La sabiduría de la inseguridad - Alan Watts - E-Book

La sabiduría de la inseguridad E-Book

Alan Watts

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Beschreibung

Este libro significa una inversión radical del pensamiento ordinario sobre la búsqueda de la seguridad. El autor plantea la pregunta: ¿cómo vivir en un mundo de inseguridad? ¿en un mundo privado del consuelo de las tradicionales creencias religiosas? Y la respuesta la encuentra en la ley de la retrocesión: los seres humanos sufren y perecen debido a los esfuerzos mismos que hacen por no sufrir y por no perecer. Ya lo expuso Lao-tzé, el viejo maestro del pensamiento paradójico. «Quienes se justifican, no convencen». «Para conocer la verdad hay que liberarse del conocimiento». «Nada más poderoso que el vacío». No es una filosofía del nihilismo sino al contrario: es una llamada a vivir el presente sin la ansiedad generada por el espejismo del tiempo y de la historia. Es una filosofía, evidentemente taoista, que enseña que la salvación comienza cuando uno asume no hay "salvación", y que la seguridad surge cuando uno asume su más radical inseguridad. Escrito en estilo lúcido y ameno, este libro de Alan Watts posee inagotable acutalidad en nuestra época de incertidumbre y crisis.

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Alan Watts

LA SABIDURÍA DE LA INSEGURIDAD

Mensaje para una era de ansiedad

Traducción de Jorge Fibla

Título original: THE WISDOM OF INSECURITY

© 1951 by Pantheon Books

© renovado: 1979 by Mary Jane Yates Watts

© de la edición en castellano:

1987 BY Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

Primera edición en papel: Febrero 1987

Primera edición en digital: Enero 2022

ISBN-10: 84-7245-280-8

ISBN-13: 978-84-7245-280-0

ISBN epub: 978-84-1121-003-4

ISBN kindle: 978-84-1121-004-1

Composición: Pablo Barrio

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

SUMARIO

Prefacio1. La era de la ansiedad2. El dolor y el tiempo3. La gran corriente4. La sabiduría del cuerpo5. La conciencia de las cosas6. El momento maravilloso7. La transformación de la vida8. La moralidad creativa9. Reflexiones sobre la religión

A Dorothy

PREFACIO

Siempre me ha fascinado la ley del esfuerzo invertido, que a veces llamo la «ley de la retrocesión». Cuando intentas permanecer en la superficie del agua, te hundes; pero cuando tratas de sumergirte, flotas. Cuando retienes el aliento, lo pierdes, lo cual hace pensar enseguida en un dicho muy antiguo y al que se hace muy poco caso: «Quien salve su alma, la perderá».

Este libro es una explicación de esta ley con relación a la búsqueda de la seguridad psicológica emprendida por el hombre, y los esfuerzos para encontrar una certeza espiritual e intelectual en la religión y la filosofía. Lo he escrito con la convicción de que ningún tema podría ser más apropiado en una época en que la vida humana parece ser, de una manera peculiar, insegura e incierta. Sostengo que esta inseguridad es el resultado del intento de seguridad, y que, por el contrario, la salvación y la cordura consisten en el reconocimiento más radical de que no tenemos modo de salvarnos.

Esto se empieza a parecer a Alicia a través del espejo, obra de la que este libro es una especie de equivalente filosófico, pues el lector se encontrará con frecuencia en un mundo desbarajustado en el que el orden normal de las cosas parece completamente invertido, y el sentido común vuelto del revés. Quien haya leído algunos libros míos anteriores, como Behold the Spirit y The Supreme Identity, encontrará aquí cosas que parecen estar en contradicción absoluta con muchas de mis afirmaciones previas. Sin embargo, esto es sólo cierto en aspectos menores, pues he descubierto que la esencia y el quid de lo que trataba de decir en aquellos libros apenas se comprendía; la estructura y el contexto de mi pensamiento ocultaban a veces el significado. En este libro me propongo aproximarme al mismo significado desde premisas por completo diferentes, y en unos términos que no confundan el pensamiento con la multitud de asociaciones inconexas que el tiempo y la tradición les han colgado.

