La sentencia de las armas - Eduardo Gil Bera - E-Book

La sentencia de las armas E-Book

Eduardo Gil Bera

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La literatura occidental nació durante la transición de la comunidad arcaica a la sociedad urbana, en una ciudad recién fundada en la costa del mar Egeo y sitiada por los nómadas. Homero recreaba el escenario del tapiz Troya, producto de la antigua poesía oral, para narrar la crisis agravada por la incapacidad de la aristocracia para mantener y defender la nueva ciudad. Desde que existen la Ilíada y la Odisea, hay memoria de debates sobre su origen, autoría e intención. La sentencia de las armas propone una lectura distinta de los textos fundacionales de la cultura occidental y una formulación diferente de la cuestión homérica.

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Eduardo Gil Bera

LA SENTENCIA DE LAS ARMAS

El nacimiento de la literatura en Occidente

EDITAA. Machado Libros

Labradores, 5. 28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]•www.machadolibros.com

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni total ni parcialmente, incluido el diseño de cubierta, ni registrada en, ni transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo, por escrito, de la editorial. Asimismo, no se podrá reproducir ninguna de sus ilustraciones sin contar con los permisos oportunos.

© de los textos: Eduardo Gil Bera© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.

REALIZACIÓN: A. Machado Libros

ISBN: 978-84-9114-301-7

Índice

Letras

Averiguaciones

El primero de todo esto

¿Qué le pasa a helena?

Descansillo con espejo

Envidia divina

El tapiz troya

Educadores

Helena da mal ejemplo

Ojos de perra

Aquí hay algo sospechoso

El anónimo del sublime

La moderna cuestión homérica

Improvisar y escribir

Ni harto de ambrosía

Una expresión prehistórica

El que hace de homero

Una pequeña invención preparatoria

Una fecha para la Ilíada

¿Cuándo llegaron las amazonas a la literatura?

Los cimerios

Navegar contra corriente

País rico en caballos

Nombres parlantes

Un par de preguntas

Nuevas colonias griegas

Quería animar a los suyos

Más detalles

Admirable primera obra escrita

La Odisea y egipto

Una fecha para la Odisea

Fijación del texto por orden gubernamental

El tema de cada obra

El que combate de lejos

La invención del caballo de troya

El caballo de poseidón

El descarado

El héroe y la guerra

El ánimo heroico

Las famosas armas de aquiles

El silencio de ayax

Ayax, un héroe de la vieja escuela

El misterio de los duales en la embajada

El redomado cuentista

¿Qué o quiénes eran las sirenas?

Se aclara el misterio

Lo sucedido tras la caída de aquiles

El conflicto entre ayax y ulises

Excusas

Un tabú

Píndaro no está de acuerdo

El engaño

Invención de la locura de ayax

El viejo culto al héroe

La fama

Bibliografía

“Nosotros oímos la fama, no sabemos nada.” (Ilíada II, 486)

Letras

TE ACORDARÁS del viejo Meriotegui y su testamento tan divertido. Había otra copia que no leíamos porque tenía muy mala letra. El otro día, una mañana que nevaba a manta y la compañía eléctrica suministró apagón, arrimé el baúl de las escrituras viejas al cenital, para pasar un rato curioseando. Pero enseguida cuajó una cuarta de nieve y no se veía. Así que salí al balcón, con el mostrenco arrastras. Estaba bueno para cazar pajaricos con costilla. No se oía más que el suspiro largo del río, que traía el agua seria, de color mica.

Empecé a leer el papel increíble. Chilló un arrendajo desde la mano derecha, presagio de catarro. Leí, releí y me pasmé, no sólo de frío.

Coagulada bajo la luz de nieve, la primera palabra campaba tremenda: iliooproparoithenpulaonteskaiaon.

Antes de acatarrarme del todo, conjeturé si, una vez separadas, serían cuatro palabras. Los hexámetros más antiguos, anteriores al alfabeto, y que se transmitieron oralmente por generaciones de rapsodas, suelen tener cuatro palabras.

¡La dichosa copia de la mala letra es un manuscrito griego! Imagínate, en el papel terroso, la tinta como vieja sangre costrada y las palabras aladas, todas prietas, sin separación ni acentos, rincles de letras y letras, como filas de guerreros con lanzas de fresno de luenga sombra y pesado filo broncíneo, y pulidos arcos de cuerna que flechan negros destinos, y cascos de sólidas carrilleras y crines cimeras que terribles bambolean, y fulgentes corazas y grebas estañadas de guiñante reverbero, y espadas melladas desfloran entraña blanda, y muchos rostros caídos golpean con toda la frente el suelo interminable, repletos los ojos de pena, miedo blanco y tiniebla fuerte, abrazan y patean polvo y espesa nada, recién olvidado el arte de guiar carros.

