La risa final - Fernando Royuela - E-Book

La risa final E-Book

Fernando Royuela

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Beschreibung

Un escritor recibe como legado a la muerte de un notario amigo un escrito de 1885 que tiene que destruir una vez leído. Se trata de una rareza, un acta con la confesión biográfica de una tal Rosario la China, a la que acompaña un misterioso objeto. La vida de la bella Rosario, desde su nacimiento en Filipinas a la vejez en Ceuta, donde regenta una mancebía como socia y amiga una tal Agustina (¿de Aragón?) ha estado llena de increíbles peripecias. Vendida como esclava siendo muy niña y destinada a la prostitución, Rosario va a parar desde el galeón que la lleva a México al cañonero inglés que lo ataca, y, tras un largo viaje, a Cádiz, donde comienza una nueva vida en casa de un próspero bodeguero inglés como señorita de compañía de su hija, a cambio de servirle en la cama. El inglés, junto con su mujer, su hija y Rosario, se dirige a Bilbao a embarcarse con destino a su patria, huyendo de los disturbios ocasionados por la invasión francesa, cuando son asaltados por guerrilleros a unas jornadas de Segovia. Rosario traiciona a la familia y se une a la cuadrilla y, a pesar de la dura vida que lleva, se siente libre por primera vez en su vida.  Una extraordinaria novela histórica ambientada en la turbulenta época de la invasión francesa a España, protagonizada por una mujer fuerte, ingobernable y bienhumorada que permanecerá en la memoria y en el corazón de los lectores. A Quevedo le hubiera gustado leer a Fernando Royuela. Fernando Iwasaki

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Seitenzahl: 592

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La risa final

© Fernando Royuela c/o DOSPASSOS Agencia Literaria, Madrid, 2018

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Calderónstudio

Imágenes de cubierta: Calderónstudio y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-217-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Citas

Prefacio: El hombre de la casaca dorada

Introducción: La notaría de don Valerio

1. La belleza de los ángeles

2. Alimañas del monte

3. El cura de Fontenebro

4. El corral del gato

5. En la quinta del marqués

6. Los gallos cantaban sus quiquiriquíes sobre los palos del corral

7. La hora del ángelus

8. Los hermanos virginianos

9. Camino de la libertad

10. Una botella de coñac francés

11. Las Maldonadas

12. Paseos con Roso Blasco

13. La Camándula

Epílogo: De vuelta a la notaría de don Valerio

Colofón: Vendrán tiempos peores

 

 

 

 

 

 

 

A mis hijas, Regina y Celia, que no se engañan con las apariencias

 

 

 

 

 

 

Y hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles lidiaban con el dragón, y lidiaban el dragón y sus ángeles; y no prevalecieron estos, ni jamás fue hallado su lugar en el cielo. Y fue lanzado fuera aquel dragón, aquella antigua serpiente que se llama Diablo y Satanás, que engaña a todo el mundo; y fue arrojado en tierra, y sus ángeles fueron lanzados con él.

 

Apocalipsis (XII, 7-9)

 

 

El pueblo español es, de todos los que llenan la tierra, el más inclinado a hacer chacota y burla de los asuntos serios. Ni el peligro lo arredra ni los padecimientos le quitan su buen humor; así vemos que, rodeado de guerras, muerte, miseria y exterminio, se entretiene en componer cantares, creyendo no ofender menos a sus enemigos con las punzantes sátiras que con las cortantes espadas.

 

Benito Pérez Galdós

Napoleón en Chamartín

PREFACIO

EL HOMBRE DE LA CASACA DORADA

 

 

 

 

 

Un estrépito de cascos rugía monte abajo. El polvo que los caballos levantaban impedía distinguir con claridad a sus jinetes. Martinejo, guiado tal vez por el instinto de supervivencia, corrió a esconderse detrás de unos árboles. Nada evidente le hacía presagiar peligro, pero un calambre de temor le sacudió las tripas al divisar a aquella gente al galope. Miró a través de las ramas perfiladas de verde por el inicio de la primavera. Corría el mes de abril y, después de un invierno riguroso, se agradecía lo templado de los vientos que bajaban remolones de la sierra. La nube de polvo seguía galopando por el camino. Cada vez estaban más cerca. Parecía un rebaño en estampida, toros bravos presa del pánico, pero conforme se fueron aproximando a Martinejo no le cupo duda de que eran soldados. Algo extraño había, sin embargo, en su atuendo: iban vestidos con corazas bruñidas, calzones blancos de abotonadura lateral, botas de caña y morriones relucientes acabados en chascás con unos adornos de plumas jamás utilizados por el ejército español. Uno que cabalgaba en cabeza llevaba ondeando una bandera roja, azul y blanca que Martinejo no supo reconocer. Su apostura resaltaba sobre el resto de los soldados, aunque el aspecto de la formación era también de admirar. A juzgar por los resoplidos de los caballos, debían llevar varias horas de marcha. ¿De dónde vendrían aquellos hombres? ¿Por qué cabalgaban por un lugar tan apartado de las rutas principales, por un camino apenas frecuentado por las diligencias o los correos, útil si acaso para que lo transitase algún buhonero, camino de Nájera o Ezcaray? Como todos los miércoles Martinejo acudía a la casa de Juan Bautista a recoger la puesta de huevos de las gallinas y algún cántaro de leche de cabra que su esposa hubiera ordeñado de más. La casa del pastor distaba un par de leguas, pero saliendo temprano le daba tiempo a estar de regreso en el pueblo al caer la tarde. Allí vendía a un despensero los huevos de las gallinas de Juan Bautista y la leche ordeñada por su mujer. La caminata le compensaba. Juan Bautista tenía un corazón generoso y siempre le entregaba algunos reales de propina. La mujer le daba también un panecillo candeal y un pedazo de queso del que ella hacía con leche de cabra para que entretuviera las tripas de regreso. Tenía la cara guapa y el cuerpo moldeado con esa frescura dichosa que da la juventud. Era un matrimonio humilde, pero feliz.

