La salud y sus ecos. Una aproximación ecosistémica a la salud humana - Javier Crúz Mena - E-Book

La salud y sus ecos. Una aproximación ecosistémica a la salud humana E-Book

Javier Crúz Mena

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Beschreibung

En este libro se aplican los enfoques Ecosalud y Una Salud para abordar las enfermedades que hoy nos aquejan. El autor intercala ágilmente escenas diagnósticas de los males individuales y colectivos de nuestro tiempo, con entrevistas a especialistas de diversas disciplinas: filósofos, historiadores, biólogos, ecólogos y veterinarios, y nos invita a pensar juntos cómo enfrentar el gran reto del siglo XXI en torno a la salud.

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

Enrique Luis Graue Wiechers

Rector

William Henry Lee Alardín

Coordinador de la Investigación Científica

Rosa María Beltrán Álvarez

Coordinadora de Difusión Cultural

César Augusto Domínguez Pérez-Tejada

Director General de Divulgación de la Ciencia

Socorro Venegas Pérez

Directora General de Publicaciones y Fomento Editorial

 

 

 

 

 

Índice

Presentación de la colección

Agradecimientos

Introducción

CAPÍTULO 1

Tú eres tú… aunque no mucho

CAPÍTULO 2

Una (eco)cita (eco)médica

CAPÍTULO 3

Yo soy yo y mis ecos

CAPÍTULO 4

Cuántos somos y qué comemos

CAPÍTULO 5

Eco(1)Salud

CAPÍTULO 6

El increíble crecimiento menguante

Referencias

Notas al pie

Aviso legal

Presentación de la colección

ELAÑO 2020 INICIÓ con un lento fluir de noticias que reportaban sobre casos de personas enfermas con una neumonía “atípica”. Los casos se presentaban en Wuhan, una de las ciudades más pobladas de China, que por su actividad económica ha sido impulsora de los cambios industriales de ese país en el siglo XXI y, por lo tanto, es un centro importante de transporte que conecta a toda la nación. Ésta es la razón por la que, después de los primeros casos, se registraron más personas contagiadas en otras regiones de China. El 9 de enero, la Organización Mundial de la Salud (OMS) anunció que esa neumonía era ocasionada por un nuevo coronavirus y reportó 59 personas enfermas.

Durante la primera quincena de marzo de ese año, la OMS informó que el padecimiento ocasionado por el nuevo coronavirus alcanzaba la categoría de pandemia porque se reportaron personas enfermas en distintas partes del mundo. El sitio American Journal of Managed Care reportó que al finalizar 2020, más de 83 millones de personas se habían contagiado por el virus denominado científicamente SARS-CoV-2 y casi dos millones habían fallecido por la enfermedad llamada covid-19. Para el 20 de febrero de 2023, el sitio https://www.worldometers.info/coronavirus/reportó que 678 755 954 personas se habían enfermado de covid-19, de las cuales 6 791 516 murieron. Al día de hoy, mayo de 2023, esas cifras han aumentado en casi 11 millones más de enfermos y en un poco más de 90 000 muertes.

Al iniciar 2021 se especulaba sobre el origen del nuevo coronavirus. Aunque la comunidad científica opinaba que había una alta probabilidad de que esta enfermedad proviniera de la zoonosis (su reservorio original era un animal silvestre), la realidad es que será muy difícil determinar con certeza cuál fue la verdadera causa que propició el covid-19. Lo cierto es que cada vez es más claro que la creciente expansión de las actividades humanas hacia los ambientes naturales está exponiendo a las poblaciones humanas a nuevas enfermedades con sustento zoonótico.

En octubre de 2022, la directora ejecutiva del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) manifestó que “la actual pandemia demuestra inequívocamente que la degradación de la naturaleza está aumentando los riesgos para la salud en todos los ámbitos”, por lo que es de esperarse que en el futuro surjan más enfermedades de origen zoonótico. De acuerdo con la OMS, estas enfermedades, denominadas emergentes, “aparecen en una población por primera vez, aunque posiblemente existieron antes, pero ahora están aumentando en incidencia y se están expandiendo geográficamente”.

Los ecólogos han demostrado que los sistemas naturales se caracterizan por una intrincada red de interacciones de interdependencia entre las especies que los habitan, y entre ellas y el ambiente físico. Por esta razón, una estrategia clave para mantener la salud planetaria, y por lo tanto la de los humanos, es conservar la integridad de los ecosistemas que componen nuestro planeta, ya que ellos mantienen los mecanismos que soportan la vida en la Tierra.