En aquellos libros me interesaba reivindicar ciertos principios de religión, filosofía y metafísica mediante una nueva interpretación de los mismos. Creo que esto era como dotar de patas a una serpiente: innecesario y confuso, porque sólo las verdades dudosas necesitan defensa. En cambio, el espíritu de esta obra corresponde al del sabio chino Lao-tze, aquel maestro de la ley del esfuerzo invertido, el cual declaró que quienes se justifican no convencen, que para conocer la verdad uno debe librarse del conocimiento, y que no hay nada más poderoso y creativo que el vacío, al que los hombres rehúyen. Mi propósito, pues, es mostrar –avanzando hacia atrás– que esas realidades esenciales de la religión y la metafísica se justifican al pasarnos sin ellas y se manifiestan al ser destruidas.

Me es muy grato reconocer que la preparación de este libro ha sido posible gracias a la generosidad de la fundación establecida por el difunto Franklin J. Matchette, de Nueva York, un hombre que dedicó gran parte de su vida a los problemas de la ciencia y la metafísica. Fue uno de esos hombres de negocios más bien escasos que no están absortos del todo en el círculo vicioso de hacer dinero y así sucesivamente. La Fundación Matchette está, pues, dedicada a la realización de estudios metafísicos, y, ni que decir tiene, es para mí un signo de intuición e imaginación por su parte el interés que han mostrado por un enfoque tan «contrario» del conocimiento metafísico.

San Francisco

Mayo de 1951

ALAN W. WATTS

1.LA ERA DE LA ANSIEDAD

Según todas las apariencias externas, la vida es una chispa luminosa entre dos oscuridades eternas. Tampoco el intervalo entre esas dos noches es un día sin nubarrones, pues cuanto más capaces somos de experimentar placer, tanto más vulnerables somos al dolor y, ya sea en segundo término o en primer plano, el dolor siempre nos acompaña. Nos hemos convencido de que la existencia vale la pena por la creencia de que hay algo más que las apariencias externas, que vivimos para un futuro más allá de la vida presente, puesto que el aspecto exterior no parece tener sentido. Si vivir es acabar con dolor, falta de integridad y el regreso a la nada, parece una experiencia cruel y fútil para unos seres que han nacido con la capacidad de razonar, abrigar esperanzas, crear y amar. El hombre, ser juicioso, quiere que su vida tenga sentido, y le cuesta trabajo creer que lo tiene a menos que exista un orden eterno y una vida eterna tras la experiencia incierta y momentánea de la vida mortal.

Quizá no se me perdone que presente temas serios con una disposición frívola, pero el problema de encontrar sentido al caos aparente de la experiencia me recuerda mi deseo infantil de enviar a alguien un paquete de agua por correo. El destinatario quita el cordel y desencadena un pequeño diluvio sobre su regazo. Pero el juego nunca sería efectivo, dado que es irritantemente imposible envolver y atar medio litro de agua en un paquete de papel. Hay tipos de papel que no se deshacen cuando están húmedos, pero el problema estriba en lograr que el agua adopte una forma manejable y en atar el cordel sin que el bulto reviente.

Cuanto más estudiamos las soluciones que se han intentado aplicar a los problemas en política y economía, arte, filosofía y religión, más aumenta nuestra impresión de que esa gente extremadamente dotada está aplicando de un modo inútil su ingenio a la tarea imposible y fútil de empaquetar el agua de la vida, haciendo unos paquetes pulcros y permanentes.

Hay muchas razones por las que esto debería ser especialmente evidente a quienes vivimos hoy. Sabemos mucho de historia, de todos los paquetes que se han atado y que en su momento se han deshecho. Conocemos con mucho detalle los problemas de la vida que se resisten a una simplificación fácil y que parecen más complejos y amorfos que nunca. Además, la ciencia y la industria han aumentado de tal modo el ritmo y la violencia de la vida, que nuestros paquetes parecen deshacerse con mayor rapidez cada día que pasa.

Tenemos, pues, la impresión de vivir en una época de inseguridad desusada. En los últimos cien años se han perdido numerosas tradiciones que estuvieron en vigor durante mucho tiempo: tradiciones de vida familiar y social, de gobierno, del orden económico y de creencias religiosas. A medida que transcurren los años, parece que cada vez hay menos rocas a las que podamos agarrarnos, menos cosas que podamos considerar como absolutamente correctas y ciertas, fijadas para siempre.

Para ciertas personas esto representa una liberación de las trabas dogmáticas, morales, sociales y espirituales. Para otros es una ruptura peligrosa y temible con la razón y la cordura, y tiende a sumir la vida humana en un caos irremediable. Para la mayoría, quizá, la sensación inmediata de liberación procura un breve alborozo, seguido por la ansiedad más profunda; pues si todo es relativo, si la vida es un torrente sin forma ni objetivo en cuya corriente nada absolutamente, excepto el mismo cambio, puede durar, parece ser algo en lo que no hay «futuro» y, por ende, no hay esperanza.

