La Vía iniciática - Sebastián Vázquez - E-Book

La Vía iniciática E-Book

Sebastián Vázquez

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Beschreibung

 Hay un momento en la vida de algunas personas en el que deciden iniciar un camino espiritual. Este ha sido llamado «Vía iniciática» e independientemente de los «medios de transporte» que se elijan para recorrerla, bien distintas religiones, bien distintas prácticas espirituales, dicha Vía deberá procurar a quien la transita un crecimiento interior real que le permita cada vez una mayor cercanía a Dios.    Pero desde el inicio, la Vía representa el reto de encontrarse con paisajes y entornos desconocidos, tanto internos como externos, ya que sus tramos y fases conducen a nuevos lugares con sus propios retos y desafíos. Sin embargo, también las sucesivas etapas guardan elementos comunes para todos los que la siguen, pues el ser humano es el mismo en tanto naturaleza, estructura y elementos formativos, por lo que en la ruta hay muchos componentes reconocibles.   Este libro propone una serie de reflexiones sobre la Vía y su recorrido tomando como referentes la sabiduría de las grandes religiones, las enseñanzas de maestros espirituales y la experiencia acumulada por los que la transitan. Así mismo, muestra los principales obstáculos que aparecen en el recorrido y señala las diferencias de aquello que pertenece tradicionalmente a la Vía de lo que es ajeno a ella. 

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La Vía iniciática

El sendero de retorno a Dios

Sebastián Vázquez

https://www.libros-biblos.com/

© EDITATUM

© SEBASTIÁN VÁZQUEZ

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art.270 y siguientes del Código Penal). El Centro Español de Derechos Repográficos (CEDRO) vela por el respeto de los citados derechos.

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Primera edición: marzo de 2024

SEBASTIÁN VÁZQUEZ

Ha estado vinculado al mundo del libro durante cuarenta años principalmente como editor. Fue director de la colección Arca de Sabiduría en la que publicó las principales obras de la distintas religiones y corrientes espirituales. Es un estudioso de las religiones y se especializó en el conocimiento del esoteros, de los cultos mistéricos y, especialmente, de la religión del Antiguo Egipto. Es autor más de veinte libros y ocasionalmente imparte seminarios y conferencias. Entre sus obras destacan: La enseñanza sagrada del Antiguo Egipto I y II;Los sufíes; Budismo; Hinduismo; Cristianismo primitivo; Cristianismos heterodoxos o, El Camino de Santiago y el juego de la oca, todos ellos publicados en esta misma editorial.

A todos los que siembran el bien en el jardín de la vida.

A todos los que han comprendido el valor y significado de la práctica de la virtud.

A todos los que eligen lo que une sobre lo que separa.

A todos los que tejen y extienden el manto del amor.

A todos los que miran a lo alto, que usan palabras de espuma y verdad, que gustan de la paz y la buscan, que suspiran por la justicia y la esperan.

A todos los que tienen el corazón de un niño.

Introducción

La verdad solo es tal para quienes son capaces de reconocerla.

Doy inicio a esta narración con la intención de que pueda servir de ayuda para aquellas personas que tienen esa necesidad espiritual interior tan difícil de definir con palabras y tan complicada de articular a través de un discurso mental. A esta pulsión se la ha definido muchas veces como «la necesidad de Dios». Durante una etapa de mi vida experimenté esa necesidad. Sé que ese término de Dios en realidad dice tanto como tan poco, por lo que la misma frase de «necesidad de Dios» resulta imprecisa y solo es susceptible de ser comprendida por aquellos que la sienten y que pueden aceptar que el significado de esa frase los concierne pese a su ambigüedad. Sin embargo, ese es un punto de partida común a muchas personas y también fue el mío, por lo que en este relato se harán necesarias algunas referencias personales en mi recorrido de la Vía al lado de un maestro.

Yo, como tantos, pertenecí a ese colectivo que se ha definido como «buscadores», personas movidas por ese impulso mencionado, llevado a la conciencia o no, y que terminamos pasando por un recorrido muchas veces muy similar. Mi experiencia me ha mostrado que a algunos de esos «buscadores» les mueve exclusivamente la propia búsqueda y que no desean ningún encuentro que les impida seguir disfrutando de su búsqueda constante; estas personas son las que al final suelen optar por la fantasía y que cuando justo están cerca de algo cercano a lo real, se apartan. Otras son movidas por una inquieta curiosidad, la cual puede ser solo mental o estar vinculada a la excitación que supone ir sumando experiencias. Pero hay otras que sí tienen verdadero anhelo de encuentro y que, si bien también han transitado por la fantasía o la curiosidad, su sinceridad hace que sean capaces de distinguir aquello que ya no les es útil, y su coraje, asociado a su necesidad, hace que no teman encontrarse con lo que les acercará a lo real. Es como un hambriento que es capaz de diferenciar muy bien un alimento real que se puede comer de un vistoso libro de recetas de cocina que, sin embargo, nunca le quitará el hambre.

Maestro

Comenzar un libro sobre la Vía iniciática y el trabajo espiritual empezando por el maestro, si bien puede parecer arriesgado, en realidad, no puede hacerse de otra manera, pues él es la puerta de acceso; es la puerta y la llave.

