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Dos mujeres. Una busca a su hija desaparecida. La busca hasta enloquecer, rota por el dolor. La otra, embarazada, arrastra su propia historia de pérdida de un país, de una lengua y de una identidad. Las dos mujeres se cruzan en una ciudad costera sin nombre. Balsam Karam escribe de forma poética y desgarradora una historia de pérdida, amor y resiliencia que nos acerca a la realidad de quienes anhelan encontrar su lugar en un mundo que ya tanto les ha arrebatado. «La singularidad», la segunda novela de Balsam Karam ... es una prueba del genio único de la creatividad humana.... El lenguaje está en el corazón de la obra, pasando del caos y la cacofonía a la simple pureza de una sola voz, lo que da la medida de su brillantez y belleza. - John Self, Observer Las dos narraciones se refractan y luego se unen en una convergencia poética. Hay un tono inquietante y silencioso en la novela que sondea los efectos desorientadores del exilio. - Anderson Tepper, New York Times Balsam Karam es un magnífica estilista de la prosa. Muchas de sus frases sorprenden por su innovación sintáctica y su ritmo poético único. Como a Virginia Woolf, a Karam le interesan los fragmentos y cómo pueden encajar y fluir juntos. Hay una cualidad coral en su escritura, y un rico trasfondo filosófico en muchas de sus observaciones... «La singularidad» nos arrastra, ofreciéndonos profundos conocimientos sobre la maternidad y la migración, la guerra, el hogar y el dolor. -Yagnishsing Dawoor, Times Literary Supplement En última instancia, el libro de Karam ilustra con vívido detalle -intrincado pero en prosa accesible- la vívida existencia atrapada de los refugiados, de cómo empiezan a vivir fuera del tiempo y del espacio, de cómo el mundo parece no ver ni reconocer su pasado ni su presencia, al tiempo que les niega un futuro. - Rachel Leah Von Essen, Chicago Review of Books
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Seitenzahl: 175
Veröffentlichungsjahr: 2025
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La singularidad
Balsam Karam
Traducción de Begoña Martín Lara
Título original
Singulariteten
Copyright de la obra
© Balsam Karam, publicado por primera vez por Norstedts, Suecia, en 2021.
Copyright de la edición
© Mapa humano casa editorial 2022 SL
Publicado por acuerdo con Norstedts Agency y Casanovas & Lynch Literary Agency.
Corrección ortotipográfica
Núria Sancho Subirats
Diseño editorial
David Molina Gadea
Imagen de la cubierta
Eduard Pechuël-Loesche. Crepúsculo violeta en época de quemas controladas. (Atardecer). Loango, 1875.
Primera edición
Febrero 2025
ISBN
979-13-990587-4-1
Depósito legal
DL T 93-2025
The cost of this translation was supported by a subsidy from the Swedish Arts Council, gratefully acknowledged.
www.editorialmapa.com
Prólogo
La Desaparecida
1
2
3
4
5
La singularidad
Noche, un ala de maternidad
Día 1
Día 2
Día 3
Día 4
Las pérdidas
A mi madre y a mi padre,
Tania, Alaa, Eman,
Jian, Adel, Salam
Tal vez, tal vez el olvido sobre la tierra como una copa puede desarrollar el crecimiento y alimentar la vida (puede ser), como el humus sombrío en el bosque.
Tal vez, tal vez el hombre como un herrero acude a la brasa, a los golpes del hierro sobre el hierro, sin entrar en las ciegas ciudades del carbón, sin cerrar la mirada, precipitarse abajo en hundimientos, aguas, minerales, catástrofes.
Tal vez, pero mi plato es otro, mi alimento es distinto: mis ojos no vinieron para morder olvido: mis labios se abren sobre todo el tiempo, y todo el tiempo, no solo una parte del tiempo ha gastado mis manos.
Por eso te hablaré de estos dolores que quisiera apartar, te obligaré a vivir una vez más entre sus quemaduras, no para detenernos como en una estación, al partir, ni tampoco para golpear con la frente la tierra, ni para llenarnos el corazón con agua salada, sino para caminar conociendo, para tocar la rectitud con decisiones infinitamente cargadas de sentido, para que la severidad sea una condición de la alegría, para que así seamos invencibles.
Pablo Neruda, Canto general
My first born. All I can remember of her is how she loved the burned bottom of bread.
