Las chicas Bergman - Ágnes Gurubi - E-Book

Las chicas Bergman E-Book

Ágnes Gurubi

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Beschreibung

Cuando los nazis toman el control de Budapest y entran en vigor las llamadas leyes judías, preludio del genocidio, el destino del matrimonio Bergman y sus seis hijas se ve alterado para siempre. Pero la historia de esas mujeres, y de sus descendientes, parecía estar marcada desde mucho antes. Al menos eso es lo que descubre Anna, una de Las chicas Bergman, que desde la Budapest del siglo XXI emprende un viaje hacia un pasado familiar atravesado por la historia trágica de un pueblo y un país a lo largo de tres siglos, y que la llevará a entender que en el sufrimiento de sus antepasadas están también sus propios pesares y los de sus hijas, junto con las posibilidades de redención.

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Ágnes Gurubi

 

 

Las chicas Bergman

 

 

 

Traducción del húngaro: Susana Lajtavary

 

 

Índice

Cubierta

Portada

Dedicatoria

Agradecimientos

Sobre la autora

Créditos

Landmarks

Table of Contents

En memoria de Ida

En mi historia faltan los hombres. Al igual que en la historia de todas mis ascendientes mujeres. Son invisibles. De la misma manera que lo era yo para mi padre. A mí, mi padre nunca me vio. Para él yo era transparente. Como una membrana. Miraba a través mío como por una ventana impecablemente limpia. Una niña fantasma. Nací el mismo día que su madre. Tal vez ese fue el problema. O que fui niña. Error fatal. Irreparable. Él tenía veintisiete años cuando nací. En ese momento ya era padre de una niña de dos años. Esperaba a un niño, aunque nunca hubiera podido admitirlo. Un niño para jugar al fútbol, ir a pescar, mirar partidos. Con quien poder ir al bar a tomar cervezas. No lo logró. Fracasó. A falta de algo mejor, iba solo al bar. A ahogar sus penas. Mi padre tenía muchas penas. Dos veces más que mi abuelo y tres veces más que mi bisabuelo. Todos los días se proponía ahogar sus penas en alcohol. Una y otra vez. Pero, de alguna manera, el montón de penas no se agotaba.

 

Entre mi madre, mi hermana mayor y yo intentábamos luchar contra todas estas penas. A mí era a la que menos le salía. Sin embargo, me esforzaba. Con todas mis fuerzas, con cada una de mis fibras y mis células, con cada poro de mi piel. Quería que mi padre estuviera orgulloso de mí, e hice todo para llamar su atención. En el jardín de infantes me quedaba afónica de tanto gritar, me trepaba a los árboles, me peleaba a golpes, pateaba, mordía, rompía todos mis pantalones y medias a la altura de las rodillas, gastaba la punta de todos mis zapatos, y a la noche me sentaba a comer a la mesa toda transpirada y sucia. Gritaba, pataleaba. Pero no pasaba nada. Con el paso del tiempo me hubiera conformado simplemente con su aprobación. Después mis expectativas bajaron todavía más. Me hubiera alegrado el sólo hecho de que percibiera mi existencia. De adolescente mi deseo de reconocimiento se convirtió en una ira desenfrenada. En una ira que barría y arrasaba todo. Este sentimiento era mi propulsor. Era el tejido que sostenía mi cuerpo. La sangre que corría por mis venas era bombeada por la rabia. Y por la vergüenza. En mi tórax, un corazón congelado como el hielo.

 

Después de los cuarenta me amigué con estas palabras que hoy escribo. Me son más familiares que las que alguna vez se pronunciaron. Desde que me mudé del pequeño asentamiento donde nací, en la zona de Buda, a aquí, al lado del Danubio, todos los días camino hasta la orilla del río. Me pongo mis zapatos rojos. Los compré hace un año. Tienen unos rasguños en la punta, y si los miro me coquetean con el color del cuero gastado. El verano pasado el agua arrastró hasta la orilla un tronco irracionalmente grande. Me gustaba ese tronco. Después de correr, me sentaba sobre él y miraba el viejo y sucio río. Respiraba el olor del agua. El olor familiar del Danubio, que sólo se puede sentir si uno está en la orilla. Observaba cómo las barcazas inflaban las olas, escuchaba el chirrido de las piedritas debajo de los zapatos de la gente que paseaba por allí.

 

Hay una voz en mi cabeza.

