La sabiduría de la muerte - Rafael Pavia - E-Book

La sabiduría de la muerte E-Book

Rafael Pavia

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Todos quisiéramos tener la certeza de que existe la eternidad, de que nuestro destino no se para en seco cuando la parca viene a recogernos. Como recurso ante el olvido de la cultura occidental de la tan temida muerte, tenemos las enseñanzas del Bardo Thödol o Libro tibetano de los muertos venidas del viejo Tíbet, donde se nos muestra lo que es la luz clara que el difunto experimenta después de pasar por el "bardo" o doloroso tránsito de la muerte. Rafael Pavía nos acerca estas enseñanzas trascendentales y enlaza en este libro los estados de vigilia, sueño y sueño profundo para descubrir la naturaleza original de nuestro Ser y comprender el espíritu de la vida. Este texto imprescindible explica también la relevancia que el sueño tiene sobre nosotros para comprender toda su fenomenología, incluidos los sueños lúcidos, lo que nos llevará al despertar pleno de nuestra conciencia así como a entrenarnos y prepararnos para el examen final que enfrentaremos al final de nuestro días.

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la sabiduría de la muerte

Tratado sobre el Bardo Thödol y el yoga del sueño

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Rafael Pavía

 

Título original: La sabiduría de la muerte.

Tratado sobre el Bardo Thödol y el yoga del sueño

 

Primera edición: Septiembre 2021

© 2021 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

 

Autor: Rafael Pavía

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

 

ISBN: 978-84-18811-28-9

Impreso en España

 

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Padmasambhava y a todos sus discípulos, que han preservado las enseñanzas sobre la «luz clara».

 

 

 

 

 

Prólogo

 

Siendo joven tenía grandes inquietudes por conocer la verdad que nos rodea, sentía la necesidad de saber cuál es el destino que a todos nos espera tras nuestra efímera existencia y cómo enfrentarnos a nuestro quehacer diario. Me introduje en la tradición esotérica de Occidente, conocí la teosofía, a los espiritistas, rosacruces, templarios, masones, gnósticos, etc. Todo apuntaba hacia una dirección, el famoso: «Homo nosce te ipsum» (Hombre, conócete a ti mismo). Luego seguí formándome en la tradición oriental del yoga, el budismo zen, vajrayana; así me impregné de la sabiduría de Oriente, que nos dirige hacia el conocimiento de nosotros mismos, como no podía ser de otro modo. En mis andares conocí a un egiptólogo, que me dijo: «Los egipcios vivían más para la muerte que para la vida», y aún resuena en mi cabeza aquello de «De la vida algo se aprende, de la muerte todo se aprende».

Todos quisiéramos tener la certeza de que existe la eternidad, de que nuestro destino no se para en seco cuando la parca viene a cogernos. He trabajado incansablemente para ver el modo certero de conseguir el «elixir de la larga vida», pues las teorías o creencias que tratan sobre el tema del alma y su inmortalidad, aunque al principio te animan y dan esperanza, con el tiempo resultan secas y un tanto estériles. Sin embargo, la lectura de los grandes místicos de Oriente y Occidente transmite una luz que excede el simple razonamiento. La práctica de la contemplación y el silencio interior enriquece nuestra conciencia, aportándole nueva luz y una visión más amplia y profunda que traspasa las palabras y se funde en un silencio esclarecedor; de ahí que se diga que «el silencio es la elocuencia de la sabiduría».

Desde una perspectiva contemplativa se pueden asumir ideas sobre lo abstracto o intangible: la eternidad, el alma, la psiquis, la mente, el yo o ego, etc. A la práctica de la contemplación le sigue la reflexión serena que comprende que los pensamientos, ideas, teorías o conceptos no son más que eso: pensamientos, teorías o creencias, y por tanto, se abandona esa tendencia a auto-convencernos de que lo que pensamos o creemos es lo cierto. Al observarnos por encima de nuestra mente ordinaria con todas sus convicciones, que a la vez se convierten en nuestras propias limitaciones, estamos abriendo una puerta a lo que aún desconocemos de nosotros mismos. Entonces la contemplación se vuelve esclarecedora.

La luz de nuestra conciencia se descubre a sí misma, reconociendo sus orígenes y su naturaleza abstracta y existencial, lo que nos conduce a comprender su propia evolución. Sobre ello ya hablamos en nuestro libro Conciencia integral1. El caudal creativo de nuestra conciencia es ilimitado; el paso entre lo tangible y lo intangible o entre lo material y lo abstracto es una experiencia íntima que cada cual debe experimentar. La ciencia de la contemplación solo puede corroborarse de dos modos: por experiencia propia y al comprobar que el lenguaje místico es universal y se hace entendible para quien ha despertado su conciencia a su aspecto o naturaleza abstracta e intangible.

