La vida pública de las palabras - Luciano Nosetto - E-Book

La vida pública de las palabras E-Book

Luciano Nosetto

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Beschreibung

Los siete ejercicios que componen este libro articulan siete temas o términos que resultaron objeto del debate público reciente: los derechos ciudadanos, el decisionismo presidencial, el liderazgo carismático, el amor a la patria, la opinión pública, la judicialización de la política y los secretos de Estado. El recorrido por estas palabras pretende ofrecer una contrahistoria conceptual de las dos primeras décadas del nuevo siglo argentino. Cuando una palabra adquiere vida pública, esto es, cuando se vuelve objeto y vehículo del debate político, adquiere una espesura difícil de apaciguar. Al invocar esa palabra, bien podemos ignorar la selva en que nos internamos. Y, sin embargo, nuestra ignorancia no es impedimento para que esa feracidad termine por apoderarse del sentido de lo que decimos.

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Nosetto, Luciano La vida pública de las palabras. Siete ejercicios de teoría política - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Miño y Dávila, 2022. Archivo Digital (Descarga y online)ISBN 978-84-18929-86-1Thema: QDTS [Filosofía social y política]BISAC: PHI019000 [Philosophy / Political]

Edición: Primera. Noviembre de 2022

ISBN: 978-84-18929-86-1

Depósito legal: M-28467-2022

© 2022, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl

Diseño: Gerardo Miño

Armado y composición: Eduardo Rosende

Prohibida su reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de los editores.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Página web: www.minoydavila.com

Mail producción: [email protected]

Mail administración: [email protected]

Redes: Twitter, Facebook, Instagram

Dirección: Miño y Dávila s.r.l.

Tacuarí 540. Tel. (+54 11) 4331-1565

(C1071AAL), Buenos Aires, Argentina.

Índice
Prefacio
Capítulo 1. Ciudadanía
1 — Analítica conceptual
2 — Derechos civiles
3 — Derechos políticos
4 — Derechos sociales
5 — Nuevos derechos, derechos renovados
Referencias bibliográficas
Capítulo 2. Decisionismo
1 — El decisionismo schmittiano
2 — El decisionismo democrático
3 — La decisión normal
3.1. El criterio de legalidad
3.2. La determinación del derecho
3.3. El tacto jurídico
4 — La decisión excepcional
4.1. La forma jurídica
4.2. El medio homogéneo
4.3. Auctoritas interpositio
5 — El decisionismo
Referencias bibliográficas
Capítulo 3. Carisma
1 — Populismo
2 — Subjetivismo
3 — Objetividad
4 — Carismatismo
Referencias bibliográficas
Capítulo 4. Patriotismo
1 — Nacionalismo
2 — Republicanismo
3 — Caridad
4 — Patriotismo
Referencias bibliográficas
Capítulo 5. Opinión pública
1 — Delimitación
2 — Historización
3 — Analítica
3.1. La puja de intereses
3.2. El debate público
3.3. El sentido común
3.4. El discurso oficial
4 — Sinopsis
Referencias bibliográficas
Capítulo 6. Judicialización
1 — El umbral disciplinario
2 — Judicialización
3 — Judicialización de la política
3.1. Canalización de demandas
3.2. Debate público
3.3. Legislación
3.4. Políticas públicas
4 — Imparcialidad y bien común
Referencias bibliográficas
Capítulo 7. Secretos de Estado
1 — Transparencia
2 — Esoterismo
3 — Secreto
4 — Misterio
5 — Arcano
6 — Estratagema
7 — Discreción
Referencias bibliográficas
Origen de los textos

Prefacio

No es evidente que haya palabras que tengan una vida pública. Tampoco lo es que esa vida pública de las palabras pueda ser tema u objeto de una teoría política. Y, sin embargo, es ese el punto de partida de los siete ejercicios que se imprimen a continuación.

En lo que va del siglo XXI, la política argentina dio lugar a un sinnúmero de debates públicos. No es que los haya infinitos: sólo es que no han sido contados ni numerados. Ahora bien, cada uno de estos debates se apoyó en palabras que alcanzaron especial resonancia y significación: palabras que han quedado marcadas por la cicatriz de los conflictos y debates en que se vieron envueltas y que siguen siendo vehículo de esas significaciones adquiridas.

Tomemos, por mor de la claridad, algunos ejemplos del siglo anterior. ¿Puede seguir hablándose de “justicia social” del mismo modo en que se lo hacía previo a la emergencia del peronismo? ¿Es posible aludir con ligereza a la idea de “reorganización nacional”, tras la experiencia de la dictadura de 1976-1983? ¿Y cómo decir la palabra “democracia” sin despertar la memoria del alfonsinismo, con su primavera y sus demás estaciones? Cuando una palabra adquiere vida pública, esto es, cuando se vuelve nombre, objeto y vehículo del discurso político, adquiere una espesura difícil de apaciguar. Al tomar la palabra, al articular alguno de esos nombres, bien podemos ignorar la selva en que nos internamos. Y, sin embargo, nuestra ignorancia no es impedimento para que esa feracidad termine por apoderarse del sentido de lo que decimos.

