Las cuatro esposas de Felipe II - Antonio Villacorta Baños-García - E-Book

Las cuatro esposas de Felipe II E-Book

Antonio Villacorta Baños-García

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Beschreibung

Felipe II contrajo matrimonio cuatro veces, todas ellas bajo el imperativo categórico de la razón de Estado. Aceptó que las razones políticas -dinásticas y patrimoniales- determinaran su elección matrimonial. Así, el interés geopolítico le lleva al matrimonio con su prima, María Manuela de Portugal. Tras enviudar, contrae nupcias con la reina María Tudor, que significó para él un auténtico calvario. Movido por los intereses de una buena vecindad, se casa con Isabel de Valois, hija de los reyes de Francia. Tras el fallecimiento de esta, el rey, buscando una relación óptima con la otra rama de los Habsburgo, se casa con su sobrina Ana de Austria, hija de su hermana María. Las cuatro esposas de Felipe II describe los pormenores, datos y documentos referentes a estos hechos, y nos introduce en la vida privada de varios de los protagonistas del gran espectáculo de la Historia. Es un libro riguroso y ameno, que invita a cruzar el umbral del siglo XVI y a familiarizarse con sus grandes personajes.

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EPUB

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Las cuatro esposas de Felipe II

© 2011 byAntonio Villacorta Baños - García

© 2011 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

Cubierta: Felipe II con armadura, Tiziano. Museo del Prado. Madrid.

© Foto Oronoz.

ISBN eBook: 978-84-321-3884-3

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. El editor está a disposición de los titulares de derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto.

Índice

Créditos

Índice

María Manuela (Infanta de Portugal)

Carlos V e Isabel de Portugal, padres del príncipe Felipe

Primeros pasos del príncipe Felipe

El príncipe Felipe en disposición de gobernar

La violencia con Francia

Instrucciones formales del Emperador a su hijo

Carlos V y Francisco I de Francia en busca de alianzas matrimoniales. Una rivalidad histórica

Se firma el contrato matrimonial

La comitiva de Medina Sidonia

La princesa María Manuela de Portugal y el príncipe Felipe

María en Badajoz y boda en Salamanca

Las emociones de los jóvenes esposos

Breve visita a la reina Juana

La Casa de la princesa María Manuela

Malogrado matrimonio

Muerte de María

María Tudor (Reina de Inglaterra)

Nueva situación política en el entorno europeo (1553)

María de Portugal queda desplazada

La luz nueva

La historia de María Tudor

Viaje de Felipe

Felipe en Inglaterra y ceremonia nupcial

Salida de Felipe hacia Flandes

Renuncia del Emperador a sus títulos

Proclamación de Felipe en España

Breve nota valorativa de la renuncia de Carlos

La soledad de María Tudor

Regreso de Felipe II a Inglaterra

Definitiva salida de Inglaterra

Estrategias de guerra

Enfermedad y muerte de María

Isabel de Valois (De la Casa de Valois)

La muerte del Emperador, una nueva página

La paz de Cateau-Cambrésis

Matrimonio por poderes, una gran boda

Malogrado destino del Rey francés

Encuentro de Isabel de Valois y Felipe II, ceremonia religiosa del enlace

La Reina y el Rey

La Reina y el Príncipe

Carlos, príncipe heredero

La Casa de Isabel

Vida en la corte

La convivencia

Del diario de madame de Clermont

En Aranjuez

Otra vez en Toledo

Una visita al convento del Castañar

La corte en Madrid

Aficiones y actitudes de niña

Isabel de Valois es ya una mujer

La llamada Conferencia de Bayona

Encuentro de Catalina con su hija Isabel

Valoración política del encuentro

Isabel regresa a Castilla

Intimidad amorosa

Las reliquias de San Eugenio

Nace una niña

Bautizo de Isabel Clara Eugenia

Nace Catalina Micaela

El apresamiento y muerte del príncipe Carlos, y las indisposiciones de la Reina

La Reina percibe su final

Muerte de Isabel de Valois y dolor de Felipe

Ana de Austria (De la Casa de Austria)

La nueva situación

¿Quién era Ana de Austria?

Boda real por poderes

Viaje hacia las tierras del esposo

El duque de Alba «recibe» a la Reina

Sigue el viaje

En Castilla, su tierra de nacimiento

Boda en Segovia

Entrada en Madrid

Felipe y Ana, hacia una adaptación burguesa

Una cuestión no suficientemente esclarecida (Antonio Pérez)

Descendencia de Felipe II y Ana de Austria

1) Príncipe Fernando

2) Infante Carlos Lorenzo

3) Infante / Príncipe Diego Félix

4) Príncipe Felipe

5) Infanta María

Otros acontecimientos desde 1571 a 1580

El Escorial

Los Reyes y Alonso de Orozco

La cuestión portuguesa, derechos dinásticos de Felipe II en el reino de Portugal

La decepción de Ana de Austria y su muerte

Soledad de Felipe

Los amoríos de Felipe II: Isabel Osorio, Madame D’Aller, Eufrasia de Guzmán, Princesa de Éboli, Margarita de Austria