Los seres humanos parecen ser felices sólo mientras tengan un futuro a la vista, ya sea el bienestar de mañana mismo o una vida eterna más allá de la tumba. Por diversas razones, cada vez son más las personas a las que les resulta difícil creer en esto último. Por otro lado, el futuro de bienestar inmediato tiene la desventaja de que cuando llegue ese mañana, es difícil disfrutarlo plenamente sin alguna promesa de que habrá más. Si la felicidad siempre depende de algo que esperamos en el futuro, estamos persiguiendo una quimera que siempre nos esquiva, hasta que el futuro, y nosotros mismos, se desvanece en el abismo de la muerte.

En realidad, nuestra época no es más insegura que cualquier otra. La pobreza, la enfermedad, la guerra, el cambio y la muerte no son nada nuevo. En los mejores tiempos, la «seguridad» nunca ha sido más que temporal y aparente, pero fue posible hacer que la inseguridad de la vida humana resultara soportable por la creencia en las cosas inmutables más allá del alcance de la calamidad... en Dios, en el alma inmortal y en el gobierno del universo por unas leyes justas y eternas.

Hoy en día, esas convicciones son poco frecuentes, incluso en los círculos religiosos. No hay ningún nivel de la sociedad, y son muy pocos los individuos, que hayan pasado por una educación moderna, en los que no existan trazos del fermento de la duda. Está muy claro que durante el siglo pasado la autoridad de la ciencia ha ocupado el lugar de la autoridad de la religión en la imaginación popular, y que el escepticismo, por lo me-nos en las cosas espirituales, se ha generalizado más que la creencia.

La decadencia de la creencia se ha producido por medio de la duda sincera, la reflexión meticulosa e intrépida de hombres muy inteligentes, científicos y filósofos. Impulsados por el fervor y la reverencia de los hechos, han tratado de ver, comprender y enfrentarse a la vida como es realmente, sin hacerse ilusiones. Sin embargo, a pesar de cuanto han hecho por mejorar las condiciones de vida, su representación del universo parece dejar al individuo sin una esperanza definitiva. El precio de sus milagros en este mundo ha sido la desaparición del otro mundo, y uno se inclina a formular la antigua pregunta: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?». La lógica, la inteligencia y la razón están satisfechas, pero el corazón está hambriento, pues el corazón ha aprendido a sentir que vivimos para el futuro. La ciencia, lenta e inciertamente, puede darnos un futuro mejor... durante algunos años. Luego todo terminará para cada uno de nosotros. Será el fin de todo. Por mucho que lo prolonguemos, todo lo que está compuesto debe descomponerse.

A pesar de algunas opiniones contrarias, ésta es todavía la visión general de la ciencia. Actualmente, en los círculos literarios y religiosos se supone a menudo que el conflicto entre ciencia y creencia es una cosa del pasado. Incluso algunos científicos bastante ilusionados creen que cuando la física moderna abandonó un rudo materialismo atomístico, se eliminaron las razones principales de este conflicto, pero eso no es verdad. En la mayoría de nuestros grandes centros de enseñanza, aquellos que se ocupan de estudiar las plenas implicaciones de la ciencia y sus métodos están tan alejados como siempre de lo que ellos consideran un punto de vista religioso.

Es cierto que la física nuclear y la relatividad han terminado con el viejo materialismo, pero ahora nos dan una visión del universo en la que hay incluso menos espacio para ideas de cualquier concepción o intención absolutas. El científico moderno no es tan ingenuo como para negar la existencia de Dios, porque no puede descubrirlo con un telescopio, o del alma, porque el escalpelo no la pone al descubierto. Se ha limitado a observar que la idea de Dios es lógicamente innecesaria, e incluso duda de que tenga significado alguno. No le ayuda a explicar nada que no pueda explicar de alguna otra manera más simple.

El científico argumenta que, si se dice que todo cuanto acontece está bajo la providencia o control de Dios, esto equivale en realidad a no decir nada. Decir que todo ha sido creado y está gobernado por Dios es como decir «todo está arriba», lo cual no significa nada en absoluto. La idea no nos ayuda a hacer predicciones verificables, y así, desde el punto de vista científico, no tiene ningún valor. Los científicos pueden tener razón en este punto, o puede que estén equivocados. No nos proponemos discutirlo aquí. Sólo hemos de señalar que ese escepticismo ejerce una influencia inmensa y establece el talante predominante de la época.