Tristemente, el crecimiento exponencial de la población humana observado durante los últimos cien años ha ocurrido a costa de la alteración y la transformación de prácticamente todos los ecosistemas del mundo. Para tener una idea de este incremento, recordemos que tuvieron que transcurrir 200 000 años para que el mundo contara con mil millones de seres humanos a principios del siglo XIX. Para 1925, la población se había duplicado, y hoy, casi cien años después, ya llegó a los 8 000 millones de personas. Obviamente, este crecimiento desbocado ocurrió a través de la expansión de los seres humanos hacia territorios silvestres, apropiándose de espacios y recursos que utilizaban otras especies, alterando la integridad de los ecosistemas y por lo tanto poniendo en riesgo la existencia de la vida como la conocemos.

En el siglo XX, los ecólogos Robert May y Roy Anderson fomentaron un nuevo campo de investigación sobre la ecología de las enfermedades que tiene como base el concepto de Una Salud, el cual, en esencia, propone que la salud humana está íntimamente relacionada con la salud animal y con los ecosistemas resilientes y sostenibles. La interdependencia entre estos tres componentes significa que no podemos pretender alcanzar la salud humana sin considerar a los otros dos. De acuerdo con Bryan Evans y Ted Leighton, “Una Salud es un paradigma en el cual la salud está determinada por un amplio continuo, inclusivo e interdependiente de causas y efectos que atraviesan ecosistemas y poblaciones de animales y humanos, abarcando completamente la seguridad alimentaria, la biodiversidad, la prosperidad económica y el bienestar emocional y mental”.

La colección Ecosalud es una iniciativa de la UNAM que nace en el contexto de la crisis sanitaria por covid-19 y responde a la necesidad de promover la comprensión de la salud como un problema no sólo humano, sino que involucra el bienestar del planeta y nuestra relación con los organismos que lo habitan. En conjunto, el PNUMA y la OMS han expresado esta preocupación y han manifestado la necesidad de prevenir y evitar futuras pandemias.

Esta colección de libros, cuyos títulos han sido escritos por reconocidos especialistas, académicos e investigadores, responde a estas inquietudes y pone al alcance de las y los lectores los aspectos más relevantes de la investigación que se lleva a cabo para atender éstas y otras interrogantes.

 

SOCORRO VENEGAS PÉREZDirectora General de Publicaciones y Fomento Editorial

CÉSAR AUGUSTO DOMÍNGUEZ PÉREZ-TEJADADirector General de Divulgación de la Ciencia

Agradecimientos

LAIDEAINICIALDEESTELIBRO es que el concepto de individuo biológico no tiene mucho sentido. En mi caso, el concepto del autor individual no tiene ninguno: no hay forma en que pudiera haber escrito este libro sin toneladas de ayuda. Pensando en el orden en que ocurrieron las cosas, le debo al colega canadiense Jean-Marc Fleury el saber que existe el movimiento Ecosalud. Hay que agradecerle al Comité Editorial de la DGDC el haber impulsado esta colección y haber tolerado la idea de que el libro inicial fuese periodístico. Y como no hay periodismo sin fuentes, agradezco la generosidad de quienes me concedieron entrevistas: sus argumentos nutren estas páginas.

El que este libro pudiera ser periodístico es debido a la inteligencia, trabajo y generosidad de un grupo admirable de periodistas, universitarias todas, a quienes no me alcanzaría ni otra colección de libros para agradecer como es debido. Por tanto, no pretendo que estas líneas lo hagan con justicia. Consigno el hecho de que el método es siempre menos mío que de Aleida Rueda, Cecilia Rosen, Isela Alvarado, Dolores García, Denisse Flores, Keninseb García, Michelle Morelos, Yanine Quiroz, Natalia Rentería e Itzel Gómez. Mi deuda con ellas es cósmica.

Si este libro resulta legible hay que agradecérselo a Vivette García: es por su agudeza que no menos de dos capítulos pasaron de engendros a presentables. Tras ese rescate, las mentes críticas y vista fina de Clementina Equihua, Kenia Salgado, Paula Buzo y Alejandro Soto eliminaron aún más instancias de ridículo público para el autor. La habilidad de diseño editorial de María Luisa Passarge está a la vista en cada página.

Menos a la vista, más en las raíces, está el talento paraguas de Rosanela Álvarez Ruiz: ella habla y salen libros.

Obviamente, mi agradecimiento genuino a la DGDC y a la UNAM. Trabajar aquí es un privilegio.

JAVIER CRÚZ MENA

Introducción

LASÍNTESISDEESTELIBROESSIMPLÍSIMA: dos ideas muy malas, de plano fatales, y una idea luminosa, esperanzadora.

La primera idea perniciosa que nos ocupará en este libro es la noción de “salud personal”, que implica que la salud queda perfectamente incluida en el adjetivo posesivo tu. Es decir, que depende casi totalmente de ti, que es algo que tienes mayormente bajo tu control, que las variables que la determinan están casi todas a tu alcance y que, más allá de un círculo cercano de familiares y amistades, tu salud te afecta casi exclusivamente a ti. Cuando se te estropea la salud hay espacio para otros individuos (casi siempre muy pocos) que te harán pruebas, diagnósticos, recetas y tratamientos. Pero al final, y durante todo el proceso, tu salud es tuya.

