La venganza, ¡placer de dioses! - Teresa Solbes - E-Book

La venganza, ¡placer de dioses! E-Book

Teresa Solbes

0,0

Beschreibung

Corre el año de 1936 en Barcelona, España. Soledad queda, como muchas otras personas, en medio de la guerra entre nacionales y anarquistas. Al tratar de huir a Francia, ella y su marido, sufren un accidente y él es encarcelado, pero dado que no militó, hay muchas probabilidades de que lo indulten. Mientras espera, ella trata de mantener una vida unida con sus tres hijos, tiene un trabajo y los domingos van a la ópera. Una de esas tardes de ópera, una voz, muy parecida a la de su hijo, grita ¡fuego! Y se desata la desbandada de personas que buscan la salida. Horas después, entre escombros y cadáveres, encuentra a sus hijas muertas. El muchacho no está en ningún lado. Esto quiebra a la mujer, pero se sostiene de la esperanza del indulto a su marido. Un viejo conocido que tiene un alto cargo en la milicia le comunica que es un hecho, Sebastián saldrá libre. Y sí, llega el telegrama que notifica la fecha, pero horas antes, se presentan un par de elementos de la guardia civil a notificarle que su marido fue fusilado el día anterior y que sus restos están en el cementerio de Montjuic. Soledad pasa por la desesperación, la negación y el desánimo hasta sumirse en la depresión. El mismo conocido le informa que alguien hizo un cambio de nombres en la lista y después de un rato suelta un nombre. A partir de ese momento, Soledad revive para buscar venganza .

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 235

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



LA VENGANZA, ¡PLACER DE DIOSES! Primera edición: marzo 2022

ISBN: 978-607-8773-35-0

© Teresa Solbes © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com Trópico de Escorpio

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase al CeMPro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).

Distribución: Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.com.mx Trópico de Escorpio

Diseño editorial: Karina Flores Portada: Julio Romero Torres. Mujer con pistola. 1925.

HECHO EN MÉXICO

 

A mis hijas: Eugenia y Fernanda 

PRÓLOGO

Leer a Teresa Solbes en esta novela: La venganza, ¡placer de dioses!, también es un placer de dioses y más dulce que la expiación.

Su prosa, bien estructurada y lógica, se desliza por las páginas y se necesita una gran fuerza de voluntad para detenerse aunque llame el deber, el sueño, el teléfono, la comida.

Si bien es la segunda novela editada, Teresa tiene ya una fila de manuscritos listos para entrar al proceso, porque su vocación de vida son las letras y cuando se es, no hay manera de negar o esconderlo, sino más bien de acogerlo en la entraña para que crezca y se reproduzca.

Eso es lo que deseo, que las novelas de Teresa sigan llegando a mi vida, a mis ojos; con su talento, sus personajes tan bien perfilados, con esas escenas brutales y sin embargo, embellecidas con figuras gramaticales que le dan su sello, su estilo, su sabiduría literaria.

La venganza, ¡placer de dioses! Es una novela social que nos lleva a testificar la amargura y el dolor que se instala en Soledad, víctima de la traición de un sujeto conocido, militar del alto rango a quien acudió para saber qué había pasado con su marido: iban a indultarlo, saldría el día tal a las 9 de la mañana y una hora antes, la guardia civil se presentó en su piso para darle la fatal noticia que la trastorna.

Horas después entra al cementerio de Montjuïc sin importar la lluvia, a pesar de que a esa hora el camposanto está cerrado, y armada con un paraguas destroza, remueve, se llena de lodo, grita, enloquece. Una escena bárbara y maravillosa.

Durante años, Sole acaricia la posibilidad de encontrar a quien, de un plumazo labró su desgracia, tiempos convulsos de guerra, tarea harto complicada, pero es más grande la desdicha que no le permite encontrar la paz, que los obstáculos.

Desde el banco de madera vieja del Paralelo de Barcelona, frente a la fuente, con sus amigas las palomas, a quienes alimenta, quienes le cuchichean y de quienes recibe ternura, rumia su venganza, que al cabo nada le queda en la vida… salvo que aparezca su hijo, un adolescente desaparecido años atrás.

