Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Conocida durante mucho tiempo principalmente como la introductora de la corriente naturalista en España por medio de sus novelas "Los Pazos de Ulloa" y "La madre naturaleza", Emilia Pardo Bazán (1851-1921) fue una mujer a la vanguardia de su época, beligerante defensora del valor de la mujer. «La clave de nuestra regeneración -declaraba en 1914, hace más de un siglo, a El Caballero Audaz- está en la mujer, en su instrucción, en su personalidad, en su conciencia. España se explica por la situación de sus mujeres, por el sarracenismo de sus hombres». La presente selección reúne los textos principales en que la autora dio a conocer sus ideas y su parecer acerca de la situación subalterna de la mujer en España, valorándola como una de las grandes rémoras del país. Por desgracia, sus textos no son hoy material de museo, sino que, leyendo entre líneas y siendo conscientes de los mecanismos de la sociedad actual, en muchos sentidos siguen teniendo plena vigencia. Selección e introducción de Marisa Sotelo Vázquez
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 331
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Emilia Pardo Bazán
Algo de feminismo y otros escritos combativos
Selección, introducción y notas de Marisa Sotelo Vázquez
Emilia Pardo Bazán feminista
Bibliografía
Algo de feminismo y otros escritos combativos
La mujer española
I
II. La aristocracia
III. La clase media
IV. El pueblo
La cuestión académica
Carta I
Carta II
Tristana
La educación del hombre y de la mujer. Sus relaciones y diferencias
Conclusiones
Resumen
Concepción Arenal y sus ideas acerca de la mujer
Stuart Mill
La mujer ante el socialismo de Augusto Bebel
Algo de feminismo
[Los lectores de estas crónicas reconocerán que no abuso de la nota feminista...]
[Siguen a la orden del día los asesinatos de mujeres]
[Lo que vengo repitiendo aquí un día y otro...]
[En la Sociedad Ginecológica Española...]
[Cada nuevo libro que viene a mis manos y trata del feminismo...]
[Ayer, a cosa de las siete de la tarde, un gentío inmenso...]
[Leo en un diario que una mujer ha sido detenida...]
«Emilia Pardo Bazán», entrevista del Caballero Audaz
Créditos
–Yo soy una radical feminista. Creo que todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer [...]. En los países menos adelantados, es donde se considera a la mujer bestia de apetitos y carga. Los hombres en España alardean de aparecer siempre preocupados por el amor de las mujeres y no puede haber mayor obstáculo que éste para el avance de la mujer; porque mantiene el estado de guerra entre el macho y la hembra de los tiempos primitivos; para que la mujer adelantase aquí sería necesario, en primer lugar, que ella quisiese, y en segundo que encontrase algún terreno preparado, alguna ayuda en el hombre también, y sin embargo, hay que reconocer que los gobiernos han hecho lo que han podido. (El Caballero Audaz, «La Condesa de Pardo Bazán», La Esfera, 14 de febrero de 1914.)
Estas palabras de Emilia Pardo Bazán a la altura de 1914, al ser entrevistada por el Caballero Audaz en la revista ilustrada La Esfera, resumen de forma explícita la militancia feminista de la autora coruñesa, cuyos orígenes son muy tempranos en su obra literaria. Baste con recordar su primera novela inacabada, Aficiones peligrosas (1866), en la que aborda el tema del matrimonio pactado por la familia y la falta de libertad de la mujer en materia sentimental, pasando por Un viaje de novios (1881), novela en la que la autora coruñesa con gran habilidad vuelve sobre el mismo tema pero con una novedad: da la vuelta al tópico del viejo y la niña. La novela plantea el fracaso de un matrimonio pactado entre el padre de la joven y bella Lucía, con una posición económica muy saneada, y un «carcamal viejo» y «calaverón arruinado», que busca recomponer su situación económica con la boda con la señorita de provincias, siguiendo el pragmático consejo de un amigo: «No te propongo mujer que te haga peso, sino que te traiga pesos» (Pardo Bazán, 2003: 78). El hecho de que doña Emilia diese la vuelta al motivo tópico en la literatura española e hiciese que no fuera la mujer la que necesitase ni desde el punto de vista económico ni desde el vital aceptar tal compromiso matrimonial, sino más bien a la inversa, es, además de original, un rasgo más de su activa y temprana militancia feminista1. La pésima consideración que a Emilia Pardo Bazán le merecía la institución matrimonial tiene además raíces autobiográficas. Su matrimonio en 1868 con el joven orensano estudiante de Derecho de filiación carlista José Quiroga y Pérez Deza fue también pactado por las familias de ambos y acabó fracasando en 1882, cuando su marido, disgustado por la polémica que estaban suscitando en la prensa los artículos sobre La cuestión palpitante2, le planteó el dilema del matrimonio o la literatura, y ella eligió la literatura. Decisión muy valiente a pesar de que el hecho de que una mujer se interesara por el naturalismo, corriente calificada de atea y pornográfica, era una situación poco menos que escandalosa en la sociedad de su tiempo y, además, el matrimonio tenía ya tres hijos, Jaime, Blanca y Carmen.