Vivía de las ovejas, de las cabras, de las gallinas, de los animales de corral y de lo poco de hortalizas que la huerta les daba: nabos, tomates, patatas, berzas y algunas judías si el pedrizo era benévolo y la cosecha no se echaba a perder. Juan Bautista era pastor, como su padre y su abuelo lo habían sido antes. Salía al alba con las ovejas y volvía al cabo de unos días tras tenerlas pastando por las dehesas de allende las sierras. Era hombre fornido y la vida recia de los montes no le incomodaba lo más mínimo, al contrario, le encantaba el oficio de pastor. Se sentía feliz a solas con el canto de los pájaros y el sonido del aire acariciando al atardecer las copas de los chopos por las márgenes de los riachuelos y el pecho se le llenaba de una sensación de plenitud inexplicable, como si Dios hubiese puesto el mundo de aquella forma solo para su personal contemplación. Por la noche dormía al raso envuelto en una manta de lana torda que había sido de su padre. Miraba las estrellas y aquella sopa inexplicable de fulgor y negritud le azuzaba el pensamiento con las preguntas más hondas que asolan a los hombres desde el comienzo de los tiempos: «¿Qué habrá allá arriba que sostenga tanto lucero? ¿Andarán los ángeles detrás de la bóveda celeste mirando cómo nos comportamos en la Tierra? ¿Querrá Dios llevarme junto a él cuando me llegue la hora de la muerte?». Pero aún faltaba mucho para eso. Era joven y su mujer hacía tan solo cinco meses que había parido un niño sano: Rafael, su primogénito. El presente era halagüeño y el futuro tampoco variaría mucho su rutina, la de salir con las ovejas, sembrar las semillas en otoño y aprovechar las largas noches de invierno al calor de la hoguera, con su familia, en paz. No necesitaba mucho más para entender el mundo. Tampoco tenía otra ambición que la de estar a bien consigo mismo. Ni tan siquiera vivir en el pueblo junto al resto de vecinos era algo que desease. La gente poco tenía que aportarle a su felicidad. Él solo se bastaba. Cuando el niño creciera ya le ayudaría con la faena. Tenía pinta de ir a salirle fuerte. Además, pensaban tener toda la descendencia que Dios quisiera darles. Los hijos son la bendición de los padres, el fruto que avala la perpetuación de la especie. Juan Bautista creía en la tradición. Su padre, al morir, hubo de dejarle en herencia el rebaño que él, ya desde mozo, le ayudaba a cuidar. Su abuelo había hecho lo mismo con su padre y Juan Bautista lo repetiría con su hijo. Así debía ser. La tradición era, sin duda, la ley de Dios.

La mujer de Juan Bautista tenía el carácter asustadizo y cada mañana que él salía con las ovejas pensaba en las mil desgracias que podían sucederle trajinando por los montes. ¿Y si se despeñaba por un barranco? ¿Y si le salía al paso un lobo y se le tiraba al cuello? ¿Y si en una tarde de tormenta un rayo le caía encima como le había sucedido a Perico Cebollero, el cuñado de una prima suya, y no más quedaba de él que un trozo de cuerpo hecho carbón? Ella rezaba para que nada le sucediera a su marido, ponía velas a santa Polonia y a santa Bárbara, pero aun así, a menudo presentía una amenaza indescriptible que le obturaba la boca del estómago, como si estuviera predestinado a la tragedia. Había veces que, sin motivo aparente, rompía a llorar, pero no se dejaba llevar demasiado de la mano de la tristeza, no fuesen a cumplirse sus presagios, y enseguida se afanaba con los muchos trajines que sus obligaciones le exigían: ordeñaba las cabras, recogía los huevos, limpiaba los establos, cortaba la leña, encendía el fuego, preparaba el almuerzo, alimentaba al hijo y, si le quedaba tiempo, horneaba pan y hacía queso, un queso tosco, pero sabroso, que en la boca sabía picón. La acechanza de la desgracia estaba siempre presente en su vida. En el fondo más oscuro de su alma no confiaba en llegar a vieja. Los peligros cotidianos eran muchos y su inconsciencia no era tan elevada como para desdeñarlos sin más. Sin embargo, aquella mañana, cuando oyó el galopar de los caballos mientras pelaba cebollas, no intuyó la presencia de peligro alguno. Miró por la ventana, salió luego a la puerta de la casa y se quedó observando fascinada cómo bajaba por el camino un grupo de soldados a caballo, rígidos, marciales, rebosantes de gallardía militar. Nunca antes había contemplado nada semejante y el simple hecho de que alguien pasara por aquellos parajes apartados no dejaba de ser un acontecimiento extraordinario. Al frente del destacamento venía galopando un jinete que le pareció que se distinguía del resto: tenía los ojos penetrantes, acusada la barbilla, las cejas muy pobladas y cierto aire inquietante en el rostro, como henchido de desprecio o altivez. Debía ser uno de esos hombres que se saben llenos de poder y dan por ello órdenes a voluntad sin importarles las consecuencias, igual que si sus deseos fueran ajenos a todo reproche moral. La estampa de este individuo era imponente. Al contrario que los demás, el uniforme que vestía parecía sacado del atrezo de una fantasía teatral: llevaba al hombro una capa corta ladeada de piel de leopardo y la casaca, florida de alamares y con enormes charreteras, era de terciopelo dorado; el calzón, al contrario que el de los militares, no era blanco, sino azul y estaba ribeteado por franjas también color de oro; las cañas de las botas le subían por encima de las rodillas hasta asomarle una lengüeta rematada con adornos de cordón. Iba montado en un caballo zaino, lo que hacía que su vestimenta destacase más, si cabe. La mujer de Juan Bautista no entendía de ejércitos ni de jerarquías militares, pero lo que no le resultaba ajeno era que aquellos uniformes, todas esas banderas desplegadas y la manera tan ordenada de seguir el trote, poco tenían que ver con las de los militares españoles que alguna vez acampaban en el pueblo. La visión de los jinetes era grandiosa, pero de repente le entró miedo y, sin saber por qué, se puso a rezar.

El teniente al mando del destacamento de coraceros del ejército imperial de Napoleón divisó la alquería. Plantada en la puerta había una mujer que los miraba con asombro. Llevaban tres días cabalgando desde que partieron de Anglet sin apenas detenerse y la tropa estaba ya cansada. El polvo del camino se les había metido por dentro de los uniformes y, mezclado con el sudor, les causaba comezón. Aquel paraje en un repecho de la ladera, rodeado por grandes árboles y con un pequeño riachuelo que corría fresco a pocos metros, le pareció un lugar idóneo para ordenar un descanso y lavarse. A un gesto de su mano los caballos se encaminaron hacia la casa. Pasaron al trote donde Martinejo andaba escondido, pero ningún jinete reparó en él. Al muchacho no le dio tiempo a contarlos, pero a ojo de buen cubero debían de ser unos cuarenta, todos bien equipados con sables y fusiles. En las grupas llevaban zurrones abultados como con raciones para varios días y sus caballos parecían de los mejores, sanos, vigorosos y pertrechados con espléndidas monturas de cuero color miel.

El teniente llegó hasta donde la mujer de Juan Bautista aguardaba y descabalgó. Con el sombrero en las manos le dirigió algunas palabras. Martinejo no oyó lo que conversaron, pero estuvieron un buen tiempo hablando mientras el resto de los soldados esperaba en los caballos las órdenes de sus oficiales. Al observarlos con detenimiento, Martinejo cayó en que debían venir de Francia: el corregidor había anunciado días atrás que los franceses, aliados ahora de la patria, iban a entrar en España para ayudar a su majestad Fernando VII, recién proclamado rey. Decían en el pueblo que Carlos IV, consentidor de los cuernos que su mujer, la reina María Luisa de Parma, le ponía a la vista de todos con su propio valido, José Godoy, acababa de abdicar en él. Unos argumentaban que lo había hecho forzado por la detención popular del valido en su palacio de Aranjuez; otros, porque Fernando VII, su hijo bien amado, era el rey joven que España necesitaba en aquellos momentos de desórdenes y confusión. Lo cierto es que España era por aquel entonces un país títere movido por los hilos del emperador de Francia. Carlos IV admiraba y temía a Napoleón. Por el tratado de Fontainebleau había consentido en plegarse a sus propósitos y sumarse al bloqueo comercial que contra la Inglaterra enemiga había puesto en marcha el emperador. La Gran Bretaña era la única potencia que podía hacer sombra a la voluntad expansionista de Napoleón; por eso, para extenderse por toda Europa como él pretendía, debía tener bajo control el dominio marítimo de los ingleses.