Averiguaciones

EL VIEJO Meriotegui se retiró alrededor de 1750 a esta casa donde vivimos ahora. Debió comprar el manuscrito antes, en su época de cónsul, lo mismo que los mapas. Y después, cuando los líos con su herencia, algún sobrino energúmeno de Sastrenea, un Iriarte o un Oteiza, se puso todo furo a copiar el testamento en el primer papel que pilló. Así que volteó el manuscrito y escribió por detrás, en las páginas que estaban en blanco. Eso nos hacía mirar el documento al revés, y no pasar de ahí, al ver que era una mala copia del testamento.

Cuando los pámpanos en ringlera del energúmeno dieron con las filas de la armada griega, siguió un trecho, cogotón que sería él, pero al poco abandonó la expedición, de modo que sólo estropeó algún hexámetro final, que he podido reconstruir.

En un margen del original, se lee “ Hoplon Krisis. Vitelli ed papiri trascritti da Pasquali ”. Por la marca de agua y otros detalles, el papel debe ser de alrededor del 1500. Es un texto breve y la traducción en sí no ha sido difícil, una vez separadas las palabras. Situar la narración y entender sus alusiones es lo que me ha tenido intrigado y ocupado.

Llevo, ya te digo, meses haciendo indagaciones micénicas, homéricas y ostrogodas. Así que no te he escrito, porque ni miraba el correo. Te cuento mis averiguaciones por si te entretienen.

Tú leiste la Ilíada y la Odisea hace tiempo, alguna vez me lo has contado, y tienes un recuerdo vago de guerras y aventuras, solemnes y extrañas. Quizá ahora, cuando leas esta carta, veas con otra luz aquella lectura somera, que hiciste con la seriedad ingenua y tremenda de la juventud. Y, quién sabe, igual vuelves a leer todo aquello y otras cosas más.

El primero de todo esto

HOMERO CON sus dos venerables poemas épicos, la Ilíada y la Odisea, figura hasta tal punto como el monumental iniciador de la literatura y el pensamiento griego, el mayor poeta de Occidente, padre de la historia espiritual de Europa, que está unido a un calificativo sabido desde la escuela: es “el primero”.

Pero él fue, sobre todo, “el último”. O, por decirlo menos prieto, la insistencia en su calidad de “primero de todo esto”, hace olvidar su valor como “último de todo aquello”.

Lo notable es que quizá “todo esto” –vamos a llamarlo modernidad– y “todo aquello” –la edad heroica– no estén a inconciliable distancia. Hubo al menos alguien, aunque fuera nada menos que Homero, que supo magistralmente de los dos.

Los griegos le atribuyeron tal posición encumbrada como maestro de todas las cosas de la vida, que desde cualquier punto del ámbito de la cultura occidental se contempla su vertiente modélica y petrificada. Ahora, si existe esa cumbre homérica, ¿no habrá también un panorama que valga la pena fisgar? Espléndidas vistas desde allá hacia el otro lado y también hacia éste, no la resabida postal del monte Fuji épico.

Bastaría saber algo de lo mucho que Homero da por supuesto y considera innecesario decir. Acceder o, cuando menos, aproximarse a las entendederas que tuvo su público. ¿Difícil te parece? Quizá no sea imposible. De entrada, hay que intentar leerlo como “último de todo aquello”, porque el otro punto de vista, el que lo ve como “primero de todo esto”, es lo dicho.

¿Qué le pasa a Helena?

UN PERSONAJE muy logrado es Helena. Tanto en su sfumato como en su hiperclaridad, que de las dos maneras aparece. Se perfila fascinante porque irradia sugerencia, invita al sobreentendido y al equívoco; ésa es su gracia como figura literaria.

En cambio, para el público de Homero no era tal cosa, sino una diosa o santa de los buenos tiempos. Lo que no sale, o yo no he visto, es consideraciones morales sobre su culpa. Cosa de la que, sin embargo, tanto se ha escrito.

Cuando lees la Ilíada, la primera vez que se nombra a Helena es en boca de la diosa Hera, la de ojos de ternera, hermana y esposa de Zeus, vivamente preocupada ella por el fiasco que se anuncia según toda apariencia cuando los sitiadores se disponen a levantar el cerco y marcharse (II, 158): “¿Van huir entonces los argivos, sobre la ancha espalda del mar, hacia la amada tierra patria, dejando para gloria de Príamo y los troyanos a Helena la argiva, por cuya causa perecieron tantos aqueos delante de Troya, lejos del caro solar de los padres?”