Toni Morrison, Beloved
Al mismo tiempo, en otro lugar, justo cuando la luz cambia a verde y los coches a lo largo de la costa se preparan para dejar atrás la ciudad en dirección al semidesierto y las montañas, una mujer cruza más despacio que nunca la carretera, lo único que además de la corniche1 separa al mar en constante crecida, y su bruma, del centro de la ciudad y las montañas.
La mujer está sola, busca a su hija.
En su rostro no queda nada que recuerde a lo que un día fue, y si alguien grita su nombre no se da la vuelta ni dice no ni déjame en un idioma que aquí nadie entiende ni quiere entender; si se paran, no les mira a los ojos, y si le dicen que espere, tampoco responde que por qué ni ¿es que no entiendes que tengo el mismo derecho que tú a estar aquí?
Es viernes y la ciudad, casi desdibujada por el calor, en breve se llenará de turistas de ropa clara que pasean por los mercados de pescado frito y ostras, de multitudes de gente de compras calle tras calle hacia la plaza. De la gran galería comercial emergerán los turistas, como si de un agujero se tratara, hacia la zona de los museos y las tiendas de recuerdos, y cuando hayan terminado sus compras continuarán hacia la rosaleda y la universidad, las librerías y los parques, y luego también hacia el puesto de maíz en una esquina solitaria bajo el sol, junto a las palmeras combadas donde los gatos se arrellanan refugiándose del calor para después, cuando afloje, corretear por las aceras y entre las casas hasta encontrar alguna terraza en la que quedarse.
Lejos de allí –muy lejos, donde una colina oculta las vistas y en la carretera se llenan de barro las marcas de las excavadoras a la espera de reanudar el trabajo– se yerguen también los ya abandonados edificios de nueva construcción, con fachadas claras y vigas de acero, y una pequeña biblioteca a la que solo van estudiantes.
Sí, un poco más allá, al otro lado de la carretera e imperceptibles para quienes observan desde la universidad las zonas verdes y el resto de facultades, hay edificios nuevos a medio construir, sin apenas paredes en lo que podría haber sido el salón o un dormitorio, el baño, la cocina o un trastero, y que ahora, desolados, sirven principalmente para dar cobijo de la lluvia y el viento a estudiantes del sur.
Por las noches, los estudiantes extienden sus sacos de dormir sobre el cemento, cada uno empuja contra la pared su bolsa, que es lo único que les queda, y duermen a su lado. Les despierta el sol y la neblina de la mañana y se van a su facultad con la bolsa a rastras por el camino embarrado. Miran a su alrededor: a estas horas no hay nadie más que los bedeles por los pasillos vacíos y no hay abierta ninguna cafetería que haga descuentos en té o café o tenga de oferta los bocadillos del día anterior, no hay ningún vigilante que pregunte de dónde vienes o qué haces ahí, ni nadie que ponga su bolso en la silla de al lado y te diga lo siento está ocupada. Los estudiantes se lavan bajo los brazos y entre las piernas en el baño grande al final del pasillo y después se sientan en los sillones de fuera a esperar su primera clase, se adormecen y duermen un buen rato.
Más tarde se juntarán alrededor del fuego para hablar de cómo hacer que el edificio a medio terminar donde pasan las noches se parezca más a un hogar, discutirán sobre qué paredes les hacen más falta y sobre cómo conseguir planchas de chapa, quién de ellos tiene más dotes para la construcción y de dónde van a sacar tornillos y un taladro. Los estudiantes charlarán y se reirán, y antes de la hora de acostarse abrirán sus mochilas y volverán a hacerlas, sacarán calcetines secos y un jersey, y con los libros y una linterna en la mano marcharán cada uno a su sitio junto a la pared.
Es un viernes por la tarde de finales de verano y en breve se esparcirá la basura por la playa desierta, entre las tumbonas y los postes de sombrillas, mientras el mar suavemente se va alejando de las rocas y los juncos. Los vendedores de helado arrastrarán sus destartalados carritos por la cuesta hasta más allá del palmeral y los quioscos de comida, y los taxistas pasarán un trapo por los asientos y los parabrisas agrietados, esperando a que algún hombre trajeado les haga una señal y, con alguien a su lado, les pida llevarlos a algún lugar lejos de la corniche. En breve –mientras por seguridad ponen un brazo sobre su bolso y observan de reojo a los niños que a la espera de conseguir trabajo en la playa se han quedado dormidos todavía con los sacos y rastrillos en la mano– los turistas atravesarán la ancha acera hacia la corniche iluminada por el atardecer y las vistas del mar, indescriptibles según aquellos que pueden permitirse cenar y tomar una copa de vino en alguno de sus restaurantes; ahí sentados pedirán agua con gas y quizá una botella grande del vino de la casa, aceitunas marinadas con alcaparras y ajo y nueces saladas para acompañar, reclinándose frente al mar un poco revuelto de finales de verano y el cielo completamente negro y sin brillo que cubre la en breve abarrotada corniche.
