La venganza del gallego - José Tono Martínez - E-Book

La venganza del gallego E-Book

José Tono Martínez

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"El argentino, salvo excepciones, mientras ejerce de argentino, siempre fracasa (…) Por eso el argentino sólo triunfa de verdad una vez que se ha reintegrado metafórica o efectivamente a una de las patrias de las que procede. Pues la argentinidad exitosa no puede realizarse enteramente desde Argentina. Y por eso Argentina, para salir de su estado actual de postración, tendrá que desargentinizarse, con todo lo que eso implica: la refundación, un proyecto para todos, de medianías, sin extravagancias ni mitos." José Tono Martínez repasa en La venganza del gallego sus cuatro intensos años de trabajo en la Argentina, al frente del Instituto de Cooperación Internacional, organismo dependiente del Estado español. A lo largo de las páginas de este libro, el autor manifiesta un reconocimiento agradecido al trato que recibió por parte del público argentino, pero a la vez expresa una crítica corrosiva contra los sectores reaccionarios, tanto de la Argentina como de España.

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José Tono Martínez

La venganza del gallego

Tono Martínez

Venganza del gallego, El. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2014. - (Mirada atenta)

E-Book.

ISBN 978-987-599-398-3

CDD

Fotografía De Tapa: A Partir De La Obra “Planeta”, De León Ferrari, 1980

(Gentileza Del Autor)

Fotografía De Contratapa: © Antonio Bueno

Edición: Ixgal

Revisión: Lucas Bidon-Chanal

Diseño: Verónica Feinmann

© Libros del Zorzal, 2004

Buenos Aires, Argentina

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de La venganza del gallego, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Quiqueg era nativo de Rokovoko,una isla muy lejana hacia el Oeste y el Sur.No está marcada en ningún mapa:los sitios de verdad no lo están nunca.

Herman Melville, Moby Dick

Aprende a decir la verdad como si fueran mentiras.Siguiendo esta conductanadie podrá distinguir tu Falsedad.

Sergio Pángaro,Señores Chinos, Buenos Aires, 1999

Índice

1 | 6

2 | 17

3 | 22

4 | 28

5 | 35

6 | 38

7 | 47

8 | 52

9 | 59

10 | 66

11 | 72

12 | 76

13 | 80

14 | 86

15 | 103

16 | 109

17 | 115

18 | 118

19 | 120

20 | 124

21 | 130

22 | 137

23 | 143

1

Para ser fiel al lugar común diré que sólo el hipotético, sufrido e hipócrita lector dirá si lo que sigue es o no es propiamente una venganza. O un ajuste de cuentas. Conmigo. Con la Argentina. Con España. Con todos. Ya sabemos que la venganza es un plato que se sirve frío, y que el buen vengador ha de saber esperar su momento, cuando menos se lo espera, aunque hayan pasado cien años. Hubo memorialistas que dejaron su venganza escrita para cuando ya no estuvieran en este mundo. Pero hay algo de cobardía en ese gesto. Sea cual fuere mi caso, yo no quiero esperar tanto. Por lo demás, lo ganado o perdido en mis años argentinos es sólo responsabilidad mía y tal vez cuando ponga punto final a este cuaderno de bitácora pueda yo estar más cerca de lo que podría aproximarse a un balance personal y siempre provisorio, en el sentido de que nada de lo que escribimos puede abstraerse por completo de lo que vivimos o sufrimos, y así hasta la siguiente revisión.

Desde luego puedo anticipar que me he sentido mejor tratado y comprendido por los argentinos que me recibieron que por los españoles que me mandaron, por lo menos desde un punto de vista oficial y tal y como terminaron las cosas con mi abrupta y forzada salida del país. Ahora sólo quiero reiterar que no está en mi intención hacer cuentas conmigo o con el país donde he vivido estos años. En cualquier caso, mi historia en la Argentina es la historia de una amistad y puedo decir que los argentinos deben contarse entre los pueblos mejor predispuestos a la amistad. Esto que digo, como la familia, como el mito de la familia o como el mito de la religiosidad argentina, es una construcción mítica y, sin duda, es lo poco que permanece en un país tan asolado por el sentimiento de pérdida y de fracaso colectivo.