Las reflexiones sobre la falta de libertad, la ignorancia y el desconocimiento en todos los aspectos con que llegaban las mujeres al matrimonio se repiten tanto en sus textos periodísticos como en sus obras de ficción. Así, vuelve a aparecer una visión muy crítica y negativa del matrimonio de don Pedro Moscoso con Nucha en un pasaje crucial de Los Pazos de Ulloa (1886). En dicha escena, la celebración del «terrible sacramento del matrimonio», una vez más pactado y contrariando la vocación religiosa de la joven Nucha, es descrito por la autora como una ceremonia fúnebre, «la comitiva postrera de los reos de muerte»:
Casáronse al anochecer, en una parroquia solitaria. Vestía la novia de rico gro negro, mantilla de blonda y aderezo de brillantes. Al regresar hubo refresco para la familia y amigos íntimos solamente: un refresco a la antigua española, con almíbares, sorbetes, chocolate, vino generoso, bizcochos, dulces variadísimos, todo servido en macizas salvillas y bandejas de plata, con gran etiqueta y compostura. No adornaban la mesa flores, a no ser las rosas de trapo de las tartas o ramilletes de piñonate; dos candelabros con bujías, altos como mecheros de catafalco, solemnizaban el comedor; y los convidados, transidos aún del miedo que infunde el terrible sacramento del matrimonio visto de cerca, hablaban bajito, lo mismo que en un duelo, esmerándose en evitar hasta el repique de las cucharillas en la loza de los platos. Parecía aquello la comitiva postrera de los reos de muerte (Pardo Bazán, 2014: 139).
Al cabo de bastantes años Emilia Pardo Bazán vuelve sobre la misma idea al publicar el artículo de costumbres «Crónicas ligeras. Vistas», La Época (3 de julio de 1895), reeditado en el quincenario modernista venezolano El Cojo Ilustrado (15 de agosto de 1895)3. Refiriéndose a la tradición muy extendida en la sociedad española hasta tiempos no muy lejanos de mostrar el ajuar nupcial antes de celebrarse el matrimonio, doña Emilia escribe esta lúcida reflexión:
Me gustaría que sin preguntarme nada [las mujeres] se diesen cuenta de toda la suma de decepciones que pueden esconderse en tan alegres preparativos. No en vano las perlas tienen hechura y hasta reflejos de lágrimas; no en vano los diamantes brillan como las pupilas anegadas en llanto: por algo los brazaletes y los collares tan divinamente engarzados y cincelados, tan elegantes de dibujo, llevan en sus formas de argolla y de cadena una reminiscencia de antiguas servidumbres y de dominios tiránicos. Mullid el nido y dorad la jaula del ave, que así y todo, bien podrá no habituarse a su prisión. Terrible problema este del matrimonio... ¡Y tan viejo! (Pardo Bazán, 1895: 514).
Para aquilatar la opinión de Emilia Pardo Bazán sobre las cuestiones relacionadas con la vida íntima, social y cultural de la mujer de su tiempo, es necesario partir de los «Apuntes autobiográficos», pórtico de Los Pazos de Ulloa, publicados en 1886 con el apoyo del crítico catalán José Yxart, director de la barcelonesa editorial Cortezo. En ellos la escritora denuncia las dificultades que debían superar las mujeres para formarse intelectualmente y no digamos ya para adquirir una instrucción superior, que les permitiera llegar a ser independientes económicamente mediante el ejercicio de un trabajo digno:
Apenas pueden los hombres, formarse idea de lo difícil que es para una mujer adquirir cultura autodidáctica y llenar los claros de su educación. Los varones, desde que pueden andar y hablar, concurren a las escuelas de instrucción primaria; luego, al Instituto, a la Academia, a la Universidad, sin darse punto de reposo, engranando los estudios. [...] Ejercítanse en partir de lo conocido y elemental a lo superior; se familiarizan con palabras e ideas que por punto general no maneja la mujer, como no maneja el florete de esgrima ni las herramientas del artesano. Hoy atienden las lecciones de un profesor eminente y célebre; mañana se preparan a un examen, a una oposición, y como el púgil antes de entrar en la palestra, prueban y ensayan la agilidad y vigor de sus miembros. Todas ventajas, y para la mujer, obstáculos todos (Pardo Bazán, 1973: 711).
A la luz de los fragmentos citados, entre los muchos que podrían espigarse de sus novelas, cuentos y artículos, dos son las cuestiones fundamentales de su visión del problema femenino, la primera referente al matrimonio y, por tanto, directamente relacionada con el universo más íntimo de la mujer, sus sentimientos y su capacidad de decidir sobre sí misma y su propio cuerpo (M. Sotelo, 2009: 129), y la segunda, también clave en toda su trayectoria, la reivindicación constante de la necesidad de educar y formar a las mujeres en igualdad con los hombres4. Desigualdad y discriminación de las que ella había sido también víctima, pues, más allá de su estancia en un importante colegio francés de Madrid, había tenido que formarse de forma autodidacta, leyendo y viajando. Aunque es preciso resaltar que desde niña dispuso de una buena biblioteca familiar con abundantes libros franceses, y a lo largo de su andadura vital y en sus múltiples proyectos culturales siempre contó con el apoyo incondicional de su padre, un hombre muy liberal, tal como ella evoca en 1914, en la mencionada entrevista del Caballero Audaz para La Esfera: «Mira hija mía –decíame muchas veces–, los hombres somos muy egoístas y si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira, porque no puede haber dos morales para los dos sexos».