Ahora bien, entre lo intangible y lo tangible existe una naturaleza intermedia, energética, sutil, anímica, que debe descubrirse experiencialmente, en carne propia. En ambas tradiciones, la oriental y la occidental, se nos dan ejercicios para activar y hacer más presente en nuestras vidas lo sutil de la existencia, la naturaleza intermedia que existe entre lo material-tangible y lo espiritual-intangible.

Si algo debemos agradecerle al budismo del viejo Tíbet son sus enseñanzas, y en particular el tantra, el yoga del sueño y el Bardo Thödol o Libro tibetano de los muertos, ya que sus enseñanzas nos proporcionan multitud de prácticas para reconocer la naturaleza sutil de nuestra psiquis y mente. Esperamos que el presente libro les permita una agradable introducción al conocimiento de los misterios de la vida y la muerte, el yoga del sueño, y cómo el tránsito de la muerte puede asumirse con la mayor lucidez posible.

Este tratado sobre los sueños y el tránsito a la muerte no es un tratado sobre los sueños al uso común, pues ya existen muchos textos que nos hablan sobre los sueños, incluyendo diccionarios muy completos sobre simbología onírica. Lo que pretendemos mostrar en este texto es la inmanencia y la trascendencia que el sueño tiene. Inmanencia porque los sueños forman parte de nuestra vida y pertenecen a la naturaleza de nuestro Ser; y trascendencia porque los sueños son indicadores de nuestra realidad psíquica: son una muestra de aquello que pensamos, sentimos y hacemos, descubriéndonos una realidad más completa de lo que somos. Sin embargo, los sueños no son determinantes; nos pueden advertir, indicar, orientar sobre diferentes aspectos de nuestra vida, pero su función se limita a esta cuestión: servir como un indicador de nuestra actividad psíquica. Incluso los llamados sueños proféticos no tienen la potestad de cumplirse, ya que lo que tenga que ocurrir, tanto en el presente como en el futuro, dependerá exclusivamente de nosotros mismos y de cómo tratemos las circunstancias dadas.

Es cierto que los sueños tienen una naturaleza mágica y que, al desmarcarse de la temporalidad del estado de vigilia, producen fenómenos de sincronicidad, como también puede suceder en el estado de vigilia, pues uno puede estar pensando en un amigo suyo para al girar la esquina encontrarse con él o recibir una llamada suya justo cuando estaba pensando en él. Y la magia de los sueños es muy amplia, pues podemos encontrarnos con viajes fantásticos a lugares que ya visitamos o que estemos por visitar, o en lugares con los que sintonizamos de cualquier zona del mundo. También los sueños son mágicos porque poseen una plasticidad inherente que permite cambiar figuras, formas, personajes, etc. Eso, y añadido al hecho de que el sueño es intemporal, convierten el mundo onírico en un mundo mágico.

Podríamos hablar sobre los fenómenos oníricos hasta llenar una enciclopedia entera y ver cómo esos fenómenos psíquicos nos enganchan de un modo fantástico; podríamos practicar la onironáutica y procurarnos sueños lúcidos, donde la magia del sueño se engrandece, pero eso no dejaría de atraparnos en una realidad fenoménica y no alcanzar a descubrir el nóumeno o causa del fenómeno onírico.

El nóumeno, causa y origen del fenómeno del sueño, es lo que tratamos en este libro. Por ello hablaremos del sueño y también de su antecesor, el sueño profundo o sueño sin sueños, y su correspondencia con el estado de vigilia.

Trascender el sueño es comprender toda su fenomenología, incluidos los sueños lúcidos, lo que nos llevaría al despertar pleno de nuestra conciencia. Sabios e iluminados que han sido referencia y guías de la humanidad insisten, tanto en Oriente como en Occidente, en la necesidad de despertar la conciencia, lo cual significa que aún no somos conscientes. Pero ¿de qué no somos conscientes? Pues no somos conscientes de «nosotros mismos». Ser conscientes implica conocernos en nuestra totalidad, tanto en el estado de vigilia, en lo psíquico u onírico, como en la realidad del sueño profundo.

Encontraremos que el más enigmático es el sueño profundo o sueño sin sueños, porque siendo un fenómeno que experimentamos cada noche al caer dormidos en nuestra cama, lo obviamos suponiendo que ocurre por simple cansancio corporal y que no tiene mayor importancia. Pero la realidad es muy diferente. De hecho, como trataremos en este libro, el estudio del sueño profundo nos llevará a descubrir el tránsito de la muerte, y mediante el yoga del sueño podremos entender los misterios de la muerte.

