La señora Dalloway - Virginia Woolf - E-Book

La señora Dalloway E-Book

Virginia Woolf

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"Sólo Dios sabe por qué la amamos tanto, por qué la vemos como la vemos, inventándola, construyéndola a nuestro alrededor, derribándola a cada momento; porque hasta las mujeres menos atractivas que pudiera imaginarse, los desechos más miserables que se sentaban en los umbrales de las puertas (derrotados por la bebida) hacían lo mismo; estaba totalmente convencida de que ninguna ley lograría dominarlos, y por esa misma razón: la de que ellos amaban la vida.""La señora Dalloway" es una novela publicada en 1925 que narra un día de junio en la vida de una mujer británica llamada Clarissa Dalloway. Usando el estilo de flujo de consciencia, la historia sigue a Clarissa Dalloway durante un día en el que debe preparar una fiesta que se celebrará esa misma noche. Con el trasfondo de la Inglaterra posterior a la Primera Guerra Mundial, vemos como Clarissa Dalloway navega la alta sociedad londinense y el deber que comporta ser parte de ella."La señora Dalloway" ha sido categorizada numerosas veces como la respuesta feminista a Ulises de James Joyce a raíz de sus similitudes en cuantos a estructura y estilo, aunque la obra de Woolf explora otras temáticas sociales como el feminismo y la salud mental."La señora Dalloway" ha sido llevada a la gran pantalla numerosas veces, una de ellas siendo una magnífica adaptación de la historia a manos de Stephen Daldry, que basó su película en el libro "Las horas", de Michael Cunningham. "Las horas" cuenta la historia de tres mujeres de tres generaciones diferentes que de alguna manera u otra están conectadas a la historia de "La señora Dalloway". -

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Virginia Woolf

La señora Dalloway

 

Saga

La señora Dalloway

 

Original title: Mrs Dalloway

 

Original language: English

 

Copyright © 1925, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726672268

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.

Porque Lucy ya le había hecho todo el trabajo. Las puertas serían sacadas de sus goznes; los hombres de Rumpelmayer iban a venir. Y entonces, pensó Clarissa Dalloway, ¡qué mañana! —fresca como si fuesen a repartirla a unos niños en la playa.

¡Qué deleite! ¡Qué zambullida! Porque eso era lo que siempre había sentido cuando, con un leve chirrido de goznes, que todavía ahora seguía oyendo, había abierto de golpe las puertaventanas y se había zambullido en el aire libre de Bourton. Qué fresco, qué tranquilo, más que ahora desde luego, estaba el aire en las primeras horas de la mañana; como el aleteo de una ola, el beso de una ola, frío y cortante y sin embargo (para los dieciocho años que tenía entonces), solemne, sintiendo, como sentía allí de pie en la ventana abierta, que algo terrible estaba a punto de suceder; mientras miraba las flores, los árboles, el humo escapando entre su fronda, y a los grajos volando arriba y abajo; de pie y mirando hasta que Peter Walsh dijo: “¿Mirando a las musarañas?” —¿eso dijo?—. “Prefiero a los hombres antes que las musarañas” —¿eso dijo? Debió decirlo en el desayuno cuando ella había salido a la terraza. Peter Walsh. Volvería de la India un día de éstos, en junio o julio, había olvidado cuándo, pues sus cartas eran terriblemente pesadas; eran sus dichos lo que una recordaba; sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, su mal genio y, una vez que miles de cosas se habían disipado completamente —¡qué cosa tan extraña!— unos cuantos dichos como éste, sobre las musarañas.

Se irguió un poco sobre el bordillo esperando que pasara el camión de Durtnall. Una mujer encantadora, pensó Scrope Purvis (que la conocía como uno conoce a los vecinos de Westminster); tenía el no sé qué de un pajarillo, del arrendajo, verde azulado, ligera, vivaracha, aunque tenía cincuenta años cumplidos, y muy pálida desde su enfermedad. Ahí estaba ella encaramada, sin verlo, esperando a cruzar, bien erguida.

Porque de tanto vivir en Westminster —¿cuántos años ya?… más de veinte — sientes, aun en medio del tráfico, o al despertarte de noche, Clarissa estaba segurísima, una quietud particular, o mejor cierta solemnidad; una pausa indescriptible; un suspense (aunque eso podía ser del corazón, según decían aquejado de gripe) antes de que el Big Ben diese la hora. ¡Ahora! El reloj tronó. Primero un aviso, musical; luego la hora, irrevocable. Los círculos de plomo se disolvieron en el aire. ¡Qué locos estamos!, pensó cruzando Victoria Street. Porque sólo Dios sabe por qué nos gusta tanto, por qué lo vemos así, por qué lo inventamos, por qué construimos todo esto que nos rodea, y lo destrozamos para volverlo a crear de nuevo; pero si hasta los mismísimos mendigos, los miserables más desesperados sentados en los portales (beben su destrucción) hacen lo mismo; y eso no lo pueden solucionar las leyes del Parlamento y por una y misma razón: aman a la vida. En los ojos de la gente, en el vaivén, el caminar y la caminata; en el estruendo y el tumulto; en los coches, automóviles, omnibuses, camiones, hombres-anuncio que van y vienen de un lado a otro; en las bandas de música; organillos; en el triunfo, y en el tintineo y en el extraño canto de algún aeroplano que pasaba volando estaba lo que ella amaba: la vida; Londres; este momento de junio.

