La sentatez de creer. Por qué la fe tiene sentido - Simon Edwards - E-Book

La sentatez de creer. Por qué la fe tiene sentido E-Book

Simon Edwards

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En este libro reflexivo y cautivador, Simon Edwards desafía las suposiciones que podrían llevarnos a rechazar una fe y dudar de algo que en primer lugar nunca hemos tenido la oportunidad de comprender. Desde nuestra necesidad de significado y trascendencia, hasta nuestros deseos de verdad, bondad, amor y esperanza, el autor explora las cosas que nos importan como seres humanos y nos muestra por qué la vida, muerte y resurrección de Jesucristo podrían dar sentido a todas ellas.  La sensatez de creer  ofrece una perspectiva fresca sobre apologética, fe y duda que te dejará con un entendimiento más sólido de la creencia cristiana y cómo se relaciona con el mundo actual. Es ideal para cualquiera que busque una introducción clara y sencilla al cristianismo, o para aquellos que deseen reafirmar los fundamentos en los que se basa su fe.

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Seitenzahl: 311

Veröffentlichungsjahr: 2024

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“En La sensatez de creer, Simon Edwards pone su mente despierta, su rápido ingenio y su formación jurídica para tratar la cuestión de si existen o no razones de peso para encontrar sentido y esperanza en la fe cristiana. Basándose en la historia, la filosofía, la literatura y en otras disciplinas, sus ágiles ideas vienen envueltas en una generosidad de espíritu que te hace sentir que seguiría siendo tu amigo, aunque no estuvieras de acuerdo con cada una de sus palabras. Se trata de un análisis vivo, fresco y reflexivo de la fe cristiana. Muy recomendable”.

Sheridan Voysey, presentadora del programa de la BBC Radio 2 “Pause for Thought” (Un momento para pensar), y autora de The Making of Us: Who we can become when life doesn’t go as planned (Cómo llegamos a ser lo que somos: en quiénes podemos convertirnos cuando la vida no nos va según lo previsto).

“Quienquiera que esté interesado en cuestiones relacionadas con el sentido, el significado, la bondad, la verdad, la esperanza, el amor o el sufrimiento encontrará en este libro de muy fácil lectura las útiles reflexiones de un compañero de viaje. Escrito por un talentoso pensador con formación en Derecho y Teología, Simon Edwards comparte lo que ha descubierto en su propio viaje, a medida que ha ido encarando y resolviendo cuestiones difíciles, buscando la verdad basada en pruebas creíbles. Siguiendo el legado de C. S. Lewis, se dirige al ciudadano de a pie de una manera tan humilde, respetuosa e intelectualmente atractiva que da gusto leerlo”.

Thomas Tarrants, Presidente Emérito del C. S. Lewis Institute.

“Provocador y apasionante. Este libro te invita a una fe con sentido”.

Rev. Canon Yemi Adedeji, escritor, pastor, conferenciante y director de la One People Commission at Evangelical Alliance UK.

“¿Cuál es el propósito de la vida? ¿Dónde podemos encontrar sentido y significado? ¿Cómo encontrar esperanza en medio del sufrimiento? Son solo algunas de las preguntas que todos nos hacemos en algún momento de la vida. ¿Cómo navegar por ellas y encontrar respuestas en las que poder confiar? En este libro extraordinariamente útil, Simon Edwards se basa en su propia historia personal batallando con estas preguntas para mostrar por qué la fe cristiana y el mensaje de Jesús ofrecen las respuestas más convincentes a los interrogantes más profundos de la vida. Bella y atractivamente escrito, bien investigado, divertido, conmovedor y, a veces, muy personal, La sensatez de creer muestra por qué realmente la fe cristiana tiene sentido. Tanto si eres alguien que busca como un escéptico, o simplemente alguien que quiere seguir el consejo de Sócrates y no vivir sin examinar las cosas, este libro te ayudará en tu búsqueda no solo de la verdad, sino también de la vida en toda su plenitud”.

Andy Bannister, escritor, conferenciante y director del Solas Centre for Public Christianity.

“Simon Edwards nos ha hecho un gran favor al escribir La sensatez de creer. Ha recurrido a las profundidades de la comprensión humana -la ciencia, la historia, la filosofía, las Escrituras y la experiencia- para ofrecernos algo que es a la vez claro y refrescante. Da gusto leer su estilo aparentemente sencillo y su amplia argumentación a favor de lo razonable de la fe cristiana es convincente y satisfactoria”.

D. John Dickson, autor, historiador y Miembro Distinguido en Public Christianity, Ridley College.

“Mucha gente cree que el cristianismo es irracional e irrelevante para la vida real. Simon Edwards, en su libro brillantemente escrito, muestra por qué tal cosa no podría estar más lejos de la verdad. El Solas Centre for Public Christianity aborda las cuestiones espirituales de este momento cultural de un modo único y encantador apelando a la razón y a la historia, así como al humor y a los altibajos de la vida cotidiana. Si no está Vd. seguro de lo que cree, este es su libro. Si lo está, este libro es de lectura obligada. Regáleselo también a sus amigos”.

