La verdad de santo Tomás de Aquino - Juan José Llamedo González - E-Book

La verdad de santo Tomás de Aquino E-Book

Juan José Llamedo González

0,0

Beschreibung

Este es un relato novelado que profundiza en la vida, la mentalidad y la personalidad de Tomás de Aquino, con la intención de descubrir la intensidad y la fecundidad de sus apenas cincuenta años de vida. Juan José Llamedo presenta a santo Tomás como un incansable buscador de la Verdad, retratando a un hombre que se supo frágil y pequeño y huyó de toda etiqueta, de toda soberbia y endiosamiento. La obra se enmarca en el doble aniversario del santo que se celebra entre 2024 y 2025: 750 años de su muerte y 800 años de su nacimiento. Aunque su huella, que sobrepasa el siglo XIII, va más allá de la teología y la filosofía y sus más de cien escritos, profusamente estudiados, no han perdido ni un ápice de actualidad, pocas obras, como esta que presentamos, se han adentrado en la personalidad de uno de os pensadores más influyentes de la historia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 564

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Lo que es, es

—Este es un buen lugar para reunirnos. Gracias por venir.

—No podíamos faltar.

Reginaldo de Piperno, Guillermo de Tocco, Bartolomé de Lucca, Bernardo Guido, Juan Tauler, el Maestro Eckhart, Catalina de Siena, Teresa de Jesús, Pedro Calo, Santiago Ramírez, Abelardo Lobato, Pierre Mandonnet, Eudaldo Forment, Jean-Pierre Torrell, Sebastián Fuster, Antonio Royo, Brian Davies, Gilbert Chesterton, Louis de Wohl, José Egido, Marie-Dominique Chenu, Edith Stein, Raimondo Spiazzi... aún no han llegado todos, ni todas.

—Cada uno de los aquí reunidos lo conocimos de un modo u otro.

—No solo nosotros.

—Incluso aquellas personas que no recuerdan su nombre.

—Su luz no se apaga.

—Hay quien se empeña en ponerle velos.

—Incluso en llevar la lámpara bajo la cama.

—Aun con velos y debajo del celemín... ilumina.

—No es lo mismo lucir que iluminar.

—Aunque solo luzca, el caso es que no es posible esconderla del todo.

Ocurre en la vida misma, en la que las personas se encuentran, se reúnen y comparten. El lugar sin nombre parece muy pequeño. Menos mal que no hay paredes, ni límite que impida, a quienes lo deseen, entrar, escuchar, conocer, aprender, pensar, escribir... compartir.

Convocan los ecos del tiempo, el deseo de conocer... sea por la fuerza de la palabra o por mera curiosidad. A veces es una búsqueda, otras un encuentro o, tal vez, una casualidad. La ocasión no es para menos. Casi pasa desapercibida. Pero para quienes están atentos, no es así.

—Es una hermosa oportunidad la que se nos brinda.

—Aprovechémosla.

—Hay muchos equívocos y confusiones. Algunas veces errores.

—Tal vez la memoria falla.

—También la pereza mental hace sus estragos.

—Pero, si estamos aquí, es porque no queremos que la espada se utilice para mover el estiércol.

—Siendo la fatiga falta de fuerza y el olvido falta de memoria, es evidente que no podemos ceder ni a la debilidad ni a la indiferencia.

Hay palabras que se lleva el viento, la ignorancia o la manipulación. Pero cuando la luz se enciende, su brillo asusta a la oscuridad, aunque la oscuridad se empeñe en ahogarla. El intelecto impide a la tiniebla sofocar la luz.

—El problema es de la oscuridad, no de la luz.

—El problema es del callarse, no de la palabra.

—El problema es la irracionalidad.

—No es la muerte la que vence porque ni siquiera existe, como no existe el mal. Solo existe lo que es.

—Lo que es, es.

—El que Es, Es.

—Y todo lo demás existe porque Él Es.

—Cuando una mujer o un varón dejan de mirar la oscuridad y la nada... vuelven a la Luz y al Ser. Esa es la Verdad.

—Y hay personas que lo descubren y saben que no pueden callar, aunque les cueste la vida y la honra.

Parece que la conversación se enreda y no va a ningún sitio. Pero entre todos hay alguien que sabe lo que hay que hacer. Muchos kilómetros en sus pies, al lado de quien no se anda por las nubes idealistas, enseñan mucho.

—¿Acaso alguien ha olvidado que París es más que una ciudad de película? ¿Tal vez ya nadie sabe que de París a Nápoles se puede ir en barco? ¿Acaso las mujeres y los hombres de estos tiempos están buscándose a sí mismos, pero no saben que solo hay un camino de conocimiento? ¿Es posible que los bautizados estén mirando hacia el lado equivocado? ¿Y qué decir de los que inventan formas de oscurecer la Luz y la Verdad, aunque presuman de sabiduría que en realidad es falaz ignorancia?

—Tienes razón, Reginaldo. Necesitamos no olvidar. Sobre todo, necesitamos aprender que cada vida humana es el destello de una Luz que no se apaga y de la única Verdad que nos redime. La sabiduría está más allá de los sentidos y de lo que se ve. Es lo único que nos permite conocer quiénes somos y lo que estamos llamados a ser.

—Pues esa luz no podemos ocultarla. Y, ahora, podemos volver a poner en manos de todos una lámpara donde la verdad sigue iluminando.

—No la ocultemos.

—Pongámosla en un sitio visible.

—A muchos aprovechará.

—La caridad nos obliga.

—No la hagamos esperar.

Unánime resolución. Cada uno aportará lo suyo. Quien tenga oídos que escuche. Quien tenga ojos que vea y lea. Basta con querer hacer un viaje que no implica moverse de casa. Aunque tampoco entraña quietud.

—Ábrase el entendimiento, aprestemos nuestra voluntad.

—Reginaldo, toma tu pluma.

—Catalina, muestra tu vida.

—Louis, aporta tu visión.

—Eudaldo, agudiza tu ingenio.

—Que nadie deje de decir o hacer. Al menos que atienda a su alma. La ocasión lo merece.

—¿Acaso tenemos mejor oportunidad?

—Los números centenarios son elocuentes: 700, 750, 800...

—Números clave: todo un memorial.

Conviene conocer y saber que la Verdad es diáfana y que la Luz es elocuente. Aunque muchos lo pretendan, ninguna de las dos puede extinguirse. Hubo un principio y un pasado. Pero, sobre todo, hay presente y futuro... hacia un fin que no es acabamiento, sino plenitud bienaventurada.

Hay que saber, sin embargo, que no está de más conocer. Manejar el intelecto, podríamos decir. Aunque dos entes se miren el uno al otro como si nada, el ser humano, como el divino, cuando conoce incorpora, de algún modo, el ser del otro a su propio ser. En Dios esto ocurre de forma absoluta. En nosotros como una aspiración de perfección. Lo conocido existe en cierto modo en el que conoce.

Lo escribió así:

Una cosa cualquiera puede ser perfecta de dos modos. Primeramente, según la perfección de su propio ser, que le conviene según su propia especie. Pero, porque el ser específico de una cosa es distinto del ser específico de otra, resulta que en toda cosa creada falta a la perfección por ella poseída tanta perfección absoluta cuanta poseen todas las otras especies, de tal suerte que la perfección de una cosa considerada en sí es imperfecta pues es parte de la perfección total del Universo, la cual nace de la reunión de todas las perfecciones particulares. Por eso, como remedio de esta imperfección hay en las cosas creadas otro medio de perfección según el cual la misma perfección que es la propiedad de una cosa se encuentra en otra. Tal es la perfección del cognoscente en cuanto tal, porque en cuanto conoce, lo conocido existe en cierto modo en él... Y según este modo de perfección es posible que en una sola cosa particular exista la perfección del Universo entero.

Dejémonos de cábalas. Demos a conocer su nombre y su verdad.