Bien es sabido que en Occidente esta idea quedó rechazada hace tiempo por tres motivos: la primera, por entender la falta de necesidad de su función, sobre todo bajo la idea de que no son necesarios o de que cada cual es su propio maestro; la segunda se debe a la hipótesis de que los maestros habitan en otros planos y dimensiones al margen de lo físico; la tercera es que, si bien la idea de maestro puede ser hipotéticamente aceptada, se coloca en un plano de idealización y fantasía tal que queda al margen de la realidad.

Es cierto que en Oriente esta idea sigue operativa en disciplinas como el zen o el sufismo, pero para nosotros es muy lejana o es solo aceptable dentro del marco específico de una disciplina a seguir: si sigo el zen, en el zen hay maestros. Pero fuera de esos marcos y contextos, la figura del maestro no es aceptable ya que lo primero que provoca es rebelión. Obviamente, tampoco nadie necesita un maestro o ningún guía si no precisa aprender nada ni necesita ir a ninguna parte. Pero la cosa cambia si lo necesitas, y el reconocimiento de esa necesidad es ya un gran paso: empieza la posibilidad de convertirse en discípulo. Y no hay maestro si no hay discípulo.

Discípulo

Uno de los mayores obstáculos en el inicio y continuidad en la Vía reside en la dificultad que representa adoptar el estado de discípulo. Para algunas personas esta dificultad es insalvable, incluso para aquellas a las que la Vía se les ha mostrado de modo diáfano. Y la razón es que alcanzar el estado de discípulo no es fácil, ya que implica hacer ciertas renuncias.

Es común que antes de encontrarse ante la decisión de iniciar o no la Vía, una persona haya llegado hasta ahí portando un bagaje que, naturalmente, considera valioso, pues la mayoría de las veces es fruto de la voluntad y del esfuerzo, por lo que lleva añadido una acumulación de factores emocionales y vitales. Se suele decir que ese bagaje ha sido útil, pues ha conducido al individuo ante el inicio de la Vía, lo cual es cierto, pero no es menos cierto que ese bagaje puede convertirse a menudo en un obstáculo, ya que no será en adelante necesario y, antes o después, habrá que desprenderse de él. Esta es la primera dificultad: el apego a ese bagaje.

Nuestra mente nos invita siempre a sabernos conocedores. Esto ofrece seguridad y nos ubica en un escalón más alto respecto a los que no tienen nuestros conocimientos. En el ámbito que nos ocupa, el de los «buscadores», esos conocimientos se refieren además a aspectos metafísicos o filosóficos, es decir, temas resbaladizos sobre cuya pretensión de conocimiento suele estar asociada la arrogancia, eso sí, bien disimulada. Pero por lo común, esos conocimientos son prestados, vienen de lecturas, de distintas fuentes doctrinales, de lo adquirido en cursos o seminarios, etc. Esto significa que esos conocimientos han sido seleccionados por la mente frente a otros que, a veces, son incluso opuestos, algo que frecuentemente ocurre en el ámbito de la filosofía o de las doctrinas religiosas. Si una persona ha aceptado, por ejemplo, la hipótesis de la reencarnación como verídica frente a otros relatos post mortem distintos ofrecidos por otras creencias, deberá afianzar dicha hipótesis con argumentos que la apuntalen de modo que pase a convertirse de creencia en certeza. Este tránsito de lo que en principio fue una hipótesis hasta convertirse en certeza, lo ejecuta la mente de un modo autónomo, dado que uno de sus parámetros de acción descansa en sentirse segura, y una certeza ofrece seguridad, mientras que una idea como hipótesis abre el camino a otras alternativas generando dudas. Sin embargo, en la Vía, la duda es muy valiosa, pues te ofrece constantemente la posibilidad de elección. Por otro lado, la situación mental que propone la provisionalidad de las hipótesis permite que el pensamiento esté más activo y, sobre todo, con más posibilidades de crecimiento. Una mente con convencimientos ya no necesita crecer ni esforzarse: es una mente cerrada y vencida.

Este es el apego al bagaje: si una persona ha estado años afianzada en una creencia y la propia dinámica de un trabajo espiritual empieza a ponerla en duda, es más que probable que la mente se sienta atacada. Además, una mente llena de certezas y «verdades» no necesita aprender y, por tanto, no necesita ubicarse como discípulo. En todo caso, lo que buscará es que las nuevas opciones de pensamiento que vayan apareciendo confirmen lo ya sabido, aunque esto requiera forzar las cosas hasta el límite de la fantasía.

Fantasía

Una de las características más identificativas de la Vía es que te pone los pies en el suelo: la fantasía no tiene cabida. La Verdad solo puede hallarse desde la verdad. La verdad es que el sol sale por el este o que la sangre humana es roja. Esto, que podemos llamar la «verdad de lo obvio» es un punto de partida. La fantasía o falsas verdades no lo son. Que el sol sale por el sur no es verdad y por tanto no puede ser un punto de partida para conocer la mecánica celeste. La fantasía, del griego phantasos, significa «servidor de los sueños» y puede servir de entretenimiento y ocio, pero se queda en ese lugar de la ensoñación. Pero la Vía se basa en lo evidente: respiramos, nos nutrimos, vemos con los ojos y respiramos con los pulmones, dormimos de noche y al despertar actuamos; efectivamente estas son evidencias sencillas, obvias, patentes, sí, pero es ahí donde tiene la base la Verdad, en esas pequeñas verdades. Y es por esa sencillez por la que se empieza.