Índice Onomástico

María Manuela

(Infanta de Portugal)

 

 

 

Carlos V e Isabel de Portugal, padres del príncipe Felipe

 

Carlos V e Isabel de Portugal se habían casado en 1526 en Sevilla, en los Reales Alcázares, cuando el ambiente sevillano del mes de marzo anunciaba la primavera y el embriagador perfume de su alumbramiento estallaba en derredor; un aire impregnado de jazmines y azahares, un marco de irrealidad casi mágico. Y ha prendido en ellos el fuego de una pasión determinante. Apenas puso sus ojos en Isabel, nos dirán las crónicas de la época, Carlos quedó definitivamente alumbrado y cautivo. Serían los efectos de un ámbito irrepetible de regocijo común y convivencia amorosa. Una realidad jaleada de hermosura, cuyos contornos se difuminarán, pero no desaparecerán con el tiempo.

Carlos había nacido en 1500, en el palacio de los príncipes de la ciudad de Gante, era hijo de Felipe el Hermoso y de Juana la Loca, y había adquirido por herencia un inmenso patrimonio territorial, en parte resultado del azar, además de ser elegido emperador a la muerte de su abuelo Maximiliano, el título más relevante de la Cristiandad1. Isabel nació en el palacio real de Lisboa en 1503, en el esplendor de una corte opulenta de olor ultramarino, en el regocijo cosmopolita de los descubrimientos, que luego Camoens elevará a la categoría de símbolo. Era hija del rey portugués don Manuel I y de la infanta castellana María, hermana ésta de Juana la Loca. Consecuentemente, Carlos e Isabel eran primos hermanos, los dos nietos de los Reyes Católicos.

La emperatriz Isabel era una de las mujeres más hermosas de su época, imposible soslayar ese aspecto, según podemos colegir por el cuadro de Tiziano que la retrata, hoy en el museo del Prado. Los elogios hacia esta mujer tienen algo de hiperbólico, pero han sido constantes, y han cristalizado con solidez a lo largo de la historia. Hay que afirmar que el cuadro lo pintó Tiziano por encargo del Emperador después de haber fallecido Isabel, a partir de otros retratos existentes, por lo que, en el ánimo del Rey, la función de la pintura debía de ser la glorificación y el enaltecimiento; o lo que es lo mismo, la recreación de la belleza y la memoria del amor. Se comprende, de este modo, el grado de ensalzamiento y mitificación de su persona que ha perdurado hasta hoy mismo. La imagen de la Emperatriz en la pintura nos muestra un semblante de serenidad, majestad y belleza; y sus ojos, color de avellana, parecen seguir desprendiendo destellos luminosos. La perfección de su rostro, la finura de sus gestos, su semblante, la impregnaban de fragilidad y delicadeza (así nos la han presentado, además, cronistas que la conocieron). Por su parte, aunque Carlos no estaba dotado de esplendores físicos, sí era el príncipe más admirado y deseado del mundo cristiano, predestinado para llevar a cabo una misión supranacional. Sus súbditos conquistaron los imperios azteca e inca y circunnavegaban la tierra, propiciando un imperio sin límites. Pero eran momentos relevantes en la historia de la Humanidad. Europa, sin escatimar esfuerzos, había emprendido algo tan osado como la conquista del mundo. Y España se reservaba en ese proceso un protagonismo principal.

Sevilla vibró en fiestas, en una atmósfera cálida y acogedora; en ese ambiente festivo y relajado trascurrirían las primeras semanas del matrimonio. Luego siguió la luna de miel en Granada, en situación no menos gozosa, disfrutando ambos del amor entre los rosales y las fuentes de la Alhambra, donde se forma, en torno a los nuevos esposos, una auténtica corte preciosista y literaria. Citemos algunos de esos personajes, testigos de aquellos rumorosos momentos: Baltasar de Castiglione (nuncio papal y refinado humanista), Andrea Navagero (fino imitador de Virgilio y Cátulo), Garcilaso de la Vega (gentilhombre de Carlos V y poeta), Juan Boscán (poeta), Diego Hurtado de Mendoza (humanista), Alfonso de Valdés (destacado erasmista), Antonio de Guevara (predicador real y cronista), y muchos otros. Una ciudad donde aún se percibían, en el murmullo de sus fuentes y el color de sus flores, los suspiros de los poetas árabes que desde la distancia evocaban su tierra amada2.