Porque era junio. La guerra había terminado, salvo para gente como la señora Foxcroft en la Embajada anoche, comiéndose las entrañas con sus lágrimas porque aquel joven tan bueno había muerto y ahora la vieja finca iría a parar a manos de un primo; o como Lady Bexborough que inauguró la tómbola, dijeron, con el telegrama en la mano, John, su predilecto, muerto; pero había terminado, gracias a Dios —del todo. Era junio. Los Reyes estaban en Palacio. Y por todas partes, aunque todavía muy temprano, había un movimiento, un ritmo, de ponis que galopaban, de bates de cricket que golpeaban; Lords, Ascot, Ranelagh y el resto, envuelto en la suave retícula del aire gris azul de la mañana que a medida que avanzaba el día, los desnudaría y depositaría en su césped y en sus campos de cricket, a los ponis troteros, cuyas manos no hacían sino tocar el suelo para volver a saltar, y a los jóvenes incansables, las jovencitas riéndose, en sus muselinas transparentes las cuales, sin embargo, a pesar de haberse pasado la noche bailando, insistían en sacar a pasear ahora a sus absurdos perros de lanas; e incluso ahora, a estas horas, discretas y ancianas señoronas salían en sus automóviles a hacer misteriosos recados; los tenderos se afanaban en sus escaparates con sus diamantes y baratijas, sus preciosos y viejos broches verdes mar con monturas dieciochescas para tentar a los americanos (¡hay que ahorrar y no comprar cosas a la ligera para Elizabeth!), y también ella, que adoraba aquello con una pasión absurda y fiel, siendo parte de ello —pues su gente perteneció a la corte allá en tiempos de los Jorges— ella también, aquella misma noche, iba a deslumbrar y despertar admiración; a dar su propia fiesta. Pero ¡qué extraño! al entrar en el parque, el silencio, la neblina, el murmullo, los patos felices con su lento nado, las aves embuchadas contoneándose, y ¿quién dirían que se acercaba, de espaldas al edificio del Gobierno, de lo más correcto, con sus despachos en una cartera grabada con el escudo real? ¡Ni más ni menos que Hugh Whitbread! ¡Su viejo amigo Hugh! El admirable Hugh!

—¡Muy buenos días Clarissa! —dijo Hugh (excediéndose un tanto, ya que se conocían desde niños) —. ¿Adónde vas?

—Me encanta pasear por Londres —dijo la señora Dalloway—. La verdad, es mejor que pasear por el campo.

Acababan de llegar —desgraciadamente— para ver al médico. Otros venían a ver cuadros, a la ópera, a pasear con sus hijas; los Whitbread venían

“a ver al médico”. Infinidad de veces Clarissa había visitado a Evelyn Whitbread en un sanatorio. ¿Estaba Evelyn otra vez enferma? Evelyn estaba bastante pachucha, dijo Hugh, dejando entender, con una especie de morisqueta o con un gesto de su cuerpo, muy bien vestido, masculino, sumamente apuesto, perfectamente cuidado (siempre iba casi demasiado bien vestido, pero quizá no le quedaba más remedio dado su puestecillo en la Corte), que su esposa sufría alguna dolencia interna, nada serio, cosa que Clarissa Dalloway, vieja amiga suya como era, comprendería sin pedirle que le diera más detalles. ¡Claro! Claro que lo comprendía; qué fastidio; y se sintió muy fraternal y a la vez curiosamente preocupada por su sombrero. No era el sombrero adecuado para esa hora de la mañana, ¿verdad? Porque Hugh siempre le hacía sentir, ahí gesticulando, descubriéndose, un tanto exagerado, y asegurándole que podía pasar por un niña de dieciocho años, y que por supuesto que iría a su fiesta esa noche, Evelyn insistió mucho en ello, lo único es que posiblemente llegaría un poco tarde después de la fiesta en Palacio a la que debía llevar a uno de los chicos de Jim —siempre se sentía un poco insignificante al lado de Hugh; como una colegiala; pero con cierto apego hacia él, en parte por conocerlo desde siempre, pero también le resultaba buena persona a su manera, aunque a Richard le sacaba de quicio, y en cuanto a Peter Walsh, nunca le había perdonado que le gustara.

Se acordaba, uno por uno, de los escándalos que se armaron en Bourton — Peter furioso; Hugh, desde luego, no tenía nada que ver con él, aunque tampoco era tan imbécil como Peter decía; no era un simple bodoque. Cuando su anciana madre le pedía que dejara la caza o que la llevara a Bath, lo hacía sin rechistar; la verdad es que no era nada egoísta. Y eso de que, como Peter decía, no tenía corazón ni cerebro, nada más que los modales y la crianza de un caballero inglés, ésas eran cosas de su querido Peter en sus mejores momentos; y es que llegaba a ponerse inaguantable; llegaba a resultar insufrible; pero una compañía adorable para dar un paseo en una mañana como ésta.

(Junio les había sacado las hojas a todos los árboles. Las madres de Pimlico daban de mamar a sus críos. Los mensajes pasaban de la flota al almirantazgo. Parecía como si Arlington Street y Piccadilly caldearan el mismísimo aire del parque y elevaran sus hojas con calor, brillantez, en esas olas cuya divina vitalidad tanto le gustaba a Clarissa. Bailar, montar a caballo, le había encantado todo aquello.)