 

A orillas del Danubio es donde más fuerte la escucho. Me dice que recuerde, que evoque cuándo fue que se congeló mi corazón. Que vaya profundo, que descubra, que encuentre a las demás mujeres de mi familia con el corazón congelado. La voz en mi cabeza me lo dice una y otra vez. La voz es la voz de un hombre.

 

En mi familia sólo las mujeres están presentes.

 

Las que pertenecen al pasado ya murieron, pero también ellas están presentes. Mi tatarabuela con sus tres maridos, mi bisabuela con sus seis hijas mujeres. Y está aquí conmigo mi abuela, que nunca habló de nada. Mi madre. Mi hermana, sus hijas. Y yo. Y mis dos hijas. Respiramos juntas en esta historia. Mujeres que nunca se conocieron y que sin embargo están unidas. Nos sentimos. Nos une un hilo invisible. De generación en generación. Como delgadas telas de araña. Nos enredamos en ellas sin darnos cuenta. Me gustaría inspirar hondo. Junto con todas las demás mujeres. Las que ya murieron, las que ahora viven y las que todavía no nacieron.

“Cuando alguno tomare mujer y se casare con ella, si no le agradare por haber hallado en ella alguna cosa indecente, le escribirá carta de divorcio, y se la entregará en su mano, y la despedirá de su casa. Y salida de su casa, podrá ir y casarse con otro hombre”.

Deuteronomio, capítulo 24:1-2

Róza Hirsch no era una mujer especialmente linda. Tenía los ojos pequeños, la cara redonda y una mirada vivaz. Se casó con un alumno de una yeshivá, matrimonio que fracasó poco antes de que naciera su tercera hija. La única huella que dejó Áron Adler en la historia familiar es su nombre y sus tres hijos.

Al amanecer del día en que Róza hizo las valijas soplaba un viento fuerte en aquel pueblo de la llanura húngara. En las calles el viento levantaba las hojas secas de los árboles, dejando a su paso una gran polvareda. Junto con las hojas se elevaban también algunas piedritas pequeñas, que parecían querer volar hasta el cielo y que revoloteaban alrededor de la pollera de Róza para luego, con una fuerza renovada, volver a caer. Ella simplemente iba, con la cabeza gacha, ajustándose el pañuelo con más fuerza, tapándose la cara con la mano. A cada soplido del viento se encontraba con una nueva nube de polvo en su camino, pero ella no frenaba, seguía con su paso obstinado, incluso cuando las partículas rebeldes de polvo que se le pegaban a los ojos empezaban a arderle en la piel, a picarle en la cara. Entremedio de sus dientes crujían los granitos de arena. Su valija no era pesada, sólo llevaba lo necesario. Lo que le pesaba era el corazón. Partía hacia Budapest dejando a sus hijos para comenzar una vida nueva. Jenő, de dos años, Lázár, de uno, y su hijita, una niña de tres meses, quedaban a cargo de su abuela. La niñita se llamaba Lenke Adler. Ella era mi bisabuela.

Mis antepasados son de espíritu viajero. Llevan la huida en la sangre. Para ellos la sensación conocida y familiar es la de la exclusión.

Mi tatarabuela nació en 1881 en Avas-Felsőfalu. Hacia fines del siglo XIX este pueblo, que actualmente es parte de Rumania, registraba unos 274 habitantes judíos. Mi tatarabuelo nació a setenta kilómetros de allí, en Avasújfalu, adonde los primeros habitantes judíos se mudaron en la década del cincuenta del siglo XVIII. A partir de 1893 comenzó a funcionar una yeshivá, y desde 1845 hasta tuvieron su propio rabino. A principios del siglo XIX la mayoría de los habitantes judíos, que vivían principalmente en los pueblos, se dedicaban al comercio, a la producción y venta de aguardiente húngaro, al alquiler de molinos, destilerías y tierras y a distintos oficios como el de sastres, curtidores o carniceros.

Mis tatarabuelos partieron de Transilvania en 1896. Acomodaron en una carreta sus humildes bártulos y se asentaron en Makó.

A pesar del nacimiento de sus hijos y del asentamiento el matrimonio no fue exitoso. El temperamento impulsivo de mi tatarabuela y la determinación y el compromiso de mi tatarabuelo hacia los estudios de la Tora no resultaron ser una buena combinación. No lograron echar raíces, los preceptos religiosos fueron insuficientes para fundamentar el sacramento de la familia. Se divorciaron antes del nacimiento de mi bisabuela. De acuerdo a las leyes de la sagrada escritura judía, el matrimonio se disuelve si el marido le entrega a la esposa una carta de divorcio. Este documento –que en arameo lleva el nombre de get– sirve como prueba del divorcio y, al mismo tiempo, lo valida. El sistema legal de la religión judía requiere también el divorcio civil; pero, sin el get, la pareja sigue considerándose casada para la ley religiosa incluso aunque vivan separados y cuenten con el documento civil que certifique el divorcio.

