Las cloacas del oro - Isaac López Pita - E-Book

Las cloacas del oro E-Book

Isaac López Pita

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Beschreibung

Jordi Jiménez es contable en una empresa dedicada a la venta de joyas a las tiendas de joyería mediante el uso de viajantes. Por primera vez va a ver en directo cómo se desarrolla en la práctica el trabajo de uno de ellos, Evaristo. El viaje junto a él se convierte rápidamente en una aventura que le permitirá conocer, en apenas 48 horas, mucho más de lo que podría imaginar cuando su jefe, el señor Forcadell, le invitó a que acompañase al mejor viajante de la empresa. Bajo la luz de la ciudad, en las cloacas de la ambición, descubrirá cuánta gente chapotea, oculta, en ese sucio lodo en busca de un enriquecimiento tan ilícito como imparable.

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Las cloacas del oro

Un cuento de policías y ladrones sobre las miserias áureas

Isaac López Pita

 

 

Primera edición: Noviembre 2022

© 2022 El club de la niebla, Madrid

Autor: Isaac López Pita

Ilustrador: Guille Galeote

ISBN: 978-84-18985-26-3

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

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Y Aarón les dijo: «Quitad los pendientes de oro de las orejas de vuestras mujeres, de vuestros hijos y de vuestras hijas, y traédmelos. Entonces todo el pueblo se quitó los pendientes de oro que tenían en las orejas y los llevaron a Aarón». Y él los tomó de sus manos y les dio forma con buril, e hizo de ellos un becerro de fundición. Y todos dijeron: «Este es tu dios, Israel, que te ha sacado de la tierra de Egipto».

Éxodo 32

Índice

PRÓLOGO

1. EVARISTO

2. LA TIENDA

3. JOYEROS Y PESCADEROS

4. EVARISTO Y FORCADELL

5. MIGUEL SEGURA

6. LA SORPRESA

7. CAMINO DE BARCELONA

8. RESONANCIA

9. COMISARIO SILVANO

10. BARCELONA

11. FORCADELL

12. LA HORA DE LA VERDAD

13. CERRANDO

14. OLVÍDATE DE TI

EPÍLOGO. ORO, JOYERÍA Y DELINCUENCIA

Prólogo

Hubo una época, no muy lejana, en la que el comercio entre los industriales y las tiendas funcionaba gracias a una clase de profesionales, una especie podría decirse, conocidos popularmente bajo el nombre de viajantes.

Pronto, muy pronto, para la mayoría de la gente, esta especie será prácticamente desconocida; podríamos decir, incluso, que ya casi lo es para los nacidos hace menos de cincuenta años. La inmensa mayoría, si entiende el significado nominal de la palabra viajante, no alcanzará a entender el importante papel real que desempeñó socialmente, y entre aquellos que tengan referencia de su existencia, pocos habrá que hayan conocido alguno en persona.

Su hábitat, antes extendido por todos los sectores comerciales, desde la lencería hasta la joyería, se encuentra hoy prácticamente destruido. El viajante de antaño necesitaba para su supervivencia de una implantación informática inexistente o mínima, de difíciles conexiones telefónicas, de lentas comunicaciones por carretera y, principalmente, de un comercio minorista muy fragmentado, repartido en múltiples dueños, y de un mundo ajeno a Internet, a las grandes superficies, a las cadenas de tiendas de un solo propietario y a la despoblación de las ciudades y grandes pueblos de provincia; es decir, del polo opuesto a lo que es el mundo de hoy.

La especie floreció en todo su esplendor en la España franquista más próspera, aquella que salía de la gran miseria que había dejado la guerra, la posguerra y el total aislamiento internacional, y tuvo su culmen en los años ochenta y los primeros noventa. A medida que la capacidad de consumo crecía, se abrían tiendas y más tiendas cuya única, o casi única, forma de comprar era la visita de un viajante que, ya fuera con muestras o con productos para entregar en el momento, se personaba físicamente en ellas para dar la oportunidad al comerciante local de proveerse de género para revender luego a sus conciudadanos.