Lo que la ciencia ha dicho, en suma, es: no sabemos, ni con toda probabilidad podemos saber, si Dios existe o no. Nada de lo que hacemos sugiere que exista, y todos los argumentos que pretenden demostrar su existencia carecen de significado lógico. Nada, en efecto, demuestra que no existe Dios, pero quienes proponen la idea han de soportar el agobio de no poder probarlo. Si uno cree en Dios, dirá el científico, debe hacerlo sobre una base puramente emotiva, al margen de la lógica o los hechos. Hablando en términos prácticos, esto puede equivaler al ateísmo. Desde un punto de vista teórico, es simple agnosticismo. Y esto es así porque está en la esencia de la sinceridad científica que uno no finja conocer lo que no conoce, y en la esencia del método científico que no emplee hipótesis que no son verificables.

Los resultados inmediatos de esta honestidad han sido profundamente inquietantes y deprimentes, pues el hombre parece incapaz de vivir sin el mito, sin la creencia de que la rutina y el trabajo fatigoso, el dolor y el temor de esta vida tienen algún significado y un objetivo en el futuro. Enseguida nacen nuevos mitos..., mitos políticos y económicos con promesas extravagantes de los mejores futuros en el mundo presente. Esos mitos proporcionan al individuo una cierta sensación de que existe un significado, al hacerle formar parte de un vasto esfuerzo social, en el que pierde parte de su propio vacío y soledad. Sin embargo, la misma violencia de estas religiones políticas revelan la ansiedad que ocultan, pues no son más que el acurrucamiento de los hombres para gritar y darse ánimos en la oscuridad.

Una vez existe la sospecha de que una religión es un mito, su poder desaparece. Tal vez el mito sea necesario para el hombre, pero no puede prescribírselo de un modo consciente, de la misma manera que puede tomarse una píldora contra el dolor de cabeza. Un mito sólo puede «funcionar» cuando se cree que es verdad, y el hombre no puede «embaucarse» a sabiendas durante mucho tiempo.

Incluso los apologistas más modernos de la religión parecen pasar por alto este hecho, pues sus argumentos más enérgicos en favor de alguna clase de regreso a la ortodoxia son los que muestran las ventajas sociales y morales de la creencia en Dios. Pero esto no demuestra que Dios sea una realidad, sino que, como máximo, demuestra que creer en Dios es útil. «Si Dios no existiera, sería necesario inventarlo.» Tal vez. Pero si la gente tiene alguna sospecha de que no existe, la invención es vana.

Por este motivo, la mayor parte del retorno actual a la ortodoxia en algunos círculos intelectuales suena un poco a falso, y es mucho más una creencia en el creer que una creencia en Dios. El contraste entre el creyente «moderno», educado, inseguro y neurótico, y la tranquila dignidad y la paz interior del creyente anticuado, hace que éste sea un hombre envidiable. Pero hacer de la presencia o la ausencia de la neurosis la piedra de toque de la verdad, es un grave mal uso de la psicología, como lo es argumentar que, si la filosofía de un hombre le convierte en neurótico, debe de estar equivocada. «La mayoría de los ateos y los agnósticos son neuróticos, mientras que los sencillos católicos son, en su mayoría, felices y están en paz consigo mismos. En consecuencia, el punto de los primeros es erróneo y el de los últimos verdadero.»

Aunque la observación sea correcta, el razonamiento que se basa en ella es absurdo. Es como decir: «Dice usted que hay fuego en el sótano, cosa que le trastorna. Dado que está usted trastornado, es evidente que no hay ningún incendio.» E1 agnóstico, el escéptico, es neurótico, pero esto no implica que su filosofía sea falsa, sino el descubrimiento de hechos a los que no sabe cómo adaptarse. El intelectual que trata de huir de la neurosis huyendo de los hechos, se limita a actuar según el principio de que «donde la ignorancia es bienaventuranza, es una locura ser sabio».

Cuando creer en lo eterno resulta imposible, y sólo queda el pobre sustituto de creer en la creencia, los hombres buscan su felicidad en las alegrías temporales. Por mucho que traten de ocultarlo en las profundidades de sus mentes, son bien conscientes de que tales alegrías son inciertas y breves, y esto tiene dos resultados. Por un lado, existe la ansiedad de que uno pueda perderse algo, de modo que la mente se agita nerviosa y codiciosamente, revolotea de un placer a otro, sin encontrar reposo y satisfacción en ninguno. Por otro lado, la frustración de tener siempre que perseguir un bien futuro en un mañana que nunca llega, y en un mundo en el que todo debe desintegrarse, hace que los hombres adopten la actitud de «al fin y al cabo, ¿para qué sirve?».