Esta idea personal de la salud se acomoda muy bien con otra, de escala mayor: la noción del “individuo biológico”. Cada una de las plantas que hay en tu casa es un individuo, cada animal en el barrio también, cada pariente tuyo lo es, y tú, obviamente, eres un individuo. Lo dice la sociedad, lo dice la ley, lo dice la biología.

¿Y si no?

Pues, de hecho… no.

Desde muy pronto en este libro exploraremos los argumentos que nos llevan a rechazar esa idea, así como algunas consecuencias de que dejemos de vernos como individuos biológicos. Una de las más potentes tiene que ver con la salud: si ya no es exclusivamente tuya, si no depende enteramente de ti ni afecta solamente a tu persona… ¿cuál es la alternativa?

Aquí entra la idea luminosa, en apariencia simple: toda noción de “salud” —individual o pública— debe tener una perspectiva ecosistémica.

Todos los que arriba describí como individuos somos nada más (aunque también nada menos) que integrantes de los ecosistemas. (O, como veremos, hospederos de ecosistemas.)

Si alguna vez te has topado con los conceptos Una Salud y Ecosalud, verás en los libros de esta colección cómo están relacionados con la premisa anterior. Y si bien eso ya pudiera ser interesante por sí mismo, la idea no sólo tiene valor intelectual, sino además potencial para explorar intervenciones innovadoras y probablemente importantes: desde formas diferentes de planear el mantenimiento de la salud en el círculo familiar, pasando por diseños de política pública, hasta, al final, cuestionamientos durísimos sobre cómo producimos, qué consumimos… cómo vivimos. Esto nos llevará a la segunda idea fatal: la de que la biosfera que habitamos tiene capacidades infinitas de proveer flujos de materia y energía, y de absorber nuestros detritus. Esta idea medio filosófica, que podía parecer razonable en el siglo XVIII, ha sostenido una idea económica no menos perniciosa: que nuestro modelo de producción para el consumo globalizado puede sostener el objetivo del crecimiento infinito. Todo, absolutamente todo, indica que no puede.

¿Se sigue, entonces, que será necesario revolucionar el modelo de desarrollo?

Este es, además, un libro periodístico, justamente por ese género de preguntas. Sería un problema si no lo fuera, porque su autor no es una autoridad epistémica en las áreas de conocimiento que vamos a explorar. Aquí soy un reportero: mi experiencia útil y válida es en el diseño de preguntas dirigidas a quienes sí tienen autoridad en estos temas. De eso se nutre este libro, entonces: de la consulta de multitud de documentos1 y de las entrevistas a personas que hacen ciencia cercana a las relaciones entre la salud y los ecosistemas.

Pero que este sea un libro periodístico no se reduce a que me guardo mis opiniones (que tienen cero valor periodístico) y ofrezco, en cambio, lo que extraje de entrevistas con fuentes genuinas. Es periodístico en el sentido de que presenta la definición operativa que los periodistas estadounidenses Bill Kovach y Tom Rosenstiel (2014) dan de la profesión: “la esencia del periodismo es la verificación por disciplina”. Las consultas a documentos y las entrevistas subsiguientes no tienen como propósito solamente la adquisición de información, sino —sobre todo— la búsqueda de la verificación periodística.

Este es, para ser preciso, un libro de periodismo de ciencia. Es útil saberlo porque obliga a aclarar cómo un reportero, que no es autoridad epistémica en ninguna de las áreas exploradas, pretende hacer una verificación periodística de la ciencia expuesta. En deuda eterna e impagable con una pléyade de tesistas lúcidas y talentosas,2 he aplicado la metodología de periodismo de ciencia desarrollada progresivamente por ellas durante una década y media. Su esencia es la siguiente: interpretamos el concepto de argumento como un medio para dejar en claro el tránsito de las premisas a las conclusiones. Cuando leemos artículos científicos y cuando entrevistamos a profesionales de las ciencias, buscamos identificar los argumentos que ofrecen. Una buena parte de las preguntas que hacemos pretenden arrojar luz respecto de las causas y sus efectos, y de las razones por las cuales saben lo que dicen saber. Nuestras entrevistas periodísticas cuestionan los argumentos científicos con la intención de verificarlos.

Como consecuencia de todo lo anterior, este es un libro de argumentos. Al menos la mitad del trabajo del periodismo de ciencia consiste en crear una narración que presente los argumentos científicos de forma tal que atienda las preguntas fundamentales de esta profesión (muy especialmente “¿por qué?” y “¿cómo saben?”) sin sacrificar la forma universal del periodismo: exponer historias de interés. He hecho mis mejores esfuerzos por minimizar la viscosidad de la narrativa, pero pido, como todo periodista de ciencia, tu complicidad y comprensión: hay argumentos inevitablemente complejos que están en riesgo de perder su valor como instrumentos para comprender si uno los adelgaza demasiado, si uno se permite comunicar la ciencia en dosis homeopáticas.