Porque bien podían llevar cientos de años sin verse, ella y Peter; ella nunca le escribía y las cartas de él eran más secas que palos; y de repente se le ocurría, si estuviese conmigo ahora, ¿qué diría? —algunos días, algunas imágenes se lo devolvían a la memoria, serenamente, sin la amargura del pasado; lo cual quizá era la recompensa por haberse interesado por la gente; volvían las imágenes en medio de St. James’s Park una bella mañana —por cierto que sí. Pero Peter —por muy bonito que fuera el día, y los árboles, la hierba y la niñita de rosa— Peter nunca veía nada de todo esto. Se ponía las gafas, si ella se lo pedía, y miraba. Era el estado del mundo lo que le interesaba; Wagner, la poesía de Pope, el carácter de la gente eternamente, y los defectos de su propia alma. ¡Cómo la reñía! ¡Cómo discutían! Se casaría con un Primer Ministro y recibiría de pie en lo alto de una escalera; la llamaba la anfitriona perfecta (por culpa de eso había llorado en su dormitorio), tenía madera de perfecta anfitriona, decía.

Por eso, todavía hoy se encontraba en St. James’s Park, viendo los pros y los contras, todavía hoy seguía preguntándose y diciéndose que había hecho bien —y de hecho así era— en no casarse con él. Porque en el matrimonio debe haber cierta libertad, un poco de independencia entre personas que viven día tras día en la misma casa; Richard se lo daba, y ella a él. (¿Dónde estaba él esta mañana, por ejemplo? En algún comité, nunca le pedía explicaciones.) Pero es que con Peter todo tenía que compartirse; había que hablarlo todo. Y eso era intolerable. Y en cuanto a aquella escena en el jardín junto a la fuente, tuvo que cortar con él o si no se habrían destruido, ambos habrían acabado arruinados, estaba convencida; así y todo, durante años, como una saeta clavada en el corazón, había cargado con el dolor y la congoja: y• luego el horror del momento en que alguien le dijo en un concierto que se había casado ¡con una mujer que había conocido en el barco, de camino a la India! Nunca olvidaría todo aquello. Fría, desalmada, timorata, le decía. Nunca llegó a comprender qué andaba buscando. Pero parece que aquellas indias sí bobas, monas, tontinas delicadas. Y eso era derrochar su lástima. Sí, porque él era feliz, según le aseguraba —perfectamente feliz, aunque nunca hizo nada de lo que habían hablado; su vida entera había sido un fracaso. El asunto todavía la enojaba.

Había llegado a la verja del parque. Se paró un momento y miró los omnibuses en Piccadilly.

No se atrevía a afirmar de nadie, ahora, que fuera esto o aquello. Se sentía muy joven; al tiempo que inefablemente avejentada. Penetraba en todas las cosas como un cuchillo; y a la vez se quedaba fuera, observando. Tenía un perpetuo sentir, al mirar los taxis, de estar fuera, lejos, muy lejos, mar adentro y sola; siempre tuvo la impresión de que vivir era muy, muy peligroso, aunque sólo fuese un día. Y no es que se creyese lista, o muy fuera de lo normal. Cómo se las había arreglado en la vida con las cuatro cosillas que Fräulein Daniels les había enseñado, no se lo explicaba. No sabía nada; ni idiomas, ni historia, apenas si leía ya algún libro (salvo memorias, en la cama); y sin embargo a ella le resultaba absolutamente absorbente; todo esto; los coches que pasan; y no se habría atrevido a afirmar de Peter, a afirmar de ella misma; soy esto, soy aquello.

Su único don era conocer a la gente casi por instinto, pensaba ella, reanudando su paseo. Si la metían en una habitación con alguien, al momento, como un gato arqueaba el lomo, o ronroneaba. Devonshire House, Bath House, la casa con la cacatúa de la China, en una ocasión las había visto todas iluminadas; y recordaba a Sylvia, Fred, Sally Seton —tal cantidad de gente; y bailando toda la noche; y los vagones traqueteando de camino al mercado; y volver en coche a casa por el parque. Recordó cómo en una ocasión tiró un chelín al Serpentines. Pero todo el mundo recordaba; lo que a ella le encantaba era esto, aquí, ahora, frente a ella; la señora gorda en el coche. ¿Acaso importaba entonces, se preguntaba, caminando hacia Bond Street, acaso importaba que tuviera que desaparecer completamente? Todo esto tenía que continuar sin ella; ¿le dolía; o es que no resultaba un consuelo creer que la muerte era el fin absoluto? Pero, de alguna manera, en las calles de Londres, en la corriente y la marea de las cosas, aquí, allí, ella sobrevivía, Peter sobrevivía, vivían el uno en el otro, y ella formaba parte, estaba segurísima, de los árboles de su casa, de aquella casa de ahí enfrente, fea, cayéndose a pedazos; formaba parte de gente a la que nunca había conocido; yacía como una bruma entre la gente que mejor conocía, quienes la elevaban entre sus ramas como ella había visto que los árboles levantan la bruma, pero se extendía tanto, tan lejos, su vida, ella misma. Pero ¿qué andaba soñando cuando se fijó en el escaparate de Hatchards? ¿Qué es lo que trataba de recuperar? Qué imagen de un amanecer en el campo, mientras leía en el libro abierto:

No temas más al ardor del sol

Ni a las airadas furias del invierno.

Esta edad tardía en la experiencia del mundo había creado en todos ellos, hombres y mujeres, un pozo de lágrimas. Lágrimas y desconsuelos; valor y resistencia; un aguante perfectamente recto y estoico. Piensa, por ejemplo, en la mujer que más admiraba, Lady Bexborough, abriendo la tómbola.

