Las culturas de la argumentación - Juan Carlos Pereda Failache - E-Book

Las culturas de la argumentación E-Book

Juan Carlos Pereda Failache

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Beschreibung

Las prácticas de argumentar se construyen como comunicaciones entre dos o más animales humanos, o cuando un animal humano se desdobla y conversa consigo mismo. Esta forma de agencia que es argumentar consiste en intercambiar razones con el propósito de persuadir: de orientar la atención y condicionar y hasta determinar deseos, creencias, afectos, acciones. Pero con tal agencia no se trata de persuadir de cualquier modo; se busca convencer con razones. Se orientan y, si es posible, se determinan deseos, creencias, afectos y acciones respaldándolas en razones, y en esas articulaciones de razones que son los argumentos. Por eso, si no me equivoco, quien atiende esos artefactos, las razones y los argumentos en cuanto construcciones de una práctica humana adopta una perspectiva fecunda, con no pocas consecuencias. ¿Cuáles son éstas?

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Rectoría General

Ricardo Villanueva Lomelí

Vicerrectoría Ejecutiva

Héctor Raúl Solís Gadea

Secretaría General

Guillermo Arturo Gómez Mata

Rectoría del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas

Luis Gustavo Padilla Montes

Coordinación de Entidades Productivas para la Generación de Recursos Complementarios

Missael Robles Robles

Dirección de la Editorial

Sayri Karp Mitastein

Primera edición electrónica, 2022

Texto

© Juan Carlos Pereda Failache

Coordinación editorial

Iliana Ávalos González

Jefatura de diseño

Paola Vázquez Murillo

Cuidado editorial

Mariana Hernández

Diagramación y diseño

Paola Vázquez Murillo

Pereda Failache, Juan Carlos, autor

Las culturas de la argumentación: una tradición del pensar nómada / Carlos. -- 1a. ed. –Guadalajara, Jalisco: Universidad de Guadalajara: Editorial Universidad de Guadalajara, 2022.

(Tablero de disertaciones).

Incluye referencias bibliográficas

ISBN 978-607-571-677-0

1. Razonamiento. 2. Discusión. 3. Debate 4. Persuasión I. t. II. Serie

169 .P43 CDD22

BC177 .P43 LC

QDTL THEMA

D.R. © 2022, Universidad de Guadalajara

José Bonifacio Andrada 2679

Colonia Lomas de Guevara

44657 Guadalajara, Jalisco

www.editorial.udg.mx

01 800 UDG LIBRO

ISBN 978-607-571-677-0

Octubre de 2022

Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, existente o por existir, sin el permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.

Índice

Introducción

PARTE I  UN PROGRAMA

1 Reglas de una cultura de la argumentación

2 La argumentación en cuanto práctica

PARTE II  MATERIALES MÁS O MENOS SISTEMÁTICOS

3 ¿En qué consiste un buen argumento?

4 ¿Qué es una falacia?

5 Sobre las patologías de las prácticas de argumentar

PARTE III  UN ÁLBUM DE FAMILIA (DE VAGOS RECUERDOS)

6 Sócrates, Wittgenstein y esa maldición, la resistencia a argumentar

7 Unamuno y el lema “rigor se dice de muchas maneras”, Vaz Ferreira y el “quijotismo de la razón”

8 Las políticas del sentido. Estrategias de Carnap, Ryle, Quine, Donnellan y Putnam para el ciclo reconstructivo

9 Preponderantemente sobre los ciclos veritativos o epistémicos. Debates a partir de Jürgen Habermas

PARTE IV  LO OTRO MALO DE LA ARGUMENTACIÓN

10 ¿Existe algún afuera de la violencia?

Referencias bibliográficas

Notas al pie

Introducción

Las prácticas de argumentar se construyen como comunicaciones entre dos o más animales humanos, o cuando un animal humano se desdobla y conversa consigo mismo. Esta forma de agencia que es argumentar consiste en intercambiar razones con el propósito de persuadir: de orientar la atención y condicionar y hasta determinar deseos, creencias, afectos, acciones. Pero con tal agencia no se trata de persuadir de cualquier modo; se busca convencer con razones. Se orientan y, si es posible, se determinan deseos, creencias, afectos y acciones respaldándolas en razones, y en esas articulaciones de razones que son los argumentos. Por eso, si no me equivoco, quien atiende esos artefactos, las razones y los argumentos en cuanto construcciones de una práctica humana adopta una perspectiva fecunda, con no pocas consecuencias. ¿Cuáles son éstas?

Las prácticas no se encuentran aisladas. Si las prácticas son abarcadoras y, por satisfacer necesidades que importan a los animales humanos se vuelven prominentes en una sociedad, no pocas veces construyen culturas. A su vez, éstas respaldan y hasta esbozan formas de vida. Por eso, respecto de las prácticas de argumentar me propongo explorar una conjetura: pensar su concertación afortunada de prácticas de diversos tipos, su distribución de materiales y recursos, coordinándolos, como culturas de la argumentación.

