La vida es una nube azul - Elicura Chihuailaf - E-Book

La vida es una nube azul E-Book

Elicura Chihuailaf

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Beschreibung

Memorias de un poeta mapuche, que ha convertido su palabra poética en la voz de su pueblo, nos habla de una forma de relación con la naturaleza imprescindible para conservar el mundo que habitamos.

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© LOM ediciones Primera edición en LOM, agosto de 2019 ISBN impreso: 9789560011909 ISBN digital: 9789560012890 RPI: 302.811 Portada: fotografía de Laura Nahuelpán y dibujo de Andrea Kallfvray Chihuailaf Iver Primera edición: Universidad de la Frontera, Temuco, 2016 Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 68 00 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

Para mi madre, Laura Nahuelpán

para mi padre, Carlos Chihuailaf

para mis abuelos Malle y Papay

para mi amigo Jaime Valdivieso

en el Azul de su memoria

para mis hijas e hijos

para mis nietas y nietos

Pun fey allkvtukeyiñ vl, epew ka fill ramtun inal kvtral mew neyentu nefiyiñ ti nvmvn kvtral kofke ñi kuku ka ñi ñuke ka ñi palu Maria, welu ñi chaw egu tañi laku egu –Logko lechi lof mew– welu kvme az zuwam pukintu keygu. Pichikonagen chi zugu nvtram kaken welu ayekan chi pu kom zugu nu. Welu fey mu kvme kimlu ti vlkantu trokiwvn. Fillantv pvram niel chi mogen, welu pichike inakan zugu nu wilvf tripachi kvtral, pu ge mu, pu kvwv mu. Luku mu metanieenew ñi kuku allkvken wvne ti kuyfike zugu tati aliwen egu ka kura ñi nvtramkaken ta kulliñ ka ta che egu. Fey kamvten, pikeenew, kimafimi ñi chum kvnvwken egvn ka allkvam ti wirarchi zugu allwe ellkawvn mu kvrvf mew

Índice

La nube Azul de Elicura Chihuailaf

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La nube Azul de Elicura Chihuailaf

Elicura Chihuailaf es una voz poética profunda y reconocida que nos ha permitido acercarnos al sentir y las vivencias de los mapuche. Su escritura y su voz son los medios que él ha utilizado para hablar de la historia y las legítimas demandas de su pueblo. Su palabra tiene el ritmo de la vida que lo rodea desde su infancia y tiene la virtud de transmitir una sabiduría ancestral, vinculada a la tierra, a las tradiciones de su pueblo y a una existencia con trascendencia y sentido de futuro.

Desde hace años leo a Elicura con interés y admiración, tanto por la calidad de su palabra como por las enseñanzas que proporcionan sus textos. Es uno de los escritores y poetas más representativos de un pueblo que debemos conocer y amar porque es el portador de nuestras raíces y nuestro futuro. Oralitor, poeta y ensayista, cuenta con una amplia obra en los ámbitos de la poesía y el ensayo. Autor, entre otros, de los poemarios El invierno y su imagen, En el país de la memoria, De sueños azules y contrasueños. Casi veinte años atrás, en 1999, publicó su libro Recado confidencial a los chilenos, que ha devenido en un texto clásico para conocer la cultura mapuche y hacer de ese conocimiento una pieza esencial para el diálogo entre los chilenos y los mapuche.

La vida es una nube azul es un libro de memorias en el que aborda diversos episodios de su vida, desde que era un niño que jugaba en medio de la naturaleza de su comunidad natal hasta sus días actuales, en los que se mantiene vinculado a su tierra y a un quehacer poético que trasciende las fronteras y las lenguas. En este libro recrea distintos aspectos de su infancia junto a sus padres profesores y a sus hermanos; expone distintos aspectos de la vida cotidiana de su pueblo, aspectos relacionados con la visión de mundo de los mapuche, la relación con la naturaleza y con los chilenos, la explotación indiscriminada de los recursos naturales, la lucha de su pueblo por sus derechos y sus tierras. Sus primeros recuerdos están centrados en su núcleo familiar, y entre otras cosas nos dice: «sentado en las rodillas de mi abuela oí las primeras historias de árboles y piedras que dialogan entre sí con los animales y la gente. Nada más me decía: hay que aprender a interpretar sus signos y a percibir sus sonidos, que suelen esconderse en el viento».