Ahí estaban los Placeres y paseos de Jorrock; ahí estaban Esponja enjabonada, las Memorias de la señora Asquith y Caza mayor en Nigeria, todos ellos abiertos en el escaparate. Tantos libros que había; pero ninguno que pareciera del todo adecuado para llevárselo al sanatorio a Evelyn Whitbread. Nada que le sirviera de distracción y consiguiera que el aspecto de aquella mujer menuda, indescriptiblemente enjuta, pareciera por un momento, al entrar Clarissa, cordial; antes de empezar la acostumbrada e interminable charla de dolencias femeninas. Cuánto lo necesitaba —que la gente se mostrara contenta al entrar ella, pensó Clarissa, se volvió y caminó de nuevo hacia Bond Street, molesta, porque era estúpido tener otras razones para hacer las cosas. Hubiera preferido ser una de esas personas como Richard, que hacían las cosas por sí mismas, mientras que ella, pensó, esperando a cruzar, la mitad de las veces no hacía las cosas así, simplemente, por sí mismas; más bien para que la gente pensara esto o aquello, una perfecta idiotez, lo sabía (ahora el policía levantaba la mano), porque nunca nadie se creía el cuento ni por un instante. ¡Ay! ¡Si hubiese podido volver a vivir! pensó, bajando de la acera, ¡si hubiese podido incluso tener otro físico!

Hubiera sido, para empezar, morena como Lady Bexborough, con tez de cuero arrugado y unos ojos preciosos. Hubiera sido, como Lady Bexborough, pausada y majestuosa; más bien corpulenta; interesada en la política como un hombre; con una casa de campo; muy digna, muy sincera. En lugar de eso, tenía una figura estrecha, como de palillo, una carita ridícula, picuda como la de un pájaro. También es verdad que tenía buen porte; tenía bonitas manos y bonitos pies; y vestía bien, teniendo en cuenta lo poco que gastaba. Pero ahora a menudo, este cuerpo que llevaba (se paró a mirar un cuadro holandés), este cuerpo, con todas sus cualidades, parecía no ser nada —nada en absoluto. Tenía la extrañísima sensación de ser invisible; de que no se la veía; desconocida; al no haber más posibilidades de casarse, ni de tener ya más hijos, nada más que este discurrir asombroso y algo solemne, con todos los demás, Bond Street arriba, ser la señora Dalloway; ya ni Clarissa tan siquiera; ser la señora de Richard Dalloway.

Bond Street la fascinaba; Bond Street muy de mañana en plena temporada; sus banderas ondeando; sus tiendas; sin excesos; sin resplandor; un rollo de tweed en la tienda donde su padre se había comprado los trajes durante cincuenta años; unas cuantas perlas; el salmón encima de un taco de hielo.

—Eso es todo —dijo, mirando la pescadería—. Eso es todo —repitió, parándose un momento ante el escaparate de la guantería donde antes de la guerra, te comprabas unos guantes casi perfectos. Y su viejo tío William solía decir que a una dama se la conoce por los zapatos y por los guantes. Una mañana a mitad de la guerra, se dio la vuelta en la cama. Había dicho: “Ya he tenido bastante.” Guantes y zapatos; le apasionaban los guantes; pero a su propia hija, a su Elizabeth, le importaban un comino ambas cosas.

Un comino, pensaba, siguiendo por Bond Street hasta una tienda donde le guardaban las flores cuando daba una fiesta. A Elizabeth le interesaba su perro más que nada. Toda la casa olía a brea esta mañana. Pero bueno, mejor el pobre Grizzle que la señorita Kilman; ¡mejor moquillo y brea y todo lo demás que quedarse sentada, enjaulada en una habitación cerrada con un breviario! Cualquier cosa antes que eso, casi diría ella. Pero pudiera no ser más que una fase, como decía Richard, como las que pasan todas las chicas. Podía ser que se hubiera enamorado. Pero ¿por qué de la señorita Kilman? Que había sido maltratada, sin duda; uno debe ser tolerante con esas cosas, y Richard decía que era muy competente, que tenía una mente con un sentido verdaderamente histórico. De todas formas, eran inseparables. Y Elizabeth, su propia hija, iba a comulgar; y en cuanto a cómo vestía, cómo trataba a la gente que venía a almorzar, no le importaba en absoluto, ya que según su experiencia el éxtasis religioso endurecía a la gente (las grandes causas también); ensombrecía sus sentimientos, pues la señorita Kilman haría cualquier cosa por los rusos, se dejaría morir de hambre por los austriacos, pero en la intimidad infligía auténticas torturas, insensible como era, con su sempiterno impermeable verde. Año tras año llevaba ese impermeable; sudando; nunca pasaban más de cinco minutos sin que te hiciera sentir su superioridad, tu inferioridad; lo pobre que era, lo rico que eras, lo mal que vivía en su miserable barriada, sin un cojín, ni una cama, ni una alfombra, ni cosa parecida, carcomida su alma con esa aflicción que llevaba clavada, la echaron del colegio durante la guerra —¡pobre, amarga y desgraciada! — Porque no era ella lo que uno odiaba, sino la idea de ella, que sin duda englobaba cosas que le eran ajenas a la señorita Kilman; se había convertido en uno de esos espectros contra los que uno lucha por la noche; uno de esos espectros que se yerguen ante nosotros y nos chupan la sangre de media vida, dominadores y tiranos; pues sin duda, con otro lance de la fortuna, si los negros hubiesen tenido la supremacía y no los blancos, ¡hubiera querido a la señorita Kilman! Pero no en esta vida. No.

Le molestaba, sin embargo, llevar a este monstruo brutal revolviéndose en su interior. Oír el crujido de las ramas y sentir los cascos machacando el suelo de aquel bosque cubierto de hojarasca, el alma; no estar ya nunca satisfecha, ni completamente segura, porque en cualquier momento podía revolverse la bestia, ese odio que, sobre todo desde su enfermedad, tenía el poder de darle la sensación de que la arañaban, de que le dañaban el espinazo; le causaba dolor físico y conseguía que el placer en la belleza, en la amistad, en estar a gusto, en ser amada y en hacer de su casa algo encantador, temblara, se derrumbara y doblara ¡como si verdaderamente hubiese un monstruo escarbando en las raíces! ¡Como si toda la armadura de contento no fuese más que egolatría! ¡Este odio!