Entre los trabajos sobre feminismo escritos por Pardo Bazán a lo largo de su fecunda trayectoria literaria, atendiendo a un orden cronológico, merece un lugar destacado el titulado «La mujer española», publicado inicialmente en inglés, en 1889, en la Fortnightly Review, y un año más tarde la versión en español en La España Moderna (mayo-agosto de 1890).
Son también imprescindibles y complementarios los trabajos dedicados a «La educación del hombre y de la mujer», resultado de la participación de la autora en el Congreso Pedagógico Hispano-Luso-Americano de 1892, en el que fue la encargada de dirigir y redactar la memoria de la V sesión titulada «Conceptos y límites de la educación de la mujer y de la actitud profesional de ésta». En ambos textos se reclama la igualdad educativa de los dos sexos y se defiende como forma de conseguirla el reconocimiento de los derechos femeninos a una educación integral, enfrentándose abiertamente a los autores que mantenían la inferioridad intelectual de las mujeres en base a su condición biológica, idea ya rebatida por el padre Feijoo en el siglo XVIII. Para Pardo Bazán la raíz de la cuestión feminista nacía de aquella consideración manifiestamente errónea y discriminadora que condicionaba desde la cuna hasta la sepultura toda la vida de la mujer como esposa y madre, tal como sostiene en «Una opinión sobre la mujer», en el número de marzo de 1892 del Nuevo Teatro Crítico: «El error fundamental que vicia el criterio común respecto de la criatura del sexo femenino [...] es el de atribuirle un destino de mera relación; de no considerarla en sí ni por sí, ni para sí, sino en los otros, por los otros y para los otros».
Critica la autora que la mujer fuese considerada un ser desprovisto de identidad propia y que, por consiguiente, cualquier aspecto de su vida social, intelectual o laboral estuviese absolutamente supeditado a su papel como perpetuadora de la especie. Determinismo biológico contra el que se rebela Pardo Bazán, tal como queda patente en las conclusiones dirigidas a los participantes del Congreso Pedagógico antes mencionado:
Aspiro señores, a que reconozcáis que la mujer tiene un destino propio; que sus primeros deberes son para consigo misma, no relativos o dependientes de la entidad moral de la familia que en su día podrá constituir o no constituir; que su felicidad y dignidad personal tienen que ser el fin esencial de su cultura, y que por consecuencia de ese modo de ser de la mujer, está investida del mismo derecho a la educación que el hombre, entendiéndose la educación en el sentido amplio de cuantos pueden atribuírsele.
Desde esta declaración de principios y desde el pleno convencimiento de que la libertad y la independencia la habían de conquistar con su esfuerzo las propias mujeres, la autora las exhorta a rebelarse contra los modelos tradicionales y la inercia que durante siglos las había mantenido ancladas al ámbito doméstico. Éstas son sus palabras en el resumen de las ponencias del Congreso:
Si este fuese sitio para dar consejos yo no me cansaría nunca de repetir a la mujer que en ella misma residen la virtud y fuerza redentora. Más que nuestros discursos y nuestros estudios nos ha de sacar a flote el ejercicio de nuestra propia voluntad y la rectitud de nuestra línea de conducta. La mujer se cree débil, se cree desarmada, porque todavía está bajo el influjo de la idea de su inferioridad. Es gravísimo error: la mujer dispone de una fuerza incontrastable y basta con que se resuelva a hacer uso de ella sin miedo.
Hacer uso de su libertad sin miedo fue la divisa que guio toda la vida de Emilia Pardo Bazán, a menudo a contrapelo de las convenciones sociales de su tiempo. También es preciso notar que coincide su participación activa en el mencionado congreso con la fundación de la «Biblioteca de la mujer», un importante proyecto con el que pretendía divulgar en España las obras fundamentales del pensamiento feminista europeo y todas aquellas que estuvieran relacionadas con cuestiones femeninas5.
En estos textos, fundamentales para entender el pensamiento feminista de la autora en cuestiones educativas, laborales y sociales, hay que subrayar que las ideas de Emilia Pardo Bazán no son pura retórica militante, sino motivo de reflexión y estudio, ligado a menudo a sucesos de actualidad candentes en su tiempo, como la implantación del jurado en Francia, el sufragio universal, la posibilidad de las mujeres de acceder a los estudios universitarios, el trabajo y la emancipación femeninas, la inexistente ley del divorcio, la discriminación continuada en el acceso de la mujer a la Real Academia o cuestiones más puntuales, como la discriminación en las costumbres, las lecturas destinadas a las mujeres, la esclavitud e incomodidad de ciertas formas de la moda y la indumentaria femenina o los mal llamados «crímenes pasionales» o «mujericidios», desgraciadamente todavía hoy de cruel y dramática actualidad. Todas estas cuestiones suscitan a menudo el interés y la atención de Pardo Bazán en La España Moderna (1889-1910), en su revista unipersonal Nuevo Teatro Crítico (1891-1893) o en su sección habitual «La vida contemporánea» de la revista barcelonesa La Ilustración Artística (1895-1916), reaparecen en sus trabajos periodísticos de La Nación de Buenos Aires o en el Diario de la Marina de La Habana y contribuyen a que la autora llegue a la triste conclusión de que la organización social en España tenía la forma de «un embudo», en el que evidentemente la parte estrecha correspondía siempre a las mujeres.