Amistad, y no otra cosa. Los argentinos son capaces de amistad como nadie, capaces de entregarte su tiempo, su conversación, su comprensión como no lo hace ningún otro pueblo que he conocido. Es poco y es mucho al mismo tiempo. En la forja de esta nación, tan lejana y tan perdida por la geografía y por la historia, la conversación ha sido una escuela de salvación. Conversaciones interminables en un territorio interminable. Eternas conversaciones para llegar hasta él, primero en barco, hoy en avión, y aun así en un recorrido siempre interminable. En Europa, de donde vienen o creen venir casi todos los argentinos, estamos acostumbrados a cambiar de costumbres, de historia o de lengua, en tramos cortos, de región a región, casi sin que nuestro cuerpo y nuestra mente se habitúen al nuevo entorno. Los argentinos no pueden hacer esto. Su transición es lentísima y sólo la capacidad para llevar este trance con paciencia infinita les ha salvado de la desesperanza. Y son tantos los trances que han sobrellevado y sobrellevan que uno comprende la necesidad de apoyarse en el otro, en el desconocido, en el amigo de fortuna con el que uno puede reconstituir su pasado y su futuro conversando, inventando, transformando un origen que la distancia convierte siempre en fábula. Que es algo muy distinto de la mentira.

Claro que esto yo no lo sabía al llegar a Buenos Aires. Lo fui conociendo poco a poco. Porque los libros de los escritores argentinos que yo había leído y que llevaba como estandarte de mi intento de querer y amar a este país no me lo habían trasmitido desde el comienzo. Hay algo demasiado libresco en cierta literatura argentina, y en su arte, un intento evidente de querer mostrarse autosuficiente, versado en lenguas, tendencias, tradiciones múltiples. Como si no fuera suficiente la mezcolanza fastuosa e inverosímil de los apellidos que llevan. Y a veces por eso se escapan de allí, de los textos y de los documentos, ciertas cosas como la amistad. Pero antes de recibirla, la intuí.

Mis primeros tres meses en Buenos Aires los pasé en una habitación del City Hotel, junto a la Plaza de Mayo y a cien metros del Colegio Nacional de Buenos Aires. Todavía yo no conocía la importancia histórica de este colegio de bachilleres ni sabía que luego, convocado por el fotógrafo Marcelo Brodsky, participaría de homenajes rendidos a los estudiantes desaparecidos y asesinados durante el período de la dictadura militar de los setenta y ochenta. De momento, sólo estaba en el hotel. Decadente, señorial, enorme, una pieza de otro tiempo. Aparte de algunos viajantes de provincias, compartía el hotel con ancianos estancieros de indescifrable edad, que preferían aquellos enormes corredores a la soledad de un apartamento en la ciudad. Lo más exquisito del City Hotel eran los grooms y los ascensoristas, dicharacheros, dormidos, disfrazados con uniformes tan gastados como el hotel, que nos acompañaban todos los días en un viaje vertical en busca del tiempo perdido.

La referencia a Marcel Proust no es vana. El hotel seguía teniendo en uso ascensores de aceleración neumática manual, tal y como los describe el francés en su novela. En fin, un enclave perfecto para recorrer la ciudad, hacia el viejo y destartalado barrio fundacional de San Telmo o hacia la Avenida de Mayo, con esos edificios de pasada y efímera grandeza que pronto me hablarían del sueño que no fue. Me han dicho que el City Hotel ha sido cambiado y reformado hace un año. Con seguridad lo habrán encanallado y horterizado, tal y como hicieron los responsables de la cadena Marriott con los salones del Hotel Plaza, en la esquina de Florida y San Martín, del que sólo se salvó el bar decó de la planta baja, donde había yo de embriagarme con los amigos escritores más de una vez, degustando sus impecables Gin Fizz y Negroni, dos cocktails centenarios que habían llegado a la ciudad con el propio hotel, a comienzos del siglo XX.

Pero mi primera escuela fue la de los cafés. Por la tarde o por la noche, al volver de trabajar, con algún libro bajo el brazo, recorría la ciudad buscando nuevos espacios. Allí observaba a la gente, despacio. Y allí comencé a pensar en el asunto de la amistad, y en una medida distinta del tiempo que yo traía de Madrid. Sí, fue lo primero que me llamó la atención. Aquellos parroquianos eran capaces de pasar horas y horas delante de un café, escueto, caro, dosificado y prolongado por el agua necesaria para refrescar la voz. Es como un sueño. Así lo recuerdo. Cientos y cientos de mesas, todas iguales, todas ocupadas, y allí los argentinos sentados, uno frente al otro, hablando, rajando, sin descanso. Podía yo volver al día siguiente, a éste o a otro café y allí seguían. Implacables. Idénticos. ¿Qué se dirían?

