”, considerada como grupo legítimo de un espacio social caracterizado por relieves similares (la “clase obrera”, la “clase campesina” y la “clase política”). Este trabajo de caracterización evolucionó con el transcurso del tiempo frente a la diferenciación del mundo escolar, lo que separó poco a poco a los estudiantes universitarios de los estudiantes de las escuelas normales y técnicas. En el seno de un futuro programado –la revolución que era necesario llevar a cabo–, el movimiento estudiantil construyó su propio espacio para orientar el proceso revolucionario. Democrática, moderna y social, la universidad que se deseaba –y que se obtuvo mediante la fuerza del movimiento estudiantil– fue todo, menos una torre de marfil. Los estudiantes salieron a menudo para “ir al pueblo” y predicar la revolución en todas sus formas.

En el seno de este relato, dos grandes generaciones se distinguieron. La primera se proclamó generación a posteriori. Había sido testigo del tornado revolucionario de los años 1910 y había visto a Europa desgarrarse durante la Primera Guerra Mundial: se trató de la “generación de 1915”, la de los “técnicos”, que rápidamente constituyó la burocracia de los gobiernos en los que reinaban los generales revolucionarios. Frente a aquella primera generación, una segunda generación se afianzó e hizo su propia revolución, mediante un relato similar al de la Revolución de 1910: la “generación de 1929” se forjó durante la huelga estudiantil de mayo-junio de ese año clave, y obtuvo así la autonomía de la Universidad. Desde el punto de vista de los miembros de la “generación de 1929”, la ley de autonomía era casi el equivalente de la Constitución de 1917. Para sus contemporáneos, la “revolución estudiantil” de 1929 era semejante a la de 1910. Al mismo tiempo, en el seno de la “generación de 1929”, se constituyó un grupo estudiantil más cohesionado y determinado que nació del enfrentamiento sangriento entre la Iglesia y el Estado revolucionario. Los estudiantes católicos de la UNEC predicaron una lectura selectiva de la Revolución mexicana, compatible con la doctrina social de la Iglesia. Paralelamente, las ideas educativas que resultaron del movimiento estudiantil de finales de los años 1910 y de principios de los años 1920 se transformaron en política educativa nacional bajo la influencia de un antiguo estudiante que se volvió sindicalista, Vicente Lombardo Toledano: la implementación de “la educación socialista” de los años 1930 fue lo que dividió profundamente al movimiento estudiantil.

Este libro se interesa en amplia medida en la escala nacional. Por una parte, porque su objeto de estudio es la construcción de un movimiento organizado nacionalmente y porque ese horizonte fue el mismo que el de los estudiantes que lo dirigieron. Por otra parte, porque la Revolución fue un evento nacional, más allá de las revoluciones locales. Sin embargo, la escala nacional no tiene sentido aquí si no es en una perspectiva global: desde 1916, el objetivo de los jóvenes mexicanos fue formar una unión nacional destinada a integrarse a las confederaciones estudiantiles internacionales. La estructuración de los movimientos estudiantiles en asociaciones nacionales no era para nada evidente y más bien fue el resultado de un proceso en el que los estudiantes del “nuevo mundo” desempeñaron un papel tan importante como el de los estudiantes de la “vieja Europa”. En muchos sentidos, los estudiantes de la primera parte del siglo XX fueron agentes de las relaciones internacionales, en parte autónomas, en parte dependientes, que interactuaban con los engranajes de las diplomacias nacionales. Haciendo frente a la Revolución, los estudiantes mexicanos supieron propagar sus ideas, divulgar su Magna Carta, narrar su historia, legitimar o criticar a los gobiernos que se reivindicaban como sus propietarios legítimos. Estos últimos, a menudo, dieron moneda contante y sonante a aquellos jóvenes diplomáticos, quienes pudieron así desarrollar una política internacional propia, mediante viajes, correspondencia, organización de congresos e incluso de asociaciones internacionales estudiantiles. Esos lazos múltiples contribuyeron de esta manera a poner en circulación la Revolución mexicana en un espacio transnacional: Euro-América.48 Para las élites revolucionarias y para los estudiantes mexicanos, españoles o latinoamericanos, ese espacio era esencialmente el territorio de la “raza iberoamericana”, antagonista de la “raza anglosajona” y del “coloso del norte”, los Estados Unidos. Dicho espacio iberoamericano fue, tanto para los gobiernos mexicanos, así como para los dirigentes estudiantiles, el espacio racial de proyección de la Revolución: ésta se erigió como ejemplo para las naciones latinoamericanas que pretendía acercar. El inicio del siglo XX fue, en consecuencia, el momento de un intento de regionalización del mundo. Fue testigo del enfrentamiento por el espacio en cuestión, entre movimientos de integración rivales que poseían contenidos, objetivos y geografías diferentes: panamericanismo, latinoamericanismo, hispanoamericanismo, iberoamericanismo, indoamericanismo, y muchos otros términos que fueron objeto de luchas ásperas y sobre los cuales ahondaremos más adelante.49 Los estudiantes mexicanos pensaron así la integración regional de su espacio predilecto con una audacia que rebasó la de un Richard Coudenhove-Kalergi o de un Aristide Briand. Al mismo tiempo, aunque las organizaciones de estudiantes compitieron para proyectar la “revolución” sobre una parte de dicha Euro-América, ésta última fue también un cuerno de la abundancia para el proceso revolucionario, ávido de ideas, de ideologías y de proyectos políticos. De Marx hasta Maurras, pasando por Mariátegui, los estudiantes mexicanos supieron devorar selectivamente lo que querían poner en relieve para apoyar, criticar o definir la Revolución mexicana. Hacer una historia revolucionaria del movimiento estudiantil y una historia estudiantil de la Revolución implica, en consecuencia, inscribir el ámbito nacional en una perspectiva global. Ésta última invita a tomar en cuenta las circulaciones, las conexiones y los encuentros entre estudiantes de ambos lados del océano, frecuentes en los años 1920, e institucionalizados en los años 1930.50

