La Vida en una Repisa - Alex Jonhson - E-Book

La Vida en una Repisa E-Book

Alex Jonhson

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Beschreibung

Libros: leerlos, coleccionarlos y guardarlos ha sido fuente de alegría y estrés para los amantes de la lectura durante siglos. Alucinados escritores han tratado de capturar las particulares relaciones que formamos con nuestra biblioteca y los problemas que enfrentamos para preservarla. Sumérgete en esta ecléctica antología y escucha a un icónico primer ministro reflexionando sobre la mejor manera de almacenar tus libros o a un ilustre presidente de Estados Unidos seleccionando las mejores obras para leer al aire libre. Disfruta de las serias especulaciones de un filósofo del siglo XIX sobre las implicancias psicológicas de la lectura y de las menos serias especulaciones sobre el peligro de dejar que los niños (los "enemigos de los libros") se acerquen a tu colección. Las múltiples facetas de la manía por los libros son celebradas con sinceridad e irreverencia en esta animada selección de ensayos, poemas, conferencias y comentarios que van desde el siglo XVI al siglo XX.

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

LA VIDA EN UNA REPISA

Grandes personajes y la lectura

ALEX JOHNSON

First published by The British Library 2018

Copyright © 2018 Alex Johnson

Inscripción N° 2021-A-558

Derechos reservados

Diciembre 2021

ISBN 978-956-14-2768-6

ISBN digital 978-956-14-2769-3

Traducción: English UC Language Center

Imagen de portada: pexels.com/Pixabay

Diseño y diagramación: versión productora gráfica SpA

Diagramación digital: ebooks [email protected]

CIP – Pontificia Universidad Católica de Chile

Johnson, Alex, 1969-, autor.

La vida en una repisa : grandes personajes y la lectura / Alex Johnson.

1. Libros y lectura – Aspectos sociales.

I. t.

II. Shelf life : writers on books and Reading. Español.

2021 306.4 + DDC23 RDA

Para

Philip y Phyllis, Wilma,

Thomas, Edward y Robert

CONTENIDO

Introducción

Los enemigos de los librosWILLIAM BLADES (1881) ¿Deberían los niños tener acceso a tus estantes?

Desembalando mi bibliotecaWALTER BENJAMIN (1931) El goce de coleccionar libros y nuestra relación con ellos

Lección sobre ficciónSTEPHEN LEACOCK (1910) Una ingeniosa guía de preguntas y respuestas sobre la novela moderna

Pensamientos sueltos sobre los libros y la lecturaCHARLES LAMB (1822) El decoro de la lectura, las apariciones de los libros y la lectura en exteriores vs interiores

Libros para unas vacaciones al aire libreTHEODORE ROOSEVELT (1916) Los libros que un presidente de Estados Unidos empaca para leer al aire libre

BibliomaníaJOHN FERRIAR (1809) Poema sobre el deleite (y el riesgo) de gozar de la palabra impresa

Los usos de la lecturaRUDYARD KIPLING (1912) Por qué los libros son necesarios para llevar una buena vida

Sobre los libros y la lecturaARTHUR SCHOPENHAUER (1851) Sobre cómo leer y a quién no leer

Sobre los libros y cómo conservarlosW.E. GLADSTONE (1890) Consejo de un primer ministro sobre cómo almacenar los libros correctamente

Sobre los estudiosFRANCIS BACON (1601) Explicación de las maneras en que los libros perfilan al ser humano

Sobre la destrucción de librosJ.C. SQUIRE (1919) Una forma extrema de reducir el tamaño de tu biblioteca

INTRODUCCIÓN

Nos estamos rodeando cada vez más de aficionados a la lectura. Podemos quedarnos en hoteles con temáticas de libros en todo el mundo, tumbarnos en sillones con libreros empotrados en casa y dirigir nuestra propia librería Airbnb en Escocia durante una semana. Y no me refiero solamente a los libros. Ahora hay todo un estilo de vida literario disponible a pedido. Usted puede decorar su sala de estar con papel mural que imita una biblioteca. Puede rebanar sus zanahorias en las tablas de picar con forma de libro de Romeo & Julienne. Puede empaparse de la fragancia “Sr. Darcy”. Puede tatuarse temporalmente frases literarias (“¡Después de todo, creo que no existe ningún otro placer como leer!”). Puede comprar una cortina de baño que se asemeje a la puerta principal de la casa de Bilbo Bolsón.