Es aquí donde la teoría política hace su ingreso. No la teoría política, entendida como una historia anticuaria de las ideas o como una visita guiada por el museo de los grandes pensadores. Más bien, se parte aquí de la premisa de que la teoría política consiste en un modo de reflexión sobre los desafíos políticos del presente, informado en la conciencia de que esos desafíos involucran palabras que tienen su espesura, tanto como problemas que tienen su historia. Ante esto, la teoría política apunta a profundizar en la comprensión del tiempo que nos toca, revisando la información provista por las grandes mentes y plumas del pasado —que se han esforzado por atender problemas similares— y atendiendo a la distancia histórica que nos vincula con esos esfuerzos, pero que también nos aleja de ellos.

Los siete ejercicios o ensayos que se imprimen a continuación articulan siete términos que resultaron objeto de la atención pública y el debate político e intelectual del siglo XXI argentino. Con cada una de estas articulaciones, no se apunta a un análisis del discurso de la experiencia democrática reciente, sino a una teorización, que recupere el espesor histórico y conceptual de cada palabra, para con ello robustecer la comprensión de los desafíos del presente. De este modo, las palabras de esta antología conforman una especie de contra-historia conceptual de las primeras dos décadas del siglo XXI argentino.

Este relato empieza abordando el ciclo de protestas que tuvo su epicentro en los acontecimientos de 2001; esto, a partir de la idea de lucha por los derechos que informan el concepto de ciudadanía. Nuestro relato continúa con el proceso de reconstrucción institucional y rehabilitación de la autoridad pública alcanzadas durante el gobierno de Néstor Kirchner: un gobierno que muy pronto fue acusado de asumir un estilo audaz y calculador, cuando no decisionista. El tercer capítulo de este relato remite a la consolidación del liderazgo carismático de Cristina Kirchner: un liderazgo revestido de un componente fuertemente emotivo y denunciado, con similar emotividad, de irracional y subjetivista. Con el cuarto capítulo de esta serie, llegamos a la bisagra entre las dos primeras décadas del siglo: una bisagra coincidente con las celebraciones por el bicentenario de 1810. Es en este marco que las discusiones en torno al nacionalismo y el patriotismo ganan especial intensidad. Prosigue el recorrido de este libro con las discusiones en torno al poder de los medios de comunicación audiovisual y al sentido y legitimidad de la opinión pública. Muy pronto, esta disputa en torno a la normativa y regulación de los medios dará lugar a un proceso judicial. Precisamente, el objeto de nuestro sexto capítulo alude a la judicialización de la política, reconocible tanto en la proliferación de amparos ante decisiones de los poderes legislativo y ejecutivo como la recurrencia de las denuncias de corrupción. Culmina nuestro recorrido con las tensiones con los servicios de inteligencia, que enmarcan la muerte del fiscal Alberto Nisman y que traen a primer plano la cuestión de los secretos de Estado. La segunda década de nuestro siglo se completa con un nuevo gobierno, explícitamente amistado con los exponentes corporativos del llamado “círculo rojo”. Al momento de esta publicación, ninguno de los desafíos aludidos por estas palabras se puede tener por agotado ni resuelto.

(Esta contra-historia conceptual de la Argentina reciente se deja leer también como el relato de un doble ciclo, de ascenso y caída de la mediación política: ciclo ascendente, que va de la lucha inmanente por los derechos ciudadanos a su inscripción estatal mediante un liderazgo que articula la representación de los reclamos [Vertretung] con la representación de la patria [Repräsentation]; ciclo descendente, signado por el retroceso de la autoridad y el poder estatales ante el avance de los poderes indirectos.)

Los textos que componen este volumen fueron escritos a lo largo de estas dos décadas. En todos los casos, la preocupación por el presente ha sido el motivo de la indagación teórica. En todos los casos, se ofrece el mismo y monótono proceder: delimitación conceptual y despliegue analítico. He vuelto a ellos, introduciendo modificaciones más o menos relevantes, a efectos de su integración en este libro. Un libro que Fabián Ludueña Romandini, en su antológica generosidad, ha decidido alojar en esta colección.

El título de esta compilación se lo debo, como tantas otras cosas, a Diego Conno.

Capítulo 1Ciudadanía

Toda relación con el pasado está expuesta a la contestación. Es que el pasado nunca está disponible para nuestra recolección inmediata. Y los inevitables esfuerzos que implica dar cuentas de lo acontecido involucran siempre una distancia y una perspectiva. Este carácter problemático de toda relación con el pasado se duplica en cuanto tratamos de dar cuenta del futuro. Es que la relación con el futuro es, cuanto menos, tan contestable, tan mediada y tan perspectivista como la relación con el pasado. Entre pasado y futuro se despliega el tiempo presente, que es el tiempo que nos pertenece o que nos es dado de manera instantánea: un tiempo al que pareciéramos tener acceso sin mediar distancia, ni esfuerzos ni contestaciones.

Esta inmediatez se arruina, sin embargo, en cuanto nos preguntamos cuándo empieza el presente. ¿Empieza ahora, en el instante en que esta página está siendo leída? ¿O ahora, que escribo la palabra “palabra”? ¿Empieza con el amanecer de cada día? ¿O con cada primero de enero? ¿De qué tiempo somos contemporáneos? ¿O debemos suponernos expuestos a diferentes temporalidades simultáneas? Nuestro presente político, por ejemplo, ¿comienza con la asunción del actual presidente? ¿O con el inicio de otro “nuevo ciclo latinoamericano”, pronto a ser datado y bautizado por el siguiente publicista habilidoso? Tal vez nuestro presente haya comenzado con el siglo: con el ruido y la furia de un 2001 que rompe con el curso previo de las cosas e inaugura un tiempo distinto.