Seguro disfrutarán esta novela como yo lo hice.

Y seguro querrán leer más de Teresa Solbes, que tiene con qué nutrir nuestras ansias lectoras.

Gilda Salinas

I

Como todas las mañanas a las once, Soledad está ahí, sentada sobre el banco de madera vieja de toda la vida, dándole la espalda al no menos viejo Molino Rojo del Paralelo de Barcelona. Abre con mano segura una arrugada bolsa de papel de estraza y saca el pan deshecho en migajas al aire de las angustias y los recuerdos que, según cuenta, de un tiempo a esta parte la devoran.

—No puedo claudicar —dice entornando los párpados mientras le da de comer a las aves quienes, inquisidoras, persiguen las palmas de sus manos como piratas en busca de tesoros.

Ella tiene un hijo violento y asesino que hace cualquiera de esas cosas que su padre no haría: oprime al confiado, engaña al amigo, mata si le pagan por el crimen…

O, al menos, es lo que le vienen contando a la madre las personas que dicen que lo han visto en distintos lugares de Europa. ¿Será verdad? Lo cierto es que lleva casi once años de indagaciones, aun así, nada se sabe de cierto. Es por ello que decidió contratar al detective Carlos Clubak, el más afamado del momento en el rastreo de desaparecidos durante las guerras.

II

Carlos Clubak ahora viaja en el Talgo rumbo a Sevilla acompañado de Simón, su ayudante, el que no cesa de preguntarse qué caso tiene ir en su búsqueda.

—Revolver Europa al derecho y al revés para encontrar tal amasijo de basura, por muy madre que ella sea, resulta un desperdicio —comentan los detectives convencidos de que el esfuerzo y el dineral que a la mujer le está costando movilizar a la gente no valen la pena. Sin embargo, Carlos reconoce que gracias a personas como esta y a casos estrafalarios como el que ahora se le presenta, vive con cierto desahogo económico; él se mantiene de sus pesquisas, de buscar lo que nadie encuentra y casi siempre lo consigue. Tiene bien fundamentada la reputación que lo acompaña: “Es un excelente profesional.” Detallan quienes lo conocen.

—No sé si mi destino se me presenta como lo hace porque trato de hacer las cosas con rigor, o simplemente por azar. También pudiera ser porque casi siempre me dejo guiar por ese sexto sentido que, según la teoría junguiana, es gracias a la parte femenina que todos los hombres tenemos y la descuidamos. Por lo visto yo la atiendo bien.

—Lo más seguro, amigo mío, es que se trate solo de olfato, nada más que olfato… —comenta Simón siempre que se pone sobre el tapete el tema de la perspicacia de su compañero; en cuanto a esa parte femenina que Carlos presume de tener bien puesta, él lo duda. De haber sido tal premisa cierta, la realidad de Simón seguro que sería otra muy diferente. Los dos amigos, trabajando en equipo por los mismos intereses, podrían haberse comido el mundo, sin embargo no es así. Hoy el universo de Simón es sombrío, el de su amigo no. Sean cuales sean los peligros a los que se enfrenta, Carlos sale de ellos sano y salvo. No le sucede al otro lo mismo: al menor desliz que se gaste acaba perdiendo los empleos, las amistades cocidas al vapor y hasta la camisa perdería si Carlos no estuviera siempre esperándolo allí, en el fondo del abismo, con los brazos abiertos. La vida los unió desde que nacieron, sin embargo la guerra los mantuvo distantes. Primero la de España: 1936 y, después, la mundial en 1939. Pero ahora el destino ha querido acercarlos más que nunca.

Los sueños de juventud se perdieron entre la pólvora y las traiciones que Simón planeaba a conciencia sin escrúpulo ni reproches inútiles, sacando provecho a los disparates de las posguerras. Venganzas y rencillas entre gente del mismo lugar, vecinos, hermanos… ¡todos contra todos!, parecía ser la consigna. Señales de locura que le llenaron las arcas.

“Aunque la verdad, ser mayordomo del diablo de poco te sirvió.” Razona su conciencia cuando piensa en el pasado, cosa que trata de evitar aunque a veces no lo consiga. Es por lo mismo que se encuentra en el tren con su amigo del alma.