Si bien contamos con la tecnología que nos permite llevar una biblioteca completa casi sin peso en nuestros bolsos, el goce de la bibliomanía no es nada nuevo. Los escritos que hemos reunido en la edición que tienes en tus manos revelan las reflexiones de algunos de los gigantes del mundo de la literatura sobre los libros y la lectura en los últimos 400 años.

Nuestro interés en los libros sobre libros y en los escritores que reflexionan sobre la escritura es insaciable y muchos lectores ya estarán familiarizados con la venta de libros (Orwell), con el saber leer (Woolf) y con el fin de los libros (Eco). Las reflexiones de las siguientes páginas nos guían y nos muestran entre bastidores la palabra escrita. Revelan los detalles esenciales de los libros de la misma manera que los rumores diarios de traspasos de futbolistas complementan la dieta de los fanáticos de este deporte o que los extras de la filmación de la película en DVD satisfacen a los cinéfilos.

Así que prepárate para leer a un primer ministro icónico referirse a la mejor manera de almacenar tus libros y a un ilustre presidente de los Estados Unidos reflexionar sobre lo que hay que leer al aire libre. Luego, disfruta de las especulaciones sobre las implicancias psicológicas de la lectura de un filósofo del siglo XIX, y de las especulaciones sobre los problemas de deshacerse de volúmenes no deseados de uno de los jugadores de críquet más famosos del mundo. Estos ensayos y comentarios, y también uno o dos de los escritores, han caído en el olvido en su mayoría y de manera injusta, pero ciertamente no han pasado su fecha de caducidad y merecen una vida útil lo más larga posible.

Los niños son, por lejos, más destructivos que las niñas

Los enemigos de los libros

WILLIAM BLADES

Los libros son frágiles. En su larga lista de peligros para la conservación de los libros en 1880, William Blades, impresor, escritor y coleccionista de libros del siglo XIX, advierte enérgicamente y con considerable detalle sobre el fuego, el agua, el gas, el calor –incluido el uso de libros para hornear pasteles– el polvo, el abandono, la ignorancia, los ratones de biblioteca y otras plagas, los encuadernadores, los bibliófilos y los niños. El extracto a continuación aborda sus reflexiones sobre la amenaza que los niños representan como posibles “biblioclastas” o destructores de libros. “Bien mirado, la posesión de todo libro antiguo es una encomienda sagrada, de tal suerte que cualquier propietario consciente de lo que tiene, o cualquier custodio, debería pensar que ignorar su responsabilidad en la materia es igual que para un padre dejar de atender a su hijo”, dice. La sección sobre gusanos de biblioteca es especialmente intrigante, ya que Blades cuenta cómo un encuadernador de Northampton le envió un gusano bien gordo al que alimentó con trocitos de papel de Consolación de la filosofía de Boecio, de la imprenta de William Caxton, hasta que se fue debilitando poco a poco y murió (“ya fuese porque había demasiado aire puro, por la desacostumbrada libertad o por el cambio de alimentación”). De hecho, además de su interés en la biblioclastia, Blades analizó las obras del famoso impresor en su libro Life and Typography of William Caxton, England’s First Printer (1861-63). Después de su muerte en 1890, su impresionante biblioteca privada fue comprada por el centro cultural de la Fundación St. Bride en Londres, que la utilizó para formar su propia biblioteca.

A los niños, con toda su inocencia, a menudo se les culpa de ser destructores de libros. Debo confesar que una vez destruí el libro History of Writing de Humphreys, que contenía muchas ilustraciones de colores brillantes, solo para animar a una hija enferma. El objetivo ciertamente se cumplió, pero las consecuencias de tan mal precedente fueron desastrosas. Esa copia (que, me complace decir, pudo reemplazarse con facilidad), a pesar de obtener un gran cuidado de mi parte, se ensució y se rasgó, y finalmente llegó a los brazos del martirio de un jardín infantil. ¿Me arrepiento? Por cierto que no, porque, aunque es un pecado desde el punto de vista bibliográfico, ¿quién puede sopesar la cantidad de placer real recibido y el dolor real ignorado por el paciente en la contemplación de esos colores tan bellamente mezclados?