Notas de la introducción

1 Tetralogía formulada por L. Barrón, Historias de la Revolución Mexicana, México, FCE, 2004, p. 18. Véase también T. Benjamin, La Revolución: Mexico’s Great Revolution as Memory, Myth & History, Austin, UT Press, 2000.

2 F.-X. Guerra, Le Mexique: de l’Ancien Régime à la Révolution, París, L’Harmattan, 1985, vol. 1.

3 T. Benjamin, op. cit., p. 42.

4 Sobre la Revolución hecha gobierno y la Revolución hecha tradición, véase: Ibid., pp. 68-73 y 93.

5 J. Silva Herzog, Histoire de la Révolution mexicaine, Montréal, Lux, 2009.

6 A. Knight, The Mexican Revolution, Cambridge, CUP, 1986, vol. 2.

7 H. Werner Tobler, La revolución mexicana: transformación social y cambio político, 1876-1940, Madrid, Alianza, 1994. J. Meyer, La Révolution mexicaine 1910-1940, París, Tallandier, 2010. L. Meyer y H. Aguilar Camín, A la sombra de la Revolución Mexicana, México, Cal y Arena, 1989. A. Gilly, La revolución interrumpida, México, Era, 2007.

8 El término “cristero” se refería a los grupos de campesinos que lanzaban la proclama ¡Viva Cristo Rey! Este levantamiento católico, la “Cristiada” para Jean Meyer, duró tres años y se desarrolló principalmente en el occidente mexicano. J. Meyer, La Christiade: L’Église, l’État et le peuple dans la Révolution mexicaine, 1926-1929, París, Payot, 1975.

9 A. Córdova, La Revolución en crisis: la aventura del maximato, México, Cal y Arena, 1995.

10 A. Hernández Chávez, La mecánica cardenista, México, El Colegio de México, 1979. A. Gilly, El cardenismo: una utopía mexicana, México, Era, 2001. S. León y González (dir.), El Cardenismo, 1932-1940, México, FCE, 2010. A. Knight, “Cardenismo: Juggernaut or Jalopy”, Journal of Latin American Studies, vol. 26, núm. 1, 1994, pp. 73-107. A. Bantjes, As if Jesus Walked on Earth: Cardenismo, Sonora and the Mexican Revolution, Wilmington, SR Books, 1998. J. Garciadiego, “La oposición conservadora y de las clases medias al cardenismo”, Istor, núm. 25, vol. VI, 2006, pp. 30-49.

11 W. Beezley y C. MacLachlan, Mexicans in Revolution 1910-1946, Lincoln/Londres, University of Nebraska Press, 2009. W. Beezley y J. Buchenau, State Governors in the Mexican Revolution, 1910-1952. Portraits in Conflict, Courage, and Corruption, New York, Rowman & Littlefield, 2009. S. Mitchell y P.Schell, The Women’s Revolution in Mexico, 1910-1953, Lanham, Rowman & Littlefield, 2007.