Sharon Dirckx, autora y conferenciante, OCCA, The Oxford Centre for Christian Apologetics.

“Simon Edwards nos invita a explorar las cuestiones últimas de la vida como una aventura. Argumentado con fuerza y escrito con gusto, es un libro para los de mente abierta y para los escépticos dispuestos a ser más abiertos”.

Os Guinness, autor de Long Journey Home: A thinker’s guide to the search for meaning

“Este libro le ayudará a plantearse las preguntas adecuadas sobre la vida y su propósito”.

Rev. Les Isaac OBE, fundador y CEO, The Ascension Trust.

“Hoy en día, Dios es el gran desconocido. Mucha gente rechaza a un Dios que no es más que el fruto de su imaginación. Simon Edwards desvela a este Dios desconocido presentando un sólido argumento a favor de la credibilidad y lo cabal de la fe cristiana. Escrito con la precisión de un jurista y la pasión de un enamorado, La sensatez de creer invita a la reflexión y enternece el corazón. Proporciona agua fresca en un mundo seco tanto a los que buscan como a los que creen, el agua que satisface nuestra sed de sentido y significado, la sed de Dios”.

Pablo Martínez, psiquiatra y coautor de Mad or God: Jesus, the healthiest mind of all.

“Dicen que un buen libro es a la vez un argumento y una historia. Simon Edwards ofrece ambas cosas a quienes aprecian una discusión bien documentada de por qué la fe cristiana tiene sentido. Escrito en un estilo accesible, este libro invita al lector a considerar las proposiciones fundamentales de la fe. De lectura atractiva, argumentada de forma convincente con la habilidad de un narrador, el libro se basa en una amplia variedad de temas para construir el tópico de que la fe en Cristo realmente importa en nuestros tiempos difíciles”.

Rev. Dra. Sharon Prentis, Facilitadora de Misiones Interculturales y Decana de Asuntos de Negros, Asiáticos y Minorías Étnicas, Iglesia de Inglaterra, Birmingham, Reino Unido.

“Qué lectura tan fascinante. Sinceramente, ¡hubo momentos en los que me pareció estar leyendo a C. S. Lewis! Simon Edwards aúna la claridad de una mente con formación jurídica, un enorme dominio de las ideas teológicas y culturales y la franqueza de un australiano. Le aseguro que, a medida que lo lea, se le irá encendiendo la luz”.

Rico Tice, Ministro Principal, All Souls Church, Langham Place, Londres, y co-autor de Christianity Explored.

Lasensatezde creer

Por qué la fetiene sentido

SIMON EDWARDS

Editorial CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 Viladecavalls

(Barcelona) ESPAÑA

E-mail: [email protected]

http://www.clie.es

© Simon Edwards, 2021. Publicado originalmente en inglés bajo el título The Sanity of Belief: Why Faith Makes Sense por SPCK Publishing, Londres, Inglaterra, UK.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917 021 970 / 932 720 447)».

El traductor ha especificado en cada caso la versión bíblica que ha usado para las traducciones originales.

© 2024 por Editorial CLIE, para esta edición en español.

LA SENSATEZ DE CREER

ISBN: 978-84-19779-19-9

eISBN: 978-84-19779-20-5

Filosofía / Religión

Acerca del autor

Simon Edwards es cristiano, marido y padre de tres hijos. Nacido y criado en Australia, trabajó como abogado antes de trasladarse al Reino Unido para estudiar en el OCCA The Oxford Centre for Christian Apologetics y, más tarde, en la Universidad de Oxford. Ahora es escritor y ponente en el OCCA y habla con regularidad en el Reino Unido y en el extranjero en conferencias, iglesias, escuelas, lugares de trabajo y universidades.

Dedicado ami bella esposa y compañera de aventuras,Natasha

Índice

Introducción

Parte I

LAS COSAS QUE IMPORTAN

1.¿Cuál es el significado de la vida?

¿Qué es lo que da sentido a mi vida en este mundo?

2.¿Cuánto vales?

¿Qué me hace especial en un mundo de siete mil millones de almas?

3.Entre lo bueno y lo malo

¿Por qué hacer lo correcto cuando no es lo más fácil?

4.¿Qué es la verdad?

¿Existe e importa la verdad?

5.Encontrar el amor

¿Existe un amor que no me defraudará nunca?

6.¿Por qué sufrimos?

¿Cómo tener esperanza en medio del dolor?

Parte II

SOPESEMOS LAS PRUEBAS

7.Una fe pensada

¿Cuándo tiene sentido lo que creemos?

8.Pruebas a nuestro alrededor

¿Estamos aquí por accidente o con un propósito?

9.Pruebas en nuestro interior

¿Por qué creo que algunas cosas están mal?