Los primeros capítulos de este libro de recuerdos están dedicados al Guillatún, celebración mapuche que congrega a las familias de una comunidad, una ceremonia de «agradecimientos y petición de energía universal» en la que, según nos cuenta, «la gente va de un lugar a otro para encontrarse con sus parientes y amistades, para –a orillas de las fogatas– brindarse al arte de la conversación y revitalizar de este modo los lazos visibles e invisibles de la sangre, del aire, del agua, del fuego, de la tierra a la que pertenecemos».

Luego de los años de infancia, la memoria del poeta recorre su época estudiantil y universitaria, sus primeros encuentros con el mundo chileno, marcados por la marginalidad y el racismo. Significativos son sus recuerdos sobre la discriminación sufrida por sus padres, reflejada, entre otras cosas, por la obligación de comunicarse solo en lengua castellana que le imponían sus profesores y otros chilenos con los que debían relacionarse. Discriminación que en el caso de su padre no fue obstáculo para que se convirtiera en un líder de su gente, alcanzando el cargo de regidor por la comuna de Cunco. Y esa misma preocupación por los demás fue heredada por Elicura, quien desde temprana edad mostró interés por ayudar a sus amigos, mapuche o chilenos, en tareas colegiales inicialmente y luego enfrentando problemas que eran comunes a todos los jóvenes, sin distinciones de ninguna clase. Eso y su posterior labor de poeta lo libraron de sufrir las discriminaciones que en muchos sentidos afectaron a sus mayores.

Sus recuerdos también abordan los años de la Unidad Popular y la participación de los mapuche en el gobierno de Salvador Allende. Sigue con el golpe militar y la dictadura, la que generó diversas formas de persecución y muerte dirigidas contra las comunidades y dirigentes indígenas, y que no hizo más que profundizar la guerra del Estado chileno contra el pueblo mapuche, iniciada con la mal llamada Pacificación de la Araucanía, una guerra que persiste hasta nuestros días para proteger los intereses de imperios económicos chilenos y extranjeros. De esta misma época rescata sus inicios como poeta y sus primeras relaciones con vates y escritores de otros lugares del país. Importantes son sus reflexiones sobre la lucha de su pueblo por la autonomía, sobre el arte de la conversación como principal medio de entendimiento entre las personas, y sobre el respeto a la diversidad en todos sus sentidos. Sobre esto último, señala: «cada cultura es una delicada flor que hay que cuidar para que no se marchite, para que no desaparezca, porque si alguna se marchita o pierde, todos perdemos».

La vida es una nube azul es un libro importante y hermoso. Importante por las reflexiones que contiene y los episodios de vida que nos cuenta. Hermoso por sus imágenes y por su lenguaje, que combina las metáforas del poeta con los nombres de las cosas y de los seres que nos rodean. Como señalara el escritor Jaime Valdivieso en la primera edición de este libro: «en su escritura, por fortuna para chilenos y mapuche, se da una visión panorámica de lo que es un mundo moral, una categoría espiritual y cosmogónica distinta a la otra nuestra, la occidental, y que junto a ella puede conformar y estimular a una síntesis que nos ayude a una vida mejor, más cercana a los valores naturales, solidarios, que con menos cosas materiales les dan un mayor sentido a la vida y a la muerte».

La vida es una nube azul contiene las memorias de un autor que ha convertido su palabra poética en la voz de su pueblo. Un libro de altas resonancias que nos habla de una forma de relación con la naturaleza imprescindible para conservar el mundo que habitamos, y la práctica de ese arte de la conversación tan propio del mapuche y que está en la base del entendimiento entre las personas. Un libro necesario en estos días en los que el estilo de vida que se nos impone hace olvidar los sentimientos esenciales que dan sentido a la existencia del hombre y su entorno. La palabra de Elicura Chihuailaf debe quedar en nuestros corazones como una música que nos invite a la reflexión y que nos acompañe a diario como el silbido de los pájaros, el ruido de la lluvia o las hojas de los árboles cayendo sobre los techos de las casas.

Ramón Díaz Eterovic.

