La Tribuna - Emilia Pardo Bazán - E-Book

La Tribuna E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Las tensiones sociales y políticas que se producen en España a raíz de la revolución de 1868 adquieren un tratamiento nuevo y original en "La Tribuna" (1882). El título de la novela hace referencia a la protagonista, Amparo, obrera de una fábrica de tabacos de La Coruña y defensora de la república federal, quien se convierte en líder de las «cigarreras». Sin embargo, un oficial del ejército, que la seduce y abandona, frustra sus ambiciones. Fiel a los postulados del naturalismo, Emilia Pardo Bazán (1851-1921) muestra la presión del medio sobre los personajes, refleja los aspectos más sórdidos de la realidad y lleva a cabo una denuncia de la mentalidad conservadora de las clases acomodadas, de la precaria situación de la mujer y de la fe ingenua del pueblo en las reformas políticas. Introducción y notas de Marisa Sotelo Vázquez

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Seitenzahl: 391

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Emilia Pardo Bazán

La Tribuna

Introducción y notas deMarisa Sotelo Vázquez

 

Índice

Introducción

Cronología

Bibliografía

LA TRIBUNA

Prólogo

1. Barquillos

2. Padre y madre

3. Pueblo de su nacimiento

4. Que los tenga muy felices

5. Villancico de Reyes

6. Cigarros puros

7. Preludios

8. La chica vale un Perú

9. La Gloriosa

10. Estudios históricos y políticos

11. Pitillos

12. Aquel animal

13. Tirias y troyanas

14. Sorbete

15. Himno de Riego, de Garibaldi. Marsellesa

16. Revolución y reacción mano a mano

17. Altos impulsos de la heroína

18. Tribuna del pueblo

19. La Unión del Norte

20. Zagal y zagala

21. Tabaco picado

22. El Carnaval de las cigarreras

23. El tentador

24. El conflicto religioso

25. Primera hazaña de la Tribuna

26. Lados flacos

27. Bodas de los pajaritos

28. Consejera y amiga

29. Un delito

30. Dónde vivía la protagonista

31. Palabra de casamiento

32. La Tribuna se forja ilusiones

33. Las hojas caen

34. Segunda hazaña de la Tribuna

35. La Tribuna se porta como quien es

36. Ensayo sobre la literatura dramática revolucionaria

37. Lucina plebeya

38. ¡Por fin llegó!

Créditos

Introducción

1. Emilia Pardo Bazán y el arte de la novela

Emilia Pardo Bazán, como los mejores novelistas de la segunda mitad del siglo XIX, no sólo escribió un buen número de novelas, sino que simultáneamente se planteó las principales cuestiones teóricas concernientes a su tarea creativa. Si bien dicha reflexión no fue sistemática, ni aparece en un único texto teórico, sino dispersa en prólogos, artículos como los que integran La cuestión palpitante y, muy especialmente, en los Apuntes autobiográficos, con que la autora coruñesa prologó Los Pazos de Ulloa en 1886, documento espléndido para contextualizar debidamente las primeras novelas.

El análisis de estos trabajos, así como los prólogos y los múltiples artículos de crítica literaria, permiten esbozar una poética narrativa de extraordinario interés para entender correctamente su obra crítica y narrativa, a la par que revela el perfil intelectual de una novelista consciente de su trabajo y, en algunos aspectos, de gran modernidad.

En uno de los primeros textos, el prefacio a Un viaje de novios (1881), la autora, consciente del cambio experimentado en la novela en la segunda mitad del siglo XIX, al convertirse en el género de mayor interés para el público, escribe:

La novela ha dejado de ser obra de mero entretenimiento, modo de engañar gratamente unas cuantas horas, ascendiendo a estudio social, psicológico, histórico al cabo, estudio. Dedúcese de aquí una consecuencia que a muchos les sorprenderá: a saber, que no son menos necesarios al novelista que las galas de la fantasía la observación y el análisis [...] En el día –no es lícito dudarlo– la novela es traslado de la vida, y lo único que el autor pone en ella es su modo peculiar de ver las cosas reales1.

La novela «estudio» y «traslado de la vida», dos constantes que la autora va a respetar a lo largo de toda su trayectoria. No obstante, doña Emilia se percata de que la hora del costumbrismo pintoresco había sido rebasada y que era necesario proceder con un método más riguroso y científico que reflejase, «como epopeya que es, la naturaleza y la sociedad, sin escamotear la verdad para sustituirla con ficciones literarias más o menos bellas»2. De ahí su propósito al escribir las novelas, que podríamos llamar de la órbita naturalista, publicadas entre 1881 y 1887:

Al escribir La Tribuna, me guiaban iguales propósitos que al trazar las páginas de El Cisne: estudiar y retratar en forma artística gentes y tierras que conozco, procurando huir del estrecho provincialismo, para que el libro sea algo más que pintura de usanzas regionales y aspire al honroso dictado de novela3.

Aceptar y emplear los métodos modernos de estudio y análisis sin renunciar a la tradición literaria nacional era precisamente el único camino posible, tal como lúcidamente vio doña Emilia, para crear una verdadera novela nacional, como ya tenían otros países europeos. Se trataba de una tarea sincrética en la que no se debían rechazar los progresos en el arte de hacer novelas por su procedencia transpirenaica. Pues la novela española, que había tenido un período de esplendor en los siglos XVI-XVII con El Lazarillo y El Quijote, precisaba una renovación y adecuación a los nuevos tiempos sin renunciar a sus señas de identidad, pero teniendo en cuenta las características esenciales que había señalado Galdós en 1870 en sus «Observaciones sobre la novela contemporánea», verdadero manifiesto del realismo español. El autor de La desheredada propugnaba una novela «realista, contemporánea»,que se alimentara de la tradiciónespañola y que reflejara los conflictos de la «clase media», materia y, en última instancia, también juez de la misma.

Para doña Emilia la tarea del novelista estaba clara en ese mismo sentido desde 1880, cuando, precisamente en los «Estudios literarios» dedicados a Galdós en la Revista Europea, escribe:

Dos terrenos es dado recorrer al novelista, el mundo exterior con sus varias perspectivas y pintorescos accidentes y el interior que brinda al análisis su inagotable riqueza de sentimientos, con los diversísimos matices que en cada individualidad adoptan. Campos son que no se esterilizan nunca; cada sociedad, cada siglo, cada villa, cada choza tiene su fisonomía, su historia, su drama, siempre dispuesto para que la mirada sagaz del artista los sorprenda y los traslade al lienzo o al libro, sellándolos con su idealidad y embelleciéndolos.

