La tortura del silencio - Guido Barella - E-Book

La tortura del silencio E-Book

Guido Barella

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Beschreibung

Los años de gobierno de Ceaucescu en Rumanía (1967-1989) fueron también de persecución. A las afueras de los pueblos, como una advertencia, quedan entonces los huesos de las víctimas asesinadas por la Securitate , la temible policía política rumana. Numerosos obispos y sacerdotes greco-ortodoxos fueron encarcelados y martirizados. Marius Oprea, investigador de crímenes durante el régimen y disidente en esos años, relata al autor historias hasta ahora desconocidas, que contribuyen a entender Europa y muestran, una vez más, la locura del totalitarismo. "Conozco a Marius Oprea por su lucha contra los residuos del totalitarismo en Rumanía, y lo apoyo públicamente para que pueda continuar investigando sobre los crímenes del comunismo". (Harta Müller, premio Nobel de Literatura).

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Veröffentlichungsjahr: 2015

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GUIDO BARELLA

LA TORTURA

DEL SILENCIO

La historia de Marius Oprea

y el régimen rumano

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

Título original: La tortura del silenzio

© 2015 by EDIZIONI SAN PAOLO S.R.L.,CINISELLO BALSAMO (MILÁN)

© 2015 de la versión española, realizada por MIGUEL MARTÍN,

by EDICIONES RIALP, S. A. Alcalá 290 - 28027 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4517-9

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

I. ¡NO DEBEN MARCHARSE!

II. HAY QUE IR A LOS PUEBLOS

III. EL CHIABUR DE TRANSILVANIA

IV. CON ESTIMA Y ESPERANZA

V. VASILE NO VOLVIÓ

VI. LOS SABLES DE AIUD

VII. EL FINAL DEL RÉGIMEN

VIII. EL EXPERIMENTO PITEȘTI

IX. LA IGLESIA Y EL RÉGIMEN

X. LA TORTURA DEL SILENCIO

MI SECURITATE Y YO

LAS FUENTES DE ESTE LIBRO

INTRODUCCIÓN

Amorgos es la isla más alejada de Atenas en el archipiélago de las Cicladas. Cada año, en la semana posterior a Pascua, una emprendedora local, Irene Giannakopoulou, organiza un mitin cultural y un pequeño festival cinematográfico de cortometrajes. Realizadores, arquitectos, artistas, periodistas y fotógrafos acuden de cada rincón de Europa. Allí fue donde un día, en una taberna junto al mar, con Donatella, mi novia, me encontré en la misma mesa con una pareja rumana. Ella, Cristina, era una periodista de televisión, especializada en información religiosa. Él...

Él, como se leía en la acreditación que llevaba al cuello, era Marius. Marius Oprea. Encantado, encantado...

—Soy periodista —le digo—, ¿tú a qué te dedicas?

Un momento después mi cuaderno estaba abierto sobre la mesa y la pluma corría veloz. La historia que me estaba contando, su historia, me conquistó al instante. La búsqueda de los cuerpos de quienes fueron víctimas de la Securitate durante los años de la dictadura comunista, la denuncia de aquellas atrocidades, las persecuciones personales que, a pesar de la actual democracia rumana, sufría él por dedicarse a esa labor.

Quizá fue porque en Occidente sabemos poco o nada de Rumanía y su historia; o porque durante años me he ocupado, desde el observatorio que me proporcionó el límite oriental de Italia, de los ecos y sucesos de la inmediata posguerra, con el nacimiento de la República socialista federal de Yugoslavia y todo lo que se derivó de ahí; o porque, sobre todo, me decía más que sus palabras aquella triste mirada de buena persona de Marius, serena y angustiada, reflejo de la carga que lleva sobre su espalda... El caso es que escribí páginas y páginas de apuntes a toda velocidad, ante el azul del Egeo, en la terraza del hotel Aegialis de Amorgos, antes de que intercambiásemos números de teléfono y direcciones de e-mail. Al volver a casa, escribí un largo artículo para mi periódico, el diario de Trieste «Il Piccolo», pero me quedaba con ganas de profundizar, porque la historia de aquel hombre y sus ojos merecían más que un artículo de periódico.