Planes de futuro

A cualquier niño le impresiona Montecasino. En pocos kilómetros se asciende más de 500 metros sobre el nivel del mar. Arriba del todo, en la cúspide de la colina, domina el paisaje el imponente monasterio benedictino. Desde la atalaya de su propia casa, el castillo de Roccasecca, unos 25 kilómetros atrás, casi alcanza a verse el famoso cenobio. Belleza, espiritualidad, misterio, historia, cultura... todo se combina en un pequeño espacio que, sin embargo, abarca mucho.

Todo el mundo sabe, también se lo contaron al pequeño, que allí Benito de Nursia había encontrado un lugar privilegiado para huir de la corrupción de lo mundano. Quería centrarlo todo en la búsqueda de Dios sólo.

1230

La suya es una familia numerosa y noble. Buenos carruajes, buenos caballos, sirvientes bien pertrechados, vestidos de lujo. Pero el niño no acaba de entender lo de los bagajes. Su niñera lo acaricia.

—Padre, ¿por qué venimos aquí?

Landolfo de Aquino mira a su hijo con ternura.

—Porque eres nuestro hijo y queremos que tengas la mejor educación y una vida feliz.

—¿Hay otros niños?

Teodora de Chieti, la madre, responde con cariño:

—Hay muchos niños, cielo.

—¿No estará ninguno de mis hermanos conmigo?

—Vendremos a verte todas las semanas. Tu tío, el abad, cuidará de ti.

Tomás piensa en sus diez hermanos: Aimón, Jacobo, Landolfo, Reinaldo, Felipe, Adenolfo, Marotta, Teodora, María y Adelasia.

Tal vez, en la imaginación del pequeño, mientras avanza, bullen historietas de caballería o relatos heroicos, quizás leyendas, narradas antes de dormirse allá en el hogar. Tal vez oyó a sus hermanos jugar a dominar el mundo y a sus habitantes. Tal vez se veía en la poltrona del poder, en la cima social. O, simplemente, se deja llevar con la inocencia propia de su edad sin sospechar, de entrada, el destino anhelado por sus progenitores.

Landolfo de Aquino es descendiente de los condes de Aquino, que, a su vez, son de ascendencia germánica y lombarda. Goza de una gran autoridad dada por Federico I Barbarroja, el emperador y también rey de Sicilia. No es conde, el conde era uno de sus hermanos. Pero manda más que el conde. Es gobernador, o algo parecido, de la llamada Tierra de Trabajo. Teodora de Chieti desciende de los nobles del reino del sur, pero, curiosamente, su origen es normando.

Para los Aquino-Chieti, familia distinguida donde las hubiera, que uno de sus retoños llegara alto significa la cúspide del mundo y su sociedad. Prebendas, honores, prestigio... un Aquino, abad de Montecasino... ¡qué idea más seductora!

Atrás queda, pues, el hogar que le vio nacer. Algunos de sus parientes dijeron que fue a finales de 1224. Pero otros, los más fiables, aseguran que vino a este mundo a principios de 1225. Como mucho en el mes de marzo. Una familia con doce hijos, y muchos otros parientes consanguíneos, a veces no guarda buena memoria de los detalles de los cumpleaños.

Delante, la altura que domina la población de Casino, en el Valle Latina. La abadía se yergue como un faro, dominando toda la región llamada Tierra de San Benito. Los edificios se agigantan, a medida que se acercan. Están asentados sobre roca firme, como la fe cristiana que da vida a la Regla de san Benito.

La entrada en el recinto sobrecoge, es una mezcla de austeridad y elegancia. Muy bella en todo caso. Mucha gente. Personas procedentes de todas las latitudes conocidas. Eruditos, campesinos, clérigos, estudiantes, profesores, monjes, médicos, nobles, ricos, pobres, funcionarios... Unos van y otros vienen. Algunos entran y salen, se supone, de la oración.

El abad Landolfo Sinibaldi dei Fieschi, pariente de los Aquino, los recibe en la explanada de la espléndida iglesia consagrada en el año 1071 por el papa Alejandro II. Es un momento oportuno. La abadía había firmado un acuerdo de paz con Federico II poco antes, en julio de ese año del Señor de 1230.

—Benedictus Deus. Bienvenidos seáis.

—Deo gratias.

—Aquí tenemos al pequeño Tomás.

—Lo confío a tus cuidados, Landolfo. Edúcalo bien.

Firman un convenio.

—Lo cuidaré como a sangre de mi sangre que es. Quien sabe, tal vez llegue a ser mi sucesor.

—Quién sabe.

Los señores de Aquino son buenos padres. Y dan a sus hijos las tres cosas que les corresponden por la naturaleza del matrimonio: el ser, el alimento y la instrucción. Quieren que el menor de sus varones tenga un futuro digno de su alcurnia. ¿Qué menos? Las familias nobles suelen buscar el mejor de los acomodos para sus hijos. A veces fuerzan situaciones, a veces obran con buen criterio. También ocurre que no siempre sus hijos responden a las expectativas de los padres y eso genera conflictos.

—¿Qué es de tus otros hijos?

Landolfo de Aquino, hasta donde puede, hace un repaso.

—Aimón, el primogénito, Landolfo, Reinaldo, Felipe y Adenolfo están al servicio del Emperador. Felipe es justicia de Capua. Jacobo, por su parte, no quiso enrolarse. Fue abad de la colegiata de San Pedro de Canneto.

—¿No es el que el Papa depuso? ¿No habréis incurrido en simonía?

Teodora niega con la cabeza mientras su marido lo explica.

—No fue así. No niego que la idea de que Jacobo fuera abad me encantaba. Pero no hubo compra de cargo. Como sabes, hay abadías que son nominales o, digámoslo así, por encargo. Esta es una abadía secular. Sus canónigos son seculares. Dicha abadía depende directamente del Papa y a él correspondía proveer de abad. Simplemente quedó vacante el puesto y los canónigos procedieron, sin permiso de Honorio III. Pensaron que, si de común acuerdo elegían a mi hijo Jacobo, el Santo Padre lo aceptaría.

—Pero eso fue ilegal.

—Eso ya se solucionó. Él mismo renunció y el capítulo reconoció su error y dimitieron en bloque. Jacobo sigue como canónigo secular.

—Menos mal, no os conviene un conflicto con el Papa.

El abad de Montecasino muestra ahora un semblante preocupado.

—Vuestro hijo Reinaldo es un buen poeta y escritor.

—Ciertamente, tiene mucha habilidad con las armas y con las letras.

—¿Y vuestras hijas?

—Bueno... estamos buscándoles marido.

Tomasito es ajeno a toda aquella conversación. Mira y observa todo lo que hay a su alrededor. Le hacen gracia las figuras grotescas de algunas gárgolas. Siente curiosidad por un par de golondrinas que arman su nido en un alero de la iglesia. Doña Teodora no lo pierde de vista.

Un religioso de mediana edad se acerca. Tiene un semblante apacible y alegre. Cojea un poco.

—Debéis conocer al hermano encargado de los oblatos. Odilio es un eficaz pedagogo. Velará por vuestro hijo como si fuera su padre y su madre.

Enseguida despierta la curiosidad del pequeño el cinturón del hábito benedictino. Entre sus manos muestra al monje una tela que lleva escrita el Avemaría. Fray Odilio intenta tocarla para verla más de cerca, pero, enseguida, el bracito de Tomás se encogió como un resorte.

—No te la voy a quitar, mi pequeño hermano.

—Ave María... Ave María...

—Ven conmigo, voy a mostrarte un Avemaría más grande.

Fray Odilio toma de la mano al infante y lo lleva a la iglesia. Los padres flanquean al abad. También entran en el bellísimo templo. Se acercan a un altar del crucero, donde una hermosísima estatua, elegantemente decorada, recuerda que María es la Madre de Jesús. En la base está esculpido en piedra: Ave María. El pequeño Tomás pasa su mano con calma, como si fuera él quien labrara suavemente aquel relieve.