La etimología de la palabra discípulo nos muestra a «aquel que se deja enseñar»; a su vez, la palabra «disciplina» viene de «discípulo» y se refiere a esa actitud imprescindible en cualquier aprendizaje.

Pero volvamos al bagaje y al desapego de este. Como dice el famoso cuento zen «una taza llena no puede llenarse de nuevo hasta que antes no se haya vaciado». Al principio confiamos en que los contenidos de nuestro bagaje puedan ser compatibles con las enseñanzas y prácticas de la Vía, y esto a veces es así, pero la mayoría de las veces no lo es, y no lo es por una razón: la Vía implica libertad, en especial libertad de pensamiento, y una persona convencida de sus creencias es, como dijo el Maestro, «una persona vencida con». Por decirlo de algún modo, la Vía se inicia mejor siendo como un folio en blanco.

Dicho esto, he de pasar a añadir que en mi primer encuentro con la Vía y el Maestro me llevé una sorpresa: no se me pedía creer en nada. Años después entendí que en realidad las creencias particulares de cada cual, salvo que se haga de ellas una cárcel, carecen de relevancia respecto a un trabajo que opera en lo real. Tampoco se me pidió abandonar mis creencias previas: fue el trabajo el que, poco a poco, las fue deshaciendo, a veces suavemente, a veces de modo más contundente.

La otra dificultad del discípulo es la de su nula capacidad inicial para reconocer al maestro y a la maestría, sin embargo, él cree que sí la tiene y esto también es un obstáculo enorme. Recuerdo perfectamente que algunas personas rechazaron al Maestro porque fumaba. Ese hecho, en su opinión, era suficiente para desacreditarlo debido a que en su «retrato mental» de cómo debía comportarse un maestro no figuraba el que fumase.

Ante esta situación, un día te das cuenta de que, si has llegado hasta «allí» en cierto momento de tu vida, es decir, has entrado en contacto con la Vía, significa que es la propia Vía, y por tanto Dios a través del maestro, el que te ha llamado y te ha puesto ahí. Por tanto, solo queda decir «sí» o «no» a esa invitación y dar el «sí» solo es posible si se escucha al corazón, pues la pretensión de reconocer o no el trabajo, la enseñanza, la Vía o el maestro, no está al alcance de quien es invitado a participar. Su respuesta ha de salir del corazón, el único capaz de reconocer y «recordar», algo que el intelecto y su bagaje no es capaz de hacer. El último obstáculo en el inicio de la Vía es el miedo. Es muy posible que hasta ese momento una persona haya acumulado un historial de buscador, pero encontrar la Vía significa dejar ya de buscar y eso genera vértigo, ya que se intuye que los códigos no son los mismos como buscador que como alguien que ya ha encontrado. La sensación primera es que «va en serio»; es decir, ya no es una mera búsqueda intelectual carente de compromiso que va de un lado a otro. Ahora aparece, si bien como algo lejano, un compromiso que, antes que nada, es contigo mismo, pero a su vez, lo es con el maestro y con la Vía. Es cierto, las reglas cambian.

La actitud del discípulo

El discípulo necesita de dos virtudes: ser consciente de su necesidad de aprender y su obediencia a la disciplina, que es la forma activa de obediencia a las directrices del maestro. Esto me permite hacer aquí una importante puntualización respecto al maestro. Un verdadero maestro contempla y asume la capacidad de un individuo ya inmerso en la Vía de gestionar adecuadamente su vida privada. Por tanto, un maestro no es ni un coach ni un terapeuta. Por mi parte, le escuché una pauta que me resultó muy valiosa: «no os hagáis daño a vosotros mismos». Suficiente.

Pero la cabeza del discípulo lleva mucho tiempo funcionando autónomamente al servicio de la supervivencia y del confort de su dueño, trabajando casi en exclusiva con los contenidos de la mente. Y se hace un sinfín de preguntas que suelen terminar resumidas en dos: ¿será el Maestro un maestro?, ¿será esta la Vía? Nuevamente, el discípulo no encuentra respuestas en el mismo nivel de donde ha surgido la pregunta, y si no es capaz de elevar ese nivel, aunque sea solo un poco, terminará haciéndose daño en ese circuito cerrado mental sin solución. Sin solución, ya que la respuesta se halla en el corazón, un corazón cuya voz es muy sutil y muy ligera, y siempre ha guardado silencio ante el atronador grito de la mente y sus discursos. Y sí, es cierto, esas dudas respecto al maestro o al trabajo cambian un día de dirección y se transforman en dudas respecto a ti mismo frente al maestro y frente al trabajo; es decir, en dudas respecto a la propia capacidad de comprensión, respecto a la actitud ante la disciplina, a la impecabilidad frente al maestro y al trabajo, o a la sinceridad frente a uno mismo. Además, aparece el conflicto entre la voz del corazón y aquella que los egipcios llamaban «la voz del vientre». Un verdadero aprendizaje requiere aprender a escuchar la voz del corazón y diferenciarla de la voz del vientre o la voz de la mente menor gobernada por la actividad de sus contenidos. Y no, la voz del corazón no es la de las emociones.