En otras palabras, la autora de La Tribuna definía la tarea del novelista en un doble sentido, atendiendo al estudio del medio ambiente y al análisis psicológico de las pasiones y sentimientos de los personajes.

Dos años después, en los artículos de La cuestión palpitante, reflexionando sobre la configuración del personaje novelesco, precisa la importancia del estudio psicológico detenido, minucioso, estableciendo su supremacía frente al aspecto físico o fisiológico, que desgraciadamente ella no siempre supo privilegiar debidamente, en parte por su propio talante humano, abierto, extrovertido, enamorada del color y, en parte también, por la cantidad abrumadora de novelas que escribió:

De todos los territorios que puede explorar el novelista realista y reflexivo, el más rico, el más variado e interesante es sin duda el psicológico, y la influencia innegable del cuerpo en el alma y viceversa que le brinda magnífico tesoro de observaciones y experimentos4.

Doña Emilia, como «Clarín», no fue nunca partidaria del determinismo absoluto que debía regir la conducta del personaje, según proponía la doctrina zolesca; de ahí que muestre su preferencia por los personajes de los Goncourt, los cuales

[...] no son tan automáticos; parecen más caprichosos, más inexplicables para el lector; proceden con independencia relativa, y sin embargo, no se nos figuran maniquíes ni seres fantásticos y soñados, sino personas de carne y hueso, semejantes a muchos individuos que a cada paso encontramos en la vida real, y cuya conducta no podemos predecir con certeza, aun conociéndolos a fondo y sabiendo de antemano los móviles que en ellos pueden influir. La contradicción, irregularidad e inconsecuencia, el enigma que existe en el hombre, lo manifiestan los Goncourt mejor quizá que sus ilustres émulos5.

El principio fundamental de la poética naturalista, la impersonalidad narrativa, también fue objeto de reflexión por parte de la autora de La Tribuna:

Hay escritores que ven el mundo como reflejado en un espejo convexo, y, por consiguiente, desfigurado. Balzac lo miró con ojos lenticulares, que sin alterar la forma, aumentaban sus proporciones; Flaubert, en cambio, lo vio sin ilusión óptica6.

Impersonalidad narrativa a la manera flaubertiana que necesariamente iba emparejada a la utilización del estilo indirecto libre, que doña Emilia empezó a emplear, aunque tímidamente, en La Tribuna, y que define muy gráficamente como «ver pensar a sus héroes» en este fragmento dedicado al estilo de Zola:

Si exceptuamos a Daudet, todos los naturalistas y realistas modernos imitan a Flaubert en la impersonalidad, reprimiéndose en manifestar sus sentimientos, no interviniendo en la narración y evitando interrumpirla con digresiones y raciocinios. Zola extremó el sistema perfeccionándolo. Fácilmente se advierte, al leer una novela cualquiera, cómo los pensamientos de los personajes, aun siendo verdaderos y sutilmente deducidos, salen bañados y cubiertos de un barniz peculiar al autor, pareciendo que es éste y no el héroe, quien discurre. Pues Zola –y aquí empiezan sus innovaciones– presenta las ideas en la misma forma y sucesión desordenada, pero lógica, en que afluyen al cerebro, sin arreglarlas en períodos oratorios ni encadenarlas en discretos razonamientos; y con este método hábil y dificilísimo a fuerza de sencillo, logra que nos forjemos la ilusión de ver pensar a sus héroes7.

Por último, a la autora coruñesa, llevada de un afán vulgarizador y pedagógico muy característico de su quehacer intelectual, le preocupó siempre la difusión de las novelas que, según ella, debían contribuir a la educación del gusto; de ahí que lamente la ausencia de un público lector constante y fiel, capaz de juzgar la tarea del novelista, tal como ocurría en otros países con una tradición cultural mucho más rica:

Al escritor toca escribir y al público animarle y comprar y poner en las nubes, si lo merece, lo escrito; pues bien, en España casi no se puede contar con el público; la amante del público español no es la literatura, es la política, y sólo cuando esta querida imperiosa le deja unos minutos libres, se le ocurre decir a las letras algún requiebro e ir a buscarlas al rincón donde se empeñan en morirse de tedio. No afirmo yo que las novelas carezcan en absoluto de lectores, si bien la novela, en nuestra tierra de garbanzos, dista mucho de ser, como en Inglaterra, una necesidad social8.

2. La Tribuna, frustrada novela social

En la Granja de Meirás, en octubre de 1882, fechaba Emilia Pardo Bazán La Tribuna, su tercera novela, tras Pascual López, autobiografía de un estudiante de medicina (1879) y Un viaje de novios (1881). Estos primeros años del decenio de 1880 fueron decisivos para la autora en particular y para la novela española en general. La obra fue escrita al compás de los primeros debates sobre el naturalismo y pocos meses antes de la aparición de los artículos publicados por Emilia Pardo Bazán en el diario madrileño La Época, entre noviembre de 1882 y abril de 1883, que fueron recogidos en libro en junio del mismo año, con el título de La cuestión palpitante, precedidos de un espléndido prólogo de Leopoldo Alas, «Clarín». La coincidencia en el tiempo entre la novela y uno de los textos más emblemáticos de la difusión del naturalismo en España no parece casual, como más adelante veremos.

La gestación de esta tercera novela fue evocada por la autora coruñesa en el Madrid Cómico, el 16 de abril de 1898, en una entrevista mantenida con Gómez Carrillo para la sección «Intimidades madrileñas»:

La Tribuna la escribí con pasión artística, empleando en su preparación un sistema muy poco usual entonces en España y ya en Francia adoptado con frecuencia por los maestros del realismo: el sistema de la observación detallada y del verdadero análisis del modelo vivo en todos los momentos interesantes de su vida, y sobre todo en el medio ambiente en que se mueve y cuya influencia naturalmente contribuye a su evolución personal. Durante días fui a la fábrica de Tabacos de La Coruña, para examinar a las obreras, y eso causaba extrañeza por la persistencia con que yo lo hacía.

Y finaliza con esta reflexión: «La Tribuna es una novela algo brutal, por lo mismo que es un estudio veracísimo».

