La verdad increíble - Tove Jansson - E-Book

La verdad increíble E-Book

Tove Jansson

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Beschreibung

Anna es una anciana ilustradora de libros infantiles, famosa y respetada por todos. Es una de esas personas amables y abiertas, que eligen creer en los demás. Katri acaba de renunciar a su trabajo y tiene que hacerse cargo de su hermano. Es distante e incapaz de ningún tipo de cortesía. Para Katri, la adulación es una manera impune que usa la gente para sacar ventaja. Pero su hosquedad no le impedirá llevar a cabo el plan que ha diseñado durante meses. Es justamente su descarnada franqueza lo que le permitirá entrar en la vida de Anna y conseguir lo que se propone.  En un pequeño pueblo de la costa nórdica, rodeado de bosque y completamente cubierto por la nieve, las dos mujeres pasarán el oscuro invierno sumidas en un juego que hará tambalear lo que son y en lo que creen, sus ideas sobre el mundo y aquello que se persigue y valora: el amor, el recelo, el dinero, el arte, la soledad, la búsqueda de compañía.  Un libro sobre los matices del engaño y de la verdad, los límites de la manipulación y de la honestidad que, como en un thriller sutil y silencioso, va dejando al descubierto las corrientes, a veces feroces y peligrosas, que se forman bajo la superficie aparentemente calma de ciertas relaciones.

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Sobre La verdad increíble

Anna es una anciana ilustradora de libros infantiles, famosa y respetada por todos. Es una de esas personas amables y abiertas, que eligen creer en los demás. Katri acaba de renunciar a su trabajo y tiene que hacerse cargo de su hermano. Es distante e incapaz de ningún tipo de cortesía. Para Katri, la adulación es una manera impune que usa la gente para sacar ventaja. Pero su hosquedad no le impedirá llevar a cabo el plan que ha diseñado durante meses. Es justamente su descarnada franqueza lo que le permitirá entrar en la vida de Anna y conseguir lo que se propone.

En un pequeño pueblo de la costa nórdica, rodeado de bosque y completamente cubierto por la nieve, las dos mujeres pasarán el oscuro invierno sumidas en un juego que hará tambalear lo que son y en lo que creen, sus ideas sobre el mundo y aquello que se persigue y valora: el amor, el recelo, el dinero, el arte, la soledad, la búsqueda de compañía.

Un libro sobre los matices del engaño y de la verdad, los límites de la manipulación y de la honestidad, que, como en un thriller sutil y silencioso, va dejando al descubierto las corrientes, a veces feroces y peligrosas, que se forman bajo la superficie aparentemente calma de ciertas relaciones.

Tove Jansson

Escritora y artista finlandesa, alcanzó la fama como la creadora de los Mumin, personajes de fantasía de los que escribió entre 1945 y 1970 la serie de novelas e historietas que la hicieron conocida en todo el mundo y que se tradujeron a lo largo de los años a más de 50 idiomas. Pero los Mumin son solo una parte de su prodigiosa producción. Ya admirada en los círculos artísticos nórdicos como pintora, dibujante e ilustradora, escribiría en la última etapa de su vida un conjunto de libros para adultos, entre ellos, las novelas La verdad increíble (1982), hasta ahora inédita en español, y El libro del verano (1972), publicada también por Compañía Naviera Ilimitada editores, en 2019.

Como toda su obra, La verdad increíble es una novela atravesada por su amor por la naturaleza y su insistencia en la libertad de perseguir su arte. El lema de Tove Jansson era “Trabajo y amor” y lo sostuvo con intransigencia y alegría hasta el final.

Fotografía: ©Moomin Characters™

COMPAÑÍA NAVIERA ILIMITADA es una editorial que apuesta por la buena literatura, por las buenas historias bien contadas. Con la convicción de que los libros nos vuelven mejores y nos ayudan a soñar, a ver el mundo, y todos los mundos dentro de él, de otra manera. A pensar que un mundo diferente es posible.

Los autores, editores, diseñadores, traductores, correctores, diagramadores, programadores, imprenteros, comerciales, administrativos y todos los demás que de alguna manera colaboramos para que los libros de Naviera lleguen a los lectores de la mejor forma ponemos mucho trabajo y amor.

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La verdad increíble

Tove Jansson

Traducción del sueco por Christian Kupchik

Jansson, Tove

La verdad increíble / Tove Jansson.

1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Compañía Naviera Ilimitada, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Christian Kupchik.