Cuanto mayor era el aislamiento de una población, si esta tenía habitantes suficientes, más palpable era la presencia de los viajantes que, haciendo ruta para visitar a sus clientes, iban llenando de alegría y de dinero los sitios en los que paraban, dando qué hacer a las casas de comida, luego llamadas restaurantes, a las pensiones y hostales, luego sustituidos por hoteles, y también, como no, a las tascas, los garitos de copas, los reservados de cartas y a otros antros locales llamados entonces de perdición y hoy, en su mayoría, de ocio nocturno.

Normalmente de buen convivir entre sí, rayano incluso en la camaradería, no era raro sin embargo encontrar casos de piques y animadversiones personales, ya fuera por competencia profesional o por diferentes comportamientos a la hora de pagar las celebraciones conjuntas.

El oficio de viajante, pues en esencia era un oficio y requería de un aprendizaje como el resto de los oficios, empezó a demandar cada vez más y más trabajadores, y aquellos que habían llegado primero, y habían desarrollado antes que los demás su experiencia, empezaron a ganar fuertes cantidades de dinero y sus conocimientos no siempre se transmitían de forma gratuita a sus sucesores. Qué duda cabe que la experiencia tenía un gran valor. Conocer cómo articular una ruta, dónde comer y dormir por un buen precio, poder entrar y cómo hacerlo en determinados establecimientos de postín, es decir los que más capacidad de compra tenían, esos a los que hoy, en el sumo disparate lingüístico de los anglicismos en el que vivimos, las empresas llaman premium, tenía mucho valor, y algunos lo cuantificaban en pesetas, sí, en pesetas y no en euros porque el reinado de la especie tuvo lugar cuando los españoles compraban y vendían en pesetas.

En 1949, Arthur Miller triunfaba con su obra «Muerte de un viajante». La obra, ambientada en los Estados Unidos, contaba como un viajante, Willi Loman, se acercaba al final de su vida profesional y personal. El protagonista, Willi, era, para aquel entonces, un hombre mayor que había perdido su sitio en el mercado, como lo pierden los toreros ante el toro, y el mercado, igual que el toro con el torero, o, mejor dicho, con mayor impiedad y eficacia, se lleva por delante a aquel que ya no tiene sitio y le deja, hecho un guiñapo, a la orilla del camino. No importa lo útil que hayas sido en el pasado, o los muchos toros que hayas lidiado, cuando pierdes el sitio, lo pierdes.

Hoy no mueren ya los viajantes de uno en uno, sino que el toro del progreso se lleva toda la especie por delante porque, como Willi Loman, todos los viajantes están perdiendo su sitio y son expulsados por la modernidad de lo que entonces fue su paraíso. En gran medida, este relato se escribe en memoria de una cultura que muere, de un modo de vivir y de trabajar que casi ha desaparecido y que empieza a sonar hoy, para nostalgia de muchos, tan arcaico como arar con bueyes.

1. Evaristo

–¿Estás listo?

–Sí, sí, cuando quieras, Evaristo.

–Venga, pues coge tú las dos maletas marrones y yo cojo la azul y la verde.

Ni una palabra más entre nosotros. Ascensor, garaje, cargamos maletas, nos sentamos en el coche y salimos a la calle y, al poco, a la carretera general. Todo en silencio, incluso cuando, ostentosamente, ha colocado en la guantera, en un doble fondo, un revólver.

Evaristo no dice nada, y yo, temeroso, aún menos. Es el viajante más veterano de la casa. Unos cincuenta y tantos, debe tener. Divorciado, sin hijos. Grande, gordo sin llegar a obeso, fuerte, con manos anchas, algo peludas y curtidas. Mucho pelo, piel morena y viejas cicatrices de acné en la cara, ancha y fea, con una nariz exageradamente carnosa y ligeramente colorada. Tiene un aire de innegable parecido al actor Antonio Dechenet. Viste con traje y corbata, como queriendo lucir etiqueta, pero todo en él huele a hortera de discoteca de pueblo. Es bronco en el trato con nosotros, los de la oficina, pero no debe serlo con los clientes, porque hablan maravillas de él.

En el mejor de los casos, parece un tipo corriente, situado, eso sí, sin duda, en el polo opuesto a esa elegancia que uno pudiera imaginar en alguien que trabaja con joyas. Es un poco por necesidad del oficio, el ser discreto y no ostentoso, pero, sobre todo, es un mucho por su condición personal. Pero vende, vende mucho, el que más de toda la empresa.