Tales culturas son propias del ejercicio de una razón porosa: de un razonar, por decirlo así “agujereado”, porque no se encierra en sí, ni es proclive a las inculturas o, más bien, a las barbaries de la cancelación. Se trata, pues, de prácticas de argumentar permeables a las circunstancias, tanto objetivas como subjetivas, y que exploran en varias direcciones. Por eso, una cultura de la argumentación posee ramificaciones, a veces inesperadas; por ejemplo, depende tanto del ejercicio de la responsabilidad como de la colaboración. A su vez, en el plano político es un fragmento de una cultura de la democracia. ¿Cómo es eso?

Por lo pronto, se supone que quien intenta persuadir con argumentos a otros animales humanos, si se los ponen en duda, debe tener el hábito de responsabilizarse de lo que ha enunciado y de volver a respaldarlo, sucesivamente. En principio, las cargas de responsabilidades —las cargas de la prueba de una argumentación— carecen de límites. Sin embargo, de una situación a otra, quienes argumentan se topan a cada paso puntos de llegada, no pocas veces razonables, aunque derrotables. Así, lo que se consideran evidencias teóricas o certezas prácticas permiten y hasta exigen dejar de argumentar, y si es pertinente, de responsabilizarse. Un principio de responsabilidad rige, pues, no sólo el argumentar genuino, sino también las interrupciones de sus prácticas. ¿En qué sentido?

Atribuimos un principio de responsabilidad moral, legal, política y económica, tanto en las circunstancias negativas, cuando hay argumentos que censuran, como en las positivas. En ambos casos, el principio de responsabilidad se descubre como un principio normativo. No obstante, asumir la responsabilidad de un daño no conduce por necesidad a remordimientos, ni merece castigo legal. Si una persona o un grupo interrumpe las prácticas de argumentar y golpea a otra u a otro y da razones (digamos, ofrece argumentos que muestran que actuó en defensa propia), esa persona o grupo asume la responsabilidad del daño. Sin embargo, esa persona o grupo evita, entre otros, el castigo legal, al exponer razones para justificar lo que hizo —si estamos frente a buenas razones—.

Circunstancias como éstas remiten a otra propiedad de la atribución del principio de responsabilidad en la agencia con que se lleva a cabo una argumentación: sus adjudicaciones suelen tener varios grados de complicación. A veces, a una persona o a un grupo se les considera corresponsables de una acción u omisión porque sus argumentos han sugerido o planeado esa acción u omisión. Se trata de una responsabilidad mediata o, como a veces se señala, de una “responsabilidad intelectual”. En estos casos y otros similares, con argumentos más o menos claros y otros confusos, se introducen grados en la atribución de la responsabilidad, tanto moral como legal, política o económica, porque a veces una persona o un grupo no tenían claras las consecuencias de su acción. Con frecuencia, la atribución de grados de responsabilidad es el comienzo de ásperos debates morales, legales, políticos, económicos, cuando no de juicios legales. En éstos, se piden explicaciones sobre el grado de la ofensa; se aduce el principio in dubio pro reo; se reconstruyen cadenas causales enredadas; se intercambian alegatos con pedidos de disculpas o de sanciones; se apoyan condenas o salvedades. Así, se respalda una razón Q con otra, P, según la fórmula:

(1)P, por lo tanto, Q.

Claramente, pues, las atribuciones para evaluar a partir del principio de responsabilidad y sus hábitos se encuentran entrelazadas con las prácticas de reflexionar consigo mismo y de deliberar con otras personas y, por lo tanto, con sentir culpa o defenderse. Sin embargo, en ocasiones solemos dar y recibir respuestas del tipo:

(2)Q porque X (X son las intenciones o creencias de una persona, o las circunstancias o instituciones en que se encuentra).

Frente a (2) es probable que pronto se replique: “Conocer sus intenciones y las circunstancias e instituciones en que se encontraba me explican cómo actuó. Pero sus motivos no lo justifican”. Si la persona insiste en aclarar intenciones o en enunciar circunstancias que explican por qué hizo lo que hizo y se niega a dar buenos argumentos que respalden su acción, esa negación pasa a formar parte del juicio que formulamos sobre ella. En los casos negativos, aumentará la acusación de irresponsabilidad; en los positivos, tal vez reconstruyamos señales de pudor para rehuir el vicio de la vanidad.

Argumentar implica también un principio de colaboración y sus hábitos. Básicamente, en las prácticas de la argumentación se trata de la colaboración entre las funciones “proponer”, “oponer” y “juzgar”. Por eso, quienes participan en prácticas de argumentar, aunque introduzcan de manera constante, e incluso con pasión y hasta ira, la función “oponer”, no rompen con esas prácticas o siquiera las bloquean. Por el contrario, como parte de la participación en esa práctica cooperativa que es argumentar, se usa la función “oponer” en sus variaciones: objetando la propuesta defendida, refutándola, recusándola, desestimándola o contraargumentando (cf. Marraud, 2020: 71).