 

Róza Hirsch llegó a Budapest en enero de 1905 con una sola valija en la mano. Adentro, debajo de sus ropas y su único par de zapatos, se encontraba su partida de nacimiento y la garantía de su libertad, la carta de divorcio. La familia nunca más volvió a escuchar de Áron Adler. Róza optó por empezar de cero, y como era una mujer habilidosa, capaz, trabajadora, que aprendía muy rápido, no le costó conseguir trabajo. Decidió que ni bien pudiera, traería consigo a sus hijos, que habían quedado en el pueblo, y a su madre. Empezó a trabajar como costurera en una sastrería en la calle Baross. El dueño se llamaba Móric Rosenthal y había enviudado joven. No tardaron mucho en sentirse unidos por algo más que la religión. Después de casarse por segunda vez, lo primero que hizo mi tatarabuela fue traer a sus hijos, y para cuando mi bisabuela empezó el primer grado en la Escuela Primaria Ortodoxa de Mujeres de la calle Kertész, ya se enorgullecía de sus dos medio hermanas: una parejita de mellizas. Después del nacimiento de Ella y Sarolta vino un varón. Con Mózes, la familia quedó completa. Se cumplía así el sueño de mi tatarabuela: una familia grande, muchos hijos, un marido confiable, una vida pacífica. Todos los viernes a la noche, cuando la familia de Róza prendía la vela y se sentaba a la mesa, que estaba puesta de una manera hermosa, mi tatarabuela miraba a su alrededor con satisfacción. Con sus seis hijos y su marido sentía que nada malo podía pasarles.

Cuando entró en vigencia la primera ley judía Róza tenía cincuenta y siete años. Su segundo marido llevaba diez años muerto. Vivía junto a su tercer marido, el rabino Salamon Strausz, hacía ocho años. En el otoño de 1944, con ayuda de la Cruz Roja, Róza y su marido recibieron el ingreso al Hospital Bíró Dániel de la calle Városmajor. Esperanzados con poder salvarse, nunca se imaginaron que con esa mudanza estaban firmando su sentencia de muerte. Todavía no sabían, al doblar por la rotonda Krisztina hacia la calle Városmajor, que ese sería su último viaje juntos. Róza se divorció joven, luego perdió a un marido, dio a luz y crio a tres hijos y tres hijas. De parte de mi bisabuela tuvo seis nietas, entre ellas mi abuela.

 

Róza se cae y se vuelve a levantar, se derrumba y vuelve a empezar. Es una verdadera sobreviviente. Firme, perseverante y fuerte.

Cree en dios y cree en la vida.

 

 

Desde el 24 de diciembre de 1944 las tropas están apostadas frente al Hospital Új Szent János. Ocuparon el edificio luego de combates arduos, el frente está estancado. La guerra tiene sus días contados. El 8 de enero, Dénes Rady, el recientemente nombrado vicedirector del hospital vecino János Szanatorium, envía a diecisiete judíos enfermos, de edad avanzada, al hospital Bíró Dániel, donde los pacientes no sólo pasan hambre y frío, sino que ni siquiera tienen agua. El viento helado del invierno agita la bandera de la Cruz Roja.

El sábado 13 de enero de 1945 miembros de la Cruz Flechada se ubican en la entrada del Bíró Dániel, y solicitan que se realice un registro de los enfermos judíos. Al día siguiente, por orden de András Kun, irrumpe la tropa número 37 de la Cruz Flechada de la calle Városmajor –sus apellidos: Bokor, Megadja, Bittner, Vida, Kasza, Szabó, Tokaji, Tuboly, Bakonyvölgyi, Dobróczi, Csaba, Hortobágyi, Rédli y Czigány– e intima a los que se encuentran en el hospital a que se identifiquen. El hijo de Tuboly es quien lleva a cabo la identificación. El joven de dieciséis años va de habitación en habitación pidiendo los papeles de los pacientes judíos. Envían abajo –más bien al sótano– a los que pueden identificar; los demás permanecen en las habitaciones y la sala de espera. Temprano a la tarde llevan al patio en grupos de a diez a los que pueden caminar y a los empleados, y los fusilan. Ocurre rápido, como si asesinaran sin siquiera pensarlo. Sus movimientos son rutinarios, hay veces que el siguiente grupo tiene que pararse sobre las víctimas agonizantes. Róza Hirsch está entre las primeras que reciben un disparo en la nuca. A su marido, como a todos los que se encuentran postrados, lo ejecutan en la cama del hospital.