—Seguramente se esconde en Marsella. Fue eso lo que te dijo la secretaria de Erik, ¿o no es cierto lo que me contaste ayer mientras cenábamos? —pregunta Simón.

—¿Un poco más de café? —ofrece la camarera a la vez que el convoy se detiene en la última parada que realiza antes de llegar a Sevilla.

“Qué tal si el ferrocarril en vez de llegar a Selvalavari tuviese la terminal en Barcelona? Eso os facilitaría las cosas”.

Pensamiento que se vuelve palabra en boca Simón cuando se lo comenta a Carlos, señalando de paso lo inútil que está siendo la “caza” que llevan a cabo. ¿Por cuánto tiempo? Si los dos camaradas lo supieran no estarían en este tren, aun así, como la duda es hoy por hoy la protagonista de sus vidas, hete ahí, que están viajando en el Talgo.

—Claveles, clavelitos. Señorito, llévelos usted. Ande, no sea tímido y dígale a esa morena que le ha “robao el sentío” lo mucho que la quiere con un manojo de claveles; baratitos se los doy.

Apenas descender del tren, los dos hombres se sienten acosados por una gitana, se miran sin terminar de comprender a la mujer que sigue empecinada con la venta. Camina por el andén al mismo paso que ellos pegada a Carlos, quien más por quitársela de encima que por regalarle claveles a ningunos ojos negros, termina comprando las flores rojas.

—Gracias, muchas gracias “resalao”.

La mujer le lanza la sentencia antes del adiós mirándolo fijamente:

—Cuídate del gato negro que puede arrancarte las entrañas.

Y se marcha presurosa a seguir ofreciendo claveles rojos, según ella talismanes para el romance Pret a Porter.

Simón no puede ocultar la sorpresa que le provocan las palabras de aquella desaliñada mujer y así se lo hace saber a su compañero.

—Efectivamente, es muy extraño que se haya referido a el gato negro con tal naturalidad —contesta este tratando de no darle importancia al asunto.

—No olvides que las casualidades existen, Simón.

Y se suben al taxi que se les acerca.

—Por favor llévenos al Hotel Alfonso xiii.

Durante el trayecto nadie habla. Las palabras de la gitana han quedado atrapadas en la mente de Simón haciendo que el tiempo retroceda. Ni imaginar quería lo que pudo haberles sucedido en Alemania, de no haber conseguido que les entregaran a tiempo los nuevos pasaportes…

—Calma, amigo mío, todo saldrá bien, ya lo verás —dice Simón mientras Carlos no cesa de quejarse. Por lo que se ve, el dolor intenso persiste; comenta que no siente ningún alivio a pesar de que le extrajeron la bala del tórax hace unos días en Berlín. El doctor, amigo suyo y compañero de camino en la rebeldía que a todos ellos les ahoga, se lo dijo sin tapujos:

—No puedes exponerte, te andan buscando, han descubierto que eres tú quien diseñó la emboscada de la otra noche en el retén de Múnich. Tu cabeza tiene precio y yo no puedo hacer nada más por ti, Carlos. Acatar las órdenes y resguardaros en la dirección señalada en el sobre que os he traído.

La bodega del almacén donde se encuentran, medio derruida por el último bombardeo que realizaron los nazis hace dos noches, está húmeda, sin luz y las corrientes de aire se cuelan por todas las grietas que descubre. Simón teme por su compañero, se encuentra muy débil y ve sobrecogido que en el rostro de Carlos el color se ha quebrado. Lividez que hace brotar la desesperación de la impotencia; es por lo mismo que le pregunta si se encuentra con fuerzas para seguir la aventura que van a emprender, totalmente obligados por las circunstancias.

—Estoy dispuesto —dice con algo de alivio al escuchar la contraseña del mensajero quien, seguro, trae los pasaportes falsos:

—Me envía el gato negro.

Acaba de gritar ahogadamente el intermediario y es Simón el que sale de la penumbra dejándose ver por el hombre que se les acerca; lo envuelve en una gabardina, al parecer, del ejército alemán, una gorra de oficial le cubre la cabeza tapándole casi toda la frente.