De ahí que las prácticas de argumentar sean una escuela decisiva para aprender un hábito constitutivo de la sobrevivencia humana: ayudarse. Pero ese ayudarse no pocas veces tiene complicaciones. El principio de colaboración implica actuar en conjunto para realizar tareas con discernimiento, aunque también con formas de eficacia que suelen irritar y hasta dan furia. Sin embargo, ¿por qué respecto de estas prácticas estamos ante una “escuela decisiva” de colaborar?

Se trata de una “escuela decisiva” porque en tal colaborar hay que aprender a actuar, a veces a regañadientes y hasta con enojo, sin candados: movilizando la atención entre diversas perspectivas y entre deseos, creencias e intereses opuestos, acompañados de afectos no menos opuestos. Así, al argumentar con frecuencia hay que sobreponerse a la tendencia, tan humana, a producir fracturas en las interacciones. De ahí que las prácticas de argumentar se alejen también de cualquier forma de multiculturalismo: esa publicitada reproducción de “zonas amuralladas o barrios más o menos aislados”, de “comunidades en cuanto guetos con usos y costumbres inmunes a la crítica” y “sordas” a otras voces. Por el contrario, numerosas prácticas de argumentar se llevan a cabo atravesando esferas de interés en conflicto y desgastando descalificaciones que buscan excluir. Así, un principio de interculturalidad, esto es, un nomadismo entre culturas recorre las prácticas de argumentar y, a cada paso, las modifica, las reconforma. Por eso, una argumentación no secuestra voces, sino que pone de manifiesto que sus participantes son lo que inevitablemente somos los animales humanos: semejantes-diferentes. En consecuencia, inexorablemente tendremos que ponderar acuerdos y desacuerdos en los que, con capacidad de juicio, si se argumenta, se matizarán y graduarán esos acuerdos y desacuerdos.

Además, en las prácticas de argumentar estamos ante una “escuela decisiva” de la colaboración porque se aprende a interactuar también de manera en extremo discontinua en el espacio y en el tiempo. Notoriamente, quienes argumentan no tienen que encontrarse en el mismo lugar o en la misma época. Es evidente que en algunas argumentaciones no se puede responder más o menos de inmediato a las objeciones de un oponente; en ocasiones, incluso se vuelven imprescindibles las traducciones, que implican reconstruir discursos enteros teniendo en cuenta que provienen de otros lugares, de otros tiempos. Más todavía, prácticas de argumentar que dejan de interesar en cierto lugar, en cierto tiempo, a veces son retomadas, y se prosiguen con insospechable creatividad en otros lugares, en otros tiempos —incluso en culturas lejanas—.

Por otra parte, en las prácticas de argumentar también estamos ante una “escuela decisiva” de colaborar porque tales prácticas permiten alcanzar metas diferentes, aunque no pocas veces interrelacionadas. Así, en tales prácticas estamos ante series de fases constituidas por diversas propuestas y objeciones que se repiten, o ciclos argumentales. En éstos, hay nomadismo como contrapunto y, a veces, como competencia.

Se adelantó que una cultura de la argumentación incide en la vida pública. De esta manera, el principio de responsabilidad y el principio de colaboración y los buenos hábitos o virtudes que con razón porosa los mecanismos de esos principios generan, si se institucionalizan, procuran hacerlo a partir de un ethos igualitario, promoviendo el ideal de un igualitarismo colaborador respetuoso de cada persona como fin en sí misma o democracia.

En el plano legal, este igualitarismo exige igualdad ante la ley. Sin embargo, esa igualdad no se sostiene en el vacío —o, más bien, cuando se la condena al vacío se destruye porque se reduce a un conjunto de instituciones zombis o mercenarias—. Para restablecerse necesita, además de condiciones políticas y económicas, buenos hábitos al interactuar, costumbres de buen convivir, porque no se gobierna en el vacío. Por eso, la democracia se vuelve una palabra-cáscara, una palabra sin referente, allí donde no se cultive, entre otros recursos, esa cultura nómada y anómala: la cultura de la argumentación.

Se objetará que defender un holismo práctico entre las virtudes de la responsabilidad, de la colaboración y de las prácticas de argumentar en conexión con cierto régimen político parece obligarnos a concluir que sólo en una democracia y sus complejas instituciones se construyen artefactos para argumentar, que sólo ahí se cultiva el ejercicio de virtudes que producen una agencia responsable y colaboradora. Tal conclusión sería otra extravagancia de la razón arrogante. Como si sólo a partir de un régimen político tan tardío en las diversas culturas de la humanidad —y hasta hace poco escasamente apreciado a lo largo de la historia— pudiese haber reacciones tan primitivas, características de esos animales que somos las personas humanas, como los mecanismos usados en la colaboración, en la responsabilidad, en los intercambios de razones.

Para eliminar la extravagancia y, a la vez, no debilitar el holismo práctico propuesto, es útil apelar al método de los hallazgos retrospectivos.¿En qué consiste este método? A partir de lo que en cierto tiempo ya se considera un valor, es posible rastrear indicios o, por decirlo así, semillas entreveradas de ese valor o, si se prefiere, procesos que pueden reconstruirse a posteriori como conducentes a ese valor —inquietudes precursoras que tarde o temprano aportarán materiales para realizar plenamente ese valor—. Tomando como base ese método, hay que considerar tanto el ejercicio de las virtudes de la responsabilidad y la colaboración, como las prácticas de argumentar llevadas a cabo en las más diversas culturas en cuanto semillas dispersas de democracia; procesos que a posteriori reconocemos como anuncios de tales comportamientos.