Cuando las necesidades de gobierno lo exigen, se procede al traslado de la corte a Valladolid, donde Carlos acomete sus funciones agobiantes de gobierno, tornando a una realidad que bien pudo parecerle despiadada. Es en esta capital donde tendrá lugar el nacimiento del príncipe Felipe, el 21 de mayo de 1527, a las cuatro de la tarde. Un día lluvioso, inolvidable para su progenitor. El bautizo se celebró el 5 de junio, en la iglesia dominica de San Pablo. Estos hechos se vieron ensombrecidos por el conocido saqueo de la ciudad de Roma por las tropas imperiales, al mando del condestable de Borbón, amotinadas e incontrolables. El papa Clemente VII, tan veleidoso siempre contra el Imperio y sus dominios en Italia, aliado de Francia, tuvo que refugiarse en el castillo de Sant’Angelo, derrotado y humillado. Pero significó un escándalo social y menoscabó las razones morales que esgrimía el Emperador en su argumentario político. Toda la cristiandad gravitaba en torno a esta ciudad, antigua señora del mundo, capital de los césares, baluarte de la civilización cristiana.

 

 

Primeros pasos del príncipe Felipe

 

Felipe vivirá los primeros años de su vida rodeado de mujeres. Se crió junto a su hermana María, que tenía un año menos, bajo el cuidado directo de su madre, la emperatriz Isabel. Fue un niño normal, de frecuentes travesuras, con sus buenas y malas inclinaciones. No hay algo singular o extraordinario en su infancia, ninguna circunstancia que llame especialmente la atención. A partir de 1535 se establece su Casa; es decir, se designa a las personas que van a servirle de modo directo, por lo que su situación cambiará básicamente. Se fija para él un plan formativo integral, y se nombra a su ayo, Juan de Zúñiga, comendador mayor de Castilla. Un hombre de la completa confianza del Emperador. Había tenido otro ayo anteriormente, Pedro González de Mendoza, descendiente de los duques del Infantado. Relevantes personajes se dedicarán a partir de ese momento a la educación de Felipe, como los humanistas Juan Ginés de Sepúlveda, Cristóbal Calvete de Estrella y Honorato Juan (discípulo de Luis Vives), además del clérigo Juan Martínez Silíceo, que es nombrado preceptor. Aprende a leer y escribir, y se le proporcionan conocimientos de lengua latina, gramática, filosofía e historia, así como rudimentos de música y de otras ciencias, cuidando en todo caso su desarrollo físico con habilidades y destrezas, como jugar a las armas, subir a caballo, correr, justar, tornear o danzar. Una instrucción amplia y variada que orientó sus dotes e inteligencia natural y marcaría su futuro. Un ámbito educativo que cabe calificar como propio del Renacimiento. Por su parte, Isabel predispuso la mente de su hijo a la aceptación de los principios y preceptos católicos, forjando una personalidad de sólida contextura religiosa. Incluso en su infancia le exigía momentos de oración. Y le trasmitió algunos de los rasgos de carácter que distinguieron después su figura humana y vital. El Emperador le instruía en las artes de la política y de la guerra, como un noble ejercicio y desarrollo de virtudes varoniles. Aprendió los valores del trabajo, del esfuerzo y la disciplina. Siendo aún muy joven, le hace asistir a deliberaciones del Consejo del Reino, cuando se discutían problemas internacionales. El patrocinio de Carlos V sobre su hijo y su influencia persistirán mientras viva (mantendrá contacto epistolar con todos sus educadores), y él será un hijo siempre respetuoso con las decisiones de su progenitor. Puede asegurarse también que aprendió muy pronto a disimular sus sentimientos y a ocultar sus emociones

Felipe sufrió la muerte de su madre Isabel en plena adolescencia, en 1539. La imagen de un muchacho de 12 años, sobrecogido y pálido, cabalgando al lado del féretro de su madre, blasonado con las armas imperiales y las de España y Portugal, ha sido recogida reiteradamente por la historia, pero también por la leyenda. Y algunos autores han exagerado el impacto en su vida personal y afectiva, afirmando que le predispuso prematuramente a la gravedad y a la melancolía. Sin poner en duda el carácter dramático de la situación y la influencia en su psicología juvenil, solo muchos años después, a la muerte de su tercera mujer, Isabel de Valois, se advierten en Felipe esas tendencias aislacionistas, solo entonces comenzará a ver su vida en clave de pasado, y acudirán a él escrúpulos y vacilaciones.

 

 

El príncipe Felipe en disposición de gobernar

 

Durante la estancia del emperador Carlos V en España, desde diciembre de 1541 hasta mayo de 1543, se formaliza el compromiso matrimonial del príncipe Felipe con María Manuela de Portugal. El comendador y secretario privado de Carlos V, Alonso de Idiáquez, llevó a cabo una labor importante en tal sentido, por indicaciones de su señor, inclinando la voluntad del príncipe hacia lo que más convenía, con el importante acuerdo entre los dos reinos. Felipe era entonces, como reconoce Marcel Dhanys, el mejor partido de Europa3. Habían existido otros proyectos matrimoniales para él desde niño, pero hijo de madre portuguesa al fin y al cabo, se prefirió una vinculación con Portugal. El Emperador, no si dudas sobre lo más conveniente, miró en efecto hacia Portugal, donde su hermana menor, la reina Catalina, insistía en la conveniencia de seguir vinculando a los dos reinos vecinos para encaminarlos hacia la unidad. Del mismo modo, la hermana menor de Felipe, la infanta Juana de Austria, orientará en su momento su porvenir en Lisboa, casándose con el príncipe heredero portugués, Juan Manuel, matrimonio malogrado por la temprana muerte de este último. Pero se había tratado, en definitiva, de un doble pacto matrimonial (o juego político) entre los reinos de Portugal y Castilla, que los aproximaba un poco más.