El corregidor había dicho que los franceses, amigos del rey de España, iban a entrar en el país camino de Portugal para cortar con las armas la colaboración que el reino vecino tenía pactada con los pérfidos ingleses. Los españoles debían prestarles toda la ayuda que necesitaran mientras atravesaban la península. Martinejo no entendía de esas cosas de política de Estado y alianzas militares. Solo sabía lo que comentaba todo el mundo en el pueblo, que Carlos IV era un rey inútil, que Godoy se entendía con la reina, que gobernaba el país a su antojo dando privilegios a sus amigos y prebendas a los ineptos que le rendían pleitesía, y que imponía al pueblo tributos injustos y excesivos sin que le importara una higa el bien de la nación.

El sentir general del pueblo español era de animadversión hacia la Corona de Carlos IV. Se tenía la esperanza de que su hijo, el príncipe Fernando, le sucediera cuanto antes en el trono. De todos era conocido el desprecio que el príncipe de Asturias sentía por su padre y la inquina que en público mostraba hacia Godoy. Aquellas peleas de alcoba eran la comidilla nacional. Tal vez por ello los amagos de conspiraciones para derrocar al rey nefasto, verdaderas o falsas, estaban a la orden del día.

El destacamento de coraceros descabalgó y los soldados llevaron los caballos a abrevar en la canal donde el rebaño de Juan Bautista aplacaba la sed. Martinejo, sin que nadie lo viese, corrió hacia la casa y, trepando por la pared trasera, se encaramó a un altillo desde el que saltó al pajar. A través de un ventanuco podía observar sin ser visto lo que sucedía en la estancia. Allí estaban los oficiales de mayor graduación junto a aquel hombre extraño, el de la casaca de terciopelo. Uno de los oficiales dio órdenes para que se requisaran los alimentos que la mujer de Juan Bautista tenía almacenados en la despensa. Ristras de chorizos, orzas de tajadas en adobo, quesos, aceite, pan y vino fueron saliendo de la casa rapiñados por los franceses. La mujer de Juan Bautista, desconcertada ante el robo que se le hacía y temiendo por su vida y la de su hijo, removía de espaldas a ellos la olla puesta al fuego en la que se estofaban las alubias. Prefería no verlos hurgar como si todo fuera suyo. El olor que el guiso desprendía abrió el apetito a los oficiales y le ordenaron que les diera de comer. Un oficial tomó una jarra de la repisa, la llenó con el vino de un odre y escanció varios vasos para aplacar la sed de sus compañeros. El hijo de Juan Bautista lloraba en la cuna desconsolado, víctima de todo aquel jaleo que de repente se había organizado a su alrededor.

—Tiene hambre —dijo la mujer—: es su hora de mamar.

—Dale, pues —le respondió un teniente—, por nosotros no te apures.

Todos se echaron a reír con carcajadas que retumbaron groseras por la estancia.

La mujer levantó al bebé de su canasta de mimbre y se sentó en una silla mamadera al lado de la lumbre. Los militares se quedaron absortos mirando cómo se descorría la pechera de la camisa, se abría la enagua y asomaba al aire un seno blanco y repleto. Parecía una virgen solemne pintada por algún maestro renacentista. La exhibición del pecho despertó la lujuria de los militares, que aguardaban a la mesa bebiendo vino. La mujer de Juan Bautista, absorta en su cometido, les respondió con el desaire de una mirada dura, como de orgullo. No se atreverían a tocarla: la dignidad de una madre era algo sagrado. Martinejo oyó jaleo fuera, desde la atalaya en la que andaba encaramado. Se dio la vuelta y, por uno de los huecos del pajar, observó el trajín que la tropa se traía. Había entrado en el corral y ahora saqueaba el gallinero. Estaba desplumando las gallinas y desnucando los conejos con gran jolgorio y no menos alboroto a costa de los aterrorizados animales. Tenían ya prendidas unas cuantas hogueras para asárselos en espetón. El humazo se elevaba por encima de los árboles y había un silencio de pájaros que espantaba por lo que tenía de premonitorio. Los soldados hacían acopio de cuanto se encontraban a su paso, como si el esfuerzo humilde de aquel matrimonio de pastores hubiera tenido el solo propósito de alimentar sus estómagos. Un par de soldados salieron de la despensa con unos pellejos de vino. Uno de ellos hendió su sable en el odre y un chorro tinto empezó a manar a borbotones. Se pegaron unos cuantos por arrimar el morro a la hendidura y, tras codazos y empujones, fueron bebiendo unos y otros al modo de las bestias, de rodillas y a cuatro patas, quitándose el pellejo como hienas carroñeras que se ceban en su presa sin conmiseración con el resto de la manada. ¡Sabe Dios qué más barbaridades estaría dispuesta a cometer semejante horda por satisfacer sus instintos! Martinejo tembló en su escondrijo. Su situación era delicada: estaba rodeado por los franceses y no podía salir huyendo para buscar ayuda. Se le pasó por la cabeza deslizarse con una soga por el hueco del pajar por el que se subía el grano con una polea desde la cuadra; una vez allí, podría montarse en un caballo y salir a galope escapado al monte para avisar a Juan Bautista de lo que estaba ocurriendo. Pero aun así, si conseguía avisarle, ¿qué podría hacer el pastor frente a aquel destacamento de soldados? ¿Cómo iba Juan Bautista a enfrentarse solo a ellos?

Martinejo descartó salir en busca del pastor. Por otro lado, no era seguro que él supiera montar aquellos caballos enormes y con poca traza de mansedumbre que llevaban los franceses. Él lo más que había montado era algún pollino cojitranco y siempre cargado con serones de los de faenar. Lo cogerían en cuanto se pusieran a perseguirlo y, si lo atraparan, lo mismo le cortaban la lengua para que no fuera con ella a contar por ahí lo que había visto. No hacía demasiado calor aquel día de primavera, pero Martinejo sudaba sin parar. Estaba agarrotado, indeciso, muerto de miedo. ¿Qué pasaría si lo encontraban allí subido, escondido en el pajar? ¿Tendrían piedad de él? A lo mejor aquellos hombres lo único que querían era descansar después de una larga marcha a caballo, llenarse las barrigas, divertirse un rato y poco más; después se marcharían de allí para no volver jamás. Martinejo lanzó un suspiro con el que intentó sacudirse el canguelo de encima. Oía las voces de los franceses, que devoraban con delectación el guiso de alubias que les había servido la esposa de Juan Bautista. Hablaban entre ellos en voz muy alta, conscientes de que la mujer que tenían delante no entendía una sola palabra de su lengua. Se reían, resoplaban, a veces eructaban. El niño, ya alimentado, dormía en la cuna, satisfecho. De repente, uno de los oficiales se levantó y agarró por la muñeca a la mujer.