Al respecto, atendamos un momento la ansiosa interrogante de la última clase de un curso sobre pensamiento político moderno, de Hobbes a Kant, que impartí hace años. Las y los estudiantes preguntaron: ¿cuál sería la lección moral, legal y política, la lección principal, la lección inevitable que podemos extraer de esa narrativa apasionada y turbulenta acerca del poder? He aquí una respuesta de entonces, que todavía comparto: con su concepto de estado de naturaleza, Hobbes hace presente la tierra violenta en que hemos vivido, en que todavía vivimos y que tal vez nunca abandonemos del todo. Es una tierra no sólo repleta de fracturas sociales, sesgos discriminatorios, exclusiones descalificadoras, sino arrasada por intereses a veces asesinos que imponen luchas de todas y todos contra todas y todos, las cuales se han “normalizado”. Sin embargo, en esa violencia “normalizada” no sólo es posible afiliarse al partido de la pesadilla, porque tampoco faltan los espacios que son semillas del buen convivir y sus expectativas: procesos que anuncian comportamientos fuera de la violencia, fuera de un “estado de naturaleza normalizado”. A su vez, Kant enfatiza que en esos anuncios ya se encuentra una tierra con otro horizonte: ese que no pocas veces nos prometemos con la tercera fórmula del imperativo categórico, un reino de los fines en el que todas y todos colaboremos con responsabilidad y donde, argumentando, resolvamos desavenencias. Las historias no sólo cuentan, también enseñan. Quizá de esta narrativa aprendamos algo: o cultivamos esas semillas de virtudes que conducen a prácticas de argumentar cada vez más abarcadoras, permanecemos en el estado de naturaleza o regresamos a él una y otra vez. Acaso no haya otra opción. Vale la pena, empero, tener en cuenta esas articulaciones de nomadismos que son algunas narrativas personales. ¿Como cuáles?

El impulso de confesarse aligera el alma. Ese impulso, al infundir un poco de transparencia en los enredados recorridos de nuestras vidas, nos reconcilia al menos con buenos momentos de los caminos andados, y nos empuja a retomar sus hábitos más prometedores y proseguir por ahí. He aquí un pequeño fragmento de las experiencias con las que me reconcilio. Muy temprano, al cursar la secundaría en el Uruguay, una de mis lecturas fue la Lógica viva de Carlos Vaz Ferreira (1910).1 (Ese manual de autoayuda que, a la manera de otros manuales más célebres como el Discurso del método de Descartes o el Tractatus de Intellectus Emendatione de Spinoza, abren caminos inesperados de la mente: muestran formas de vida no sólo que merecen probarse, sino que urge ensayar.)

Respecto de la Lógica viva, en el prólogo a la edición de 1910, Vaz Ferreira indica que se trata de “un estudio de la manera como los hombres piensan, discuten, aciertan o se equivocan —sobre todo, de las maneras como se equivocan—, pero de hecho: un análisis de las confusiones más comunes, de los paralogismos más frecuentes en la práctica” (Vaz Ferreira, 1910: 15). Por eso, algunos estudiosos la han calificado de “semiótica del error” (Liberati, 1980: 10), “introducción a la pragmática de la argumentación” o de “un conjunto de virtudes que son utilísimas de tener en cuenta en cualquier conversar”. Con su agudeza habitual, Luis Vega (2003: 301) la calificó de “lógica civil”:2 lógica civilizadora que transforma a un montón de individuos que viven en medio de hostilidades en un pueblo que discute con responsabilidad. Al mismo tiempo estamos ante un manual de autoayuda que enseña a cada persona a leer y escuchar críticamente, y a hacerlo tanto cuando se trata del diario o del informativo del día, como cuando se escucha o se lee discursos con autoridad (científica, moral, política…) o, con cierta frecuencia, sólo con pretensiones de autoridad.

“Pretensiones de autoridad”: en este sentido, libros como la Lógica viva, o parecidas herramientas de la razón porosa, pueden usarse también como terapias públicas, incluso inesperadamente, en contra de arraigados vicios coloniales. Así, tales ejercicios para evitar las malas argumentaciones educan a resistir, entre otras adicciones, el afán de novedades, esa plaga de las y los marginales que consiste en querer enterarnos de cualquier novelería que propagan las consideradas Casas Centrales del Pensamiento. Esos ejercicios enseñan, asimismo, a no sucumbir en un vicio peor, la tentación del fervor sucursalero: generar con una publicitada novelería una “sucursal de pensamientos en alguna de nuestras comunidades subalternas”. Como si tal empresa fuese posible, como si se pudiesen multiplicar franquicias con los pensamientos, ahorrándose el trabajo de reexaminarlos. Ahora bien, tales terapias son también útiles para combatir el vicio opuesto, pero complementario a los otros: el entusiasmo nacionalista. Ese entusiasmo, a la vez colonial y colonialista, no se constituye más que como la exaltación alternativa, ciegamente victimista, del “nosotros”, usando como medio la degradación o, si se lo considera útil, el odio de lo ajeno: de todo “lo otro”.