Subyace en estos proyectos, y, desde luego, se advierte en la perspectiva de la monarquía española, la idea de que Portugal y Castilla debían de ser reinos unidos y caminar juntos en el concierto histórico de los pueblos. Fue la idea del Emperador, estaría en el ánimo de Isabel de Portugal, y Felipe la asumió y acunó desde niño. Con el tiempo, después de no pocos avatares, azuzado por la historia y sus «contradicciones», el católico Rey tendrá el privilegio de ver cumplido el deseo, nada menos que encarnando esa realidad en su propia persona. Años después, ciñendo ya la corona portuguesa, sus dominios territoriales se extendían por Europa, Asia, África y América. En su concepción religiosa de la vida, en su visión trascendente del porvenir humano, no albergó nunca la menor duda: se trataba de un designio providencial, ya perfilado durante el reinado de los Reyes Católicos; un propósito, en efecto, fijado por la Providencia divina y regido por su inescrutable voluntad. Dios guiaba los pasos de su dinastía, dominadora y triunfante, y él sería un rey esencial en la guarda de la fe y ortodoxia católicas en el mundo, como lo había sido su padre, el Emperador; o sus bisabuelos, los Reyes Católicos. Dios le había deparado inmensos dominios y territorios y debía preservarlos unidos en la misma identidad de fe. Esta sería su gran misión en la Historia4. Sin duda, en él confluyeron líneas de fuerza esenciales en nuestro devenir histórico. Un presente exultante de una España imperial.

 

 

La violencia con Francia

 

Es a mediados de julio de 1542 cuando Francisco I lanza su proclama de amenaza contra el Emperador e inicia los preparativos bélicos. El antagonismo entre el Rey de Francia y el Emperador, y las razones personales que lo originan, exigiría un estudio psicológico de ambos mandatarios. La guerra, que no se pudo evitar a pesar de los intentos del papa Paulo III, se llevará a cabo esta vez en tres frentes principales: en los Pirineos, en la frontera franco-belga y en Italia (en el valle del Po). Carlos V se vio obligado a salir de España para estar presente en los escenarios de la guerra.

Pero antes de su salida, desde Barcelona, el Emperador ordena al duque de Medina Sidonia, don Juan Alonso de Guzmán, haga todo lo necesario para traer a la princesa María Manuela de Portugal, y así celebrar el matrimonio religioso con la presencia de los contrayentes. Quiere que el enlace de su hijo se celebre cuanto antes, una vez efectuada la unión por poderes. Se lo manifiesta al Duque de este modo:

 

Duque primo: habiendo de enviar personas a recibir a la princesa, nuestra hija, a la raya de nuestros reinos y Portugal y acompañarla hasta donde el príncipe se hallare para el matrimonio, considerando la conveniencia de la calidad de vuestra persona, casa y estado para semejante caso, os habemos querido rogar os queráis disponer a hacer este camino y estar prevenido para cuando seáis avisado que debéis partir…5.

 

Aunque el encargo significa predilección y honra, el Duque se muestra envanecido por ello, también supone un desequilibrio económico para su patrimonio, los gastos han de correr por su cuenta y serán cuantiosos. Pero el halago regio identifica su dignidad y la confirma. ¿Acaso no se trataba de un privilegio?... Bien podía permitirse el sacrificio y condescender en lo material o económico.

Todo ha sido previsto convenientemente. El encuentro físico del Príncipe y la Princesa habría de tener lugar en la ciudad de Salamanca, según los planes fijados por el Emperador. Los tiempos para cada jornada de viaje y los itinerarios a seguir por la comitiva que había de traer a Castilla a la Princesa, así como los lugares donde pernoctarían se fijaron con sorprendente minuciosidad, aunque no siempre podrían cumplirse.