Palabras tras las que late, aun desde la distancia temporal con que fueron pronunciadas, el reconocimiento de la filiación realista-naturalista de la novela, al menos en lo que atañe al método de trabajo y proceso de escritura, basada tanto en la observación constante y atenta del natural como en una amplia base documental, de la que había dicho:

Me procuré periódicos locales de la época federal (que ya escaseaban); evoqué recuerdos, describí La Coruña según era en mi niñez [...] y reconstruí los días del famoso Pacto, episodio importante de la historia política de esta región9.

También en el prólogo, de manera explícita, la autora puntualiza cómo La Tribuna era un estudio de costumbres llevado a cabo con la técnica naturalista basada en la observación y la documentación:

Tal vez no falte quien me acuse de haber pintado al pueblo con crudeza naturalista. Responderé que si nuestro pueblo fuese igual al que describen Goncourt y Zola, yo podría meditar profundamente en la conveniencia o inconveniencia de retratarlo; pero resuelta a ello, nunca seguiría la escuela idealista de Trueba y de la insigne Fernán, que riñe con mis principios artísticos. Lícito es callar, pero no fingir10.

Consciente por tanto de que su obra iba a ser leída como novela naturalista, tiene un marcado interés en diferenciarla del costumbrismo idealista y pintoresco de Trueba y de Fernán Caballero, defendiendo abiertamente la praxis de la observación y la experimentación naturalista más acorde con sus principios estéticos, sobre todo, porque con dicha técnica no necesariamente había que describir exclusivamente los aspectos más sórdidos y abyectos de la realidad. Asimismo, en el mencionado prólogo, la autora justifica el uso de un lenguaje un tanto crudo y descarnado apelando sintomáticamente al ejemplo galdosiano, y más concretamente a La desheredada, primera novela representativa del naturalismo en España, tal como certeramente observó Clarín en su reseña-manifiesto («Los Lunes»de El Imparcial, 9-V y 24-X-1881).

Y si la narradora no duda en considerar La Tribuna como una novela naturalista, el crítico catalán José Yxart, al hablar de la mismaen La Época (7-I-1884), no dudará tampoco en adscribirla a la «secta naturalista» y en definir el proceso seguido por la autora de los artículos de La cuestión palpitante como la lógica transición desde «predicador a celebrante» del naturalismo. Naturalismo un tanto flexible, pues no respetaba la impasibilidad con que el autor debía proceder en el análisis según la escuela francesa. El libro aún transparentaba el entusiasmo por la descripción de las costumbres locales, así como cierta ironía en los episodios que reconstruyen la revolución política que supuso el estallido de la Gloriosa, en septiembre del 68, hasta el advenimiento de la República en febrero de 1873. Precisamente algo tuvo que ver esta falta de imparcialidad narrativa –tal como señala Germán Gullón– en la frustración de lo que hubiera podido ser una buena novela social, además de la procedencia aristocrática de la autora y de su ideología conservadora, que fueron también obstáculos insalvables, así como la moraleja de la novela, que choca frontalmente con el principio de la imparcialidad. El narrador de La Tribuna está más cerca del narrador-cronista, característico del realismo galdosiano y balzaquiano, que de la impersonalidad narrativa, preceptiva del naturalismo desde Flaubert.

Sin embargo, sin llegar a ser una verdadera novela social, porque la autora en el aspecto sociopolítico no profundiza suficientemente y se limita a pintar lo más cortical y anecdótico e incluso esperpéntico de la septembrina, logra en algunos capítulos (9, 10, 15 y 16) una interesante dialéctica entre la pasión por la libertad, más personal que de clase, encarnada en la protagonista, y el conservadurismo reinante en determinadas esferas de la sociedad marinedina –a las que pertenecía la propia autora– reflejada en la novela. Dialéctica entre evolución y reacción que, aunque en algunos momentos parece decantarse por la evolución debido al entusiasmo político de Amparo ante el advenimiento de la República federal, la autora en el prólogo de La Tribuna ya había mostrado claramente serias dudas sobre los resultados positivos de tal revolución cuando escribe:

No necesité agrupar sucesos, ni violentar sus consecuencias, ni desviarme de la realidad concreta y positiva, para tropezar con pruebas de que es absurdo el que un pueblo cifre sus esperanzas de redención y ventura en formas de gobierno que desconoce, y a las cuales por lo mismo atribuye prodigiosas virtudes y maravillosos efectos11 [...].

Palabras que no dejan resquicio alguno a la duda de cuál era la posición ideológica de doña Emilia, que quedará todavía más clara en «la solución reaccionaria» que del tema planteado en esta novela nos dará en 1896, en Memorias de un solterón.

De todos modos, a pesar de las limitaciones derivadas tanto de la ideología de la autora como de la técnica narrativa empleada, la novela resulta un texto muy atractivo como testimonio histórico y excepcionalmente moderna por el protagonismo obrero femenino. La peripecia vital de las trabajadoras de la Fábrica de Tabacos de Marineda es, junto a la de Amparo, lo más interesante de la novela, cuya trama argumental es bien simple: la historia de una joven cigarrera, apasionada aprendiz de revolucionaria, seducida y abandonada por Baltasar Sobrado, joven oficial de familia burguesa. El interés del relato reside en el análisis de la conducta de Amparo, así como en la minuciosa descripción del trabajo en la fábrica. Y como telón de fondo las costumbres locales que puntean la cronología de la novela desde la primavera amorosa y revolucionaria al otoño del desencanto y abandono, que se produce sintomáticamente al compás del surgimiento de la República.

«¡Viva la República federal!» es la última línea de la novela, y quizás también una última concesión de la autora a las esperanzas de la protagonista, que abraza a su hijo recién nacido mientras se oyen los pasos «del grupo más compacto, del pelotón más resuelto y numeroso, que tal vez se componía de veinte o treinta mujeres juntas», y del que «salieron algunas voces gritando: ¡Viva la República federal!». Certeramente ha visto Germán Gullón cómo precisamente si este grupo ocupara el primer plano de la escena, a partir de ahí sí sería La Tribuna una novela social, pero no olvidemos que se trata del final –aunque esperanzado–, no del principio del relato.