¡Bobadas! ¡Bobadas!, gritaba para sus adentros, mientras empujaba el batiente de la puerta de Mulberry, la floristería.

Entró, ligera, alta, muy erguida, y fue saludada al momento por la señorita Pym, con su cara de perro y las manos siempre rojas, como si las hubiese metido con las flores en agua fría.

Había flores: espuelas de caballero, flores de guisante, ramos de lilas; y claveles, montones de claveles. Había rosas; había lirios. Sí —respiraba el dulce olor a tierra del jardín, mientras hablaba con la señorita Pym que le debía favores y que pensaba que era buena, porque había sido buena con ella hace años; muy buena, pero estaba más vieja, este año, moviendo la cabeza de un lado a otro entre lirios y rosas y metiendo la cara con los ojos cerrados en las matas de lilas para respirar, tras el tumulto de la calle, el olor delicioso, la frescura exquisita. Y luego, al abrir los ojos, qué frescas estaban las rosas, como sábanas de encaje recién planchadas en su bandeja de mimbre; y qué oscuros y serios los claveles, con las cabezas bien tiesas; y todas las flores de guisante abiertas en sus maceteros, con su tinte violeta, blanco como la nieve, pálido —como si fuera al atardecer, cuando las jóvenes, con sus trajes de muselina, salen a coger rosas y flores de guisante, cuando el espléndido día de verano, con su cielo azul, casi azabache, y claveles, calas y espuelas de caballero ya ha terminado; y era ese momento, entre las seis y las siete, cuando todas las flores —rosas, claveles, lirios, lilas— brillan; cada una de las flores parece una llama que arde por su cuenta, suave y pura, en los arriates brumosos; y ¡cómo le gustaban las polillas blancogrís que en remolinos rondaban los heliotropos, las prímulas de la noche!

Y así, mientras iba recorriendo los jarrones con la señorita Pym, eligiendo, bobadas, bobadas, se decía, cada vez más suavemente, como si esta belleza, esta fragancia, este colorido y el hecho de que la señorita Pym la quisiera, confiara en ella, fuera una ola que dejaba que la invadiera para así dominar aquel odio, aquel monstruo, para dominarlo todo; y cuando la ola la estaba elevando más y más —¡ay! ¡Sonó un disparo en la calle!

—¡Vaya con los automóviles esos! —dijo la señorita Pym, mientras iba hacia el escaparate a echar un vistazo y volvía, con una sonrisa de disculpa y las manos llenas de flores de guisante, como si fuese la culpable de todos esos automóviles, de todos esos neumáticos de automóvil.

La violenta explosión que sobresaltó a la señora Dalloway y que hizo que la señorita Pym se dirigiera al escaparate y se disculpase venía de un automóvil que se había detenido junto a la acera, precisamente frente al escaparate de Mulberry. Los transeúntes que, cómo no, se pararon a mirar apenas tuvieron tiempo de ver un rostro de máxima trascendencia sobre la tapicería gris claro, antes de que una mano masculina corriera la cortina, y ya no se vio nada sino un rectángulo color gris claro.

Así y todo al instante empezaron a circular rumores desde el corazón de Bond Street a Oxford Street por un lado, hasta la perfumería de Atkinson por otro, deslizándose invisibles, inaudibles, como una nube, decidida, como un velo sobre una loma, y cayendo precisamente con algo de la sobriedad repentina de la nube y con su misma sobriedad, sobre unos rostros, que un momento antes, estaban completamente alterados. Pero ahora el misterio les habrá rozado con su ala; habrán oído la voz de la autoridad; el espíritu de la religión flotaba en el aire, con los ojos vendados y los labios abiertos. Pero nadie sabía qué rostro era el que habían visto. ¿Era el del Príncipe de Gales, el de la Reina, el del Primer Ministro? ¿De quién era ese rostro? Nadie lo sabía.

Edgar J. Watkiss, con su tubería de plomo arrollada al brazo, dijo con claridad y burlonamente, por cierto:

—El coche del Primé Menistro.

Septimus Warren Smith, incapaz de cruzar, lo oyó. Septimus Warren Smith, unos treinta años, tez pálida, nariz picuda, con sus zapatos marrones, y su abrigo raído y sus ojos castaños temerosos que provocaban temor a su vez en los ojos de los desconocidos. El mundo ha levantado su látigo; ¿dónde restallará?

Todo había llegado a un punto muerto. Las vibraciones de los motores sonaban como un latido irregular que recorre un cuerpo de arriba a abajo. El sol se volvió extraordinariamente caliente porque el automóvil se había detenido ante el escaparate de Mulberry; las ancianas en la planta superior de los omnibuses abrían sus negras sombrillas; y aquí y allá, una sombrilla verde, o roja, se abría con su chasquido. La señora Dalloway, acercándose al escaparate con los brazos llenos de flores de guisante, asomó su menuda cara rosada, con gesto indagador. Todos miraban el automóvil. Septimus miraba. Unos chicos en bicicleta desmontaron de un salto. El tráfico se detuvo. Y ahí seguía el automóvil parado, las cortinas corridas, con un curioso dibujo impreso, como un árbol, pensó Septimus, aterrado por esta gradual concentración de todas las cosas ante sus ojos, como si algún horror hubiese subido a la superficie y estuviese a punto de inflamarse de repente. El mundo vibraba, temblaba y amenazaba con estallar en llamas. ¿Soy yo el que está impidiendo el paso?, pensó. ¿Acaso no le miraban y señalaban?; ¿acaso no estaba lastrado ahí, clavado en la acera, por algún motivo? Pero ¿por qué?