—Las mujeres españolas tenéis fama de saber besar. ¿Es con razón? —le preguntó en un español gangoso y repugnante a partes iguales. Entonces apretó sus labios contra los de la esposa del pastor. Ella intentó apartar el rostro, sin éxito. Cuando lo logró después de un rato, escupió al suelo para evidenciar su asco por aquel militar.

—¡Oh, una fiera mujer española! —dijo el oficial, esta vez con una sonrisa algo forzada—. Ved cómo esta bella madre defiende su honor. —Y dicho esto, sin soltarle la muñeca intentó besarla de nuevo.

La mujer hacía esfuerzos por apartar la cara, a la vez que forcejeaba para intentar zafarse de él.

—¡Quítame las manos de encima! —chilló sin ser consciente de que de nada le valían sus protestas. Entonces, algo inesperado sucedió.

—¡Déjala en paz! —ordenó el hombre de la casaca de terciopelo—. Sois soldados del emperador invitados por el rey de España. No debéis abusar de la generosidad de nuestros anfitriones. ¿No es así, madame? —le preguntó a la mujer de manera retórica con una inclinación de cabeza que ella interpretó como gesto de disculpa.

Sin embargo, en las palabras de aquel hombre había un tono tan apacible que denotaba perversidad. El francés de la casaca se levantó entonces de la silla y, caminando con parsimonia, se acercó al oficial que aún tenía agarrada por la muñeca a la mujer de Juan Bautista.

—Excúsele, señora —le dijo con fina galantería mientras obligaba al oficial a soltarla—; y tú, miserable, discúlpate ahora mismo. Demuestra que los soldados franceses no son bestias deleznables.

El oficial soltó a la mujer a regañadientes y bajó al suelo la mirada.

—¡Discúlpate, te he dicho! —le gritó el de la casaca con una insólita ferocidad que acobardó al resto de los comensales. El silencio se volvió afilado. Todos estaban expectantes. ¿Qué sucedería a continuación?

—Excusez-moi, madame! —obedeció en voz baja el oficial, humillado ante sus propios compañeros por el trato al que se le estaba sometiendo.

—¡Vamos, vamos!, ¡dilo más alto, que lo oigan todos! —le volvió a ordenar.

—Excusez-moi, madame! —repitió tragándose el orgullo.

Sin mediar palabra, el hombre de la casaca de terciopelo dorado empezó a abofetearle la cara, haciéndolo retroceder. Cuando lo tuvo en el umbral de la lumbre, le arreó un empujón. El militar cayó sobre el puchero y los restos aún calientes del guiso se le derramaron sobre el uniforme. Lanzó un alarido de dolor y sus compañeros soltaron una carcajada, tal vez para aliviar con ella la tensión del instante. Acto seguido, con el militar aún en el suelo, el hombre de la casaca de terciopelo tomó con suavidad la mano de la mujer y se la acercó a los labios con lentitud.

—Permítame que me presente. Mi nombre es Tainebleau, monsieur de Tainebleau, y puede tenerme como su seguro servidor. Estos hombres que me acompañan son vulgares soldados y apenas tienen modales. Debe disculparlos. No están acostumbrados a tratar con mujeres de su finura y belleza.

Mientras besaba relamido la mano de la mujer, Tainebleau giró la cabeza un instante y mostró a los oficiales la crueldad pausada de una sonrisa carnicera. Entonces se irguió, arrugó el ceño y ordenó a todo el mundo salir de la estancia. A ningún oficial le cupo la menor duda de lo que iba a suceder…

Cuando se hubieron quedado solos, monsieur de Tainebleau deslizó la palma de su mano por el cabello de la mujer. Ella apartó la cabeza en señal de rechazo. Tainebleau se contrarió y, cogiéndola de la mandíbula, le volteó la cara.

—¿No le parezco digno de usted? —le preguntó no sin cinismo.

Ella le escupió como repuesta. Tainebleau agrió la mirada y, en silencio, se limpió la saliva de la frente. Entonces, sin que la mujer de Juan Bautista pudiera hacer nada para resistirse, le retorció el brazo por detrás de la espalda y la arrojó con brusquedad sobre la mesa. El desorden de su cuerpo al chocar con los platos rebañados y los vasos a medio vaciar produjo un estruendo cortante que despertó a la criatura. Se puso a llorar.

—Ahora va a saber lo que es besar —le dijo casi en un susurro, con los labios posándose en su oreja, fríos como cuchillas.

Martinejo sintió un calambre en el estómago. La indignación, la rabia y la constatación de la impotencia hicieron aflorar sus lágrimas. Al contrario que a la mujer de Juan Bautista, que mantenía un rictus rígido, empezaron a escapársele sin control. Fuera de la casa, la soldadesca aún daba buena cuenta de las viandas asadas en las brasas. El olor a carne quemada se hacía insoportable, pero aquellos hombres acuciados por las exigencias de sus tripas se metían en el buche cuanto les pasaba por delante con tal de que el hambre no los lastimase. Estaban en un país extraño, aliado del emperador, pero infinitamente menos evolucionado que el suyo, triunfante de guillotinas y revoluciones. Ellos eran la referencia de Europa, pero también su terror. Los supuestos ideales de libertad, igualdad y fraternidad se expandían ahora por todos los territorios de la mano del ejército imperial. Napoleón Bonaparte era el hombre surgido del pueblo para guiar los destinos de la nación conforme a las ideas triunfantes de aquella revolución que había convulsionado el país pocos años atrás. No más reyes injustos, no más aristócratas déspotas, no más clero empeñado en proteger el egoísmo insultante de sus intereses particulares. Muchos de estos soldados habían asistido en París a la celebración estrepitosa de la sangre. Todo fue desorden y libertinaje. Triunfo de vesanias e ira sin contener. Los burgueses, mientras tanto, observaban desde los palcos de su bienestar a la turbamulta enfurecida y cavilaban cómo beneficiarse de aquella catarsis regeneradora. La chusma guillotinó a los nobles, ocupó las iglesias y yació con prostitutas sobre los mármoles de los altares en una orgía sin pausa en la que el vino, la venganza y la lujuria nunca se acababan. Toda aquella sangría había servido para fundar un poderoso imperio que enviaba sus soldados a conquistar Europa. Ahora le tocaba el turno a España, un reino gobernado por un rey abúlico, títere de su valido, cornudo de su esposa, con un heredero imbécil que lo único que ambicionaba era despojar a su padre de la corona para ceñírsela él. Napoleón sabía que los españoles odiaban al valido y que eran partidarios del príncipe de Asturias. La gente pensaba que con él acabaría la corrupción burocrática, los vicios en los modales de los poderosos y el desorden institucional que asolaba el país. Ilusa. En el fondo solo deseaban un orden administrativo presidido por la justicia divina y la tradición. Tal vez fuera el español un pueblo digno siglos atrás, una nación señera, un verdadero imperio en cuyos dominios jamás se ponía el sol, pero su decadencia era ahora evidente e irremediable. Retrógrados, incultos, adocenados, crédulos, manipulables, temerosos de Dios y de los curas, no merecían gobernarse por dinastías caducas con la sangre envenenada por esa sinsubstancia que llevaban anegada en las venas. Los soldados del emperador debían librarlos de ellos mismos. Esa era ahora su obligación y allí estaban para cumplirla.