Landolfo de Aquino, junto a su esposa, emite el voto de oblación en nombre de su hijo delante del altar mayor. Es un voto subrogado.

El abad preside la ceremonia.

—Dice la Regla de san Benito: Si algún noble ofrece su hijo a Dios en el monasterio, y el niño es de poca edad, hagan los padres la petición y ofrézcanlo envolviendo la misma petición y la mano del niño con el mantel del altar. En cuanto a sus bienes, prometan bajo juramento en la mencionada petición que nunca le han de dar cosa alguna, ni le han de procurar ocasión de poseer, ni por sí mismos, ni por tercera persona, ni de cualquier otro modo. Pero si no quieren hacer esto, y quieren dar una limosna al monasterio en agradecimiento, hagan donación de las cosas que quieren dar al monasterio y, si quieren, resérvense el usufructo.

El niño llevará una vida monástica acorde a su edad. Un monje en pequeño. Llegado a la adolescencia, él mismo podrá renunciar a continuar, sin que el voto le obligue. A la edad de 19 o 20 años podrá desligarse por completo del monasterio o, si así lo desea, continuar adelante como monje con todos los derechos.

Hecho el voto, don Landolfo de Aquino concede una limosna al monasterio:

—Entrego al monasterio treinta libras de oro.

Teodora y Landolfo se despiden del niño con un beso y una caricia, tras venerar la tumba de san Benito. Montecasino está muy cerca de casa. Las visitas serán asiduas. Ambos rezan y sueñan.

—Hemos entregado a Dios a nuestro hijo varón más pequeño. Ya forma parte del venerable e importantísimo cenobio, madre y cabeza de la Orden Benedictina. Está en las mejores manos.

—La naturaleza del matrimonio, querida mía, no pretende solamente la generación de la prole, sino también su conducción y promoción hasta el estado perfecto del hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud. Así nos lo han enseñado y a ello nos comprometimos cuando nos casamos.

No fue fácil aquel desprenderse del hogar. Del útero familiar pasa al útero espiritual. Pero no fue un cambio traumático. Lo normal entonces.

1231

La belleza del lugar y la grandiosidad del edificio cautivan. Otros niños de su edad, hijos como él de familias muy nobles, juegan a esconderse entre las columnas de los claustros o se entretienen tirando piedras al gran estanque. O cazando lagartijas que se escurren con agilidad.

Son ajenos a la permanente amenaza que pesa sobre aquella religiosa casa. Federico II, nieto de Federico I Barbarroja, es un hombre culto pero duro en lo que a sus derechos y autoridad política se refiere. Montecasino es un permanente desafío porque si bien debiera estar bajo su jurisdicción, goza de autonomía específica por ser abadía territorial y estar bajo la protección del Papa. Sabe bien que el Romano Pontífice juega un papel político de primera magnitud, como árbitro entre los reinos cristianos. El Emperador desea emanciparse de esa presión y aprieta, una y otra vez, a los partidarios de los territorios pontificios que se rigen por un régimen de libertad y autonomía. Montecasino sufre acosos constantes.

Las tronadas retumban sobremanera en aquella montaña. Tomás tiembla de miedo y se esconde. Muchas veces se refugia bajo la bella imagen de la virgen de la iglesia abacial.

Fray Odilio pregunta al abad:

—¿Por qué tanto pánico a las tormentas?

—Siendo algo más que un bebé, vio morir a su hermana pequeña, de cuyo nombre no consigo acordarme. Se desató sobre Roccasecca una potente tempestad mediterránea, una noche de final del verano. Un rayo alcanzó la alcoba donde ambos dormían. La niña murió fulminada, incluso los caballos que estaban en el establo justo en la base de la torre sucumbieron. Tomás sobrevivió sin secuelas físicas. Todos dijeron que había sido un milagro.

En una de las visitas, en el mes de mayo, Landolfo de Aquino, para paliar la situación complicada de las finanzas y suministros del monasterio, dona dos molinos cerca del puente de Linulo. El padre Landolfo Sinibaldi recibió con alivio aquel regalo.

El mes de julio fue especialmente difícil. Todo el monasterio crujía. Los oblatos, y los no oblatos, sentían pánico. Parecía una súbita tormenta que se repetía sin parar. Por fin, uno de los monjes más sabios comprendió que se trataba de un terremoto con sus réplicas. No hubo víctimas, pero sí miedo. Curiosamente, el pequeño Aquinate empezó a ser más fuerte.

Poco a poco, Tomás va dando muestras de su talento. Aprende a razonar y a alejar los temores. Es avispado e inteligente. Tiene una memoria prodigiosa. La Regla de san Benito, escuchada en el refectorio o en las lecciones de sus maestros, le ayuda. No necesita un camino adecuado para su vida, se da perfectamente cuenta de que ya lo ha iniciado:

Ciñámonos, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras y sigamos sus caminos guiados por el Evangelio para merecer ver en su Reino a Aquel que nos llamó.

1232

Los dos lugares principales de la abadía son la iglesia y la biblioteca. La primera una belleza, donde la armonía de la vida monástica contribuía a realzar la propia del edificio. La liturgia solemne, el incienso, el canto, el silencio, todo orientado a la obra de Dios: la alabanza divina. Un anticipo del Reino eterno. La segunda, una recopilación de la sabiduría humana que apunta y se deja seducir por la sabiduría de Dios. Oración y estudio, estudio y oración. ¡Qué grandes aliados para la búsqueda y la contemplación!

La placidez y el ambiente de la vida monástica forjaron un alma reflexiva, tranquila, moderada, serena y vivaracha a la vez.

Fue un niño que, lentamente, se hizo joven. Crecía en estatura y en bondad. También crecía a lo ancho, no por gordo, sino de manera proporcional a un metabolismo y a una genética agradecidos. No es comilón, más bien parco y sobrio. Aún no se percibían sus grandes dones. Pero sí se iban despertando interrogantes propios de alguien que busca con sincero corazón. Que no se acomoda a los protocolos vigentes. Vive y crece en libertad de espíritu. Busca, desde que empieza a comprender las cosas, el Bien y la Verdad. Aquella pregunta resuena muy pronto en su alma y en sus labios.

—Decidme, ¿quién es Dios?

Sus padres le comunican la noticia de que su hermano mayor fue apresado por los templarios en Chipre.

—No te preocupes, hijo. Conseguiremos liberarle. Reza por él.

—Así lo haré, mamá.

1235

Superados los 10 años, Tomás queda fascinado con una historia que quedó grabada en su memoria. La lee en los anales del Monasterio de Montecasino. Ocurrió allá, en la segunda mitad del siglo XI:

El hijo de los condes de Benevento deseaba abrazar la vida monástica. Pero sus padres habían arreglado un matrimonio de conveniencia. Los normandos invadieron el Benevento y su padre murió en batalla contra ellos, en el año 1047. Dauferio, que ese era su nombre de pila, huyó entonces de casa y se refugió en el monasterio de la Santísima Trinidad de Cava de’ Tirreni. Su madre se opuso de tal manera que logró devolverlo a casa. Dauferio se fugó por segunda vez. Finalmente, abrazó la vida monástica en Santa Sofía de Benevento, donde adoptó el nombre de Desiderio. Su madre se opuso vehementemente.

La vida monástica de Santa Sofía no era lo suficientemente intensa. Desiderio se sentía frustrado. Buscó algún sitio más adecuado, primero en las islas Tremiti y luego con los ermitaños de Majella. Allí conoció al papa León IX quien se percató de las dotes diplomáticas y liderazgo de Desiderio. Recibió el encargo de mediar la paz con los normandos. En una visita a la ciudad de Florencia, conoció a dos monjes de Montecasino. La abadía madre estaba resurgiendo. Federico de Lorena, el abad, recibió de buen grado al inquieto monje de Benevento.