El arco narrativo del libro sigue una secuencia de cuestionamientos de ideas ya enraizadas. La primera duda se dirige a la noción de “individuo biológico” y la idea de que haya perdido sentido desde el principio mismo de la evolución multicelular. Si desde el punto de vista biológico hemos perdido la individualidad, ¿qué sentido podemos darle, entonces, al término salud? El capítulo 2 se ocupa de este cuestionamiento y extiende el concepto a todo lo que nos rodea y todo lo que cada uno de nosotros contiene. Luego, la idea del individuo humano como un ente intermedio entre ecosistemas de escalas micro y macro nos lleva, en el capítulo 3, a examinar la posibilidad de que los ecosistemas tengan salud también, y de que la nuestra dependa de las de ellos.

El capítulo 4 examina dos corrientes de pensamiento (cristalizadas en movimientos culturales de investigación y práctica) que interpretan precisamente eso: Una Salud y Ecosalud. Ambas parten de una noción ampliada de “salud”, siempre acoplada con los ecosistemas. Es una idea atractiva, pero eleva el riesgo de creer que con enunciarla se ha ganado acceso a algún nivel más virtuoso de estilo de vivir. El capítulo 5 evade la autocomplacencia y cuestiona la posibilidad real de aplicar Una Salud y la Ecosalud, al examinar en particular una actividad tan cotidiana como esencial: la alimentación. Todo lo anterior demanda cambios en el comportamiento individual, pero sobre todo en las prácticas profesionales, de la escala de unas cuantas personas hasta la de políticas públicas. Y como siempre que se discuten políticas públicas es necesario considerar presupuestos y financiamiento, el libro cierra examinando los obstáculos desde la economía política y, de hecho, desde las ideas fundamentales del modelo económico de desarrollo dominante en las décadas más recientes.

El punto de partida es una pregunta con raíces en la etimología: si el eco en economía sigue asfixiando al eco en ecología, ¿quedará esperanza de que todo lo anterior no sea pura especulación sin sentido? De otra manera dicho, ¿hay buenas razones para pensar que un giro radical en el modelo económico es posible, y que desembocará en ideas y prácticas de salud que garanticen la viabilidad de la especie humana en el futuro de plazo larguísimo?

Este libro inaugura la colección Ecosalud con una exploración inicial de ciertos conceptos cruciales, algunas relaciones entre ellos y, sobre todo, muchas preguntas alimentadas por la curiosidad, estimulada por esa exploración. Ninguna de esas preguntas ha cosechado respuestas exhaustivas aquí… si ese género de respuestas en verdad existe, habrá que buscarlas en los volúmenes de esta serie.

CAPÍTULO 1

Tú eres tú… aunque no mucho

LAIDEAESSIMPLE, intuitiva y suena bien… pero es una mala idea.

Imagina una consulta médica típica. Probablemente empiezas contando un problema —“me duele (aquí)… no puedo hacer (esto)… creo que tengo (tal enfermedad)”—, lo cual provoca una auscultación más o menos fastidiosa del cuerpo, una secuencia de preguntas invasivas —“¿fuma… hace ejercicio… toma (tal o cual medicina)?”—, el ofrecimiento de un diagnóstico como hecho a medida —“usted tiene esto”— y el dictado de una sucesión de órdenes con nombres y adjetivos de carácter singular —“va a seguir una dieta blanda… guarde reposo absoluto por tantos días… se me va a administrar estos discretos supositorios cada dos horitas”—.

Esta es una idea muy mala. No la de los supositorios —aunque suena fatal—, sino la subyacente: que la salud de cada ejemplar de la especie Homo sapiens puede examinarse en el nivel puramente individual. O casi. La típica consulta se enseña en las facultades de Medicina como “la relación médicopaciente” y se la toman muy en serio. Hasta hay tesis al respecto: una de ellas (Canuto, 2016) dice que esta relación es nada menos que “la piedra angular de la práctica médica”, aunque al parecer depende de apenas tres variables: el paciente, el médico y las circunstancias. Y ya.

El coletazo de “las circunstancias” va a tener su chiste unos renglones más abajo. Por el momento fijémonos en que “la piedra angular de la práctica médica” depende de lo que se dicen dos individuos, y notemos que no son muy iguales: uno examina al otro con ánimo de diagnosticarlo y decirle qué debe hacer para recobrar su salud.

Insisto, pues: la idea dice que la salud es un asunto individual.

¿Lo es?

Los libros de esta colección dan por sentado que la respuesta es definitiva: no, no lo es… y no estaremos solos en pensar así. Hace años que hay un movimiento en la comunidad veterinaria aglutinado alrededor de un concepto llamado Una Salud, que proclama que la salud de los humanos es una con la salud de otras especies animales con las que convivimos.