La mujer de Juan Bautista no pudo resistirse a los embates de su agresor. Temía por la vida de su hijo y se resignó a su suerte mordiéndose con fuerza los labios para no chillar de rabia mientras Tainebleau se satisfacía a su antojo clavándola a la mesa con sus acometidas, cada vez más fuertes y veloces. Martinejo podía distinguir desde su escondite, en las alturas del pajar, las gotitas de sudor que resbalaban por las comisuras de los labios de la mujer. ¿Era sudor o llanto lo que hacía brillar su rostro? Él no quería contemplar semejante agresión, pero una fuerza interna le impedía volver la cara y dejar de mirar lo que estaba sucediendo. Se sentía obligado a atender, sin perderse un detalle, para dar luego cuenta de ello, pero le costaba un horror y al final no tuvo más remedio que taparse los ojos.

El destacamento de coraceros había terminado de llenarse los estómagos y guardaba ahora en los macutos todo lo rapiñado para continuar bien provistos su camino. Quién sabría cuándo volverían a darse un atracón del estilo. Las brasas ya apenas humeaban y los oficiales, validos de la autoridad de su mando, les estaban dando órdenes para que empezasen a formar y así continuar la marcha de inmediato. Todavía quedaban algunas horas de luz y, pese a la extraordinaria borrachera que muchos de los soldados llevaban encima, bien podían cabalgar hasta entrada la noche. El relente de la tarde les iría despejando los efluvios de ese vinazo espeso y recio que habían trasegado a buches de los pellejos de Juan Bautista.

Martinejo tenía las piernas agarrotadas. No quería moverse una pulgada de su escondrijo, no fuera a ser que un ruido inoportuno lo delatara. Se sentía un cobarde por no bajar de un salto y ayudar a aquella mujer a zafarse de las garras asquerosas de su agresor, pero él era solo un muchacho muerto de miedo que nada sabía de peleas. De repente, cuando el hombre de la casaca de terciopelo, ya separado del cuerpo violentado de su presa, se ajustaba el calzón, la mujer de Juan Bautista, aún tendida sobre la mesa, agarró un cuchillo y se volvió en un relámpago para clavárselo a su agresor. Apenas consiguió rozarle el hombro antes de caer al suelo de bruces a causa del puñetazo que el francés le sacudió en la cara. El niño en la cuna volvió a llorar con fuerza.

—¿Cómo es eso, desagradecida? ¿Pretendes quitarle la vida a tu amante? No, no, no. A los amantes no se los mata con cuchillos, a los amantes solo se los puede matar de amor —le dijo al tiempo que le pisaba el cuello con la bota para impedir que se moviera.

Entonces aquel hombre chascó la lengua en señal de desaprobación y, con ese desdén inapelable del que se sabe superior, le explicó a la mujer que el hecho de atentar contra un enviado de Napoleón llevaba la muerte aparejada, por lo que no iba a tener más remedio que matarla, so pena de desobedecer al emperador. Acto seguido desenvainó el sable y, después de bailarlo en el aire un par de veces como si fuera un péndulo afilado, le asestó un golpe de izquierda a derecha que le rebanó la garganta en un pispás. La sangre empezó a manarle oscura y, en apenas tres segundos, la mujer de Juan Bautista tenía en los ojos el punto y final.

Un sargento entró para anunciar a monsieur de Tainebleau que el destacamento estaba listo para partir. Solo esperaban una orden suya para ponerse en marcha. El sargento observó el charco de sangre que se empezaba a acumular en torno a la melena deshecha de la mujer, pero nada dijo al respecto.

—Vayámonos ya mismo —respondió Tainebleau—, pero dad antes buena cuenta de ese crío —dijo mirando con desgana la cuna—. Al emperador no le gustaría que dejáramos por el camino huérfanos que algún día pudieran rebelarse contra Francia.

Mientras el hombre de la casaca de terciopelo dorado montaba en su caballo, Martinejo pudo ver cómo un soldado asfixiaba al niño aplastándole una manta contra la cara. El tiempo pareció entonces congelarse en su conciencia. Permaneció callado, sin moverse, como si los músculos se le hubieran vuelto piedras. Nada sucedía, todo había pasado ya y él seguía a salvo. Pero ya no habría más huevos que recoger ni más queso tierno que llevar los jueves al mercado. Ya nunca tendría necesidad de llegarse hasta la casa de Juan Bautista a por los cántaros de leche y acarrearlos hasta el pueblo. Su vida, la de todos ellos, acababa de cambiar.

Un silencio tremebundo se apoderó de la casa vacía de vida. A lo lejos, los cascos de los caballos al galope se perdían por la ladera, monte abajo, entre un cielo mordido de nubes pardas.

Martinejo examinó desde su escondrijo el destrozo. No asimilaba aún del todo lo que había sucedido ante sus ojos. ¿Por qué la crueldad de aquellos hombres? ¿Por qué tanta fiereza, tanta saña? Las imágenes terribles que acababa de contemplar se le pasaban veloces por la cabeza una y otra vez sin que pudiera hacer nada para dejar de ver el rostro despiadado de aquel francés asesino. El eco de un nombre le resonaba en la cabeza, monsieur de Tainebleau, el hombre de la casaca de terciopelo dorado. Tenía que salir corriendo, huir de allí, buscar a Juan Bautista por los montes, contarle la desgracia que había sucedido en su hogar. Sí, eso era ahora lo que debía hacer. Lo único que podía hacer, lo que haría acto seguido.

INTRODUCCIÓN

LA NOTARÍA DE DON VALERIO

 

 

 

 

 

Don Valerio Sáez Sanz era un notario a la antigua usanza, de esos con maneras reposadas, olor a escribanía y exquisitez en la elección de las palabras. Durante muchos años tuve contacto profesional con él. Al principio de conocerle le encontré hosco y desapacible, pero con el paso del tiempo fuimos entablando una peculiar amistad sustentada en el gusto compartido por la historia de España. Tras la firma de las escrituras que en cada momento nos ocupasen o después de haber despachado con él farragosos asuntos de derecho hipotecario, siempre le gustaba contarme alguna anécdota o sucedido histórico para así hacer gala de su innegable erudición. «¿Sabía usted que Alfonso XII era en verdad hijo de José María Ruiz de Arana, un amante de la reina Isabel? La gente hacía chanza del salimiento de la reina, aunque no menos que del plumaje de su marido, don Francisco de Asís, alias Paquito. De continuo circulaban por los salones coplillas poniéndolos a caldo, como aquella famosa que decía: “La Isabelona, tan frescachona, y don Paquito, tan mariquito”».