Dios dispuso que en 1057 el abad Federico fuera elegido papa, si bien decidió mantenerse como abad de Montecasino. Esteban IX, ese fue el nombre que adoptó, se puso enfermo la Navidad de ese mismo año y pidió a los monjes que escogieran un nuevo abad. Desiderio fue el elegido. El Papa recobró la salud y confió a Desiderio una misión diplomática y pastoral en Constantinopla. Cuando estaba a punto de embarcar en Bari, llegó la noticia de que el Papa había sido llamado a la Casa del Padre. Reincorporado a Montecasino, promovió una vida monástica de calidad, así como estableció lazos de comunicación con los bizantinos e incluso con los musulmanes. La gran abadía experimentó un enorme auge no solo desde el punto de vista espiritual, sino también en lo que respecta a la cultura. Más de 200 monjes, una biblioteca única, un scriptorium de máxima calidad, el inicio de una escuela de medicina, la llegada de manuscritos con referencias a la filosofía de Aristóteles, la labor de mecenazgo en lo artístico, la capacidad diplomática del cenobio, la confianza de los papas (Nicolás II lo hace cardenal), el trabajo conjunto con el influyente monje de Cluny Hildebrando (también cardenal)...

El abad Desiderio se sumó a la reforma de la Iglesia que Gregorio VII emprendió con firmeza. Dos graves problemas envenenaban la vida cristiana. La simonía consistía en que los cargos eclesiásticos estaban sometidos al antojo de los nobles. La falta de fidelidad evangélica de los clérigos simoníacos, como consecuencia, significaba que se dedicaban más a sus vicios y amancebamientos que a pastorear el rebaño del Señor. Estaban en juego la fe y la libertad de la Iglesia. Surgió un cisma, capitaneado por el obispo Guibert de Rávena contrario a la reforma. Sus seguidores decidieron reconocerlo como papa contrario a Gregorio VII, con el nombre de Clemente III. Gregorio VII murió en Salerno el 25 de mayo de 1085. Allí había sido desterrado por Enrique IV, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, simoníaco y favorecedor del nicolaísmo, que tenía una enemistad personal y política con Gregorio. Clemente III, aunque lo pretendió, no fue reconocido como papa legítimo. Se procedió a la elección de un verdadero sucesor de san Pedro. El abad Desiderio fue elegido papa en Terracina, el 24 de mayo de 1086. Se resistió a aceptar. Se refugió en Montecasino. No se sentía ni digno ni capaz de suceder a Hildebrando. Tras casi un año de reflexiones y conversaciones, finalmente, aceptó la elección en el concilio de Capua. Fue ordenado obispo y entronizado como sucesor de Pedro en Roma, con el nombre de Víctor III, el 9 de mayo de 1087. Su breve pontificado representó un impulso decidido, favorable a la reforma gregoriana.

En Montecasino, Tomás estudia gramática, música, latín, moral, religión... las disciplinas básicas y típicas. Su inteligencia es prodigiosa, al igual que su sensibilidad. Retiene sin dificultad los salmos, las lecturas bíblicas o cualquiera de las lecciones de sus maestros. Razona y argumenta con solidez.

Poco a poco, discierne que su camino es el seguimiento de Jesucristo. Sabe que sus padres lo entregaron al monasterio para que fuera monje. Sabe que una vez cumpla los 14 años podrá empezar a tomar sus propias decisiones.

1236

El abad, Landolfo, fallece el 28 de julio de 1236. Llevaba al frente de la abadía desde diciembre de 1227. Es elegido sucesor el monje Pantuflo. No cambiaron en nada ni la vida ni las expectativas sobre Tomás.

Felipe de Aquino, justicia de Capua, viene al monasterio. El abad se teme lo peor:

—No os inquietéis, mi señor abad. Confiemos en poder controlar la situación. De momento, no corréis peligro.

—Pero sabemos cómo es el Emperador.

—Federico II es tan culto como excéntrico y heterodoxo. Siempre anda en litigios con la Santa Sede, cuya autoridad política pone frecuentemente en duda. Es un hábil diplomático, pero, a veces se muestra impredecible.

—La estrecha relación con los normandos, bizantinos, sarracenos, el papado y el propio Emperador coloca a nuestra abadía en una posición delicada. Confiamos en vuestra ayuda.

—Sin duda, este es un lugar estratégico. Su privilegiada ubicación es su mayor riesgo.

—Muchas veces Montecasino sufrió asedios. Fue terrible la agresión que tuvo lugar en el año 833, cuando los sarracenos intentaron invadir la península itálica.

—Entonces hubo muchos monjes mártires.

—¿Se repetirá eso, pero a manos cristianas?

Felipe ve venir a su hermano, por lo que distrajo su conversación. Antes de acercarse a él, se compromete con el abad Pantuflo.

—Mi señor abad, no temáis. De cualquier situación extraña os tendré informado.

—Evitad, por caridad, la concentración militar en el entorno de Montecasino.

—No será fácil defenderos de agresiones si no apuesto soldados. Seamos leales a los tratados de paz.

Tomás siempre se alegra de ver a sus hermanos. Los quiere de verdad. Ya se va dando cuenta de la posición de los Aquino en aquellas estrategias.

—¿Cómo te va, hermano?

—Bien, muchas gracias.

—Has crecido mucho.

—Ya tengo 11 años.

—Vas haciéndote todo un hombre, Tomás.

El niño sonríe. Es muy alto para su edad y se adivina que aún crecerá más. Mira con cierto aire burlón a su hermano Felipe.

—¿Será porque estoy creciendo como un monje?

—¿Deseas serlo?

—Me gustan la vida monástica y el estudio.

Felipe lo mira con afecto.

—¿Sabes algo de nuestro hermano Aimón, Felipe?

—¡Oh, sí! El papa Gregorio IX intervino a su favor y fue liberado por los templarios.

—Gracias a Dios.

—No tardará en venir de regreso a casa, espero.

El toque de la campana señala el fin del tiempo asignado a las visitas. Los monjes van a sus tareas. Los oblatos a las suyas. Ambos hermanos se despiden.

El padre Pantuflo fue llamado por Dios muy pronto. Esteban de Corvario es su sucesor.

1239

Las disputas incluso bélicas, entre otras causas por el dominio del territorio conocido como las Dos Sicilias, le valieron a Federico II la excomunión. Según los tratados contraídos con Honorio III, el príncipe excomulgado por la autoridad eclesiástica pierde la confianza de sus súbditos y es declarado depuesto. Gregorio IX fue implacable. Así pues, el trono quedaba vacante.

Federico II no se amilana. Los príncipes electores no secundan los efectos de la excomunión. Por tanto, no eligen otro emperador. Mientras que muchos territorios bajo su dominio se declaran en rebeldía contra él, por efecto de la sanción canónica.

Felipe de Aquino envía un aviso a Montecasino. El peligro se cierne sobre el complejo monástico y sus habitantes.

Fray Odilio viene a toda prisa a hablar con el abad:

—Hermano Odilio. Reúne a los oblatos y ocúpate de que los pequeños sean devueltos a sus familias. Que los más mayores regresen también a casa, a no ser que deseen ser monjes. En ese caso, llévalos a nuestro priorato de San Demetrio en Nápoles.

En marzo de 1239, el Emperador irrumpe violentamente en Montecasino. El abad protesta:

—Esta es una abadía territorial, dependiente del Papa. No tenéis derecho...

Federico II impone y se impone.

—¡Callad! Sois un prelado indigno por aliaros con mis enemigos. Esta casa es un refugio de conspiradores contra el Imperio. Os doy 24 horas para abandonar el cenobio.

El abad es valiente y no se deja impresionar.

—Esto es un atropello. Os costará muy caro.

—¿Osáis amenazarme?

No es la primera vez que atosiga a los monjes.

—Pido tiempo para poner en orden las cosas.

—No disponéis de margen. En 24 horas quiero a todos los habitantes de la casa fuera de ella. Queda confiscada con todos sus bienes.

—No tenéis ningún...