10.La aportación de la historia

La historia de Jesús: ¿realidad o ficción?

Conclusión

Bibliografía

Introducción

Sin aventuras, la vida es aburrida. Y hay quien dirá que las mejores aventuras son las de la fe, aquellas en las que lo azaroso entraña cierto riesgo.

Cuando era más joven, me gustaban las aventuras, aunque a veces era muy imprudente, como suelen ser los jóvenes. Por ejemplo, cuando decidí impulsivamente convertir una excursión por la montaña en la escalada de un acantilado de 90 metros sin comprobar antes si había asideros (tuvieron que rescatarme), o cuando salté de un precipicio al agua de una cantera sin tener en cuenta la altura (los pies quedaron tan magullados que no pude andar durante días), o cuando intenté hacer una voltereta hacia atrás sobre cemento mojado (años más tarde una radiografía reveló que tenía una fractura en el cuello).

Ahora, mirando atrás, estas cosas no fueron tanto aventuras de fe como aventuras estúpidas. La diferencia entre una aventura de fe y una aventura estúpida es que la primera se basa en la razón y la realidad, mientras que la segunda se basa en la ignorancia o el error.

A modo de ejemplo, muchas personas se alistan en el Special Air Service (SAS) o en los Navy Seals porque tienen ganas de aventura, y una de las cosas que hay que aprender en las fuerzas especiales es a saltar en paracaídas. Hay mucha gente que diría que hay que estar loco para saltar de un avión en perfecto estado, pero según las fuerzas especiales, el paracaidismo no es ni un ejercicio estúpido ni loco. Y es que, por aterrador que resulte, el paracaidismo se basa en la realidad. Se trata de un método bien pensado y de eficacia probada para descender de forma segura desde la parte trasera de un avión hasta un punto predeterminado del suelo. Resumiendo, funciona, y por eso lo utilizan las fuerzas especiales.

Pero solo porque funcione y esté probado no significa que no haga falta fe para saltar. Hay que superar una buena dosis de miedo y de instinto de supervivencia para confiar en el paracaídas y en el entrenamiento, y saltar finalmente del avión. Pero, una vez más, es una confianza razonable porque está basada en la realidad y la experiencia. Saltar sin paracaídas sería una insensatez, mientras que saltar con paracaídas es una aventura de fe. Da miedo, desde luego. Pero es una fe razonable.

No podemos andar por la vida sin fe. Sin darnos cuenta, depositamos nuestra fe o confianza en todo tipo de personas (amigos, familiares, médicos, profesores, químicos, mecánicos, pilotos, famosos de YouTube) y en todo tipo de cosas (sillas, pastillas, libros de texto, autobuses, chalecos salvavidas, semáforos y cremas para la piel), por nombrar solo algunas de ellas. La fe es inevitable, pero no toda fe es igual. Confiar en que las pastillas que te ha dado el farmacéutico no son venenosas es razonable. Hacer paracaidismo con un instructor de las fuerzas especiales da miedo, pero es razonable. Lanzarse por un acantilado de 90 metros sin entrenamiento ni planificación es una locura.

¿Y la fe religiosa? ¿Tiene sentido tener fe en Dios? Algunos destacados ateos sostienen que creer en Dios es solo un eufemismo para la “locura”. Sigmund Freud dijo que creer en Dios es delirar. Y más recientemente, en su libro The God Delusion (El espejismo de Dios), Richard Dawkins afirmaba que “cuando una persona sufre un delirio, se le llama locura. Cuando muchas personas sufren un delirio, se llama religión”.

Sin duda, el cristianismo invita a la aventura de la fe. Pero ¿es una fe razonable que quizás asusta un poco, como creen los cristianos, o tan solo una aventura delirante, como sugieren los ateos? Dicho sin rodeos: ¿creer en Dios es una forma de locura?

Estas son las preguntas que este libro pretende responder.

Como jurista de formación, me interesan las definiciones jurídicas.

La prueba tradicional de demencia en el derecho inglés se estableció en un caso del siglo XIX relacionado con el intento de asesinato del entonces primer ministro Robert Peel. Confundiendo su identidad, el asesino mató al secretario del primer ministro, Edward Drummond. Todos estaban de acuerdo en que el asesino, Daniel M’Naghten, estaba loco, pero la cuestión ante el tribunal era qué constituía una defensa legal válida de locura. Los jueces decidieron que la prueba se reducía a estas preguntas centrales: ¿sabía el acusado lo que estaba haciendo y, en caso afirmativo, sabía que lo que estaba haciendo estaba mal?

Así, según la ley inglesa, alguien que mata a un vecino porque cree que es el diablo sería considerado demente; pero también lo sería la persona que mata a un vecino sabiendo que es su vecino, pero sin saber que está mal matar al prójimo. Dicho de otro modo, un demente puede ser alguien que está completamente fuera de contacto con la realidad física, pero también alguien que está completamente fuera de contacto con la realidad moral.