A su salida de España, Carlos V deja como gobernante a su hijo Felipe, que ya había jurado los privilegios del reino de Aragón y los procuradores aragoneses le habían aceptado como príncipe heredero (Cortes de Monzón de 1542). Los de Castilla ya lo habían hecho cuando el príncipe era un niño de meses (Cortes de Madrid de 1528, reunidas en San Jerónimo). Don Felipe queda como regente de los reinos y habrá de presidir las reuniones de Estado, con solo 16 años. Contará con la ayuda del cardenal Juan Pardo Tavera, presidente del Consejo; de García de Loaysa, Juan de Zúñiga, duque de Alba, conde de Osorno, Francisco de los Cobos, Fernando de Valdés, y otros cortesanos relevantes. Ellos llevarán las riendas del poder a través de los Consejos, y controlarán la toma de decisiones, estarán al lado del Príncipe y vigilarán sus movimientos. Nada se escapará al control que Carlos ha determinado con todo detalle en su ausencia. No obstante, Felipe ha necesitado acelerar su aprendizaje e incrementar sus conocimientos básicos de estrategia política nacional e internacional.

 

 

Instrucciones formales del Emperador a su hijo

 

Antes de embarcar, desde Palamós, el Emperador envía a su hijo por escrito una serie de normas que han de servir de guías de gobierno y modos de actuación personal, las famosas instrucciones confidenciales (existían otras, de contenido público, firmadas en Barcelona unos días antes), que llegaron a constituirse en todo un programa de vida para el Príncipe, tanto en el ejercicio de su autoridad de gobierno como en la prevención y alerta sobre la rectitud y orden de su vida privada. Estas normas de actuación, para el buen gobierno del Príncipe, en los ámbitos públicos y privados, se ajustan a la realidad que ha de vivir, y le avisan del carác­ter y limitaciones de los cortesanos que han de asesorarle, sus consejeros; pero marcan también pautas de conducta que sirven para todo tiempo y lugar. Su base es la propia experiencia del Emperador, a ella recurre en sus advertencias a su hijo. Quiere que comprenda lo antes posible cómo la ambición humana dirige a los seres humanos, aunque sean importantes sus cargos y elevadas sus dignidades; cómo todo tipo de defectos delimitan la pureza de las costumbres y condicionan las conductas. Sus sirvientes no se verán libres de la codicia ni de la vanidad. Dada la situación anímica de Carlos en el momento que redacta las instrucciones, replegado en su soledad íntima y bajo los efectos de un temprano agotamiento físico, tienen también un tono de melancolía. Obsérvense en síntesis:

• El Príncipe tiene la obligación de ser un buen cristiano y ha de vigilar la pureza de la fe en la sociedad, apoyando a la Inquisición y doblegando a la herejía con todos los medios que la legalidad le permita.

• El Príncipe ha de administrar la justicia y ser celoso guardián de ella. Pero ha de armonizar la severidad con la clemencia, el castigo con el perdón. Y los oficiales de justicia no han de moverse ni por afición ni por pasión, una justicia igual para todos es algo esencial, pues se trata de un derecho que ampara a todas las personas.

• Al personal de su servicio, sea cual sea el cargo al que se destina, ha de elegirlo con sumo cuidado, vigilando atentamente el modo de proceder y el comportamiento de cada uno.

• Ha de considerar las características personales de quienes quedan como ministros del gobierno. Y estar alerta sobre las facciones del poder existentes entre ellos, vigilando sus ambiciones personales (cita a los más proclives a la corrupción con sus propios nombres).

• Insiste en el carácter secreto de los consejos y sus deliberaciones, y le insta a mantener la máxima discreción sobre lo que allí se diga. Para su propio gobierno personal, especialmente estará atento para que ningún sirviente pueda atraer su afición mediante mujeres complacientes.

 

El Emperador se aleja de sus reinos peninsulares, pero no está seguro de la fortaleza y eficiencia de su hijo para acometer el gobierno a tan temprana edad. Sería la primera aparición política (pública) de Felipe. Y la regencia de Aragón conlleva dificultad adicional, con situaciones sociales, políticas o militares de complejo arropamiento jurídico. El constitucionalismo propio debilitaba el control desde el exterior. Su hijo era aún una incógnita como gobernante, no conocía su respuesta, aunque espera y confía en sus cualidades. Por otro lado, los asuntos imperiales no iban como Carlos deseaba. Los enfrentamientos con Francia restaban vivacidad a su vida y le sumían en la decepción. La muerte de Isabel de Portugal en 1539 era un peso que aún soportaba. Al Emperador le desalentaban las incertidumbres. Carlos saldrá de Madrid el 1 de marzo de 1543, y se hará acompañar en las primeras jornadas por el Príncipe y las infantas (María y Juana). Necesitaba el apoyo afectivo de todos sus hijos, la espontaneidad de sus gestos juveniles, sus muestras de incondicional amor. Seguirá la ruta de Aragón, como otras veces, hasta llegar a Barcelona, para embarcar en Palamós rumbo a Génova. En esta ocasión, antes de partir, ha visitado el santuario de Montserrat y se ha postrado a los pies de la Virgen. En todo lo que hace entonces va dejando un rastro de inquietud, como un destello de melancolía. Carlos se repliega sobre sí mismo, siente el vacío irreparable de Isabel; se muestra vulnerable y desorientado. Pero se trataba también de una despedida casi definitiva de España, regresará solo después de su abdicación en 1556 y para recluirse en Yuste. Tal vez lo presentía. Y es que en ningún otro lugar como en Castilla se había aproximado tanto a lo que podía considerar el gozo o la felicidad.