El padre Esteban recibe un golpe seco en la espalda. Cae al suelo muy dolorido, pero no herido. Comprende que es inútil oponer resistencia. Con él está el cillerero que le asiste.

—Hermano Estanislao, ocupaos de que los archivos estén a buen recaudo. Avisad al hermano sacristán para que convoque a todos en el patio frente a la iglesia.

—Así lo haré.

Se aleja rápidamente. Enseguida se escucha la campana que llama a reunión. El abad ya está en pie, esperando. Su porte es digno. Todos los que pudieron reunirse se encuentran ante la iglesia abacial. Esteban les dirige la palabra, desde lo alto de la escalinata. La acústica es perfecta. Varios soldados observan pertrechados con sus armas.

—Queridos hijos. Esta no es la primera vez que esta santa abadía se ve amenazada. No será tampoco su final. Pero he de pediros a todos que evacuéis el lugar. La amenaza del Emperador es seria. Buscad un refugio seguro con vuestras familias o en lugares menos problemáticos.

Se produce un murmullo de preocupación e indignación. El abad insiste.

—¡Abandonad la abadía y confiad en Dios!

Aún habla cuando aparece Federico II, con voz enfadada y autoritaria:

—Os lo repito. Tenéis 24 horas para abandonar esta casa. He decretado la expulsión de todos y la confiscación de todo.

Varios monjes se declaran en rebeldía. El Emperador se enfurece. Los monjes disidentes pronto encuentran la muerte. La abadía es parcialmente incendiada. No hay tiempo. Hay que huir.

A pesar de todo, el abad Esteban logra negociar que se puedan quedar un grupo de monjes conocidos del Emperador y fuera de sospecha, para a custodiar el rico patrimonio bibliográfico. Federico II, que aprecia la riqueza cultural que acumula el cenobio, accede. Al menos es una persona sensible en ese aspecto.

El abad tiene la intención de reconstruir la comunidad en cuanto las circunstancias sean favorables. Deja el monasterio y se encamina a Roma, a informar al Papa y a solicitar instrucciones, además de su protección.

Por su libre albedrío

No es posible continuar en Montecasino. Tomás ya tiene 14 años. Ha pegado un estirón espectacular. El hábito de oblato benedictino aún lo resalta más.

La familia Aquino anhela que las expectativas sobre su hijo no se desvanezcan. El priorato de San Demetrio se halla próximo a la universidad partenopea. Están de acuerdo con la decisión del abad Esteban. Seguirá su curso normal en la vida benedictina y estudiará.

1239

No es una ciudad de segunda categoría. No tiene el renombre de Florencia o de Bolonia, pero su fuerza contagia a todo el Mediterráneo. No en vano el emperador bizantino, Justiniano, la tuvo dentro de sus dominios, como todo el sur de Italia. Desde el siglo XII los normandos dominan el territorio. Nápoles... bella, evocadora y bulliciosa ciudad.

A la vista del Vesubio, a veces humeante, Federico II Hohenstaufen había fundado en 1224 la primera universidad plenamente secular. Estaba convencido de que la cultura genera riqueza y nobleza. Federico II soñaba que Nápoles superara a Bolonia. Cosa harto dificultosa. Pronto logró un elenco de buenos profesores y muchos alumnos hijos de la nobleza del Imperio. Era una universidad orientada a la formación de funcionarios para el Imperio. No tenía una línea definida sólida ni ofrecía una síntesis en los saberes. Pero es un buen lugar para que el joven de Aquino acabe el Trivium y el Quadrivium, lo cual le puede abrir muchas puertas en el futuro.

Tomás busca en su interior respuesta a una intensa pregunta. Ya se la planteaba en Montecasino, pero ahora adquiere nuevo matiz. Quiere conocer de verdad y quiere conocer la Verdad.

—Maestro, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Claro, Tomás, dime.

—¿Qué es Dios?

Pietro Martín se queda mudo. La mirada del joven, expectante. Esa pregunta... hiere el alma y desafía a la inteligencia.

—No sé qué responderte, Tomás. Creo en Dios, Padre e Hijo y Espíritu Santo. Pero no sé cuál es su esencia, escapa a mi conocimiento. No sé qué decirte, más allá de creer en Él, tal como lo ha revelado nuestro Señor, Jesucristo.

El oblato se queda pensativo. Aún no domina los grandes conceptos.

—¿Su esencia? ¿Qué es la esencia?

—La esencia es lo que la cosa es en sí misma.

—Pero ¿podemos conocer lo que algo es en sí mismo, siendo así que nuestros sentidos son limitados?

El maestro Pietro comprende las preguntas de su pupilo. Pero le asombra que un joven de esa edad estuviera más pendiente de las grandes cuestiones intelectuales que de salir, ver mundo o buscar amigos. Es un oblato benedictino, sí. Pero joven, al fin y al cabo.

—Para eso está el intelecto, Tomás. No conocemos solo por lo que percibimos por los sentidos. Los sentidos nos ponen en contacto con la realidad, pero las cosas las conocemos gracias a las potencias del alma. El conocimiento nos permite saber, en la medida en que podemos, cómo son las cosas y de qué manera nos relacionamos con ellas. De algún modo, el conocimiento nos permite poseer la realidad.

—¿Y cómo sabemos que lo que decimos conocer es verdadero?

Sabe que va en serio, el alumno no inquiere en vano:

—Conocer la verdad, esa es la gran aventura de lo humano. Lo que nos hace diferentes a los animales o a las plantas. Tenemos intelecto. Es un movimiento de nuestra naturaleza. Por algo dice la Sagrada Escritura que estamos creados a semejanza de Dios, no solo a su imagen. Nuestra alma penetra y percibe en la realidad, por eso busca la verdad.

—Entonces, maestro, conocer a Dios nos lleva al conocimiento de nosotros mismos.

—Así es, Tomás. Tal vez el conocimiento de Dios comience por conocernos.

—Luego para saber qué somos nosotros y adquirir mayor perfección, hemos de saber qué es Dios.

El profesor ya no sabe qué más responder. Una salida por la tangente le parece más adecuada.

—Nos asiste la fe. La verdad se ha revelado. Dios se ha revelado y eso no es un ensueño ni una fantasía engañosa.

El joven estudiante asiente con la cabeza y parece que pregunta otra cosa:

—El bien es difusivo y comunicativo de sí. Pienso que cada creatura intenta alcanzar su perfección, que consiste en la semejanza de la perfección y bondad divinas. Por tanto, la Bondad divina es el fin de todas las cosas. ¿No estáis de acuerdo?

De nuevo el silencio. Un silencio elocuente y provocador.

El maestro Pedro de Hibernia piensa que Tomás ha de ser iniciado en la filosofía y en la teología. El resto de los docentes están de acuerdo. Aquel chico es un alumno especial. La Universidad de Nápoles estaba pensada más para formación de funcionarios que para otra cosa. Sin embargo, tiene facultad de Artes, donde se estudia la Filosofía y la Teología. Pero antes, hay que terminar los estudios preliminares.

1242

En Nápoles aprende y mucho. Comprende que un conocimiento es una relación que se establece entre dos o más cosas. Aprende que el primer elemento es la intención. Si la intención es firme, la demanda de significado estimula la inteligencia para hacer las asociaciones necesarias y retener lo que se aprende a través de los sentidos. Empieza a pensar que la razón humana puede llegar, sin la revelación, a Dios como causa «in-finita». Lo infinito no es lo que no acaba, sino lo que acoge e interioriza las partes desde un todo lleno de significado. Ese todo es la verdad. Y comienza a pensar que la verdad es la esencia de cada cosa.

—¿No será esa la esencia de Dios y del hombre?

Se lo dijo un día a un compañero de curso.

—Hay en el hombre una inclinación al bien según la naturaleza racional, que es la suya propia, como la natural inclinación que tiene el hombre a conocer la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad.