Aquí, en Italia, no hay mucho para documentarse sobre Rumanía. Y sobre Marius Oprea y su experiencia, todavía menos. Escarbando en los archivos de Internet, antes del mío solo encontré un artículo en «Avvenire». En Francia, en cambio, hay algo más, pero es sabido que las relaciones culturales entre París y Bucarest vienen de antiguo. No tuve otra elección que tomar un avión e irme a Rumanía. Un primer viaje, un segundo... Llevaba una grabadora, el acostumbrado cuaderno de apuntes y la cámara fotográfica.

La primera vez que fui a Cluj, en Transilvania, estaba también allí un equipo de la sede londinense de Al Jazira que grababa un reportaje sobre Marius y sus trabajos. Y entonces, para no dar lugar a malentendidos, él nos llevó a la sala de autopsias del Instituto de Medicina Forense para que viésemos el estado en que se encontraban los esqueletos —en aquel caso se trataba, muy probablemente, de un sacerdote greco-católico muerto en la cárcel de Aiud— y los análisis a los que se les someten, cuando hay dinero para hacerlos.

Conocemos allí a dos hombres de su equipo de «arqueólogos de lo contemporáneo», Gheorghe Petrov, el Ghiza de sonrisa que vale por un apretón de mano, y Paul Scrobată, el silencioso Paul, que se recoge su larga cabellera en una cola de caballo. Y luego, los viajes a los sitios de búsqueda, allí en Transilvania, comenzando por Aiud, y siguiendo por las cárceles especiales, como la de Ramnicu Sarat, en la carretera que va a Moldavia.

En Bucarest encontré después a algunos amigos de Marius, los demás compañeros de su aventura, los colaboradores del Instituto de investigación sobre los crímenes del comunismo. Sentados a la mesa, en un restaurante del centro, conocí al general Voinea, el procurador militar que en 1989 sostuvo la acusación contra los esposos Ceaușescu y que en cierto sentido actúa también como arqueólogo, escarbando en los papeles de los archivos. En fin, durante una de las visitas al Palacio del pueblo, hoy sede de las dos cámaras del Parlamento, hablé con el senador Sorin Ilieșiu, director de cine e intelectual, que ha grabado horas y horas de testimonios sobre lo que pasó en la cárcel de Pitești.

Horas y horas de grabación fueron también las mías: en la salita de la casa de Cristina, la novia de Marius (paciente en su traducción perfecta al italiano), en Bucarest, o en el pequeño estudio de Gheorghe Petrov, una buhardilla del museo de Cluj, convertida en cámara de gas por los cigarrillos que él y Gilda, la intérprete, fumaban. Olvidándonos todos incluso de comer, capturados por la intensidad de lo que oíamos. Grabaciones en coche, en vuelo entre un lugar y otro, en la mesa de un restaurante, ante un televisor y consultando el material reunido por Marius y sus hombres.

Horas y horas para conocer un mundo. Horas cargadas de sufrimiento y angustia, porque así son las palabras de Marius o de Gheorghe, de Dan o de Sorin cuando cuentan su experiencia. Mil instantáneas de un drama sin fin que golpeó a Rumanía y sus habitantes durante buena parte del siglo veinte. Un país que procesó a su dictador pero que no quiso procesar a la dictadura, un país hoy pobre pero digno, un país orgulloso y extraordinariamente acogedor. Un país de fuertes y chocantes contradicciones.

Marius, lo mismo que Gheorghe, Dan y Sorin, me abrieron sin reservas el libro de sus experiencias: surgió así una gran estima por ellos y, me atreveré a añadir, una amistad de la que me siento orgulloso. Y así nacieron estas páginas que les dedico: a ellos, a su misión y a esa Rumanía que quiere que se conozca su historia. A la Rumanía que se rebela ante el silencio al que la sometieron y la siguen sometiendo hoy. El silencio impuesto en las cárceles políticas, el silencio a que estaban obligados los supervivientes de las largas detenciones y sus parientes, el silencio de los intelectuales y de todos los que sabían y no hablaban. El silencio que hoy, incluso después de la revolución de 1989, empapa los recuerdos en el país y más aún en el exterior. El silencio que se convirtió y se convierte en tortura. Hoy como ayer.

I.

¡NO DEBEN MARCHARSE!

De Sibiu a Brașov hay apenas 150 km. La carretera serpentea en el corazón de Rumanía, en el límite meridional de Transilvania, al pie de los Cárpatos, las montañas del conde Drácula. Marius Oprea está volviendo a casa.