1

Mi gente dice que somos hijos e hijas de la Madre Tierra. Que así como nuestra Madre vive bajo el influjo de Kvyen la Luna y de Antv el Sol, que la privilegian con las denominadas Estaciones del Año, cada uno de nosotros es habitado también por todas ellas, aunque siempre hay una que nos preside, dicen. Así, cuando una persona se caracteriza por su solemnidad, se dice que está presidida por la Luna de los Brotes Fríos, el Invierno; si una persona es alegre, está presidida por la Luna del Verdor, la Primavera; si es apasionada, está presidida por la Luna de los Frutos Abundantes, el Verano; si su actitud frecuente es de nostalgia se dice que está presidida por la Luna de los Brotes Cenicientos, el Otoño

Hoy cuando empiezo a ordenar estos apuntes que como Sueños han entrado a habitar mis pensamientos, y giran, ruedan, en la conversación que se hace cada día más intensa y tal vez más profunda entre mi espíritu y mi corazón… En su amanecer la causalidad me despertó con el sonido del viento, que ha golpeado mi ventana y la ha vuelto mustia, ocre, color de despedida. «Llegó la Luna de los Brotes Cenicientos», me está diciendo

Ayer, después del mediodía, en el otoño que me preside (mi interior-exterior), el sonido del aún caudaloso río Allipén –que está al norte de nuestra comunidad– vino a adormecerse entre las ramas del notro, de los hualles y castaños, y en el antiguo bosque que bordea nuestra Casa Azul. Por todas partes anda ensoñándose el río. Cuando sucede esto es señal de que vendrá la lluvia se sigue diciendo nuestra gente y así lo comprendemos y constatamos todos

Llueve, llovizna, amarillea el viento en la memoria de mi niñez y de mi ancianidad. La condición dual que nos rige en la totalidad de nuestra existencia. Itro Fill Mogen / biodiversidad: la totalidad sin exclusión, la integridad sin fragmentación de la vida, nos está diciendo la sabiduría de nuestras Ancianas, de nuestros Ancianos. ¿Recuerdas que somos apenas una pequeña parte del universo, abrazados por la dualidad de su energía a la que nos abrazamos? Porque somos hermanos y hermanas de las estrellas y de la brizna del más grande y del más pequeño ser vivo aún no nombrado que nos mira en todo instante desde lo aparentemente invisible, y que nos nombra y nos pide que lo nombremos para por fin mirarse y mirarnos –cara a cara– desde las flores del jardín que son nuestros pensamientos… Por eso nos seguiremos diciendo: los insectos cumplen su función. Nada está de más en este mundo. El universo es una dualidad, lo positivo no existe sin lo negativo. La tierra no pertenece a la gente. Mapuche significa Gente de la Tierra

Mas hay también aquellos seres vivos que estaban y desaparecieron, y esos que apenas asoman desde sus estaciones para recordarnos que la palabra añoranza nos acecha desde la acción depredadora de unos pocos que acometen a nuestra Tierra con su codicia y egoísmo, parapetados en la debilidad de nuestra defensa de la naturaleza

Frente a esa triste realidad nos preguntamos: ¿qué fue de los pudúes, de las tornasoladas cantaurias, de las pequeñas serpientes, de las diversas ranas y del michay? ¿Qué ha sido del saúco que con sus flores blancas y sus bayas azul negruzco retrocede lentamente hacia las sombras, y de los coleópteros que con su azul acuatizaban sobre el refulgir de los esteros? ¿Qué fue de los ciervos y guanacos y de la dura madera de la luma, y de los saltillos de agua que resplandecían en los cerros de Werere? Ahora las últimas lloicas y pájaros carpinteros vienen de cuando en cuando a consolarnos

Está amaneciendo y ha dejado de llover. Las bandurrias llenan con sus graznidos nuestro despertar. En el oriente las nubes blancas se transforman en arreboles de la mañana, en esperado fulgor de la imaginación. Después la luz del optimismo hace suya la tarea de mostrarnos otra vez el cielo azul. Y el sol, el Sol que se ocupa de animar la palidez de nuestra Luna Llena –amada madre Luna–, que parece avergonzada por no haber alcanzado a esconder la desnudez de su fertilidad

Bajo los ramales de los castaños y del nogal se van quedando las huellas del otoño. Caen, vuelan las hojas que parecen pájaros que remontan hacia abajo. Poco a poco se irá borrando también la Luna de los Brotes Cenicientos. La vida es breve y maravillosa, nos están diciendo nuestras Abuelas, nuestros Abuelos. Me apresto entonces a contemplar intensamente este tiempo de mi espíritu. Respiro y me dispongo a escuchar la memoria de lo venidero que –como antaño– retorna y es nuevo… una vez más