Hoy en día en Occidente tenemos la fortuna de conocer el Libro tibetano de los muertos o Bardo Thödol, ya que la tradición de los psicopompos2 de la antigua Grecia y Egipto se perdió aquí en Occidente, y muy atrás quedaron también las tradiciones de los druidas celtas, que como los chamanes también sabían sobre los misterios de la muerte. Como recurso ante el olvido de la cultura occidental de la temible muerte nos han venido del viejo Tíbet las enseñanzas del Bardo Thödol, donde se nos enseña lo que es la «luz clara» que el difunto experimenta después de pasar por el «bardo» o doloroso tránsito de la muerte.

Así, en este libro enlazaremos los estados de vigilia, sueño y sueño profundo para descubrir la naturaleza original de nuestro Ser, que comprende el espíritu de la vida, al que llamaremos Zoé. En este espíritu de Zoé encontraremos nuestros orígenes y nuestro presente para descubrir el Tao, o sentido de la vida, con su día y su noche, su nacer y su morir.

En la luz clara se encuentra una conciencia unificadora, integral, a la que las tradiciones de la meditación contemplativa se refieren como «unidad no dual», ya que la dualidad tiende a generar multiplicidad, lo que entraña el riesgo de la «herejía de la separatividad»: nuestra capacidad racional se debate entre la dualidad de los contrarios, sin captar que toda dualidad es contraria y a la vez complementaria. Encontrar nuestro origen primordial y su unidad no-dual es el camino hacia la realización y la iluminación, donde hallaremos la luz primordial, la luz sin sombra. Esta luz sin sombra es la conciencia pura y original que trasciende la lucha dual de los contrarios y descansa en paz tanto en la vida como en la muerte.

1 Editorial Kolima, 2019.

2 Un psicopompo es un ser que en las mitologías o religiones tiene el papel de conducir las almas de los difuntos hacia la ultratumba, cielo o infierno. La voz proviene del griego ψυχοπομπóς (psychopompós) que se compone de psyche, ‘alma’, y pompós, ‘el que guía o conduce’. Fuente: Wikipedia.

Primera parte. La sabiduría de la muerte

 

 

 

Padmasambhava (gurú Rimpoché). Pintura mural del templo budista de Ladakh, India. Fuente: Shutterstock.

1. Frente a la muerte, la vida plena

 

«De lo temporal a lo eterno solo hay un paso:la presencia en el presente».

 

Todos tendremos que enfrentar algún día nuestra muerte, pero ocuparnos de esta cuestión, investigar, comprender lo que es la muerte y cómo nos afecta realmente no es muy popular o atractivo. Nuestra sociedad anda demasiado ocupada con los asuntos de la vida como para prestar atención a lo que es inevitable, dejando de lado este asunto de la muerte, que al fin y al cabo parece que poco aporta a nuestra atareada vida.

Cuando la muerte se asoma y nos toca de cerca, en familiares y amigos, sencillamente nos cobijamos en nuestro dolor sin saber cómo enfrentar el fatal desenlace, y el sufrimiento se vive en la intimidad emparejado con la soledad, porque, aunque familiares y amigos nos acompañen y recibamos su apoyo, algo que siempre se agradece, quedamos confundidos sin encontrar respuesta ante el enigma de la muerte.

En el caso de que nos toque a nosotros por enfermedad o accidente y nos veamos ante el umbral de la muerte, el misterio se vuelve agudo y grave. Entonces, ante la oscura parca, nuestra alma angustiada, como dijo el gran Goethe en el momento de su muerte, requiere luz, «Luz, más luz».

En algunos casos una experiencia cercana a la muerte (ECM) nos invita a cambiar nuestra forma de vida, haciéndonos tomar conciencia de que hay que aprovechar nuestro tiempo del mejor modo posible. En otros casos, la mayoría, sencillamente se retorna a la vida normal, dándonos por satisfechos por ello, por seguir viviendo, aunque sepamos que en cualquier momento tendremos que pasar de nuevo por el umbral de la muerte.

Existe abundante documentación e información sobre el asunto por parte de las religiones, la filosofía, la antropología, la tanatología, la parapsicología, etc. pero aún así no encontramos una respuesta consoladora. Parece que el muro entre la vida y la muerte es infranqueable. Por ello muchos desestiman la indagación y pocos son los que se atreven a introducir su alma en la frontera del Más Allá.