—Vamos, Septimus, sigamos —dijo su mujer, una mujer menuda, de grandes ojos en un rostro estrecho y anguloso; una chica italiana.

Pero la propia Lucrezia era incapaz de apartar la vista del automóvil y del dibujo del árbol de las cortinas. ¿Sería la Reina la que estaba ahí —la Reina que iba de compras?

El chófer, que llevaba un rato abriendo algo, dándole vueltas, cerrándolo, ocupó su asiento.

—Vamos —dijo Lucrezia.

Pero su marido, porque llevaban cuatro, cinco años de casados, dio un salto, se agitó y dijo:

—¡Bueno, vale! —enfadado, como si lo hubiese interrumpido.

La gente tiene que darse cuenta; la gente tiene que ver. La gente, pensó, mientras miraba al gentío embelesado por el automóvil; a los ingleses, con sus hijos, sus caballos y su ropa, a quienes admiraba en cierto sentido; pero ahora no eran más que “gente”, porque Septimus había dicho “me voy a matar”; una frase espantosa. ¿Y si le hubieran oído? Miró al gentío. ¡Socorro! ¡Auxilio!, quería gritarles a los chicos de la carnicería y a las mujeres. ¡Socorro! El otoño pasado, sin ir más lejos, en el Embankment, ella y Septimus estaban arropados con el mismo abrigo y, como Septimus no hacía más que leer el periódico en lugar de hablar con ella, se lo arrancó sin importarle, ¡riéndose en las barbas del viejo que los vio! Pero el fracaso se esconde. Tendría que llevárselo a algún parque.

—Ahora vamos a cruzar —dijo ella.

Tenía derecho a su brazo, aunque fuera insensible. Él se lo daría, a ella, que era tan sencilla, tan impulsiva, veinticuatro años tan sólo, sin amigos en Inglaterra, que había dejado Italia por amor a él, un trozo de hueso.

El automóvil, las cortinas corridas y su aire de reserva inescrutable, prosiguió hacia Piccadilly, y todavía seguía siendo el foco de todas las miradas, todavía provocaba en los rostros a ambos lados de la calle el mismo oscuro aliento de veneración, ya fuese por la Reina, el Príncipe o el Primer Ministro, nadie lo sabía. El rostro, lo que se dice el rostro, sólo lo habían visto tres personas durante unos segundos. Incluso el sexo era objeto de disputa. Pero no cabía duda de que la grandeza estaba sentada ahí dentro; la grandeza pasaba por allí, oculta, Bond Street abajo, a corta distancia, al alcance de la mano de la gente corriente que quizá estuviera ahora, por primera y última vez, a punto de hablar con la majestad de Inglaterra, el símbolo permanente del Estado, que se dará a conocer a los investigadores curiosos que criben las ruinas del tiempo, cuando Londres sea sólo un camino cubierto de hierbajos y todos éstos que se apresuran por la acera este miércoles por la mañana no sean sino huesos entre cuyo polvo aparezcan unas cuantas alianzas de boda y los empastes de oro de innumerables muelas picadas. Entonces se sabrá de quién era el rostro del automóvil.

Probablemente sea la Reina, pensó la señora Dalloway mientras salía de Mulberry con las flores: la Reina. Y por un instante adoptó una postura de dignidad extrema, ahí parada junto a la floristería bajo el sol, mientras el coche pasaba, parsimonioso, con las cortinas corridas. La Reina de camino a algún hospital; la Reina inaugurando alguna tómbola, pensó Clarissa.

El jaleo era tremendo para la hora que era. Lords, Ascot, Hurlingham, ¿qué pasaba? se preguntaba, porque la calle estaba bloqueada. La clase media británica, sentada a lo largo del piso superior de los autobuses con paquetes y paraguas, sí, incluso con pieles en un día como éste, pensó Clarissa, era más ridícula y más inconcebible de lo que uno pudiera imaginar; y hasta la Reina estaba retenida; la propia Reina tenía el paso cortado. Clarissa se había quedado detenida en un lado de Brook Street; Sir John Buckhurst, el viejo juez, en el otro, con el coche entre los dos (Sir John había dictado la ley durante años y le gustaban las mujeres bien vestidas) y entonces el chófer, asomándose imperceptiblemente, dijo o mostró algo al agente de policía que, tras dirigirle un saludo, levantó el brazo, empezó a hacer señas con la cabeza, apartó el ómnibus a un lado y el coche pasó. Lenta y muy silenciosamente, prosiguió su camino.

Clarissa lo adivinaba; Clarissa lo sabía, por supuesto; había visto algo blanco, mágico y redondo en la mano del sirviente, un disco con un nombre inscrito, —¿el de la Reina, del Príncipe de Gales, del Primer Ministro?— el cual, con la fuerza de su propio lustre, se había abierto paso como un hierro candente (Clarissa vio cómo el coche se hacía más pequeño en la lejanía hasta desaparecer), para poder arder entre los candelabros, las estrellas centelleantes, las pecheras, rígidas con su adorno de hojas de roble, Hugh Whitbread y todos sus colegas, los caballeros de Inglaterra, aquella noche en el palacio de Buckingham. También Clarissa daba una fiesta. Se estiró un poco; así iba a estar ella, en lo alto de las escaleras.