ISBN 978-987-48191-5-4

1. Narrativa Finlandesa. 2. Literatura Escandinava. 3. Novelas. I. Kupchik, Christian, trad. II. Título.

CDD 894.5413

Título original: Den ärliga bedragaren

© Tove Jansson, 1982, Moomin CharactersTM

© Compañía Naviera Ilimitada editores, 2020, 2022

© Christian Kupchik, de la traducción, 2020

© Tove Jansson, de la imagen de tapa

Diseño de tapa: Ariana Jenik

Imagen de tapa: acuarela de Tove Jansson

Primera edición impresa: noviembre de 2020

Primera edición digital: marzo de 2023

ISBN de edición impresa: 978-987-47555-5-1

ISBN de edición digital: 978-987-48191-5-4

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito del editor.

Compañía Naviera Ilimitada editores

Pje. Enrique Santos Discépolo 1862, 2º A

(C1051AAB), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

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Índice

1.

2.

3.

4.

5.

6.

7.

8.

9.

10.

11.

12.

13.

14.

15.

16.

17.

18.

19.

20.

21.

22.

23.

24.

25.

26.

27.

28.

29.

30.

31.

32.

33.

34.

35.

36.

37.

A Maya

1.

Era una oscura mañana de invierno, sin nada fuera de lo común. Todavía nevaba y aún no se veía ni una sola luz encendida en las ventanas del pueblo. Katri cubrió la lámpara para que no despertara a su hermano. Hacía mucho frío en la habitación. Preparó café y puso el termo junto a su cama. El gran perro la miraba desde la puerta, con el hocico entre las patas, esperando que salieran juntos.

Llevaba nevando sobre la costa más de un mes. Por lo que se podía recordar, nunca hubo tanta nieve, una nieve que caía constantemente, acumulándose en puertas y ventanas, abatiendo techos, sin detenerse siquiera una hora. Apenas se despejaban los caminos, la incesante nieve volvía a bloquearlos de inmediato. El frío hacía casi imposible trabajar en los botes. La gente se despertaba tarde porque ya no existía la mañana. El pueblo permaneció sepultado en silencio bajo la implacable capa de nieve que se extendía de una granja a la otra, hasta que se les permitió salir a los niños, y comenzaron a cavar túneles y cuevas a los gritos y a inventar sus propios juegos. Se les prohibió arrojar bolas de nieve a la ventana de Katri Kling, pero igual lo hicieron. Ella vivía en el ático arriba de la tienda junto a su hermano Mats y el gran perro sin nombre. Por lo general, antes del amanecer salía con el animal y cruzaba el pueblo hacia la punta del faro. Lo hacía cada mañana y la gente, al despertarse, comentaba: “Sigue nevando, y ahí va ella como siempre con su perro y ese collar de piel de lobo. No es natural no nombrar a tu perro. Todo perro debe tener un nombre”.

Se decía de Katri Kling que lo único que le importaba eran los números y su hermano. Y se preguntaban de dónde había sacado esos ojos amarillos. Los de Mats eran tan azules como los de su madre. Nadie podía recordar con exactitud cómo se veía su padre: había pasado mucho tiempo desde que salió y comenzó a caminar hacia el norte para comprar una reserva de leña y nunca regresó. Siempre tuvo algo de marginal. La gente del lugar estaba acostumbrada a que los ojos de todo el mundo fueran más o menos azules, pero los de Katri eran casi tan amarillos como los de su perro. Miraba a su alrededor entornando mucho los párpados, por lo que rara vez se podía descubrir ese color tan antinatural, más amarillo que gris. Pero su constante desconfianza, tan fácil de despertar, podía hacer que abriera los ojos en una mirada viva y penetrante que, ante ciertas luces, desnudaba el amarillo causando una fuerte sensación de incomodidad en la gente.

Era evidente que Katri Kling no confiaba ni se preocupaba por nadie más que por ella y su hermano, a quien había criado y protegido desde que tenía seis años. Eso mantenía a la gente a distancia. Además del hecho de que jamás habían visto al perro sin nombre agitando la cola, y que ni Katri ni su perro aceptaban un gesto amable ni la amistad de nadie.