No todo es estudiar. Es un sincero aspirante a monje. Desea seguir a Jesucristo y recuerda lo que la Regla recomienda:

Por tanto, preparemos nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar bajo la santa obediencia de los preceptos, y roguemos al Señor que nos conceda la ayuda de su Gracia, para cumplir lo que nuestra naturaleza no puede.

Tomás no busca sólo en las enseñanzas de los maestros. Busca, sobre todo, en la intimidad de sí mismo al Dios Vivo que, lo sabe, habita en su alma. Lo busca en la escucha atenta de su Palabra. Lo encuentra en el amor hacia el Verbo de Dios que se ha hecho carne por nuestra salvación. Lo percibe en el don del Espíritu Santo. A través de la oración litúrgica, de la lectio divina y de la oración en soledad se identifica más y más con Dios. No es una búsqueda intelectual, si bien el estudio se convierte para él en una fuente fecunda de espiritualidad. Es la búsqueda orante de aquel que abre los ojos para contemplar el misterio luminoso de Aquel que se le muestra vivo y operante.

La vida benedictina no le disgusta, pero no se siente muy feliz de pensar que lo tengan programado para que llegue a ser abad de Montecasino. La Regla de san Benito, que bien conoce, le ayuda a crecer como persona y como cristiano, pero no termina de colmar sus expectativas. Por muy honorable que fuera la perspectiva le faltaba algo, o le sobraba todo.

Al lado mismo de la universidad hay una humilde casa. En ella vive una comunidad religiosa nueva dedicada a la predicación. Le contaron que se habían instalado en Nápoles en el año 1231, gracias a Tomás de Agni, también conocido como Tomás dei Lentini. Hombre sabio, varón apostólico y buen consejero. El pobre convento está asociado a la iglesia de los Santos Arcángeles, cedida por el arzobispo. En 1234 fue canonizado el fundador de la nueva orden religiosa. A partir de entonces, aquel es conocido como el Convento de Santo Domingo. Se les llama hermanos de la Orden de Predicadores y tienen en el estudio de la Sagrada Escritura un instrumento de contemplación. Se ganan el pan mendigando, pues han hecho de la pobreza su modo de testificar la verdad de la fe. A veces había visto a alguno de aquellos religiosos por Montecasino, si bien nunca había tratado con ninguno.

Le gusta escuchar a un anciano religioso de aquella comunidad. Experimentó la fuerza arrolladora de la Gracia. Entre él y fray Juan de Santo Giuliano se creó un hermoso vínculo. El religioso se convierte en su confesor y amigo.

El hábito negro recorta a contraluz en la nave de la iglesia de los Dominicos a una persona de muy alta estatura, erguido, de tez morena, cabellos con visos dorados y elegantes movimientos. Fray Juan se acerca a él y lo conduce amablemente al locutorio del convento. Tomás tiene muchas preguntas:

—Fray Juan, ¿por qué el santo patriarca Domingo fundó la Orden de Predicadores?

—Porque ardía en deseos de la salvación de las almas.

—Háblame de él.

El joven oblato se sienta. Empieza un ligero paseo por la minúscula estancia, mientras fray Juan habla con calor y color.

—El proceso de canonización de santo Domingo brindó la oportunidad de investigar ampliamente sobre su vida. Ya el maestro de la Orden, Jordán de Sajonia, elaboró un librito para refrescar la memoria de muchos. Luego otros hermanos hicieron nuevos hallazgos. Y tanto los testigos de Bolonia como los de Toulouse, así como otras personas que lo conocieron, permitieron que nos hiciéramos una idea clara de quién era y lo que había querido hacer.

Tomás quiere ir al grano.

—¿Cómo surgió la idea?

Fray Juan advierte la impaciencia del mozo.

—Ya en su catedral de Osma, allá en Castilla, de donde era canónigo, se conmovía hasta el sollozo preguntándose qué sería de los pobres pecadores. Estuvo atento a las necesidades de la Iglesia y se dio cuenta de que era urgente recuperar la vida apostólica. Se implicó en el gran proyecto de Inocencio III, el fomento de la fe y de la paz. Domingo de Osma hablaba con Dios o de Dios. Predicó entre los albigenses y luego entre los valdenses. Deseaba ir a tierra de paganos para, si era necesario, dar la vida por Jesucristo. Se esforzó en dotar a la Iglesia de un instrumento eficaz que no dejara de predicar la verdad.

Tomás parece saltar como un muelle en su asiento. Esa palabra tiene para él efectos estimulantes. La «verdad». Esa palabra resuena con fuerza en su alma y en su mente. Balbucea, como abstraído, obsesivamente, el joven de Aquino:

—La verdad... la verdad... Jesucristo...

Fray Juan se asusta un poco. El hábito negro contrasta con su pobre hábito blanco.

—¿Qué te ocurre, Tomás?

Tomás regresa a la conversación. Se sienta de nuevo:

—Perdón fray Juan. Quiero conocer la verdad. Quiero saber qué es Dios. Quiero que mis hermanos y hermanas, los hombres y mujeres, alcancen también la verdad.

Fray Juan constata que hay una llamada de Dios intensa en aquel joven. El anciano Predicador no puede ocultar que le suscitaba afecto y un deseo enorme de prestarle la mejor ayuda posible.

—El Señor se refería a sí mismo cuando dijo a Pilato que todo el que es de la verdad reconoce su voz.

De nuevo la Regla de san Benito resuena en el alma del Aquinate.

Y si queremos evitar las penas del infierno y llegar a la vida eterna, mientras haya tiempo y estemos en este cuerpo, y podamos cumplir todas estas cosas a la luz de esta corramos y practiquemos ahora lo que nos aprovechará eternamente.

Tomás quiere saber más. Quiere vivir más. Quiere contemplar y conocer más. Anhela escuchar y reconocer la voz de Jesús. Y desea ardientemente llevar a todos los demás el fruto de la contemplación. Eso piensa mientras fray Juan sigue con su relato:

—Domingo de Guzmán era maestro en Sagrada Teología. Fue profesor en Palencia, en Osma e incluso impartió lecciones en París y Bolonia. Pero siempre dijo que todo lo aprendía en el libro de la Caridad, que no es otra cosa que el misterio pascual de Jesucristo. Aprendió en el libro de nuestro Señor Jesucristo qué es la Gracia y que sin Caridad no es posible restaurar la imagen de Dios en el ser humano. Pedía a Dios que le concediera la perfecta Caridad que le moviera a trabajar por la salvación de sus hermanos, no juzgándose digno de Cristo si así no lo realizaba. Fue un sacerdote verdadero que gastó su vida por Dios y por su Iglesia. Ardía en compasión hacia las necesidades de sus prójimos, hasta el punto de vender sus valiosos libros en tiempos de hambre, u ofrecerse como canje cuando alguna familia sufría el secuestro de alguno de sus hijos por parte de los almohades. Optó por un estilo de vida desprendido. Fue pobre en extremo y mendigaba el pan. Libre para llevar la Verdad de Jesucristo donde fuera necesario.

Los bellos ojos del de Aquino tenían una especial intensidad. Con gravedad, pregunta:

—¿Podría yo formar parte de vuestra comunidad, fray Juan?

Juan de Santo Giuliano tiene un extraño sentimiento. Por un lado, admira y quiere a aquel joven que le hacía sentirse privilegiado. Por otro lado, percibe una lucha intensa en el alma de Tomás. Tampoco sabe muy bien qué aconsejarle. Claro que le encantaría tenerlo como hermano en su convento. Pero es consciente de que hay un obstáculo social y un compromiso previo con Montecasino. Decide consultarlo con el prior.

—Hemos de dejar al Señor mostrar su voluntad, querido hermano Tomás.

Ambos se despiden. Tomás se dirige a San Demetrio con una duda en el alma que es fruto de un intenso deseo. La pregunta es obvia. El anciano Predicador se dirige hacia el pequeño claustro resuelto a hablar con el prior. La pregunta es la misma... y la respuesta: «Será lo que Dios quiera».