Elisabeth Kübler-Ross, en su popular libro La muerte, un amanecer, relata su propia experiencia y toda su labor con los moribundos, aportando esperanza a quienes no quieren ver un punto y final en la muerte. También encontramos el popular libro del psiquiatra y filósofo Raymond A. Moody, Vida después de la Vida, que igualmente aporta esa esperanza de que la vida no termina con la muerte. Estos autores y otros menos conocidos contribuyen con su granito de arena frente al enorme desconsuelo en que nos sume la implacable parca.

Desde hace unos años, los occidentales hemos recibido desde el viejo Tíbet su libro más famoso, el Bardo Thödol (que en sánscrito significa liberación por el oído del tránsito de la muerte), más conocido por El Libro tibetano de los muertos. Fue el antropólogo W.Y. Evans-Wents quien publicó en 1927 la primera traducción de este valioso libro, que ha gozado de gran popularidad entre los investigadores en este campo, interesando a grandes pensadores de nuestros tiempos, como el famoso psiquiatra C. G. Jung, el arqueólogo y orientalista Giuseppe Tucci, quien también tradujo este maravilloso libro, cuya autoría se atribuye al gran Padmasambhava, que fue quien introdujo el budismo tántrico hindú en el viejo Tíbet. Estas enseñanzas del Libro tibetano de los muertos, junto con el auge del budismo tibetano, han sido una de las contribuciones más valiosas que existen al asunto que nos concierne, pero sus enseñanzas no son accesibles, ni fáciles de comprender, pues la visión que aportan es desconocida para la inmensa mayoría de la gente, quedando su comprensión reducida a algunos eruditos interesados en el tema y los firmes practicantes del budismo tibetano.

En el año 2013 organicé un retiro nacional en el monasterio budista Sakia Paramita (situado en la provincia de Alicante y uno de los monasterios budistas más grandes de Europa) sobre el Bardo Thödol. Aunque los asistentes ya tenían un previo conocimiento sobre estas enseñanzas, reconozco que fue complicado para ellos comprenderlas, pues poseen una profundidad enorme tanto en su parte teórica como práctica. La experiencia de este retiro me hizo entender que nuestra cultura occidental aún está lejos de asimilar estas profundas y enigmáticas enseñanzas.

Sobre nuestra cultura pesan demasiado las creencias asimiladas del cristianismo, el esoterismo, el espiritismo y demás información que nuestra tradición occidental ha acumulado al respecto. Para comprender las enseñanzas del Bardo Thödol se requiere de una apertura y una nueva visión; y eso en lo teórico. En la práctica se requiere de un intenso trabajo sobre uno mismo; de hecho, se suele decir que la experiencia sobre estas enseñanzas corresponde a los grandes maha-siddhis, maestros con grandes poderes psíquicos, de gran sabiduría.

Aunque tengamos la plena confianza de que existe vida más allá de la muerte, e incluso aunque hayamos tenido una experiencia cercana a la muerte (ECM), o una experiencia post mortem (EPM), ello no significa poder superar con éxito el examen final de nuestras vidas. Quiero decir, que no nos basta con la simple esperanza o creencia de que hay algo más allá, y no pongo en duda el que existe una continuidad de nuestra vida después de abandonar nuestro cuerpo físico. Pero la cuestión es ¿cómo experimentar tal continuidad o vida después de morir físicamente? Obtenerla precisa de una actividad lúcida por parte de nuestra conciencia, cuestión que solo es viable en caso de haberla obtenido en vida, mientras tenemos cuerpo físico.

Lo cierto es que cuando nos llega el examen final de nuestras vidas nos encontremos solos frente al enigma, y aunque tuviéramos la asistencia de un buen lama, como mi amigo Gueshe Tamding Gyatso (1927-2002), quien tuvo el encargo de asistir a sus colegas en el tránsito de la muerte en Europa, poco podríamos hacer desde nuestra carencia de conocimientos y experiencias al respecto. Salir bien parados de nuestro examen final en la vida requiere dedicación.

En esta ocasión vamos a procurar facilitar un entendimiento y una práctica que nos proporcione al menos una buena introducción sobre la materia que nos permita seguir indagando y practicando con el objetivo de lograr esa continuidad que de la conciencia debe obtenerse para trascender el doloroso muro del bardo (tránsito) de la muerte.

 

De lo efímero a lo atemporal

 

«El temor a la muerte, señores, no es otra cosa que considerarse sabio sin serlo, ya que es creer saber sobre aquello que no se sabe. Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano, nadie lo sabe, y sin embargo todo el mundo la teme como si supiera con absoluta certeza que es el peor de los males».