12 R. A. Camp, “The Time of the Technocrats and Deconstruction of the Revolution”, en W.Beezley y M. C. Meyer, The Oxford History of Mexico, New York, Oxford UP, 2000, pp. 609-636.

13 J. Womack, Emiliano Zapata et la révolution mexicaine, París, La Découverte, 2008 (1969). A.Córdova, La ideología de la Revolución Mexicana: la formación del nuevo régimen, México, Era, 1973. J. Meyer, La Révolution mexicaine 1910-1940, París, Tallandier, 2010 (1973).

14 M. K. Vaughan, “Cultural Approaches to Peasant Politics in the Mexican Revolution”, HAHR, mayo 1999, vol. 79, núm. 2, p. 270.

15 L. Barrón, op. cit., p. 31. G. Joseph y D. Nugent, “Popular Culture and State Formation in Revolutionary Mexico”, in G. Joseph and D. Nugent, Everyday Forms of State Formation: Revolution and the Negotiation of Rule in Modern Mexico, Durham/Londres, Duke UP, 1994, pp. 6-7.

16 R. Falcón, “El revisionismo revisado”, Estudios Sociológicos, mayo-agosto 1987, vol. 5, núm. 14, pp. 341-351.

17 A. Knight, op. cit. y J. Mason Hart, Revolutionary Mexico: the Coming and Process of the Mexican Revolution, Berkeley, University of California Press, 1987.

18 L. Barrón, op. cit., p. 37.

19 Véase el núm. 2 del volumen de la HAHR (mayo 1999). P. Piccato, “Conversación con los difuntos: una perspectiva mexicana ante el debate sobre la historia cultural”, Signos históricos, julio-diciembre 2002, núm. 8, pp. 13-41. A. Knight, “Subalterns, Signifiers, and Statistics: Perspectives on Mexican Historiography”, Latin American Research Review, 2002, vol. 37, núm. 2, p. 138.

20 S. E. Lewis, The Ambivalent Revolution, Forging State and Nation in Chiapas, 1910-1945, Albuquerque, University of New Mexico Press, 2005.

21 M. K. Vaughan y S. E. Lewis (dir.), The Eagle and the Virgin: Nation and Cultural Revolution in Mexico, 1920-1940, Durham, Duke UP, 2006.

22 P. Piccato, art. cit., p. 19. A. Knight, art. cit., p. 141.

23 A. Lempérière, Intellectuels, État et Société au Mexique, Les clercs de la Nation (1910-1968), París, L’Harmattan, 1992. E. Cárdenas Ayala, Le laboratoire démocratique : le Mexique en révolution (1908-1913), París, Publications de la Sorbonne, 2001, pp. 199-204.

24 P. Artières y M. Zancarini-Fournel, 68, une histoire collective: 1962-1981, París, La Découverte, 2008.

25 S. Zermeño, México, una democracia utópica: el movimiento estudiantil del 68, México, Siglo XXI, 1978.

26 J.-P. Legois, A. Monchablon y R. Morder (dir.), Cent ans de mouvements étudiants, París, Syllepse, 2007.

27 P. G. Altbach, “The International Student Movement”, Journal of Contemporary History, 1970, vol.5, núm. 1, Generations in Conflict, pp. 156-174. R. Morder y C. Rolland-Diamond (dir.), Étudiant(e)s du monde en mouvement: Migrations, cosmopolitisme et internationales étudiantes, París, Syllepse, 2012.

28 Siguiendo la definición de Marc Bloch: “Los hombres que nacieron en un mismo ambiente social, en fechas cercanas, viven necesariamente, en especial durante su período de formación, influencias análogas. La experiencia muestra que su comportamiento actual, con respecto a los grupos sensiblemente más viejos o más jóvenes, presenta rasgos distintivos generalmente muy claros. Y esto incluso hasta en sus desacuerdos, que pueden ser punzantes. Apasionarse por un mismo debate, inclusive si fuese en sentido opuesto, significa aún así parecerse los unos a los otros. Esta comunidad de influencias, que procede de una comunidad de edad, constituye una generación”. J.-P. Azema, “La clef générationnelle”, Vingtième Siècle, abril-junio 1989, núm. 22, número especial: “Les générations”, p. 4. Los historiadores mexicanos, así como los estudiantes de nuestro análisis, se refirieron al José Ortega y Gasset de El tema de nuestro tiempo (1923).