—Aquí están los documentos, también me dieron esto, contiene tres mil francos suizos. Los gastos que tendrán hasta llegar a Barcelona están cubiertos, pero antes de tres meses tienen que devolver el dinero; dentro del sobre van los datos de cómo y quién lo recogerá allí donde ustedes se encuentren. La propaganda que tienen que distribuir les será entregada en la ciudad Condal por uno de los nuestros, eso es todo. Suerte.

Con estas breves palabras se despide el contacto haciendo sonar los tacones de las botas al unirlos marcialmente, mientras les tiende la mano con firmeza y con cierta prisa, lo cual a Simón le parece normal, dadas las circunstancias. Sin embargo, con todo y su cansancio, Carlos no lo ve tan natural, la mano de un hombre hecho y derecho no suele ser tan delgada; además ese lunar plasmado en el inicio del dedo pulgar… Hoy todavía duda cuando piensa en ello.

A pesar de su mal estado y la oscuridad que invadía el lugar, él apuntó el detalle de tal manera que su cerebro ya no lo borraría.

—Hemos llegado señores —anuncia el taxista— aquí tienen el Hotel Alfonso xiii, cerca del Guadalquivir y pegado al parque de María Luisa y sé, porque me lo comentan los turistas, que aún con las ventanas cerradas penetra el espléndido aroma de sus rosales.

III

Al día siguiente Carlos y Simón caminan por la ribera el río, que les ofrece su acostumbrado espectáculo bullanguero. Jarana renovada siempre por la juventud que, a esas horas de la tarde, pasea en pequeñas barcas río abajo, tocando la guitarra y cantando coplas; gracia que tropieza de frente con la brisa mientras los espectadores aplauden desde la orilla. En medio de la corriente, en el sitio donde es más profunda el agua, están ancladas las distintas goletas; esbeltos los postes, dibujan sus rasgos en negro con perfecta nitidez, sobre el fondo azul del cielo.

—Mira, para ser la primera vez que visitamos Sevilla, no vamos tan desencaminados —dice Simón al ver al otro lado del río lo que buscan y que se encuentra precisamente ahí, en Triana: barrio castizo donde los haya, salpicado por pequeños comercios de talabarteros, sastrerías y talleres donde los demiurgos entrecruzan hilos de múltiples colores, elaborando mantones de Manila, batas de cola para bailarinas y estrellas del cante o trajes de luces para los toreros que deslumbran a la propia muerte. Callejones que rezuman intriga, secretos y escondrijos donde también habitan familias trabajadoras que mantienen las tradiciones y los buenos hábitos de convivencia. Todos ellos, todos, bajo la protección de la Virgen de la Esperanza, su patrona y por quien dan la vida si es preciso.

Una vez cruzado el puente, caminan dos calles a la derecha y en efecto, ahí, adentrándose un poco en el callejón indicado, se encuentra el bar La Damajuana donde Cosme los ha citado.

Soledad, cuando les habló desde Barcelona, dijo que era un hombre de avanzada edad. Y así le pareció a Carlos después de oír su voz a través del teléfono. Antes de entrar al local se arremolinan en torno a los detectives tres o cuatro críos chillando. Estos se encuentran en el estado más primitivo, negros como el cobre sin pulir, con grandes vientres y miembros flacos y que mendigando céntimos tiran de las chaquetas de los dos adultos.

Carlos y Simón desconocen que en Triana son comunes los encuentros de esta guisa, pues hay en el barrio diferentes estilos de enfrentarse a la vida; desde gente trabajadora y formal hasta gitanos que tienen la opinión más avanzada en cuanto a la pachorra. Las mujeres hacen sus frituras al aire libre y los hombres se dedican al contrabando, cuando no a cosas peores.

Descolgándose como pueden de aquella circunstancia que provocaron los mocosos, entran y miran. Cerca de la barrica de vino a granel donde se “ordeña” el tinto peleón que la clientela va demandando, se encuentra Cosme: apoya una mano sobre el mostrador mientras bebe con la otra el mosto que pidió.