Sócrates

 

Se nos hace muy extraño hablar de la eternidad. Aunque el uso de esta palabra nos es familiar, es una idea abstracta difícil de asumir por nuestra capacidad racional. Más accesible se nos hace ver o identificar lo finito pues todos los días vemos cómo todo caduca bajo el paso del tiempo, aunque asumir nuestra finitud es un primer paso para abordar lo atemporal. Ante la finitud de nuestra existencia hemos creado diferentes creencias sobre nuestra alma y aquello que sobrevive después de la muerte, aunque la incertidumbre acerca de las creencias siempre nos surge en los momentos cruciales, pues la fe sin experiencia no nos es suficiente.

La práctica contemplativa nos permite ser más conscientes de lo efímero. Esa conciencia que observa los efectos del tiempo sobre nosotros mismos y sobre todo lo que nos rodea es la clave para encontrar aquello que permanece, aquello que tiene una continuidad.

Es la propia conciencia la que observa el paso del tiempo, la que nos descubre su naturaleza atemporal. La conciencia observa cómo transcurre nuestra existencia día a día, y cuando mantenemos nuestra observación activa nos damos cuenta de que el propio tiempo agota incluso nuestra memoria y nuestros recuerdos, pues el tiempo que se refugia en nuestra memoria también se extingue. Aunque intentemos perdurar en el tiempo con recuerdos acumulados en forma de pertenencias, fotografías, y todo aquello que mantenemos de nuestro pasado, en la contemplación descubrimos que finalmente todo se extingue. Por ejemplo, cuando volvemos al barrio donde nos criamos de pequeños vemos que todo ha cambiado, sus tiendas, locales, casas, etc. y sabemos que todo aquel viejo barrio seguirá cambiando hasta que llegue el día en que poco o nada quede de él. Y así ocurre con todos nuestros ayeres, con todos nuestros recuerdos; aquel descampado lleno de piedras donde los chicos del barrio jugábamos al futbol ahora es un centro comercial, aquel local de juegos recreativos ahora es una peluquería de señoras, las vías del tren cercanas al barrio desaparecieron bajo el suelo por donde ahora circula el metro, etc.

Solemos identificar la conciencia con el propio recuerdo, intentando encontrar una permanencia que nos asegure que tenemos algo que se perpetúa. Pero sigamos contemplando, sigamos observando y veremos cómo el tiempo va de la mano con la muerte sepultando poco a poco nuestros recuerdos.

La conciencia atenta y contemplativa se percata de que ya nos somos aquellos niños y jóvenes adolescentes, pues hemos ido cambiando nuestra forma de pensar y actuar, aunque buscando nuestra permanencia nos aferramos a nuestros recuerdos para identificarnos con ellos, para sentir que seguimos siendo una entidad que permanece a pesar del tiempo, del olvido y de que nuestros sentimientos, pensamientos y acciones hayan cambiado.

Llegado el momento en que tomamos conciencia de lo finito, ¿en qué nos amparamos para localizar lo eterno, lo que continúa, lo que permanece? Ante esta encrucijada entre lo temporal y lo atemporal nuestra conciencia resuelve el enigma situándonos en el presente, agudizando la conciencia del «aquí y ahora».

Son diversas las enseñanzas tradicionales y contemporáneas que se refieren con insistencia a la necesidad de vivir el presente, el momento, el instante, el aquí y ahora, como se practica por ejemplo en la meditación mindfulness, actualmente en auge.

Efectivamente, vivir el presente nos conecta con lo eterno. ¿Puedes entenderlo? Es sencillo y simple cuando mantenemos la práctica contemplativa, tanto en la quietud como en la actividad. Al sostener la atención en el presente descubrimos que es nuestra propia conciencia la que permanece, la que continua, la que persiste, sin aferrarse a lo que ya reconoce como temporal y finito.

En la medida en que reforzamos nuestra conciencia en la atención presente, vamos soltando los vaivenes del ayer y del mañana dejando atrás el tempestuoso temporal de lo efímero.

Dicen los budistas que existen cuatro tiempos: el pasado, el presente, el futuro y el presente no condicionado por al ayer ni el mañana. Cuando nos mantenemos en ese cuarto tiempo tocamos las puertas de la eternidad; de ahí la importancia de cultivar una atención plena en el presente que nos descubra la continuidad permanente de la conciencia.

Se puede objetar que es difícil mantenerse en esa perpetua atención lúcida en cada momento, estado del que los practicantes del mindfulness gozan al principio, pero suelen ser habituales el desgaste, el cansancio de la práctica, la falta de constancia y ello es debido a una inadecuada motivación o a una idea errónea sobre el sentido y el objetivo de mantenerse en el presente.

 

D.E.P.

 

«Vivir el presente en su plenitud es sentir lo eterno».