En cuanto al naturalismo, es perceptible en el análisis de la influencia del medio sobre la protagonista, a la que conocemos desde niña en su humilde entorno familiar, hija del señor Rosendo, vendedor de barquillos, y de una inválida, ex trabajadora de la Fábrica de Tabacos, hasta la dureza del medio fabril, descrito por la autora coruñesa con todo lujo de detalles que debieron de impresionarla profundamente, tal como se deduce de sus propias palabras:

Un día recordé que aquellas mujeres, morenas, fuertes, de aire resuelto, habían sido las más ardientes sectarias de la idea federal en los años revolucionarios, y pareciome curioso estudiar el desarrollo de una creencia política en un cerebro de hembra, a la vez católica y demagoga, sencilla por naturaleza y empujada al mal por la fatalidad de la vida fabril12.

Y conocedora de lo escasamente estudiados que estaban en España los centros fabriles de los medios urbanos, le pareció necesario descender a observar ese submundo tan cruel como desconocido, pero a la vez tan lleno de posibilidades para el novelista moderno:

El verdadero infierno social a que puede bajar el novelista, Dante moderno que escribe cantos de la comedia humana, es la fábrica, y el más condenado de los condenados, ese ser convertido en rueda, en cilindro, en autómata13.

Clara alusión al trabajo repetitivo y embrutecedor del obrero moderno, tipo humano verdaderamente nuevo y atractivo para el novelista del siglo XIX. Los capítulos 6, 11, 13 y 21 son esenciales para el estudio del medio fabril, pues doña Emilia se detiene en ellos para describir con detalle las diferentes labores que desempeñaban las mujeres en la fábrica, desde el oreo, el desvenado, el prensado, el picado de la hoja de tabaco hasta la confección de los diferentes tipos de cigarros, consciente de que estaba dando forma a un tipo femenino nuevo y complejo, el de la mujer obrera, resultado de

[…] la media cultura fabril, la afinación de los nervios, el empobrecimiento de la sangre y el continuo y malsano roce de la ciudad, [que] crean una mujer nueva, mucho más complicada y más desdichada, por consiguiente, que la campesina14.

La Tribuna es el primer relato español de protagonismo obrero, y más específicamente femenino, tal como lo vio Víctor Fuentes, y ello dota al texto de una significación singular en el último tercio del siglo XIX, posterior a L’assommoir, de Zola, que doña Emilia no sólo había leído sino que pudo tener como modelo, pero anterior a la gran novela del trabajo de la literatura europea que es Germinal.

3. «Esta chica parece la libertad»

«Esta chica parece la libertad» murmura el patriarca republicano, tras la entrada triunfante de Amparo en el salón del Círculo Rojo de Marineda, donde se celebra la reunión de los delegados de Cantabria. La escena pertenece al capítulo 18, titulado simbólicamente «Tribuna del pueblo».

Ciertamente la caracterización de Amparo, honrada trabajadora de la Fábrica de Tabacos, mujer valiente y decidida, orgullosa e independiente, católica pero a la vez federalista, republicana y feminista, la convierte en un símbolo cercano a la imagen que de la libertad podía tener el lector del siglo XIX. Lo que ocurre es que Amparo –la Tribuna– parece más que es, de la misma manera que siente más que piensa y reflexiona, porque aunque conocemos su genealogía y su trayectoria personal desde su infancia pobre, marcada por cierto grado de determinismo biológico y ambiental, no conocemos con el suficiente detenimiento sus motivaciones más profundas; a lo sumo tenemos, como señalará «Clarín», «el alma del cuerpo», aunque ello no quiere decir que Amparo no sea un carácter verosímil. Una mujer cuyos actos están condicionados desde el principio por una vida mísera en la casucha donde habita con sus padres y de la que desea escapar con continuos vagabundeos por calles y paseos del barrio de Arriba de Marineda, lo que le permitirá conocer esa otra ciudad, la de la burguesía acomodada, en la que desea vivir, a la que admira y anhela, pero en la que nunca logrará integrarse más que en sueños de enamorada. De ahí la frustración cuando se siente burlada por el seductor Sobrado, pues ella había concebido ilusoriamente, quijotescamente, la idea –la pícara idea– de convertirse en su legítima esposa, en habitar una casa distinguida a pesar de sus orígenes humildes, precisamente apelando a las ideas igualitarias que debían advenir con la esperada República. Amparo ingenuamente pensaba que cuando llegase la Federal todos iban a ser iguales, tal como un narrador muy próximo a la ideología de la autora se encarga de subrayar:

Cuando le preguntaban si era cierto que se casaba con un señorito, sonreía, se hacía la enojada como de chanza, y fingía mirar disimuladamente la sortija... ¡Casarse! ¿Y por qué no? ¿No éramos todos iguales desde la revolución acá? ¿No era soberano el pueblo? Y las ideas igualitarias volvían en tropel a dominarla y a lisonjear sus deseos. Pues si se había hecho la revolución y la Unión del Norte, y todo, sería para que tuviésemos igualdad, que si no, bien pudieron las cosas quedarse como estaban... Lo malo era que nos mandase ese rey italiano, ese Macarronini, que daba al traste con la libertad... Pero iba a caer, y ya no cabía duda, llegaba la república15.

Todo quedará finalmente, sin embargo, en quijotescos e ilusorios sueños, pues no olvidemos que la educación política de esta mujer se produce en contacto con el mundo del trabajo, en la Fábrica de Tabacos. Es allí donde Amparo se familiariza con las ideas republicanas a través de la lectura de los periódicos políticos que llegaban a Marineda o de otras publicaciones locales como El Faro Salvador del Pueblo Libre o El Vigilante Federal. Y es a través de esa lectura que despierta y educa su sensibilidad social y revolucionaria como Amparo pasa de ser una adolescente de la que sólo sabíamos que físicamente «vale un Perú» a una joven cigarrera que, además de atractiva, «parece la libertad», y que se convierte, aunque sea en un acto con tintes esperpénticos, en «Tribuna del pueblo».

El papel fundamental que desempeña la lectura en su transformación personal y en su formación política, así como en su posterior actitud revolucionaria, es un rasgo de raigambre cervantina, quijotesca, más exactamente. Pues Amparo, cual Don Quijote femenino, proyecta sobre la realidad prosaica de su vida juvenil la exaltación liberal-republicana de la prensa política de la que se nutre su fervor revolucionario. Así leemos: «Amparo, acordándose de una frase leída en un periódico exclamó: “¡Pero ha de poder tanto el vil interés!”»16, aplicada a la tacañería de la familia Sobrado. Y en otro momento, más explícitamente:

Acostumbrábase a pensar en estilo de artículo de fondo y a hablar lo mismo: acudían a sus labios los giros trillados, los lugares comunes de la prensa diaria, y con ellos aderezaba y componía su lenguaje17.

