La vuelta al mundo en seis millones de años - Guido Barbujani - E-Book

La vuelta al mundo en seis millones de años E-Book

Guido Barbujani

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Beschreibung

Este libro cuenta la gran aventura de los avatares y de las múltiples y sucesivas migraciones de los "homininos" (es decir, del hombre y todas las especies humanas extinguidas) desde que los primeros de ellos descendieron de los árboles y, muy poco a poco, empezaron a transitar en posición erecta sobre la tierra, hasta el Neolítico y el tiempo presente. De la mano de la biología evolutiva y de la genética, Guido Barbujani y Andrea Brunelli trazan con suma amenidad la trayectoria de este viaje asombroso en que, durante seis millones de años, el hombre ha dado la vuelta al mundo colonizando la práctica totalidad del globo. Al cabo de este tiempo, y tras la última gran oleada migratoria que, en los últimos siglos, se trasladó del "viejo mundo" al continente americano y al Pacífico, es ahora nuevamente Europa, como otras veces a lo largo de este amplio lapso, el objetivo de migraciones desde África y el Oriente. «No tenemos raíces (concluyen los autores), sino pies, los mismos que utilizamos desde el amanecer de los tiempos para el colosal viaje en que está empeñada la humanidad, empujada por dos características inherentes a la especie: la inquietud y la curiosidad.»

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Seitenzahl: 262

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Guido Barbujani y Andrea Brunelli

La vuelta al mundoen seis millones de años

Índice

1. En el principio

2. El primer paso

3. Retrocedemos en el álbum de la familia

4. Lejos de África, uno

5. Lejos de África, dos

6. Encuentros íntimos entre tipos extraños

7. El Extremo Oriente, Melanesia y Polinesia

8. En las Américas

9. El Neolítico

10. Paréntesis: lenguas y genes

11. Otras migraciones

12. Todos por todas partes

Nota bibliográfica

Agradecimientos

Créditos

1. En el principio

No se sabe con exactitud cuántos años tiene Esumim. Cuando entrecierra los ojos y afirma que son 3 millones, o 6, todos sacuden la cabeza, aunque no mucho, porque al fin y al cabo tiene una edad venerable y no quieren que se ofenda; la única duda es si convendría ocultar por completo el escepticismo o manifestarlo de alguna forma cada vez que suelta una gran bola, como ocurre con frecuencia. Pero luego se pone a contar sus historias, la gente excéntrica que ha tratado, los lugares que ha visto, y, sin quererlo, uno acaba creyéndolo, aunque sea un poco. Si quisiéramos creerlo del todo, Esumim habría participado en la totalidad de las grandes migraciones de la humanidad, incluida la primera, según él, cuando estábamos en los árboles con un cerebrillo más o menos del tamaño del que tiene un chimpancé. Es difícil objetarle algo, preguntarle cómo sabe tanto de lugares en que los que no se comprende que haya podido estar. Algunas veces Esumim dice una cosa y a los cinco minutos la contraria, pero cuando se lo adviertes no hace mucho más que encogerse de hombros y decir que los datos fósiles son un lío del que nadie entiende nada. Otras veces se limita a hacer un gesto con la mano que podría significar ya lo hablaremos más tarde o lo hablaré con alguien más cualificado, porque tú no tienes ni idea; pero el momento de volver a hablarlo no llega nunca y, mientras tanto, él ya ha pasado a otra cosa y gesticula muy excitado señalándote un punto a su espalda en el que, según él, está el valle del Rift, y no hay manera de detenerlo. «Lo pasamos bien, ¿eh, chicos?», concluye siempre. Y luego entrecierra los ojos y repite: «¡Nunca nos estábamos quietos!». Quién sabe lo que se le cruza por la cabeza en esos momentos y qué etapa de su viaje se dispone a revivir.