¿De qué se podía hablar tanto?, me preguntaba. Yo todavía no lo sabía. Y tal vez me haya propuesto escribir este libro para saberlo, para saber de qué hablaban durante horas aquellos habitantes de los cafés argentinos, que allí seguirán, ajenos a mi intento, sumergidos en el rumor de una conversación interminable, en aquella tierra de nadie y de todos.

Debo decir ahora que yo llegaba a Buenos Aires prevenido contra el argentino. Falsamente prevenido, pero prevenido. Incluso en los servicios centrales de la administración española que me delegaba a este país me habían prevenido acerca de la doblez y de la petulancia del argentino. Pero, por suerte, estas prevenciones no me habían impresionado en absoluto. Yo ya había vivido en distintos sitios y yo mismo procedo de distintos sitios. En eso, casi soy argentino, en el sentido de que nunca he tenido del todo claro mi sentimiento de pertenencia, mi procedencia. Además, he comprobado que este tipo de generalidades que se dicen de países y de gentes esconden casi siempre las mezquindades propias, la tópica ignorancia en la que preservamos la seguridad de nuestro mundo, de nuestro terruño.

Así, toda la petulancia y el sentimiento de superioridad que se achaca al argentino que vive en el exterior se revelan como infantilidad y ternura cuando uno vive entre ellos. Desde lejos, se podría decir que hay como una vuelta al pasado y sin duda a la infancia. Y también eso que se llama complejo de Peter Pan, pero en colectivo. Por eso el argentino en general es bondadoso; puede ser violento y turbio, como cualquiera, pero casi siempre inocente, de una inocencia desconcertante en el sentido de que esta falta de maduración es la que explica su inveterada incapacidad para manejar su enorme país, y también el cúmulo de desgracias y salvajadas que ellos mismos se han infligido con codicia y pertinacia desde los años treinta. O desde siempre. Es como un niño demasiado grande que se tropieza por todos los rincones del planeta con su enorme cuerpo. Muchas veces trata de hacerse el listillo, el ladino, pero sin éxito. Desde lejos se huele la pillería. Por eso, adelantando una de mis tesis, diré que salvo excepciones, el argentino, mientras ejerce de argentino, siempre fracasa.

El argentino sólo puede triunfar de verdad en el mundo una vez que se ha reintegrado a una de las naciones de las que procede, sea propia o adoptada. Es un problema de reconocimiento. La argentinidad exitosa, con mentalidad de triunfo, o la argentinidad universal no puede realizarse enteramente desde la Argentina. No es una cuestión de calidad sino de alcance. Sólo desde el exterior, desde la nueva plataforma adquirida, el argentino es capaz de dar lo mejor de sí, porque la verdadera argentinidad se vive desde la distancia, desde la brecha de la separación que produce ese sentimiento de nostalgia, fundamental en el proceso creativo del argentino. El argentino escindido es más argentino y, por tanto, más capaz de universalizarse. Difícil será que encontremos un argentino inteligente que no se haya ido de su país, que no haya pensado en hacerlo o que al menos no haya pasado largos años fuera del mismo. Y el que no lo hace es porque no puede. Que exagero, me dice mi editor. Pero los argentinos me entienden. Es el caso del artista Lucio Fontana en Italia, el del diseñador Jorge Pensi en España, el de los arquitectos Emilio Ambasz y César Pelli en Estados Unidos y en Italia. Los casos de escritores como Jorge Luis Borges o Bioy Casares tienen que ver con la argentinidad vivida como no argentinidad, como extranjeridad buscada y añorada, aun en la muerte.

