La sociedad del delirio - Antonio-Carlos Pereira Menaut - E-Book

La sociedad del delirio E-Book

Antonio-Carlos Pereira Menaut

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"La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social". Eso dice la Constitución española de 1978. Sin embargo, no pocos advierten en el desarrollo legal una tendencia a construir una sociedad delirante, hostil a la dignidad del ser humano y a toda creencia, que contradice el acuerdo previo defendido por la Constitución. ¿Se trata de una crisis sin precedentes? ¿A dónde nos conduce, si es realmente así? El autor, experto en Derecho, nos ofrece aquí un marco de reflexión.

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ANTONIO-CARLOS PEREIRA MENAUT

LA SOCIEDAD DEL DELIRIO

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2023 byAntonio-Carlos Pereira Menaut

© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6562-7

ISBN (edición digital): 978-84-321-6563-4

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6564-1

VXORIS • MEMORIAE • SACRVM

ÍNDICE

A modo de introducción

I. ¿Qué nos pasa?

¿Cambios inimaginables y muy recientes?

Algunas novedades radicales

II. ¿Qué ha cambiado?

El cambio antropológico

Un radical desacuerdo sobre lo fundamental

La «descomposición» social

Uniformidad: aislados pero homogeneizados

¿Tendencias deshumanizadoras?

Los cambios negativos para el Derecho constitucional, en particular, el español

La libertad, ¿en retirada?

III. ¿Tan malo es este mundo?

¿Hemos llegado al «posmundo»?

El mundo actual: ¿un caos de virtudes?

IV. De cara al futuro, ¿qué hacer?

Notas

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

Notas

A MODO DE INTRODUCCIÓN

Si usted busca otro trabajo más que subraye lo mal que va todo, este no es el que yo recomendaría. No porque no vayan mal muchas cosas, pues van, y aquí comenzaremos precisamente por detallar todo eso, sino porque esta crisis es completamente distinta y es reciente: tan reciente y tan acelerada que miramos al año 2000 y casi nos parece otro mundo: prácticamente no había redes sociales (la Web 2.0 es de 2005) ni controles aeroportuarios.

Este pequeño ensayo pretende sugerir básicamente dos cosas: primera, que estamos en una crisis no solo importante sino diferente; segunda, que una parte de la dificultad para comprenderla reside en que no tiene unas causas solo religiosas, morales o, como se dice ahora, valorativas.

En efecto, para percibir que hoy estamos —nosotros, nuestra civilización y el globo terráqueo— ante una situación difícil y que, además, carece de precedentes, no hace falta ser particularmente perspicaz ni tampoco particularmente pesimista. Hasta hace no mucho —cinco años, diez, quince— la gran mayoría de la gente pensábamos, básicamente, que la crisis actual era una más; la que nos ha tocado a nosotros: siempre hubo crisis y momentos de cambio y siempre los habrá, y es humano y comprensible que a quienes les toca protagonizarlos les parezcan poco menos que el fin del mundo. «Desgraciado aquel a quien toca vivir un momento histórico interesante» es un dicho muy antiguo. Quienes opinan que, por el contrario, estamos ante una crisis especial eran (y, en general, todavía son) considerados archi-conservadores, casandras, profetas de desastres, pesimistas o anclados en el pasado. No se les suele considerar realistas, cosa que, en principio, deberíamos ser todos. Por cierto: una persona realista que observe el mundo, hoy, ¿qué postura debe seguir? Exagerar los problemas no es manera de defender al mundo (aparte de que puede llevar a la inacción); ignorarlos, tampoco.

Decir hoy, en 2023, que las cosas están cambiando muy rápido no es nada llamativo. Ahora bien, ¿está también cambiando rápidamente la percepción general de la crisis? Juzgue el lector. Más y más pensadores van admitiendo que, por diversas razones —tecnológicas, culturales, de armamento, climáticas—, estamos ante un momento especial, y se diría que más y más gente de la calle, también. Aunque aún no es la posición dominante, ya no se ve como una ocurrencia ni una completa novedad. Los orígenes son más lejanos, basta ver la literatura y el pensamiento de los últimos cien años. Hace cincuenta, ya alguien percibía que «toda una civilización se tambalea». Pero luego vino un momento más optimista: cayó el Muro de Berlín, se extendieron la democracia y el libre comercio mundial, se proclamaron más y más derechos y vino la idea del fin de la historia —que, solo unos decenios después, pocos profesan—. Cada vez vivimos más años, con más salud física y menos pobreza según los indicadores ordinarios, pero en el otro plato de la balanza están los problemas culturales, antropológicos, climáticos, la pandemia, las enfermedades mentales, los suicidios y, ahora, Ucrania. Ross Douthat no es un Casandra, pero en La sociedad decadente (2021), aunque es un libro muy americano y nada tremendista, transmite un mensaje de una decadencia especial que no excluye que pueda terminar seriamente mal.