Prosigo en el camino, narrando experiencias. Precisamente, unos pocos años después, o muchos años después —a veces, en el recuerdo parece que los caminos de la vida no fueron tan largos y llenos de obstáculos como lo fueron—, cursando el doctorado en Alemania me topé con las teorías acerca de la acción comunicativa de Jürgen Habermas (1987, véase también Habermas, 1985 y 2010, entre otros textos), y con las reflexiones sociales y políticas en relación con las prácticas de argumentar que éstas implicaban. De inmediato pensé —¿con razón arrogante?— que algunas de esas teorías podían considerarse como prolongaciones y elaboraciones afortunadas de la Lógica viva, y otras como idealizaciones inútiles que tarde o temprano acababan por convertirse en caminos sin salida.

En medio de nuevas y apasionantes lecturas (las decisivas contribuciones a la teoría de la argumentación, sobre todo, aunque no sólo, de investigadores canadienses y de la pragmadialéctica, una escuela en gran medida holandesa), y de otros torbellinos —gente cambiante, pensamientos cambiantes, paisajes cambiantes—, de pronto me grité: “hay que ponerse a pensar ya, un poco por sí mismo, por precarios que sean esos pensamientos”. Así, como guía para mis clases, ya enseñando en México, escribí con audacia juvenil un libro disparejo y prematuro, que personalmente me ha resultado de la mayor utilidad: Vértigos argumentales: Una ética de la disputa (Pereda, 1994a). Más allá de los inadecuados desarrollos en lógica y teoría de la argumentación, en las siguientes páginas me importa todavía retener algunas de las preocupaciones que ahí planteé. Por ejemplo, acaso las peores patologías argumentales no se cometan en el nivel de los argumentos aislados —argumentos que son malos pero que parecen buenos, o falacias—, sino, más bien, si un conjunto de argumentos —o todo un discurso— pierde su medida: se vuelve abrumadoramente parcial y sucumbe en lo que llamo “vértigos argumentales”.

Aunque en los años siguientes me atrajeron y, en algunos casos, no sería exagerado indicar, me conmovieron otros intereses, aun así no dejó de inquietarme cómo pensamos, discutimos, acertamos, nos equivocamos y las consecuencias que en las prácticas y, en general, en nuestras sociedades tiene argumentar bien y mal. A partir de esas inquietudes, y de insistentes invitaciones de aquí y de allá para escribir sobre la argumentación, redacté los apuntes siguientes: se trata de algunos materiales más o menos sistemáticos y otros que siguen la estrategia del recoger histórico. Fueron pensados como apuntes preparatorios con el propósito de escribir un libro de autoayuda para circunstancias subalternas. En los últimos tiempos, la ya avanzada edad, entre muchas resignaciones, me enseñó que nunca escribiré ese libro. Por eso, y accediendo a una amable invitación de Fernando Leal Carretero a reunir estos apuntes,3 los presento como lo que son: anotaciones, sólo eso, provisorias, de un estudioso o, más bien, de un estudiante de la teoría de la argumentación que, pese al exceso poco soportable de las repeticiones,4 y de varias insuficiencias terribles —entre otras, los escasos ejemplos concretos que analizo—, quizá puedan ayudar a seguir explorando esas prácticas que tanto nos autodefinen como animales humanos y construyen una parte —sólo una parte— de lo mejor que somos.

En su novela El invencible verano de Liliana —doloroso testimonio acerca de un feminicidio, el de su hermana—, Cristina Rivera Garza de pronto escribe: “Uno siempre es un caballo corriendo por su vida”. Al convocarlas, las palabras resuenan. Pese a nuestros ensueños o pesadillas de volvernos absolutamente sedentarios y hasta fantasmas que cancelan las interacciones, “uno siempre está corriendo” entre la gente o, al menos, por ahí, tanteando entre quienes creemos conocer y desconocemos, o andando a los tropezones con la imaginación: nomadismos inevitables. Pero no sólo eso: aunque moleste y quisiéramos pasarlo por alto, con razón porosa que solemos no querer asumir, de modo inevitable se es esa argumentadora o ese argumentador que distraídamente, paso a paso o al galope, se está jugando la vida.

1 Reglas de una cultura de la argumentación

R1. Cuando te confronten dificultades-problemas, dificultades-conflictos o dificultades-perplejidades, o metodológicamente supongas que te confrontan, defiende su trato —su solución, disolución, negociación o tratamiento— con buenas razones y, si es preciso, con buenos argumentos explícitos, conforma el patrón para atenderlas. La alternativa consiste en condenarse a alguna forma injustificada de violencia, individual o colectiva.

R2. Ten cuidado con las palabras.