 

«Descanse en paz», solemos desearle al difunto. Detrás de esta expresión encontramos nuestro mejor deseo para los difuntos. En el fondo de toda práctica contemplativa buscamos esa paz que les deseamos a los difuntos. La paz eterna no solo les incumbe a los difuntos; en realidad es un estado de conciencia al que todos aspiramos. La meditación contemplativa es ideal para el logro de la paz en vida.

 

La naturaleza contemplativa

 

«En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios».

Evangelio de San Juan

 

La meditación contemplativa es realmente sencilla y simple, y es precisamente esa sencillez y esa simplicidad lo que desconcierta, pues nuestra mente, siempre agitada e hiperactiva, no está por la labor contemplativa; es por ello que se han desarrollado multitud de técnicas para apaciguarla. Nuestra sociedad, tan al unísono con la hiperactividad, tiene sus buscadores de la paz y la serenidad, y así surgen la meditación mindfulness, el yoga, el zen, etc. y otras técnicas que pasan por el ejercicio de la concentración que nos procura centrarnos en una sola cosa, en un solo objeto, enfocándose todas ellas en la atención, una atención que nos sitúa en el presente evitando todas las distracciones.

El ejercicio de la atención permite que nuestra conciencia se active; así, aquellos momentos en los que nuestra mente se encuentra atenta y relajada son los momentos lúcidos que inspiran nuestra vida.

La atención nos proporciona lucidez, claridad, serenidad, y con ello la conciencia se emancipa y aproxima a la naturaleza contemplativa. En dicha contemplación nos familiarizamos con los diferentes grados de iluminación y comprensión, aprendiendo a percibir más allá de las palabras el origen insondable de nuestro Ser.

Al contemplar la naturaleza vamos asimilando que la quietud y el movimiento van parejos; nada permanece en quietud absoluta. Cualquier paisaje que contemplemos tiene sus movimientos incorporados: el ave que surca el cielo, el ciervo que corre por el valle, etc. A la vez, el silencio tampoco es absoluto, sino que en él podemos percibir mejor todos los sonidos que se producen en la tranquilidad de la naturaleza. Lo maravilloso de la contemplación es la percepción, que discurre hacia nosotros como algo nuevo, refrescante, incluso tonificante; es por ello que la contemplación en la naturaleza nos resulta tan reconfortante.

En la medida en que nos ejercitamos en la contemplación, nuestra atención y percepción nos brindarán ese refrescante y saludable estado lúcido que nuestra alma, nuestra psiquis, tanto anhela. La contemplación nos permite ese estado de atención en el presente, experimentar lo nuevo; por ello decimos que es refrescante, ya que incluso contemplar la taza con la que desayunamos todos los días resulta agradable, y no porque la taza sea diferente, sino porque la nueva y plena atención que le prestamos en ese momento nos conecta con la energía de la vida y su luz siempre presente.

 

Contemplar al contemplador

 

«Antes de dar nombre a las cosas tuvimos que verlas tal como eran: Adán les pone nombre a todos los animales».

Génesis 2:18-20

 

Llegado el momento, en la práctica de la contemplación nos adentramos en nosotros mismos, dándose de modo natural la observación del propio contemplador, es decir, que el observador se observa a sí mismo. En esta experiencia conectamos con la fuente de la vida, con nuestro origen primordial, y lo nuevo, lo naciente, la luz que alumbra nuestro existir, descubre aquello que siempre ha sido, es y será.

La contemplación nos permite dar un salto cualitativo en nuestra observación, ayudándonos a pasar de una lógica racional a una lógica intuitiva, que trasciende las palabras y los conceptos. Poco a poco vamos comprendiendo la verdadera naturaleza de la mente. Habitualmente nuestra mente ordinaria está llena, saturada, de problemas y posibles soluciones. Poco a poco nos damos cuenta de las limitaciones de nuestra mente pensante. Es nuestra propia conciencia la que nos abre a una lógica intuitiva, capaz de discernir con una agudeza proporcionada por la propia claridad mental. La maravillosa experiencia de observar al observador nos permite salir del laberinto de la mente ordinaria.

 

R.I.P. «Requiescat in pace»

 

«Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus»(Pero huye entre tanto, huye irreparablemente el tiempo).

Virgilio

 

Dejar que nuestra mente descanse en paz es la tarea de la meditación contemplativa: a mayor paz y serenidad mayor claridad. Con dicha claridad avanzamos hacia el descubrimiento pleno de nuestra mente, donde todo surge y donde todo se disuelve.