 

 

Carlos V y Francisco I de Francia en busca de alianzas matrimoniales. Una rivalidad histórica

 

Los años han ido debilitando a Francisco I, rey de Francia, que se abandona poco a poco a la voluntad de sus consejeros, algo inherente a cierta edad, a lo que se suma su desaliento e impotencia frente al Emperador. Pero Marino Cavalli (representante en Francia de la república de Venecia desde 1544 a 1547) afirma que todavía es posible (hacia 1545) hablar de su excelente complexión y atribuirle un estado físico vigoroso y gallardo. Las contradicciones a que conducen sus acuerdos con el poder otomano, como el que tiene lugar cuando prácticamente ambos ejércitos unidos toman Niza y los cristianos son vejados por los turcos, son difíciles de asimilar por una población muy cansada de las discordias bélicas6. Ahora, Francisco también obtiene algún triunfo sobre el Imperio. En septiembre de 1543 recupera Luxemburgo y, más tarde, cuando el ejército imperial pone sitio a la ciudad de Landrecies, las tropas francesas oponen una resistencia sin fisuras y disuaden al Emperador, que se verá obligado a levantar el cerco y batirse en retirada; aunque los cronistas hispanos lo justifican por la llegada del invierno. Y fue notable el triunfo de los ejércitos de Francia en la Pascua de 1544 en Cerisolas, donde las fuerzas imperiales obtienen un sonado castigo7.

Hostigado por estos fracasos, el Emperador había decidido llevar sus tropas contra los muros de París, con la alianza teórica de Inglaterra. Nada menos que con un ejército de cerca de 100.000 hombres. ¿Quería realmente adueñarse de París?, ¿con qué objetivo?, ¿era legítimo hacerlo?, ¿qué ocurriría después...? Si estuvo realmente decidida la invasión y toma de París, las circunstancias aconsejaron a todas luces no llevarla a cabo. Carlos abandonaría el proyecto en busca de unos acuerdos de paz que sí podrían llegar muy pronto, sin derramamiento de sangre, provocando con su retirada militar cierto apaciguamiento social, político y religioso. Realmente, la política militar del Imperio fue más defensiva que ofensiva, sus guerras tuvieron sentido político y hasta congruencia social. La tensión bélica disminuyó enseguida en toda Francia como consecuencia. Y la paz firmada finalmente en Crépy-en-Laonnais el 18 de septiembre (1544) no era ni más ni menos que una ratificación de los tratados precedentes, era la paz que ambos deseaban. Había una novedad: en este tratado se introducía el convenio matrimonial que establecía un lazo familiar entre ambas partes. El duque de Orleans se casaría con la infanta María, hija del Emperador, o con la hija de su hermano Fernando de Austria. En el primer supuesto, la dote serían los Países Bajos y el Franco Condado; en el segundo, se entregaría el Milanesado, el condado de Aste y todo lo anejo a ellos. Pero el Emperador, en esta última situación, mantendría mientras viviese los castillos de Milán y de Cremona. Carlos V, además, se reservaba sobre los acuerdos unos meses de reflexión previa, antes de su aceptación definitiva. Pero un pacto matrimonial precedente entre el príncipe Felipe y Juana Albret, hija de los reyes de Navarra, acordado hacia años por razones religiosas, ya había sido soslayado por el monarca francés, al obligar a Juana a casarse con el duque de Cleves (1541). En todo caso, la temprana muerte del duque de Orleans, unos meses más tarde, hizo inviable los proyectos y liberó a Carlos V de los compromisos, acaso concertados sin demasiado convencimiento.

También el brioso monarca francés, solo seis años mayor que Carlos, que había superado tantos sinsabores y los graves efectos físicos de la sífilis, sufría una lucha enconada con la vida. Durante el año 1545, nos dice Sandoval, el rey Francisco cansado de las armas continuas y porfiadas, y de los años, que ya le fatigaban, estuvo quedo, contento con la paz que con Carlos había capitulado. Su muerte, el último día de marzo de 1547, pudo ser una auténtica liberación para Carlos V, al tiempo que hizo de los demás compromisos políticos o militares algo irrealizable. Francisco I pasaría a la historia como el protector de las letras y las artes, restaurador de las letras y las artes, según la frase de Brantôme. Su curiosidad universal y la notable vivacidad de espíritu, fueron, acaso, notas características de su carácter. Tuvo ambición, apetito de aventuras, ingenio, inteligencia, intrepidez; pero también fue extravagante y careció de escrúpulos morales. Nunca se resignó a un papel secundario en el concierto europeo, ni aceptó su desalojo de Italia. Para impedirlo llegó a pactar con el sultán de Constantinopla. Pudo morir sin haber superado el resentimiento que le produjo su fracaso en la contienda electoral del Imperio. Se sintió acorralado, perseguido por la política imperial, por la propia persona del Emperador. Y un año antes, en 1546, había muerto Lutero, que resquebrajó definitivamente la unidad religiosa de buena parte de Europa. El Emperador no lo pudo evitar. En definitiva, el imperio carolino podía considerarse solo una construcción jurídica, sin unidad material, sin vínculos verdaderamente sólidos, sin unidad espiritual8. En esa realidad cabían las distintas creencias, aunque llevasen dentro el germen de la autodestrucción, la renuncia a lo que él había considerado siempre su esencialidad. ¿Qué ocurriría después?, ¿sobre qué columna fundamentar entonces la unidad?...