A las cinco de la tarde del 17 de enero oscurece en la calle Városmajor. Después de la masacre los flecheros vuelven con bidones llenos de querosén. Primero entran al edificio y en las habitaciones rocían las camas, el suelo y los cadáveres. Luego, en el patio, vierten el querosén en tres hogueras en las que apilaron uno encima del otro a los muertos. Las llamas de las hogueras hechas de cuerpos humanos vuelan alto, el espeso humo negro se arremolina hacia el cielo invernal. El hedor dulzón de la carne quemada se mezcla con el olor asfixiante del querosén. Los cuerpos calcinados se mezclan con la nieve, el barro y las hojas caídas de los árboles, y se convierten en una masa irreconocible. Mueren ciento cincuenta personas en el hospital Bíró Dániel de la calle Városmajor.

Es mi bisabuela la que tiene que ir a reconocer el cadáver quemado y casi irreconocible de su madre, Róza Hirsch. Los restos terrenales de las víctimas son enterrados en la primavera de 1945, en el pentecostés judío, en el viejo cementerio ortodoxo de la calle Csörsz debajo de una lápida blanca de mármol. En la lápida tallan ochenta y cinco nombres y una oración. El primer nombre en la lápida es el de mi tatarabuela.

 

Hija de mi pueblo, cose un saco y esparce cenizas sobre ti.

Por las personas que están aquí registradas.

Aquí están enterrados los santos huesos. Hombres, mujeres, jóvenes y viejos, preciadas y perfectas leales personas de bien. Quienes buscaron en el hospital refugio de las garras del enemigo y soportaron con paciencia las torturas, las miserias, sus sufrimientos.

El día de la opresión: Erev rajs chajdes svát en 5704. Fueron más fuertes que los leones, más livianos que las águilas. Juntos, en masa, bendijeron el nombre del Eterno mediante la muerte de todos ellos en manos de los flecheros y luego sus almas juntas ascendieron a lo alto, sus cuerpos se quemaron y sus huesos se deshicieron.

Quienes permanecieron los recogieron y los enterraron aquí, con gran tristeza y llanto Erev svüjesz en 5705.

Dios, recuerda estos altares y apiádate del resto del rebaño en reconocimiento del mérito de los que aquí descansan.

“¡Qué peso siempre

tira, aprieta mi corazón

Te pedí que si me hablas me hables

de tal manera que te entienda!

 

¿Qué puedo hacer

si el idioma en el que me hablas

acaricia incesantemente mi cuerpo?

Tus ojos en mi pecho,

tu boca tartamudea mi nombre”

OHNODY: Frío

Una vez que terminamos en la consulta en Orfi, el instituto nacional de reumatología y fisioterapia, nos subimos al tranvía 4-6 y nos vamos directo a Városmajor, a nuestra heladería preferida de la calle Csaba. En el parque nos cruzamos a madres con cochecitos de bebé y a parejas jóvenes paseando sus perros. Me gusta esta zona. No sólo por ser una chica de la zona de Buda. Hay algo que me atrae, como un imán diminuto, invisible, escondido entre los hilos del tejido, que está oculto y que sólo se siente cuando con la mano acaricias la tela. Tus dedos palpan delicadamente el frío del metal. Un pequeño latido en la zona del pecho.

De adolescente, cuando tenía mal de amores venía seguido al parque de Városmajor. El silencio de los umbrosos árboles, la soledad de los banquitos y la imagen de los ancianos jugando al ajedrez me tranquilizaban.

Antes de jubilarse, mi madre trabajó diez años en la calle Városmajor, enfrente de la clínica cardiovascular, y si bien disfrutaba su trabajo, ya en los últimos años empezó a hacer la cuenta regresiva. A veces la visitaba en su oficina, la observaba ocultar su edad con su accionar activo: va y viene, habla por teléfono, organiza. Le falta la lentitud de las ancianas en su movimiento, camina con agilidad juvenil y sus ojos azules mantienen la vivacidad, incluso después de los sesenta años. Mi madre está envejeciendo bellamente. Su cuerpo nunca delató la violenta tormenta que se estaba desatando en su interior. Eso sólo lo veíamos nosotros. Mi padre, mi hermana y yo. A veces pienso que solamente yo logré descifrar el carácter misterioso de mi madre. Su aliada invisible, esa soy yo. Un verdadero pacto de sangre entre nosotras, entre madre e hija, desde tiempos inmemoriales. Ella es yo. Y, sin embargo, no. ¿Cuántas veces me quise librar de la sangre de mi madre, lavarla, lavar el interior de mi cuerpo, raspar de las paredes de mis arterias los diminutos glóbulos pegados, generar una nueva circulación, nuevos huesos, nuevos ojos azules, para no tener ni siquiera un décimo de parecido?