La celda del prior solo se diferencia del resto por tener un ventanal algo más amplio y una mesa más llena de papeles. Siempre tiene la puerta abierta porque si algún hermano le necesita nada más que ha de entrar, pues el prior es el primero en estar al servicio de los hermanos.

—Padre prior, el joven hijo del conde de Aquino quiere entrar a formar parte de nuestra Orden.

—Sus padres y hermanos no se lo permitirán, hermano Juan. Está destinado a ser abad benedictino.

—El joven pronto cumplirá los 19 años. Yo lo conozco desde hace dos. Se confiesa conmigo a menudo.

—Sí. Lo he observado...

Hay un cierto silencio. Fray Juan continúa:

—Está enamorado de Jesús y desea servirlo en su Iglesia con sincero corazón. Es un muchacho despierto, inteligente, piadoso y sincero. Con grandes dotes para el estudio. Pienso que tiene una mente privilegiada. Desea consagrarse al Señor, pero dice que se siente más identificado con la propuesta de vida de nuestro padre, el bienaventurado Domingo de Guzmán, que con la Regla de san Benito.

—No sé qué decir.

El reloj de arena indica que el silencio no fue largo, pero sí suficiente para tomar una determinación.

—Llevémoslo a la oración y veamos qué dice el Señor.

En la discreción de la noche, ora Tomás en San Demetrio, dialogando con al Altísimo. Sabe que el Señor le llama a su servicio, pero no le parece que el monacato benedictino sea para él. Menos aún cree que su destino sea llegar a ser abad. Quiere dedicar su vida a la contemplación, sí, pero de otra manera. No para buscarse a sí mismo, ni para contentar al mundo. Quiere poner sus dones al servicio de la salvación de las almas. Viene a su memoria un pasaje de la Regla de san Benito.

El Señor busca sus obreros entre la muchedumbre del pueblo y les dirige esta llamada: «¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?». Si tú respondes: «Yo, Señor», Él te dirá: «Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal y que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien, busca la paz y síguela. Si haces esto, pondré mis ojos sobre ti y mis oídos escucharán tu oración y antes de que me invoques te diré: “Aquí estoy”».

El silencio del templo es acompañado por el crepitar de las velas. Pronto se reunirá la comunidad para la oración de maitines. Tomás levanta los ojos hacia el gran crucificado que preside en majestad el recinto. Se conmueve. Sabe que lo mejor es que se haga la voluntad del Señor, aunque aún no la ve muy clara. Lleno de confianza, extiende sus brazos hacia la cruz. Musita una larga plegaria:

—Señor, Dios mío, mi Redentor. Te ruego que me permitas conocerte y amarte para que sea feliz en ti. Concédeme, Señor, dirigir constantemente el corazón hacia ti. Concédeme, Dios misericordioso, el poder desear con fervor aquello que tú apruebas, buscarlo con prudencia, reconocerlo con verdad, cumplirlo con perfección, para alabanza y gloria de tu nombre. Pon orden en mi vida, y concédeme cumplir con lo que tú quieras que yo haga, como se deba hacer y de la manera más útil para mi alma. Déjame ir hacia ti, Señor, por un camino seguro, recto, agradable y que me lleve hasta la meta; un camino que no se pierda entre las prosperidades y las adversidades, para que yo te agradezca la prosperidad y que en la adversidad tenga paciencia, no dejando que las primeras me exalten, ni las segundas me venzan. Que nada me alegre, ni me entristezca, más allá de lo que me lleve hacia ti, allá donde quiero llegar. Que no desee ni tema no agradarle a nadie que no seas tú. Que todo lo perecedero se vuelva vil ante mis ojos por ti, Señor, y que todo aquello que te toque sea amado por mí, pero tú, mi Dios, lo serás más que todo... Que yo no desee nada más que no seas tú. Concédeme inteligencia que te conozca, diligencia que te busque, sabiduría que te encuentre, conducta que te agrade, perseverancia que te espere y confianza de que un día al final te abrazaré. Concédeme, Señor, un corazón vigilante, que ninguna curiosidad lo aparte de ti. Un corazón noble, que ninguna influencia indigna lo envilezca. Un corazón recto, que ninguna intención siniestra lo desvíe. Un corazón firme, que ninguna tribulación lo debilite. Un corazón libre, que ningún afecto violento lo reclame. Que sea sincero sin hipocresía; que haga el bien sin ser presuntuoso; que edifique a mi prójimo con la palabra y el ejemplo. Aquí estoy, para servirte contemplándote y amándote para darte a conocer a mis hermanos. Hágase tu voluntad.

El silencio se hace más profundo cuando suena la campana que convoca a la comunidad monástica al oficio divino. Es el Señor quien llama al encuentro con Él. Los monjes van ocupando su sitio. El abad Esteban, que está de visita intentando recabar apoyos para reorganizar la comunidad de Montecasino y volver allá cuanto antes, pasa junto al joven. El gesto, a la vez plácido y suplicante, capta su atención.

El solemne canto al unísono, grave, intenso, bien modulado, crea una atmósfera de alabanza y bendición. Tomás, por su envergadura, destaca entre el resto de los participantes de aquel momento de gracia. Su rostro se ilumina. Su abad lo observa.

El padre Esteban se acerca después de laudes al joven oblato estudiante. Le pide que le asista a la Misa. Luego, lo conduce a un ala del claustro que da acceso a la huerta y se sincera con él.

—Durante la oración, querido Tomás, caí como en un ensueño. No puedo decir que fuera una visión.

Tomás se interesa:

—¿Qué visteis, reverendo señor abad?

—Reconocí a nuestro santo fundador, san Benito, dialogando con Domingo de Osma, fundador de la nueva Orden de Predicadores. Entre ambos había una intensa luz. Pronunciaron tu nombre. San Benito te entregaba a santo Domingo y ambos se decían, el uno al otro y casi al unísono: «El Verbo de Dios le encomienda la misión de iluminar la inteligencia de la fe cristiana».

La mirada del joven es intensa:

—¿Y eso qué significa?

—No me cabe duda de que el Señor te quiere en la Orden de Predicadores. Quiere que pongas tus talentos al servicio de la fe y de la verdad.

Hay un espacio de silencio que una pregunta evidente rompe:

—¿Y mi familia? No les gustará. Mi padre y mi madre se opondrán. Mis hermanos están al servicio del Emperador...

—El Señor allanará el camino. Pon tus manos en el arado y no mires atrás.

El abad tocó suavemente la cabeza del muchacho y le dio su bendición.

El corpulento joven se levanta pesadamente. Lentamente su silueta avanza por el solemne claustro, que poco a poco gana en luminosidad con el avance de la luz diurna. Ya tiene una respuesta. Pronto ha de ir a clase.

Teodora está en Nápoles con su padre. Es su hermana, la que le sigue en edad. Están muy unidos. Siempre se tuvieron mucho afecto. Está comprometida para casarse. Es una mujer sensible y razonable que, como Tomás, piensa mucho y desea lo mejor para sí y para los demás. Una joven creyente que se toma en serio las cosas de la fe, sin ser pusilánime, rigorista o ilusa.

El sol del Mediterráneo va venciendo definitivamente a la noche. Sabe que le gusta acudir temprano al aula. Le espera. Como mujer que es no puede entrar en la clausura monástica. Pero no renuncia a ver a su hermano.

Se alegra mucho al adivinar la inconfundible figura cuya silueta refleja el sol. Tomás camina con resolución, pero sin prisa, con paso firme. Como siempre, tiene un cierto aire despistado. Algunos de sus compañeros se burlan de él porque les parece que es un poco bobalicón. Alguien le ha puesto el mote de «el buey mudo». No habla mucho. Como si no le gustara malgastar las palabras. En realidad, en todos despierta admiración porque su alma es limpia y su inteligencia vivaz. A su lado se respira empatía, afabilidad y sinceridad. Teodora quiere mucho a su hermano y se alegra de verle:

—Buenos días, Tomás.