Hace unos años, un vecino mío sufrió muchísimo por el hábito, aparentemente irrefrenable, de una de sus hijas por romper los libros de su biblioteca. Tenía seis años, se dirigía a una repisa con toda tranquilidad y tomaba uno o dos libros, y luego de cortar una docena de hojas por la mitad, regresaba los volúmenes, pedazos y todo, y el daño ocasionado solo se descubría cuando alguien quería usarlos. La reprimenda, los reparos e incluso el castigo no sirvieron de nada; pero tan solo un “golpecito” sirvió para curar ese hábito.

Sin embargo, los niños son mucho más destructivos que las niñas y, naturalmente, no tienen respeto por la edad, ya sea de los hombres o de los libros. ¿Quién no teme a un escolar con su primera navaja? Tal como Wordsworth nos lo dijo:

“A menudo puedes descubrirlo

Por las cicatrices que ha dejado su actividad

Sobre nuestras repisas y volúmenes….

Aquel que con navaja cortará el filo

Del panel sin suerte o del libro prominente,

Despegando con un golpe una etiqueta por aquí, una franja por allá”.

Excursion III, 83.

También están satisfechos cuando, si acaso, con la boca llena de caramelos y dedos pegajosos, pueden sacar y dejar los libros en las repisas inferiores, sin saber el daño y el dolor que causarán. Uno podría gritar, pidiendo a La Sombra de Horacio que perdone la pronunciación defectuosa...

“Magna movet stomacho fastidia, si puer unctis Tractavit volumen manibus”.1

Sat. IV.

Lo que los niños pueden hacer se ha de saber con la siguiente historia verídica que me compartió un corresponsal, quien fue la víctima inmediata:

Un día de verano se encontró a un conocido en la ciudad que durante muchos años había estado en el extranjero y, al darse cuenta de que su gusto por los libros antiguos era más grande que nunca, lo invitó a su casa para que se alimentara mentalmente de libros impresos en el siglo XV y otras exquisiteces bibliográficas, antes de disfrutar de los placeres más primordiales. El “hogar” era una antigua mansión en las afueras de Londres, cuya arquitectura misma sugería letras negras y piel de oveja. El clima, ¡ay! estaba lluvioso y, cuando se acercaban a la casa, fuertes carcajadas llegaron a sus oídos. Los niños celebraban un cumpleaños con algunos amigos. La humedad anuló toda entretención al aire libre y, habiendo quedado solos durante mucho tiempo, invadieron la biblioteca. Fue justo después de la Batalla de Balaclava, y el heroísmo de los combatientes en ese campo tan reñido quedó en boca de todos. Así que los traviesos diablillos se dividieron en dos campos opuestos: británicos y rusos. La división rusa estaba justo dentro de la puerta, detrás de las murallas formadas por viejos folios y cuartillas tomados de las repisas inferiores y apilados a un metro de altura. Era un muro de viejos padres, crónicas del siglo XV, historias del condado, Chaucer, Lydgate y otros. A pocos metros de allí estaban los británicos, provistos de montones de pequeños libros que simulaban misiles, con los cuales mantuvieron una escaramuza en contra del enemigo. ¡Imaginen la escena! Dos caballeros de edad avanzada, padres de familia, entran apresuradamente recibiendo, sin querer, la primera edición de El paraíso perdido en la boca de su estómago, y su amigo escapando apenas de un combatiente con una cuartilla de Hamlet más cerca que nunca antes. Escena final: gran estallido de ira y rápida retirada de los combatientes, quedando muchos heridos (volúmenes) en el campo.