El coche se había ido, pero había dejado tras él una tenue onda que fluía por las tiendas de guantes, las sombrererías y sastrerías a ambos lados de Bond Street. Durante treinta segundos todas las cabezas apuntaron en la misma dirección —la ventanilla. Mientras escogían un par de guantes —¿hasta el codo o más arriba, color limón o gris pálido? las señoras se interrumpieron; al terminar la frase algo había ocurrido. En algunos casos algo tan nimio que su vibración no la podía registrar ningún instrumento matemático, por muy capaz que éste fuera de trasmitir sacudidas y terremotos hasta China; y eso que era impresionantemente rotundo y a la vez emotivo por cuanto que su efecto se dejaba sentir en todo el mundo; porque en todas las sombrererías y sastrerías los clientes, extraños entre sí, se miraron y pensaron en los muertos; en la bandera; en el Imperio. En la taberna de una callejuela un alguien de las colonias profirió insultos contra la Casa de Windsor, lo cual derivó en improperios, jarras de cerveza rotas y una algarabía general que, singularmente, resonó como un eco al otro lado de la calle, hasta llegar a los oídos de las chicas que estaban comprando lencería blanca, de lazos de seda pura, para sus bodas. Porque la agitación superficial que el coche provocaba a su paso, tocaba y rasgaba algo muy profundo.

Deslizándose por Piccadilly el coche dobló por St. James’s Street. Unos hombres altos, de físico robusto, hombres trajeados, con sus chaqués y levitas, sus pañuelos blancos y pelo peinado hacia atrás, que por razones difíciles de dilucidar, estaban de pie en el mirador de White, las manos tras la cola del chaqué, vigilando, percibieron instintivamente que la grandeza pasaba ante ellos, y la pálida luz de la presencia inmortal descendió sobre ellos, como había descendido sobre Clarissa Dalloway. Inmediatamente se irguieron más si cabe, retiraron sus manos de la espalda, y parecía que estuviesen en disposición de acatar las órdenes de su Soberano, hasta la misma boca del cañón, si fuera necesario, igual que sus antepasados lo hicieran en otros tiempos. Parecía que los bustos blancos y las mesitas, en segundo plano, con algunas botellas de soda encima y cubiertas de ejemplares del Tatler, asentían; parecía que señalaban la abundancia de trigo y las casas de campo de Inglaterra; y que devolvían el tenue murmullo de las ruedas de coche, como los muros de una galería humilde devuelven el eco de un susurro convertido en voz sonora debido a la fuerza de toda una catedral. Moll Pratt, arropada en su chal y con sus flores sobre la acera, le deseó todo lo mejor al buen muchacho (seguro que era el Príncipe de Gales) y hubiera lanzado al aire el precio de una jarra de cerveza —un ramo de rosas— en medio de St. James’s Street, de tan alborozada que se sentía, indiferente a la pobreza, de no ser por el oficial de policía que le tenía echado el ojo, frustrando así la lealtad de una vieja mujer irlandesa. Los centinelas en St. James’s hicieron el saludo; el policía de la Reina Alejandra asintió.

Entretanto, un pequeño grupo se había formado ante las puertas del palacio de Buckingham. Inquietos pero confiados, pobre gente todos ellos, esperaban. Miraban el palacio, donde la bandera ondeaba; miraban a Victoria, henchida sobre su montículo, admiraban sus gradas de agua en movimiento, sus geranios; escogían y señalaban entre los automóviles del Mall, primero éste, luego aquél; y se emocionaban así, en vano, con plebeyos que habían salido a pasear en coche; recordaban su tributo y lo guardaban mientras pasaba este coche y luego aquél; y todo ese rato dejaban que se acumulase el rumor en sus venas y que vibrasen los nervios en sus muslos al pensar en la realeza dedicándoles una mirada; la Reina inclinándose; el Príncipe saludando; al pensar en la vida maravillosa conferida a los Reyes por gracia divina; en las caballerizas y las excelsas reverencias; en la vieja casa de muñecas de la Reina; en la Princesa María, casada con un inglés, y el Príncipe —¡ah! ¡El Príncipe! Se parecía extraordinariamente, según decían, al viejo Rey Eduardo, pero era muchísimo más delgado. El Príncipe vivía en St. James; pero acaso visitara a su madre alguna mañana.

Así decía Sarah Bletchley, con su bebé en brazos, golpeando el suelo con el pie, como si estuviese junto a su chimenea en Pimlico, pero sin perder de vista el Mall, al tiempo que Emily Coates recorría con la mirada las ventanas del palacio, pensando en las doncellas, las innumerables doncellas, los dormitorios, los innumerables dormitorios. Un señor mayor con un terrier de Aberdeen y varios hombres ociosos se unieron al grupo cada vez más grande. El pequeño señor Bowley, que alquilaba habitaciones en el Albany y que estaba sellado a la cera en cuanto a los profundos orígenes de la vida, aunque ese sello pudiera romperse de manera repentina, inoportuna, sentimental, con este tipo de cosas —pobres mujeres esperando que pase la Reina— pobres mujeres, niñitos bellos, huérfanos, viudas, la guerra —¡chist!—, el pequeño señor Bowley estaba llorando. Una brisa presumida calentaba los finos árboles del Mall, los héroes de bronce, daba vida a una bandera en el británico pecho del señor Bowley, que se quitó el sombrero al paso del coche entrando por el Mall y lo mantuvo en alto mientras el coche se acercaba, dejando que las madres de Pimlico se apretujaran contra él, bien erguido. El coche se acercó.

De repente, la señora Coates miró al cielo. El ruido de un avión penetró ominosamente en los oídos de la multitud. Ahí estaba, volando por encima de los árboles, dejando una estela de humo blanco que formaba rizos y tirabuzones, escribiendo algo, ¡de verdad! ¡Haciendo letras en el cielo! Todos miraron.