La mujer que busca a su hija ya ha estado aquí antes, conoce la corniche y esta noche, como todas las noches de viernes desde que su hija desapareció, volverá allí a esperar; observará a las chicas que aparecen como de la nada con trapos y fregonas en la mano e irá tras ellas cuando, igual que hacía la Desaparecida, salgan a limpiar las manchas de bebidas derramadas y a dejar de nuevo el suelo impoluto.
Buscará y rebuscará por cada rincón de la corniche.
Caminará hasta allí despacio y con un cansancio infinito; decidida, aferrándose a su bolso como si fuera su posesión más valiosa, se sentará en alguno de los bancos frente al restaurante donde trabajaba su hija hasta el día que desapareció y, pasándosela de una mano a otra, mantendrá su navaja caliente allí en la corniche.
Es en la corniche en lo que piensa mientras el semáforo se pone en verde, las calles que llevan al centro se oscurecen y las sombras, más profundas aún que las del día anterior, vuelven invisible a la mujer; piensa en la corniche y en la chica y en los quioscos de comida y en los niños que ve en cuanto da un paso y empieza a cruzar lentamente la carretera, en los camareros con sus pantalones y zapatos negros y en los hombres que se paran con vasos de cerveza en las manos y les gritan a los niños.
Como cualquier otro día, su intención es continuar hacia la plaza, el callejón y luego llegar a donde el verdulero ya ha empezado a colocar melones y frutas de hueso –además de las coliflores de hojas quebradas y el cilantro que la Desaparecida siempre quería llevarse a casa al callejón–, pero no consigue avanzar, está petrificada en mitad de la carretera.
El mundo hoy parece distinto, como si fuera nuevo, y si se aprieta las heridas redondas y abiertas le da igual que de ellas emane un pus amarillo y viscoso como antes, y si pierde el pañuelo en el arcén donde a causa del cansancio se ha echado a dormir un rato tampoco le importa no recuperarlo. El aire se nota a la vez cargado y ligero, y es justo al reparar en ello cuando la mujer percibe además la presencia de la Desaparecida, tal vez también su olor al otro lado de la carretera.
Si se queda ahí el tiempo suficiente, si permanece entre los coches con las manos y los ojos firmemente apretados, en una oración tan intensa que nada más que su anhelo pueda penetrar en ella, quizá entonces el dios que una vez le dio a su hija y después se la quitó decida devolvérsela.
Si implora lo suficientemente alto, por favor, Dios mío, al tiempo que aumentan los gritos desde los coches y el sol persiste inmenso, te lo suplico con todo mi ser, quizá ocurra algo que hasta entonces no había podido ocurrir.
Si desde lo más profundo de sus entrañas declara que de todos mis hijos, al tiempo que cae de rodillas sobre el asfalto, a ella era a quien más quería, quizá tenga lugar algo que sobrepase los límites de la razón y su hija se aparezca como en un sueño.
La mujer espera. ¿Por qué no se hace realidad el sueño?
Las rodillas se le pegan al cálido asfalto y se le adormecen; a su lado, el tráfico la adelanta despacio y se aleja.
En los coches, los niños se asoman para mirar a la mujer: la camisa ajada y descolorida que reluce sobre su pecho y el desgarro que le atraviesa la espalda desde un hombro; su cuerpo ya débil por el sol y el calor de finales de verano y los pantalones con manchas oscuras de sangre seca que van desde los muslos a los tobillos, hasta sus pies azulados e hinchados. Parece imperturbable ante aquellos que le piden que se aparte, y cuando por fin se gira y fija en algo la mirada es como si aun así no pudiera ver nada de este mundo.
¿Van a atropellarla?, preguntan los niños, ¿va a morirse en la carretera?, y sus padres responden que no saben, que tal vez.