En el principio está la creación. Durante siglos y siglos, todo aquel que se ha preguntado sobre los orígenes de la vida y sobre la diversidad de los seres vivientes ha contado solo con mitos, o poco más. Cierto; a partir de Demócrito, muchos quieren interpretar el universo en clave materialista; disponen de cerebros brillantes, pero de escasísimos conocimientos, así que terminan por sostener opiniones muy dispares. Para Aristóteles, la tierra existe desde siempre; para Lucrecio, en cambio, debe de ser bastante joven, dado que él no conoce historias anteriores a la guerra de Troya. En radical desacuerdo con ambos, tanto los chinos del siglo I d. C. como los mayas piensan que la Tierra se destruye y se vuelve a crear cíclicamente (más o menos cada 23 millones de años según los primeros y con mayor frecuencia según los segundos). Para casi todos, el universo y los organismos que lo habitan han sido creados por una divinidad en una o en varias veces.

Pero ¿cuándo? Según el análisis del Antiguo Testamento que hace John Lightfoot, vicecanciller (es decir, rector) de la universidad de Cambridge, la Tierra se creó en el año 3938 a. C. Su The Harmony of the Four Evangelists among Themselves, and with the Old Testament, with an Explanation of the Chiefest Difficulties both in Language and Sense apareció en 1647. Tres años más tarde, un prelado irlandés, James Ussher, arzobispo de Armagh, en sus Annales Veteris Testamenti, a prima mundi origine deducti, corrige y precisa las estimaciones de Lightfoot y anticipa la creación al sábado 22 de octubre del año 4004 a. C. (hacia la noche). Las dos fechas, 3928 y 4004 a. C. son bastante cercanas, lo cual, en la ciencia moderna, es señal de seriedad, ya que, a partir de Galileo, un resultado es científico cuando puede reproducirse, es decir, cuando unos investigadores independientes consiguen replicarlo, naturalmente dentro de los límites del error experimental. Sin embargo, aquí no conviene entusiasmarse, porque tanto Lightfoot como Ussher aplican el mismo método a los mismos datos: siguen el Antiguo Testamento, que, al menos desde Adán hasta Salomón, comprende una genealogía completa por línea masculina. De Salomón en adelante, el asunto se complica; está la intrincada historia del cautiverio en Babilonia y la inevitable integración de los datos echándole un poco de fantasía. Pero, en resumen, decenio arriba decenio abajo, la Tierra tiene en el siglo XVII poco menos de 6.000 años, lo que permite una simpática analogía con los seis días de la Creación, cada uno de los cuales, trasladados a la escala humana, correspondería precisamente a un milenio. Para quien esté interesado, Ussher sitúa el Diluvio Universal en el año 2349 a. C. Lo que nadie pone en duda es que las distintas especies de animales y plantas hayan sido creadas directamente tal y como las conocemos nosotros, una a una, ya sea en 3928 o en 4004 a. C.

Los antepasados de los antepasados

Algo cambia a principios del siglo XVIII. Carol von Linné, más conocido entre nosotros por Linneo, comienza una gigantesca obra de catalogación de animales, plantas y minerales, el Systema Naturae, del que publicará trece ediciones hasta 1793. Como todos los científicos contemporáneos de él, Linneo es un creacionista, pero introduce los criterios de clasificación que hoy son universales, sin por eso establecer relaciones evolutivas entre las distintas especies. De ese modo, los organismos empiezan a tener un nombre concreto y a quedar agrupados en familias, órdenes y clases, y se comienza a describir y a definir mejor a los seres vivos. Todo esto lleva a pensar que no se trata de que cada especie exista por su cuenta, ya que hay semejanzas evidentes, por poner un ejemplo, entre los cuadrúpedos, los anfibios o las coníferas. De vez en cuando, Linneo también se equivoca, ya que en las primeras ediciones del Systema Naturae el perezoso aparece por sorpresa junto al hombre y a los grandes monos. Pero algo se ha puesto en marcha: ahora las especies se reúnen en grupos cada vez más amplios, a los que corresponden parentescos cada vez más estrechos. Por el momento, géneros, familias, órdenes y clases no son más que etiquetas, pero pronto habrá alguien que se pregunte si no serán el resultado de un proceso que hoy llamamos evolución.