Gerardo Suzán es un veterinario. Estudió una carrera universitaria que formalmente se conoce como Medicina Veterinaria y Zootecnia. Por tanto, es un médico. De vez en cuando, si tiene algo de mala suerte, también es un paciente: va “al médico” como todo mundo… aunque, como médico que es, y además veterinario, y también practicante y estudioso de Una Salud, quise saber si su experiencia en la relación médico-paciente es distinta. Se lo pregunté durante una entrevista en su cubículo de la UNAM:

—Cuando tú vas a consulta con tu médico… entras, charlan, hace lo que hace, te dice lo que te dice y te vas. ¿En alguna parte de ese proceso reconoces algo que tenga que ver con Una Salud?

—No, no, no. Casi nunca.

—¿Sería justo decir que la relación médico-paciente depende casi totalmente de esta noción de que la salud es cosa del individuo… cuando mucho, de esos dos individuos?

—Sí.

He dicho que esa es una mala idea y empezaré a argumentar por qué. Y voy con todo: es una mala idea casi desde el origen mismo de la vida en la Tierra, miles de millones de años en el pasado, cuando surgieron en este planeta las formas más primitivas de vida. Muchísimo tiempo después (aunque aún millones de años atrás) aparecieron lo que hoy llamamos los primeros animales. Desde sus manifestaciones más “simples” (organismos unicelulares, primero; luego con complejidad creciente, pero nada comparable con lo que conocemos ahora) compartían el ambiente e intercambiaban materia esencial para la vida (veremos detalles muy pronto). Lo que hay que notar es que, en esos procesos de complejidad creciente, estos organismos no evolucionaron aislados, sino en coevolución con otros. Esta idea de coevolución (en la que nos detendremos un poco más adelante) estaba en el centro de mi siguiente pregunta a Suzán en busca de un argumento a favor de algo más cercano a Una Salud:

—Los vertebrados aparecen hace unos 800 millones de años, aproximadamente. ¿Quiere decir que los animales sólo han conocido la coevolución?

—Sí. De hecho, las infecciones se comparten. La mayor parte de las infecciones son de más de un hospedero.3 Eso se da en todas las especies: [que] están saltando patógenos entre una especie y otra, y eso es común.

La coevolución de las especies parece haber supuesto, como consecuencia, la coevolución de las enfermedades. Aislar la salud humana del ambiente, con el increíblemente variado conjunto de seres vivos que incluye, puede ya no parecer tan buena idea, por más acostumbrados que estemos a invocar esa imagen en automático.

Poco antes de que entre la comunidad veterinaria empezara a sonar la idea central de Una Salud, otra noción —distinta, aunque no mucho— había echado raíces entre algunos ecólogos y médicos: la simplísima proposición de que la salud es inseparable del ambiente; más aún, del ecosistema en que se habita. Ecosalud, etiqueta de esta manera de pensar, será el concepto hermano de Una Salud durante el resto de este libro.

No hay “yo” en la biología

(¿por qué importa el ambiente en la consulta médica?)

Regresemos a la tercera variable de las que depende la relación médico-paciente: las circunstancias. Cuando leí eso me vino a la memoria una frase célebre: “Yo soy yo y mis circunstancias.” Tres clics después, tenía una respuesta (la frase es de José Ortega y Gasset [1914]) y una razón más para sentirme muy poco astuto, no sólo porque debí haber reconocido al autor, sino sobre todo porque debía haber conocido la frase bien y completa: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.”

Hay algunas circunstancias en que la precisión es de lo más importante… y, aquí, circunstancia es en una de esas circunstancias. Para empezar, la palabra misma, de la cual el propio Ortega y Gasset ofrece en seguida una interpretación: “¡La circunstancia! ¡Circum-stantia! ¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor!”

A saber de dónde sacó el filósofo español eso de que las cosas alrededor nuestro son mudas, porque, de hecho, unos párrafos más adelante, cuando describe varios tipos de circunstancias, pasa muy cerca de unas que podemos imaginar que hacen ruido:

La ciencia biológica más reciente estudia el organismo vivo como una unidad compuesta del cuerpo y su medio particular: de modo que el proceso vital no consiste sólo en una adaptación del cuerpo a su medio, sino también en la adaptación del medio a su cuerpo.

Así, sin imaginárselo, Ortega y Gasset escribió hace un siglo (y cambio) un párrafo que describe sorprendentemente bien esta colección de libros: no hay organismo vivo que pueda salvarse si no se salva el medio que lo rodea. ¿Podemos quedarnos, entonces, con la noción de que la piedra angular de la práctica médica (recordemos: la relación médico-paciente) incluye al individuo que llamamos “paciente”, pero además, también, al ambiente en que habita? De ser así, ¿nos seguimos hasta concluir que la salud del individuo sólo puede verse bien con una perspectiva que incluya a su hábitat?