El grave motivo que se vincula con Helena aparece poco después y lo menciona Néstor, soberano de Pilos la arenosa, veterano testigo de la muerte de dos generaciones y rey sobre una tercera, elocuente decidor cuyas palabras tonantes fluyen más dulces que la miel (II, 354): “¡Nadie tenga prisa por regresar al hogar antes de yacer con una mujer troyana y vengar los impulsos y suspiros de Helena!”

Dice “ hormemata ”, o sea, impulsos, arrebatos, arranques… pero de ningún modo “rapto” ni “miedo”, cosa que pone en la mayoría de traducciones, que no te enumero por no caer, a un tiempo, en negra ingratitud y soberbia desenfrenada. Además se trata de un hexámetro formular, porque reaparece, tal cual, en el Catálogo de Naves, donde Menelao ansia el que más (II, 590) “vengar los impulsos y suspiros de Helena”.

Que el rapto ni siquiera se sugiere queda claro cuando, al contar lo que hubo, la propia Helena le dice al padre de Paris (III 174): “cuando seguí a tu hijo”. ¿Será entonces que le daban impulsos seguidores? ¿Qué impulsos seran ésos? Es un tanto irritante, no digas que no, llevar bien terciado el segundo canto, donde además se da cuenta del arrejuntamiento de medio mundo –como que ha hecho falta recurrir a las musas para hacer relación ajustada y fiel de nombres y solares del contubernio– para vengarse, mediante gozoso saqueo y destrucción, de los impulsos y suspiros de Helena, e ignorar lo que, a todas luces, sabe ese medio mundo de sitiadores, sitiados y público contemporáneo del poeta.

Más adelante se aclarará, podría decirse un lector incauto, lo hace para crear suspense. Pero Homero, contra lo proclamado por su vitola de “primero de todo esto”, no se parece en nada a un novelista moderno. La cuestión de los impulsos no se aclara. Esa palabra ya no aparece más en la Ilíada ni la Odisea.

Ya ves qué dificultades tiene el propósito de saber siquiera algo de lo mucho que Homero da por supuesto y considera innecesario decir. Qué pocos pasos pueden darse en la dirección de acceder o, cuando menos, aproximarse a las entendederas que tuvo su público e intentar leerlo como “último de todo aquello”.

Desde luego, cuando tantas traducciones ponen “rapto” donde dice “impulsos”, no leen lo que oía aquel público, tampoco lo interpretan, lo que hacen es ratificar al lector actual en un punto sobre el que está de antemano aleccionado: Paris raptó a Helena y se armó la de Troya. Todo el mundo lo sabe. No es preciso leer nada para saber eso. Pero en Homero no hay tal cosa.

Descansillo con espejo

EN EL siguiente canto, ya el tercero, aparece una noticia reveladora. El divino Paris propone a su hemano Héctor domeñador de caballos (III, 68): “Ordena que los otros se detengan, troyanos y aqueos, para que Menelao, favorito de Ares, y yo mismo combatamos por Helena y todas las riquezas”. Eso ya va siendo algo. También es fórmula asentada porque Héctor la repite más adelante (III, 91) “por Helena y todas las riquezas”.

¿Qué hacía ella mientras tanto? (III, 125) “Tejía un esplendente y purpúreo paño doble, y estampaba en él las incontables batallas que los troyanos domadores de caballos y los aqueos de corazas broncíneas padecían por su causa de manos de Ares”. Pasaje de vértigo, si miras y ves a Helena inclinada sobre la tela donde teje la figura de Helena inclinada sobre la tela y a ti que la miras.

Esos descansillos con juegos de espejo son muy de Homero. En el canto noveno, hay otro genial. Van los emisarios aqueos por la orilla del mar rumoroso en busca del héroe a quien necesitan para la salvación del ejército, y entretanto se recrea en su tienda Aquiles tañendo la cítara de dulce sonido, montada sobre puente de plata, un recuerdo del bellísimo saqueo de la ciudad de Eetion, y así conforta el ánimo y canta las hazañas de los hombres gloriosos, y memora aquélla de la cólera famosa, cuando el héroe tañía la cítara y cantaba los grandes hechos en tanto lo buscaban los jefes aqueos, y solo Patroclo estaba sentado, frente a él, en silencio, aguardando a que terminase el canto del héroe que tañía mientras lo buscaban. Aquiles se levanta asombrado con la cítara en la mano y durante un instante de vértigo sabe que él mismo y los que entran en su tienda y las palabras que vienen a continuación están dentro del canto que ha interrumpido. Duda entre hablar o cantar lo que sigue. Aturdido, dice a los que llegan lo que éstos debían decirle a él: “acosa una gran necesidad”; y, saliendo a medias del encantamiento, explica su estado de ánimo: “para mí el encolerizado, vosotros sois los preferidos”.