En el bolso lleva los mismos papeles de siempre y, sujetándole las pantuflas desgastadas por el suelo de la calle, las mismas tiras viejas que le enrojecen los talones y se le resbalan; alrededor del cuello uno de los chales de su hija, más oscuro cada día, y en el bolsillo del pantalón la navaja que siempre lleva consigo cuando va por la ciudad. Luego, cuando las pantuflas ya no aguanten más, irá descalza hacia los restaurantes y la corniche y se acercará a la barandilla y, cuando nadie la vea, la cruzará hacia las rocas ennegrecidas por el cielo y el mar.
Hoy hay algo distinto, como mortecino, y la mujer se da cuenta mientras clava el puño sobre el capó de uno de los coches que le pasan más cerca y presiona un papel contra el parabrisas:
¿Alguien ha visto a mi hija? Diecisiete años, desaparecida desde el amanecer del primero de mayo. Ayúdame a encontrarla, ayúdame a hacer justicia.
Engancha el papel en el limpiaparabrisas y ni se inmuta cuando el conductor grita tras ella, le da igual que le escupa, no se da la vuelta para pegarle cuando la llama sucia, asquerosa, rata inmunda.
Simplemente sigue avanzando y luego, esa misma noche, cuando pone fin a su búsqueda con las manos y la frente ensangrentadas, tú estás un poco más allá y observas el mar. No llegas a ver la sangre, solo ves a la mujer que acto seguido se arroja al vacío.
1La autora emplea este préstamo del francés tal y como se utiliza en determinadas regiones, sobre todo en aquellos países que han estado colonizados por Francia y desde los que se ha extendido a sus vecinos, para referirse a un paseo que discurre junto al mar o un río. (N. de la T.)
Finales de verano un viernes por la noche en una ciudad por una parte oculta entre los rascacielos, por otra relegada al semidesierto y al amarillo casi saturado que llega desde allí y como un manto se posa sobre las calles y la hierba; varias veces al día los vendedores de cigarrillos le quitan el polvo a sus carritos pese a que la lluvia es lo único que ayuda y los arbustos que enmarcan los parques de norte a sur se salpican de un verde pálido en el que una vez crecieron flores y frutos rojos que la gente chupaba y escupía.
Nunca has estado aquí antes, aunque sí has querido venir muchas veces, y ahora que por fin paseas por sus calles lo haces como otra turista más, a pesar de que hables su idioma desde que eras niña y de que puedas leer las señales y los menús colocados en las mesas y les preguntes a los trabajadores del hotel por la situación actual, a pesar de que cojas algún que otro periódico para ponerte al día y les cuentes lo que has leído a los compañeros de trabajo que tengas sentados cerca.
Por la corniche se extienden las voces de los hombres de traje que van con una mujer a su lado, y a lo largo de la carretera principal, en fila, se colocan expectantes los vendedores de rosas. Te has separado de tus compañeros para que te dé un poco el aire –el bebé necesita un paseo, les dices con la mano en el vientre– y cuando pasas por la entrada del restaurante, con sus celosías cubiertas de enredaderas y guirnaldas de flores, aparecen los niños como de entre las sombras y se te acercan y te saludan; te preguntan si les quieres comprar las pulseras que les cuelgan de los brazos, o a lo mejor prefieres un salvamanteles de ganchillo y chapas de botellas, y te agachas para ver mejor a los niños, les dices claro y gracias mientras te pones la pulsera y guardas el salvamanteles en el bolso. Les das unos cuantos billetes y sigues avanzando por la corniche.
Te acabas de dar la vuelta hacia el cielo y el mar, hacia esa oscuridad inmensa que conforman, cuando ves a la mujer.
Está al otro lado de la barandilla, con el cuerpo hacia fuera casi fundiéndose con las rocas y el mar, la mirada allá donde ni el horizonte ni la luna se dejan ver. Cuando se gira y cae en ti su mirada o te atraviesa, sigues sus ojos hacia la carretera, los quioscos de comida y los vendedores de bisutería y ves, como ella, las luces blancas y amarillas de las farolas en la zona del puerto y la playa.
Ha empezado a refrescar, lo notas tú y también la mujer que, con la camisa abierta, deja que la brisa marina golpee su pecho desnudo y los pequeños cortes ensangrentados que le atraviesan el vientre; se quiere deshacer de los pantalones pero no sabe cómo, se quiere anudar el chal de la chica más fuerte al cuello, pero no puede.