Todo esto, claro, es objeto de disputas. Pero bien, que el hoy pueda tener sus espesuras y sus diferentes duraciones explica que exista algo así como una “historia del presente”: una historia que no es conocimiento objetivo de lo que pasó, sino consciencia reflexiva de lo que nos viene pasando (Foucault, 1999: 347). Ahora bien, esto no debe llevarnos a creer que la pregunta por el presente es una cuestión meramente académica o erudita. No más tener en cuenta que las identidades que definen las adscripciones y alineamientos políticos se definen a partir de las fidelidades del presente con acontecimientos… del pasado, sí: pero que no terminan de irradiar sus efectos. El Juicio a las Juntas, el 2001, el conflicto con el campo, el Ni Una Menos… dime a qué guardas fidelidad y te diré quién eres (Selci, 2018: 69-72).

En términos de régimen político, no es muy difícil admitir que nuestro presente empieza en 1983, con la rehabilitación del imperio de la Constitución y con la puesta en marcha del período democrático más extendido de nuestra historia. Cecilia Lesgart ha recogido las discusiones políticas y politológicas sobre la etapización de este presente democrático, recuperando la distinción entre una fase inicial de “transición” respecto de otra posterior de “consolidación” democrática (2003: 103 y ss.). Contra este fondo reseñado por Lesgart, Silvia Schwarzböck ha introducido el término de “posdictadura”. Con él, propuso rebautizar una época que ella considera marcada por una serie de continuidades o legados de la dictadura militar, mucho más que por la discontinuidad o ruptura con la experiencia del Proceso. Entre los “espectros” de la dictadura, menciona Schwarzböck la “derrota sin guerra de las organizaciones revolucionarias” (2016: 23). Ahora bien, si el tono del libro de Schwarzböck es más bien luctuoso y aguafiestas, lo cierto es que su énfasis en el repliegue de lo bélico es compartido por otras miradas que, si bien no alcanzan a ser celebratorias ni festivas, arriban cuanto menos a un saldo más positivo respecto del balance democrático. Hugo Vezzetti, por caso, identifica que el tiempo democrático ha implicado un desplazamiento desde el discurso de la guerra hacia el discurso de la ley: desplazamiento que comporta una reconfiguración simbólica e imaginaria de la cultura política argentina. Subraya Vezzetti que “nunca antes la cuestión de los derechos individuales y la garantía de la ley había jugado un papel semejante en la escena política” (2002: 128-129).

Democrático o posdictatorial, el tiempo político que, desde 1983, nos es contemporáneo parece ser un tiempo marcado por la gramática de los derechos. Incluso la comprensión del progreso histórico aparece alcanzada por esta gramática. Es que quienes se identifican con expresiones políticas progresistas tienden a comprender al progreso como ampliación de derechos, mientras que quienes expresan perspectivas conservadoras o reaccionarias tienden a identificar las luchas por nuevos derechos con un futuro de licencia y decadencia. Ahora bien, esta comprensión progresista del tiempo histórico se ha visto en apuros tras la “revolución conservadora” propia de los gobiernos neoliberales de fines del siglo XX. Es que aquellos proponentes del progresismo, que han puesto el énfasis en la recuperación de derechos perdidos, se han visto muchas veces en la paradójica situación de identificar el progreso con un retorno al bienestar previo a las reformas neoliberales. Cierto es que este paradójico llamado a “volver al futuro” ha tenido por supuesto una estilización del recuerdo del bienestar pasado, basada en el olvido selectivo de sus insuficiencias y sus déficits. Cualquiera sea el caso, el debate contemporáneo respecto de la posibilidad de una cultura progresista que sepa, a su vez, conservar los derechos adquiridos constituye un tema de la discusión política de nuestro tiempo (Tatián, 2015).

Ahora bien, estas coordenadas culturales, que generalizan la gramática de los derechos, alcanzan también a las reclamaciones y conflictos del presente, que se dejan cifrar en términos de “lucha por los derechos” mucho más que en términos de “guerra social”. Conforme la observación de Mercedes Barros, si “el lenguaje de los derechos individuales ocupó una posición marginal” durante la mayor parte del siglo XX, tras la dictadura militar, “se ha convertido en un lenguaje disponible y legítimo para reclamos y luchas muy diferentes” (2009: 2). Son estas coordenadas las que acompañan al ciclo de protestas que desemboca en el estallido de diciembre de 2001 con que Argentina inicia el siglo XXI. A partir de entonces, la pregunta por la reconstrucción institucional de la Argentina resultará indisociable de la pregunta por las protecciones sociales y los derechos de ciudadanía.

— 1 —Analítica conceptual

La reflexión contemporánea sobre la ciudadanía y los derechos ciudadanos se ha desplegado, en una medida no desdeñable, a través de las líneas conceptuales tendidas por el aporte del sociólogo inglés Thomas Humphrey Marshall. En una serie de conferencias dictadas en Cambridge en el año 1949, Marshall señala un rasgo distintivo del concepto de ciudadanía contemporáneo, que está dado por el hecho de que la mera pertenencia a la comunidad política implica la titularidad de un set de derechos que comprenden a toda persona por igual. Si, en la tradición clásica, la condición de ciudadano aludía a un estatus diferencial del que sólo gozaban algunos privilegiados y del que la gran mayoría estaba excluida, en el siglo XX la condición de ciudadanía se consolida como un “estatus igual” del que gozan todos los individuos, por el mero hecho de pertenecer a la comunidad política.