A juicio de Emilia Pardo Bazán, esto era así en parte porque la revolución burguesa había agudizado todavía más las ancestrales desigualdades entre hombres y mujeres, denunciadas ya en el siglo XVIII por el padre Feijoo en su Defensa de las mujeres y reivindicadas a lo largo del siglo XIX por una mujer excepcional, Concepción Arenal, a cuyas ideas dedicará un amplio estudio en un tono muy reivindicativo en su revista Nuevo Teatro Crítico (febrero de 1893). Para Pardo Bazán el pensamiento y la obra de Concepción Arenal fueron siempre un espejo en el ámbito de la lucha por los derechos de la mujer.
En múltiples ocasiones lamentó doña Emilia que la burguesía, con la resignación y el asentimiento de las propias mujeres, obstaculizase su emancipación potenciando exclusivamente las competencias masculinas. De tal manera que, a pesar del tiempo transcurrido desde los discursos del ilustre benedictino orensano, las mujeres permanecían en una especie de limbo histórico, aceptando sumisamente el ideal del «ángel del hogar» o el de «la mujer de su casa», sin plantearse ningún avance o cambio que las equiparara a los hombres:
La anomalía de nuestras sociedades y de nuestras instituciones modernas es que, habiendo variado y cambiado la dirección totalmente del ideal masculino, el femenino se mantiene fijo como la estrella polar: que el hombre anda y la mujer se está quieta, y no sólo se está quieta, sino que entiende que debe estarse quieta petrificada, hasta la consumación de los siglos6.
Como se desprende del fragmento citado, doña Emilia no exime de cierto grado de culpabilidad a las propias mujeres por su aceptación del rol social impuesto y por su falta de solidaridad entre ellas, y culpa sobre todo a aquellas que teniendo un buen nivel sociocultural se resignaban y aceptaban sumisamente el inmovilismo de su situación. Por el contrario, le merecen un profundo respeto aquellas que defendían con firmeza sus derechos sin preocuparse del grave daño que a nivel personal les pudiera acarrear; de ahí su profunda admiración por Concepción Arenal, a la que considera un auténtico modelo de conducta para todas las mujeres de su tiempo, a la vez que en sus obras ve reflejadas todas aquellas cuestiones que atañían a la mejora de sus tristes condiciones de vida. En la denuncia de la falta de solidaridad femenina Emilia Pardo Bazán coincide con otras escritoras de su tiempo, como la ya mencionada Concepción Arenal, Rosario de Acuña, Concepción Jimeno de Flaquer o María Goyri, todas las cuales, desde posiciones ideológicas diversas, lamentaban que los intentos de regeneración social de la mujer española fuesen siempre iniciativas aisladas, mientras que en otros países europeos el movimiento feminista iba ganando terreno y consiguiendo hacer realidad algunas de las consideradas entonces utopías emancipadoras femeninas, por las que doña Emilia combatiría sin tregua a lo largo de toda su vida, como lo demuestran varios artículos de La Ilustración Artística:
Y es que en España me acomete, respecto a esta cuestión, algo como acceso de pereza y fatalismo. ¡Vivimos, particularmente en esto, tan atrasados! ¡Sería tan dificultoso romper nuestra costra de incultura, modificar nuestro criterio, propiamente musulmán en cuanto se refiere a la mujer! Y al mismo tiempo, ¡por ahí fuera van las cosas tan deprisa!
En el siglo XX, en 1914, en la ya mencionada entrevista realizada por el Caballero Audaz, doña Emilia volvía a considerar deprimente el desarrollo del movimiento feminista en España con respecto al alcanzado en los países europeos más avanzados, y no dudaba en establecer una relación directamente proporcional entre los derechos conseguidos por la mujer y el grado de progreso social y cultural de dichos países:
Creo que hay una relación directísima entre los derechos y privilegios concedidos a la mujer y el estado de cultura de las naciones. Este aserto es muy fácil de demostrar, pues está al alcance de la inteligencia más miope, el observar que los países más adelantados en instrucción pública y en moralidad son Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia y es donde la mujer se halla al nivel del hombre, donde hay diputadas y demás; en cambio en los países menos adelantados, es donde se considera a la mujer bestia de apetitos y de carga. No tenemos más que volver los ojos a Marruecos.
A pesar de este balance francamente negativo, Pardo Bazán reconoce que algo habían cambiado las cosas, pues hubo un tiempo en que se consideraba que la mujer «sólo debía zurcir calcetines». La responsabilidad de esta situación a juicio de la autora no había que achacársela sólo al gobierno de turno, sino también a las propias costumbres sociales españolas, «que son encogidas, ñoñas: y aquí donde ninguna mujer encuentra mal bailar un tango, por ejemplo, encontraría muy mal ir a las aulas universitarias a estudiar Lógica y Ética».
Toda antología es siempre parcial e incompleta; por ello adelantamos que no están ni mucho menos recogidos en este libro todos los textos sobre feminismo de la autora, ni siquiera algunos fragmentos de sus discursos, correspondencia, cuentos o pasajes de sus novelas que inciden de diversas formas sobre el mismo tema. Se trata de dar una visión panorámica y representativa del pensamiento de Emilia Pardo Bazán sobre determinadas cuestiones fundamentales en la vida de las mujeres del siglo XIX y principios del XX. Contextualizaremos los diferentes trabajos seleccionados relacionándolos entre sí y teniendo en cuenta el medio en que se publicaron.