29 Y. Cohen y C. Weil, “Les mouvements étudiants : une histoire en miette ?”, Le Mouvement social, julio-septiembre 1982, núm. 120, p. 10.

30 J. C. Portantiero, Estudiantes y política en América Latina. 1918-1938, México, Siglo XXI, 1978.

31 F. Chevalier, L’Amérique latine, de l’indépendance à nos jours, París, PUF, 1977, pp. 378-380. L.Manigat, L’Amérique latine au XXe siècle, París, Seuil, 1991, pp. 285-301.

32 C. Tünnermann Bernheim, Noventa años de la Reforma Universitaria de Córdoba: 1918-2008, Buenos Aires, CLACSO, 2008. M. Bergel, “Latinoamérica desde abajo. Las redes transnacionales de la Reforma Universitaria (1918-1930), en E. Sader, H. Aboites y P. Gentili, La reforma universitaria: desafíos y perspectivas noventa años después, Buenos Aires, CLACSO, 2008, pp. 146-184. M. Bergel y R. Martínez Mazzola, “América Latina como práctica. Modos de sociabilidad intelectual de los reformistas universitarios (1918-1930)”, en C. Altamirano (dir.), Historia de los intelectuales en América Latina, II. Los avatares de la “ciudad letrada” en el siglo XX, Buenos Aires, Katz, 2010, pp. 119-143. H. Biagini, “Universidad e integración latinoamericana”, CUYO, Anuario de Filosofía Argentina y Americana, 1996, núm 13, pp. 119-131. F. Moraga Valle, “Reforma desde el sur, revolución desde el norte. El Primer Congreso Internacional de Estudiantes de 1921”, Estudios de historia moderna y contemporánea de México, núm. 47, enero-junio 2014, pp. 155-195.

33 G. Del Mazo, La reforma universitaria, Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 3 vol., 1968 (1926).

34 Véase la colección “Deslinde, cuadernos de cultura política universitaria”, editada por el Centro de Estudios sobre la Universidad (fundado en 1976).

35 M. E. Burke, “The University of Mexico and the Revolution, 1910-1940”, The Americas, octubre 1977, vol. 34, núm. 2, pp. 252-273. Sobre la fase armada de la Revolución (1910-1920), existen sin embargo los sólidos trabajos de J. Garciadiego, Rudos contra científicos: la Universidad Nacional durante la revolución mexicana, México, El Colegio de México, 1996. “De Justo Sierra a Vasconcelos. La Universidad Nacional durante la revolución mexicana”, HM, abril-junio 1997, vol. XLVI, núm. 184, pp. 769-819. Respecto a la evolución desde su perspectiva más amplia y respecto a los años siguientes: D. J. Mabry, The Mexican University and the State: Student Conflicts, 1910-1971, Austin, Texas UP, 1982. J. Mendoza Rojas, Los conflictos de la UNAM en el siglo XX, México, UNAM, 2001.

36 J. Pinto Mazal, La autonomía universitaria: antología, México, UNAM, 1974. B. Dromundo, Crónica de la autonomía universitaria de México, México, Jus, 1978. UNAM, La autonomía en México, México, UNAM, 1979.

37 Antonio Gómez Nashiki ofreció una perspectiva global, al tiempo que se concentró en los años posteriores a 1945. A. Gómez Nashiki, “El movimiento estudiantil mexicano. Notas históricas de las organizaciones políticas, 1910-1971”, Revista Mexicana de Investigación Educativa, 2003, vol. 8, núm. 17, pp. 187-220.

38 Un régimen de historicidad engloba “los diferentes modos de articulación de las categorías del pasado, del presente y del futuro. Según se ponga el acento principal en el pasado, el futuro o el presente, el orden del tiempo, efectivamente, no es el mismo”, F. Hartog, “De l’histoire universelle à l’histoire globale? Expériences du temps”, Le Débat, 2009/2, núm. 154, p. 55. “Futurismo debe pues entenderse aquí como el predominio del punto de vista del futuro. Tal es el sentido imperativo del orden del tiempo: un orden que no deja de acelerar o de presentarse como tal”. F. Hartog, Régimes d’historicité. Présentisme et expérience du temps, París, Seuil, 2003, pp. 119-120.