Al final, todo se reduce a un ejercicio de sinceridad, primero frente a uno mismo y después en lo referido al trabajo. Esa sinceridad siempre será un motor y una fuerza respecto a la debilidad, respecto a las flaquezas y respecto a todas las dificultades inherentes al recorrido. El otro gran factor que el discípulo debe de integrar es el de la libertad, algo que no ha de confundir con la posibilidad de elegir. La libertad solo se consigue liberándose de las cadenas que atan la mente, el cuerpo, las emociones… cadenas a veces pesadas y en ocasiones casi imperceptibles; cadenas que solo con el ejercicio de la libertad se pueden romper para así alcanzar la Libertad Total. La libertad no consiste en elegir entre esto o aquello, sino de liberarse de esto y de aquello.

El maestro Doménico

Conocí a Doménico en 1992 de modo casual, me refiero a ese tipo de casualidades capaces de modificar el rumbo de una vida. En ese momento la mía se hallaba debilitada y en conflicto. Un día me encontré en el centro de Madrid a un conocido que residía en otra provincia. Le pregunté qué hacía en la capital y me dijo que había sido invitado a una reunión en El Escorial a la que asistiría un maestro que venía de Italia. Le había convocado un amigo común y el resultado final es que allí acudí con escasas expectativas provocadas por lo raro que para mí resultaba entonces el que un maestro viniera de Roma y no de, por ejemplo, el Tíbet o la India. Mi propia situación personal no mejoraba las cosas, pues antes de que llegase el Maestro ya me estaba preguntando qué hacía allí. En un saloncito de un hotel de El Escorial esperábamos reunidos no más de treinta personas. Al poco apareció Doménico. Su imagen era la de un hombre vestido de modo normal y con un aspecto claramente europeo que me transmitió una extraña sensación de potencia, seguridad y también, he de decirlo, de desubicación. Después de encender un cigarro (entonces se podía fumar en cualquier parte) comenzó a hablar en italiano, siendo traducido por uno de los presentes. En síntesis, nos dijo que había fundado una orden en Santiago de Compostela que estaba presente y operativa en Italia y Francia y, de modo incipiente en España, que en el seno de esa orden se realizaba un trabajo espiritual real y que la puerta estaba abierta. Dijo que ello significaba una enorme oportunidad pues la singularidad y excepcionalidad del momento hacía posible poner en marcha este trabajo. Con la misma tranquilidad nos habló del objetivo del trabajo: llevarnos a la presencia de Dios. Por si esto no fuera suficientemente rompedor, una persona le preguntó por algo relacionado con discípulos, y él dijo que no le interesaban los discípulos, que él formaba maestros. Me quedé de aquella charla con algunas cosas más: que el trabajo no era ni abstracto, ni mental, ni emotivo, que era principalmente técnico y ejecutivo; dijo también que se podía probar, que a nadie se le preguntaba por la razón por la que entraba en la orden o la razón por la que salía. Me resultó especialmente sorprendente escuchar que para acceder al trabajo no se solicitaba compartir ninguna creencia, ponerse ningún uniforme, dejar de comer esto o aquello, ni adoptar cambios vitales. Tampoco se le pedía a nadie dejar nada de su vida, al contrario, dijo que si alguien era médico, debía ser el mejor médico, que si alguien era madre o padre, que debía ser la mejor madre o mejor padre posibles, y así sucesivamente; dijo que no solo no se debía abandonar nada, sino que, al contrario, se debía estar inmerso en la vida. Dijo también que el trabajo se basaba en la inocencia, en la libertad y en la sinceridad; en el recuerdo, la intención y el abandono. Por otro lado, se solicitaba a los que deseaban participar en el trabajo una disciplina respecto al mismo y el pago de una cuota para el mantenimiento de la orden. Como forma operativa, el inicio partiría de la formación de pequeños grupos, ya que el trabajo se hacía de manera colectiva una vez a la semana. Eso era todo; bueno, para mí hubo una cosa más, Doménico parecía que «hablaba en serio» (era la primera vez que tenía esa impresión durante mi itinerario previo de «buscador») y esto hizo que me lo pensase. Lo de la cuota no me resultaba extraño, ya en otros lugares había pagado cuotas, pero esa sensación de «ir en serio» me hizo no precipitarme: meses después ingresé en la orden. Como él dijo, se podía probar, ya antes había probado otras cosas en ese trayecto como «buscador», ¿por qué no probar? Así ingresé en la Vía.

Reconozco que me desconcertaba no tener que asumir ningún dogma ni creencia, al contrario, parecía haber una exagerada libertad alrededor de todo aquello: todo se centraba en hacer el trabajo; esta era la piedra angular sobre la que descansaba todo. Por otro lado, estaba él, sin duda la persona más potente y especial que había encontrado en mi vida y, a día de hoy, más de treinta años después, no he vuelto a conocer a nadie igual. Llevaba muy poco tiempo en el trabajo cuando un día alguien dijo que Doménico nos había convocado en Luxor. A pesar de las dificultades, allí me presenté junto a unas cien personas procedentes de varios países. De algún modo esa fue también mi entrada a la comprensión del inmenso legado espiritual del Antiguo Egipto, si bien aún no lo sabía.