Levanta los ojos del suelo. No puede negar que su hermana es guapa y elegante:

—Loado sea Jesucristo. ¡Teodora! Qué agradable sorpresa. ¿Qué haces en Nápoles?

—Nuestro padre ha concertado una entrevista con Roger de San Severino.

Tomás entiende que se trata de sellar un compromiso matrimonial:

—¿Lo amas?

—Creo que sí. Es un doncel apuesto y con buenas intenciones.

—Deseo que seas muy feliz.

—Gracias, Tomás. Y tú, ¿qué tal estás?

Se confió a su hermana. Le contó que estaba resuelto a ser religioso y sacerdote, pero no según la Regla de san Benito, sino según el estilo de la Orden de Santo Domingo:

—Nuestro padre se llevará un gran disgusto. Nuestra madre se sentirá contrariada.

—Lo sé. Pero tengo que obedecer a Dios antes que a los hombres.

Las manos juegan con el cinturón del hábito negro. Teodora acaricia el rostro de su hermano:

—Tendrás que decírselo a nuestro padre. Él pronunció el voto benedictino de oblación por ti.

—Es verdad, pero si un niño que no tiene uso de razón o sus padres hacen voto antes de la pubertad, el voto no le obliga. Una vez que se comienza a tener uso de razón, empieza una persona a ser ella misma. Y en todo lo concerniente al derecho divino o natural puede ser provisor de sí mismo. Ahora soy yo quien razona y estoy capacitado para tomar mis propias decisiones.

Teodora se asombra de la madurez de su hermano:

—Tal vez llega el momento de que lo que el santo ermitaño, el hermano Bueno, anunció a nuestra madre respecto a ti, se cumpla.

—Me fío más de la Providencia de Dios que de las adivinanzas.

—¿Se lo dirás?

—Primero he de hablar con los Predicadores de Santo Domingo.

—Vuelvo al sitio donde nos hospedamos. Les diré a nuestros padres que te he visto. Espero que podáis encontraros.

—De acuerdo, Teodora. Dios te bendiga.

Tomás enfila la calle que lleva hacia la universidad. El modo que tiene de caminar hace entender a la muchacha que su hermano ha tomado una decisión. Después irá a ver a los Predicadores.

El prior del convento estaba intentando hacer gestiones con el objetivo de crear un lugar más habitable y amplio para una comunidad que crece. Pero la mendicidad apenas da para comer... menos aún para edificar un convento. Eso no es impedimento para el estudio, la oración y la predicación. Bien al contrario.

Mientras avanza hacia Santo Domingo, viene a su memoria un pasaje del evangelio de san Juan. Aquel que dice que «de tal modo amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito para que el mundo tuviera vida». El alma del Aquinate se centra en la contemplación. La Encarnación del Verbo le llena de emoción.

Piensa que, si se hubiese aplazado este remedio saludable hasta el último día, hubiese desaparecido de la tierra el conocimiento de Dios, la reverencia de amor a Él debida y la honestidad de las costumbres. Pero, así medita: el Verbo se hizo carne... ¿acaso hay indicio más evidente del amor de Dios? El Creador de todas las cosas se ha hecho criatura... El Señor se ha hecho hermano nuestro... El Hijo de Dios se ha hecho Hijo del hombre. ¿Cómo no se va a inflamar el alma de amor sabiendo esto? ¿No llenaría de felicidad esta gran noticia a cualquier persona humana? Pero, como dice el Apóstol... ¿cómo creerán si nadie les predica? ¿Cómo predicar si no se conoce la verdad? ¿Cómo conocer la verdad si no se conoce a Dios, que se ha revelado en su Verbo que se ha hecho carne? Tan grande es la Gracia de Dios, su amor a los hombres, lo que ha hecho a nuestro favor que supera el entendimiento. Pero se ofrece como la verdad que nos hace libres y nos da vida eterna.

Tal vez muchos hombres y mujeres no experimenten la salvación. Ese pensamiento le aterra. Hay demasiadas confusiones, demasiados errores, demasiada ignorancia. El Altísimo se ha mostrado en su propio ser, en lo que es su vida íntima. Se ha revelado: se ha desvelado su misterio. Vale la pena entregar la vida para que la gente sepa que Dios es Aquel en quien vivimos, nos movemos y existimos. Quiere ser doctor de la Verdad y predicador de la Gracia. Decididamente, quiere seguir a Jesucristo. Piensa Tomás que el Señor le pide que se ponga al servicio de los hermanos y de Dios mismo para hacer más inteligible la verdad.

Llega a la memoria de Tomás el prólogo de las Constituciones de santo Domingo, que fray Juan de Santo Giuliano le leyó no hace mucho. Están fundamentadas en la Regla de san Agustín. Allí se dice:

Tenga el prelado en su convento facultad de dispensar a los hermanos cuando fuera oportuno, especialmente en todo lo que pudiera impedir el estudio, la predicación o el bien de las almas, ya que sabemos que nuestra Orden desde el principio fue instituida especialmente para la predicación y la salvación de las almas y que con todo esmero nuestro empeño debe dirigirse principalmente y con todo ardor a que seamos útiles a las almas de los prójimos.

En esos pensamientos estaba cuando llamó a la puerta de los Predicadores.

—Querido Tomás.

Mientras espera que el hermano portero busque a su director espiritual, se pregunta si hay mejor opción para él que unirse a la Orden del bienaventurado Domingo de Guzmán.

El gesto de fray Juan cuando se acerca al locutorio es amable, pero con cierta seriedad.

—He hablado con el prior. Juntos hemos orado. Estamos convencidos de que el Señor te trae a nuestra Orden. La raíz contemplativa que te aporta la Regla de san Benito, en la que desde niño te has educado, se verá amplificada y reforzada en el estilo de vida que inició en la Iglesia el bienaventurado Domingo.

Tomás interpreta que la voluntad de Dios para él es clara:

—¿Y qué recomendáis que se haga?

—Tú eres libre para tomar tus propias decisiones y vemos que estás firme en tu resolución. Para evitar violencias y malentendidos, hemos de intentar dialogar con tu familia.

—Mi padre está en Nápoles.

—Hay que hablar con él.

El abad se había adelantado. El señor de Roccasecca fue citado en San Demetrio. Conversaron de varios asuntos. No tardaron en hablar del futuro de Tomás. El abad se deshace en elogios hacia el muchacho. El padre escucha orgulloso.

—Sin embargo, señor, el camino de vuestro hijo no está vistiendo el hábito benedictino.

El noble frunce el ceño y se muestra contrariado. Los argumentos de Esteban fueron claros y persuasivos.

—No me refiero a que no haya en él una vocación a la vida religiosa. Eso está fuera de duda. Pero he visto con claridad que no es ni en Montecasino, ni en ningún otro monasterio bajo la Regla de san Benito, donde el Señor quiere a vuestro hijo.

Landolfo de Aquino es temeroso de Dios y buen cristiano. Respetuoso de las tradiciones y de la Iglesia. Después de un breve silencio, que se antojó eterno, parece abrir su mente. Juega con su rico sombrero, nervioso, como para airear sus palabras:

—Si bien me hubiera gustado que Tomás hubiera alcanzado la cima de ser abad de Montecasino, no me cierro a la voluntad de Dios ni a los deseos de mi hijo. Le quiero, pero confieso que no he estado pendiente de él. Me gustaría tener más información para hacerme cargo de su deseo.

El abad relata el proceso seguido por Tomás. Su lealtad y también la sinceridad de su búsqueda interior. Finalmente, le informa de lo ocurrido durante los maitines y cómo llegó al convencimiento de que esa era la voluntad de Dios.

El de Aquino expresó una preocupación:

—¿Cómo se lo tomará mi esposa? Es mujer de carácter impulsivo, altanera y mandona.

Tomás llega a San Demetrio acompañado del prior del convento de Santo Domingo. Conducidos por el hermano portero, se dirigen al locutorio donde están el conde y el abad. El hermano Belisario llama a la puerta.