Miguel Zapata enseña filosofía de la ciencia en la UNAM y se ha leído no sólo a Ortega y Gasset, sino a otras personas que han escrito sobre el yo, la circunstancia del yo y su posible conexión con el hábitat del yo. Le pregunté si Ortega podía haber querido decir lo que me parece que quiso decir:

—Lo que decía Ortega no era “yo soy”, sino “yo estoy siendo”. O sea, vivimos siempre en gerundio. Esto, en términos biológicos actuales, se complementa con la idea de que ese “estar siendo” está condicionado por las múltiples relaciones con nuestro entorno. Yo no soy mi cuerpo y mi salud o enfermedad, sino que mi salud es dependiente de lo que se entienda cultural y científicamente [o sea, también culturalmente] por salud en ese momento y está determinada por una serie de prácticas sociales y condiciones ambientales. La salud depende del ambiente en el que uno está inserto [y, portanto,] no sería algo que se dilucide y resuelva en la clínica, sino que es un ámbito que refiere a las relaciones entre organismo y ambiente.

Esto refuerza la idea de que la salud de cada persona es algo que debe verse más allá del cuerpo aislado y del diagnóstico en una consulta entre dos, y que algunas conexiones ha de haber con lo que nos rodea. ¿Armonía con el Cosmos, con la Naturaleza, con Gaia4? Esto puede sonar reconfortante… pero admitamos que aterrizar en esta conclusión a partir de las meditaciones que hizo un filósofo acerca del Quijote hace 109 años no parece suficientemente sólido. En cambio, hay una argumentación fascinante, desde la biología teórica, que ayuda a entender cómo la noción del individuo aislado nunca tuvo mucho sentido; y cuando pongo “nunca” quiero decir que desde las primerísimas etapas de la vida en la Tierra ya no había nada que no dependiera de algo más para tener sentido. Ni las mismísimas células.

Palabrotas revolucionarias

(¿cómo surgieron las células que componen a los seres complejos?)

Para llegar a esa argumentación hará falta cambiar de frase célebre. Dejo al filósofo español José Ortega y Gasset, con apellido de linaje fino, y sigo con un genetista ucraniano con nombre de trueno de tormenta: Theodosius Grygorovych Dobzhansky. Habría que rastrear la anécdota que lo condujo a decidir el título de un artículo publicado en 1973 en una revista para docentes de biología, porque se convirtió en una especie de axioma: “Nada en biología tiene sentido, excepto a la luz de la evolución.”

Lección inmediata: ¿quieres entender algo sobre cualquier ser vivo?… hurga en su evolución.

Lo que Dobzhansky no dijo, pero sí una colega suya llena de luces, fue que hurgar en la evolución es algo que conviene hacer con especial cuidado, sin dejar fuera asuntos importantes. Por ejemplo: “Ciento cincuenta años después, persiste el hábito de ignorar […] asociaciones entre organismos.”

Esa bióloga llena de luces fue Lynn Margulis (2007), célebre por una hipótesis revolucionaria que nos acerca a entender cómo de un manojo de moléculas notables (y otras cosas, como las asociaciones de las que habla… y aun algo más) salimos todos: perros y gatos, pterodáctilos (mientras los hubo), termitas, árboles y bosques, todos los hongos del mundo, microalgas y corales, el virus SARS-CoV-2… hasta la mancuerna médico-paciente que nos metió en este berenjenal. No “salimos” de la nada, ni por capricho de alguien, sino por procesos bien explicados por la teoría de la evolución propuesta por Charles Darwin tiempo atrás: a eso se refieren los 150 años en la frase de Margulis.

Margulis argumentó que todos los organismos vivos constituidos por células con núcleo (o sea: al menos todos los que vemos a puro ojo) tienen en su origen un proceso en que cierto tipo de bacterias muy primitivas fueron “fagocitadas” por organismos antecesores de las amibas, hace millones de años. “Fagocitar” puede sonar a “comerse”, pero en realidad se refiere a un proceso biológico de captura de un organismo por otro. En la hipótesis de Margulis, el proceso en cuestión es una forma de simbiosis. Más allá de los detalles (algunos de ellos vendrán líneas abajo), vale una enormidad la siguiente frase que Margulis (2007) leyó en Barcelona al recibir una distinción académica:

Nueva información geológica sobre las condiciones prevalecientes en ambientes acuáticos (hace miles de millones de años) hacen que mi escenario evolutivo sea plausible.

El ambiente, otra vez.

De forma metódica, Margulis hace ver que todo lo ocurrido con la vida en la Tierra (nada menos) es entendible sólo si se acude a la evolución, como sentenció Dobzhansky, pero además al examen de asociaciones entre organismos (caso concreto, simbiosis, que algunos biólogos consideran un mecanismo de la evolución) y también a las condiciones ambientales.