 

 

Se firma el contrato matrimonial

 

Es de suponer que el príncipe Felipe no tomara con demasiada gravedad las advertencias y pautas de conducta fijadas por el Emperador en sus instrucciones, pues a la vez, en tono menor, pero no con menor firmeza, parece decirle:

… desconfía de tus consejeros y servidores, y resérvate la autonomía en tus decisiones, fíjate cómo son, solo les mueve la ambición, y de ningún modo sucumbas con su adulación, actúa con mano firme y muestra seguridad en tus decisiones, aunque a ellos les afecte negativamente...

 

Sus dieciséis años le harían fijarse preferentemente en su inmediato enlace matrimonial, que se preparaba con todo detalle. Aquella unión era para él una excitante aventura que no podía quitar de su imaginación. Las descripciones físicas y morales de María Manuela, que le llegaban a través del embajador español en Lisboa, le sumergen en un marco de inquietud e irrealidad. Puede creerse fácilmente que viviera expectante por una corriente de relación amorosa a punto de exprimir. Se alza, pues, su futuro como un brillante amanecer, es el alba de su existencia, las ventanas del futuro se abren para que a través de ellas penetren los rayos del sol; su vida es un torrente de energía que se encauza felizmente.

Parece que el compromiso matrimonial de Felipe contó con su plena complacencia. Es más, consideró este matrimonio como el más ventajoso y conveniente para él, al que se sentía naturalmente inclinado. Y «rechazó» con vigor su compromiso con Margarita de Valois, hija de Francisco I de Francia, que también en su momento le fue presentado. Pero la idea de casar a Felipe con María Manuela, el proyecto matrimonial portugués, no era nuevo en la mente del Emperador, ni lo había sido, mientras vivió, en el ánimo de la Emperatriz. Y se destacan las ilusiones de futuro que el Príncipe forjó a través de este proyecto, cómo se incentivaron sus perspectivas de vida personal, cómo maduró su juicio y perfiló su temperamento y personalidad; pero, también, cómo la realidad, a pesar de todo, afectaría a su vida y le decepcionaría. La realidad decepciona casi siempre.

La princesa María Manuela era hija de doña Catalina de Austria (hermana del propio Carlos V), y de Juan III, reyes de Portugal. Juan III era hermano de la emperatriz Isabel, a su vez madre del príncipe Felipe. María había nacido en el palacio real de Coimbra,el 15 de octubre de 1527. La dote que traía era sustanciosa, y suponía un respiro para las exhaustas arcas imperiales. Juan III de Portugal se había comprometido a pagar 300.000 ducados, de los cuales 150.000 los reembolsaría con carácter inmediato,en las ferias de Medina de 1543. El enlace requería la dispensa canónica, dado que los contrayentes eran primos carnales (de padre y madre, como puede observarse)9.

El contrato matrimonial se firmó en Lisboa el 1 de diciembre de 1542. En nombre del Príncipe firmó el embajador castellano en Portugal, Luis Sarmiento de Mendoza. La boda por poderes tuvo lugar el 12 mayo de 1543 en el palacio de Almeirim, lugar habitual de vacaciones de los reyes portugueses. Ofició y dirigió la ceremonia el cardenal-infante don Enrique, tío de la novia (hermano de Juan III), y contó con la presencia de los propios reyes portugueses. En ese momento se hace pública la dispensa pontificia, dado el parentesco de los contrayentes.

Eran tiempos en que el comercio ultramarino agita y condiciona a la sociedad lusa. Los recursos de Oriente, de perfumes, sedas y pedrería llegaban a toda Europa, después de hacer su entrada por el estuario del Tajo a una Lisboa trepidante y universal. Portugal llevaba sus leyes y su lengua a naciones ya civilizadas y mercantiles. Juan III y Catalina de Austria en la metrópoli mantenían una corte casi igual de opulenta que don Manuel I, su antecesor, si bien sus vidas personales eran austeras, de una religiosidad casi monástica.