Luego de la muerte de su madre, ella asumió su trabajo en la tienda, donde además se ocupaba de las cuentas. Era muy inteligente. Pero en octubre renunció. Todos imaginaron que el dueño de la tienda la quería fuera de la casa pero no se animaba a decirlo. El chico, Mats, no contaba. Tenía quince años, diez menos que su hermana, era alto y fuerte, aunque se lo consideraba algo tonto. Hacía algunos trabajos ocasionales en el pueblo, pero por lo general se la pasaba en el astillero de los hermanos Liljeberg, cuando el frío no obligaba a detener la construcción de botes. Los Liljeberg lo dejaban hacer pequeñas cosas sin mayor importancia.

Hacía bastante que en Västerby ya no se pescaba. Daba igual. Había tres muelles donde se habilitaron galpones que recibían embarcaciones para su revisión y para pasar el invierno. Los mejores constructores eran los hermanos Liljeberg. Eran cuatro y todos solteros. El mayor, Edvard, estaba encargado de dibujar los planos. Además, se ocupaba de ir en coche hasta la ciudad para buscar el correo y de paso traía mercadería para la tienda. El furgón pertenecía al dueño de la tienda y era el único del pueblo.

Los astilleros de Västerby se mostraban orgullosos de sí mismos y firmaban cada embarcación con una W, como si su pueblo fuera el más antiguo del país. Las mujeres tejían colchas siguiendo los patrones tradicionales y también ellas las firmaban con una W. Pronto ganaron una gran reputación y en junio, los ocasionales visitantes del verano llegaban y compraban botes y frazadas antes de retirarse a su apacible vida de turistas mientras durara el calor. Hacia finales de agosto todo volvía a estar en silencio y tranquilo como siempre. Entonces, poco a poco, llegaba el invierno.

Ahora amanecía bajo un cielo azul oscuro y la nieve comenzaba a brillar. Se encendieron algunas lámparas en las cocinas y los niños salieron de las casas. Las primeras bolas de nieve comenzaron a golpear en la ventana, pero Mats siguió durmiendo profundamente.

Yo, Katri Kling, a menudo me quedo despierta pensando durante toda la noche. Mis pensamientos son sorprendentemente concretos para tratarse de meditaciones nocturnas. Principalmente pienso en el dinero, mucho dinero, cómo obtenerlo rápidamente, reunirlo con inteligencia y honestidad. Tanto dinero que ya no necesite pensar en él. Ya van a ver, ya se van a dar cuenta. Antes que nada, Mats tendrá su bote, una embarcación grande y en condiciones para lanzarse al mar sin problemas, una con cabina y motor fuera de borda, el mejor bote que se haya construido jamás en este pueblo despreciable. Cada noche escucho la nieve contra la ventana, el suave susurro de la nieve que el viento arrastra desde el lago. Eso es bueno. Me gustaría que cubriera todo el pueblo, lo borrara hasta limpiarlo del mapa… Nada puede ser tan tranquilo e infinito como una larga noche invernal que sigue y sigue. Es como vivir en un túnel, donde la oscuridad a veces se hace más densa, más profunda en las noches, y a veces estalla la luz del alba. Estás oculto, protegido y más solo que nunca. Uno espera y se esconde como un árbol. Dicen que el dinero huele. Eso no es verdad. El dinero es tan puro como los números. Son las personas quienes huelen. Cada uno tiene su propio olor escondido y se hace más fuerte cuando están enojados, avergonzados o tienen miedo. El perro lo sabe, lo siente de inmediato. Si yo fuera un perro sabría demasiado. Solo Mats no tiene olor, es puro como la nieve. Mi perro es grande, hermoso y obediente. No le gusto. Nos respetamos mutuamente. Respeto la vida secreta de los perros, sobre todo de los perros grandes que aún conservan algo de su naturaleza salvaje, pero no confío en ellos. ¿Quién se atrevería a confiar en estos enormes animales que nos observan? Muchos les atribuyen rasgos casi humanos, les otorgan virtudes nobles, entrañables. El perro permanece mudo, sumiso, pero nos ha estado observando, conoce nuestras miserias. Debería asombrarnos, intimidarnos el hecho de que nuestros perros continúen siguiéndonos, obedeciendo. Quizás nos menosprecian. Tal vez nos perdonen. O quizás simplemente les gusta vivir sin responsabilidades. Nunca lo sabremos. Sin duda nos consideran una especie fatal, deforme y desproporcionada, como escarabajos gigantes y lentos. De ninguna manera como dioses. Los perros deben ver a través nuestro y seguramente tienen una visión devastadora que miles de años de obediencia logran mantener bajo control. ¿Por qué nadie le tiene miedo a su perro? ¿Por cuánto tiempo un animal que ha sido salvaje puede negar su naturaleza? Idealizan a sus mascotas y al mismo tiempo les repugnan sus vidas en cuanto ellos se acercan más a lo que es su esencia. Es lógico que un perro se rasque las pulgas, entierre un hueso podrido, ruede en el barro, ladre toda la noche a la luna… ¿Y qué es lo que hacen ellos mismos? Algo que se pudre lo entierran en un rincón, y luego lo sacan para enterrarlo de nuevo al pie de un árbol vacío y mientras tanto ruedan… No. Mi perro y yo los despreciamos. Vivimos escondidos en una existencia secreta, ocultos en nuestro salvajismo más profundo.