El primer trabajo, «La mujer española», publicado inicialmente en inglés, en 1889, en la Fortnightly Review, y un año más tarde en español en La España Moderna (mayo-agosto de 1890), es un extenso análisis del estado de la cuestión articulado en varias secciones. En la primera, la autora lleva a cabo una revisión histórica de la situación de la mujer a lo largo de los siglos XVIII y XIX para subrayar que su conducta en dicho período histórico se ajustaba totalmente a los criterios masculinos, de manera que no debían exigírsele responsabilidades absolutas, pues los defectos de su comportamiento eran achacables al criterio masculino dominante. Así, en el XVIII, resume la vida femenina en estos certeros términos: «Saludable ignorancia; sumisión absoluta a la autoridad paternal y conyugal; prácticas religiosas, y recogimiento sumo, eran los mandamientos que acataba la española del siglo pasado», y añade que contra ellos esgrimió la sátira Moratín en El sí de las niñas, El viejo y la niña y La mojigata, obras que son testimonio de la vida social dieciochesca; «la moraleja de estas tres comedias equivalía a una transformación capital del elemento femenino».
En el siglo XIX, que era su siglo, Pardo Bazán subraya con más firmeza la crítica al fondo semítico del hombre español cuando escribe que para él «todo puede y debe transformarse; sólo la mujer ha de mantenerse inmutable y fija como la estrella polar». De tal manera que incluso considera que la distancia social entre los dos sexos era mayor en la sociedad decimonónica que en la España antigua:
Cada nueva conquista del hombre en el terreno de las libertades políticas ahonda el abismo moral que le separa de la mujer, y hace el papel de ésta más pasivo y enigmático. Libertad de enseñanza, libertad de cultos, derecho de reunión, parlamentarismo, sirven para que media sociedad (la masculina) gane fuerzas y actividad a expensas de la otra media femenina.
A juicio de Pardo Bazán, ninguna mujer en España, ni siquiera la reina, gozaba de verdadera libertad ni representatividad social y política. A estas carencias había que añadir el poder omnímodo de la Iglesia sobre las mujeres, ya que los «maridos, o en general los que ejercen autoridad sobre la mujer, saben que el confesor no es para ellos un enemigo, sino más bien un aliado», pues, como muy bien denuncia la escritora, «no sucede casi nunca que el confesor aconseje a la mujer que proteste, luche y se emancipe». En este sentido, un ejemplo paradigmático de hasta qué punto la confesión era un mecanismo de control de la conciencia de la mujer y también de la vida familiar y social es el que practica el magistral de Vetusta, Fermín de Pas, confesor de Ana Ozores en La Regenta.
Tras este panorama general, embrión de muchas de las cuestiones que desarrollará en trabajos posteriores, Emilia Pardo Bazán irá dedicando sucesivas secciones al estudio de las características de las mujeres en las diferentes esferas sociales de su época: la aristocracia, la clase media y el pueblo. De la vida de la mujer aristocrática, que ella conocía bien por sus orígenes familiares, subraya que se la analizaba siempre en base a un cliché que en buena medida era falso o como mínimo obedecía a una mirada discriminatoria que aceptaba determinados vicios en el hombre mientras que los criticaba en la mujer. Era indudable, afirma la autora, que algunas mujeres aristocráticas vivían de forma muy superficial, únicamente pendientes de adornos y diversiones, pero en todo caso ese defecto no era achacable sólo a las mujeres, pues «el sexo masculino aristocrático peca de frivolidad tanto o más que el femenino», y en ese sentido juzgaba que el hombre era más culpable, pues «la mujer, al ser frívola, al vivir entre el modisto y el peluquero, no hace sino permanecer en el terreno que la tiene relegada el hombre, y sostener su papel de mueble de lujo». Para añadir con manifiesta ironía respecto al trabajo femenino: «en España las mujeres no pueden desempeñar más cargos que el de estanqueras o reinas a lo cual ha venido a añadirse últimamente el de telegrafistas y telefonistas», mientras que «el hombre tiene abiertos todos los caminos y todos los horizontes; y si nuestra aristocracia masculina quisiese pesar e influir en los destinos de su país, y ser clase directiva en el sentido más hermoso y noble de la palabra, nadie se lo impediría, y se lo alabaríamos todos».
A difundir esta imagen superficial de la mujer aristocrática habían contribuido sin duda también el teatro y la novela de la época. Como ejemplos cita La Montálvez de Pereda y las novelas del padre Coloma. En el primer caso, la visión del novelista montañés le parece inexacta por desconocimiento de las auténticas características de la vida en la corte, pues a su juicio abordaba dicha realidad desde una mirada y leyenda provinciana. En el segundo, por la vertiente moralista excesivamente rígida del jesuita Coloma.