Decía que esto es también un problema de reconocimiento, y aquí adelanto otra de las tesis de este libro: la Argentina trata muy mal a los argentinos. No hay país que lo haga peor en este sentido. Por eso, triunfar en el mundo desde la Argentina, en exclusiva, es una tarea titánica. Inabordable. Y esto, sin duda, afecta también a los inversores de cualquier país que vienen aquí a ganar dinero. Tuve ocasión de tratar a muchos y mi consejo fue parecido. En la Argentina, las cosas al final, en los ciclos largos, acaban siempre mal. Es un país que devora a su gente y a todos los que llegan para ser su gente. Un país que se alimenta de la juventud y de la ilusión del recién llegado. Y por eso mismo, a corto plazo, si hay suerte, se puede salir adelante y triunfar. Pero luego es muy difícil levantarse de la mesa. Porque la Argentina, y eso es parte del mito, es como una droga de la que uno no puede apartarse. Hermosa y atractiva, pero letal, siempre improvisada y precaria. Otros países han hecho otro tanto pero de un modo u otro han conseguido ser más hábiles y disimular su precariedad, y en otros muchos casos superar las circunstancias adversas. Y esto lo saben mejor que nadie los propios argentinos. Por esta razón, sus empresarios, en cuanto consiguen hacer dinero, lo sacan corriendo del país. Porque no se fían de ellos mismos. Es curioso y cínico que ahora, en la enésima crisis, critiquen los nacionales a los inversores extranjeros que repatrían el beneficio de sus empresas a las metrópolis de turno. Reprochan una conducta en la que se ven retratados.

¿Fue siempre de ese modo? El mito así lo asevera al menos desde esa fecha mítica del 6 de septiembre de

1930 en la que fue derribado el gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen, el líder de la revolución cultural y de la integración de los extranjeros. Desde su primera llegada al poder, en las elecciones libres de 1916, hasta 1930, con el gobierno del ilustre Marcelo Torcuato de Alvear en el medio, transcurren los años dorados de la Argentina, la corte del rey Arturo valiente en la que se llama a las cosas por su nombre, como pidieron los estudiantes de Córdoba en 1918, la Arcadia feliz en la que se levantan los grandes edificios neocoloniales y afrancesados de Buenos Aires y otras ciudades, la villa elegante y caprichosa cautivada por el Art Nouveau y luego por el Art Decó que atraía a los grandes artistas y a los intelectuales de todo el mundo. No sé si fueron años reales o imaginarios, pero de ellos han y hemos vivido todos.

Luego vinieron los golpes militares de los años treinta y de los cuarenta, el regreso al fraude electoral, el rearme nacionalista, ya como testimonio de un pueblo que perdía poco a poco la fe en sí mismo, pues es sabido que el nacionalismo es la reacción grupal de los cobardes y los miedosos. Se recurre a esas banderías cuando faltan las palabras, la confianza en la solidaridad cívica. Luego, también, a partir de 1934, fecha del tristemente famoso Congreso Eucarístico, se produce el rearme católico, y entre todos dan al traste con el sueño de la Argentina liberal, democrática y progresista: la enseñanza vuelve poco a poco a caer en las manos oscurantistas de la Iglesia y el poder se concentra en las de una oligarquía militar, caciquil y agraria. El resultado de todo ello es la pérdida de rumbo del país, pues no hay duda de que es en estos años treinta y cuarenta cuando se fragua el drama argentino de hoy, cuando se establece la dinámica presente, evasiva, de quienes para sobrevivir se escapan de la realidad creando un mundo propio, secreto e incomunicable; es el caso del artista completo Xul Solar, el del gueto creado por el grupo de la revista Sur (Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo, Adolfo Bioy Casares), el de quienes se suicidan y se quitan de en medio por esas fechas (Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Alfonsina Storni) y, al fin, el de los tantos que desde entonces se suicidan metafóricamente dejando el país para siempre, por las buenas o por las malas. El mito terminaba en tragedia.