El trabajo

Puedo decir que la mejor alegoría para explicar el trabajo es la agrícola. Se llama trabajo de un modo muy preciso al proceso de desarrollo espiritual, pues este representa esfuerzo, constancia, disciplina y cuidado. Solo después, poco a poco, la semilla siendo nutrida irá creciendo para, más tarde, dar su fruto.

Bien sabemos que las más importantes funciones orgánicas asociadas a la vida actúan de modo vegetativo, de manera que en esos procesos no intervienen ni nuestra volición ni nuestra conciencia. Incluso existe un sistema nervioso llamado, precisamente, «autónomo» que se encarga de esas tareas, algunas muy delicadas y precisas e indispensables para la vida. Un sistema increíblemente inteligente que funciona «solo». El trabajo espiritual es, en principio, y por decirlo de algún modo, también vegetativo. Eso sí, requiere de unos factores previos. Sin embargo, antes hay que aclarar algo que, sin embargo, debería resultar evidente: un trabajo espiritual lleva implícita la idea de la trascendencia y actúa sobre aquello que trasciende.

Hoy, dicho trabajo continua operativo dentro de la Orden DOM fundada por el Maestro. Este nombre está formado por las iniciales de la frase latina Deo optimo máximo cuya traducción es «a Dios el mejor y más grande» y se ve a menudo en muchas iglesias sobre todo del Renacimiento.

El libro

Este obra está formada por una selección de artículos que han ido apareciendo en mi blog tradicionoriginal.com a lo largo de los últimos años. Algunos han sido revisados para dar coherencia al conjunto a la par que he añadido textos nuevos y también algunos extractos de conferencias y cursos que he impartido, o respuestas a preguntas de lectores, muchas de ellas respecto a dudas sobre las creencias de la nueva era, e incluso hay algunos breves fragmentos de otros libros que he publicado. Como he dicho he tomado como referencia la Vía iniciática y el trabajo espiritual que el recorrido de esta requiere. Estos son conceptos de los que se ha hablado hasta la saciedad tanto en escuelas y órdenes llamadas iniciáticas que tienen un origen tradicional, como dentro de entornos pseudoesotéricos que nunca han tenido nada que ver con una vía real y auténtica.

Ha sido en las religiones donde comúnmente siempre se han enraizado estas vías que, si bien es solo una, a veces se han mostrado como diferentes. Valga el ejemplo de los yogas principales: conocemos el gñana yoga, o «yoga del conocimiento», basado en el estudio y la especulación filosófica y muy centrado en el componente mental; el bhatki yoga, o «yoga de la devoción», con un fuerte contenido emocional; o el karma yoga, o «yoga de la acción», basado en lo ejecutivo y la participación activa en la existencia de forma anónima y desinteresada. No obstante, en la doctrina yóguica se denomina «yoga real» al raja yoga que, por así decirlo, reúne a los demás. Valga este ejemplo para mostrar que solo cambian los accesos que facilitan el proceso de acuerdo a la naturaleza de quien sigue esas prácticas. Podemos usar como símil los distintos afluentes que van a dar a un mismo río que al final, desembocará en el mar.

Es por este motivo que el lector encontrará en el texto referencias a distintas religiones, bien en sus aspectos más ortodoxos como en los más heterodoxos. Cristianismo, hinduismo, taoísmo, budismo, sufismo… son todas expresiones de la religiosidad inherente al ser humano capaces de mostrar una enorme sabiduría. Muchas otras referencias están tomadas del Antiguo Egipto, pues todo lo referido a la iniciación entendida como un proceso ordenado y codificado tuvo su fuente en la religión de la cultura faraónica.

Pero como ya ha sido dicho, cuanto más alguien se acerca a las cumbres de una religión, más van desapareciendo dogmas, doctrinas y creencias y más aparece la realidad última derivada de la experiencia del acercamiento a Dios. Y es ahí donde hay una convergencia, un encuentro entre personajes de la talla espiritual de santa Teresa, Rumi, Dogen, Ibn Arabí, Shankara… pues entonces ya es indiferente la religión a través de la cual han alcanzado esa cercanía a Dios. Es entonces también cuando la religión, por medio de la religiosidad natural de la persona y con el patrimonio de su sinceridad e inocencia, alcanza su objetivo de llevar al fiel hasta la cercanía a Dios.

Cada religión tiene su propio relato de ese recorrido y aconseja cómo transitarlo. Sin embargo, todos los seres humanos estamos constituidos del mismo modo y obedecemos a las mismas leyes, por lo que en la Vía, más allá de las características individuales de quien la recorre y de las particularidades de cada camino de acceso, lo cierto es que hay unos patrones comunes que pueden ser identificados y que son susceptibles de ser de gran ayuda para quienes sinceramente desean transitarla, tanto como para identificar primero qué es y qué no es una Vía y un trabajo espiritual, tanto como para conocer las distintas etapas e hitos de la misma.