2

¿Pewmaymi? ¿Pewmatuymi? ¿Soñaste?, me dice la lluvia. ¿Qué soñaste? Y busco una respuesta en los días en que empiezo a vislumbrar las primeras imágenes de mi infancia a orillas del fogón de la ruka, la casa familiar en nuestra lof comunidad, en Kechurewe. En el centro de sus llamas las pequeñas tormentas del Sol y en su humareda el misterio de Wenuleufv el Río de Cielo, mientras en el constante chisporroteo de los leños nacían y morían las estrellas. Lo cotidiano e inmediato es la réplica de lo que sucede al mismo tiempo en el universo infinito; la resonancia del pasado y del futuro. Así dice nuestra gente

¿En qué momento –me digo– tomé conciencia de los relatos de mis abuelos y de los cantos de mi tía Jacinta y del aroma del pan cociéndose en la ceniza caliente? ¿Y de las manos sanadoras de mi madre y de mi padre? ¿Y del agua de la tetera haciéndose neblina en el centro del fuego o brillando en los pequeños pocillos del mate que animaba la conversación?

Rememorando esos días, me digo: en este sur, ¿hay algo más hondo que el silencio después de la lluvia? ¿Hay algo más evocador que el silbido del viento resbalando entre las cornisas de una casa de madera? La Casa Azul de piso y medio (aledaña a nuestra ruka, nuestra casa mapuche-pewenche) construida sobre esta colina abrazada por la arboleda y por la verdeazulada proximidad del bosque que oigo resollar. ¿Cuál es tu palabra, tu pensamiento?, me dice junto al silencio de la noche

No sé, no sé. Sólo puedo decir que tuve el privilegio de nacer y crecer en el diálogo constante entre nuestra tradición y la denominada «modernidad». Mirando y escuchando desde la plenitud de la naturaleza. Soy el menor de cinco hermanos (tres hombres y dos mujeres). Elicura significa Piedra Transparente; Chihuailaf, Neblina extendida sobre un lago; Nahuelpán, Tigre Puma

Nuestra ruka familiar tenía dos puertas, una –la principal– que se abría hacia el este y la otra hacia el sur, que era la más próxima a la entrada oriente de la Casa Azul. Tenía una abertura –con una cubierta– en el techo, para la salida del humo, y dos aberturas –a la altura de ambos extremos– que cumplían también esa función y a la vez de entrada de la luz. La sombra y la luz, la penumbra precisa para la honda intimidad del silencio, el canto, el relato, el consejo, la Conversación

En todas las siguientes descripciones me ayudan mi madre, Laura, y mi hermana Rayén. En una esquina estaban las meñkuwe (grandes vasijas de greda) y baldes en los que se guardaba el agua, que en la noche permanecía cuidadosamente cubierta; aun así era reemplazada por agua fresca de la mañana, pues decían que espíritus negativos podrían haberla contaminado aprovechándose de la oscuridad

Inclinados en la pared había coligües, de distintos tamaños y grosores, que cumplían las más diversas funciones (para espantar a las aves o como brazos para dar vueltas el pan en el rescoldo eran las más frecuentes). En el centro, el kvtraltuwe el fogón rodeado de piedras de regular tamaño pues tenían que –con eficiencia– sujetar el fuego y las cenizas. Esa ceniza, ese rescoldo, que nos alegraba con sus aromas a papas asadas, a tortillas, a queso dorado. Desde el horcón de la ruka bajaban dos cadenas medianas que sostenían un travesaño de madera de luma desde el que –sujetados por horquillas de alambre de considerable grosor– pendían siempre dos ollas de fierro (que en mi memoria me regalan aún el aroma –el aliento– de los choclos, las mazorcas recién cocidas) y dos o tres teteras frecuentemente requeridas para el mate que giraba haciendo aún más reconcentrada la conversación familiar

En el extremo poniente había dos baúles en los que mi gente guardaba los comestibles, y dos o tres barricas que contenían harina cruda, afrecho, cereales; también un gran cajón, destinado a las papas, puesto sobre maderos que lo alejaban del suelo (para facilitar la aireación) y dos vasijas de greda, una para el muday –bebida de kachilla trigo o gvilliw piñón– recién fabricado, al que podíamos recurrir los niños, y otra con muzay fermentado. Desde el techo de esa zona pendían tres o cuatro zarandas de coligüe en las que se ordenaban –para secarlos– quesos, carne, hierbas medicinales, «orejones» (frutas en delgadas rodajas puestas además sobre una llepv o balai). Y en un rincón, encima de un trozo de árbol, la kuzi piedra de moler trigo. Más un altillo en el que estaban los cueros de oveja y los tejidos (mantas, choapinos, pontro / frazadas) que se ponían sobre los wanku asientos o se extendían a orillas del fogón. La tierra estaba tan transitada que llegaba a brillar, apretada como si fuera piso de madera, meticulosamente barrida cada mañana