Va solo. Ha dejado a su mujer y a su hijito —de tres años, con el chupete aún en la boca— en el último control de documentos del aeropuerto. Los ha visto desaparecer tras el detector de metales después de la puerta de embarque: ese vuelo para Alemania cambiará sus vidas.

El aeropuerto de Sibiu es un paralelepípedo largo y bajo, todo de hormigón y cristal, igual quizá que centenares de aeropuertos en cualquier parte del mundo, con la excepción de algunos tablones de anuncio color zanahoria que adornan las paredes del interior. Una parte algo más alta sirve como torre de control.

Un puñado de vuelos parte cada día. Algunos vuelos nacionales para Bucarest (serán menos de 300 km, pero en coche, sin autopista, duran una eternidad), y luego sobre todo para Alemania, pero también Austria e Italia. Aquel día de 2007, en el tablón luminoso, el vuelo para Alemania estaba en hora. Entre los pasajeros con billete, esa mamá con su bebé.

Marius los ha traído desde Brașov, donde viven. Donde vivían. La larga acera delante del aeropuerto está repleta de gente, unos macizos de flores allí en medio y luego, más retirado, el aparcamiento. Aquí las salidas, y más allá las llegadas. Los taxis llegan, sueltan los equipajes, cobran la carrera y parten veloces. La acera está atestada. Hombres de negocios con el ordenador bajo el brazo, emigrantes que van y vuelven, familias que se separan tras largos abrazos y algunas lágrimas de despedida. Maletas, carritos, el último cigarrillo porque, ya se sabe, hasta la llegada no se podrá fumar. Un último cigarrillo también para tratar de calmar los nervios: para la familia Oprea el check-in abre las puertas a otra vida, tanto para Marius que se queda, como para su mujer y su hijo que se van.

Marius y su mujer —las maletas en el carrito, el niño en brazos de papá— lo tienen decidido. Han hablado mucho del asunto, casi cada tarde tras el trabajo. Han elegido esto y así debe ser, en el fondo no hay otra posibilidad. Los ojos, sus ojos, los traicionan. Todo es un juego solo para el niño: viajar volando, no cabe una diversión mayor. Pero papá y mamá saben que no será solo otro país donde crecerá su hijo. Ellos saben que será otra vida que habrán de vivir alejados, separados.

Después del check-in, la última sonrisa a través del puesto de control de policía. Marius baja la cabeza y vuelve al aparcamiento. El coche, la vuelta a casa, a Brașov. Solo. Los ojos fijos en la carretera, la cabeza y el corazón siguen en el aeropuerto.

El repentino timbre del móvil lo devuelve a la realidad. No tiene que mirar el número que llama, comprende enseguida que ha sucedido algo: «Vuelve aquí, vuelve al aeropuerto. Llévate a casa a tu mujer y a tu hijo. ¡No deben marcharse!». No tiene siquiera el tiempo de pronunciar un «¿quién es?», la llamada se corta. El coche frena de golpe y derrapa dibujando en el asfalto una U invertida: en la cabeza de Marius se amontonan mil pensamientos. Y mil miedos.

Desde que se suprimió el comunismo por la revolución de 1989, Marius Oprea se buscó un oficio muy particular. Él, que es arqueólogo de formación, ha querido seguir escarbando en el pasado de Rumanía, pero en el reciente, para traer a la luz los crímenes de la Securitate, las fosas comunes sin ni siquiera una cruz, tumbas de las víctimas de la policía secreta del régimen, que tenía la misión de mantener en pie aquel Estado —por decirlo con palabras de la escritora rumana, premio Nobel, Herta Müller— «que se llamaba dictadura y que era una estructura hecha de desolación y angustia». Un oficio el de Oprea que supone una misión incómoda, aunque, en este 2007, Rumanía ha pasado oficialmente la página de los dieciocho años y la democracia debería estar ya madura. Debería, porque su misión le ha procurado solamente enemigos, amenazas y violencia, hasta tomar la decisión de poner a cubierto a su mujer y su hijo en la lejana Alemania. Y mientras el coche corre al aeropuerto de Sibiu, deshaciendo los kilómetros que acaba de recorrer, el pensamiento se le va a las veces en que pegaron a su mujer para que le convenciese de dejar el asunto, de volver a ocuparse de la prehistoria, su pasión cuando era universitario.