Contra lo que puede sonar más intuitivo, no hay una época, con su correspondiente crisis, que podamos considerar precedente de la nuestra. Hay precedentes parciales, pero no una época como tal. Tenemos relativamente poco en común con la caída del Imperio Romano, que suele ser el término de comparación principal (también lo es para Douthat). Realmente, el mundo romano no terminó de morir nunca. Si acaso, estaría terminando de morir ahora, tanto por la negativa práctica de la Iglesia a seguir siendo la depositaria de la latinidad como por la derrota de las Artes Liberales, Litterae Humaniores o Classics por la economía y la tecnología. A Roma le sucedieron la Cristiandad y el Imperio, como si lo romano se reencarnase o se negase a desaparecer —desaparición que, por otra parte, nadie buscaba—. El Sacro Imperio Romano Germánico duró hasta 1806. En el frontispicio de la Karmelitenkirche de San José, en Regensburg, puede leerse Leopoldus, Rex Romanorum grabado en la piedra en 1673 como lo más natural, que no chocaba a nadie. La cultura griega y romana ha continuado sorprendentemente viva hasta hace solo una generación. Pongámonos en 1950: ¿cuántos profesores de universidad en el mundo occidental sabían latín o lo habían estudiado? Todos, o la gran mayoría.

Sabemos que las civilizaciones (no solo los imperios, que son una forma política) pueden tener un final; de ser así —aunque eso esté todavía por ver— nuestro caso no sería el primero. Pero de ahí no se puede deducir que si ahora estuviéramos ante el final de la civilización greco-romano-judeo-cristiana sería para volver a la fase en que estaba la humanidad antes. Tampoco estaríamos, como quieren los más pesimistas, volviendo a las cavernas. Es de suponer que en las cavernas había mucha barbarie, pero sería otra. No estamos reproduciendo ninguna crisis epocal anterior ni estamos sustancialmente volviendo a nada, porque lo que ocurre ahora es nuevo y no hay una época que se pueda con propiedad considerar precedente (salvo aspectos parciales). Objetivamente —esto es, atendiendo a la realidad de las cosas—, lo que sucede ahora es que estamos ante algo que no había existido nunca: ni en las cavernas, ni en Egipto, China, Grecia, Roma ni en el siglo xix hubo esta economía, esta tecnología, esta cultura, esta psiquiatría, esta tecnocracia, este control capilar, esta capacidad técnica de destrucción, esta acumulación de poder, esta capacidad (o, al menos, pretensión) de poder hackear al hombre por dentro, esta inteligencia artificial, esta posibilidad de controlar a toda la población mundial, este poder sobre el interior de los hombres…

Ante todo eso, que seguramente no resultará muy halagüeño para nadie, ¿no hay nada que hacer? Responderemos, en primer lugar, que detectar, diagnosticar, es una cosa; sugerir líneas de acción, otra; y, siendo como somos las personas, cada una con su carácter y su legítima cuota de deformación profesional, bien puede ser que no toquen ambas funciones a la misma. En segundo lugar, muy pocas son las situaciones humanas en las que no hay realmente nada que hacer y esta no es una de ellas.

Este trabajo nace de la visión de un jurista que intenta observar lo que ve y toca sin partir de teorías generales ni pretender formularlas; en cierto modo, es un trabajo antiteórico. Escribió Álvaro d’Ors en Derecho y Sentido Común (1995) que el sentido común es la verdadera filosofía del jurista. Así que estas páginas se mueven más en el terreno de las observaciones y conjeturas que en el de las monografías. Si algo pretenden es sugerir, de la manera más breve y sencilla posible, que el hombre medio, dotado de inteligencia racional, sentido común y conciencia moral, abriendo los ojos —por descontado, con un buen esfuerzo— puede alcanzar un razonable grado de comprensión de la realidad, incluso de la confusa realidad de hoy. Ciertamente, esta manera de trabajar responde también en el fondo a una toma de partido sobre el Derecho y la ciencia jurídica —pomposamente: una postura epistemológica— pero no es del caso desarrollarla aquí; baste señalar algunos rasgos: fiarnos de nuestra razón y de nuestros propios sentidos, estudiar cosas más que teorías sobre cosas, ir a lo concreto, ir siempre de lo conocido a lo desconocido, no olvidar que res sunt y que la realidad objetiva existe, por mucho que la mecánica cuántica y el relativismo estén al acecho.