Mientras, los hay que, con John Locke, retomando una idea de Aristóteles, piensan en una continuidad que uniría las formas inanimadas con las formas vivas más sencillas, y estas con las más complejas y quizá con formas desconocidas y dotadas de poderes intelectuales y sensoriales superiores a los nuestros. Es el Anima mundi, la Gran Cadena de los Vivientes, una idea que se mantendrá largo tiempo, puesto que en 1873 el gran naturalista alemán Ernst Haeckel propondrá un árbol genealógico de la humanidad, que, a través de 22 estadios intermedios, entre ellos los dinosaurios y el canguro, remonta nuestros orígenes a la ameba.

Aquí la pifia. Haeckel, cuyo entusiasmo por la evolución no incluye una comprensión profunda de las ideas de Darwin, porque no descendemos de los canguros y porque los organismos unicelulares de hoy no son y no pueden ser los antepasados de los mamíferos de hoy, sino sus parientes lejanísimos, aunque solo sea porque los antepasados están, por definición, en el pasado y no en el presente, como el canguro y la ameba. Pero, tratándose de ciencia, hay ideas erróneas que pueden resultar «fértiles», dado que ponen en marcha razonamientos que a largo plazo nos conducen a alguna parte, como fue el caso. Durante esos mismos años salieron a la luz los primeros fósiles: mamuts, osos de las cavernas y tigres de dientes de sable. Claro, se parecen a los animales de ahora, pero también son distintos. ¿Qué fue de ellos? ¿Por qué desaparecieron? ¿Y qué relación tienen con los animales que ahora se les asemejan? Un poco antes, el 7 de marzo y el 4 de abril de 1785, James Hutton había presentado su teoría uniformista en el congreso de la Royal Society de Edimburgo. Hutton es geólogo, y ha estudiado las rocas sedimentarias escocesas, con sus estratos en paralelo, que, sin embargo, algunas veces se repliegan unos sobre otros. Concluye, de acuerdo en eso con Aristóteles, que no tiene sentido buscarle una fecha al origen de la Tierra, porque no se encuentran, escribe, «ni vestigios de un inicio ni perspectivas de un final». Hay, sin embargo, señales de un cambio que sí podemos interpretar. Los mismos fenómenos que determinaron la biodiversidad fósil en tiempos pasados –escribiría Hutton si pudiera emplear el lenguaje científico moderno– continúan actuando en el presente y explican la biodiversidad actual:

Si la Tierra que habitamos se ha creado a lo largo del tiempo con materiales que ya existían, al examinarla deberíamos encontrar datos con los que reflexionar sobre la naturaleza de la Tierra durante el periodo de tiempo en el que la Tierra presente se estaba formando, y así podríamos comprender la naturaleza de la Tierra de la cual se formó la presente y hasta qué punto fue semejante a esta de ahora en la producción de plantas y de animales, aunque este aspecto interesante está perfectamente esclarecido por la abundancia de todo tipo de vegetales, así como por las distintas especies de cuerpos marinos, en los distintos estratos de la Tierra.

Los vegetales y los cuerpos marinos «en los distintos estratos de la Tierra» son precisamente los fósiles. Hutton, como se ve, tiene un estilo tan farragoso que ni siquiera sus contemporáneos lo comprendieron del todo, pero su contribución resultó fundamental. Resumiendo, lo que Hutton nos dice es que si estudiamos las diferencias que existen entre los organismos que nos rodean, comprenderemos cómo se originaron esas diferencias a lo largo del tiempo, porque lo que sucedió entonces continúa sucediendo ahora. Es ya un embrión de pensamiento evolucionista.

Más lejos aún llega Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, que estudia en plena Ilustración los tiempos necesarios para el enfriamiento de los materiales. Imaginando que en el origen fuera una masa incandescente y haciendo cálculos, propone que la Tierra tiene 75.000 años (hoy sabemos que son 4,5 millardos) y, como no se deja amilanar por el desdén con que reaccionan los que piensan que es una cifra exagerada, desarrolla la idea de una transformación progresiva de los seres vivientes:

No sería imposible que […] todos los animales del mundo nuevo fueran los mismos que los del mundo antiguo, de los cuales procederían. Se podría decir que, al haberse visto separados después por mares inmensos o tierras impracticables, todos han experimentado a lo largo del tiempo los efectos de algún clima […] y, pasado un cierto periodo de esta influencia, han cambiado.