La mujer y el niño fueron parados en el último control. Más aún, los obligaron a bajar del avión. Un hombre alto y elegante, de pelo moreno y mirada gélida, que llegó en un Audi plateado, los condujo fuera del aeropuerto. Cuando llega Marius a toda velocidad, están en la acera, a un paso de ese coche caro. Marius abraza a su mujer, toma en brazos a su hijo, pero el hombre elegante le empuja por la espalda: lo atrapa por el cuello, trata de arrastrarlo, y Marius reacciona teniendo bien claro a quién se enfrenta, o cuando menos quién lo ha enviado.

«¡No deben marcharse!», la voz del hombre es perentoria y fría.

«Espera que suelte al niño, este asunto lo discutimos tú y yo», le responde Marius y se enzarzan a patadas. Lo primero que salta por los aires es el cristal de un faro del Audi.

«¡Te voy a destrozar el coche!», Marius está hecho una furia, «luego me denuncias: ¡tú me denuncias y yo descubro tu apestoso nombre!», le grita a la cara. Es como si le dijese: «Sé muy bien quién eres y quién te manda, cuidado con lo que haces», como si le demostrase que no tiene miedo porque conoce su juego y está dispuesto a pelear. Entonces el otro se bate en retirada, mientras a su espalda algunos hombres de uniforme —quietos durante toda la pelea— esbozan una media sonrisa dedicando a Marius un aplauso silencioso.

La mujer y el hijo partirán. El avión despegará dejando atrás las montañas y bosques tan amados por Marius, en los que busca refugio y paz cuando no puede más y necesita descanso. La nueva casa de los suyos estará en Alemania, y no será solo una. Serán muchas, al menos cuatro en los primeros años y siempre en pueblecitos distintos. También cambian de identidad, bajo protección policial. Una larga fuga de un pasado que no es aún pasado.

Han transcurrido casi veinte años desde la revolución que acabó con la dictadura comunista en Rumanía; sin embargo, hay una familia exiliada en Alemania, en las mismas condiciones en que, veinte años antes, en 1987, con Ceaușescu en el poder, vivió Herta Müller, la escritora rumana de etnia germana que en 2009 ganará el premio Nobel de Literatura. Müller tuvo que dejar «un país que el régimen había fundado sobre el desprecio de los seres humanos, programando el miedo y creando cementerios», y del que, en el fondo, huyen esta mujer y su hijo por el mismo motivo.

Aunque ya no quede nada de la dictadura.

Aunque estemos ahora en otro siglo, incluso en otro milenio.

Aunque los carteles repartidos por la ciudad recuerden que Sibiu, en ese año 2007, es una de las capitales europeas de la cultura. Ese último episodio en el aeropuerto demuestra que en el fondo la «programación del miedo» no se ha archivado, porque ¿qué es esa escena de película de James Bond sino una advertencia, un modo demasiado explícito de decir «que sepas que sabemos, te controlamos y te controlaremos siempre, aunque te vayas al extranjero»?

«Cuando en 1991 comencé con la investigación de los delitos perpetrados por la Securitate, empecé a reflexionar sobre lo que nos había pasado como pueblo rumano, como individuos rumanos. Y ahora mi misión, como la de los amigos que colaboran conmigo, es conseguir que los restos de las víctimas del régimen puedan tener al menos la bendición de un sacerdote y descansar en paz a la sombra de una cruz». Así explica Marius Oprea la decisión que tomó. Él, que en el año de la revolución rumana tenía apenas veinticinco años y que ahora está precozmente encanecido. Él, que habla con los ojos aunque calle, y sus silencios están siempre cargados de tensión y emoción. Él, que, serio y obstinado, después de la primera licenciatura, en 2002, obtuvo el doctorado precisamente con una tesis sobre la historia de la Securitate: «El papel y laevolución de la Securitate (1948-1964), para conseguir por mis títulos cierta autoridad en el trabajo que desarrollo, y llegar a ser un punto de referencia en el nivel académico».

En realidad, a pesar de los títulos universitarios, su «misión» en Rumanía resulta incómoda, aunque se desarrolle bajo la supervisión de la fiscalía militar. Aunque la policía esté siempre presente cuando Marius y su equipo de arqueólogos excavan en los puntos que les señala la memoria popular, y aunque el gobierno haya creado, en 2005, el Instituto para la investigación de los crímenes del comunismo en Rumanía, confiándoselo precisamente a él.