Para el tiempo en que Marshall dicta esta conferencia, Hannah Arendt está sumida en la escritura de los voluminosos tomos de Los orígenes del totalitarismo, que habrán de publicarse dos años después, en 1951. Es en el segundo tomo de esa obra que Arendt asocia la pertenencia de las personas a comunidades políticas con una especie de “derecho a tener derechos” (2006: 420), Con esto, señala la situación paradójica representada por las poblaciones desplazadas y refugiadas, que habitan en territorios gobernados por Estados nación que no los reconocen como miembros. La paradoja viene dada por el hecho de que, al no gozar de la condición de ciudadanía, estos individuos quedan arrojados a la condición de meros seres humanos: una condición en la cual, lejos de quedar a resguardo de los derechos humanos, se descubren a la intemperie respecto de todo derecho. Arendt remarca entonces que los derechos humanos sólo resultan eficaces allí donde los individuos pertenecen a comunidades políticas que les permiten hacerlos valer como derechos de ciudadanía.

Volvamos a la conferencia de Marshall. Tras identificar la novedad que trae aparejada el concepto de ciudadanía contemporáneo, el orador despliega una analítica del concepto, informada por una reconstrucción esquemática de la historia inglesa. Esto le permite delinear tres ondas de universalización de derechos: al siglo XVIII corresponde el reconocimiento de los derechos civiles; al XIX, la expansión de los derechos políticos; y al siglo XX, la incorporación de los derechos sociales. De este modo, el concepto de ciudadanía parece constituirse a partir de una progresiva adquisición de derechos. La metáfora de las “generaciones” de derechos pareciera recurrir a esta imagen, conforme la cual cada conjunto de derechos constituye la plataforma que permite el surgimiento de los siguientes.

Ahora bien, respecto de ese set de derechos, Marshall considera que “no hay ningún principio universal que determine cuáles deben ser esos derechos y deberes” de modo que, históricamente, las sociedades “crean la imagen de una ciudadanía ideal con la cual puede medirse el logro y hacia la cual deben dirigirse las aspiraciones” (2005: 37). Esto implica que los componentes de la ciudadanía no surgen de invariables antropológicas, sino que se constituyen históricamente a partir de una dinámica de contestación social y reconocimiento estatal. José Nun señala en este sentido que la ciudadanía “es siempre el objeto —y el resultado, agregamos nosotros— de una lucha, por más que en determinados lugares ésta pueda haberse resuelto desde hace mucho y haya tendido a naturalizarse” (2000: 65-66). En este sentido, es la misma dinámica de contestación social y reconocimiento estatal la que va reconfigurando el concepto de ciudadanía, determinando quiénes son y de cuáles derechos gozan los ciudadanos.

Si bien Marshall se precave de incurrir en generalizaciones infructuosas, advirtiendo que su análisis responde exclusivamente al caso inglés, muy pronto su conceptualización y su analítica se habrán de mostrar de utilidad para reflexionar sobre otras realidades nacionales. Así es que, a partir de esta definición canónica, se ha articulado un rico espacio de reflexión teórica en torno a la realidad efectiva de los procesos de ciudadanización en los diferentes órdenes nacionales. En el caso de los países latinoamericanos, la recepción de la propuesta marshalliana ha dado lugar a reelaboraciones, inflexiones y críticas en dos sentidos. Por un lado, la teoría de Marshall ha brindado un modelo o un ideal regulatorio para la crítica de las desigualdades en la región. Por otro lado, y en sentido inverso, la experiencia latinoamericana ha servido también para cuestionar la utilidad y alcance del concepto de la ciudadanía propuesto por Marshall.

Así, la intersección entre la analítica marshalliana y las experiencias latinoamericanas ha dado lugar a profusas reflexiones, que han contribuido a enriquecer y complejizar el pensamiento de la ciudadanía en la región. Es el objetivo de este capítulo dar cuenta de la productividad de estas reflexiones en el debate en torno al concepto de ciudadanía. Para ello, se opta por una estrategia analítica, consistente en desplegar los diferentes elementos presentes en la definición canónica de la ciudadanía, recuperando en cada caso las inflexiones y los reparos operados en vista de la historia y actualidad latinoamericanas.

— 2 —Derechos civiles

Empecemos por los derechos civiles. En la perspectiva de Marshall, los derechos civiles están vinculados con las libertades individuales o liberales. Se trata de aquellas libertades que Benjamin Constant reconoció como propias “de los modernos” e Isaiah Berlin describió como “libertades negativas”. Con esto, se alude a los derechos asociados al “resguardo de un campo de acción individual respecto de toda interferencia externa” y, en particular, respecto de la interferencia de los poderes públicos (Abdo, 2021: 29-35). Entre estos derechos, se cuentan la libertad de movimiento, de expresión, de asociación y de culto, así como el derecho a la propiedad y al trabajo. Si bien estos derechos civiles suelen identificarse con las libertades propias de la actividad económica, lo cierto es que, entre estos derechos, se cuentan también los derechos personalísimos, que hacen a la vida, la integridad física, la identidad y la libertad. Sobre este punto, un componente nodal de los derechos civiles es el acceso a la justicia, que “es el derecho a defender y afirmar todos los derechos propios en términos de igualdad con otros y mediante el debido proceso legal” (Marshall, 2005: 21).