Técnicamente, Buffon es un catastrofista, que, a diferencia de Hutton, piensa que los cambios biológicos son consecuencia de los diluvios y de otros acontecimientos atmosféricos descomunales, no de los fenómenos que actúan cotidianamente a nuestro alrededor. Pero ambos comparten una idea que poco a poco va ganando terreno: la Tierra y las criaturas vivas no han sido siempre como las vemos hoy, sino que han cambiado a lo largo de los milenios. Nadie emplea todavía el término «evolución» (lo inventará Thomas Huxley, uno de los colaboradores más combativos de Darwin, pues este último prefería hablar de «transformación» de los seres vivientes), pero ya estamos cerca. Será Lamarck quien cierre el círculo al proponer antes que otros que las especies distintas descienden, con modificaciones, de unos antepasados comunes.

Ya se ocupa Darwin

De Lamarck, en los libros de texto del colegio se recordaban sobre todo los errores. Es cierto que los tuvo, pero hay que reconocerle también varias intuiciones decisivas. Pensaba, como Buffon, que la materia inanimada origina continuamente formas elementales de vida, y en eso se equivocaba. Sin embargo, fue el primero que propuso el mecanismo de formación de las especies a partir de unos antepasados comunes que luego aceptaría Darwin, y anticipó también que el ambiente guía el cambio de los organismos vivos desde las formas más simples a otras cada vez más complejas. Se equivocó al pensar que el uso y el desuso de los órganos determinaba la evolución, pues, si hubiera tenido razón, bastaría con que nos ejercitáramos en correr para transmitir a nuestros hijos unas pantorrillas musculosas. Se llama a esto herencia de caracteres adquiridos, y sabemos de sobra que el asunto no es así; en realidad, primero se producen por casualidad unas mutaciones del ADN y luego el ambiente selecciona entre los distintos individuos a aquellos que son idóneos para sobrevivir y reproducirse. Pero sin el maltratado Lamarck, Charles Darwin, que comprendió perfectamente los mecanismos que sustentan la evolución, aun sin conocer la genética o el ADN, habría tenido una vida mucho más difícil.

Está luego Malthus, con su lucha por la supervivencia. En todas las especies y en todas las generaciones, escribe Malthus (y Darwin recuerda que al leerlo dio un salto en la silla), nacen más individuos de los necesarios para reemplazar a sus padres. En general, están destinados a perecer sin haberse reproducido, porque la naturaleza selecciona a unos cuantos afortunados a partir de números mucho más grandes, exactamente igual que los adiestradores de caballos y de perros eligen entre muchos individuos a los que mejor se adaptan a sus fines y los cruzan entre sí. Darwin escribe:

En octubre de 1838 […] leí por puro entretenimiento el ensayo Sobre el principio de la población, de Malthus. Puesto que yo había aprendido en mis prolongadas observaciones que animales y plantas luchan en todas partes por la supervivencia, de repente me asaltó la idea de que en esas circunstancias las variaciones favorables se habrían preservado y las desfavorables habrían terminado por ser eliminadas. Y el resultado habría sido la formación de especies nuevas.

Cuando Darwin desembarca de su viaje alrededor del mundo en el bergantín Beagle le quedan todavía cuarenta y seis años de vida. Dejará que pase exactamente la mitad antes de decidirse a llevar tu teoría a la imprenta. Publica una primera síntesis en 1858, junto a un ensayo semejante de Alfred Russell Wallace, en la revista de zoología de la Linnean Society. Las reacciones son discretas. Darwin escribe en su Autobiografía:

Nuestras producciones científicas despertaron muy poco interés. El único comentario impreso que recuerdo fue el del profesor Haughton, de Dublín, cuya sentencia fue que todas las novedades que había en aquellas páginas eran falsas y que todo lo verdadero que contenían era antiguo.