La autora incluso parafrasea el primer capítulo de El Quijote para referirse a la influencia determinante que sobre Amparo había ejercido la lectura:

A fuerza de leer todos los días unos mismos periódicos, de seguir el flujo y reflujo de la controversia política, iba penetrando en la lectora la convicción hasta los tuétanos. La fe virgen con que creía en la prensa era inquebrantable18.

Fervor político inquebrantable que sólo se ve contrarrestado cuando la Tribuna proyecta sobre la realidad sus quiméricos sueños de ascensión social, al vivir enamorada de Baltasar Sobrado, con el consiguiente debilitamiento de su actitud revolucionaria, en una especie de vaivén que acentúa alternativamente lo revolucionario o lo sentimental:

¡Si pudiesen penetrar en lo íntimo del alma de Amparo, […]! ¡Si hubiesen visto brotar una figurita chica, chica y remotísima como las que se ven con los anteojos de teatro cogidos a la inversa, pero que iba creciendo con rapidez asombrosa, y que en la nomenclatura interior de las ilusiones se llamaba señora de Sobrado! ¡Si advirtiesen cómo esa señora, microscópica, aun vestida del color del deseo, iba avanzando, avanzando, hasta colocarse en el eminente puesto que antes ocupaba la Tribuna, que se retiraba al fondo envuelta en su manto de un rojo más pálido cada vez!19.

El paralelismo con El Quijote va más allá del ingrediente libresco, aquí periodístico, que alimenta el ideario político de la Tribuna. En el capítulo 34, casi al final de la novela, cuando la fábrica, al calor de las noticias que llegan de Madrid, recobra su pulso revolucionario, la Tribuna, maltrecha y humillada en el terreno sentimental por el abandono de Baltasar, vuelve a concentrar todos sus esfuerzos en la aventura política, como Don Quijote vuelve, tras el primer fracaso, a salir de nuevo de su aldea en busca de aventuras caballerescas: «La Fábrica ha recobrado su Tribuna. Es verdad que ésta vuelve herida y maltrecha de su primera salida en busca de aventuras, más no por eso se ha desprestigiado»20.

Los ecos de El Quijote, muy perceptibles en el pasaje anterior, confirman en este como en tantos otros textos la impronta que la lectura de la obra de Cervantes dejó en Emilia Pardo Bazán desde muy joven, ya en el comienzo de su aprendizaje como novelista, tanto como que el texto cervantino fue muchas veces fecundo modelo para los novelistas españoles de la segunda mitad del XIX, sobre todo, singularmente para Galdós.

El personaje de Amparo, a medida que avanza la novela, adquiere una dimensión simbólica que sin duda su autora buscó conscientemente y que debió de resultarle sumamente grata, dadas sus conocidas ideas feministas. Símbolo del proceso de liberación de la mujer a través de su propio trabajo, de la independencia económica, que tantas veces se subraya con gestos de generosidad de la Tribuna; símbolo también de la lucha por la igualdad y por la libertad, aunque ello quede truncado por el fracaso de la historia amorosa que vive con Baltasar Sobrado, éste asimismo símbolo estereotipado, ya desde el nombre, del señorito seductor y cuya pasión amorosa hacia Amparo, escasamente romántica, es comparada por el narrador con el «apetito del fumador» que codicia un buen cigarro:

Como era día festivo, Baltasar no la esperó a la salida de la Fábrica, sino en la Olmeda, a corta distancia de su casita. Había llegado Baltasar al mayor número de pulsaciones que determinaba en él la calentura amorosa. Su pasión, ni tierna, ni delicada, ni comedida, pero imperiosa y dominante, podía definirse gráfica y simbólicamente llamándola apetito de fumador que a toda costa aspira a fumar el más codiciadero cigarro que jamás se produjo, no ya en la Fábrica de Marineda, sino en todas las de la Península. Amparo, con su garganta tornátil gallardamente puesta sobre los redondos hombros, con los tonos de ámbar de su satinada, morena y suave tez, parecíale a Baltasar un puro aromático y exquisito, elaborado con singular esmero, que estaba diciendo: «Fumadme»21.

Identificación sensorial y erótica de la mujer con el cigarro, anterior a la de Ana Ozores en el capítulo XVI de La Regenta, que se repite al final del capítulo 31, cuando, ante la insistencia de Amparo para que Baltasar se comprometa ante Dios a casarse con ella, leemos:

De nuevo vaciló Baltasar un minuto. No era creyente macizo y fervoroso como Amparo, pero tampoco ateo persuadido; y sacudió sus labios ligero temblor al proferir la horrible blasfemia. Una cabeza pesada, cubierta de pelo copioso y rizo, descansaba ya sobre su pecho, y el balsámico olor de tabaco que impregnaba a la Tribuna le envolvía. Disipáronse sus escrúpulos y reiteró los juramentos y las promesas más solemnes22.

No son éstos los únicos momentos en que se plantea dicha identificación, sino que ésta va punteando como un leitmotiv las relaciones entre los dos enamorados, desde los encuentros más apasionados del principio –«En los primeros tiempos, Baltasar, embriagado por el aroma del cigarro, se mostró asiduo, olvidó su habitual reserva y obró como si no temiese la opinión del mundo ni su familia»– al progresivo distanciamiento posterior. Pues a través de esta comparación se evidencia cómo la Tribuna es para Sobrado meramente un pasatiempo placentero, así como el escaso interés que siente por conocer sus verdaderas condiciones de vida:

Nunca pensó o quiso pensar [...] en lo que comería aquella buena moza, si sería caldo o borona, si bebería agua clara, y cómo se las compondría para presentársele siempre con enagua almidonada y crujiente, bata de percal saltando de limpia, botitas finas de rusel, pañuelo nuevo de seda. El cigarro era aromático y selecto: ¿qué le importaba al fumador el modo de elaborarlo?.23

Además, el cigarrillo adquiere un valor simbólico y forma parte del rito del encuentro entre ambos, acompaña las conversaciones en algunos momentos placenteros y en otros actúa como sedante de situaciones incómodas para Baltasar:

Sentose éste al lado de la muchacha, que le presentó un paquete de sus cigarrillos predilectos, emboquillados, bastante largos, liados con gran esmero. Baltasar tomó uno y lo encendió, chupándolo nerviosamente con rápidas aspiraciones. Toda mujer prendada de un hombre llega a conocer por sus movimientos más leves, por los actos que distraída y casi mecánicamente ejecuta, el talante de que está. Amparo sabía que cuando Baltasar fumaba así, no se distinguía por lo jocoso y afable24.