R3. Resiste a las patologías de la argumentación hasta ir perdiéndolas poco a poco.

R4. Atiende a que tus argumentos no sucumban a la tentación de la certeza o a la tentación de la ignorancia, pero tampoco a la tentación del poder o a la tentación de la impotencia para que, incluso en circunstancias desesperadas, tengas el poder de recomenzar.

Una apresurada reflexión

A menudo, frente a fracturas sociales, pequeñas o graves, los animales humanos, en lugar de atrevernos a participar en prácticas de argumentar que las enfrenten y busquen superarlas, y, por lo tanto, en lugar de asumir con razón porosa las funciones de “proponente”, “oponente” o “juez”, nos arrinconamos cómodamente en esas patrañas, la ausencia de razón o la razón arrogante. (La facilidad seduce, y arruina.) Por ese camino, sin que siquiera nos demos cuenta, las palabras se convierten en aceptaciones ciegas y en servidumbre, en desprecio y hasta en odio disfrazado o no disfrazado. (Estas conductas desde lejos resultan un poco lo mismo.) Así, ya asumiendo que somos gente enojada, dejamos atrás los riesgos y complejidad de la agencia que exige la energía del pensamiento nómada respecto del oscilar entre darse, dar y pedir razones.

“Riesgos y complejidad de la agencia”: no pocas veces ofreciendo razones nos perdemos en lugares inhóspitos y enfurecemos, o envidiamos a quienes no están ahí. De ahí la utilidad de contar con algunas reglas, no en busca de códigos que determinen qué acciones concretas se deben realizar y cuáles no, sino de máximas subdeterminadas como posibles apoyos: amplios barandales, agarraderas pasajeras o bastones momentáneos para no caernos y desistir. También al argumentar estamos frente a la “complejidad de la agencia”, porque las razones y los argumentos usados, por un lado, tienden a pertenecer a algunos de los poderes de la sociedad en que vivimos; por otro lado, no conforman una sola clase. Es común encontrarse en encrucijadas de argumentos teóricos y prácticos, y de contenidos tan diversos como los argumentos epistémicos, morales, religiosos, legales, políticos, económicos… El holismo práctico es tan inevitable como el holismo fáctico. De ahí la utilidad de reformular la regla R1, de tal modo que se hagan explícitas algunas ramificaciones, por ejemplo:

R1.1.  Con tu poder de:

■ Toma distancia de la furia y las envidias que te encierran en ti y te empujan al escepticismo y a las acciones más arbitrarias, o al miedo que te acorrala y enceguece.

■ Enfrenta también la opresión de las estructuras sociales que, con violencia, enceguecen todavía más.

■ Hazlo actuando a partir de buenos hábitos o virtudes que, puestos en duda, se respaldan en las mejores razones y argumentos que encuentres.

Estas peticiones implican resistir la violencia, explícita o implícita, que recorre el uso de numerosas palabras con que se describe, interpreta, comenta, reconstruye, deconstruye… tanto las situaciones en que se encuentra la gente, como sus mismas autodescripciones. No hay que cansarse, entonces, de ejercer el arte de interrumpir cuando las palabras se han vuelto malas palabras, o excusas para no escuchar ni escucharse. Por eso, conviene también reformular y ampliar la regla R2, por ejemplo, del siguiente modo:

R2.1. No dejes de responsabilizarte ni de responsabilizar por el uso que haces de los recursos hermenéuticos —esos recursos que te permiten describir, reconstruir, reconocer, interpretar… personas, grupos, situaciones, fracturas sociales, narrativas—, recursos que se construyen con los argumentos verbales, aunque también de manera multimodal con argumentos que son imágenes fijas y móviles, con diagramas, con sonidos, etc.

Es notorio que haciendo buen uso y también abusando de ciertos recursos hermenéuticos, los animales humanos recorremos la vida y, en parte, la hacemos. Porque, por ejemplo, cuidando las palabras, distrayéndonos o mirando en ciertas direcciones y no en otras describimos bien y mal a personas, deseos, creencias, afectos, hábitos, objetos, normas, costumbres, instituciones, valores. A partir de esas descripciones atendemos o desatendemos tanto las interpelaciones de las demás personas, cercanas y lejanas, como del medio ambiente, y respondemos actuando de una u otra manera —en ocasiones de maneras por completo equivocadas—. Entre otras perversiones, consideremos el esquema para actuar que se expresa o se sugiere con ese recurso hermenéutico usado hasta el abuso que hace degenerar las polarizaciones sociales en la oposición “amigo/enemigo”. Quienes se dejen guiar por la segunda regla, frente a esa oposición generadora de estigmas que no dejan de multiplicarse, advertirá: cuidado con usar la oposición amigo/enemigo como si fuera intercambiable con otras oposiciones, por ejemplo, “partidaria/adversaria”, “proponente/oponente”, “proclive/antagonista”, “defensor/atacante”, “aliado/rival”, “partidario/contrincante”… ¿Cuál es el valor de esa advertencia? Los recursos de tales oposiciones para describir o interpretar envían la atención en diferentes direcciones. (No por común deja de ser pertinente el dictum: a la enemiga o al enemigo hay que evitarlos o contenerlos y, si no es posible, combatirlos. Con las y los adversarios o antagonistas se negocia o se hacen acuerdos de diversa índole, con consecuencias dispares.)