Toda pasión linda con el caos

Desembalando mi biblioteca

WALTER BENJAMIN

Muchos lectores también son coleccionistas, críticos culturales y el ensayista alemán Walter Benjamin (1892-1940) toma esto como tema de su encantador ensayo, “Desembalando mi biblioteca: Un discurso sobre el coleccionismo” (1931). Su enfoque central es la relación entre las personas y sus libros, el placer de redescubrir los títulos olvidados después de dos años, y la forma en que brindan vínculos con personas, lugares y situaciones. Sin dar ningún tipo de lista de lo que realmente está desembalando (al final del ensayo, todavía le queda media caja por desempacar), Benjamin analiza el hecho de adquirir libros (escribiendo, pidiendo prestado o comprando), la importancia de sus antiguos dueños, la artesanía de la producción de libros y las emociones que generan los libros. Aunque muchas personas nunca leen los libros de su biblioteca, todo esto se suma a lo que él ve como una “enciclopedia mágica”, una colección que cuenta la historia de la vida del individuo. Gran parte del resto del trabajo de Benjamin se centra en el arte y la literatura, y su ensayo anterior “La tarea del traductor” (1921) refleja su interés por la traducción como forma de arte (tradujo a Baudelaire y a Proust). Se suicidó en 1940 cuando huía de los nazis.

Sí, desembalo mi biblioteca. Aún no está en las estanterías, aún no la envuelve el tedio tapizado del orden. Tampoco puedo, todavía, recorrer sus estanterías pasándoles revista ante un auditorio complaciente. No teman nada de eso. Solo puedo rogarles que me acompañen al desorden de cajas recién desclavadas, la atmósfera en la que flota un polvillo de madera, el suelo cubierto de papeles rotos, entre pilas de volúmenes recién vueltos a la luz del día tras dos años de tinieblas, para así compartir en parte no ya la melancolía sino la tensión que los libros despiertan en el alma de un verdadero coleccionista. Pues es un coleccionista quien les habla, y a fin de cuentas no habla más que de sí mismo. ¿No sería quizá demasiado pretencioso reclamar una apariencia de objetividad e imparcialidad para detallarles las obras maestras o las principales secciones de una biblioteca, contarles su historia, por no decir su utilidad para el escritor? En lo que a mí concierne, me propongo, en las líneas que siguen, algo más evidente, más palpable: lo que me interesa es mostrarles la relación de un coleccionista con el conjunto de sus objetos; lo que puede ser la actividad de coleccionar, más que la colección misma. Que para ello considere las diferentes maneras de colocar los libros, no deja de ser arbitrario. Este orden, como cualquier otro, no es más que un dique contra la marea de recuerdos que, en continuo oleaje, se abate sobre cualquier coleccionista que se abandone a sus gustos. Si es cierto que toda pasión linda con el caos, la del coleccionista roza el caos de los recuerdos. Diré más: el desorden ya habitual de estos libros dispersos subraya la presencia del azar y el destino, haciendo revivir los colores del pasado. Pues una colección, ¿qué es sino un desorden tan familiar que adquiere así la apariencia del orden? Ustedes deben haber oído hablar de personas enfermas por haber perdido sus libros, o de otras que llegaron al crimen para conseguirlos. A este respecto, precisamente, cualquier orden está al borde del abismo. “La única ciencia exacta –ha dicho Anatole France– es la de conocer el año de publicación y el formato del libro”. En efecto, el remedio al desorden de una biblioteca es el rigor de su catálogo.

La existencia del coleccionista, así pues, oscila dialécticamente entre los polos del orden y el desorden. Y también se encuentra, naturalmente, vinculada a bastantes otras cosas más. Tiene una relación muy enigmática con la posesión, sobre la que volveremos. Es más: tiene una relación con los objetos en la que no pone de relieve su valor funcional –su utilidad–, ni su destino práctico, sino que los considera y los valora como la escena, el teatro de su destino. El coleccionista se extasía, y en ello encuentra su mayor placer, rodeando con un círculo mágico al objeto que, aún marcado por el estremecimiento que acompañó el momento de su adquisición, queda fijado de este modo.