O bien sirve como preludio de la ruptura definitiva: «Impaciente, tiró el cigarro que estaba concluyendo. Un átomo de fuego brilló entre las hojas, que crujieron encogiéndose, y a poco la colilla se apagó», palabras que cierran el capítulo 33, y que suponen el final de la aventura amorosa, cuando Amparo, tras confesar a Baltasar que espera un hijo suyo y exigirle que cumpla con su palabra de casamiento, comprende en medio de la desolación el cinismo con que ha sido engañada. La realidad se impone a los sueños y el paralelismo es evidente, se apagó la colilla como se apagó la llama de la pasión amorosa en Baltasar Sobrado, si es que realmente alguna vez existió.

4. Pintura de ambientes y personajes secundarios

Pero si en el trazo del carácter de la protagonista doña Emilia podía y debía haber profundizado más, donde realmente muestra un talento singular es como pintora de ambientes, que plasma con vigorosa verdad y con un extraordinario colorido. Su afición por el color, su capacidad para pintar con palabras, describir, adquiere verdadera fuerza y maestría en algunos de los capítulos de la novela como en «Tabaco picado», «El Carnaval de las cigarreras», «Ensayo sobre la literatura dramática revolucionaria» o bien en el capítulo, tan criticado por algunos críticos, «Lucina plebeya», en el que se describe el parto de la protagonista.

La huella de la caracterización tópica del naturalismo es perceptible en algunos personajes secundarios de la novela; tal es el caso de Chinto –verdadera bête humaine, en palabras de González Herrán–, caracterizado siempre de forma expresionista, con rasgos físicos un tanto animalizados y poniendo en evidencia hasta qué punto el origen campesino actuaba como un estigma en su personalidad primitiva y a veces algo brutal, aunque con grandes virtudes humanas, como su honradez y generosidad. De nuevo, la ideología de la autora se deja traslucir en el retrato verdaderamente cruel del pobre campesino enamorado de la Tribuna:

Para Amparo, hija de las calles de Marineda, ciudadana hasta la médula de los huesos, Chinto era un ilota. Alguna duquesa confinada en oscuro pueblo, después de adornar los saraos de la corte, debe sentir por los señoritos del poblachón lo que la pitillera por Chinto. Enfadábale todo en él: la necia abertura de su boca, la pequeñez de sus ojos, lo sinuoso y desgarbado de su andar, su glotona manera de comer el caldo25.

Esta intensificación de los rasgos físicos y fisiológicos aumenta notablemente en la novela cuando la autora registra los estratos más bajos de la sociedad marinedina; sirva como ejemplo el impresionante retrato de los cuatro hermanos de la Guardiana, compañera de Amparo en la fábrica,

[...] todos marcados con la mano de hierro de la enfermedad hereditaria: epiléptico el uno, escrupulosos y raquíticos dos y la última, niña de tres años, sordomuda [...] Al raquítico dio en abultársele la cabeza, poniéndosele como un odre, fue preciso traerle médico y medicinas, todo para salir al cabo con que era una bolsa de agua, y que la bolsa se lo llevaba al otro mundo26.

La mirada atenta y sagaz de la aristocrática autora coruñesa se detiene en la observación minuciosa de los barrios más pobres, así el de la protagonista que, tras morir su padre y cerrado el obrador de barquillos, se había instalado con su madre en la zona en que vivían la mayor parte de las cigarreras junto a pescadores y otros oficios humildes. La observación la lleva a fijarse en los niños, que eran lo más abundante y característico del barrio, en el que todas las puertas estaban abiertas, con la vida a la intemperie, frente a las cerradas y enigmáticas mansiones de la burguesía:

De cada casucha baja y roma, al lucir el sol en el horizonte, salía una tribu, una pollada, un hormiguero de ángeles entre uno y doce años, que daba gloria. De ellos los había patizambos, que corrían como asustados palmípedos; de ellos, derechitos de piernas y ágiles como micos o ardillas; de ellos, bonitos como querubines, y de ellos, horribles y encogidos como los fetos que se conservan en aguardiente. Unos daban indicios de no sonarse los mocos en toda su vida, y otros se oreaban sin reparo, teniendo frescas aún las pústulas de la viruela o las ronchas del sarampión [...]27.

Las comparaciones zoomórficas frecuentes en esta descripción inventario, así como el interés en reflejar la deformidad, las taras hereditarias o producidas por la enfermedad y la pobreza, aunque representativas de cierta prosa naturalista, son en buena medida también anticipo de las deformaciones grotescas y expresionistas del esperpento de Valle Inclán, quien con toda seguridad conocía y había leído con atención las obras de doña Emilia. Léase en ese sentido la descripción de los mendigos y otros seres marginales que aparecen en una de las romerías campestres, tan frecuentes todavía hoy en la Galicia rural, descritas en La Tribuna con extraordinaria maestría que preludia en múltiples rasgos los ambientes descritos por Valle en las Comedias bárbaras o en algunos de los magníficos cuadros de Divinas palabras:

Aquí se escuchaba el rasgueo de guitarras y bandurrias, más adelante retumbaba el bombo, y la gaita exhalaba su aguda y penetrante queja. Un ciego daba vueltas a una zanfona que sonaba como el obstinado zumbido del moscardón, y al mismo tiempo vendía romances de guapezas y crímenes. A pocos pasos de la gente que comía, mendigos asquerosos imploraban la caridad; un elefancíaco enseñaba su rostro bulboso, un herpético descubría el cráneo pelado y lleno de pústulas, éste tendía una mano seca, aquél señalaba a un muslo ulcerado, invocando a Santa Margarita para que nos libre de «males extraños». En un carretoncillo, un fenómeno sin piernas, sin brazos, con enorme cabezón envuelto en trapos viejos, y gafas verdes, exhalaba un grito ronco y suplicante, mientras una mocetona, de pie al lado del vehículo, recogía las limosnas. En el aire flotaban los efluvios de dos toneles de vino que ya iban quedando exangües [...]28.