Los detalles de la argumentación de Margulis son fascinantes, pero servirán además para sostener la tesis central de este libro: que la idea de aislar la salud humana de las condiciones del ambiente y de nuestras asociaciones con otros organismos (en especial de los animales con los que convivimos y de los que dependemos, como postula Una Salud; o de las relaciones con los ecosistemas, según la Ecosalud) ha resultado no ser una buena idea.

Siguiendo el modelo con el que Margulis explicaba la evolución de las formas más primitivas de vida en la Tierra, y con la sospecha de que entendiendo ese modelo podría explicar mejor la relevancia de las consideraciones ambientales, busqué los artículos originales de Margulis. No fue trivial… y en el camino descubrí que mis esfuercitos no son nada en comparación con los que tuvo que hacer la entonces joven bióloga5 para que sus ideas pudieran ser leídas con seriedad por sus colegas.

Alguien que conoce esa historia de primera mano es Antonio Lazcano, biólogo de la Facultad de Ciencias de la UNAM y amigo de Margulis. En la entrevista que le hice para este libro, Lazcano arrojó buena luz sobre los esfuerzos de su colega:

—Hay que tomar en cuenta el rechazo brutal que Lynn recibió. La marginación a la que estuvo sujeta fue verdaderamente impresionante. Si no hubiera sido por la NASA, que le daba fondos, Lynn se hubiera muerto de inanición académica antes de comenzar su carrera.

Es debido notar que cuando publicó sus ideas, en 1967, Margulis padeció la discriminación propia de “una mujer joven, profesora sin definitividad, con un historial de publicaciones más bien corto” (Lazcano y Peretó, 2021). Pero además de los prejuicios de género, también jugaron en contra de ella prejuicios respecto de las ideas científicas que presentó. Lazcano da el contexto intelectual:

—Lynn era como los naturalistas que se meten a la selva, o las que se van al desierto o empiezan a bucear. Lynn hacía lo mismo, pero con el microscopio […] El genio de Lynn consiste en la capacidad de ver a los organismoscon una visión distinta […] Casi todo mundo estaba viendo hacia el interior de la célula —el ribosoma, el ADN, etc.— y Lynn se lanza fuera de la célula para ver las células en el espacio y en el tiempo.

La propia Margulis (1971) ha descrito lo que era posible ver, a simple vista o con el microscopio.

Toda forma de vida en la Tierra —el roble y el elefante, el ave y la bacteria— comparte un ancestro común con toda otra forma […] Al mismo tiempo, todo ser viviente pertenece a uno u otro de dos grupos que son mutuamente excluyentes: organismos con células que tienen núcleo y organismos con células que no lo tienen.

Conviene detenerse un momento para apreciar la trascendencia de la idea: todo cuanto está vivo cae en una de dos categorías. Miles de millones de tipos de organismos, desde los unicelulares y más o menos simples hasta los colosales y otros extraordinariamente complejos, están en una de estas dos únicas categorías, y sólo en una de ellas: se componen de células sin núcleo o células con núcleo. No hay más.

En el terreno intelectual de esta noción apareció la capacidad de Margulis para “ver” aun más allá:

Las células sin núcleo fueron las primeras en evolucionar. Las células con núcleo, empero, no son meras descendientes mutantes del tipo de célula más antiguo. Son el producto de un proceso evolutivo diferente: la unión en simbiosis de varias células sin núcleo.

Antes describí la de Margulis como una “hipótesis revolucionaria”. Una buena parte de lo revolucionario de sus ideas está en la frase “proceso evolutivo diferente”… lo cual hace casi obligada la pregunta: ¿diferente de cuál otro? En mis lecturas de los artículos de Margulis, y de otros artículos científicos que la mencionan, continuamente encontré referencias al neodarwinismo como “algo” en oposición a lo que ella propuso, así que era posible creer que ahí estaría lo diferente. Un biólogo de la Universidad de Oxford, contemporáneo de Margulis, ayuda a entenderlo (Noble, 2011):

Neodarwinismo es el término popularmente usado, aún hoy, para la síntesis entre la teoría de evolución por selección natural, de Darwin, y la suposición de que las variaciones sobre las que actúa la evolución se producen solamente, o principalmente, por mutaciones de genes.

En otras palabras, la hipótesis de Margulis propone una ruta (agárrense) no neodarwinista para explicar el origen del tipo de células que componen toda la vida que podemos ver a ojo pelón. Una ruta evolutiva que no está basada en mutaciones de genes acumuladas una tras otra durante cientos de miles de años. Una ruta que provocó irritación entre quienes dominaban la biología como disciplina académica en 1967, según relatan Lazcano y Peretó (2021):

Las ideas de Margulis encontraron oposición áspera debido [al] endurecimiento del neodarwinismo, que suponía que las mutaciones puntuales eran la única fuente de diversidad biológica.