Yo le escuchaba con educación y, si podía, contribuía con mis modestos conocimientos al tema que trajera a colación. «Ya lo creo, don Valerio, don Francisco de Asís de Borbón, el marido de la reina, no disimulaba su condición homosexual y era tal su complicidad con su mujer que hasta le avisaba de los cuernos que le iba poniendo su amante por la corte. El pollo Arana, le decían al susodicho en plan de sorna, y es que piaba de lo lindo el pajarito».

«Está usted muy puesto en estos temas, mi querido amigo», sentenciaba el notario con su voz solemne y señorial, «debería abandonar el ejercicio de la abogacía y dedicarse tan solo a las novelas. Este país no se lo agradecería en absoluto, pero en los siglos venideros tal vez fuera usted tenido por un benefactor social».

Don Valerio sentía predilección histórica por la época del reinado de Carlos IV, pero lo que realmente le fascinaba era la guerra de la Independencia. Se sabía de memoria las batallas acontecidas, las estrategias militares de ambos bandos, los nombres de sus oficiales, las armas empleadas, la intendencia con la que se avituallaba cada ejército, los detalles relativos al día a día de la tropa y hasta el tipo de rancho que consumían los contendientes. «A Bonaparte las patatas fritas con cebolla le gustaban a rabiar. Castaños, sin embargo, era más de casquería. Dicen que, una vez que paró en Valladolid, se despachó a gusto con una fuente de criadillas empanadas y, tras acabársela del todo, aún seguía pidiendo más».

Don Valerio se vanagloriaba de haber participado en la redacción del monumental tratado en seis volúmenes que coordinara el académico de la historia D. Ramiro Ovejero y Despujol, sobre la guerra de la Independencia, el cual, remedando la famosa obra del conde de Toreno, llevaba por título Historia comentada y ampliada del levantamiento, guerra y revolución de España. Los seis volúmenes, encuadernados en polipiel, presidían la biblioteca que forraba las paredes de su despacho. El notario siempre lo mostraba a sus clientes más allegados y no podía contener un atisbo de emoción.

Cuando, por asuntos de trabajo, acudía a su notaría de la calle Hermosilla, en el barrio de Salamanca de Madrid, siempre debía añadir, por lo menos, una hora más al tiempo habitual previsto para mis gestiones. Era verme aparecer y engancharme don Valerio para contarme algún episodio histórico que le tuviera por entonces ocupado. Yo le escuchaba con respeto y a veces con interés, pero lo cierto es que en los últimos tiempos el notario se extendía en sus relatos más que de lo que venía siendo en él costumbre. Saltaba a la vista que se le iba la cabeza y perdía la noción de la realidad.

Yo tenía apalabrado con Peláez, su oficial de notaría, un hombre delgado, insulso y con cara de funeral, que más allá de media hora encerrado con don Valerio en su despacho acudiera a reclamarme por algún fingido asunto e interrumpiera así la conversación. Peláez lo hacía con extrema discreción. Abría la puerta una rendija y carraspeaba sin llegar a entrar.

«Perdone, don Valerio, pero necesito que el señor letrado venga a clarificarme unos documentos». «Vaya, vaya usted», me decía el notario con fastidio, «este Peláez lleva lustros conmigo y aún no sabe hacer él solito su trabajo».

Para compensarle sus capotazos yo siempre tenía con él algún detalle. Le regalaba botellas de licores, cajas de puros o entradas para los toros que él probablemente revendería acto seguido para sacarse un sobresueldo, no sustancioso, pero tampoco desdeñable, esa es la verdad.

Quienes estén al corriente de mi obra literaria sabrán que nunca me he sentido inclinado por la novela de género, ya sea negra, de aventuras o de esa otra histórica-episódica con vocación divulgativa que tan de moda se ha puesto en los últimos tiempos. La literatura que practico es más bien de tipo reflexivo y abundante en ironía y en crítica social. A don Valerio, en realidad, no le interesaban demasiado mis libros, los veía nihilistas en exceso y siempre me estaba pinchando para que escribiera una novela «como Dios manda», que eran las que a él le gustaba leer.

«Amigo mío, debería usted escribir una novela sobre la guerra de la Independencia», me sugería a menudo. «Los males que asolan al país provienen de entonces, créame. La gente desconoce la historia de España, pero todo lo que estamos viviendo en estos tiempos ha sucedido ya. Sé que a estas alturas casi resulta un tópico decirlo, pero la historia está condenada a repetirse una y otra vez. Solo los pueblos que conocen su pasado son capaces de afrontar con inteligencia su futuro, y el nuestro es un país de ignorantes que lo único que conocen son las ganas de joder a los demás. Dicen que aquello fue una guerra de invasión, pero eso no es del todo cierto. Es verdad que Napoleón pretendió conquistarnos, pero la contienda se acabó convirtiendo en un enfrentamiento entre españoles. Fue una guerra de ideas que luego se reproduciría con las guerras carlistas y que entrado el siglo XX tuvo su réplica como usted bien sabe en la Guerra Civil. Pero esa brecha sigue abierta y ya le digo yo que va a ser muy difícil de cerrar porque la ignorancia campa a su antojo por este país de borregos y papanatas. El derecho divino que invocaban los antiguos monarcas fue pasado por la guillotina con la Revolución francesa, pero aquí se pasó de la Edad Media a la Contemporánea sin que rodaran las cabezas necesarias y de eso estamos pendientes aún. Mire usted, si no, la confrontación política actual y se dará cuenta de lo que le hablo. Yo podría contarle asuntos extraordinarios si usted quisiera. Hay cosas que exceden con mucho nuestro entendimiento y se adentran incluso en el terreno de lo sobrenatural. No deseo distraerle de sus obligaciones, que bastante tiene con lo suyo, pero si usted quisiera, yo…».

Nunca le hice caso a don Valerio y jamás me planteé la posibilidad de escribir algo ni siquiera remotamente parecido a lo que a él le hubiera gustado leer de mi puño y letra. Es habitual que, a quienes nos dedicamos a este misérrimo arte de escribir novelas, venga la gente a contarnos sus historias como si fueran materia prima de gran valor. «Mi vida sí que es una novela, la tendrías que escribir». Estamos acostumbrados a escuchar frases semejantes, pero un novelista que se precie no debe limitarse a reproducir la realidad tal como es pues el resultado sería inverosímil. Muy al contrario, para retratar la realidad el escritor debe valerse del instrumento de la ficción y suspender con ella la incredulidad del público, porque solo los mundos impostados le resultan creíbles al lector. Más allá de los teoremas literarios no he de negar que nunca antes me había parecido atractivo ponerme a escribir novelas de aventuras, así, sin ton ni son, ni siquiera sobre la base de una trama que tratara con cierta hondura los eternos conflictos del ser humano, el amor, la muerte, lo inexplicable de la vida o la gran falacia de la libertad. Pero pronto todo esto habría de cambiar.

Durante los últimos años las visitas que hice a la notaría de don Valerio se fueron espaciando. El pobre hombre no estaba bien de salud y pasaba largos periodos sin acudir a su despacho. En sus ausencias era sustituido por notarios correturnos, rigoristas y quisquillosos hasta con las comas de los documentos. Hace falta experiencia en la vida y no solo conocimientos jurídicos para ser un buen notario y, como ninguno de aquellos lo era, dejé de ir por allí.