En vista de la historia latinoamericana, resulta inevitable señalar los notorios déficits en la universalización de los derechos civiles en la región. Y esto no sólo se ha debido a las ostensibles violaciones de derechos llevadas adelante por las dictaduras militares. Como observa José Nun, “la población latinoamericana goza muy incompletamente de los derechos civiles, como lo evidencian en la mayoría de los países la crisis y la subordinación política de los sistemas de justicia; la privatización y feudalización de los aparatos legales según regiones; las prácticas abiertamente discriminatorias de las fuerzas de seguridad; los repetidos intentos de coartar las libertades de prensa y de asociación; la falta de castigo de las prácticas corruptas; etcétera” (2003: 297-298). En la perspectiva del autor, la dimensión civil de la ciudadanía adolece de un fuerte sesgo de clase, siendo que los sectores postergados encuentran seriamente limitadas sus posibilidades de acceso a la justicia.

En línea con el planteo de Nun, Guillermo O’Donnell vincula el déficit de derechos civiles con el déficit de penetración funcional y territorial del Estado: “Para grandes segmentos de la población, las libertades liberales básicas son negadas o violadas recurrentemente. Los derechos de las mujeres golpeadas de demandar a sus maridos, de los campesinos de lograr un juicio imparcial frente a sus patrones, la inviolabilidad del domicilio en los barrios pobres y, en general, el derecho de los pobres y diversas minorías de ser adecuadamente tratados por las agencias estatales y los tribunales de justicia son con frecuencia negados” (1997b: 328).

Para dar cuenta de la particularidad de las experiencias latinoamericanas, O’Donnell recurre a una definición del Estado que incluye tres dimensiones. En primer lugar, el Estado es un conjunto de burocracias; en segundo lugar, es un sistema legal y, tercero y último, el Estado remite a un foco de identidad colectiva para los habitantes de su territorio. Estas tres dimensiones son identificadas, respectivamente, con la eficacia (de las burocracias estatales), la eficiencia (de sus leyes) y la credibilidad (de su identificación con el bien común de los habitantes). Ahora bien, en el caso de los países latinoamericanos, O’Donnell registra un tradicional déficit en estas tres dimensiones: “El gran tema, y problema, del Estado en América Latina en el pasado, y aun en el presente en el que los regímenes democráticos predominan, es que, con pocas excepciones, no penetra ni controla el conjunto de su territorio, ha implantado una legalidad frecuentemente truncada y la legitimidad de la coerción que lo respalda es desafiada por su escasa credibilidad como intérprete y realizador del bien común” (2004: 176).

De este modo, América Latina presenta situaciones en las que la efectividad de la ley se extiende muy irregularmente a lo largo del territorio y a través de las diversas relaciones sociales (étnicas, sexuales y de clase) que debe regular. En estas situaciones de “evaporación funcional y territorial de Estado”, se produce una peligrosa coexistencia de Estados ineficaces e ineficientes con esferas de poder autónomas, con “sistemas de poder local que tienden a alcanzar grados extremos de dominación personalista y violenta” (1993a: 169).

Conforme esta caracterización de la situación de los derechos civiles en América Latina, pareciera que, allí donde los poderes públicos no están presentes, las libertades terminan por ser un privilegio del que están privados los sectores menos aventajados. Con esto, se evidencia el carácter paradójico de los derechos civiles, que se presentan como “libertades negativas” o libertades respecto del Estado, pero que solo pueden garantizarse de manera igualitaria allí donde hay un Estado presente.

— 3 —Derechos políticos

Los derechos políticos están vinculados con la posibilidad de participar activa o pasivamente, de manera directa o delegada, en los procesos de toma de decisiones públicas. “Por elemento político —sostiene Marshall— me refiero al derecho de participar en el ejercicio del poder político, como miembro de un organismo dotado de autoridad política o como elector de los miembros de tal organismo” (2005: 21). Conforme el relato de Marshall, el proceso de ciudadanización política en Inglaterra no consistió en la creación de nuevos derechos sino, más bien, en la generalización de antiguos derechos a nuevos sectores de la población. Hasta entonces, el voto “era el privilegio de una clase económica limitada, cuyos alcances fueron extendidos por cada ley de reforma sucesiva” (2005: 29).

Durante el siglo XIX latinoamericano, los procesos del autogobierno y la independencia, de la unificación nacional y constitución política estuvieron crecientemente marcados por el supuesto oligárquico de que los derechos políticos sólo pueden ejercerse cuando se cuenta con la debida independencia económica. De allí que los sectores más acomodados de la política regional terminaran desplazando a los sectores populares y promoviendo con éxito una serie de medidas restrictivas de la participación popular, como las calificaciones de propiedad, la exclusión de analfabetos, indígenas y afroamericanos, las exigencias censitarias para resultar candidato y las elecciones indirectas (Di Meglio, 2006; Gargarella, 2014: 102). Ahora bien, con el nuevo siglo, la afluencia migratoria, el crecimiento de clase trabajadora y la politización de la cuestión social terminarían por dar lugar a un ciclo de reformas políticas conducentes a la universalización del voto masculino. Y, durante la primera mitad del siglo XX, se extendería el voto a las mujeres, alcanzando hacia la década del ‘60 a todos los países de la región.