Teniendo esto en cuenta, es razonable suponer que una creencia sana es aquella que nos da una base racional para nuestra creencia en el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, así como para nuestra creencia de que el mundo que nos rodea es real y no solo un sueño o una ilusión. Así pues, una creencia sana es la que da sentido y nos mantiene en contacto con toda la realidad, tanto la moral como la física.

Ahora bien, todos de vez en cuando perdemos en cierta medida el contacto con la realidad, pero no se trata de locura. Es solo una cuestión de diversión o distracción: nos quedamos pegados a un aspecto de la realidad y perdemos el contacto con el todo. Por ejemplo, ¿alguna vez has estado en un avión y te has perdido en el drama de una película realmente apasionante, solo para volver de golpe a la realidad del hecho de que está situado a 10 000 metros por encima de la superficie de la tierra y atravesando la atmósfera a 950 kilómetros por hora?

Tal es la incongruencia de los viajes aéreos internacionales. Con los auriculares puestos, los ojos pegados a la pantalla, comiendo galletas saladas y sorbiendo una bebida que te trae amablemente un/a azafato/a con solo pulsar un botón, todo mientras haces algo que difícilmente la gente podía hacer a principios del siglo pasado, como es volar.

Si lo pensamos, es realmente increíble. No sé ustedes, pero cuando dejo que mi mente se desvíe de la inmediatez del entretenimiento a bordo para pensar en el hecho más amplio de que estoy volando (y en todos los innumerables instrumentos y componentes de un avión que tienen que funcionar para hacerlo posible), a menudo siento mariposas en el estómago, mientras mi mente intenta comprender plenamente la realidad de mi situación física.

Me parece una metáfora adecuada de nuestras vidas y de la facilidad con que perdemos el contacto con la gran realidad que nos rodea. Piensa por un momento que, cuando te lavas los dientes frente al espejo o miras el correo electrónico en el teléfono, es fácil dar por sentado, e incluso ignorar, que la tierra que hay bajo tus pies gira a unos 1 000 kilómetros por hora, mientras que nosotros atravesamos la galaxia a 67 000 kilómetros por hora. Si lo piensas, la vida también es increíble.

Yo no pedí nacer, y tú tampoco. Pero aquí estamos: respirando, pensando, sintiendo, experimentando, deseando, recordando, relacionándonos, planeando, soñando, esperando, temiendo, amando, odiando, aguardando, siendo seres que se preguntan. Vivos.

E incluso mientras respiramos, un número incontable de cosas están sucediendo en nosotros y a nuestro alrededor, todas a la vez, para que algo así sea posible. Cosas sobre las que no tenemos ningún control. Nuestro corazón bombea sangre a través de nuestras arterias y venas; nuestro cerebro transmite información a los órganos del cuerpo a través de sus vías neurales; la atmósfera proporciona a nuestros pulmones el oxígeno necesario para que podamos vivir, mientras que otros gases que contiene nos protegen de la radiación solar; nuestro planeta orbita a la distancia justa del sol para que exista vida; la luna estabiliza el bamboleo axial de la tierra; nuestro sol irradia calor y luz de forma estable y duradera; la inmensa gravedad de Júpiter atrae asteroides, cometas y meteoritos incontrolables lejos de la tierra como una aspiradora gigante; y las leyes del movimiento, la energía, la materia y la gravedad operan de forma coherente a través del universo cuántico.

Vuelvo a sentir mariposas en el estómago.

Ahora bien, no es fácil mantenerse consciente de esta realidad en nuestro día a día, por dos razones. En primer lugar, la realidad inconcebiblemente maravillosa y precaria de nuestra situación física en el universo es casi excesiva para que nuestra mente la asimile, y mucho menos para que se aferre a ella de forma persistente.

Pero, en segundo lugar y lo que es más importante, toda esta realidad física -tan maravillosa y precaria- no es más que el escenario en el que se desarrolla el drama de nuestras vidas. Nuestra comprensión de la vida sería incompleta si no fuera más allá del nivel de la energía y la materia, los planetas y la gravedad, el cerebro y la sangre. ¿Por qué? Porque el conocimiento de estas cosas físicas, aunque pueda ayudarnos a seguir vivos, no puede ayudarnos mucho más allá de eso. No puede ayudarnos a tomar las decisiones que realmente nos importan. Decisiones sobre dónde vamos a vivir, o qué vamos a hacer para trabajar, o a quién vamos a amar o en quién vamos a confiar o con quién nos vamos a identificar. No puede ayudarnos a decidir lo que nos importa, ni informarnos sobre el tipo de persona que somos o deberíamos ser, ni decirnos cómo debemos pasar nuestros días. Así pues, nuestra comprensión de la realidad debe extenderse no solo a las realidades físicas, sino también a las no físicas: a nociones como el significado, el valor, la bondad, la verdad, la esperanza y el amor, así como a sus opuestos. Podríamos llamarlas realidades “humanas”, porque vivimos y orientamos nuestras vidas en función de ellas y en relación con ellas. Son las cosas que realmente nos importan como seres humanos.