Ante la tragedia irremediable de la muerte todo termina, todo desaparece, quedando en nosotros la incógnita de lo que permanecerá. Este es problema al que nos enfrentaremos. La solución a este enigma estriba en nuestra conciencia, en la atención plena. La cuestión es conseguir mantener la atención lúcida en el mismo proceso del desencarnar.

En la tradición occidental de los masones y rosacruces se iniciaba al neófito con el simbólico saludo de llevar el dedo índice hacia los labios, indicando el silencio que dará paso a la contemplación. Seguía el ritual introduciendo al neófito en un ataúd, con su sala mortuoria, dejándolo en soledad para su reflexión, donde redactará su testamento. En mi experiencia con este ritual sobrecogedor e impactante comprendí que la vida no puede contemplarse descartando la muerte, pues ella siempre anda revoloteando aquí y allá. La solución final no puede hallarse en otro lugar que no sea en nosotros mismos, en nuestra propia conciencia.

 

La luz de la conciencia

 

«Lo importante de la vida no es lo que tengamos acumulado en el sepulcro de la memoria, sino lo que hayamos comprendido no solo en el nivel intelectual sino también en los distintos terrenos subconscientes e inconscientes de la mente».

Samael Aún Weor

 

Son multitud las EPM documentadas. En la mayoría de estas experiencias el difunto se ve en un túnel con una luz al fondo. Al llegar a dicha luz su conciencia se expande y él se siente embargado de una dicha y felicidad fuera de lo común. Aunque ninguna EPM es idéntica, el encuentro con la luz es semejante. ¿Y qué es esa luz? ¿De dónde surge? Para los creyentes es el mismo Cielo, para meditadores contemplativos experimentados es la conciencia en su estado primordial u original.

También debemos decir que no todas las EPM resultan agradables. Conozco diversos relatos de EPM desagradables, por no decir infernales, aunque suele ser habitual que lo desagradable nos lo guardemos para nosotros mismos.

Sigamos con la luz. En sus enseñanzas, el Bardo Thödol habla del encuentro entre la Madre Clara Luz y su hijo, que coincide con lo descrito en las EPM agradables. El permanecer en dicha luz acompañada siempre de felicidad depende de nuestra capacidad o entrenamiento en el estado de contemplación. El mantenerse en tal estado de la luz clara también depende de la conciencia que hayamos generado entre lo finito o temporal y lo eterno o atemporal. En la luz clara no hay medida de tiempo; como decían los antiguos mayas, es «el tiempo del no tiempo». Cuando vayamos experimentando la práctica de la contemplación comprobaremos que la medida del tiempo se desvanece; lo cronométrico se disipa en la luz clara, adentrándonos en lo atemporal, en lo eterno y lo permanente, que no es otra cosa que nuestra propia conciencia.

 

La esperanza final

 

«Solo los seres humanos han llegado a un punto donde no saben por qué existen. No emplean su cerebro y han olvidado el conocimiento secreto del cuerpo, los sentidos o los sueños. No utilizan el conocimiento que el espíritu ha puesto en cada uno de ellos y ni siquiera son conscientes de esto y por ello tropiezan a ciegas por el camino de la nada: una carretera pavimentada que ellos mismos nivelan y aplanan para llegar más aprisa al enorme agujero que encontrarán al final del camino, esperando para devorarlos. Es una carretera súper-rápida, muy cómoda, pero yo sé a dónde conduce. Lo he visto. He estado allí en mi visión y me estremezco solo de pensarlo».

Chamán indio «Ciervo Cojo»(Ensoñación y espacio interior, el mundo del chamán)

 

Todos esperamos consuelo ante el sufrimiento que nos produce la muerte de los seres queridos o nuestra propia muerte. Para ello hemos desarrollado múltiples frases y discursos consoladores, que tomamos como muletas para poner un parche de alivio al sufrimiento que nos abruma ante la muerte.

Buscamos consuelo, la esperanza de que nuestros seres queridos siguen ahí, en otro espacio, en otro plano, y que también nosotros continuaremos nuestro existir en esos planos o espacios que cada cultura y sus religiones nos han presentado como el Cielo, el Nirvana, etc. Cuando nos iniciamos en la investigación sobre el misterio de la muerte y el «Más Allá» encontramos una diversidad de opciones a barajar. En la cultura occidental estuvimos mucho tiempo, siglos, evitando el tema de la reencarnación, idea que fue rechazada por el cristianismo institucional. Ante este rechazo aparecieron alternativas, como el espiritismo, que tuvo su auge con la escuela de Allan Kardec (1804-1869), quien sintetizó la doctrina pujante del espiritismo de su época. Para muchos, el espiritismo y toda su fenomenología supusieron un consuelo, una esperanza donde hallar el alivio de que nuestros seres queridos siguen cerca de nosotros y que incluso podemos comunicarnos con ellos mediante la guija o los médiums, que en esa época gozaron de gran popularidad. También muchos teósofos se familiarizaron con el espiritismo. Se llegaron a realizar experimentos para intentar demostrar la realidad de esos fenómenos paranormales, pero la ciencia descartó toda esa fenomenología como simple superchería. Para la ciencia los médiums eran epilépticos con trastornos de personalidad, la guija un simple juego de trucos ilusorios, etc. Es evidente que la fenomenología espiritista existe y nos ha acompañado desde siempre de un modo u otro, aunque lamentablemente carece de la objetividad que nuestro actual estado mental-racional demanda hoy en día.