Pero no sé por qué hay algo que me dice que la tragedia siempre estuvo presente, que detrás de las fachadas de grandes titulares el mito siempre tuvo los pies de barro, ensangrentados o disminuidos. Como si toda la grandilocuencia que describe aquel período y la indudable magnificencia de sus grandes edificios tuviese el propósito oculto de escamotearnos la realidad de la gente o la carencia de un proyecto de país para todos. Y es que, al final, los países grandes no se distinguen ni se consolidan por sus extravagancias (como aquella que dice que los argentinos ricos tiraban la mantequilla al techo, en el París de finales del siglo XIX, para demostrar que a ellos les sobraba) sino por sus medianías. Supo verlo muy bien Alexis de Tocqueville cuando describió la democracia norteamericana en 1830. El San Petersburgo de Pedro I el Grande tiene algo que ver con la Buenos Aires de principios del siglo XX. Y también aquélla fue construida por arquitectos extranjeros en su mayoría: son dos escenografías monumentales que prefiguran parecidos fracasos colectivos. En una medida no prevista por sus fundadores, la sociedad argentina tiene más rasgos en común con la sociedad rusa tradicional que con la europea meridional y occidental, de la cual proceden la mayoría de sus habitantes, y pienso en su extremidad geopolítica, alejada de los centros de poder, en sus vastas e inabarcables planicies que van del calor al hielo, en sus Estados ausentes para lo importante y presentes para lo terrible, en sus oligarquías insensibles y mafiosas, en sus credos cristianos conservadores y tradicionalistas, y en una sociedad civil incapaz de arbitrar soluciones de compromiso y renuncia.

Esto de la arquitectura tiene su miga. Quiero decir que la ampulosidad siempre oculta algo. En definitiva, una radical desigualdad. Solíamos ir de vez en cuando a Pergamino, en la rica Pampa Húmeda, en el norte de la provincia de Buenos Aires. Nuestros amigos Miguel Zuazu y Margarita Ezcurra tenían por allí un campo. Siempre me habían hablado ellos y otros de la riqueza de Pergamino, de sus bancos comerciales, de su potencia exportadora en los tiempos de vigencia del mito. Y luego uno llega por allí y se encuentra con que en realidad hay una sola calle que merezca ilustre nombradía, la de los propios bancos y sus fachadas. Y en cuanto te alejas del centro, cinco minutos, empiezas a ver el resto de una ciudad con calles sin asfaltar, llenas de charcos, de lodo. Pero la miga no es la crisis de ahora. El problema es que nunca, ni en los buenos tiempos, nadie se preocupó por asfaltar las calles de todos. Los hacendados de la época se conformaron con construir una calle, la suya, la necesaria para hacer sus transacciones y, por supuesto, sus mansiones palaciegas en las haciendas, siempre estilo neoalgo, pero para el propio disfrute. Nadie, nunca, pensó en los demás. Y las corporaciones locales, las intendencias, no tuvieron el valor o la fuerza para hacerlos pensar. La arquitectura de Pergamino y sus alrededores refleja perfectamente esta idea particularista de la riqueza, y de una sociedad con un Estado débil e inoperante, incapaz de defender el bien común. Y esto que vi en Pergamino lo comprobé a menor escala en otros muchos pueblos de la geografía argentina, detenidos en un proyecto siempre por hacer de galpones y pampa.

Dos semanas después de haber llegado, tuve ocasión de conocer por dentro otro edificio singular de la ciudad de Buenos Aires: el Kavanagh, un cruce fastuoso de racionalismo y Art Decó, enfrente de la Plaza San Martín, que fue en los años treinta uno de los grandes rascacielos de América. Jorge Helft, coleccionista aficionado al arte, daba una fiesta para la comunidad artística. Fue una especie de presentación en sociedad. Los nombres de los invitados me caían en cascada, sin poner todavía adjetivos a aquella inverosímil mezcla de apellidos sonoramente extranjeros. Descubrí enseguida que la gente de aquel medio, a diferencia de lo que sucede en España, bebía poco alcohol fuerte y se conformaba con el champán y el vino. Descubrí también que fumaban menos y que se cuidaban más; todos parecían salidos de un gimnasio, aunque había algo desusado en aquella forma de vestir que pretendía ser elegante y moderna. También comprendí que había que estar en guardia. El porteño culto, y aun más si une el conocimiento a la frivolidad, practica un tipo de ironía y de astucia verbal que tiene algo que ver con el witticism anglosajón, ocurrente y gracioso al mismo tiempo. Cuando uno no se da cuenta ya te la están pegando. También tuve la sensación de que estaban examinándome, lo que no dejó de causarme cierta gracia. Pero es que entonces todavía no me había dado cuenta de la necesidad que tiene el argentino de codearse y rodearse de extranjeros, de buscar la extranjeridad y la europeidad de la que parten, el territorio añorado y perdido de la vieja casa. Un sentimiento de añoranza extremo y contradictorio que, en parte, les ha impedido diseñar uno nuevo, a su medida, americano.