A partir de esa noche, los niños que ha dejado atrás para dedicarse a la búsqueda de la Desaparecida y junto a quienes ya nunca ha regresado del todo dormirán más cerca y apiñados que nunca, y la luz del sol en el callejón se volverá ya deslumbrante, ya blanca y fría.
La mujer lo sabe, como sabe que el agua del grifo del baño escaseará y saldrá helada durante todo el invierno, y que las ráfagas de viento apagarán cada vez más a menudo la lámpara de queroseno; sabe que las mantas, con sus rotos grandes y pequeños, ya no darán calor y la humedad y la niebla que el otoño impone como una lluvia constante en el callejón impedirán que las hojas de palma que los niños traen en sus brazos desde el otro lado de la carretera lleguen a secarse.
Hasta que no advenga la mañana, cuando el sol vuelva a reflejarse en las paredes y tejados y se deslice sobre los pies adormecidos y azules de los niños, estos no comenzarán una vez más a alejarse por el callejón; hasta que la luz, tan blanca e insoportable como antes, no reluzca sobre la tierra y sobre sus cuerpos anhelantes de algo que nunca va a regresar a este mundo, no empezarán los niños a deambular despacio, dejando atrás aquel callejón.
Espero, piensa la mujer, agarrándose con más fuerza aún a la barandilla y mirando el cielo y el mar –un único e inmenso hogar al que volver–, espero que algún día los niños se cojan de la mano y encuentren su lugar en otro sitio, dice, y comienza a enumerar los nombres de los hijos que le quedan para que el cielo y el mar no los olviden como olvidaron y abandonaron a la Desaparecida.
Cuidad de Perla y enseñadle a montar bien en bici, dice deslizando los pies sobre la suavidad de las rocas, dejad que Minna lo aprenda todo sobre las estrellas y las galaxias, es lo que le gusta, y dadle a Mo una pelota bien dura que nunca nadie haya chutado antes, añade, y luego enmudece.
Eso es todo, lo único que pide la mujer antes de que la veas arrojarse al vacío y entonces no quede nada: nada más que la oscuridad de la noche y la brisa marina, los bares y la comida; nada más que tú y el bebé en tu vientre y el bolso que la mujer ha dejado en uno de los bancos desgastados y pintados de blanco que ocupan ese trozo en que el mar queda oculto por las descomunales entradas a los restaurantes que recorren la corniche.
Más tarde tú lo recoges, te llevas el bolso y les das a los camareros uno de los papeles que encuentras en él, pero te guardas la pastilla de jabón, o más bien lo que queda de ella, que hay en el fondo; les muestras la foto de la chica en pantalones cortos y suéter y te das media vuelta, no te despides ni les respondes vale a tus compañeros cuando te gritan buenas noches, nos vemos mañana, cuídate.
En la cama del hospital tratarás de recordar si esa noche estabas cansada o feliz, si llevabas puesto el vestido de terciopelo negro o el verde; tratarás de recordar si sentiste al bebé dar patadas durante el tiempo que a ti te pareció una eternidad que estuviste en la corniche, si la mujer era alta o baja, si su pelo era del mismo color que el tuyo y si fue en ti en quien fijó la mirada al girarse y ver la riada de turistas como tú que todo el rato iba y venía, todo el rato fundiéndoos con la hilera iluminada de bares y las farolas que adornan la corniche.
Cuando la mujer se suelta y se golpea contra las rocas primero una vez y luego otra no percibes mayor solemnidad o silencio de lo habitual, eso sí que lo recuerdas y así se lo cuentas a quienes luego se preguntan por qué le das vueltas todo el tiempo a la mujer y la corniche. Los restaurantes no bajaron la intensidad de sus luces ni detuvieron la música, los camareros no dejaron de sacar aperitivos y platillos con queso y aceitunas, y, en el mirador, los turistas tampoco retrocedieron, no se movieron de la corniche. Recuerdas que las rocas relucían casi como espejos y que se oyó un grito que luego desearás que fuera tuyo, aunque tú nunca hayas podido gritar así ni comprendieras su sentido; yo no me veo capaz, dices más adelante en la cama del hospital, mientras cierras los puños duros como piedras y te golpeas con toda tu fuerza la cara y el pecho.