La cordura consiste en estar en contacto con toda la realidad. Implica totalidad o plenitud en todo el espectro de la personalidad humana: intelectual, moral, relacional, emocional y volitiva. Es razonable suponer, por tanto, que una fe sana es aquella que es capaz de hablar y ayudar a dar sentido a la realidad en toda su plenitud -física y moral, científica y humana- y sin exigirnos que dejemos el cerebro en la puerta.

Una fe que no solo nos ayude a comprender el mundo que nos rodea, sino también el mundo que llevamos dentro, incluidos nuestros pensamientos, intuiciones, anhelos y emociones más profundos. Una fe que tenga sentido, por así decirlo, tanto para la mente como para el corazón. Una fe que funcione en el mundo real.

¿Está la fe cristiana a la altura de esta prueba? Bueno, eso es exactamente lo que el resto de este libro pretende ayudarnos a averiguar.

Parte I

LAS COSASQUE IMPORTAN

1

¿Cuál es el significado de la vida?

¿Qué es lo que da sentido a mi vida en este mundo?

Preguntas inevitables

Una mujer vuelve a trabajar hasta tarde en la oficina, mirando por la ventana las luces de la ciudad. Un joven se va de casa de sus padres por primera vez y se adentra en un mundo nuevo de independencia. Una anciana celebra sus ochenta y cinco años y se asombra de lo rápido que han pasado. Un granjero contempla con asombro, una vez más, la belleza del cielo nocturno. Una filósofa lee a Platón sentada en su sillón de cuero. Y un chico de 14 años, en ese extraño punto intermedio entre la infancia y la edad adulta, se encuentra pensando en el futuro como nunca antes lo había hecho. Personas diferentes. Vidas diferentes. Pero en lo más profundo de su ser, todos se plantean preguntas parecidas: ¿de qué va mi vida? ¿Cuál es mi propósito? ¿Cómo debo vivir? ¿Dónde está la felicidad duradera?

Por cierto, ese chico de 14 años soy yo. O al menos, era yo.

No es que entonces tuviera la costumbre de hacerme preguntas filosóficas o espirituales profundas. Crecí en un feliz hogar australiano, corriente y nada religioso. Las conversaciones sobre Dios, la religión, la filosofía o el sentido de la vida no se planteaban de forma significativa. No es que fueran tabúes, pero por la razón que fuera, nunca hablábamos de esos temas.

De adolescente, lo que más me gustaba era el deporte. De hecho, en un momento de mi adolescencia, practicaba cinco deportes diferentes a la vez. No quiero presumir, pero era bastante bueno. Incluso llegué a participar en los campeonatos nacionales de atletismo, aunque pocos lo adivinarían viéndome ahora. Sin embargo, como entrenaba tanto y crecía al mismo tiempo, acabé sufriendo algunos problemas importantes en las articulaciones de las rodillas, y el médico me dijo que tenía que dejar de hacer deporte por un tiempo indefinido para permitirle a mi cuerpo que se recuperase. En aquel momento, mi estilo de vida pasó de ser muy activo y ajetreado a tener más tiempo del que podía dedicarle. No me consideraba una persona demasiado reflexiva, pero con todo ese tiempo libre me puse a pensar en la vida.

Aún recuerdo el momento. De pie en el patio de recreo del colegio a la hora de comer me preguntaba: si la vida consiste en vivir 80 o 90 años y luego morir y se acabó -fin de la partida- y todo lo que hayamos conseguido, todo lo que hayamos amado y todo en lo que hayamos llegado a ser se convertirá inevitablemente en polvo. Pensé que no solo era una historia muy triste, sino que además carecía de sentido. Es como un videojuego en el que no importa lo bien que juegues o las decisiones que tomes, el resultado final es siempre el mismo. Pantalla en blanco. Has perdido.

Y recuerdo que pensé: “No me parece la mejor de las historias”. Me pregunto si realmente es la historia correcta. Porque si lo es, ¿qué sentido tiene todo esto?

Rara vez articulamos en voz alta preguntas como estas o entre nosotros. Yo, desde luego, no lo hago. Por supuesto, la vida es ajetreada. Cada día está lleno de cientos de pequeñas preguntas y retos que resolver. Y en nuestro tiempo libre, tenemos tantas posibilidades de entretenimiento estimulantes y totalmente conectadas con las que llenar y distraer nuestras mentes que estas preguntas más profundas del corazón rara vez encuentran espacio para salir a la superficie.

Pero son preguntas importantes. Son tan antiguas como la humanidad -como el pan, el fuego o la rueda- y, tal como esas cosas antiguas, siguen siendo perpetuamente relevantes como necesidades humanas intemporales.