Parece un comienzo frustrado, pero no acabó ahí. El 24 de noviembre de 1859, el editor londinense John Murray publica la primera edición de El origen de las especies, o mejor (ya que es el título completo) El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas preferidas en la lucha por la vida. Cuesta 15 chelines y la totalidad de sus 1.250 ejemplares editados se vende en veinticuatro horas. Desde ese momento, Charles Darwin se convertirá en el centro de un debate feroz que aún no ha terminado, en el que se mezclarán interpretaciones de datos científicos y consideraciones no pertinentes de carácter religioso y social, pero lo que aquí importa es que desde el 24 de noviembre de 1859 disponemos de un marco conceptual de referencia, del que todavía, a distancia de 150 años, no podemos prescindir, y gracias al cual continuamos interpretando los nuevos datos biológicos, que aparecen ya a un ritmo endemoniado. La biología evolucionista contemporánea ha llegado mucho más lejos que el darwinismo, pero el pensamiento de Darwin constituye aún su imprescindible columna vertebral.

Cada vez más atrás

Mientras tanto, las estimaciones de la edad de la Tierra se llevan cada día más atrás. A finales del siglo XIX, el físico irlandés John Joly propone conocerla calculando el tiempo que se ha necesitado para que se acumulara en los océanos la concentración de sodio que observamos hoy; entre 80 y 100 millones de años, según él. El método de Joly es impreciso, porque los resultados varían si en lugar del sodio se elige otro elemento químico, pero, con él, la Tierra se hace más vieja, y aún se hará más con los estudios de William Thomson, lord Kelvin.

Kelvin retoma el planteamiento de Buffon, pero conoce la teoría de Fourier sobre la dispersión del calor y, por tanto, puede calcular mejor el tiempo que se necesita para que una esfera incandescente de las dimensiones de la Tierra se enfríe hasta formar una corteza sólida: entre 20 y 400 millones de años. A sus contemporáneos les parece una enormidad, pero todavía es poco. Imaginando que la Tierra se hubiera enfriado simplemente a partir de su formación, Kelvin no contaba con el calor que genera el decaimiento de los materiales radioactivos, pero cuando se incorpora este factor a los cálculos se llega a las estimaciones actuales: más de diez veces más atrás en el tiempo. En suma, Kelvin no nos convenció, pero, una vez más, su error fue fértil, porque provocó un debate que condujo a métodos más sofisticados de cálculo y, finalmente, a una estimación más creíble de la edad del planeta: 4,5 millardos de años.

En esta Tierra tan vieja, las primeras formas de vida aparecen extrañamente pronto. No tenemos, y no podemos tener, estimaciones más precisas, pero los rastros más antiguos de vida bacteriana que conocemos, en Australia y en Groenlandia, se remontan al menos a 3 millardos de años. El estudio de los orígenes de la vida es muy complicado y requiere una combinación de datos geofísicos, biológicos y químicos. Es muy probable que las primeras formas de vida utilizaran el ARN para conservar la información biológica, no el ADN, como hacen todas en la actualidad, exceptuando algunos virus. Por lo que sabemos, las primeras células con un núcleo separado del resto, es decir, las eucariotas, podrían haber aparecido hace unos 2,5 millardos de años; los primeros vertebrados y los primeros mamíferos, hace de 500 a 195 millones de años, respectivamente; hace de 140 a 65 millones de años la biosfera estaba dominada por los dinosaurios; los primates –esto es, los grandes monos, el orden al que pertenecemos– están documentados a partir de los 65 millones de años (el hecho de que esto se corresponda con la fecha de la extinción de los dinosaurios puede ser una coincidencia). En cuanto al hombre, su fecha de nacimiento es difícil de precisar, por la sencilla pero excelente razón de que las opiniones sobre lo que es un ser humano no coinciden.

Entendámonos, nadie puede confundir de buena fe a un humano con nuestros parientes más próximos, el chimpancé y el bonobo (es decir, el chimpancé pigmeo, que desde hace algunos años se considera una especie aparte). Pero las especies distintas (explican Lamarck y Darwin) descienden con ciertas modificaciones de unos antepasados comunes, y esto vale también para los chimpancés y para los hombres. Si es así (y es así), hace unos 6 millones de años teníamos los mismos antepasados, después de lo cual nuestros caminos se separaron.