En realidad, en todo este primer apartado, a doña Emilia le preocupa relativizar ciertas apreciaciones estereotipadas y tópicas que no siempre respondían a la realidad, y sobre todo juzga que para entender la conducta de la mujer aristocrática era imprescindible abordar el análisis de la educación que recibían las señoritas de la nobleza, «floja y muy extranjerizada». Floja, por superficial, y extranjerizada, por la influencia de institutrices y colegios en los que para ser elegante todo debía llevar el sello de Francia, Alemania o Inglaterra. A título de ejemplo relata que las lecturas de dichas mujeres era generalmente novela francesa, del género azucarado, Ohnet, Feuillet o Cherbuliez, jamás un libro de historia, un libro de mística o una novela española, «porque para el gusto de esos paladares acostumbrados a bomboncitos franceses servidos en caja de raso, las novelas españolas son ordinarias».
El concepto de clase media o burguesía era según doña Emilia en la última década del XIX todavía muy laxo y poco definido. En cuanto a las características de la mujer burguesa, subraya su interés en imitar a la aristocrática, razón por la cual prefería como marido a un empleado u oficial de ejército antes que a un ebanista o tendero, ya que en el primer caso, aunque fuese soportando estrecheces económicas, el matrimonio le permitía ingresar en las filas de las señoritas y salir del pueblo propiamente dicho. También por un erróneo sentido del decoro, la mujer de la clase media tampoco aspiraba a la independencia económica a través del propio trabajo, pues dejaría de ser señorita ipso facto. En consecuencia, la autora de Memorias de un solterón critica la actitud parasitaria de la mujer de clase media, siempre a merced de los dictados del hombre, primero el padre y después, en el mejor de los casos, el marido:
Quédense en la casa paterna, criando moho y erigidas en convento de monjas sin vocación, viendo deslizarse su triste juventud, precursora de una vejez cien veces más triste; reducidas a comer mal y poco, a sufrir mil privaciones, para lograr dos objetos en que fundan su única esperanza de mejor porvenir. Primero que tengan carrera los hermanos varones y puedan «hoy o mañana» servirlas de amparo; segundo, no carecer de cuatro trapitos con que presentarse en público de manera decorosa, a ver si parece el ave fénix, el marido que ha de resolver la situación [...] Contadas son las profesiones que la mujer está autorizada para desempeñar en España; pero más contadas aún las mujeres de la clase media que se resuelven a ejercerlas.
Mientras que la mujer del pueblo asume que tiene que ganarse la vida con su trabajo, tal como ella demostró en La Tribuna, primera novela española sobre el proletariado femenino, a la mujer de la clase media se la educaba para pasarse la vida en expectativa, con todos los aparejos convenientes para la «pesca conyugal», siendo el matrimonio su única aspiración. Su educación será superficial, pues se trata de una mujer a la que no se quiere formada e instruida, pero sí con un barniz que la haga presentable, pues «un marido burgués se sonrojaría de que su esposa no supiera leer ni escribir», y esto la lleva a comentar con manifiesta ironía las ocupaciones frecuentes de la mujer burguesa:
Pintar platos, decorar tacitas, emborronar un «efecto de luna», bueno; frecuentar los museos, estudiar la naturaleza, copiar del modelo vivo, malo, malo. Leer en francés el figurín, y en inglés las novelas de Walter Scott..., ¡psh! Bien; leer en latín a Horacio..., ¡horror, horror, tres veces horror!
Amén de la cursilería de la clase media en su empeño de imitar a la aristocracia, es decir, el «quiero y no puedo», mal característico de dicha clase social, que ilustró tan bien la novela realista decimonónica y que, sin embargo, el pueblo desconoce.
En el extenso análisis de las características de la mujer del pueblo, sin duda el más positivo, doña Emilia juzga que es la clase social que conserva mejor los rasgos del carácter nacional, de manera que los tipos étnicos más auténticos tanto en los rasgos físicos como en los morales se hallan en las mujeres del pueblo. Desde una perspectiva crítica que bebe en las teorías de Taine, además de las características generales que observa en la mujer de dicha clase social, establece claras diferencias entre las mujeres de las diversas regiones españolas, Madrid y Andalucía, el País Vasco y Cataluña y, finalmente, también Galicia y Asturias, a la vez que señala diferencias entre las obreras de procedencia urbana y las de los medios rurales, tal como ya había hecho en su novela La Tribuna. De la obrera catalana, cuya vida había observado en sus distintos viajes a Barcelona, en que visitó varias colonias industriales y la fábrica de medias Marfá en Mataró, subraya los aspectos más positivos de su personalidad:
[La mujer catalana] ha adquirido ya las condiciones propias de una raza laboriosa y adelantadísima y es bien seguro que la parisiense (tan activa y ducha en el comercio) no aventaje a la mujer de Barcelona, ni en el aseo ni en la asiduidad al trabajo, ni en la conciencia por decirlo así, de que ese trabajo es un deber y acaso un honor.
Y añade como rasgos caracterizadores fundamentales:
El orden, la primorosa sencillez del limpio vestir, el espíritu agenciador y práctico, la aspiración a las comodidades ganadas con el sudor de su rostro, y un resorte de firme independencia, hijo de su propia consagración al trabajo, hacen de la obrera y la industrial catalana una mujer de la civilización y de la edad moderna en toda la fuerza del término.