 

 

La comitiva de Medina Sidonia

 

La comitiva castellana que iba a recoger a María Manuela, según los requerimientos del Emperador, partió de Sevilla el 5 de octubre (1543), con el duque de Medina Sidonia al frente, para alcanzar la raya de Portugal, donde estaba prevista la entrega de la Princesa. Se trató de un séquito numeroso que tuvo todas las características de una exhibición suntuosa. Según manifestaron los cronistas y relatan multitud de autores, fueron muchos los caballeros andaluces acompañantes con un copioso bagaje de oro y plata y telas riquísimas, tapices flamencos, y muchos caballos ricamente enjaezados10. Componían la comitiva varios cientos de personas; Santiago Nadal habla de 3.000 acompañantes, siguiendo una relación de la época, pero se trata de una cifra claramente exagerada. Allí estaban el hijo primogénito del Duque, Juan Claros de Guzmán, el conde de Niebla; y su hermano, el conde de Olivares, don Pedro de Guzmán; y un enjambre de sacerdotes, escribanos, lacayos, cocineros, hombres de armas, criados en general. Solo para el servicio de señores y caballeros del cortejo del Duque habría a caballo más de cuarenta pajes,vestidos de seda de diversos colores, cada uno con la divisa y color de su señor. Iban caballeros de Jerez de la Frontera, Granada y otras ciudades andaluzas. La comitiva camina entre olivares y algarrobos, con enormes carromatos cargados de enseres y vituallas; los arrastran cuatrocientas mulas, bien enjaezadas. Por las noches, si no existen lugares poblados para el hospedaje, se plantan las tiendas y se adecentan con tapices y alfombras. El Duque va reclinado en su magnífica litera;las mulas que la conducían tenían de oro las herraduras.

El acompañamiento musical del Duque era igualmente espléndido. Numerosos músicos llevaban trompetas, atabales, chirimías, sacabuches y vihuelas de arco. Se cita expresamente a seis indios, que eran músicos de su casa y llevaban escudos con las armas de los Guzmanes. A la comitiva, que llegó a Badajoz el 15 de octubre, se unió el obispo de Cartagena, Juan Martínez Silíceo, conforme lo decidió el Emperador, que había llegado a esta capital desde Valladolid un día antes con una cohorte numerosa de eclesiásticos y servidores11.

Por su parte, la comitiva que llevaba a la Princesa, preparada con esmero por los reyes portugueses, igualmente suntuosa y magnífica, con relevantes cortesanos de la corte de Lisboa, llegó a Elvas el 20 de octubre. Estaba previsto que la entrega de María Manuela se hiciera en la misma frontera, en la mitad de un puente sobre el río Caya. El importante acto se había fijado para el 23 de octubre (1543). María Manuela y su séquito llegaron a ese lugar concreto, a dos horas después de mediodía. También los participantes del cortejo castellano llegaron al mismo lugar. Ochenta alabarderos formaron un gran cuadro en la parte portuguesa, conteniendo a la multitud que se agolpaba para no perderse detalle del acto. Las dos comitivas esperaban expectantes el momento.

Después de examinar y aceptar la documentación aportada por los castellanos, el duque de Braganza, que era el delegado principal de los reyes portugueses, a cuyo lado estaba el arzobispo de Lisboa, procedió a la entrega de la Princesa al duque de Medina Sidonia. La ceremonia siguió el protocolo y todos los pasos aprobados previamente, pero no sin dificultades. La comitiva lusa era emisaria de su rey, mientras que la castellana solo lo era de un príncipe, por lo que los portugueses se afanaban por imponer su derecho de prioridad, en orden a los actos que habrían de tener lugar (derecho de precedencia). Pero no llegaban a ponerse de acuerdo en los pormenores de la entrega, pues los castellanos se resistían a ceder protagonismo, hasta la intervención de Luis Sarmiento de Mendoza, que los portugueses respetaban mucho. Solo él logró superar los problemas con racionalidad y sentido común.

En el acto, por tanto, según nos trasmiten los cronistas, primero habló el duque de Braganza, con mucha solemnidad:

 

—Por mandato del rey don Juan y la reina doña Catalina, mis señores, he venido en compañía de la princesa doña María, mi señora, para que se efectúe el casamiento contratado, y a entregarla a quien trajese poder del señor Emperador o Príncipe su hijo.

—¡Aquí lo tenemos! —respondió el duque de Medina Sidonia.

—¡Muéstrelo!

 

El duque de Braganza tomó los poderes y mandó a un escribano que lo leyese en alto. Luego, los letrados portugueses después de deliberar, confirmaron al Duque la suficiencia del poder que los castellanos aportaban. El duque de Medina Sidonia intervino entonces para que los cortesanos de Portugal confirmaran, dieran fe, de la identidad de la Princesa, y los escribanos de Badajoz tomaron nota del testimonio.

Como colofón, el duque de Braganza preguntó a la princesa María Manuela:

 

—¿Vuestra Alteza es contenta que yo la entregue al duque de Medina, que está presente, para que la lleve y entregue al muy excelente príncipe de Castilla?

—Sí —­respondió la Princesa.