También, algunos de los textos incluidos en el libro tienen la intención de aclarar ideas y conceptos de diferentes religiones muy difundidos en la actualidad, pero que, o están mal comprendidos, o incluso a veces han sido manipulados. Dedico algunas páginas a aclarar ideas propagadas actualmente por el ocultismo y la nueva era comúnmente aceptadas pero carentes de fundamento y que han generado gran confusión y desinformación. Tienen su origen en las frecuentes preguntas que sobre ciertos temas me han ido haciendo lectores del blog. Por último, sirvan estas páginas también como homenaje a todos los más grandes maestros que la humanidad ha conocido como Buda, Jesús o Mahoma y, con ellos, a todos los que continuaron, en sus respectivos linajes, la función de la maestría, lo cual lleva a otro tema fundamental ya mencionado: la necesidad de un maestro y la adhesión a una Vía inserta en la Tradición. A lo largo del libro siempre está presente el maestro Doménico y he incluido breves frases suyas. Esto se debe a que todo lo que a continuación leerán es fruto de su enseñanza y de la experiencia del trabajo espiritual que en la Vía y a su lado recorrí. De este modo comencemos por el principio.

Sebastián Vázquez

La Vía iniciática

Qué es un trabajo espiritual I

Un trabajo espiritual se refiere a aquel específico que primero despierta y después nutre la estructura espiritual del individuo provocando su crecimiento interior que derivará en el encuentro con Dios y en Dios por medio de su recuerdo. Este trabajo se refiere siempre a nuestra condición interna, a aquello que sí trasciende, a lo no condicionado por el mundo.

Doménico

Lo correcto es empezar por el principio, por las dos palabras que componen esta expresión: «trabajo» y «espiritual».

La palabra «trabajo» es la más fácil, porque todos sabemos qué es un trabajo y lo que requiere. El trabajo pide esfuerzo, disciplina, voluntad y unos medios. Para hacer pan se necesita harina, agua, fuego… El trabajo a veces no es grato y todo trabajo ha de tener un propósito. Todos buscamos a través del trabajo un fruto. El trabajo es aquello que produce un fruto: un fruto real. Porque si alguien trabaja y en vez de cobrar el sueldo recibe un discurso (pese a que este pueda ser un discurso estupendo, intelectual y magnífico) se sentirá defraudado, pues si no le dan dinero, no va a comer. Es decir, por medio del trabajo buscamos un fruto real, verdadero. Como dijo Buda: «la verdad es aquello que produce resultados».

Entonces, tenemos ya un vínculo entre el trabajo y algo que queremos obtener.

La otra palabra, «espiritual», es más difícil, porque remite al concepto de «espíritu». La palabra «espíritu» es polisémica y su significado está en función de los contenidos que cada uno tenga dependiendo de su religión o de su filosofía. Para simplificar, vamos a decir que la palabra «espíritu» nos remite a la idea de «trascendencia», a «aquello que trasciende». Por lo tanto, un trabajo espiritual es aquel vinculado a la trascendencia y esa trascendencia, a su vez, nos remite a dos cosas: a la idea de Dios y a la experiencia de Dios. En cuanto a la idea de Dios, digo idea porque de Dios no se puede tener otra cosa más allá de esto. Como decía san Anselmo: «a Dios no se le puede pensar», pero, por otro lado, también fue dicho que, de algún modo, «se le puede experimentar», es decir, que Dios estaría más cerca de la experiencia que de la ideación.

En muchas tradiciones se dice que, efectivamente, Dios no pertenece al ámbito de la razón y, por tanto, el intelecto no sirve como vía de acceso. Ya sabemos hasta dónde llega la filosofía, las teorías, etc. Sin embargo, un trabajo espiritual se acerca más a una vivencia. A su vez, el concepto de trascendencia podemos ligarlo también a otra idea, a la idea de la religiosidad, que no debemos confundir con la religión.

La religión es una estructuración en un tiempo y en una cultura de unas formas concretas que en principio deberían ser un instrumento para acercarse a Dios. Pero todos sabemos lo que pasa con las religiones: recorren un primer ciclo activo que alcanza una cumbre y luego llega el momento en que la religión se transforma en algo social, la mayoría de las veces asociado al poder, que pasa a formar parte de la sociología y la antropología y cuyos principios ideológicos se transforman en dogmas. De este modo, toda religión ofrece un paquete cerrado tanto ideológico como práctico. En cuanto a las ideologías que proponen, nos explican el origen del hombre y el mundo, nos ofrecen un relato de lo que ocurre después de la muerte, proporcionan un código ético-moral y también una praxis. En esa praxis, a lo largo de la historia podemos ver básicamente tres elementos: la ceremonia y la liturgia (y ahora explicaremos la diferencia entre rito y ceremonia), la práctica de la meditación y la plegaria u oración.

Desde mi punto de vista, en la plegaria va integrada la meditación entendiendo la meditación como el medio para la consecución del estado meditativo. Sabemos que de nada sirve estar una hora sentado y muy relajado si en cuanto salimos por la puerta la «mente mono» empieza actuar. Meditar sirve para alcanzar el estado meditativo ahí fuera, en el mundo; ese es el objetivo de la meditación. Para eso Buda fue muy concreto: la meditación tiene como objetivo conocer tu propia mente y sus contenidos. Son dos los objetivos de la meditación: conocer los contenidos de la mente y cómo actúa. Sabemos que cualquier mente funciona desde la reactividad. La meditación se desarrolla como una metodología diseñada específicamente para parar la mecánica reactiva automática. Buda descubre que el hombre sufre y la razón de su sufrimiento está en la mente. Buda dice: «el dolor es inevitable,( es orgánico y vive en el presente), pero el sufrimiento es opcional, (vive en el pasado o vive en el futuro, pero fuera de la realidad presente)». A partir de ahí, Buda habla de los tres venenos: la aversión, el deseo y la ignorancia espiritual.