Yo, aunque soy mucho más joven, parezco un alfeñique a su lado. Menudo, un poco calvo y con cara de susto. Cumplo perfectamente el estereotipo de contable de viñeta de cómic. Es lo que soy en realidad, el contable de la casa, el hombre que le lleva los papeles y los números al señor Forcadell, y que mira por sus intereses como si fuesen los suyos. Por llegar a ser pelota, soy hasta un chivato de los errores de los viajantes y de los trampas y trampillas laborales de cualquier empleado.

–¿Vas bien, Jiménez?

–Sí, sí, este coche es cojonudo, parece que vamos parados. Ni un ruido, súper amplio, el asiento de cuero comodísimo… Pero, por favor, llámame Jordi, Evaristo, que somos compañeros.

–De acuerdo, Jiménez, como tú quieras.

Y de nuevo silencio. Qué hijodeputa, Evaristo: «Llámame Jordi. Como tú quieras, Jiménez». ¿Sospechará algo? ¿Habrá notado mi nerviosismo? Quizás sería mejor que intentase hablar de algo… No, es más fácil meter la pata si se habla. Seguiré callado salvo que me pregunte.

¿Por qué me siento tan poca cosa a su lado? Me pasa lo mismo con el señor Forcadell. Bueno y con mucha gente más, la verdad… Mi madre siempre me lo echaba en cara: «No te haces valer Jordi, eres igual que tu difunto padre», me decía. Quizás tenga razón, no me hago valer porque soy un cobarde y me siento una mierda al lado de gente con dinero, y Evaristo gana mucho. Cada vez que le pago las comisiones se me revuelven las tripas. Por eso se puede comprar este coche en el que vamos. El señor Forcadell dice que un viajante tiene que ir con un buen coche porque hace muchos kilómetros, y además es bueno para la imagen de la empresa. Sí, los viajantes sí, pero los contables no. Yo, que soy contable, ahí sigo en un rincón de mierda, sin luz natural y con una silla y en una mesa con más años que yo…

–Escucha, Jiménez –Evaristo rompe el silencio–, ¿de verdad quieres aprender algo en este viaje o solo vienes porque te lo manda el jefe?

–No, Evaristo, bueno, sí, quiero decir… Yo vengo porque espero entender cómo funciona el negocio de verdad… Sobre todo en la parte administrativa de la venta, porque no entiendo por qué hay tantos descuadres… Forcadell me dice que esto no funciona como un banco, que en este negocio es normal y que estando contigo esta semana lo voy a entender perfectamente.

–Bueno, pues la primera cosa que te digo Jiménez: no me toques los cojones cuando esté trabajando con el cliente delante. Lo que tengas que preguntarme, luego, en la calle o mientras comemos, pero delante del cliente, estate callado como si fueses mudo. Un maletero nuevo, como tú, no abre la boca salvo para saludar. Tú te pones detrás de mí y si te pido algo me lo das, pero, sobre todo, no metas baza entre el cliente y yo. ¿De acuerdo?

–Por supuesto, de acuerdo, Evaristo. Así lo haré. Siento ser una molestia para ti estos días.

–Tranquilo, tú obedece y verás cómo al final hasta nos hacemos amigos. Pero métete en la cabeza que en el viaje mando yo. Se va a donde yo digo, se come y se duerme donde a mí me parece bien y si no tengo ganas de hablar en el coche, no me des conversación.

–Perfectamente entendido Evaristo. No tendrás problemas conmigo, te lo aseguro.

–Estupendo. Pues te voy avisando que en una media hora paramos a almorzar, aunque sea temprano. Es un bar de carretera que tiene pinchos y raciones muy buenas. No hace falta pasar al comedor y vigilamos el coche desde dentro, a través del ventanal. Hay que comer ahora porque no sabemos cuándo podremos hacerlo después. Seguro que no antes de la noche, y veremos a qué hora.

2. La tienda

–Aquí aparcamos un momento, Jiménez. Tú no te muevas del coche. Yo te cierro por fuera y me llevo las llaves. La alarma se queda puesta, pero tú puedes moverte con tranquilidad. Es perimetral y solo salta si alguien intenta entrar al coche o abrir el cofre del maletero. No te angusties si tardo… aunque espero volver en cinco o diez minutos como máximo.