—Es él, lleva la varita de olivo en la mano como dijo que haría para ser reconocido —escucha Simón lo que dice Carlos mientras va acercándose a donde se encuentra el viejo que sí, es al que buscan.

—¿Entonces ustedes son los detectives que doña Soledad mandó venir? Pues bien, lo que yo sé no creo que pueda servirles de mucho; la penúltima vez que estuve con el hijo de esa pobre mujer, fue en la plaza de La Maestranza viendo torear a Dominguín. ¡Qué espectáculo, Señor! Un torero de tronío, de esos que se dan cuando se abrazan los obispos y nada más, se lo digo yo que de eso sé mucho. Este pellejo que hoy me cubre alguna vez fue joven y terso; sintió correr la sangre por sus venas, sangre taurina, porque aquí donde me ven, encogido, arrugado, sin pelo —dice levantando la vara para señalar la calva que corona su testa—, yo me la jugué.

Ahora endereza la encorvada espalda y demuestra a los oyentes el poderío de su estilo, dando con la mano derecha unos pases que él cree estupendos y que más bien parecen simulacro de que va a fregar el piso.

—Sí, yo quise ser torero pero no lo logré, ya que a la primera cornada que recibí de aquel burel más semejante a un galgo que a un cornúpeta, aparecieron mi madre y mi abuela por el dispensario y en cuanto me levanté del camastro me agarraron con las alpargatas de mi padre y a la vez, golpe a golpe, me llevaron para casa. ¡Ay!, Virgen de los Martirios, dos semanas estuve sin poder sentarme.

Impaciente, Carlos corta la charla diciéndole en tono de pocos amigos que ellos de toros no saben nada, que no han llegado a Sevilla para hablar de las aficiones truncadas de nadie y que por favor, diga lo que tiene que decir y ya.

—Está bien, está bien… no se me enfurruñen. No termina de expresarse el viejo cuando los dos amigos sienten un golpe seco en la cabeza que les hace perder el sentido.

—Por poco y no llegáis, so burros; ya no sabía que cuento inventar para estirar el tiempo.

—No beba usted ansias, don Cosme, que esto ya es pan comío —dice uno de los fortachones que asestaron por la espalda, con una cachiporra de buen calibre, los golpes fulminantes en las cabezas del detective y su ayudante, lo hicieron con rapidez y destreza. En la taberna: silencio absoluto. Todo sucede en segundos.

—Vamos rápido, afuera tengo la tartana esperando.

De pronto salen, quién sabe de dónde, tres mozalbetes renegridos como los chiquillos que los aturullaron hace un rato en la puerta. Sin perder ripio, levantan del suelo los cuerpos que se encuentran al pie del mostrador y los sacan a la calle, donde ahora mismo acaban de tropezarse unos contra otros logrando que la pesada carga se les caiga sobre la acera cubierta de tierra y gravilla.

Sin pensárselo, esos mangantes arrastran los cuerpos de los detectives y vemos como, a empujones, logran subirlos a la carreta, tirada por un famélico caballo que según lo que nos dicen sus costillas, arrastra más hambre que Rocinante. El carromato permanece muy cerca de la entrada del bar. Los dos compañeros de infortunio han sufrido rasguños y magullones considerables; sus ropas, en uno la chaqueta y en el otro, esta y parte del pantalón, se han echado a perder. Mientras tanto, en la cabeza de Carlos el sol se rompe, la luz se diluye, la fuerza del viento y el sonido del aire lo trasplantan a otro lugar.

Esta boira persistente, mansa y gris, la lleva asociada a su memoria. Cuando la traspasa puede observar con toda claridad aquella avalancha de pájaros negros desprendiéndose de los alambres que hay en la estación de ferrocarril, para lanzarse a muerte sobre los cepos: unas migajas de pan esparcidas, lo más seguro, por el bolsillo agujereado de aquel soldado desposeído que sale de su tierra porque no ha ganado la batalla.