He mencionado la religión y volvemos al uso de las palabras. Como tantos vocablos del castellano, «religión» viene del latín, de religio, que significa «reunir». Las religiones nos dicen que la criatura está separada, distanciada de su Creador, y algunas religiones lo explican a su modo. Por ejemplo, en el Génesis se habla del exilio del paraíso: Dios expulsa de él al ser humano después de que desobedezca. Los musulmanes hablan del olvido de Dios porque el ser humano prefiere la escucha de la llamada del mundo ignorando así la llamada de Dios. En la India, la palabra «yoga» significa «unión»; todos los yogas distintos, el hatha yoga, el karma yoga, etc. tienen el mismo objetivo de unir. Estamos separados de Su Presencia y, por tanto, necesitamos reunirnos con Él de nuevo.

El objetivo de un trabajo espiritual es encontrar el modo de alcanzar esa reunión nuevamente. Las religiones son vías, y cada una nos ofrece sus propios relatos, sus propios códigos éticos, su praxis, etc. Las religiones coinciden en que en el ser humano está integrada esa pulsión de encontrarse nuevamente con Dios. Esa necesidad, esa pulsión, es la religiosidad intrínseca e inherente al ser humano que a veces llega a la consciencia y a veces no.

Hay personas en las que la necesidad espiritual aflora de forma potente. Los sufís dicen: «indigente, incrementa tu necesidad». Enfatizan el concepto de indigente, del pobre de espíritu, del que carece de lo más valioso, le falta Dios; e «incrementa tu necesidad» es como el amante y el Amado de la poesía mística que no pueden vivir el uno sin el otro, se necesitan y buscan el modo de acercarse. De algún modo, las religiones proponen que Dios siempre está dispuesto para ese reencuentro y que quien no lo está es su criatura.

Esa religiosidad, esa necesidad a veces es tan fuerte que ya ni la mente sirve, ni las creencias, nada… Esa necesidad es como tener hambre, pero claro, hay que trabajar.

En la religión egipcia hay un jeroglífico que es una azada, un arado de mano. El trabajo espiritual ha sido comparado muchas veces, como alegoría, con la agricultura. Se ve en las tumbas del Antiguo Egipto como están agachados con el arado de mano haciendo un surco en la tierra. Este jeroglífico de la azada se llama mer. La palabra «amor» viene de ahí y mer significa «amor». Los egipcios eran un pueblo más práctico que romántico. Fijaos, primero hay que hacer el surco para poner la semilla, a través del esfuerzo y del trabajo esa semilla dará su fruto. En su relato, Ra el señor del sol, ponía una semilla de luz en el corazón de los seres humanos, una semilla de luz ahí guardada. Dicha semilla de luz, si encuentra un sustrato fértil y maduro, germinará y necesitará ser nutrida, cuidada y protegida de lo que pueda dañarla (las malas hierbas que la pueden ahogar). Más tarde habrá que podarla y eliminar lo que sobra. Luego, en un momento dado saldrá la flor y de esa flor saldrá un fruto; fruto obtenido de un gran trabajo.

Volviendo al concepto de trascendencia podemos acudir a lo que dijo san Pablo: «nosotros somos y existimos». Una mesa existe, pero no es, carece de trascendencia. Ha nacido en el mundo, está en el mundo y quedará en el mundo, pero no trascenderá. Del mismo modo hay cosas que pertenecen al ámbito del Ser, de la esencia, pero que no han pasado a la existencia. Nosotros, los seres humanos, somos y existimos, pertenecemos a ambos ámbitos, nosotros compartimos existencia y esencia.

La diferencia entre la religión y la religiosidad es que la religiosidad inherente al ser humano siempre está viva y solo puede reconocer y actuar sobre aquello que está vivo. Imaginemos que a alguien con hambre le regalan un libro de cocina con muchas recetas. Se lo puede aprender, pero, según su necesidad, según su hambre, llegará un día que preferirá y pedirá una manzana o un bocadillo en lugar de más libros de cocina. A partir de ahí, la necesidad empieza a identificar, a distinguir, lo que verdaderamente le nutre el espíritu de lo que solo satisface a su mente. Los sufís dicen: «alguien que tiene hambre va hacia donde huele a pan recién hecho».

A partir de la Ilustración, de la Revolución Francesa, del triunfo de la razón, la religión, en este caso la católica, quedó declarada como una superstición y a partir de ahí viene el gran desarrollo científico hasta que hoy, en Occidente, se extiende mayoritariamente la hipótesis de que venimos de un azar biológico ocurrido millones de años atrás, que por evolución, llegamos a esta forma humana con sus propias características, y que prácticamente todo lo que le ocurre es fruto de ese mismo azar hasta que un día mueres y todo termina.

¿Qué ocurre? Que esta forma de pensamiento para personas con cierta inteligencia y sensibilidad es demoledora. Y es demoledora porque trasgrede ese sentimiento interior, esa religiosidad vinculada a lo sublime, a lo eterno. A su vez, el sentido de la religiosidad también se expresa exteriormente. Suele hacerlo de dos maneras: una, como un sentimiento de nobleza con una actitud ante la vida a partir de la percepción de la propia nobleza, la cual es inherente a lo creado; y dos, un sentido de dignidad sobre todo frente a uno mismo, pero también frente a los demás. Ocurre entonces que una persona con esa sensibilidad y esa religiosidad no se conforma con un catálogo de hipótesis o teorías más o menos bien elaboradas: no le valen solo los libros de cocina.