Funcionaba y funciona quizá demasiado bien esta «máquina de búsqueda», tanto, que Marius ha cobrado fama en los periódicos como «cazador de securistas», porque así se llamaban y se llaman en Rumanía los que formaron parte de la policía secreta, la Securitate, que en los largos años de la dictadura comunista, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta 1989, lo sabía todo, lo controlaba todo, mandaba en todo, manteniendo al país en una burbuja irreal, puesto que en aquella Rumanía nada podía ser como en verdad era. «Cazador de securistas»... En realidad su misión era y es otra: más que descubrir securistas, investigar los crímenes de la Securitate y ofrecer a los muertos una digna sepultura, una tumba con una cruz donde los parientes puedan rezar una oración.

«Incluso hoy —explica Marius Oprea—, no hay en Rumanía una verdadera voluntad política de investigar a fondo estos crímenes, porque no se quiere que lo sucedido se reconozca como lo que es: un martirio. No se quiere admitir que nos encontramos ante un holocausto, un crimen contra la humanidad. Y no se quiere eso por un motivo muy simple: en Rumanía hay un problema objetivo de continuidad, los padres de quienes mandan hoy son quienes mandaban ayer. Sin embargo, para mí, queda un hecho: el crimen contra los que defendían la libertad y luchaban contra el comunismo en Rumanía no es de hecho diferente del cometido por el nazismo contra los hebreos. No es una cuestión de estrella de David o de cruz: los huesos son todos iguales. Son huesos de hombres, son huesos de mártires. Y tampoco es un problema de números, más o menos grandes. Los mártires no son estadísticas, los mártires son personas: cada número es un hombre y cada hombre tiene su historia. No importa cuántas han sido las víctimas, importa el acto cometido por la Securitate, es decir, por una institución del Estado: una parte del Estado que ha traicionado a sus ciudadanos. Y yo vivo con la conciencia de que nunca podré alcanzar justicia para todos».

Sí, funcionaba y funciona la «máquina de búsqueda» puesta a punto por Marius Oprea, con quien colaboran colegas arqueólogos para el trabajo de campo, pero también médicos forenses para el análisis de los restos que desentierran, e incluso generales del ejército, hoy jubilados, que buscan en los archivos, desempolvando los documentos más secretos de Bucarest. Es fastidioso todo este trabajo, aunque los securistas pueden dormir tranquilos, porque ningún fiscal, civil o militar, los acusará: para la ley rumana, estas muertes son clasificadas como homicidios, pero homicidios comunes que ya han prescrito, pues han pasado más de veinticinco años. Como el régimen cayó en 1989, ningún responsable, si siguiera aún vivo, sería considerado perseguible penalmente; sin contar con que la casi totalidad de los casos que salen a la luz pertenecen a finales de los años cuarenta y cincuenta, los años más duros de la represión, que habría adoptado en los decenios siguientes diversas formas, escondiendo el puño de hierro en un guante de terciopelo. Por ahora, los restos que han salido a la luz y a los que se ha dado cristiana sepultura pertenecen a unas quinientas personas, una gota en el mar si se piensa que Marius Oprea está trabajando en un elenco nominal de las víctimas del régimen y ya ha llegado a la cota 617.816. Según otros documentos —todavía en fase de análisis—, se llegaría a los dos millones. Dos millones de personas perseguidas y ejecutadas por la mano directa o indirecta del régimen.

Con todo, Marius molesta y «la programación del miedo» sigue practicándose. La vida de Marius y de su familia es la prueba, incluso antes de ese día en Sibiu.

«Es una cosa normal para mí recibir llamadas telefónicas por parte de los securistas y ser amenazado. Y también es normal que me sigan por la calle, que me vigilen y espíen desde la mesa vecina si en un restaurante hablo con un periodista; es normal descubrir que han intervenido mi teléfono, no poder frecuentar lugares públicos sin ir acompañado por otras personas y siempre en las zonas más concurridas del centro de la ciudad para no estar nunca solo», cuenta Marius. En su mirada hay mucha melancolía, pero también tanta convicción. Esa mirada incapaz de ligereza que te pone en un aprieto pero te conquista con su fuerza magnética: es la determinación de quien sabe que ha asumido una tarea que va a llevar hasta el final, que no puede abandonar, cueste lo que cueste. Incluso separarse de su familia.