Diez minutos pasaron formando fila, cinco para que saliese el tren y ya están camino de Barcelona; largo e incómodo camino que recorren aguantando el montón de heridos, unos encima de otros y con las botas llenas de barro, testigo de los senderos recorridos con el infierno en el estómago, soportando la falta de agua para beber y la copiosa lluvia que empapó sus gruesas guerreras hasta calarles los huesos.

—Ahí van los presos, encerrados en un vagón de carga ahí están bien —se oye la voz de un paisano decir con aire de suficiencia—. Carlos no puede evitar la repugnancia que le produce el comentario prepotente de aquel nube de cardo y le contesta indignado:

—Aquí todos somos igualmente desgraciados. Nosotros, los que vamos en este compartimiento, también somos reos porque todos intentamos fugarnos, saltar el muro, saltar la zanja, saltar los días… ¡Dios!, que cese la matanza absurda.

—¿En nombre de qué? —se cuestiona Carlos.

El pasado se queja en su cerebro. ¿De que llegue el día en que no haya espacio para la arena de las playas de tanto soldado enterrado en ellas?

—Arrastrarse, arrastrarse es lo nuestro —balbucea volviendo al ahora, mientras se lleva las dos manos hacia la frente pues cree que le va a estallar— ¿por qué siento esta descarga en mi cabeza?

—No te preocupes, la mía está en las mismas condiciones, abollada como una lata de sardinas en el basurero —responde Simón no sin reconocer, porque salta a la vista, que es Carlos quien se ha llevado la peor parte.

—Algo más de media hora ha permanecido usted inconsciente.

Habla el médico que los atiende en el hospital, a donde los llevó la guardia civil después de encontrarlos en un terreno baldío a las afueras de Sevilla y en estado lamentable. También les explica que los carabineros llegaron a pensar que aquello que estaba tirado en el rincón del solar, eran solo dos sacos grandes de esparto rellenos de cualquier cosa, dos bultos abandonados.

—Y eso fue a primera vista —continua el médico hablando— lo que parecía y lo que los dos guardias pensaron que era hasta que se acercaron lo suficiente como para distinguir su morfología.

—Esto me huele mal —dijo uno.

—A mí lo mismo —dijo el otro.

E inmediatamente, con una navaja, rasgaron la tela quedando así la incógnita despejada. cada uno de los costales carga un cuerpo de género masculino, las caras no se ven porque el pelo mezclado con la sangre que chorreó por sus frentes lo impide. La ropa hecha jirones deja a medio desnudar la anatomía magullada de aquellos desgraciados. Al ver el panorama llaman a la ambulancia. Mientras esperan, los guardia civiles buscan excusas y disculpas diciéndose que podrían ser dos inocentes turistas asaltados por los gitanos.

—Como sucede a menudo sin que nosotros lo podamos impedir —dijo uno, mientras que el otro contestó pesimista.

—Por lo visto estas son témporas de mala mar —convencido él de que el mundo está siendo regido por la pupila retorcida de un tirano imposible de vencer.

Al día siguiente, terminados los exámenes a los que fueron sometidos y ya aplacadas la perplejidad, la irritación y las explicaciones, se les dice en el hospital a los agraviados que pueden retirarse, que la policía investiga y que cuando hallen alguna pista del tal Cosme, les avisaran. También les recomiendan que se presenten en la comisaría lo más pronto posible, para denunciar formalmente lo ocurrido. Ellos aseguran que lo harán sin falta.

IV

Por la mañana, mientras desayunan, Carlos comenta con Simón la pesadilla que tuvo durante el largo tiempo de inconsciencia provocada por el fuerte golpe recibido en la cabeza.

—La nebulosa me atacó, asomó las garras y aprovechándose del sopor me jugó una mala faena estrellándome contra el frío y la lluvia del pasado —termina así la reflexión.

Simón le aconseja que mejor lo olvide. Que la guerra ha terminado, la Civil en España y la Mundial —por segunda vez— también.

—Hay impactos que no se diluyen. Cuando la historia personal queda escrita en las páginas de tu piel no existen ni el olvido ni el perdón.