Pero ¿a partir de qué momento pueden llamarse humanos los descendientes, aquellas criaturas que vagaban por las llanuras africanas con unos cerebros cada día más grandes y unas capacidades cada día más desarrolladas, como demuestran los datos arqueológicos? La respuesta no es banal, como no lo fue demostrar que el hombre ha evolucionado a partir de formas más arcaicas y, en resumidas cuentas, de antepasados no humanos. En el siglo XIX no solo lo negaban los numerosos contrarios a la evolución, sino también bastantes científicos serios, tendencialmente evolucionistas, pero propensos a pensar que quizá a nuestra especie se le hubiera reservado un destino diferente. En cambio, Charles Darwin y los suyos sabían que no podía ser así. Nuestra especie tiene un lenguaje articulado, se viste, cocina lo que come y hace un montón de cosas maravillosas (Ajit Varki y Tasha Altheide han compilado un amplio catálogo de las diferencias biológicas y comportamentales que existen entre nosotros y los chimpancés), pero no siempre fue como ahora. Para probarlo, bastaba con hallar restos fósiles, pero a mediados del siglo XIX nadie los había encontrado aún.

La paleontología humana comienza en 1856, cuando, de una cueva de caliza situada en el valle de Neander (es decir, Neandertal o Neanderthal, vale igual con hache que sin ella) aflora un esqueleto muy raro, porque el volumen de su cráneo es semejante al nuestro, pero el cerebro que contiene debió de ser muy distinto como se deduce de la frente bajísima y del enorme desarrollo de la región occipital. La nariz era gruesa y por encima de los ojos sobresalía un arco macizo y pronunciado. A mediados del siglo XIX no se aceptaba de ningún modo la existencia de formas humanas distintas de la presente; tanto es así que si bien se habían encontrado ya algunos fósiles parecidos en Gibraltar y en Bélgica, nadie comprendía de qué podía tratarse aquello. Después de descartar la hipótesis de que tales esqueletos pertenecieran a cretinos, a polacos o a las víctimas de unas migrañas tan terribles que, masajeándose la frente, hubieran desarrollado sobre los ojos una formación ósea de 1 cm de grosor (hipótesis que se formularon con toda seriedad), fue imposible negar que también la humanidad había evolucionado pasando a través de formas diferentes.

El descubrimiento de Neandertal cierra una discusión, pero abre otra mucho mayor y más interesante: ¿qué relación guardan con nosotros esa forma humana arcaica, las muchas que se descubrieron después y las que, sin la menor duda, continuaremos descubriendo? ¿Cuántas humanidades distintas se han sucedido o incluso encontrado sobre la Tierra en tiempos pasados? ¿Qué recorridos siguieron, y cuándo, durante las migraciones que llevaron a la humanidad a dispersarse por todo el planeta? ¿Y en qué medida estos procesos, que duraron millones de años, continúan desarrollándose a nuestro alrededor, quizá con tantas diferencias que nos cuesta captar las semejanzas? Para empezar a responder hay que ir hacia atrás, muy atrás en el tiempo.

2. El primer paso

«El primer paso es siempre el más difícil. Me acuerdo perfectamente de cómo fue», cuenta Esumim, arrellanándose en el sofá. Con un brazo estirado sobre el respaldo, las piernas subidas a los cojines, ocupado en liberarse con la lengua de un hilillo de carne, parece la viva imagen de lo cómodos que estaban antes de arriesgarse a dar el primer paso aquel. «A mí, al principio, no me interesaba –confirma–, porque en los árboles vivíamos a lo grande. Y estuvimos un montón de tiempo, ¿eh? Sí, es cierto, cuando ya casi todos estaban abajo y se atrevían a dar los primeros pasos sin ayudarse con las manos, lo cual me parecía, más que inútil, ridículo y peligroso, algo así como hacer el caballito con una motocicleta; cuando ya eran muchos los que se movían por la tierra, de modo que el primer leopardo que pasara pudiera despedazarlos con total comodidad, se pusieron a tomarnos el pelo: “¡cuadrumanos!”, “¡arborícolas!”. Nos dijeron de todo. Las modas, ya se sabe. Nosotros hacíamos como que no oíamos nada, pero al final cedimos. Pasado un tiempo tuvimos que resignarnos y probar también. No es que nos convencieran, pero ¿qué íbamos a hacer? No puede uno quedarse solo encima de un palo, como un idiota, comprendéis; especialmente a ciertas edades. Al final, resultó muy extraño descubrir que en la posición erecta no se estaba tan mal y que, superados los primeros miedos, en el fondo, hasta podía ser que ganáramos algo. Pero se necesitó mucho tiempo y, mientras tanto, sobre todo entre los más temerarios, hubo alguno que salió malparado».