El perro se había levantado y esperaba afuera en la puerta. Bajaron las escaleras y atravesaron la tienda. En el recibidor, Katri se calzó las botas mientras los inquietantes pensamientos nocturnos continuaban girando en su cabeza sin que nada los provocara. Salió al frío y se detuvo para respirar la pureza del invierno. Parecía un monumento alto y negro con el impenetrable animal a su lado como un apéndice de sí misma. Nunca estuvo atado. Los niños se callaron y se apartaron vadeando la nieve. Una vez que llegó a la primera esquina, comenzaron a gritar y a pelear de nuevo entre ellos. Katri siguió caminando hacia el faro. Liljeberg había llevado allí algunas garrafas de gas, pero sus huellas prácticamente ya habían sido cubiertas por la nieve. Más cerca del promontorio, el viento del oeste llegó directamente desde el mar, mientras estaba subiendo la pendiente a la altura de la casa de la vieja señorita Aemelin. Katri se detuvo y al instante su perro. Expuestos al viento, ambos estaban completamente blancos por la nieve que se derretía lentamente sobre sus pieles. Katri contemplaba la casa como lo hacía cada mañana en que se dirigía al faro. Allí vivía Anna Aemelin, sola, sin más compañía que sus ahorros. Durante todo el largo invierno no se la veía. De la tienda le hacían llegar lo que necesitase y la señora Sundblom iba una vez por semana a limpiar. Pero en cuanto asomaba la primavera, era posible distinguir en el límite del bosque el abrigo claro de Anna Aemelin mientras caminaba lentamente entre los árboles. Sus padres habían vivido hasta muy avanzada edad y nunca permitieron que se cortara una sola madera de su bosque. Al morir eran ricos como trolls. Y la prohibición de tocar el bosque se mantuvo. Poco a poco se había vuelto casi impenetrable, y se erguía como una pared detrás de la casa. “La casa de los conejos”, como la llamaban en el pueblo. Era un chalet de madera gris con los marcos de las ventanas talladas en blanco, un blanco grisáceo tan contundente como el bosque nevado que custodiaba el fondo. La construcción realmente parecía un gran conejo recogido sobre sí mismo. Las cortinas blancas que daban al porche y esas ridículas ventanas arqueadas bajo las cejas de nieve eran coronadas por las chimeneas que asomaban como oídos atentos. No se veía luz alguna. La colina no daba respiro.

Aquí es donde vive ella. Aquí es donde Mats y yo viviremos. Pero debo esperar. Tengo que pensar con mucho cuidado antes de concederle a Anna Aemelin un lugar importante en mi vida.

2.