Ahora bien, esta universalización del voto fue paralela a una intermitencia crónica de los derechos políticos, vinculada con los sucesivos golpes militares y con recurrentes proscripciones y restricciones políticas. La situación cambiará con el ciclo de las transiciones a la democracia iniciado en la década de los ’80. A partir de entonces, los derechos políticos aparecerán en el centro del debate académico y de la agenda pública. Durante la década de los ’90, se generalizarán también las políticas de cupos y acciones afirmativas tendientes a aumentar la participación de mujeres en los cuerpos legislativos. Más recientemente, algunos países de la región han avanzado en el debate respecto del voto joven, reduciendo la edad mínima requerida para formar parte de los padrones, así como del voto de las poblaciones migrantes (Penchaszadeh y Sander, 2021: 107).

En este contexto, resulta habitual remarcar que, a partir de las transiciones a las democracia, nuestra región está caracterizada por un efectivo goce de los derechos políticos. A su vez, es también habitual señalar que el ejercicio de esos derechos políticos se ve sistemáticamente dificultado por la conculcación de los derechos civiles y sociales.

Muy tempranamente, Guillermo O’Donnell señala que, si bien las democracias resultantes de los procesos de transición presentaban rasgos delegativos, tales que quien gana las elecciones pareciera autorizado a gobernar como considere conveniente, lo cierto es que este déficit de republicanismo no llegaba a poner en riesgo el carácter democrático de los regímenes de la región (1997a: 292-293). A fin de cuentas, O’Donnell constata en las democracias latinoamericanas la presencia de aquellos requisitos que, conforme el análisis de Robert Dahl, hacen a un régimen poliárquico. E identifica incluso que los derechos políticos son observables tanto en las zonas de penetración funcional y territorial del Estado como en aquellas otras donde la presencia estatal está muchas veces cuestionada (1993b: 75).

Ahora bien, este diagnóstico relativamente optimista aparece habitualmente matizado por la situación de los derechos civiles y sociales. De manera categórica, O’Donnell identifica que “en muchas de las nuevas poliarquías, los individuos son ciudadanos en relación con la única institución que funciona a la manera prescripta por sus reglas formales: las elecciones. En el resto, sólo los miembros de una minoría privilegiada son ciudadanos plenos” (1997a: 328). Esta caracterización impresionista queda relativizada en cuanto comienza a evaluarse el modo en que el déficit de derechos civiles y sociales terminan por contaminar la vida política. Es que las libertades civiles y los derechos sociales, con la correlativa autonomía individual que suponen, constituyen una premisa básica de los derechos políticos. “Sin esta premisa, carecería de sentido aun la definición estrictamente política de la democracia, pues la autonomía y la igualdad de cada uno están presupuestas en el acto de elegir entre candidatos rivales y de computar cada voto como uno, independientemente de la condición social del votante” (1997c: 348).

En este contexto, O’Donnell introduce el concepto de “ciudadanía de baja intensidad”, para dar cuenta de una situación en que la titularidad de derechos políticos no llega a ser ejercida plenamente, debido a la conculcación de derechos civiles y sociales. De igual parecer es Gerardo Aboy Carlés, quien sostiene que el ejercicio de los derechos políticos supone tanto la garantía de las libertades liberales (de movimiento, de opinión, de reunión, de petición ante las autoridades) como de “medidas que tiendan a combatir o atenuar la desigualdad social” (2014: 15). En suma, si bien los derechos políticos son identificados en la literatura como derechos universales y efectivos, muy pronto, se advierte que los déficits de libertades civiles y de derechos sociales amenazan con erosionar las condiciones de autonomía que están a la base de una participación política igualitaria.

— 4 —Derechos sociales

En tercer lugar, Marshall introduce los derechos sociales: “por elemento social quiero significar toda la variedad desde el derecho a una medida de bienestar económico y seguridad hasta el derecho de compartir plenamente la herencia social y a llevar la vida de un ser civilizado según las pautas prevalecientes en la sociedad” (2005: 21). Relata Marshall que, previo a la emergencia de los derechos sociales, las políticas de asistencia eran incompatibles con la condición de ciudadano: se trataban “los reclamos de los pobres no como una parte integrante de los derechos del ciudadano sino como una alternativa a ellos, como reclamos que sólo se podían satisfacer si los peticionantes cesaban de ser ciudadanos en todo sentido verdadero de la palabra” (2005: 32). A partir del siglo XX, la emergencia del Estado de bienestar invalidará esta oposición entre ciudadanía y políticas sociales, incorporando derechos como la educación y la salud en el plexo jurídico del ciudadano (Polanyi, 2001).

Al tratar los derechos civiles y políticos hemos adelantado los déficits que la región presenta en términos de derechos sociales. Pobreza y desigualdad caracterizan un subcontinente en que la universalidad y la vigencia de los derechos sociales aparecen a cada paso contestadas. Interesa en este apartado dar cuenta del déficit de ciudadanía social en la historia y el presente de la región.

Durante la primera mitad del siglo XX, suceden en América Latina una serie de reformas institucionales y constitucionales que darán lugar a la emergencia de los sistemas de protección social característicos del Estado de bienestar. Si bien cada Estado adquiere sus características específicas, es posible identificar al bienestarismo latinoamericano con el modelo de Estado de bienestar corporativo, tal como delineado por Gøsta Esping-Andersen. Este modelo corporativo es uno de los tres tipos ideales delineados por Esping-Andersen a partir de un denso estudio de política comparada. Repasemos, a efectos de mayor claridad, la tipología propuesta por este comparatista.