En las paredes había colgantes de distintos productos: ajíes, ajos, maíz seco, cebollas, ristras de frutos secos. Y afirmados en ellas, el witral telar y un secador de madera para extender las mantas mojadas; a veces uno o dos yugos con sus cabestros extendidos. En distintos sectores, próximos a las paredes, se distribuían los zapallos y alcayotas más alguna cesta con manzanas

La ubicación de las cosas y la realización de las acciones se correspondían con las normas derivadas de cada espacio: zomo ñi eltukawe espacio femenino; wentru ñi eltukawe espacio masculino; pichikeche ñi eltukawe espacio de los niños

3

Por las noches oímos los cantos, cuentos y adivinanzas a orillas del fogón, respirando el aroma del pan horneado por mi abuela, mi madre o la tía María, mientras mi padre y mi abuelo –Lonko / Jefe de la comunidad–observaban con atención y respeto. Hablo de la memoria de mi niñez y no de una sociedad idílica. Allí, me parece, aprendí lo que era la poesía. Las grandezas de la vida cotidiana, pero sobre todo sus detalles, el destello del fuego, de los ojos, de las manos

Sentado en las rodillas de mi abuela oí las primeras historias de árboles y piedras que dialogan entre sí con los animales y con la gente. Nada más, me decía, hay que aprender a interpretar sus signos y a percibir sus sonidos, que suelen esconderse en el viento… Así me digo y les estoy diciendo en mi poema Kallfv Pewma mew Sueño Azul

Las voces, los sonidos, las imágenes de mi infancia son las que –me parece– permanecen con mayor nitidez en mi memoria. Me emociona con frecuencia la clara sensación de libertad y ternura de esos días, rodeados por las y los integrantes de nuestra numerosa familia, incluidos tías, tíos, primas, primos (algunos aparecían y desaparecían en diferentes lapsos de tiempo) y también por otras personas –familiares o no– que llegaban de visita o, simplemente, porque debido a los más diversos motivos habían sido acogidas por mis padres y mis abuelos. Entre ellos recuerdo a Hipólito, azadón al hombro, cantando: «Las campanas del rosario, por qué no repicarán…». El fuego de nuestra ruka estaba siempre encendido. Por las noches se cubría con una delgada capa de ceniza (de la Luna, decían). Las llamas del fogón representan las llamas del Sol que nunca deben apagarse para que continúe la vida en la Tierra

Con cierta frecuencia –sobre todo por las tardes– nos gustaba columpiarnos sentados en el extremo de una rama de coigüe o sobre una tabla amarrada a un cordel que pendía del castaño. Pvllchvwkantun se dice columpiarse. A veces mi hermano y hermanas mayores organizaban juegos a los que nos «invitaban» a participar, a mi hermano Carlitos y a mí. Jugábamos al awarkuzen el juego de las habas, a las visitas, a las escondidas, al pillarse, al lefkantun carreras a pie desnudo, a las carreras en zancos de coligües, a buscar objetos escondidos entre el pasto o en los huecos de los árboles o entre las raíces de los árboles que habían sido destroncados y se ocupaban como cercos (para nosotros casi todos los lugares eran un awkantuwe espacio de juegos para los niños y niñas)

Pero lo más memorable para mí eran las «tardes culturales» dirigidas por mis hermanos Arauco y América. Hacíamos representaciones de escenas cotidianas o de escenas rituales, especialmente del choykepurun o tregvlpurun baile del avestruz o del treile, que requería de indumentaria y plumaje; y vl cantos, konew y epew, adivinanzas y relatos de la tradición protagonizados por zorros, perdices, garzas, pumas y otros animales y aves, o diversos textos aprendidos por nuestro hermano y hermanas en la escuela de la comunidad