39 E. Krauze, Caudillos culturales en la Revolución mexicana, México, Siglo XXI, 1976, 2008. Los Siete Sabios eran Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morin, Alfonso Caso, Alberto Vásquez del Mercado, Antonio Castro Leal, Teófilo Olea y Leyva y Jesús Moreno Baca.

40 Claude Fell dedicó diversas páginas a la FEM en su obra maestra sobre Vasconcelos. C. Fell, José Vasconcelos, los años del águila (1920-1925): educación, cultura e iberoamericanismo en el México postrevolucionario, México, UNAM, 1989, pp. 348 y sucesivas.

41 R. Marsiske, “Organización estudiantil y movimiento de autonomía universitaria - México 1929”, Estudios interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, julio-diciembre 1996, vol. 7, núm. 2, Consultado en: <http://www1.tau.ac.il/eial.old/VII_2/marsiske.htm>.

42 M. de L. Velázquez Albo, Los congresos nacionales universitarios y los gobiernos de la Revolución, 1910-1933, México, UNAM, 2000.

43 G. Contreras Pérez, Los grupos católicos en la Universidad Autónoma de México (1933-1944), México, UAM-Xochimilco, 2002. D. Espinosa, “Student Politics, National Politics: Mexico’s National Student Union, 1926-1943”, The Americas, abril 2006, vol. 62, núm. 4, pp. 533-562. M.L.Aspe Armella, La formación social y política de los católicos mexicanos: la Acción Católica Mexicana y la Unión Nacional de Estudiantes Católicos, 1929-1958, México, UIA, 2008.

44 Sobre el CASEU, G. Pérez San Vicente, La Extensión Universitaria, México, UNAM, 1979, vol. 1, p. 77.

45 M. de L. Velázquez Albo, “El movimiento estudiantil en la UNAM, 1933”, CISMA, 2011, núm. 1, pp. 1-13. G. Guevara Niebla (dir.), Las luchas estudiantiles en México, México, Línea, 1986, vol.2, pp.17-56. I. Semo, “Liberales y populistas (reflexión sobre la oposición estudiantil)”, Historias, octubre-diciembre 1982, núm. 2, pp. 71-84.

46 A. Mendoza Cornejo, Organizaciones y movimientos estudiantiles en Jalisco de 1900 a 1937, Guadalajara, UDG, 1989; Organizaciones y movimientos estudiantiles en Jalisco de 1935 a 1948: el FESO, Guadalajara, UDG, 1991.

47 Únicamente la Confederación Iberoamericana de Estudiantes Católicos fue objeto de estudio: B. Barranco, “La iberoamericanidad de la Unión Nacional de Estudiantes Católicos (UNEC) en los años treinta”, en R. Blancarte (dir.), Cultura e identidad nacional, México, FCE, 1994, pp. 188-230.

48 O. Compagnon, “L’Euro-Amérique en question”, Nuevo Mundo/Mundos Nuevos, 2009, consultado en: nuevomundo.revues.org/index54783.html.

49 D. Marcilhacy, Raza Hispana: Hispanoamericanismo e Imaginario Nacional en la España de la Restauración, Madrid, CEPC, 2010. M. Rodríguez, Celebración de “la raza”: una historia comparativa del 12 de octubre, México, UIA, 2004. J. Pakkasvirta, ¿Un continente, una nación? Intelectuales latinoamericanos, comunidad política y las revistas culturales en Costa Rica y Perú (1919-1930), Helsinki, Suomalaisen Tiedeakatemia, 1997. M. Bertrand y R. De Roux, De l’un au multiple. Dynamiques identitaires en Amérique Latine, Toulouse, PUM, 2008. D. Sheinin (dir.), Beyond the Ideal: Pan Americanism in Inter-American Affairs, Wesport, Greenwood Press, 2000.

50 C. Douki y P. Minard, “Histoire globale, histoires connectées : un changement d’échelle historiographique? Introduction”, Revue d’histoire moderne et contemporaine, 2007/5, núm. 54-4 bis, p. 10. R. Bertrand, “Histoire globale, histoire connectée”, enC. Delacroix, F. Dosse, P. García y N. Offenstadt (dir.), Historiographies: concepts et débats, París, Gallimard, 2010, pp. 366-377.

Prólogo: los estudiantes, del antiguo régimen a la Revolución