Un día recibí una llamada de Peláez. Me dijo que don Valerio había fallecido y que iban a proceder a cerrar la notaría. Quedé en pasarme a verle para que me contara lo ocurrido; lo hice a los tres días de hablar por teléfono con él. Cuando entré se me cayó el alma a los pies: todo estaba desmantelándose. Había obreros picando las paredes y mozos de cuerda desmontando estanterías y sacando muebles por el balcón. El oficial de don Valerio me aguardaba en su despacho de siempre, salvo que ahora todo estaba vacío a su alrededor. Andaba aplicado a su mesa clasificando papeles, rompiendo unos y poniendo otros en un montón. Se levantó para saludarme al verme entrar.

«¡Cómo está esto! ¡Parece que ha pasado un huracán!», comenté sin saber muy bien qué decir. «Ya ve usted: todo se acaba en esta vida». Nos bajamos al bar de la esquina a tomar un café. El oficial permanecía hierático, pero se le apreciaba cierta tristeza de fondo, esa que inevitablemente apesadumbra cuando los ciclos llegan a su fin. Me contó sucintamente que don Valerio había fallecido tras una penosa enfermedad, pero que estuvo animoso hasta el final, siempre con sus historias y sus rimbombancias. Hizo por ir a la notaría hasta el último día como si nada, aunque ya la cabeza le fallaba y no podía trabajar. Su entereza, a juicio de Peláez, había sido ejemplar. ¿Ejemplar para quién? me pregunté para mis adentros, pero nada comenté al respecto, so pena de socavar los lugares comunes de la moral convencional. El oficial siguió contándome que la notaría se cerraba, que los protocolos que en ella se custodiaban pasarían al notario que el Colegio designase y que los que tuvieran más de veinticinco años se transferirían a los archivos centrales de la Dirección General de los Registros y el Notariado, según lo preceptivo.

«¿Y qué va a hacer usted ahora?», le pregunté mientras echaba el terrón de azúcar en el café. «Nada. Estoy harto de trabajar de oficial de notaría. Me vuelvo a mi pueblo y veré allí la posibilidad de emprender algún negocio. Tal vez un bar». Su respuesta no me extrañó, pues con la cantidad de botellas de alcohol que le había regalado en los últimos años bien podía hacerlo sin necesidad de agenciarse un proveedor.

Cuando ya creía que la conversación no daba más de sí Peláez me salió con la sorpresa. «No se vaya aún», me dijo, «hay una cosa que tal vez le pueda interesar». Me pidió que subiera con él a la notaría. Al parecer había algo que don Valerio había dejado para mí y que él tenía el cometido de mostrarme. «Don Valerio me ordenó que insistiera. Suba conmigo y se lo enseñaré».

Ya en la notaria, el oficial me condujo por los pasillos hasta una enorme sala en la que yo jamás había estado. Era el lugar en el que se guardaban los protocolos notariales. Los documentos estaban archivados en cajas clasificadoras hechas con pergamino, todas ordenadas por fechas y colocadas en estanterías metálicas corridas que atravesaban la estancia en hileras. Hasta quince conté. Lo primero que me llamó la atención de aquel lugar fue el inmenso desperdicio de espacio en una zona de la ciudad en la que los precios de los pisos son exorbitantes. «Don Valerio no quería mandar los protocolos a ningún almacén de esos que gestionan los papeles de los demás», me comentó Peláez. «Don Valerio desconfiaba de esas modas modernas del outsourcing. Él era un notario a la vieja usanza, a usted le consta, y prefería rodearse de sus papeles antes que ponerse a especular con el precio del metro cuadrado de su oficina. ¡Ahora la heredarán unos sobrinos y ya verá usted lo que tardan en venderla!». El oficial se encogió de hombros y me llevó hasta un extremo de la estancia, donde había un viejo escritorio de caoba, muy perjudicado por golpes y arañazos. «Siéntese usted aquí y espere mientras se lo traigo». Le oí subirse a una escalera y hurgar entre las estanterías. Al poco apareció con un protocolo entre las manos. Tenía un aspecto antiguo y era más ancho que los demás. El tono marfil del pergamino del estuche se había ido desgastando con los años hasta adquirir una apariencia de madera vetusta. El lomo era redondeado y con nervaduras como esos viejos libros de iglesia, y una correa con hebilla cerraba el estuche en su parte central. El oficial lo depositó con cuidado encima de la mesa. «¡Ahí lo tiene!», dijo con solemnidad. «Este protocolo es una rareza y no debería estar aquí. Los que tienen más de veinticinco años ya le digo que van para el archivo de la Dirección General y los de más de cien son considerados documentos históricos y se transfieren a los archivos históricos correspondientes. Este que tiene usted delante está fechado en 1858. Ahora la Dirección General de los Registros y el Notariado hace inspecciones aleatorias para hacer que el mandato se cumpla, pero no siempre fue así. No sé si usted sabrá que don Valerio, nada más sacarse las oposiciones, fue destinado a Ceuta. Allí se hizo cargo de una notaría situada en la plaza de España. Eso fue al principio de los años sesenta. Pues bien, entre los protocolos que don Valerio recibió de su antecesor estaba este que tiene usted delante». El oficial pasó la mano por el lomo del estuche para quitar el polvo acumulado. Después se lo quedó mirando con melancolía y se sacudió las manos a palmadas. «Como bien podrá usted figurarse, el notario al que don Valerio sustituyó en Ceuta no cumplió con su obligación. ¿Despiste?, ¿negligencia? Lo sorprendente es que don Valerio, al hacerse con él, se abstuviera también de enviarlo a donde debía. Y si él no lo hizo, puedo asegurarle que no fue por incuria o negligencia. ¿Cuál fue entonces la razón de querer conservarlo? Eso ya se me escapa. Ni lo sé, ni lo quiero saber. Ignoro lo que contiene este protocolo y prefiero seguir ignorándolo. Nadie que no fuera don Valerio lo ha abierto jamás. Las únicas instrucciones que a mí me dejó fueron que se lo mostrara a usted, que le permitiera tomar notas si quería, pero que bajo ningún concepto saliera de esta sala. Una vez que usted lo hubiera examinado a su antojo, me mandó que lo destruyera. Me pagó una buena suma de dinero para que lo hiciera y eso es lo que, con su permiso, haré cuando usted haya terminado con él. Así que todo suyo, al menos por un rato. Usted verá el provecho que le saca».