Hay días en los que lo logro, y hay otros en los que siento que en el lugar donde se encuentra mi corazón no languidece un pedazo de carne con sangre que palpita vacío, sino un milagro que siente y vive, que yo misma volví a traer a la vida. Hay días, sí. Por ejemplo, cuando miro a mis hijas. Pero si me paro enfrente del espejo incluso hoy veo a mi madre en el reflejo. Los rasgos de mi cara, mi frente alta, los mechones de pelo gris que cubren mis sienes, mi postura encorvada, debajo de mi nuca, el pequeño bulto en la vértebra cervical –una joroba que pasa desapercibida–, los pliegues en mi panza, mis muslos, mis pantorrillas, todo me recuerda a mi madre. Y mi fortaleza, mi perseverancia, mi fe en la vida, mi voluntad de luchar; la herencia que recibí de mi madre. Se me pega como una estampilla, me traspasa la piel, nos convertimos en una sola. Ni cuatro décadas alcanzaron para que no la vea solamente como una imagen en blanco y negro, sino que vea sus colores, el verde, el azul, el rojo, el amarillo, que pueda evitar todos los filtros y pueda tener una imagen viva de ella, y que se revele ante mí la inocente realidad de mi madre.

En la heladería no hay mucha gente, nos atienden rápido. La empleada le pregunta a Zsófi qué le pasó en la mano. Sólo un pinchazo, contesta la niña y hace un gesto como restándole importancia, sería muy largo de explicar. Pide de pistacho y caramelo salado. Pero si quisiera cuatro bochas también se lo permitiría. Cuando era más chica la anestesiaban mientras le inyectaban esteroides en las articulaciones inflamadas: en los tobillos, las muñecas y en los dedos de las manos. Pero a los dieciséis ya no la anestesian. Cuando la aguja llega a la articulación, ella chilla y yo empiezo a llorar. Es la primera vez que me pasa.

La doctora mueve la cabeza en signo de desaprobación: madre, ¡repóngase y recupere sus fuerzas!

Zsófi se enfermó hace cinco años, justo cuando todo empezaba a acomodarse alrededor nuestro. Me había calmado, había hallado mi hogar.

Ese verano, Zsófi se quejaba todo el tiempo de que le dolía el tobillo, pero yo no le di mayor importancia. Se la pasaba corriendo descalza, se trepaba a los árboles, seguramente sólo lo había forzado demasiado, pensaba. Una mañana de otoño, al entrar a su habitación para despertarla, la encontré llorando en la cama.

—Mamá, me arden, me laten todas las extremidades, me duele todo, el dolor me penetra hasta los huesos. Es como si me quedara chica mi propia piel, mamá, ¡mira mis dedos!

Tomo sus manos en las mías, observo los dedos hinchados al doble del tamaño normal, disimulo mi pánico, con una calma forzada le digo que vamos a llamar a la doctora para que nos diga qué hacer. Pero Zsófi se queda en la cama. No puede pararse. Tiene las rodillas y los tobillos hinchados. Se queda sentada en el borde de la cama, asustada, mientras yo hablo por teléfono.

Hospital de niños, análisis de sangre, exámenes, esperas interminables en los pasillos. El médico, que me habla con una voz inquebrantable, monótona, no deja ver ni una expresión en su cara. La piel tensa, como un muñeco de cera. Con su camisa planchada y su corbata negra parece más un agente de seguros o el empleado de una casa funeraria. Todo el cuerpo de Zsófi está inflamado, se trata de una enfermedad autoinmune, parecida al reuma de la vejez. El médico no dice nada que suene prometedor, según la postura actual de la medicina no hay cura, podemos aplicar un tratamiento paliativo, ni me pregunte por las causas de la enfermedad, y cuando lo interrogo acerca de las probabilidades de curarse agrega que tal vez suceda hacia finales de su adolescencia, pero no somos ni dioses ni adivinos como para poder ver el futuro.