El primer tipo o modelo construido por Esping-Andersen se identifica como “Estado de bienestar residual”. Este modelo encuentra su fuente de inspiración en la economía neoclásica y en la filosofía moral liberal, y su caso prototípico, en los Estados Unidos de América. El mérito y el esfuerzo individual aparecen aquí como la única posibilidad de conciliar derechos sociales universales con el resguardo de las libertades individuales. Es este sentido, la cuestión social es definida en los términos de un déficit de proletarización: es que se entiende que las situaciones de vulnerabilidad social están vinculadas a la exclusión del mercado de trabajo. En este sentido, el Estado debe orientarse a la acción focalizada sobre situaciones de vulnerabilidad moralmente inaceptables, permitiendo en los restantes casos la regulación de los derechos sociales por el mercado. Aldo Isuani y Daniel Nieto explican que, conforme esta perspectiva, “el mercado de trabajo siempre es el mejor mecanismo para asignar recursos de acuerdo con el ‘mérito’ y la ‘productividad’ y, por lo tanto, la acción estatal sólo debe estar dirigida a los grupos sociales que por alguna razón presentan dificultades para insertarse laboralmente” (Isuani y Nieto, 2002: 2).

El segundo modelo o tipo ideal elaborado por Esping-Andersen es el del “Estado de bienestar corporativo”. Este segundo modelo, reconocible en los países de Europa continental, puede derivarse del diagnóstico durkheimiano respecto de la disolución de los vínculos de la solidaridad mecánica, fruto de la moderna división social del trabajo. Es que el proceso de modernización quiebra los lazos de solidaridad mecánicos que brindaban estabilidad subjetiva y garantizaban el orden social. Ante esto, la solidaridad orgánica aparece como un remedo con se procura la seguridad e integración en el marco de las sociedades modernas. Esta comprensión da origen a la tradición corporativa del Estado de bienestar, donde la pertenencia a colectivos socio-ocupacionales resulta el medio de integración de los individuos y de articulación de las protecciones sociales.

El modelo corporativo se expresa en el aseguramiento frente al riesgo social de los trabajadores organizados por categorías ocupacionales. La asignación de derechos presupone la participación en la relación laboral y en la organización del núcleo familiar. (Isuani y Nieto, 2002: 4)

El tercer modelo, característico de los países escandinavos, es el del “Estado de bienestar universal”. Conforme este modelo, inspirado precisamente en la propuesta de Marshall, los derechos de ciudadanía no deben presuponer ningún requisito adicional, sino que es la mera pertenencia a una comunidad política lo que determina el deber de asegurar derechos iguales para todas las personas. El modelo universal se propone socializar la gestión del riesgo social, otorgando coberturas generales a todos los ciudadanos, con independencia de su situación ante el mercado y ante el mundo del trabajo.

Ahora bien, en los países latinoamericanos, es posible observar la convergencia de los tres modelos, pero en diferentes medidas. En el caso argentino, por ejemplo, el Estado de bienestar durante el siglo XX se ha articulado de manera corporativa, esto es, sobre la base de la adscripción de los jefes de hogar a diversos colectivos de trabajo. La excepción aquí está dada por los sistemas de salud y educación públicos, que han respondido al modelo universal.

Ahora bien, el modelo corporativo tiene por supuesto una sociedad de pleno empleo. Allí donde (tendencialmente) todos son trabajadores, la vinculación de derechos sociales a la condición de trabajador implica una titularización (tendencialmente) universal. En este sentido, Maristella Svampa señala que “en el marco del fordismo, la ciudadanía social [estaba] asociada, esencialmente, al trabajo formal y, a su vez, [era] garantizada por las políticas universalistas; la intervención del Estado [tendía] a ‘desmercantilizar’ una parte de las relaciones sociales y a construir una ‘solidaridad secundaria’ por medio de prestaciones públicas sociales, a favor de los sectores desfavorecidos en la confrontación capital-trabajo” (2006: 10). De esta manera, la obtención de los derechos de ciudadanía estaba históricamente vinculada a la condición de trabajador y al desarrollo del Estado de bienestar. Ahora bien, la historia latinoamericana evidencia un obstáculo estructural, vinculado con una modernización económica inacabada, caracterizada por asincronías, arcaísmos y encabalgamientos. Es decir, la penetración diferencial de las relaciones económicas capitalistas en el interior de los países latinoamericanos dio lugar a una formación económica y social heterogénea, donde la figura del trabajador fordista ha sido siempre un fenómeno particular y no universalizable. En este sentido, la discusión sobre la marginalidad latinoamericana, inaugurada por José Nun hacia fines de los ’60, permitió señalar obstáculos estructurales a los procesos de igualación ciudadana. Mediante una relectura de los Grundrisse marxianos, Nun propone criticar la asociación directa entre los conceptos de “masa marginal” y “ejército industrial de reserva”. Esta asociación directa llevaba a pensar que todas las personas marginadas son funcionales al sistema capitalista, pues presionan sobre el mercado de trabajo, permitiendo reducir salarios, al tiempo que permiten cubrir los puestos vacantes en los momentos expansivos del ciclo económico. Ahora bien, mediante una sutil hermenéutica del texto marxiano y una observación atenta de las sociedades latinoamericanas, Nun concluye que gran parte de la “población excedente” de América Latina está tan alejada de las posibilidades de obtener un trabajo formal que resultaba “simplemente irrelevante para el sector hegemónico de la economía” (2003b: 265). El posterior desarrollo del capitalismo posfordista vino a cuestionar aún más la funcionalidad de los marginados, consolidando la exclusión de aquellos que quedan fuera y alzando las barreras para su incorporación. En suma, la asociación entre derechos de ciudadanía y condición de trabajador, propia del modelo de Estado de bienestar corporativo, evidencia déficits estructurales en una región en la cual el trabajo formal nunca llegó a tener pleno alcance.