Envidia divina

CUANDO HELENA deja el telar para ver desde la muralla el paisaje batallador, los hechos admirables y el singular combate que van a entablar sus dos esposos, detalle merecedor de esquina preferente en su purpúreo paño esplendoroso, donde está ella misma y tú que la miras, unos viejos príncipes troyanos, sabios consejeros, semejantes a cigarras subidas a los árboles y dotadas de suave son, murmuran estas palabras aladas (III, 156): “No es de reprochar que los troyanos y aqueos de recias espinilleras sufran de tanto tiempo atrás por semejante mujer”.

¿Se puede entender que le echan la culpa? De inmediato alza su voz el rey Príamo (III, 162): “Acércate, criatura, siéntate a mi lado, mientras ves a tu antiguo esposo, cuñados y amigos. Ninguna culpa tienes. Son los dioses quienes me envían la guerra de muchas lágrimas junto con el pueblo de los aqueos”.

Que los dioses pueden envidiar a los mortales y que tal cosa sucede con frecuencia es algo que Homero considera muy na-tural. Así lo dice abiertamente en varios pasajes de la Odisea, y en la Ilíada resulta tan consabido que ni lo dice. Justamente la envidia es lo que hace más interesantes –e interesados– a esos dioses.

En griego se dice “ agamai ”. Es un verbo muy bonito que significa, al mismo tiempo, admirar y envidiar, aparte de desconcertarse, enfadarse y perder la paciencia. ¿Encuentras muy lejanas y hasta contrarias las ideas de admiración y envidia? Los griegos pensaban que son dos formas de mirar tan contiguas que se pasa, visto y no visto, de la una a la otra, porque son una y la misma.

Cuando, en la Odisea, Euriloco viene del todo contraminado y espantado de asistir a la mágica transformación de sus compañeros en cerdos, de modo que tenían cabeza, voz y pelambre cerdunas, pero mantenían la mente humana, en tanto pacían bellotas, tapaculos y hayucos del suelo, está tan impresionado que no acierta a explicarse. Quienes aguardan sus palabras están sorprendidos, estupefactos y admirados, pero, al cabo, también curiosos, indignados e impacientes por tanto aspaviento y lloriqueo mudo, y lo miran mal. Todo ello se entiende de una sola palabra, ese verbo homérico tan bonito (X, 249).

A los dioses les sucede con frecuencia. Cuando Menelao reflexiona en la Odisea sobre un hipotético final feliz, concluye (IV 181): “Pero de eso debió sentir envidia el propio dios”. Así es, no ven con buenos ojos el éxito y la prosperidad de los mortales, ni siquiera su tranquilidad. Poseidón está hasta el tridente de que los feacios se dediquen al transporte marítimo sin que les pase nada. En un arrebato terapéutico, destruye su ciudad (Odisea VIII y XIII). Afrodita favorece y pierde a sus bellas preferidas. A Helena la aterroriza así (Ilíada, III, 414): “¡No me fastidies, desgraciada! Puedo hartarme y odiarte tan terriblemente como te amé, sembrar mortal rencor entre troyanos y dánaos, y hacerte perecer de amarga muerte”

No es difícil entender que el rey Príamo considera inocente a Helena y se refiere a la envidia divina, tan humana ella, como traedora de la guerra. Y él mismo admira y envidia, en una sola palabra (III, 181) el gran número de aqueos de fiera mirada que siguen a Agamenón.

Sea para tejer entretenimientos divinos, como el del vertiginoso doble paño purpúreo de Helena, o porque los inmortales tienen envidia, la guerra de Troya se vislumbra en la épica heroica como fatal efecto secundario de la prosperidad.

A partir del fragmento 6 de la Microilíada, epopeya cíclica que escribió Lesques de Mitilene, de la Cipríada, otro poema épico que se atribuye a Estasino de Chipre, y de pasajes del canto XI de la Odisea, se puede reconstruir cómo el rey Príamo de Troya soborna a la reina Astíoque de Teutrania entregándole oro y tecnología de última generación –el primer tornillo, obra divina de Hefesto–, para que los guerreros del poderoso imperio hitita –llamados “ ketioi ” por Homero, una palabra que los gramáticos tomaron por errata durante un par de milenios– socorran como aliados a la ciudad sitiada.