Un ejemplo. Si hubiera que elegir a un grupo de personas de las que pudiera decirse que parecen tener todo lo que se puede pedir en la vida, un buen ejemplo serían los estudiantes de la Universidad de Harvard, una de las principales del mundo. Son jóvenes, superdotados y con un mundo de oportunidades por delante. Y sin embargo, ¿cuál cree que es el curso más popular del campus? Es un curso sobre cómo encontrar la felicidad llamado “La ciencia de la felicidad”. El psicólogo Dr. Ben-Shahar, que imparte el curso, afirma que la búsqueda de la felicidad siempre ha sido un anhelo innato del ser humano que se remonta a los tiempos de Confucio y Aristóteles. Cuando se le pregunta por qué su curso es tan popular entre las futuras élites, que ya tienen tanto a su favor, atribuye su éxito al creciente deseo de estos jóvenes de hacer que sus vidas tengan más sentido.

Si Ben-Shahar tiene razón, no es la juventud, la riqueza, la inteligencia o los logros lo que da la felicidad, sino el sentido.

La vida a examen

El gran pensador francés del siglo XVII Blaise Pascal escribió: “Muchas veces he dicho que la única causa de infelicidad en los hombres es que no saben permanecer quietos en una habitación”1, lo que me sugiere que la principal razón por la que la gente no encuentra la felicidad duradera es que no se da el tiempo y el espacio necesarios para pensar en serio sobre las grandes cuestiones del significado y el propósito. Si eso era cierto en la época de Pascal, ¿cuánto más debe serlo en la era de Internet y las redes sociales?

Sócrates dijo algo parecido: “Sin reflexión, la vida no merece ser vivida”. Mark Twain quizá lo dijo mejor que nadie cuando observó: “Los dos días más importantes de tu vida son el día en que naces y el día en que descubres para qué”.

A veces he oído a gente que se considera práctica, tachar de demasiado abstracto y filosófico lo que se dice sobre el sentido y el propósito de la vida. Un psicólogo judío llamado Victor Frankl descubrió esta verdad en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras contemplaba cómo sobrevivir a los inmensos retos de su cautiverio, Frankl empezó a observar a sus compañeros de prisión con la esperanza de descubrir qué mecanismo de aguante funcionaba bien. Descubrió que aquellos individuos que no podían aceptar lo que les estaba ocurriendo -los que no podían encontrar un significado más allá de sus sufrimientos presentes- eran los que se desesperaban, perdían la esperanza y, finalmente, se rendían y morían. Por el contrario, aquellos otros capaces de encontrar un propósito en la vida o una esperanza para el futuro más allá del calvario en el que estaban, tenían muchas más probabilidades de sobrevivir.

«Quien tiene un “por qué” vivir puede soportar casi cualquier “cómo”», escribió el filósofo Friedrich Nietzsche. Encontrar un sentido es esencial para vivir, es como el oxígeno para el alma. Desgraciadamente, muchas veces, solo cuando la vida alcanza algún punto de crisis es cuando nos enfrentamos (inevitablemente) a estas grandes cuestiones de la vida y su significado.

El autor de best-sellers Philip Yancey alcanzó ese punto cuando su coche se salió en una curva de una sinuosa carretera de Colorado y cayó por un precipicio. Al despertarse, se encontró atado de pies y manos a una cama de hospital. Un TAC mostró que se había roto una vértebra del cuello y que había fragmentos de hueso que punzaban una arteria principal. Si se perforaba la arteria, moriría desangrado. Durante ese tiempo de espera, sabiendo que podía morir en cualquier momento, llamó a sus allegados sabiendo que quizás fuera la última vez que hablaría con ellos. Él escribe:

Allí tumbado me di cuenta de que gran parte de mi vida estaba centrada en cosas triviales. Créanme, durante [ese tiempo de espera] no pensé en cuántos libros había vendido, ni en qué tipo de coche conducía (de todas formas, lo estaban remolcando a un desguace) ni en cuánto dinero tenía en mi cuenta bancaria. Todo lo que importaba se reducía a unas cuantas preguntas básicas. ¿A quién quiero? ¿A quién echaré de menos? ¿Qué he hecho con mi vida? ¿Estoy preparado para lo que viene?

Este libro está escrito con la convicción de que en esta vida nada está garantizado; que no debemos esperar a los momentos de crisis para “reflexionar acerca de la vida”, y que, si realmente queremos encontrar una felicidad que dure, es necesario que nos enfrentemos de verdad a las grandes preguntas de la vida. Preguntas como las siguientes: en un universo mucho más grande de lo que nuestras mentes finitas pueden comprender, ¿qué da sentido a nuestras vidas? En un mundo de más de siete mil millones de personas, ¿qué me hace significativo? En un planeta rebosante de vida de increíble complejidad y belleza, ¿estamos todos aquí por accidente o por designio? Con tantas decisiones que tomar cada día, cada semana, cada mes y cada año, ¿tiene mi vida un sentido o un propósito general? ¿Hay alguna esperanza a la que pueda aferrarme en medio de la enfermedad, el sufrimiento y la muerte?