Y se deslizan en la charla mientras esperan en la antesala de la comisaría a donde han llegado caminando; quedaba cerca del hotel. En Sevilla, a donde se quiera llegar, se llega mejor a pie que en cualquier transporte. Ahora aguardan a ser llamados para denunciar formalmente lo ocurrido en la taberna La Damajuana. Después de un silencio que quizás no duró tanto, Simón le da a su amigo la última noticia del día.

—Terminan de asesinar a Gandhi. Lo escuché hace un rato en la radio.

—Eso ya se veía llegar, son demasiados los intereses creados en el mundo de chiflados en que vivimos. ¡Cuánta locura, Dios mío! Esta es una época donde la cólera de los imbéciles se corona. Y lo más terrible es que nos instalemos en ese frenesí con la misma naturalidad con la que nuestros pulmones respiran —le contesta Carlos a Simón y callan un buen rato.

Al fin se abre la puerta del despacho y aparece el comisario que los recibe para cuestionar, ya que no logra entender el percance, ¿cómo es posible que dos caballeros como ellos, hayan ido a parar a ese lugar tan poco recomendable: La Damajuana?

—Si no es una taberna aceptable para la gente de la ciudad, mucho menos lo es para los visitantes. ¿Qué se les ha perdido en un tugurio así? La parroquia que asiste ahí es de mala calaña: carteristas, borrachines de tercera, vagos, asesinos, vagabundos, contrabandistas y espías venidos a menos.

Después de una machacona entrevista con los denunciantes, el señor comisario da por concluído el interrogatorio aunque no lo terminaron de convencer. Costó trabajo hacerle creer que ellos solo eran turistas, desde luego, mal aconsejados por algún bromista que intentó pasarse y lo consiguió. Para los dos camaradas la mentira es el pan de cada día, así pues, no significó gran esfuerzo el conseguir que los llevasen hasta la misma puerta del hotel y por cuenta del propio Estado Español. Una vez ahí deciden no subir a la habitación y se van al bar; es la hora del aperitivo.

—Necesitamos un trago —sugiere Simón.

Después lo lógico, las dudas empiezan a fugarse. Carlos se mira la mano izquierda. El vacío que dejan los dos aros en su dedo anular le duele en el hígado hasta rabiar, gritaría si en vez de encontrarse ahí estuviera en algún lugar donde nadie lo juzgase. Pero repliega las ganas y solo murmura.

—Me cuesta entender la violencia innecesaria. ¿Por qué agredirnos? Asaltarnos, quitarnos el dinero, los relojes, y lo que más me revienta, las sortijas de matrimonio de mis padres. Más, es mucho más lo que me han robado, esos dos anillos son mi biografía, lo único que me quedaba para no olvidar quién soy. ¿Por qué ya no los tengo?

Simón no le responde. Sin embargo, los recuerdos para Carlos están más vivos que nunca…

En Berlín tomó las alianzas de entre los escombros y guardó un silencio de espanto al mirar el mapa que tenía en frente: restos de ropa pegada a muñones humanos que pertenecieron a su familia, de eso no le quedaba la menor duda. Haciendo un gran esfuerzo caminó como pudo entre las ruinas tratando de armar las “piezas” igual que se arma un rompecabezas, ayudando así a que las estadísticas designaran el número de cadáveres habidos después de que los nazis bombardearan la ciudad apenas hacía unas horas.

Es como si todo acabase de suceder, ¿verdad, Carlos? El cáliz que te aprieta el corazón no desaparecerá jamás. La imagen de las bombas lloviendo en picada sobre el edificio de cuatro plantas donde naciste no te permite descanso. Evocas una y mil veces el desmorone de lo que fue tu hogar, hecatombe retratada para siempre en el álbum de tu vida desde el primer momento que lo miraste todo, oculto en aquel agujero donde te escondiste al oír la sirena tocando a refugio.

Dos sortijas; una por aquí, otra un poco más allá. Así fue como las encontraste, dos alianzas que estuvieron unidas por casi cincuenta años brillaron frente a tus ojos asomándose entre la tierra del jardín o de lo que de él quedaba, cerca del huerto donde el abuelo se entretenía sembrando frutas y flores. “Algo hay que inventar para no salirse del vivir, hijo mío, ya lo entenderás cuando seas mayor.”