Por contraste, la mujer de los barrios bajos de Madrid, que antes había denominado «chula madrileña», aunque por sus rasgos resultase mucho más interesante para el artista, «es un rezago del pasado, una supervivencia de la España clásica; es la figura que se pinta en los abanicos y en las panderetas; es el modelo que seduce y atrae al pintor de costumbres, como Mesonero Romanos o Pérez Galdós», y sus características tanto raciales como de conducta no habían variado desde que don Ramón de la Cruz escribió el Muñuelo. Según el escritor, que era claramente descendiente de «las antiguas majas y manolas, la chula conserva y cultiva la desvergüenza en el hablar, la prontitud arrebatada y colérica del genio, la intensidad afectiva y la vehemencia de sus desatadas pasiones», tal como había demostrado de forma magistral Galdós en Fortunata y Jacinta. Y en este caso, el humilde trabajo de la chula sostiene al hombre, pues «abundan en la estadística del concubinato matritense las parejas en que el varón no hace más que satisfacer sus abyectos vicios, pasándose las mañanas a la bartola y las noches en el café, empalmando las borracheras y sin soltar el cigarro, mientras la hembra trabaja lo mismo que una leona». Acaba doña Emilia la pintura costumbrista de la chula madrileña con la receta que repetirá una y otra vez en sus artículos: la única solución a la dureza de la vida cotidiana de este tipo femenino sólo será posible a través de la educación.
Mención aparte le merecen las cigarreras, pues eran a su juicio el grupo de obreras españolas entre las que había cundido más vivamente la idea republicana, con un alto sentido de la justicia; y, en consecuencia escribe: «pobre de aquel administrador a quien acusen de injusto. Son capaces, en un momento de alboroto, de hacerle pedazos», aspecto que ella describió en La Tribuna, donde el republicanismo de Amparo, la protagonista –que procede fundamentalmente de la lectura de la prensa revolucionaria–, la transforma en líder de la Granera, la fábrica de tabacos de Marineda, hasta el punto de que lleva a convocar huelgas en defensa de los derechos de las mujeres obreras.
Se detiene después en el análisis de las peculiaridades del prototipo de mujer vasca y navarra, severa, trabajadora, «ardorosa en el terreno político», caracteres, sin duda, derivados de las diferentes insurrecciones carlistas en dichos territorios: «hubo madre de tres hijos que, al morir en el campo de batalla los dos mayores, vino a ofrecer el tercer mozuelo para que lo matasen también los liberales». En el resto de bocetos femeninos con que va cerrando el trabajo la pintura es más rápida y superficial; por ello valga como resumen:
El grupo andaluz y madrileño revela afinidades estrechísimas: si me propusiera buscar en un pasado prehistórico la filiación de su carácter, diría que descubre la preponderancia del elemento semítico o africano [...] El territorio propiamente céltico, o sea Asturias y Galicia, tan semejante por su clina y su naturaleza a las provincias vascas, produce, a causa de la diferencia de raza una mujer que forma con la éuskera perfecto contraste. La mujer galaico-asturiana es de tierno corazón, la política no le quita el sueño [...] Apasionada de sus hijos, no los inmolaría en aras de ninguna idea social: y en cuanto a la insensibilidad amorosa, baste decir, como único dato, que es raro que una aldeana vaya al altar sin haber dado al mundo prole.
En el pueblo y en gran parte del territorio español «la mujer ayuda al hombre en las faenas del campo, porque la igualdad de los sexos, negada en el derecho escrito y en las esferas donde se vive sin trabajar es un hecho ante la miseria del labrador, del jornalero o del colono». Y cerrará este extenso trabajo, en el que están ya en germen algunas de las ideas sobre la educación, el trabajo femenino y el inmovilismo social, con una severa crítica a los seguidores de Proudhon, poniendo de manifiesto que precisamente en su tierra las aldeanas compartían en igualdad con el hombre las tareas más duras:
En mi país, Galicia, se ve a la mujer, encinta o criando, cavar la tierra, segar el maíz y el trigo, pisar el tojo, cortar la hierba para los bueyes. Tan duras labores no levantan protesta alguna entre los profundos teóricos de la escuela de monsieur Prudhomme7,que, a penas se indica el menor conato de ensanchar las atribuciones de la mujer en otras esferas, exclaman llenos de consternación y santo celo «que la mujer no debe salir del hogar, pues su única misión es cumplir los deberes de madre y esposa». El pobre hogar de la mísera aldeana, escaso de pan y fuego, abierto a la intemperie y al frío, casi siempre está solo. A su dueña la emancipó una emancipadora eterna, sorda e inclemente: la necesidad.
En el pasaje transcrito hay un error, pues resulta evidente que Pardo Bazán se refiere a las ideas de Proudhon, filósofo al que demuestra haber leído y conocer bien. Ya con anterioridad, en el volumen titulado De mi tierra (1888), gavilla de una serie de trabajos dedicados a la cultura gallega, había escrito en referencia a los seguidores de las doctrinas del filósofo francés: «hoy, en las polémicas sobre realismo y naturalismo, se dan la mano los pacatos y vaporosos neocatólicos admiradores de Lamartine con los socialistas sectarios de Proudhon, y los almidonados secuaces del clasicismo académico con los bohemios astrosos rezagados de la generación romántica, que consumen sus inútiles días en cafetines y lugares menos santos aun» (Pardo Bazán, 1888). Ciertamente, Proudhon fue un destacado detractor del acceso de las mujeres a la educación en igualdad de condiciones que los hombres, tal como sostiene en La pornocracia, o las mujeres en los tiempos modernos (1875), y más explícitamente en el texto titulado «La femme est un joli animal», en cuyo último apartado desarrolla brevemente la idea de que la mujer no debe salir del hogar, tal y como indica el elocuente subtítulo: «La mettre en réclusion», texto que contiene párrafos como el transcrito por la autora coruñesa. Proudhon fue además uno de los intelectuales más crítico con el movimiento feminista, pues consideraba a la mujer inferior al hombre en todos los aspectos.