Éste, entre otros pasajes, como la descripción esperpéntica de la entrada de Amparo en el Círculo Rojo marinedino, muy bien analizada por Germán Gullón en El narrador en la novela del siglo XIX, debe figurar entre las muestras más representativas de ese arte español llamado esperpéntico, que hundiendo sus raíces en Quevedo y Goya, consiste en distorsionar la realidad histórica mediante una óptica deformante y grotesca, a mitad de camino entre la tragedia y lo bufonesco.

5. La Tribuna y la crítica de su tiempo

La Tribuna, texto narrativo que sigue teniendo hoy singular interés sociológico para conocer el mundo obrero femenino en el último tercio del siglo XIX, fue leída en su época como una novela naturalista, escrita de acuerdo con los principios estéticos expuestos y defendidos por la condesa de Pardo Bazán en los ensayos de La cuestión palpitante.

De todas las reseñas críticas que recibió la novela en su tiempo la mejor y más certera fue, sin duda, la de Leopoldo Alas, recogida en Sermón perdido, en la que el crítico que mejor entendió La cuestión palpitante la consideraba «naturalista por todos los lados», aunque una vez más también puntualizase que se trataba de un naturalismo más flexible y menos dogmático que el francés.

Para Clarín la máxima objeción que podía hacerse a La Tribuna era el análisis insuficiente del carácter de la protagonista, escasamente estudiado por dentro. Defecto que el eminente crítico había señalado ya en anteriores novelas de la autora y que será de aquí en adelante una de las objeciones capitales en relatos posteriores. Doña Emilia, a juicio del autor de La Regenta, había demostrado gran talento descriptivo y extraordinario dominio del color –semejante a los Goncourt y a Claudio Lorena–, pero no había sabido bucear en el alma de Amparo; de ahí que escriba:

Conocemos de Amparo, la protagonista, el color, el talle, hasta el diámetro de los cabellos: los pañuelos que usa, cómo se los ata al cuello; sabemos cómo piensa; qué parece cuando le da el sol en la cara, y lo guapa que está disfrazada de grumete. Pero en lo fisiológico, o lo que sea, no llegamos a tales pormenores [...].

Y prosigue:

La Tribuna se enamora, y no mucho, de un caballero oficial que le dice que se casará con ella, y no se casa. Ésta es toda la psicología de La Tribuna, amén de una escena de celos mezclados de orgullo, y de varios arranques patrióticos, que no se puede asegurar que sean cosa del alma, que serán a lo sumo del almadel cuerpo, quisicosa especial en que creen Enrique Ahrens y otros respetables filósofos29.

Con agudeza y no sin cierta dosis de ironía muy clariniana se apunta certeramente al aspecto más débil del relato, que no era, como algún otro crítico había señalado, la crudeza de ciertas descripciones o que los fervores políticos de la protagonista no estuviesen suficientemente justificados, y de ello derivara cierta inverosimilitud de la figura de Amparo. Clarín, por el contrario, escribe:

Yo he conocido muchas tribunas en los tiempos de la revolución, unas guapas y otras feas. No hay nada de inverosímil en el carácter de Amparo. No era el ánimo del autor pintar un ser excepcional [...] El soplo de la vida está infundido en la heroína y como debe ser; buena para una hermosísima acuarela30.

En otras palabras, lo que Clarín objetaba no eran cuestiones puntuales en el trazado del carácter de Amparo o en su peripecia vital, tan válida y verosímil como cualquier otra, sino que apuntaba a algo más profundo, la psicología del personaje, pues si bien su autora había logrado pintar y transmitir muy bien ciertas sensaciones, sin embargo no había conseguido profundizar verdaderamente en los sentimientos de la protagonista, aun habiendo escrito una novela notable.

Contrariamente a Yxart, Clarín sostiene que la pintura de los aspectos políticos estaba bien conseguida, pues la autora coruñesa, si por su condición, ideología y situación social difícilmente podía haber observado directamente los acontecimientos políticos relacionados con los federales, había adivinado bien –«está muy bien pintado el banquete federal»–, de la misma manera que había pintado con fina sensibilidad femenina capítulos costumbristas como «El Carnaval de las cigarreras»:

Hay allí –escribe un receloso Clarín ante la escritura femenina– observaciones, pensamientos, rasgos, que sólo puede producir una mujer que por milagro de naturaleza, sin dejar de ser mujer, ni un ápice, sea tan hombre como Emilia Pardo [...] Sólo así se puede describir aquella alegría de las cigarreras, aquella hermosura repentina de las feas; aquella gracia desinteresada de las mujeres que están solas. Ése, ése es el arte; ése es nuestro querido naturalismo, querido y calumniado; cuanto más calumniado más querido31.

Por su parte, José Yxart, el crítico más importante de la Renaixença, colaborador habitual en la prensa madrileña, publicó en La Época un extenso artículo bibliográfico en el que coincidía con Clarín en subrayar el naturalismo de la novela. Para Yxart, la autora coruñesa había sido, no sin algunas reservas ideológicas, una de las primeras apologistas de la nueva escuela y con esta novela había dado el paso decisivo, denominado gráficamente de «predicador a celebrante». De todas las «virtudes del nuevo catecismo literario», Yxart fija su atención en la impasibilidad narrativa con que el autor debe proceder en el análisis del hombre y de las cosas. Impasibilidad que no es total en La Tribuna, pues doña Emilia mostraba, a juicio del crítico catalán, ciertas simpatías por las clases más humildes. En el aspecto ideológico discrepa abiertamente del tratamiento dado por la novelista a los sucesos políticos derivados de la septembrina, ya que minimizaba los efectos benéficos de la revolución del 68, acontecimiento y consecuencias que el crítico catalán valoraría muy positivamente en El arte escénico (1887), pues, a su juicio, se abría «una verdadera sima entre toda la historia anterior y la siguiente de la nación española», a la vez que eran punto de partida de «una verdadera revolución literaria».

Doña Emilia, consciente del descontento ideológico que había suscitado su novela, en los tantas veces mencionados Apuntes autobiográficos con que prologó, precisamente por consejo de Yxart –a la sazón director de la barcelonesa editorial Cortezo–, Los Pazos de Ulloa, disfraza de calculado eclecticismo la ambigüedad y contradicción ideológica que traslucía el final del relato:

La Tribuna descontentó a tirios y troyanos. Los republicanos se creyeron puestos en caricatura, y los conservadores, gente almizclada, se sublevaron contra la descripción sincera y franca del pueblo y la vida obrera. Un libro que no escandalice a nadie tiene que componerse de imaginación, retórica y verdad en dosis hábilmente calculadas; en La Tribuna la suma de verdad no guarda proporción con la de retórica32.