¿Y qué más?

Puede que el relato más famoso de la historia de la filosofía sea el de la caverna de Platón. El filósofo nos pide que imaginemos a tres prisioneros en una caverna, con el cuerpo atado y la cabeza atada para que no puedan mirar nada más que la pared de piedra que tienen delante. Han estado atados así desde su nacimiento, mirando fijamente esa pared. No tienen ni idea de que hay un mundo fuera de esa pared, y mucho menos fuera de la cueva. Detrás de los prisioneros arde un fuego; entre el fuego y los prisioneros hay un pasillo por el que la gente camina, habla y lleva objetos. Los prisioneros solo perciben las sombras de las personas y los objetos que pasan por el pasillo, que se proyectan en la pared. Los presos oyen los ecos de las conversaciones que provienen de las sombras. Para los presos, las sombras y los ecos son la realidad. Este es su mundo. Sombras y ecos. Es la única realidad que conocen.

Nos preguntamos cómo podrían llegar a saber estas personas que existe un mundo mejor que su mundo de sombras: un mundo de luz solar, cielos azules y aire fresco. ¿Podría algo en la cueva, o tal vez incluso las propias sombras y ecos, llegar a verse como lo que en realidad son, no la realidad última, sino pistas o indicadores de algo más allá de sí mismas? ¿Una realidad más profunda y plena?

¿O quizás estos pobres ocupantes de la cueva tengan la intuición de que en algún lugar hay algo más en la vida que el mundo monótono y aburrido que siempre han conocido? ¿Tienen quizá una profunda sensación de inquietud e insatisfacción, un profundo anhelo o hambre de otro mundo, una realidad que nunca han visto pero que, sin embargo, parece atormentar sus pensamientos y esperanzas?

Con esta hambre de algo más, algo difícil de definir, algo perpetuamente fuera de nuestro alcance, es con lo que muchas personas se identifican hoy en sus propias vidas.

En cierta ocasión pasé una semana hablando con gente muy inteligente y refinada de varios bancos de inversión y empresas de consultoría de Londres sobre algunas de las grandes cuestiones de la vida, y esta misma cuestión surgió en el turno de preguntas y en las conversaciones: esta intuición o hambre compartida entre personas, aparentemente muy acomodadas y con éxito, de que debe haber algo más en la vida que simplemente lo que ofrece este mundo material.

C. S. Lewis, el célebre profesor de Oxford (cuyos escritos me han sido de gran ayuda, como verán por las numerosas citas suyas que aparecen a lo largo de este libro), llama a esta hambre o deseo la firma secreta de toda alma humana: esa sensación, ese anhelo, esa esperanza de algo que la vida no parece proporcionarnos, pero de lo que seguimos escuchando ecos en lo más profundo de nuestra alma; a veces débilmente, a veces con fuerza.

El filósofo Roger Scruton observa que, por muy extendido que esté el ateísmo, los seres humanos siempre tendremos “hambre de lo sagrado, de lo espiritual”. Esto plantea una pregunta interesante: si el ateísmo tiene razón, y si la realidad solo consiste en cosas físicas que se desarrollan de acuerdo con las inexorables leyes de la física y la química, como una gran máquina, ¿por qué nosotros, que somos una parte y un producto de esta gran máquina, tenemos ansias de algo más que la máquina? ¿Y por qué a lo largo de la historia, desde antes de Platón hasta nuestros días, tanta gente ha reconocido que existe una realidad espiritual?

¿Será porque el ser humano es algo más que la suma de sus partes, algo más que carne, huesos y sustancias químicas? Curiosamente, eso es lo que creía y enseñaba Jesús de Nazaret. Como él mismo dijo: “La gente no vive solo de pan” (Mateo 4:4 NTV). Con esto quería decir que hay una dimensión espiritual en lo que somos que las cosas físicas no pueden satisfacer. Y del mismo modo que nuestra hambre física señala la existencia de aquello que puede satisfacer nuestra hambre física, también nuestra hambre espiritual señala la existencia de aquello que puede satisfacer nuestra hambre espiritual.

“Yo soy el pan de vida -declaró Jesús- el que a mí viene nunca pasará hambre, y el que en mí cree nunca más volverá a tener sed. (Juan 6:35 NVI). En otras palabras: “Lo que puede saciar tu hambre espiritual soy yo”, dice Jesús. “Yo soy el pan que sacia tu alma”.

Ahora bien, si eres un ateo acérrimo, cortado por el mismo patrón que, por ejemplo, el escritor ateo Richard Dawkins, podría considerar ridículo y supersticioso creer en la existencia de cualquier dimensión espiritual de la realidad, una fe totalmente irracional.