Una de las batallas que con más fuerza libró doña Emilia a lo largo de su carrera literaria fue la llamada cuestión académica, con dos tentativas en 1889 y 1912. En el primer caso coincidiendo con el fracaso de la candidatura de Galdós, con el que por aquellas fechas mantenía una apasionada relación sentimental8. Como es sabido, el flanco más conservador de la Academia impidió el triunfo de la candidatura de Galdós y, por las mismas fechas, se habló también de una posible candidatura encubierta de doña Emilia a raíz de la publicación en El Correo (24 de febrero de 1889) de un artículo anónimo titulado «Las mujeres en la Academia. Cartas inéditas de la Avellaneda». Y aunque doña Emilia no presentó formalmente ninguna candidatura, su intervención en esa cuestión se interpretó como un ataque a los académicos que ni siquiera consideraban la posibilidad de que una mujer fuese candidata a la docta casa. Volvió a sonar mucho su nombre en 1891 con motivo de la publicación de Valera de Las mujeres y la Academia, y ese mismo año todavía coleaba la cuestión en La España Moderna (febrero de 1891) por el artículo «La cuestión académica» de Rafael Altamira, en el que se mostraba partidario de aceptar el ingreso de las mujeres en la RAE. Doña Emilia aprovecha el trabajo de Altamira, quien había escrito «lo que se discutía no era el derecho de usted a ser académica, sino el derecho y las aptitudes de la mujer para alcanzar esa sanción oficial y externa», para volver sobre la cuestión y agradecer al intelectual de filiación krausista su solidaridad con el derecho de las mujeres a entrar en la Academia, reproduciendo unas palabras de un artículo que solo se publicó en francés en la Nouvelle Revue Internationale: «Si a título de ambición personal no debo insistir ni postular para la Academia, en nombre de mi sexo creo que hasta tengo el deber de sostener, en el terreno platónico, y sin intrigas ni complots, la aptitud legal de las mujeres que lo merecen para sentarse en aquel sillón, mientras haya Academias en el mundo». Y a partir de esta firme declaración concentrará la defensa de las mujeres académicas en la figura de Concepción Arenal: «A esta candidatura, que llenaría todas nuestras aspiraciones nadie puede objetar sino disculpas de mal pagador o razones de pie blanco: únicamente la maldad o la envidia ruin osarían poner en tela de juicio su legitimidad y su conveniencia».
La defensa de Concepción Arenal para que fuese admitida en la Academia de Ciencias Morales y Políticas fue una constante en diversos trabajos de Pardo Bazán, pues, tal como le había manifestado a Altamira, estaba dispuesta a verter en dicha empresa hasta la última gota de tinta. En el Nuevo Teatro Crítico (26 de febrero de 1893), con motivo de la muerte de la ilustre ferrolana en la ciudad de Vigo, publicará un extenso artículo necrológico titulado «Concepción Arenal y sus ideas acerca de la mujer», en el que pasa revista a las ideas «emancipistas», como las llama Pardo Bazán, expresadas especialmente en La mujer del porvenir y La mujer de su casa.
Subraya doña Emilia la audacia de que en La mujer del porvenir Arenal reivindicase para las mujeres en el terreno religioso nada menos que el derecho al sacerdocio, cuestión todavía pendiente en la actualidad. En el terreno civil asume también de forma literal sus ideas al transcribir: «en el mundo oficial se la reconoce aptitud para reina y para estanquera. Que pretendiese ocupar los puestos intermedios sería absurdo». En sintonía con las ideas de la ilustre jurista, doña Emilia critica con severidad la discriminación del derecho civil con respecto a la mujer, pues, si bien se la consideraba intelectual y moralmente inferior al hombre, cuando delinquía la ley criminal le imponía iguales penas. En este sentido subraya la sintonía entre las ideas de Concepción Arenal y las de Stuart Mill y Augusto Bebel, autores que Pardo Bazán publicará y divulgará a través de la «Biblioteca de la mujer».
Revisa también las ideas de la ilustre pensadora a propósito de la deficiente educación de las mujeres, causa de que muchas acabaran en un matrimonio precoz o en el ejercicio de la prostitución como medio de subsistencia. Considera necesario que la mujer, cuyas condiciones intelectuales no eran inferiores a las del hombre, estudiase y se dedicase a profesiones como la farmacia, la medicina, la abogacía, para poder llegar a notario, catedrático o maestro de escuela.
Para Pardo Bazán el objetivo fundamental de La mujer de su casa era «reclamar la acción directa de la mujer en la sociedad» sin privarla de los derechos políticos de que gozaban los hombres. También comparte con Concepción Arenal su vigorosa oposición al ideal erróneo de ángel del hogar o de mujer de su casa,