El primer paso –lo confirmamos– es siempre el más difícil. Para nosotros, viniendo de los árboles, fue un paso repleto de consecuencias. Todavía llevamos las señales en la pelvis, en la espalda (lo que significa también en los dolores de espalda), en las manos, naturalmente, y sobre todo en el cerebro. Pero no cabe duda de que el primer paso de la larga cadena de migraciones que condujo a la humanidad a colonizar el planeta entero fue el imprescindible descenso de los árboles. Una vez en el suelo, con el tiempo, nos acostumbramos a caminar sobre las extremidades posteriores, que de ese modo se convirtieron en inferiores. Parece cosa de nada, pero en realidad, entre las más de 250 especies de primates, solo una lo hizo, la nuestra. ¿Cuándo se dio aquel primer paso? No lo sabemos con seguridad, aunque disponemos de algunas hipótesis modestas y de una fecha segura. En cambio, no nos cabe duda de dónde ocurrió: en África. Pero procedamos con orden.

Clasificaciones

Solo para orientarnos: en el enorme mapa de los mamíferos, el hombre y todas las especies humanas extinguidas forman una subtribu, la de los Hominina u (y será el término que utilizaremos) homininos. Junto a la otra tribu, la de los Panina, que comprende el chimpancé común y el chimpancé pigmeo o bonobo, formamos la tribu de los Hominini. Junto con los gorilas, los Hominini forman la subfamilia de las Homininae, y cuando añadimos a los orangutanes, todos juntos formamos la familia de los homínidos. Aparte del término homininos, estas palabras no volverán a verse en el texto, así que podemos olvidarlas ya, pero había que ponerlas en algún sitio y nosotros las hemos puesto aquí.

Ya lo hemos dicho, para Linneo todas las especies habían sido creadas tal cual. Así, el cometido de los naturalistas se simplificaba, ya que bastaba con situar a cada individuo en su correspondiente casilla, con atribuirlo a su correspondiente especie. Pero con la evolución, después de Darwin y, de hecho, ya después de Lamarck, el mundo de los vivientes se vuelve inestable. En nuestro caso, eso quiere decir que en un determinado momento hay dos especies con dos nombres distintos, aunque un poco antes –millones de años, por lo general–, retrocediendo generaciones enteras, encontramos una sola, de la cual proceden ambas. Nuestro pariente más próximo es el chimpancé, como dice el estudio de los huesos y el del ADN. Así pues, en un momento que podemos situar en torno a unos 6,5 millones de años o un poco más, vivía en África una población de criaturas de las que descendemos tanto nosotros como los chimpancés. Nadie sabe cómo eran esas criaturas; ni siquiera tienen un nombre. Son nuestros antepasados comunes y los del chimpancé. Desde entonces ha transcurrido mucho tiempo y han sucedido muchas cosas, dos de ellas muy importantes puesto que han marcado la línea que nos separa hoy de los grandes simios, nuestros parientes. Se llaman bipedismo, es decir, capacidad de andar sobre dos piernas, y encefalización, o sea, el desarrollo de cerebros cada vez más grandes, no solo en términos absolutos, sino también en relación con el tamaño del cuerpo.

