La Trinidad y la vida interior - Un cartujo - E-Book

La Trinidad y la vida interior E-Book

Un cartujo

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Beschreibung

No se ha escrito este libro se advierte en el prólogo para que se lea rápidamente; está pensado para que la enseñanza penetre despacio en el alma. Es obra de grandes silencios, aunque el autor tenga el buen gusto de acotarlos con censuras de líneas o puntos suspensivos. Le va saliendo al paso al lector la necesidad de detenerse, de meditar, de volver sobre lo leído. El texto fue editado en esta colección en 1954 y reeditado en varias ocasiones. A petición de los lectores se ofrece de nuevo ahora, por su solidez doctrinal y su elevado valor espiritual.

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UN CARTUJO

LA TRINIDAD Y LA VIDA INTERIOR

Cuarta edición

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: La Sainte Trinité et la vie surnaturelle. (Librairie Plon. París 1947).

© 2023 de la versión española, para todos los países de habla hispana by EDICIONES RIALP, S.A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

El editor se encuentra a disposición de los titulares de derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6551-1

ISBN (edición digital): 978-84-321-6552-8

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6553-5

ÍNDICE

Prólogo

Presentación

Prólogo del autor

I. En Dios

El dogma

Las analogías del conocimiento y del amor

La vida íntima de Dios

II. De Dios al hombre

La unidad de los designios de Dios

La persona en Cristo

La obra de Cristo

III. Del hombre a Dios

IV. El hombre en Dios

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Notas

PRÓLOGO

Hemos nacido a la vida de la gracia por el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Con esta augusta autoridad nos absuelve de nuestros pecados el sacerdote, que ha recibido poderes divinos para resucitarnos. Según vamos entrando en familiaridad con la oración litúrgica, vamos viendo cómo la Iglesia invoca siempre a la Santísima Trinidad al formular sus súplicas, y aun cada fiel, conservando a lo menos la actitud y las palabras, suele empezar sus obras piadosas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La vida espiritual, pues, es producida y renovada en nosotros por la Santísima Trinidad: a las tres divinas Personas rogamos su conservación y su aumento, y la Iglesia nos ha habituado y desea que recordemos con frecuencia este influjo vivificador, sin el cual nada seríamos.

Bastantes fieles conocen además algo de lo que se contiene en la Sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia sobre la maravilla de la presencia de la Santísima Trinidad en nuestras almas cuando estamos en gracia; cómo se nos da, mora en nosotros y nos diviniza, preparándonos acá abajo a una visión y posesión gloriosa en la Jerusalén celestial. No suele ignorarse esto del todo, aunque también hay vacíos considerables en los conocimientos religiosos de las mismas personas piadosas. Lo malo es que estas ideas suelen mantenerse a gran distancia de la vida, aun de la vida de las devociones; que el desinterés que suele haber por ellas las relega a una zona de vaguedades desdibujadas, considerándolas como un misterio en el que no conviene ahondar.

Parece que puede seguir formulándose la desoladora pregunta, con la que monseñor Olgiati prologaba su Silabario del cristianismo hace ya unos cuantos lustros.

¿Es verdad o no que a vuestra vida y a vosotros mismos os importaría muy poco el que las Personas de la Santísima Trinidad fuesen dos o cinco en vez de tres?

Más aún. ¿Es verdad o no que, si Dios no hubiese revelado este misterio, vosotros os quedaríais tan tranquilos y no introduciríais una sola modificación en vuestra vida religiosa?

Podría ciertamente contestarse que, en el culto fundamental del cristianismo al Hijo, hecho hombre, hay ya una referencia patente al Padre e incluso al Espíritu Santo.

Pero ¿es esto suficiente?

Con tan radical simplificación quedan cosas sustanciales en la sombra, y en lo que concretamente se refiere a nuestra vida sobrenatural puede ocurrir que no carezcamos de ella, que sepamos en términos generales en qué consiste, cómo se produce, se aumenta y se confirma, y que luego nos desinteresemos totalmente de todo esto y nos quedemos tranquilos dejando a los teólogos que lo estudien, y a unos seres excepcionales a los que venimos a considerar como meteoros que cruzan de vez en cuando nuestra atmósfera —los santos— que se preocupen de vivir conforme a los planes divinos sobre esta cosa desconcertante que somos los hombres.