Ahora bien, contra este fondo histórico, el ciclo de los gobiernos neoliberales de la última década del siglo XX viene a agravar las condiciones sociales de la región, al adoptar reformas en los sistemas de protección social en línea con el modelo residual y mercantil descrito por Esping-Andersen. Con el cambio de siglo, la conjunción de un ciclo económico expansivo y la generalización de gobiernos considerados de izquierda, progresistas o nacional-populares han dado lugar a significativas mejoras en las protecciones y en el goce efectivo de los derechos sociales. En primer lugar, los países de la región han adoptado políticas masivas de transferencias monetarias a los hogares más postergados, acompañadas de condicionamientos de vacunación y escolarización de las personas menores de edad. Tal como informan Gabriel Kessler y Gabriela Benza, estas políticas, acompañadas en muchos casos por la extensión y reforzamiento de las jubilaciones y pensiones no contributivas, han dado lugar a una significativa reducción de la pobreza y, en menor medida, de la desigualdad (2021: 53 y ss.). Paralelamente, la expansión económica de los primeros tres lustros del siglo XXI, acompañada en muchos casos por políticas de promoción de la industria y el mercado interno, ha dado lugar a una masiva creación de puestos de trabajo y a un significativo aumento de la participación de la clase trabajadora en los ingresos. Al mismo tiempo, Kessler y Benza observan en el período avances en la cobertura educativa, en los indicadores de salud y en el acceso a la vivienda. En estos casos, sin embargo, persisten fuertes desigualdades en términos de la calidad de la educación, del acceso igualitario a prestaciones de salud y de las condiciones de habitabilidad en contextos de fuerte segregación socio-urbana (2021: 132).

Ahora bien, a partir de la segunda década del nuevo siglo, el fin del ciclo económico expansivo, acompañado en varios casos por el cambio de signo político de los gobiernos, implicó una ralentización o detención de los avances regionales en materia social. En este contexto, la pandemia de la COVID-19 implicó para América Latina un brutal retroceso en términos de derechos sociales. Los déficits habitaciones, el hacinamiento urbano, la sobreexposición de los trabajadores informales y los déficits en la cobertura de salud generaron condiciones propicias para que la enfermedad encontrara en América Latina uno de sus epicentros (2021: 138). Si bien los efectos económicos y sociales de las diversas medidas de confinamiento intentaron ser paliados con transferencias monetarias a los sectores más afectados, el carácter fragmentario y episódico de estas medidas no llegó a contrarrestar los efectos sociales tremendos de la contracción económica generada por la pandemia (2021: 152). Concluido el bienio pandemita, Kessler y Benza advierten sobre el “efecto cicatriz” que producirá en las poblaciones más postergadas la súbita expulsión educativa y laboral generada durante la pandemia (2021: 169).

— 5 —Nuevos derechos, derechos renovados

Hacia fines del siglo pasado, la reflexión sobre la ciudadanía se ve renovada por la emergencia de nuevos reclamos en torno a derechos que parecieran poner en cuestión la tipología marshalliana, cuando no su conceptualización de conjunto. En este sentido, los derechos de las minorías culturales y étnicas, los derechos ambientales y de los consumidores, así como los derechos de mujeres y disidencias sexuales generan desafíos y cuestionamientos a la conceptualización marshalliana. Veamos.

En primer lugar, el impacto de los movimientos indígenas y afroamericanos en la región ha configurado un campo prolífico de reflexiones y prácticas respecto de la ciudadanía. Según indica Elizabeth Jelin,

…las tendencias que se manifiestan en América Latina en la década de los ‘90 indican un crecimiento/emergencia de movimientos indígenas que reivindican su “derecho a la identidad” y a la participación en la sociedad global, vinculados en una densa red internacional. También una búsqueda de reconocimiento de identidades nacionales, especialmente entre los negros en Brasil y entre las diversas comunidades “latinas” de los Estados Unidos. Estas reivindicaciones de identidades diferentes se desarrollan en el contexto de sociedades nacionales y de Estados que formalmente aceptan la igualdad ciudadana, que es también reclamada por estos movimientos. Esta dialéctica entre la igualdad ciudadana y el pluralismo cultural plantea nuevas tensiones y dilemas sociales y políticos. (2020a: 1055)

Un artículo ya clásico, Will Kymlicka y Wayne Norman toma nota de estas tensiones y dilemas. Allí los autores identifican que estos movimientos articulan tres tipos de reivindicaciones de derechos, a saber: derechos especiales de representación, derechos de autogobierno y derechos multiculturales, vinculados con el reconocimiento de la propia identidad. Agrega Jaime Márquez Calvo que, en el caso de los países andinos, “esta demanda comprende no sólo un reclamo por derechos fundamentales (derecho a la vida, la libertad personal, la integridad física, etc.) sino también por el reconocimiento de importantes derechos colectivos: territorios, cultura propia, manejo de recursos naturales, reconocimiento como pueblos, etc.” (2003: 32).