Entre la épica y la historia, Troya se perfila como un centro de opulencia. Cuando se dice “combatir por Helena y todas las riquezas”, se habla de dos cosas que aparecen unidas en la saga heroica, la épica y el drama de los griegos antiguos.

El tapiz Troya

PRETENDIDA POR una treintena de reyes procedentes de todos los centros palacianos micénicos, Helena se casó con el más rico, el rubio Menelao, potente arengador, que aportó más dones que todo el resto. ¿Qué hizo luego ella? Lo que le reprocha Hécuba, madre de Paris y viuda del rey Príamo: “Cuando viste a mi hijo en su extraordinario atuendo y su fasto áureo, perdiste del todo la compostura. En Argos tenías que vivir con modestia, así que dijiste adiós a Esparta: esperabas desbordar a la ciudad frigia que nadaba en oro con tu suntuoso estilo de vida. A ti no te bastaba el palacio de Menelao para saciar tus deseos de vivir con pompa y aparato. Otra cosa: dices que mi hijo te secuestró a la fuerza. ¿Sí? ¿Y quién de los espartanos lo notó? ¿Acaso diste grandes voces?” Es la aportación al sumario de los señores ponentes Hesíodo (Fragmentos 198 y 204) y Eurípides (Troyanas, 991 y ss.).

Éste es un perfil de Helena que no sale en Homero. Y no es posible barruntar qué le parecería a nuestro poeta. Él no estuvo interesado en biografiar a la dama y sólo hizo unos planos de ella. Muy logrados, muy a punto, pero eso es todo. Puso la luz en una escena del gran paño doble y púrpureo, corcusido de historias abigarradas. Y las figuras que salen de espalda o como un escorzo que se derrumba tras el carro volcado de muchos colores, las que miran o hablan hacia otra escena del tapiz, las que pasan y se van, sólo le interesan como orla y fondo.

Vinieron luego generaciones que ya no conocían el tapiz en detalle ni en conjunto. Pero al arrimo del prestigio homérico, los poetas se apresuraron a pergeñar composiciones que abarcaban más espacio y figuras. Al cabo de cien años, se había zurcido un ciclo épico apetachado con invenciones sensacionalistas cada vez menos sensacionales.

Cuando llegó el siglo de Pericles, los autores de teatro seguían aprovechando las prolongaciones de las escenas homéricas, aunque no las conocían, ni mucho menos, como el público de Homero. No obstante, ya eran modernos y conjeturaban lo representado en el tapiz de acuerdo con las últimas tendencias. Redactaban prólogos donde un locutor despachaba un informativo con los datos previos al drama y después los actores debatían razonablemente sobre la conveniencia de la conducta de los ciudadanos, aspectos de teología o política exterior.

Educadores

EURÍPIDES FUE autor modélico de aquellas docencias teatrales. En sus tragedias Cíclope y Oreste, juzga con severidad a Helena y la llama “mujer de todo quisque”. Por fin, en las Troyanas, que se estrenó en marzo de 415 a. C., le monta un sumario en toda regla y la condena a muerte.

Es Menelao quien decide tan gracioso fin y ordena a sus muchachos que se la traigan arrastrada de los pelos. Para sorpresa de todos, Helena aparece repeinada y maquillada, hecha un brazo de mar, segura de sí, de su belleza y la escena que ha de tejer. Hécuba, su fiscala y suegra en segundas nupcias, que había aplaudido la vena justiciera de Menelao, se enfada y tiene la perspicacia de señalar la incongruencia –ya tan usual en las tontículas actuales que nadie encuentra raro que las heroínas siempre tengan el pelo lavado y la cara en su sitio, en cualquier circunstancia–: “¡Tenías que estar hecha polvo, harapienta y con la cabeza piojosa rapada a la moda escita!” (1025 y ss.)

Quitando la execración y condena furiosa de Helena, la obra es de un antibelicismo tan didáctico –piensa que era la primavera anterior a la expedición a Sicilia para someter Siracusa, tiempo agitado y belicoso, si hemos de creer lo de Tucídides VI, 30– que resulta moderno.

Con decirte que Sartre se entusiasmó con ella y la recreó en un oratorio –como lo lees– que se estrenó en el Chaillot de París en marzo de 1965 – tú aún no habrías nacido–, no te lo digo todo, porque el clérigo boulevardier