Darwin pensaba que ambos pasos se produjeron juntos, que mientras nos crecía el cerebro desarrollamos una forma distinta de caminar y, de paso, mayores capacidades cognitivas, entre ellas las que nos permiten a nosotros, los únicos entre los animales, poseer un lenguaje articulado. Pero había muchas cosas que Darwin no podía saber, porque de nuestros parientes fósiles solo conocía al hombre de Neandertal, y eso de oídas. Hoy en día, cuando disponemos de tantos fósiles y de tantos objetos encontrados por los arqueólogos, tenemos una información detallada de dónde y cómo vivían nuestros antepasados, así como motivos para creer que el bipedismo no solo precedió a la encefalización, sino que en cierta forma la determinó, y que solo después evolucionó la capacidad de comunicarnos mediante el lenguaje articulado. Llamamos primeros homininos a las primeras criaturas que emprendieron tan accidentado camino, y reagrupamos a sus sucesores en tres géneros: Australopithecus, Paranthopus y Homo (fig. 1).

Figura 1. Esquema y árbol de las relaciones evolutivas entre los cuatro grupos principales de la subtribu Hominina: primeros homininos, género Australopithecus, género Paranthropus y género Homo.

Las piernas y sus ventajas

Si todo comienza con el bipedismo, eso quiere decir que el primer paso de la marcha migratoria con la que hemos colonizado todo el planeta fue un paso breve, si bien lleno de significado: de arriba abajo, de las ramas de los árboles al suelo. Como todas las demás migraciones, esta fue también un momento importante de nuestra evolución. Sus consecuencias se hacen evidentes cuando comparamos nuestro esqueleto (o el de un australopiteco) con el de un chimpancé. Con la postura erecta, la columna vertebral ya no se inserta en el cráneo horizontalmente, sino por debajo. La propia columna, que en el chimpancé forma un sencillo arco, una C, adquiere una curva nueva en la zona ventral y un movimiento en S. Los brazos se acortan. La pelvis se acorta también y se reduce de tamaño. La estructura de los pies y de las manos se modifica sustancialmente. Todo esto no ocurrió de la noche a la mañana, claro está. Se necesitaron centenares de miles de años en el nuevo ambiente terrícola para seleccionar individuos con la columna vertebral cada vez más en S, con los brazos más cortos y los pies más arqueados, y con unas manos que, libres de seguir la locomoción, se especializaran en llevar a cabo actos cada vez más complicados. Y, como veremos, la transición no fue indolora.

Decíamos que no es fácil establecer cuándo comenzamos a caminar sobre las piernas, pero disponemos de algunos datos y de alguna hipótesis. Entre 2001 y el 2002 salieron a la luz en el desierto de Djurab, en el Chad, un cráneo, los fragmentos de una mandíbula y varios dientes de un hominino que vivió hace unos 7 millones de años, es decir, muy cerca del momento en el que la línea evolutiva humana debió de separarse de la línea de los chimpancés. El fósil, bautizado como «Toumaï» (que significa ‘esperanza de vida’ en la lengua de la zona) se atribuyó a una especie nueva, Sahelanthropus tchadensis, es decir, ‘el hombre del Sahel’. A primera vista aquella criatura no se nos parecía mucho. Su cerebro debía de tener un tamaño de unos 340 cm3 (frente a los 1.400 actuales) y no se encontraron más huesos, así que no se sabe cómo era el resto del esqueleto. No obstante, hay razones para creer que Toumaï caminaba sobre dos piernas, porque el punto de inserción de la columna vertebral en el cráneo (técnicamente, el foramen magnum) está desplazado hacia abajo respecto de la posición que ocupa hoy en día en los chimpancés.

Es difícil pensar que el Sahelanthropus sea uno de nuestros antepasados directos. En todo caso, debido a la escasez del material descubierto, la interpretación no es segura. Pero se trata de uno de los primeros homininos. Algunos primatólogos piensan que, en realidad, o bien era un antepasado del chimpancé actual o bien la rama muerta de un proceso evolutivo que no condujo a ninguna parte. En cambio, no hay duda de que fueron bípedos los australopitecos, que desde hace 4,2 millones de años encontramos siempre en África, aunque en una zona distinta, en el este, a lo largo del valle del Rift, entre Etiopía, Kenia y Tanzania, y hacia el sur, hasta la República de Sudáfrica.