A lo largo de la historia espiritista hemos visto como el engaño y la subjetividad, más que proporcionar claridad ha confundido y desencantado a muchos, resultando en mayores dosis de escepticismo y temor, incluso a pesar de haber vivido experiencias intensas e inexplicables.

Todas las culturas del pasado tuvieron su modo de buscar a los espíritus de otros mundos. En tiempos lejanos los chamanes se ocupaban de estos menesteres. Entre los antiguos griegos, los llamados psicopompos (conductores de almas) eran los encargados de asistir a los difuntos en su viaje hacia el Más Allá. Por tanto, la fenomenología espiritista siempre ha deambulado por todas las culturas, incluida la tibetana, cuya ancestral religión Bön estaba llena de magia y espíritus. Lamentablemente, en el caso del espiritismo moderno u occidental, los médiums carecían de una formación o tradición adecuadas; y nuestra cultura cristiana también ha despreciado todas estas cuestiones, calificándolas de brujería. En definitiva, el espiritismo occidental fracasó en su intento de conciliar el mundo de los vivos y el de los muertos. En cambio, en Mongolia, el Tíbet y en ciertas culturas indígenas, el chamanismo sigue vigente conciliando ambos mundos; toda una fenomenología espiritista de chamanes que se fundamenta en una tradición milenaria.

Sin embargo, la esperanza no debemos fundamentarla en lo ilusorio, en simples creencias que siempre generarán dudas, escepticismo y confusión. Pero basta estudiar a Mircea Eliade y su libro El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, o a Holger Kalweit y su libro Ensoñación y espacio interior, el mundo del chamán, para darse cuenta de que los fundamentos y la tradición de los chamanes tienen su peso y validez, aunque choquen con nuestra actual visión racional y escéptica contemporánea. ¿Acaso podemos abordar la experiencia de la muerte desde el escepticismo racional? Esta es la cuestión. De ahí la necesidad de la meditación contemplativa, que desde su natural vivencia nos llevará de la lógica racional a la lógica intuitiva aunque sin perder por ello la objetividad, puesto que en este caso será nuestra propia conciencia la que se encargará de distinguir lo subjetivo de lo objetivo.

 

Visión moderna racional y visión tradicional

 

«La magia es el arte de actuar sobre las cosas a voluntad del mago, de transformar la realidad; a la actuación del alma individual sobre el cuerpo no la consideramos mágica, sí en cambio la actuación del hombre sobre las cosas; pues bien, esta es la vocación del hombre –concretamente del poeta–: imponer la idea, el espíritu sobre la materia, convertir lo involuntario y azaroso en voluntario y planeado, espiritualizar el cosmos».

Novalis

 

Resulta difícil conciliar las tradiciones ancestrales acerca de los espíritus y la actual visión moderna basada en el raciocinio intelectual. Son dos visiones prácticamente opuestas, por lo que se nos hace complicada su reconciliación. Podríamos relatar miles de casos de experiencias fantasmales o paranormales, que abundan por doquier, pero que no encajan con la objetividad que pretende nuestra razón. La razón quiere evidencias, pruebas demostrables, empíricas, que nos saquen de nuestras dudas, pero no hay modo de entrar empíricamente en un mundo psíquico intangible que rompe con las leyes físicas. El único modo de reconciliar ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos, de un modo objetivo es adentrándonos en nuestra realidad psíquica y en nuestro mundo onírico, donde tanto los vivos como los difuntos compartimos un mismo espacio.

Entre las experiencias más comunes sobre los difuntos están las que vivimos en nuestros sueños. Allí nos encontramos con familiares y gente que ya falleció. Estas experiencias suelen ser impactantes y abren nuestra alma, buscando respuestas sobre lo acaecido. Cuando un ser querido fallece se nos remueve todo, siendo inevitable el padecer con mayor o menor intensidad una crisis donde examinamos aquello que nos quedó pendiente por zanjar con él.