Además de las reseñas de Clarín e Yxart, La Tribuna mereció la atención de un anónimo lector con un elogioso artículo en El Imparcial (31-XII-1883); Pastor Aicart también le prestó atención en sus Cartas Críticas, donde censuraba abiertamente el naturalismo de la novela por peligroso desde la perspectiva moral y abominable en el aspecto artístico. Y Jerónimo Vida, por su parte, aprovechó la reseña de la novela en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, VII, 1884, para orquestar un durísimo alegato contra el naturalismo, considerándolo «peste de la literatura», «escuela hedionda» que «ha hallado en España una insigne y enérgica propagadora en Emilia Pardo Bazán»: los argumentos eran los mismos que se habían vertido pocos meses antes en la polémica recepción de los artículos de Lacuestión palpitante.

No obstante estos durísimos ataques contra la nueva escuela e indirectamente también contra la autora coruñesa, Jerónimo Vida es el primer crítico que señala abiertamente la contradicción entre las ideas políticas de ésta, su procedencia aristocrática y la defensa del naturalismo:

Nuestra autora no sólo no peca por sus ideas liberales y avanzadas, sino por ultraconservadora, y algo más en política, y para colmo de espanto, una fidalga gallega, y es lo peor del caso que la célebre escritora no se contenta con teorías, sino que, poniéndolas en obra, nos ensarta de cuando en cuando una novela en la cual practica punto por punto todos los preceptos de la nueva escuela, muchos de los cuales no acepta en teoría33.

No le faltaba razón al crítico krausista, pues doña Emilia se muestra más acorde con los presupuestos naturalistas en sus novelas que en sus obras teóricas, donde preceptos como el determinismo son claramente rechazados, mientras que en su novela confiesa haber querido estudiar el desarrollo de una pasión política en una mujer a la vez «católica y demagoga, sencilla por naturaleza y empujada al mal por la fatalidad de la vida fabril»34. Y en cuanto a la contradicción y ambigüedad ideológicas, son palmarias en el final del relato –tal como señaló certeramente Fuentes–, pues aunque la autora haga coincidir el éxito de los ideales republicanos con el fracaso de las ilusiones amorosas de la protagonista, lejos de probar la moraleja que expone en el prólogo, el último cuadro de la obrera militante, engañada por un señorito seductor, dando el pecho a su hijo mientras sus compañeras de fábrica marchan vitoreando a la República federal, intensifica –quizás, incluso, contra las intenciones de la propia autora– el mensaje revolucionario de la novela.

Subraya también Jerónimo Vida la maestría de la autora en la pintura de costumbres, sobre todo las de un estrato social ínfimo, el de las cigarreras coruñesas, pero coincide con Clarín en señalar que pinta muy bien «el mundo exterior», aquello que se puede ver y observar con los ojos mientras que «el interior, lo que se ve con los ojos del espíritu», queda poco dibujado:

Emilia Pardo Bazán podríamos decir que es excesivamente [...] colorista [...], se deja atraer siempre y predominantemente por lo que brilla, por el color, y, embebida en su contemplación, se entretiene en pintar sus variados matices, ya en el castaño mate de la hoja y en el amarillo sucio de la vena del tabaco, ya en el bermellón de los carnosos labios, en el ámbar de la nuca, en el terciopelo castaño del lunar que travesea en la comisura de la boca, y descuida algún tanto el análisis psicológico, y la pintura de los diversos matices de las ideas, pasiones y sentimientos. Por esto, sin duda, ni el asunto ni los caracteres de la novela están estudiados con el detenimiento que debieran35.

En resumen, la mayoría de los críticos consideraron la novela, aunque con matizaciones, fruto lógico del naturalismo, pues la autora coruñesa, aunque disintiera del determinismo filosófico de la escuela francesa, era evidente que había operado siguiendo el método de trabajo propuesto por Zola. Asimismo, en general, valoraron positivamente aspectos concretos de la obra, como la pintura de ambientes y costumbres locales. Lo que hace de La Tribuna una novela que, sin dejar de ser costumbrista, cumple el objetivo al que aspiraba su autora, expuesto en el prólogo:

Si bien La Tribuna es en el fondo un estudio de costumbres locales [...] El método de análisis implacable que nos impone el arte moderno me ayudó a comprobar el calor de corazón, la generosidad viva, la caridad inagotable y fácil, la religiosidad sincera, el recto sentir que abunda en nuestro pueblo, mezclado con mil flaquezas, miserias y preocupaciones que a primera vista lo oscurecen.

Para añadir que el pueblo de Marineda no revelaba las abominaciones descritas en L’assommoir,Germinie Lacerteux, entre otras, por todo lo cual podía pintársele tal cual es, huyendo del patriarcalismo de Trueba como del socialismo humanitario de Sue, y del método de cuantos, trocando los frenos, atribuyen a Calibán las seductoras gracias de Ariel.

San Xoán de Río, Ourense,

agosto de 2001

Barcelona, octubre de 2020.

1 «Prólogo» a Un viaje de novios, p. 572, en Obras completas, tomo III, pp. 571-574, Madrid, Aguilar, 1973.

2Apuntes autobiográficos, p. 719, en Obras completas, tomo III,pp. 698-721, Madrid, Aguilar, 1973.

3 «Prólogo» a El cisne de Vilamorta, p. 670, en Obras completas, tomo III,pp. 670-671, Madrid, Aguilar, 1973.

4 Cap. XX, «Y último», La cuestión palpitante, p. 645, en Obras completas, tomo III,pp. 574-674, Madrid, Aguilar, 1973.

5 Cap. XI, «Los hermanos Goncourt», La cuestión palpitante, p. 615.

6 Cap. X, «Flaubert», La cuestión palpitante, p. 607.

7 Cap. XV, «Zola: su estilo», La cuestión palpitante, p. 627.

8 Cap. XIX, «En España» (Continuación), La cuestión palpitante, p. 643.

9Apuntes autobiográficos, p. 725.

10 «Prólogo», p. 60-61.

11 «Prólogo», p. 60.

12Apuntes autobiográficos, p. 725.

13Ídem, p. 725.

14Ídem, p. 726.

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