No sé si en aquella primera fiesta conocí a Inés Katzenstein, joven comisaria y crítica de arte. Su rostro y su estilo, tan de mi gusto, me encantaron. Y siempre fue una alegría tropezarla en cualquier evento social y desde luego lamento no haber cultivado más profundamente su amistad. En 1999 coordinó un libro de homenaje a su padre fallecido, el arquitecto Ernesto Katzenstein, publicado en el Fondo Nacional de las Artes. Allí leí una frase del arquitecto suizo Le Corbusier que me impresionó y que corroboró mis teorías acerca de la arquitectura porteña. Le Corbusier había sido invitado a la Argentina por Victoria Ocampo y su grupo, para dar un ciclo de conferencias, en 1929, en plena época mítica. Pero el suizo habla allí de las calles sin esperanza de Buenos Aires, la ciudad más inhumana de todas las que había conocido, proponiendo entre otras cosas que la ciudad girase hacia el sur, abriéndose al río. Algo que sólo hoy se está intentando, con desigual resultado, en Puerto Madero. Y es que Buenos Aires da la espalda al majestuoso y aleonado Río de la Plata, que es como darle la espalda a la América profunda, la que traen los ríos Paraná y Uruguay. Y tal vez allí comienza el drama. O una parte, porque esto parece que nunca termina. Supongo que una de las intenciones que me motivaron a escribir este libro fue la de esclarecer e iluminar, primero ante mí mismo, alguna de las oscuridades de la trama argentina.

2

A poco de llegar conocí a Guillermo Saavedra, poeta, autor de esa hermosa elegía que es El velador, editor y crítico literario. Apenas acabábamos de alquilar nuestro piso de la calle Callao, entre la Plaza Vicente López y La Recoleta. Era el inmueble de un aragonés emprendedor que había hecho fortuna con la exportación de carne a Europa. Un viudo delicioso que tenía casi noventa años y cuya historia, al final, acabó mal. Yo viví su caída. El expolio de unos hijos vagos e inútiles que terminaron malgastando la fortuna familiar, hipotecando las casas para invertir en aventuras financieras en la bolsa y viviendo como reyes, a cuenta del viejo. Por suerte murió poco antes de que llegasen los embargos judiciales.

Mi amistad con Saavedra fue consagrada en una noche de literatura y ginebra Bombay en la libreríabar Clásica y Moderna, regentada por Natu Poblet y su marido, quien entonces vivía para animación de todos. Los camareros se fueron y allí quedaron los dueños de casa alentando nuestra etílica conversación hasta no sé qué hora. Una pareja delicada y notable, culta, que me recibió y acompañó luego muchas noches. Aquélla siempre la recuerda Guillermo porque a la salida yo había olvidado dónde vivía y el taxi tuvo que dar vueltas y vueltas hasta que reconocí el portal de mi casa. Guillermo me enseñó lo poco que sé de tango, de tango “jondo”, como yo lo llamo, el cante rasgado que más se parece al flamenco pues el bailado o el más melódico nunca ha podido emocionarme. Es una incapacidad que se deriva de mi nulo sentido del ritmo en la pista pese a que cierta vez intenté dar unos pasos acompasados en algún boliche de Almagro. Por suerte, el tango ha vuelto ahora con fuerza y la gente más joven comienza a retomar el hilo dejado por los mayores. Pasa como con el flamenco en España, que atravesó un momento difícil, en parte por su equívoca asociación con la dictadura franquista y el gusto por lo nacional y cañí que se trató de imponer en aquel momento. Por fortuna, éste como otros equívocos se deshizo con la muerte del dictador, y el flamenco recuperó su libertad y prestigio, que sobre todo es rebeldía y anarquía, lo contrario de cualquier dictadura.

Una de las primeras cosas que hice como director del ICI-Centro Cultural de España fue incorporar el tango a la programación de actividades artísticas, de la mano de Guillermo, para sorpresa de algunos y con la oposición de otros, que no consideraban que el tango debiera medirse con la literatura, el arte de vanguardia y la filosofía. Pero siempre he defendido el eclecticismo en cultura y en casi todo, la noción de “culturas” frente a la seriedad académica o al dogmatismo estéril de los que se toman su mundo demasiado en serio.