Hace unos años, Dawkins y la British Humanist Association (Asociación Humanista Británica) patrocinaron una campaña publicitaria en los laterales de los autobuses de Londres con el siguiente eslogan: “Probablemente Dios no existe, deja de preocuparte y disfruta de tu vida”.2 Dejando a un lado el hecho de que su exhortación a dejar de preocuparse se basa en la más bien preocupante palabra “probablemente” (Dawkins no podía afirmar racionalmente que no hay Dios porque, como él sabe, saber con total certeza que no hay Dios requeriría una omnisciencia que solo Dios, si existiera, podría poseer), es interesante que Dawkins asuma que la preocupación debe equipararse con la existencia de Dios y el disfrute de su no existencia. Pero ¿por qué? Sobre todo, cuando hay muchos que dan testimonio de haber encontrado profunda satisfacción y plenitud en una relación con un Dios que les ama.

Pero, si alguien cree que la visión atea de la realidad es cierta, que no hay Dios ni ninguna dimensión espiritual en la vida, entonces ¿qué hacemos con nuestras profundas ansias de sentido y de propósito?

Según un vídeo titulado “¿Cómo puedo ser feliz?”, a cargo del conocido presentador y escritor ateo Stephen Fry, el sentido no se encuentra en ningún tipo de plan divino o propósito cósmico del universo, sino en el sentido que creamos para nosotros mismos, que, según él, puede estar en cualquier cosa que decidamos, incluido, por ejemplo, un compromiso con la política, nuestra carrera o algún empeño artístico; o simplemente en placeres sencillos como beber vino con los amigos, hacer senderismo en la naturaleza o cuidar del jardín.

¿Es esto cierto? ¿Estás de acuerdo? ¿Cree que se puede encontrar sentido en las muchas y variadas cosas buenas que ofrece la vida, sin que además la vida en su conjunto tenga un significado o propósito mayor?

Pura ilusión

Un antiguo filósofo judío, conocido como el “Predicador” o el “Maestro”, aborda esta misma cuestión en su libro Eclesiastés, uno de los libros sapienciales de las Escrituras hebreas. Tradicionalmente, se considera que este filósofo es el famoso y riquísimo rey Salomón.

Al comienzo del libro, nos encontramos con su frase más emblemática: «Vanidad de vanidades -dijo el Predicador-; vanidad de vanidades, todo es vanidad» (Eclesiastés 1:2, 14, RVR95). O en otra traducción: «Nada tiene sentido», dice el Maestro. «Nada en absoluto tiene sentido» (Eclesiastés 1:2, PDT).

No es un comienzo muy prometedor. Pero esta es la conclusión a la que llega el Maestro tras reflexionar profundamente sobre la búsqueda humana de sentido y realización en la vida bajo el sol (frase que significa algo así como “sin referencia a ningún significado divino o cósmico”). Como el Dr. Ben-Shahar, el profesor que dirige el curso sobre la felicidad en Harvard, Salomón cree que quienes rechazan cualquier propósito divino o cósmico en la vida suelen intentar encontrar el sentido y la realización de dos maneras. En la búsqueda del placer y la experiencia o, para quienes son capaces de disciplinarse a sí mismos y a sus deseos, en la búsqueda de logros y el éxito. Salomón analiza y examina a fondo estas dos vías de búsqueda de la plenitud.

Como rey, Salomón tenía acceso a los mejores placeres sensuales y sensoriales que se ofrecían: lo mejor del vino, las mujeres y la música. Escribe: “No les negué a mis ojos ningún deseo, ni privé a mi corazón de placer alguno” (Eclesiastés 2:10, NVI). Suena maravilloso, pero al final Salomón descubre que el placer por sí solo, por bueno que sea, no satisface. En una sociedad que tiende a equiparar la felicidad con la ausencia de dolor y la abundancia de placer, esto puede parecer sorprendente, pero el testimonio de muchos buscadores de placer es que, a la larga, la autopista del hedonismo conduce al quebranto o al aburrimiento. Como observó con pesar la decadente reina María Antonieta, al final “nada tiene gusto”.

“La falta de significado no viene de estar cansados de sufrir, sino del hastío del placer”, afirmaba el ensayista G. K. Chesterton. Suena contradictorio, pero es cierto: los rendimientos decrecientes del placer, lejos de proporcionar una base adecuada para la realización, solo sirven para resaltar la sensación de vacío y aburrimiento que proviene de una vida carente de cualquier propósito más profundo.

Por eso Salomón también intenta encontrar la plenitud en ese otro camino trillado, la búsqueda del logro y el éxito. Encarga grandes proyectos públicos, construye casas, planta viñedos, diseña jardines y parques y construye grandes embalses. También adquiere más riquezas que nadie: rebaños y manadas, oro y el tesoro de reyes y provincias. Llega a ser más grande que nadie en poder, fama y posición. Escribe: “Mi corazón disfrutó de todos mis afanes. ¡Solo eso saqué de tanto afanarme!” (Eclesiastés 2:10, NVI).