A Carlitos y a mí nos agradaba mucho salir a caminar por los bosques próximos a nuestra casa y, sobre todo, cabalgar en pelo y saltar sobre los troncos de los árboles que habían sido derribados por el viento (más de una vez nos caímos, aunque los golpes eran atenuados –pensábamos– por el colchón de hojas del bosque); mi hermanito montado en la Kurv / Kurü Negra y yo en la Zomo Dama, siempre acompañados por nuestros perros. Con frecuencia cumplíamos también con la recomendación de ver si los vacunos andaban juntos y lo mismo las ovejas, a las que detectábamos rápidamente porque a la oveja-guía le colgaban un cencerro en su cogote. A veces teníamos que arrearlas hasta el corral aledaño a la casa

Cuánto recuerdo esas travesías en las distintas Lunas del año: la diversidad de hojas, de pájaros, de insectos, de animalitos. Las ramas movidas por el viento que revela las distintas cadencias de la arboleda; cada árbol posee su ritmo, su pausa propia, como las personas o los animales al andar. Y a veces la neblina o el aire tibio, la nieve, la llovizna o la lluvia maravillosa. El sonido de los esteros, la intensidad de sus aromas, la luz. ¡La luz!, la humedad, las texturas de las hojas y los troncos de los árboles: canelos, coigües, hualles, robles, ulmos, laureles, radales, lingues, avellanos, olivillos, mañíos, tepas, lumas, arrayanes, temu, maitenes. El colorido de las bayas –azules y blancas– de los espinos y de las flores silvestres, de las enredaderas y de los diversos hongos. El misterio de la negatividad y positividad esplendorosa

En mi pensamiento está también la blanquecina aparición de los digüeñes que cuelgan resplandecientes –o se aferran a los nudillos– en los hualles de la primavera. Hongos que bajábamos sacudiendo las ramas con largos coligües, y que comíamos hasta hartarnos, mientras también los acumulábamos en una bolsa para en casa cortarlos en delgadas rodajas para preparar una ensalada, agregándole trocitos de ajo, cilantro picado, una pizca de merken / ají rojo, seco y ahumado, sal y vinagre de manzana (mi aderezo predilecto). Un platillo con un fresco y sabroso color anaranjado que la familia compartía y disfrutaba acompañándolo con papas cocidas

4

A lo menos una o dos veces en la semana nos despertábamos al amanecer –wvn– con la letanía de mis abuelos que, solos o acompañados por mis padres y/o por alguno de mis tíos y tías, realizaban la llellipun rogativa en el sitio destinado para ello en el lado oriente del huerto. Es en el momento en que se asoman los primeros rayos del Sol, ligaf pvrapan Antv. ¡Oo, Kushe - Fvcha Genechen; Kushe- Fvcha Genmapun! Anciana-Anciano Sostenedor de la Gente; Anciana-Anciano Sostenedor de la Tierra, decían vueltos hacia el levante. La reiterada interjección que siempre me conmovía: Oooo...!

En los días de primavera y verano la familia se afanaba en el proceso de ordeñar las vacas, cuyos terneros y terneras habían sido encerrados en un pequeño corral contiguo al galpón. La primera fase era el acarreo del agua desde el witrunko estero, a unos cien metros de la casa o desde la wvfko vertiente que está algo más distante; todo dependía del caudal. Esta era una tarea en la que nos gustaba colaborar

En medio del a veces estridente mugido de los vacas se procedía a manear a las más lecheras primero; la Pilmaikeñ Golondrina era una de las predilectas de nuestra madre. Todos conocíamos sus respectivos caracteres y en consecuencia era el cuidado –la tensión o la tranquilidad– con la que se procedía. Seguidamente se lavaban sus ubres y se iban sacando uno a uno los terneritos y terneritas desde el corral. Hermosas escenas de cariño entre madres e hijas / hijos que llegaban impetuosos a mamar; y mientras sacábamos la primera leche, el calostro, las vacas lamían alegres a sus alegres crías. También abrazábamos a los terneros más tranquilos mientras hacían uso del derecho a mamar otro poco para por fin ser apartados y concluir la tarea de la ordeña. Todavía escucho con claridad el sonido de los chorros iniciales de la leche golpeando el fondo de las jarras. Con frecuencia, algunos de esos chorros nos los lanzábamos directamente a nuestras bocas en regocijado adelanto del desayuno