Cualquier recuerdo, cualquier pensamiento, cualquier reflexión pasa a ser a partir de ahora el pedestal, la base, el marco, la señal de la apropiación del objeto. Para un auténtico coleccionista, las diferentes procedencias de cada una de sus adquisiciones –siglos, territorios, cuerpos profesionales, propietarios anteriores– se funden todas en una enciclopedia maravillosa que teje su destino. Desde este particular punto de vista, es posible adivinar en los grandes fisonomistas –y los coleccionistas son los fisonomistas del mundo de los objetos– características de descifradores del destino. Basta observar a un coleccionista cuando manipula los objetos de su vitrina. Apenas los tiene en sus manos, su mirada los trasciende y mira más allá de ellos. En lo que se refiere al aspecto mágico del coleccionista, podríamos decir su carácter de anciano. Habent sua fata libelli2: esta máxima debió concebirse como una generalidad sobre los libros.

Los libros, por ejemplo, La divina comedia, o la Ética de Spinoza, o El origen de las especies, tienen su propio destino. Pero el coleccionista interpreta de otro modo este proverbio latino. Para él, no son tanto los libros como sus ejemplares quienes tienen un destino.

Y considera que el destino esencial de cada ejemplar se realiza solo cuando le encuentra a él y a su propia colección. No exagero: para el coleccionista auténtico, adquirir un libro significa hacerlo renacer. De este modo, reúne en sí al niño y al viejo. Pues los niños pueden recrear la existencia a su gusto, de múltiples maneras y sin embarazo alguno.

Para ellos, coleccionar es solo una manera de recrear entre otros, como pintar, recortar, o calcar, y así hasta completar la gama infantil de modos de apropiación, de la aprehensión de los objetos hasta que son etiquetados. En el deseo del coleccionista por la novedad, el impulso más profundo que le mueve es el de revivir el pasado: el amor por los libros viejos orienta al coleccionista seguramente más que el gusto por las reimpresiones propio del bibliófilo. De qué modo los libros cruzan el umbral de una colección, de qué modo se convierten en propiedad de un coleccionista, a esto se resume la historia de su adquisición.

De todos los modos de procurarse libros, el más glorioso es escribirlos uno mismo. Más de uno de ustedes recordará con agrado la gran biblioteca que el pobre maestrito de escuela de Jean Paul, Wuz, logró reunir con el tiempo escribiendo para sí, ya que no podía comprarlas, todas aquellas obras cuyo título en los catálogos le interesaba. A decir verdad, los escritores son personas que escriben impulsados no ya por la carencia sino por la insatisfacción de los libros que puede comprar pero que no les gustan. Seguramente ustedes, señoras y señores, dirán que esta es una definición exagerada de los escritores; pero todo lo que se dice desde el punto de vista de un verdadero coleccionista es una exageración. De entre los modos de adquisición habituales, el más apropiado sería, para él, el préstamo indefinido. El deudor de altos vuelos, tal como lo imaginamos, demuestra ser un coleccionista a toda prueba, no solo por el ardor con que defiende el tesoro de sus préstamos acumulados haciendo oídos sordos a todos los rutinarios requerimientos de la administración, sino también y, sobre todo, porque no lee. De creer en mi experiencia, que semejante devuelva un libro prestado es posible alguna vez, pero que lo haya leído, ¡nunca! Así pues –me preguntarán ustedes– ¿lo propio del coleccionista es no leer libros? ¡Lo nunca visto! Pues bien, no. Los expertos podrán confirmarles que es lo más habitual. Y basta recordar a este efecto la respuesta que Anatole France, de nuevo, tenía preparada para los beocios que, tras admirar su biblioteca, formulaban la inevitable pregunta: “¿Y ha leído usted todo esto, señor France?” “Ni la décima parte. ¿Acaso come usted todos los días en su vajilla de Sèvres?”.

Yo mismo pude verificar a contrario lo bien fundado de tal actitud. Durante años, al menos durante el primer tercio de su existencia, mi biblioteca se limitó a dos o tres estantes que aumentaban apenas unos pocos centímetros por año. Su época espartana, pues ni un solo libro entraba en ella sin que yo lo hubiera leído y descifrado sus claves.