Para ver la diferencia entre religión y trabajo espiritual si miramos en el cristianismo, leemos a santa Teresa de Jesús y decimos: «¡guau! esta mujer se acercó mucho a Dios, estaba muy cerca de Dios». O lo mismo ocurre con san Francisco de Asís o san Juan de la Cruz. ¿Y qué deducimos? ¡está claro! El catolicismo es la Vía, si el catolicismo ha llevado a santa Teresa, a san Juan o a san Francisco tan cerca de Dios, sin duda es el camino correcto. Pero si leemos a Ibn Arabi o a Rumi nos damos cuenta de que alcanzaron una cercanía a Dios enorme, y ¿qué deduzco? Deduzco que, si lo hicieron a través del islam, el islam es la Vía para llegar a Dios, pero el catolicismo también te lleva a Dios… En el hinduismo, leemos a Shankara o a Patanjali y constatamos que han llegado muy alto, muy lejos a través del hinduismo… y lo mismo ocurre con el budismo. Es decir, todos han llegado muy lejos a través de sus propias religiones, y surge la pregunta: ¿qué es lo importante?, ¿creer los dogmas que propone esta u otra religión o la fuerza espiritual inherente a la necesidad, religiosidad y sinceridad de la persona?, ¿una praxis que, con los ingredientes internos mencionados, resulte eficaz en términos de crecimiento espiritual?, ¿la suma a lo anterior de la práctica de la virtud y la siembra del bien frente a uno mismo y los demás?

Ibn Arabi no comería cerdo y Patanjali no comería vaca y santa Teresa no habría tenido relaciones sexuales, pero Al−Ghazali tenía varias esposas y san Juan de la Cruz no tendría problemas para comer vaca y cerdo, unos santificaban el viernes, otros el sábado, otros el domingo. Entornos diferentes, culturas distintas, estructuras sociales diferentes, formas diferentes, pero todos cerca de Dios: lo muestran con el perfume espiritual que nos llega de ellos.

El trabajo espiritual verdadero existe y ha existido siempre, la prueba son todos estos santos y personajes mencionados. Ha habido muchas personas que se han acercado a Dios en distintas épocas, lenguas, religiones y culturas. Y otra pregunta: ¿a Dios le importará que alguien coma cerdo o vaca o no lo coma?, ¿que se vista de un modo u otro?, ¿tiene eso que ver con la religiosidad? ¿A Dios le importa lo que alguien crea o deje de creer sobre lo que pasa después de la muerte?, ¿para acercarse a Dios es importante lo que uno tenga dentro de la cabeza en lo referido a creencias? Si el corazón es puro e inicia una historia de amor con Dios…

Sí parece en cambio que hay que hacer un trabajo; y a lo mejor ese trabajo tiene que ver con la azada de los egipcios, con el amor. Sabemos todos, o al menos podemos deducirlo, que cuando hay amor, ese amor es vía de acceso al Uno, es como el motor que puede dinamizar esa necesidad interior.

Se dice que todo ser humano en algún momento de su vida recibe la que en el sufismo se llama la talab, la llamada de Dios, al menos una vez. Y quizá esa llamada tiene que ver con esa necesidad y luego con la propia madurez del individuo respecto a si puede o no dar respuesta a dicha llamada.

Y otra reflexión. Si estudiamos las religiones a lo largo de la historia, vemos que todas tienden a la simplificación. Es decir, Jesús habla de la invalidez del templo: «cuando estéis reunidos dos o más en mi nombre, allí estoy yo». El islam no precisa de sacerdotes que medien entre Dios y los seres humanos. Buda dice que solo has de ponerte a meditar hasta alcanzar la purificación de tu mente. En común, todas las religiones preconizan la imprescindible práctica de la virtud y la siembra del bien.

Y terminamos con las liturgias. En Egipto, por ejemplo, había mucha liturgia, muchos ceremoniales. Las religiones mistéricas grecorromanas eran también muy litúrgicas. De hecho, el cristianismo actual toma la liturgia de la religión romana porque hasta el siglo IV, más o menos, en el cristianismo no había liturgia.

En nuestro entorno católico es más que probable haber ido alguna vez a misa. La misa es una ceremonia. Una ceremonia es la creación de un entorno benéfico, adecuado y propicio para que se efectúe un acto, y ese acto es el rito. El rito es el acto sagrado. En la misa es el momento en el que, por medio del sacerdote, investido con un carisma especial, se produce el misterio de la transubstanciación: donde antes solo había pan y vino, por medio de un acto mistérico sagrado, se transforman en el cuerpo y carne de Cristo, que es lo que incorpora el fiel que participa del rito. Es un instante. Es un momento. Toda la ceremonia se ha preparado para que en un cierto punto se produzca una abertura por donde se transfiere la Gracia que incorpora el fiel. Este acto es el rito. Esto pasaba también en Egipto cuando se hacía el culto diario.

El trabajo espiritual ha existido siempre. Por otro lado, a la par han aparecido también los falsos profetas, o falsas religiones como la actual new age.