Una parte de la leche se destinaba al consumo del día y una mayor cantidad se iba depositando en una meñkuwe o en un fondo enlozado, donde se agregaba el suero y se dejaba reposar en la sombra para obtener la cuajada con la que preparaban el queso. Nuestra tía María era la encargada de cultivar el suero en un metawe cántaro, utilizando para ello una «pajarilla», como le llamaban al librillo ahumado de un vacuno. Con la nata de la leche se hacía mantequilla. Para unos la tarea finalizaba con el arreo de los animales hasta el estero; para otros concluía con el lavado de todos los utensilios: baldes, jarras, trapos, cordeles, maneas. Mas cuando la cuajada estaba lista, seguía la fresca y sabrosa faena de preparar el quesillo, que comíamos a puñados. Y finalmente, envuelto en un paño blanco y puesto en una adovera, la admirable aparición del queso fresco soltando el suero hasta llegar a ser el queso que, ya maduro, consumíamos –sobre todo en el invierno– derretido y dorado sobre el pan o las papas

Este quehacer en torno a la ordeña era sólo un corto período en el año. Lo habitual era que después de la llellipun de nuestros abuelos y el acarreo del agua, la familia se reuniera a compartir el desayuno. ¿Soñaste? ¿Qué soñaste? Y se iluminaba el sol de la conversación. Nuestro laku abuelo paterno –a quien los niños llamábamos «Malle, tío» porque de ese modo lo nombraba un nutrido número de parientes que llegaba de visita a nuestra casa– nos ofrecía sus papas doradas y, a veces, camotes o trozos de zapallos recién sacados del rescoldo del fogón y a los que nosotros agregábamos miel, de esa que él mismo había cosechado. Nuestra abuela Papay (mamita) nos ofrecía mvltrvn catutos, panes de trigo cocido en olla de greda. Los granos los trituraban en la kuzi piedra de moler y con las manos le daban la forma tradicional de extremos aguzados. Nuestra mamá nos daba la leche, a la que de cuando en cuando agregaba chocolate en polvo que compraba a los vendedores que venían de Cunco; y panqueques o pan con algún dulce que ella misma fabricaba con membrillos, frutillas, moras, murtillas, ruibarbo, mosquetas (que ha sido siempre mi preferido). Nuestra tía María era quien preparaba los huevos cocidos, fritos o revueltos; huevos azules de las kollonkas las gallinas nativas: mapuche. Los hombres de la casa, que al atardecer del día anterior habían amontonado los leños en el inatuwe costado de la ruka, se preparaban para después ocuparse de los animales o de los sembrados

Nuestras y nuestros mayores siempre cuidaban que el agua contenida en las meñkuwe estuviera a la sombra y con su correspondiente cubierta, ya fuera en el exterior o interior de la casa; sobre todo, y esto sigue siendo muy importante, se preocupaban de que ello se cumpliera estrictamente con el agua que permanecía en la noche, pues decían y nos siguen diciendo que los espíritus negativos pueden apropiarse de ella (como lo he referido) y generarnos pensamientos proclives a su energía. Por eso el primer quehacer de la mañana era traer agua de la vertiente

Temprano había comenzado el chillido de los cerdos, siempre hambrientos; el graznido de los gansos y de los patos; el cacareo de las gallinas. Nuestro abuelo sacaba las ovejas del corral y ensillaba su caballo con su montura viajera –de uso diario– o con su montura tallada, que solía mantener bien protegida para las ocasiones especiales. Nuestros padres –profesores en la escuela de la comunidad– y nuestro hermano y hermanas mayores ya habían partido a clases

Dependiendo de la época, con mi hermano Carlitos nos íbamos a la quinta, y entre los durazneros, perales, membrillares y manzanos jugábamos con nuestros perros hasta cansarnos. Llegaba así el momento de subirnos al manzano, próximo a nuestra Casa Azul, que habíamos convertido en una especie de guarida donde manteníamos algunos juguetes de madera, nuestros tambores de lata y lolkiñ / ñolkiñ (instrumento de viento que nosotros mismos fabricábamos con un trozo –un metro, más menos– de rama de saúco1 que ahuecábamos con un fierrecillo caliente). Desde esa perfumada cima podíamos ver el movimiento de nuestra gente y oír claramente si alguien nos llamaba

A finales del invierno solíamos navegar sobre las aguas que inundaban las orillas de un bosquecito de canelos y temu; un borde lleno de junquillos, sobre una superficie de un intenso verdor amarillento. Nuestra embarcación era una antigua batea de lavar ropa que había sido desechada por sus grietas y que nosotros habíamos sellado acuñando trapos viejos en ellas. Nos impulsábamos con una paleta de madera, mas la verdad es que la mayor parte del tiempo nuestros perros eran los viajeros –no siempre voluntarios– a los que paseábamos a lo largo y ancho de la pequeña laguna