Por eso la frase “proceso evolutivo diferente”, de Margulis, resultó revolucionaria. Así que conviene examinar cómo es que la simbiosis puede ser otro mecanismo de la evolución, cómo se relaciona con la salud y, en suma, cómo ayuda a entender por qué conviene dejar de verla como un asunto individual y colocarla de lleno en el contexto de la “circunstancia” de Ortega y Gasset.

Algo fagocitó a algo más… pero no lo digirió (y menos mal)

(¿existiríamos si no fuera por las simbiosis?)

He aquí una idea inesperada: si una bacteria consumidora de oxígeno no se hubiese fagocitado a una bacteria anaeróbica hace miles de millones de años, tú no estarías leyendo esto. Si aquello6 no hubiese ocurrido, podría muy bien no haber ni plantas ni animales ni sociedades ni, obviamente, libros. Los párrafos siguientes desarrollan el argumento que sostiene estas ideas.

Conviene invertir un momento en reconocer los nombres técnicos de las unidades elementales de todo ser viviente, pues aparecerán varias veces. Las células más antiguas, sin núcleo, son procariontes. Las células con núcleo, de aparición posterior, son eucariontes.7 Todos los animales y todas las plantas provienen de células eucariontes. A su vez, todas las células eucariontes provienen de procariontes, y vendrá bien apreciar las diferencias entre lo que pueden hacer unas y otras. A falta de núcleo, las células procariontes tienen su material genético disperso por cualquier parte del citoplasma (el líquido gelatinoso que llena el interior de toda célula).8 Para imaginarlas sirve pensar en que las bacterias son procariontes. La cabriola intelectual de Margulis propone un mecanismo por el cual cierto tipo de estas bacterias, a las que describió como “primitivamente simples”, dieron lugar a “la apabullante diversidad de formas” producidas por las células eucariontes (Margulis, 1971). El asunto es que, como ya hemos leído, ella misma advirtió que no evolucionaron por cambios producidos vía mutaciones genéticas acumuladas. De entre los montones de veces que lo explicó, la siguiente formulación podría funcionar bien para lucirse en una sobremesa con gente algo pedante (Margulis, 2007):

Protobacterias alfa, que respiraban oxígeno, probablemente fueron fagocitadas por protistas anaeróbicas con motilidad (como las mastigamibas de hoy).

Para el lucimiento, eso es un ganador. Ahora bien, para entender lo que Margulis propone que ocurrió, su amigo Lazcano (2021) viene mejor:

[Margulis] propuso que la asociación simbiótica de procariontes previamente en vida libre hizo que surgieran las mitocondrias y los plástidos.

Sigue sonando a castellano atormentado, pero hay empacadas ahí un par de ideas monumentales, que en seguida vamos a hacer crecer mucho más. Lo de las mitocondrias y los plástidos es espectacular. Ninguna célula tiene cables enchufados a la corriente eléctrica, ni tanques de combustible, ni pilas de litio. Tiene que agenciarse su propia energía para hacer algo —lo que sea— y esa energía proviene, en el nivel más básico, de una serie de reacciones bioquímicas que los biólogos llaman respiración celular.9 Ojo: aquí, la palabra respiración no significa lo mismo que en las clases de actuación o en los ejercicios de parto. No es inhalar y exhalar aire. Es una cadena de reacciones, en los ámbitos de las células, que convierten insumos moleculares en energía que las células (y, por tanto, los organismos, desde los microscópicos hasta la ballena azul) pueden usar para… pues para estar vivos y hacer todo lo que hacen los seres vivos.

El organelo de la célula donde ocurre la respiración celular es la mitocondria… y ahora, por fin, estamos en posición de apreciar la enormidad de la idea de Margulis. En el artículo que le rechazaron 14 veces propone (Sagan, 1967):

las mitocondrias […] y los plástidos fotosintéticos pueden considerarse como derivados de células de vida libre, y la célula eucarionte es el resultado de la evolución de antiguas simbiosis.

En estas líneas, las “células de vida libre” son las protobacterias del galimatías de hace ratito, así que la idea es que una bacteria unicelular se fagocitó a otra, y a partir de ahí siguieron dos cosas importantísimas. Primera, la bacteria fagocitada no fue digerida. En vez de desintegrarse en la célula que se la “tragó”, permaneció íntegra… ¡y funcionando! Es decir, siguió tomando oxígeno del ambiente y haciendo respiración celular. Consecuencia: la célula fagocitante “adquirió”, sin enterarse, su propia estación interna de generación de energía. La consecuencia es casi cósmica cuando se toma en cuenta lo segundo que ocurrió: esa protobacteria no digerida, que energetizó a la que se la tragó, comenzó una vida conjunta con ésta, en asociación cercanísima: ambas células establecieron una relación de simbiosis (Margulis, 1971).

¿Suena increíble, improbable, fantasioso? En un momento veremos cómo se sabe que la hipótesis de Margulis es cierta, pero antes me detendré en la magnitud espectacular de las implicaciones que tiene.