El avión se dejó caer y volvió a subir en picado, hizo un lazo, siguió adelante, cayó, se elevó, dejando a su paso una espesa chorrera de humo blanco que caracoleaba y formaba curvas en el cielo, deletreando algo. Pero ¿qué letras eran? ¿A C? ¿Una E, luego una L? Por un solo instante permanecieron quietas; luego se fueron alterando, fundiendo y borrando en el cielo, tras lo cual el avión se alejó y empezó de nuevo, en otro trozo de cielo, a escribir una K, una E y ¿acaso una Y?

—Blaxo —dijo la señora Coates, con voz tensa y asombrada, fija su mirada en el cielo, y el niño, blanco y tieso en sus brazos, también miró.

—Kreemo —murmuró la señora Bletchley, como sonámbula. Con el sombrero en la mano, completamente inmóvil, el señor Bowley miraba fijamente al cielo. A lo largo de todo el Maf, la gente miraba al cielo. Mientras miraban, el mundo entero se volvió perfectamente silencioso y una bandada de gaviotas cruzó el cielo, acaudillada por una gaviota y luego por otra, y en este silencio extraordinario, en esta paz, en esta palidez, en esta pureza, las campanas doblaron once veces, alejándose su sonido con las gaviotas.

El avión giró, siguió en línea recta y picó exactamente donde le parecía, ágil, libre, como un patinador:

—Eso es una E —dijo la señora Bletchley.

O como un bailarín:

—Es toffee —murmuró el señor Bowley.

(En éstas, entró el coche por las puertas del palacio sin que nadie se fijara en él) interrumpiendo la emisión de humo, el avión se alejó más y más, y el humo se iba dispersando y adhiriendo a las amplias formas blancas de las nubes.

Se había ido; estaba detrás de las nubes. Ni un ruido. Las nubes que se habían unido a las letras E, G o L iban sueltas y libres, como si estuviesen destinadas a volar de este a oeste para realizar una misión de la mayor importancia que jamás sería dada a conocer, y sin duda así era —una misión de la mayor importancia. Entonces, de repente, como un tren saliendo de un túnel, el avión salió de las nubes otra vez, penetrando su sonido en los oídos de toda la gente en el Maf, en Green Park, en Picadilly, en Regent Street, en Regent’s Park y la onda de humo se curvó tras él y el avión descendió y volvió a subir en picado, grabando una letra tras otra —pero ¿qué palabra estaba escribiendo?

Lucrezia Warren Smith, sentada junto a su marido en un banco del Broad Walk de Regent’s Park, levantó la mirada.

—¡Mira, mira, Septimus! —exclamó. Porque el doctor Holmes le había dicho que estimulara en su marido (que no padecía nada serio salvo que estaba un tanto pachucho) el interés por las cosas que ocurrían a su alrededor.

Así pues, pensó Septimus, levantando la mirada, están haciéndome señas. Sin formalizarlo en palabras; es decir, que no sabía leerlo todavía; pero estaba bastante claro, esta belleza, esta belleza exquisita, y las lágrimas empañaron sus ojos al mirar las letras de humo languideciendo y disipándose en el cielo, y confiriéndole, en virtud de su inagotable caridad y risueña bondad, una forma tras otra de belleza inimaginable y mostrando su intención de entregarle belleza, a cambio de nada, siempre, a cambio de una simple mirada, ¡más belleza! Las lágrimas corrieron por sus mejillas.

Se trataba de toffee; estaban anunciando toffee, le dijo a Rezia un ama de cría. Juntas empezaron a deletrear: t… o… f ..

—K… R… —dijo el ama y Septimus la oyó decir “ca erre” junto a su oído, profunda, suavemente, como un órgano suave pero con un tinte de aspereza en la voz, como la de una cigarra. Una aspereza que le raspaba el espinazo de forma deliciosa y trasmitía a su cerebro unas ondas de sonido que, tras el impacto, se quebraban. Qué descubrimiento tan maravilloso —que la voz humana en determinadas condiciones atmosféricas (porque uno debe ser científico, ante todo científico) ¡pueda devolverles la vida a los árboles! Alegremente, Rezia puso la mano con toda su fuerza en su rodilla, de tal manera que se sintió lastrado, transfigurado. De lo contrario se habría vuelto loco con la animación de los olmos balanceándose, arriba y abajo, con todas sus hojas encendidas y el colorido que variaba de intensidad, del azul al verde de una ola hueca, como las plumas que coronan a los caballos, o a las damas, tan orgullosas en su balanceo, tan espléndidas.

Pero no se volvería loco. Cerraría los ojos; ya no quería ver nada más.

Sin embargo, las hojas le llamaban; estaban vivas; los árboles estaban vivos. Y las hojas, al estar conectadas mediante millones de fibras con su propio cuerpo, ahí sentado, lo abanicaban arriba y abajo; cuando la rama se estiraba, él también daba cuenta de ello. Los gorriones que revoloteaban, subían y luego se dejaban caer en las fuentes melladas, formaban parte del cuadro; blanco y azul, y los trazos negros de las ramas. Los sonidos componían armonías con premeditación; los intervalos que los separaban eran tan relevantes como los sonidos. Un niño lloraba. A lo lejos sonó una bocina. En su conjunto, suponían el advenimiento de una religión nueva:

—¡Septimus! —dijo Rezia. Le dio un fuerte respingo—. La gente se va a dar cuenta.

—Voy hasta la fuente y vuelvo —dijo ella.