No encuentro mucha información acerca de enfermedades autoinmunes. Después de leer artículos, estudios, investigaciones y de preguntar mucho un joven estudiante de medicina hace una comparación con la cual se me aclara un poco el panorama: que me imagine el sistema inmune de Zsófi como un buen perro guardián, que tiene el deber de cuidar a su amo de cualquier intruso enemigo. Pero el perro de Zsófi no sólo les ladra a las personas no deseadas, sino que a veces muerde hasta a su propia dueña.

—El organismo se vuelve contra sí mismo.

—No entiendo, doctor. ¿Entonces la niña se enferma a sí misma?

—Algo así —resuena su respuesta.

Miro sin comprender la pared de azulejos verdes del pasillo del hospital, del que seremos huéspedes frecuentes por un tiempo. Se aproxima un largo otoño.

Zsófi apenas va a la escuela y aunque su organismo reacciona bien a los esteroides, ni bien paramos con la medicación vuelven la inflamación y los dolores que conlleva. Hay veces que mi marido la tiene que cargar en su regazo desde el auto hasta la casa después de una pijamada de cumpleaños porque al despertarse no puede ni pararse. Está siempre agotada, cansada, impaciente y enojada. La mayoría de las veces conmigo y con ella misma. De semana a semana trato de descubrir qué hace que su estado mejore o empeore, mientras constantemente me pregunto por qué enferma una niña de diez años, qué puedo hacer para que se cure. Medicamentos, inyecciones, terapias y la esperanza de que cuando llegue a la adultez todo esto desaparezca. Nos alegramos por cada mes asintomático, y cada dolor, cada articulación inflamada, deja una herida en mi corazón. Una herida que tarda mucho en sanar y que deja una huella imborrable.

Con el tiempo, la enfermedad de Zsófi se convierte en parte de nuestra vida; su tratamiento, en nuestro ritual. No tenemos otra opción. Ante la necesidad, nos adaptamos a este cambio de vida.

Una vez por semana tengo que aplicarle la inyección. La primera vez la enfermera me muestra cómo tengo que pinchar la aguja por debajo de su piel, luego despacio inyectar el agente activo. Observo cada movimiento. Primero esteriliza el brazo de Zsófi, pellizca su piel entre su dedo índice y su pulgar, mientras tanto me explica que tengo que sostener ese pedazo de carne con firmeza, con fuerza. Me dice que lo agarre bien, y le advierte a Zsófi que no mueva su brazo ni de casualidad. Después, con un movimiento decidido, la pincha. Veo cómo la punta metálica de la aguja desaparece a través de la piel de Zsófi.

—Preste atención a una cosa, madre: no toque un músculo ni de casualidad, inyecte la sustancia despacio, gradualmente, no toda junta de repente porque entonces se hincha, se pone rojo, le va a tirar la piel a la niña. Si esto igual sucede, póngale hielo, y las siguientes semanas no pinche dos veces en el mismo lugar. Puede elegir pinchar en el brazo, en la pierna o en la panza.

No pincho en el mismo lugar. Voy alternando entre el muslo y el brazo, en la panza no me deja. Me preparo minuciosamente para darle la inyección. Todas las semanas. El miércoles es nuestro día.

Después de la cena abro la heladera. Las inyecciones están en el estante más alto. Abro la caja de cartón que contiene cuatro unidades. Los sueros están ordenados uno al lado del otro en fila como si fueran un arma química. Inyecto la sustancia transparente en un frasquito estéril, luego le saco el envoltorio a la aguja, que previamente he preparado de manera muy cuidadosa. El color de la tapa es naranja, esa es la que tiene la punta más finita, con esa es con la que menos duele. Mientras succiono la sustancia del frasquito presto atención a que no quede aire adentro de la jeringa y miro también la cantidad, verifico que la sustancia no sobrepase de ninguna manera la pequeña línea blanca.

Entro al cuarto de Zsófi, donde debo persuadir, suplicar, convencer un poco. Todos los miércoles. Nuestra ceremonia conjunta. Madre e hija juntas. Yo pincho la aguja, ella me aprieta el muslo desesperadamente. Nos transmitimos el dolor la una a la otra. Nuestra sangre circula junta. Lo que ella siente lo siento yo, lo que yo atravieso lo vive ella. Después de un año me rindo. Soy incapaz de provocarle más dolor semana tras semana mientras le digo que aguante un poco más, que ya casi terminamos. Me sustituye mi marido. A él no se le opone. Entre ellos no hay una cuerda tensa a punto de romperse en cualquier momento.