Tal vez podría decirse que Anna Aemelin era una persona adorable porque simplemente nunca se vio obligada a mostrar algún signo de maldad. Además, tenía una asombrosa capacidad para olvidar las cosas desagradables: simplemente se encogía de hombros y continuaba con su vida de la misma manera imprecisa y obstinada. En realidad, esa malcriada benevolencia resultaba aterradora, pero nadie parecía haber tenido tiempo de notarlo. En las escasas y breves visitas que recibía en la casa de los conejos, los invitados eran despedidos rápidamente con una cortesía distante que los hacía sentir como si hubieran visitado alguna especie de monumento sin demasiada importancia. Anna no se protegía detrás de esa actitud; tampoco sería más exacto decir que escondía su verdadero rostro. Simplemente, solo se sentía realmente viva cuando se dedicaba a dibujar, arte para el que demostraba una habilidad singular. Y cuando dibujaba, naturalmente, estaba sola. Anna Aemelin tenía el gran poder persuasivo de la unilateralidad, de los que solo pueden ver y abrazar una única idea sin que les importe nada más. Y en su caso, esa idea era el bosque, o más concretamente, la tierra del bosque. Podía reproducir ese paisaje tan fiel y meticulosamente que no se le escapaba siquiera la hoja aguja de la más ínfima conífera. Sus pequeñas y rigurosas acuarelas naturalistas eran tan hermosas como esa manta elástica de musgos y la vegetación quebradiza con la que uno se cruza en un denso bosque pero que rara vez observa. Anna Aemelin hizo que la gente viera: lograron ver y recordar la idea del bosque, su esencia, con un dejo de dulce y esperanzadora melancolía. Era una pena que Anna estropeara sus dibujos insertando conejos en ellos, es decir, a Mamá, Papá y Bebé Conejo. Además, el hecho de que sus conejos aparecieran adornados con flores disipaba gran parte de la mística del bosque profundo. Cierto día, incluso, los conejos dibujados en las páginas de un libro para niños fueron muy criticados. Esto no solo le dolió mucho a Anna sino que la volvió más insegura, pero… ¿qué podía hacer? Los conejos debían estar allí tanto por el bien de los niños como del editor. Cada dos años aproximadamente presentaba un nuevo libro. El editor escribía los textos y Anna se limitaba a dibujar la tierra, la vegetación baja, las raíces. Lo hacía cada vez con mayor precisión y en una escala más reducida, observando tan de cerca y profundamente el musgo que ese mundo en miniatura verde y marrón se convertía en una enorme jungla poblada de insectos. No resultaba difícil imaginar una familia de hormigas en lugar de conejos, aunque por supuesto ya era demasiado tarde. Anna logró deshacerse de la imagen del paisaje vacío y liberado. Era invierno y nunca trabajaba hasta que la primera desnudez de la tierra comenzaba a mostrar su espectáculo. Mientras aguardaba, escribía cartas a niños muy pequeños que preguntaban por qué florecían los conejos.

Pero un día, el mismo en que comienza esta historia entre Anna y Katri, Anna no escribió. Se sentó en su sala a leer Las aventuras de Jimmy en África, un libro muy divertido. En el episodio anterior había estado en Alaska.

Los amplios cuartos de Anna eran hermosos. Esa luz nívea, las estufas con azulejos en azul y blanco, los muebles ligeros dispuestos a lo largo de las paredes que se reflejaban en el parquet brillante que la señora Sundblom pulía una vez por semana. El padre siempre quería espacio a su alrededor porque era muy alto. Y amaba el azul, un azul discreto que estaba por todas partes y que por el efecto del tiempo se iba desvaneciendo. En la casa de los conejos reinaba una profunda serenidad, cierta atmósfera de armonía.

Más tarde, Anna dejó a un lado su libro y se dio cuenta de que debía llamar a la tienda, algo que no le gustaba mucho hacer. Como daba ocupado, se sentó junto a la ventana a esperar. Afuera, en el porche, el viento del noroeste había arrastrado a la deriva un gran cúmulo de nieve extendiéndolo en una curva audaz, a la vez agradable y tensa. Por encima de la cresta afilada como un cuchillo, la nieve se arremolinaba bajo un sol ligero y transparente. Cada invierno se repetía el mismo ciclo y el cúmulo nevado volvía a mostrar toda su belleza, aunque era demasiado grande y simple como para que Anna pudiera apreciarla. Llamó nuevamente y esta vez el dueño de la tienda respondió. ¿Volvió Liljeberg? Había olvidado pedirle manteca y sopa de arvejas, pero no de las grandes, una lata chica.

El comerciante no escuchó bien lo que decía y le explicó que el camino aún no estaba despejado y que el furgón del correo no había podido pasar, pero que Liljeberg había ido en esquíes hasta la ciudad y que traería la correspondencia y un poco de hígado fresco de ser posible…

—¡No escucho nada! —gritóAnna—. ¿Qué cosa es imposible? ¿Quién vive?1 ¿Acaso ha pasado algo?

—Hígado —repitió el hombre—. Si Liljeberg consigue hígado fresco reservaré una porción para usted, señorita Aemelin, un buen pedazo de hígado de ternera…

Y luego su voz despareció en la tormenta de nieve. Las líneas telefónicas siempre funcionaban mal con ese clima. Anna corrió el telón sobre el mundo exterior y volvió aliviada a la lectura de su libro. De hecho, le importaba bastante poco la sopa de arvejas y aún menos el correo.