En consecuencia, nuestro tiempo es una era de frustración, ansiedad, agitación y adicción a los narcóticos. De alguna manera hemos de aferrarnos a lo que podamos mientras podamos, e ignorar el hecho de que todo es fútil y carente de sentido. A esta manera de narcotizarse la llamamos nuestro alto nivel de vida, una estimulación violenta y compleja de los sentidos, que nos hace progresivamente menos sensibles y, así, necesitados de una estimulación aún más violenta. Anhelamos la distracción, un panorama de visiones, sonidos, emociones y excitaciones en el que debe amontonarse la mayor cantidad de cosas posible en el tiempo más breve posible.

Para mantener este «nivel», la mayoría de nosotros estamos dispuestos a soportar maneras de vivir que consisten principalmente en el desempeño de trabajos aburridos, pero que nos procuran los medios para buscar alivio del tedio en intervalos de placer frenético y caro. Se supone que esos intervalos son la vida real, el verdadero objetivo que tiene el mal necesario del trabajo. O imaginamos que la justificación de ese trabajo es formar una familia para que siga haciendo lo mismo, a fin de poder crear otra familia... y así ad infinitum.

Esto no es ninguna caricatura, sino la realidad pura y simple de millones de seres humanos, tan corriente que apenas merece la pena que nos detengamos en los detalles, salvo para indicar la inquietud y la frustración de quienes lo soportan, sin saber qué otra cosa podrían hacer.

Pero, ¿qué vamos a hacer? Parece que hay dos alternativas. La primera consiste en descubrir, de un modo u otro, un nuevo mito, o resucitar uno antiguo de un modo convincente. Si la ciencia no puede demostrar que Dios no existe, podemos tratar de vivir y actuar como si, después de todo, existiera en verdad. No parece que haya nada que perder en ese juego, pues si la muerte es el final, nunca sabremos que hemos perdido. Pero, evidentemente, esto jamás equivaldrá a una fe vital, pues es como si uno dijera: «Puesto que, de todos modos, la vida es fútil, finjamos que no lo es.» La segunda alternativa consiste en tratar de enfrentarse sombríamente al hecho de que la vida es «un cuento contado por un idiota», y obtener de ella lo que podamos, dejando que la ciencia y la tecnología nos sirvan lo mejor que puedan en nuestra travesía de una nada a otra.

Sin embargo, éstas no son las únicas soluciones. Podemos empezar aceptando todo el agnosticismo de una ciencia crítica. Podemos admitir francamente que carecemos de base científica para creer en Dios, en la inmortalidad personal o en cualquier absoluto. Podemos abstenernos completamente de intentar creer, tomando la vida tal como es, sin más. Desde este punto de partida hay, no obstante, otra manera de vivir que no requiere ni mito ni desesperación, pero sí una completa revolución de nuestras formas de pensar y sentir ordinarias, habituales.

Lo extraordinario de esta revolución es que revela la verdad que existe detrás de los llamados mitos de la religión y la metafísica tradicionales. Lo que revela no son creencias, sino auténticas realidades que, de una manera inesperada, corresponden a las ideas de Dios y de la vida eterna. Hay razones para suponer que una revolución de esta clase fue la fuente original de algunas de las principales ideas religiosas, y que está con relación a ellas como la realidad con relación al símbolo y la causa al efecto. El error habitual de la práctica religiosa es confundir el símbolo con la realidad, mirar el dedo que señala el camino y luego consolarse chupándolo en vez de seguir la dirección. Las ideas religiosas son como palabras, poco útiles y con frecuencia engañosas, a menos que uno conozca las realidades concretas a que se refieren. La palabra «agua» es un medio útil de comunicación entre las personas que saben lo que es el agua. Lo mismo es cierto con respecto a la palabra y la idea llamada «Dios».

Al llegar aquí, no deseo parecer misterioso o hacer afirmaciones de «conocimiento secreto». La realidad que corresponde a «Dios» y «vida eterna» es honesta, sin engaño, clara y expuesta a la vista de todos. Pero es preciso una corrección mental para verla, de la misma manera que una visión clara requiere a veces la corrección que proporcionan unas gafas.