1 Saúco: su nombre procede del griego «Sambuké», que significa flauta

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Hablo de ese tiempo en que las forestales con sus plantaciones de eucaliptos y pinos en las cercanías de nuestra comunidad, y en las comunidades aledañas, no existían aún. Asomaba el año sesenta. Las estaciones eran todavía más nítidas que hoy. Las tormentas eléctricas se sucedían con frecuencia; especialmente en el verano eran un verdadero espectáculo que en su dualidad nos regalaba la naturaleza: relámpagos que iluminaban grandes espacios de cielo y arboleda; truenos que hacían temblar las casas y los corazones; rayos cuyo serpentear era como un látigo en la quietud del aire tibio o en la agitación de la ventolera desatada. Era la vida en su expresión nativa. La vida

Los árboles sobre los que caía algún rayo solían arder varios días, pues casi siempre dicha descarga eléctrica actuaba combustionando sus raíces… Un mediodía de fuerte tormenta corrí hacia el estero en ayuda de mis tías María y Jacinta que habían ido a buscar agua fresca. Cuando iba recién en el primer tramo de la bajada de la colina el bosque fue iluminado por un relámpago que seguido por el estruendo de un trueno sobre las nubes más pareció una explosión, luego un chasquido –al que sucedió un leve silencio– sobre la copa de un enorme roble. Desde su follaje se asomó el rayo dibujando su perfecto zigzag a lo largo del tronco hasta desaparecer entre el pastizal que rodeaba a este formidable árbol. Herido de muerte, el roble titubeó un instante. Como un hombre altísimo y fornido que intenta dar un último paso comenzó a quejarse, a crujir, hasta caer desplomado –remeciendo el suelo– partido irremediablemente en dos. Al comenzar a abrirse, como gruesos hilos de sangre, brotó su savia desde su pulpa rosada. Me pareció que ese fluido era la vertiente sobre la que navegaban mesas, sillas, casas, escritorios, catres, cunas, ataúdes…

También los meulen –remolinos del espíritu del viento– eran más numerosos e intensos. En otoño me impresionaban verdaderamente los pequeños o enormes conos de hojas mustias, girando, recorriendo la colina y los caminos en torno al lugar que habitamos. Para nosotros se trataba de espíritus traviesos, pero los adultos consideraban que algunos eran espíritus negativos, razón por la que había que tratarlos con cuidado, no dejarse envolver por sus mantos polvorientos, por sus vestidos de ensueños funestos

Las noches de más oscura oscuridad, desde el entorno de nuestra ruka o desde el ventanal del segundo piso de nuestra Casa Azul, solíamos atisbar la aparición de la Anchimallen / Antv Malen la Niña del Sol, que es una luz como llama de fuego (semejante a un fuego fatuo); una niña que salta, que juega, que va y viene recorriendo un área bien definida a orillas de un bosquecillo en el bajo de nuestra colina. Se dejaba ver sobre todo en noches de verano, pero también en noches de invierno sin lluvia, para después de un rato adentrarse en la arboleda (¿sabrá que los niños la seguimos aguardando?)

No sé a qué hora de la noche pasábamos desde la ruka a la Casa Azul a dormir; aunque desde mediados de la primavera, y sobre todo en el transcurso del verano, era frecuente que mis abuelos y nosotros o toda la familia se quedara disfrutando de la calidez del fogón, sobre los mullidos / cardados cueros de ovejas. Arrullados nosotros por el murmullo de la conversación

Nuestros padres nos habían contado que mi abuelo y mi abuela tuvieron una ruka a orillas del estero al que a veces íbamos a buscar el agua. Nosotros no la conocimos. La única evidencia visible de ella es el álamo que aún amarillea junto a un bosque de walles y canelos. Digo la única huella porque de tanto escuchar el relato acerca de esa antigua ruka y de la costumbre en nuestra cultura de que cuando se abandona una casa se dejan también allí todos los utensilios que pertenecieron a ella: platos, ollas, jarros, cucharas, cántaros…, nos despertó la curiosidad de constatarlo en el lado observable de la realidad. Ir de lo imaginado a lo visible

Tiempo de pensarlo y repensarlo Carlitos y yo acordamos pedir permiso a la tierra del lugar, y anhelantes nos dimos a la tarea de hacer pequeñas excavaciones y en el terreno blando enterrar aguzados coligües en repetidos intentos de tocar los objetos que estarían allí. Fue así como