Tras el intento de diagnosticar qué nos pasa con mejor o peor fortuna (en ese punto me someto al tribunal supremo del lector), queda la cuestión de las causas, un punto en el que mantengo un desacuerdo con varios amigos aunque algunos de ellos sepan mucho más que yo. No pocos católicos, así como creyentes de otras confesiones, atribuyen directa o indirectamente nuestros actuales problemas a haber dado de alguna manera la espalda a Dios desde los siglos xvii-xix. Debe notarse que tampoco faltan agnósticos y ateos prácticos que ven la raíz de los problemas en una crisis de valores que poca gente niega; postura que, aunque no tenga en cuenta a Dios, tiene en común con la anterior alguna forma de maldad, inmoralidad, desviación o incorrección de los comportamientos de las personas. Aunque eso, desde luego, no se puede negar, aquí nos apartaremos hasta cierto punto de esos planteamientos. Como reza la Navaja de Hanlon, «no recurras a la maldad humana mientras puedas explicar los problemas mediante la estupidez humana». Pero hay algo más: además de la irreligiosidad, la inmoralidad y la estupidez, sugerimos que una parte importante de nuestra debacle actual, y quién sabe si la más difícil de contrarrestar, se debe a la economía, la tecnología y la organización social de hoy; lo cual ya no sería una conducta sino una estructura de las que configuran nuestro mundo actual.

La primera versión publicada de este trabajo fue el “Postfácio” al libro de Paulo Ferreira da Cunha, Arte Constitucional.Novos Ensaios (Joao Pessoa, Brasil, Editora Porta, 2022, 246-321). Abreviado y muy modificado, se convirtió en Lo que va mal en el mundo (Ius Publicum, 49, Santiago de Chile, 2022, 11-32). La presente edición es una ampliación y revisión completa del último1. Para mantener un tono todo lo literario posible, las citas que son del común conocimiento se incluyen en el texto entre paréntesis; las demás son las mínimas para no incurrir en plagio y están al final, de modo que el texto puede ser leído sin acudir a ellas.

La lista completa de personas con las que este pequeño trabajo me ha puesto en deuda sería más larga que el propio librito. Muchas han sido las discusiones, intercambios epistolares, cafés, tés y cervezas. Me limitaré a mencionar a I. Arias, J. y A. Ballesteros, A. Carrodeguas, P. Ferreira da Cunha, F. Grande, A. J. Hegarty, H. Marín, S. P. Sáez, E. Soto Kloss, R. Stith y en especial a Natalia Sanmartín, Dalmacio Negro, Anxo Sampedro y Paco Sánchez. Debo añadir a mi editor, Santiago Herraiz. A todos, muchas gracias por el tiempo invertido y todo lo que me han enseñado.

ACPM

Santiago de Compostela, 24 de marzo de 2023

I ¿QUÉ NOS PASA?

Queda dicho que el autor de estas líneas no es un filósofo sino un profesor de Derecho constitucional que, a base de preguntarse por las raíces de los males que aquejan hoy a los «fundamentos de los fundamentos» del constitucionalismo, creyó percibir un puñado de cuestiones para las cuales, por ser muy profundas, las constituciones no tienen remedios. En un momento como el actual, en que podríamos estar caminando hacia unas democracias no muy distintas de pomposas carcasas vacías, puede ser bueno recordar que el artículo 10.1 de la Constitución española de 1978 aclara que ella no constituye sus propias bases humanas y sociales:

La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social.

Con una mirada española de 1978, año en que se hizo esa Constitución, no nos parece anticonstitucional leer: «El hombre, su condición de persona, su dignidad, así como un orden social justo y pacífico (del cual formarán parte una estructura social, una cultura, una ética y un Derecho) son la tierra en que se planta esta Constitución». Por ser esas cuestiones más básicas que las constituciones, es comprensible que las magnas cartas no puedan prever nada sustancial en caso de que haya problemas a ese nivel. El Derecho constitucional, desde sus remotos orígenes, da por supuestas ciertas cosas que se podrían reconducir al paquete judeo-greco-romano-cristiano: «Sostenemos que estas verdades son autoevidentes…» (Declaración de Independencia norteamericana). Mal asunto, que el Derecho constitucional tenga que aplicarse a aclarar qué es el Derecho, qué es la sociedad o, peor aún, qué es el hombre. Algunos altos tribunales lo hacen, con resultados que están a la vista. El artículo 10.1 presupone una sociedad no perfecta pero básicamente sana y estructurada; si falta, no puede decretar su fabricación.

Sería ingenuo negar que el diagnóstico sobre el estado de salud de esos «fundamentos de los fundamentos» no es optimista hoy. Pero, por otro lado, a nadie le gusta ser manti kakón, «adivino de males», como reprocha Agamenón a Calcante en la Ilíada. Lo negativo y pesimista no atrae. Otro argumento contra el pesimismo es su inutilidad: cuando uno va cruzando el Sahara, quejarse sin cesar del calor no servirá más que para bajar la moral de todos los expedicionarios, sin bajar la temperatura un solo grado.