Se oye muy de tarde en tarde hablar de personas que tengan devoción a la Santísima Trinidad: no son tampoco frecuentes los esfuerzos de que se tiene noticia para propagarla y fomentarla: pero es de las que menos favor disfrutan entre la mayoría de los fieles. Son preferidas otras muchas, muy especializadas, muy concretas, a veces muy pequeñas. Y no es que haya motivo para censurar las que la Iglesia aprueba; al fin y al cabo, vemos lucir en cada una un rayo de luz divina, aunque se refleje en una criatura. Lo que ya no es de alabar es reducirse a esos poquitos, no darse cuenta de que son parcelas de una plenitud y caminos para llegar al todo. Lo que hay que hacer es seguir el haz de luz hasta su origen, abrir el diafragma por el que le filtramos, para que nos invada todo el resplandor del foco divino de vida eterna. Así se limpiarán estas devociones, buenas sin duda, de escorias de pequeño exclusivismo, y se articularán en el organismo de la vida sobrenatural, plena y sana, con todas sus exigencias y su grandeza divina.

Tal vez haya oculto en la predilección por las devociones parceladas algo de miedo a la gran luz que, al penetrarnos hasta lo hondo, nos exigiría las grandes claridades y sinceridades. Y es posible que el despreocuparse de las verdades fundamentales, y concretamente de esta de la vida de la Santísima Trinidad en nosotros, sea otro género de huida de la presencia de Dios (Jonás 1, 3) por temor a tener que tomar la decisión de darlo todo por nuestra vida, que es más que nuestra, la vida de Dios en nosotros.

La palabra devoción, en su sentido originario, antes de haberse diluido en el plural devociones, que no hubieran entendido los clásicos, significaba una entrega y consagración absolutas. «Se dicen devotos —explicaba santo Tomás (IIa. IIae. q. 82. a. I)— los que se consagran a Dios de tal manera que se le someten totalmente». El que se haya extendido luego esta palabra a más amplios actos de culto o religión no debe hacernos perder este sentido de total entrega, que no hay por qué pensar se haya desvirtuado; ella será directa, o se intentará por otros medios, ciertamente aptos y oportunos, con tal de no agotar en ellos el camino. Sobre todo, hay que evitar la ilusión de haber encontrado atajos para ahorrar o esquivar la fundamental renuncia que lleva consigo la vida cristiana. Si existiera alguna devoción que derogara el “niéguese a sí mismo” del Evangelio, no reportaría poca ganancia al enemigo de las almas.

Si no queremos sacrificar las mezquindades de nuestra vida de egoísmos insatisfechos, acabamos por perderla a ella y a sus precarios goces; si renunciamos a ella generosamente, Dios nos la cambia por otra, limpia y luminosa, que es la que Él infunde en nosotros. «Pues quien quisiera poner a salvo su vida, la perderá: mas el que perdiere su vida por causa de mí, la hallará» (Mt 16, 25). Aun acá abajo podemos comprobar lo que ganamos en el cambio; la esplendidez con la que Dios paga la entrega de nosotros que le hacemos; es un glorioso trueque en el que entregamos nuestras miserias y recibimos el cielo.

Los dos últimos capítulos de esta obra exponen bellamente las exigencias de nuestra entrega confiada y gozosa, a la que sigue el afirmarse pleno y jubiloso de Dios en nuestras almas, incorporándonos a su vida. El autor —que fiel a una hermosa tradición de su Orden se renuncia a sí mismo en el silencio del anonimato— quiere encaminarnos a esta última consecuencia de su enseñanza: el premio que Dios nos ha de dar, que no es otra cosa que Él mismo, no se deseará sino en la medida en que nos vayamos acercando a Él para conocerle.

Sin embargo, es posible que tampoco esté de más adelantar esta esperanza y animar así a posibles lectores a aventurarse en las páginas jugosas del libro. Sigue habiendo, más que conceptos erróneos, actitudes equivocadas —por pusilánimes— sobre la exigencia divina de perfección cristiana, a la que no se satisface buscando el mínimum para no condenarse. La santidad no es cosa de otros planetas o de personas distintas a nosotros, sino vocación divina sembrada en el alma de todos los cristianos: pero la llamada no encuentra respuesta, porque esta tiene que ser vibrante e ilusionada; todas las demás cavilaciones o cálculos son tan insuficientes como el cerrar los oídos a la invitación divina.