No tener en cuenta contrastes como éstos pronto se descubre como uno de los vicios para no dejarse interpelar. Son escudos de la razón arrogante para apartar esos semejantes-diferentes que somos las y los otros animales humanos, esos que de manera inesperada desde afuera a menudo irrumpen. De ahí que en los continuos de los contextos públicos-privados-íntimos, no conviene amarrarse a ningún recurso hermenéutico, al menos de tal manera que ya no sea posible ponerlo en duda. Demasiados amarres, por ejemplo, a la palabra “enemigo” e incluso a las palabras “adversario” o “antagonista”, causan extravíos. (Se sabe que no pocas veces sorprenden aquellas y aquellos a quienes considerábamos enemigos o, al menos, rivales. Eran más amigos de lo que sospechábamos, o, tal vez, de lo que queríamos creer. Lamentablemente también sucede la inversa.)

Cada día, entonces, hay que estar alerta para no depender absolutamente del uso de determinado argumento y, en general, de ningún recurso hermenéutico. Esa resistencia a la dependencia invita también a reformular la regla R3, por ejemplo, de los siguientes modos:

R3.1 Como participante en alguna práctica de argumentar cuídate de no perderte enredándote con tus propios recursos hermenéuticos, y mucho menos de intoxicarte con tus propias pesadillas; por eso, no dejes de usar el arte de interrumpirse para, de vez en cuando, reexaminarte, reexaminar tus prácticas y reexaminar su ubicación en la historia de tu vida.

R3.2 Sé consciente de que exageramos la independencia que tenemos de las circunstancias en las que nos toca vivir. En cada una de esas exageraciones —a veces virtuosas y otras veces viciosas— conviene tomar en serio esas dependencias, por ejemplo, el hecho de que las patologías de la argumentación resultan, en buena medida, de patologías sociales.

Ya el primer tratado que teoriza la argumentación en la tradición occidental, el Órganon de Aristóteles, contiene un libro dedicado a los argumentos que parecen buenos. Pero las patologías de la argumentación no se reducen a los argumentos falaces, y Aristóteles, así como la tradición ilustrada que lucha en contra de tales patologías, no ha dejado de saberlo. Por desgracia, no hay práctica de argumentar que no se pueda usar para multiplicar sesgos que estigmatizan. Éstos no permiten dirigir la atención de tal modo que se pueda tomar distancia de los males prácticos y epistémicos, y así abrirse caminos para proseguir. De ahí que también convenga reformular la regla R4 como un ejercicio de la razón porosa:

R4.1 Las prácticas de argumentar cumplen, en nuestras vidas, un papel menor del que solemos darles. Pero frente a estrecheces individuales y conflictos interpersonales e intergrupales, a menudo no hay mejor opción que respaldarse en tales prácticas y en los hábitos que éstas presuponen y aconsejan. Por eso, esfuérzate lo más que puedas por mantener una atención móvil para poder disponer de buenas razones, de buenos argumentos que, con fervor, promuevan el partido de la resistencia y, cada vez que sea posible, el partido del recomenzar que es el partido de la esperanza.

2 La argumentación en cuanto práctica

Indagar en qué consiste esa agencia, la argumentación en cuanto una práctica humana, implica —o al menos ésta es una propuesta que busco explorar— adoptar una perspectiva que la ilumina. Acaso esa perspectiva sea casi tan fecunda como lo sería atenderla pensando que está conformada por diversas conexiones entre enunciados;5 al menos, deja entrever otros aspectos y otras consecuencias de tal hacer. Exploremos, pues, con razón porosa, esto es, con pensamiento que avanza venciendo obstáculos con el propósito de caracterizar, en este caso, en qué consiste en general una práctica humana para luego atender las prácticas de argumentar. Pero se trata de una primera exploración. (Como tal, es previsible el desorden.)

Las siguientes condiciones conforman materiales de la agencia humana:

C1. Uno o varios animales humanos en cuanto agentes A, individuales o colectivos, tienen varias anticipaciones individuales y colectivas y, entre ellas, algunas presunciones.

C2. Los propósitos constitutivos de una práctica que se articulan en ciertas reglas y los propósitos personales de quien o quienes la realizan.

C3. Para alcanzar ambos tipos de propósitos, la o el agente A echa mano de los medios m1, m2…, mn que son los contenidos de la práctica.

C4. Como resultado de la interrelación de los propósitos y de los medios elegidos se articula el o los modos apropiados para los propósitos o modos virtuosos de llevar a cabo una práctica. Sin embargo, no se confundan los modos en que se realiza una práctica con las perspectivas que pueden tener quienes reflexionan sobre ella.

C5. Los medios que se pueden usar dependen de varios elementos de los recursos: entornos de prácticas que mediata e inmediatamente provienen de circunstancias sociales y naturales.