Peláez me dejó solo en la sala y cerró la puerta tras de sí. Respiré hondo. ¿Qué podía ser aquello que don Valerio había querido que yo viese antes de proceder a su destrucción? Todo me parecía extraño en ese instante. Don Valerio, fallecido; la notaría, desmantelándose, y yo ahí sentado, delante de un protocolo notarial de casi dos siglos de antigüedad que, de repente, me veía obligado a examinar… pero la intriga hizo que no me entretuviera en conjeturas y que lo abriese de inmediato. Desabroché la hebilla; el gozne crujió y salió del interior un olor agrio. Dentro había dos objetos. Por un lado, envuelta en un papel basto como de estraza y atada con hilo de bramante encontré una gruesa acta notarial. Junto a ella estaba un estuche cilíndrico de cuero repujado con adornos florales. Mediría unos cuarenta centímetros de largo y tendría un palmo de grosor. Aparté el estuche y desenvolví el acta con cuidado. Los pliegos de papel estaban acartonados y, en muchas partes, cubiertos por manchas de humedad. Me puse las gafas y ojeé su contenido. Aquello era una especie de confesión biográfica llevada a cabo por una mujer llamada Rosario Chu, alias la China. En las casi ochenta hojas escritas a dos caras de las que constaba el documento esta persona contaba sin reservas lo que había sido su vida desde su infancia en las Filipinas hasta el instante en el que estaba otorgando aquel documento, en Ceuta, en el año de 1858. El notario se limitaba a transcribir en el acta cuanto Rosario le iba diciendo, sin hacer juicios de valor o añadidos al respecto, dando solo fe de lo que oía. El documento empezaba de la siguiente manera:

 

La actuante que dice llamarse doña Rosario Chu, alias la China, declara haber nacido en las Islas Filipinas en un año ya lejano que no le es posible recordar, y ser vecina de Ceuta, calle de la Flor nº 13, donde regenta un establecimiento mercantil de mancebía, ante mí, don Mariano Jiménez Goffy, notario de esta ciudad, comparece para dejar testimonio de su paso por el mundo y de las vicisitudes que en él hubo de afrontar, lo que vengo a hacer a su requerimiento mediante la presente acta levantada de mi puño y letra ante dos testigos por la susodicha presentados.

 

El acta estaba firmada por esa tal Rosario, la China, y dos personas más, un hombre llamado Juan de Dios Ramírez Pariente, viudo y tabernero de profesión, y una mujer que respondía al nombre de Juana Bambrilla Tomey, sin mención de oficio ni estado civil.

Al principio me quedé un poco perplejo. Aquel documento debía contener algún tipo de información lo suficientemente relevante como para que don Valerio lo hubiera conservado para sí, contraviniendo la normativa notarial. ¿Pero cuál? Solo había una forma de averiguarlo y era leyéndolo. Tardaría algunas horas, pero tal vez mereciese la pena. Confieso que tuve la tentación de abrir el cilindro de cuero que acompañaba al acta, pero supuse que su contenido estaría relacionado con la misma y me abstuve de hacerlo hasta no haber terminado con su lectura. Así que lo aparté de mi vista, clavé los codos en la mesa y empecé con la tarea.

Pese a lo farragoso del texto y el extremado barroquismo de sus frases, lo que en aquellos papeles se contaba enseguida reclamó mi atención. Durante casi cinco horas estuve leyendo, concentrado. Tomé notas también hasta aburrirme; de ellas me he servido para redactar la historia que el lector sostiene ahora entre sus manos. En ella no he pretendido reproducir al pie de la letra el acta notarial que, siguiendo las instrucciones de don Valerio, fue tras mi lectura destruida, ni mucho menos relatar la vida al completo de esa tal Rosario Chu, alias la China, sino tan solo referirme de una manera libre y novelesca a una de las muchas aventuras vividas en primera persona por esta sorprendente mujer. Las páginas que vienen a continuación son el humilde resultado de ese propósito.

1

LA BELLEZA DE LOS ÁNGELES

 

 

 

 

 

Yo vi al diablo. Fue en mi juventud. Tenía la belleza despejada de los ángeles, pero mostraba al tiempo un rostro recio que, de tan desagradable, resultaba hasta hermoso. Era como si la tersura de su cutis le hubiera abandonado de repente para dar paso a una cara repleta de arrugas, pero hermosa, sin embargo, rebosante de majestad. Recuerdo que su capa le ondeaba a la espalda agitada por el aire desapacible de la noche, y que trazaba formas caprichosas que se proyectaban a ráfagas sobre una luna mordida por la oscuridad. Yo estaba montada en el caballo, quieta, detrás de Mataperros, el jefe de la partida de guerrilleros a la que había ido a parar. Escuchaba su conversación entrecortada por el viento. Hablaban del trato que hicieran semanas atrás. Mataperros se dolía por no haberlo podido cumplir, pero argumentaba en su descargo que no había sido culpa suya y que todo era producto de una conjura, de un engaño mayúsculo que aún no alcanzaba a comprender. Le pedía explicaciones al marqués, que para mí era el mismísimo demonio. Le preguntaba que por qué le había encargado aquel asunto y lo que pretendía obtener a cambio. De alguna manera se sabía utilizado y aquello le repugnaba. Yo los escuchaba atenta, con las bridas del caballo bien agarradas, no fuese a encabritárseme con un relámpago de los que empezaban a desgarrar el cielo, sin osar tan siquiera imaginarme qué es lo que pasaría a continuación. No tenía miedo, pero una tensión desapacible me hacía respirar deprisa, con ansiedad.

Habíamos acudido a la cita que teníamos con el marqués de Lindaluz junto a las hoces del río Duratón, allá donde las peñas se encaraman las unas sobre las otras en un equilibrio prodigioso, como sujetas por nigromancia, dando la impresión de que fueran a desprenderse en cualquier instante sobre las cabezas de los viajeros que atraviesan temerosos el camino. El río discurría haciendo revueltas, y por aquella parte su saltar entre las rocas atronaba en los oídos. Sepultadas al fondo del cañón, solemnes en su deshecho mineral, se distinguían las paredes del convento de Nuestra Señora de los Ángeles de la Hoz. Las sombras minúsculas de la noche nos inquietaban a cada paso, pero nada había que temer. Mataperros no estaba aún recuperado. Las heridas que sufriera días atrás le habían tenido al borde de la muerte. Hicimos cuanto estuvo en nuestras manos para salvarle. Durante tres noches anduvo poseído por la fiebre, al límite del fin, pronunciando frases incoherentes que nosotros, antes que a los mordiscos de las balas, achacábamos al influjo del mal. Si se había salvado no era por causa de nuestros cuidados, más bien insuficientes, sino por intervención de la divina providencia. Pero ahora estaba allí, montado en su caballo, con la espalda atada a un palo que le habíamos puesto sobre la montura a modo de armazón para que mantuviera recta la columna vertebral durante el camino. Allí estaba, presto a rendirle cuentas al marqués sobre la misión que había aceptado emprender y a pedirle de paso explicaciones sobre qué fuerzas sobrenaturales habían sido aquellas que nos condujeron al fracaso. ¿O acaso no habíamos fracasado en el encargo de arrebatarles a los franceses aquel relicario de plata y cristal en el que, según contaba la leyenda, estaba conservada una camándula cuyas cuentas habían sido hechas con las espinas de la corona de Cristo?

Mataperros buscaba respuestas a sus preguntas, pero pronto se daría cuenta de que en realidad no existían, no al menos aquellas que los seres de carne y hueso que andábamos a tiros contra el invasor francés hubiéramos deseado conocer.