Cuando Edvard Liljeberg llegó, se quitó los esquíes y dejó caer la mochila en las escaleras de la tienda. Le dolía la espalda y no estaba de humor para hablar con nadie. Colocó la mercadería en una caja de cartón mojada por la nieve y se dirigió al interior del comercio.

—Te llevó mucho tiempo —dijo el comerciante plantado detrás del mostrador y aún molesto por haber perdido a su empleada. Liljeberg no respondió y regresó al vestíbulo para ordenar el correo. Katri Kling lo había visto llegar esquiando desde su ventana y ahora estaba detrás de él, observando por encima de su hombro, con su eterno cigarrillo en la boca. Entonces advirtió algo a través del humo y dijo:

—Es la correspondencia de la señorita Aemelin.

Era muy fácil de reconocer. Siempre había flores dibujadas en los sobres y por la letra se notaba que pertenecían a niños muy pequeños.

—¿Se las llevarás ahora? —continuó Katri.

—¿Puedes darme un respiro? No es nada sencillo ser cartero en este pueblo.

Ella podría haber comentado lo difícil que resultaba esquiar con este tiempo, o preguntarle cómo se las arreglaba para ver el camino, o bien emitir una queja por la lentitud con la que las autoridades despejaban el camino. No importaba qué, algo que simulara interés, o fingir diciendo algunas de esas cosas que dice la gente cuando pretende ser amable. Pero no, no Katri Kling. Ella estaba allí, mirando con los ojos entrecerrados a causa del humo y con esa melena renegrida en torno al rostro como un escudo protector, mientras se inclinaba sobre la mesa. Estaba envuelta en una manta que aferraba con ambas manos. “Parece una bruja”, pensó Edvard Liljeberg.

—Yo puedo llevarle el correo a la señorita Aemelin.

—No puedo dejar que lo hagas, es tarea del cartero. Se trata de una cuestión de confianza.

Katri elevó el rostro y lo miró abriendo grande los ojos bajo la fuerte luz del porche. Realmente eran amarillos.

—Confía —dijo—. ¿Acaso no confías en mí?

Esperó un poco y volvió a repetir:

—Puedo llevarle el correo a Aemelin. Es muy importante para mí.

—¿Estás tratando de ayudar?

—Sabes muy bien que no —respondióKatri—. Lo hago únicamente porque tengo un interés particular en ello. ¿Confías en mí o no?

Luego, Liljeberg pensó que ella bien podría haber dicho que lo hacía porque le quedaba de camino mientras paseaba a su perro; hubiera sido una excusa sencilla y creíble. Había que reconocer que Katri Kling era honesta después de todo.

Anna llamó nuevamente.

—Ahora la escucho mejor —dijo el comerciante—. Me dijo manteca y una lata pequeña de arvejas. Liljeberg acaba de traer el correo y consiguió también hígado bien fresco, como recién sacado del animal se podría decir. Le reservé una buena porción, pero no se lo llevará Liljeberg sino la señorita Kling.

—¿Quién?

—Katri Kling, mi antigua empleada. Ella le llevará el pedido de inmediato.

—Está bien, pero… ¿hígado? —objetó Anna un poco, aunque se sentía muy cansada—. Es tan desagradable a la vista y difícil de preparar… Pero bueno, ya que ha tenido la amabilidad de reservarme un poco… Y esta señorita, ¿Kling dijo que se llamaba? ¿Sabe que debe usar la puerta de la cocina?

En ese momento la línea volvió a sufrir interferencias, como solía suceder a lo largo de todo el invierno. Anna se quedó un rato con el auricular en la mano intentando escuchar algo, y después de un rato entró a la cocina para prepararse un café.

Mats volvía a su casa desde el astillero justo cuando comenzaba a oscurecer. En invierno, los hombres de Västerby solo trabajaban cuando hacía buen tiempo. Cerraban antes de que cayera la noche para ahorrar combustible y electricidad. Eran muy austeros. Mats siempre era el último en irse.

—Bueno, parece que al fin lograron echarte —dijo el dueño de la tienda en cuanto lo vio—. Si fuera por ti te quedarías lijando toda la noche, ¿no?

—Estoy haciendo el tablonado de una cubierta —respondióMats—. ¿Puedo agregar una Coca Cola a nuestra cuenta?

—¡Por supuesto, adelante! Es una pena que tu querida hermana ya no quiera seguir ayudándote. Una verdadera lástima, con lo bien que le iba en la tienda… Ah, bueno, un tablonado dices… Así que te das maña con las maderas también. ¡Quién lo hubiera pensado!