En esta rápida enumeración es útil distinguir tres clases de materiales o condiciones de las prácticas, entre otras, de las prácticas de argumentar.

En la primera clase de materiales se encuentran la condición C1 o material externo-interno respecto de las prácticas. Este material es externo-interno a cada práctica singular porque cada agente interviene en varios tipos de prácticas. Sin embargo, en el caso de las prácticas de argumentar —pero no únicamente—, los materiales a que hacemos referencia con la condición C1 también son, a la vez, en parte internos pues son modificados y hasta en alguna medida construidos conjuntamente por las prácticas respectivas.

En la segunda clase de materiales se ubican las condiciones C2, C3 y C4 o materiales internos: los propósitos, los medios y los modos de una práctica. Éstos son los materiales individualizadores: hacen que cierta práctica sea esa práctica específica y no otra; por ejemplo, hacen que se trate de una práctica de argumentar y no de tiroteos entre narcotraficantes o de las acciones propias de una guerra. No obstante, a veces se ha sugerido una analogía, y hasta una apretada aproximación entre quienes argumentan y las interacciones que se llevan a cabo entre combatientes enemigos. ¿Qué decir? Que hay que recordar una regla de la cultura de la argumentación:

R.2 Ten cuidado con las palabras.

En cualquier caso, las resonancias de la palabra “guerra” obligan ya a dar un rodeo. Por lo pronto, para complementar la influyente metáfora “cada argumentación es una guerra” (una metáfora que funciona incluso sin las resonancias del idioma inglés) se ha sugerido el siguiente —¿extraño?— experimento reflexivo o experimento de pensamiento: imaginemos también culturas en las que las prácticas de argumentar se vivan como si fueran danzas (Lakoff y Johnson, 1980: 4-5). Examinar una extrañeza suele enseñar y mucho. Por eso, con el propósito de dilucidar las prácticas de argumentar, examino lo que podemos considerar como su horizonte metafórico o imaginario de la cultura que construyen. Así, en uno de los polos de ese horizonte encontramos la metáfora de la guerra, pero en el polo opuesto, festivo, la de la danza. Sospecho que ilumina imaginar las muchas argumentaciones como si se acercaran o se alejaran de uno de esos polos. Así, en cuanto a las prácticas que se subsumen bajo el llamado paradigma “adversarial”, es útil aproximarlas en diferentes grados al polo “guerra”. Ese paradigma rige no pocos debates políticos, legales y económicos, sino también discusiones en la familia y hasta seminarios académicos en los cuales no deja de reaparecer ese fantasma: la competencia poco educada entre los participantes.6 En cambio, bajo el paradigma “colaborador” se subsumen muchas argumentaciones en las ciencias naturales, al reflexionar entre amigos, amigas, amantes (Brockriede 1972) o pensadores no obsesionados con alguna filiación prestigiosa del momento, ni con cobrarse deudas reales o imaginarias. Este paradigma tiende a encontrarse en alguna cercanía con el polo “danza”, pues toda danza de dos o más personas suele implicar una colaboración amable y cierto dejarse llevar.7 Desde luego, la mayoría de las prácticas de argumentar ocupan lugares intermedios o traslapan aspectos de estas metáforas, de ese imaginario.

Si regresamos a la lista de condiciones de una práctica y continuamos atendiendo los materiales internos de las prácticas de argumentar, las condiciones C2, C3 y C4 de esas prácticas, vale la pena hacer ya varias aclaraciones. En relación con la condición C2 hay que distinguir entre los propósitos constitutivos de una práctica, que son públicos, y aquellos de los agentes, que son personales, privados. El propósito constitutivo de cocinar es preparar alimentos, pero entre los propósitos de quienes cocinan pueden estar el descubrir nuevos sabores, envenenar a los comensales, imponer una moda de cocinar o mostrar a los demás lo superior que se es. El propósito constitutivo del fútbol es hacerle la mayor cantidad de goles al equipo contrario para ganar el partido, pero los propósitos de quienes lo practican pueden incluir el mantenerse en forma, lucirse, ganar dinero, conocer gente similar a uno. No obstante, en alguna medida, los propósitos personales de los diversos animales humanos tienen que volverse parasitarios de los propósitos de la práctica, so pena de arruinar su realización (y, como consecuencia, de malograr también los propósitos personales). En efecto, para alcanzar sus propósitos (envenenar comensales, ganar dinero, etc.) las y los agentes tienen que llevar a cabo los propósitos constitutivos o fingir que los realizan.

Ahora bien, en relación con la condición C3, cuando se distingue entre los medios que atañen a los contenidos y los que constituyen la forma de una práctica, a veces se atienden sobre todo prácticas en las cuales cada actualización responde a cierta forma o cierto esquema de acción. Por ejemplo, muchos juegos —como ajedrez o fútbol— y los bailes tradicionales de salón —minué, vals o tango— tienen una forma, un esquema de esa agencia, no sólo más o menos invariable sino prescriptiva. Sin embargo, muchos tipos de prácticas —¿la mayoría?— no se articulan con una forma más o menos invariable, o que importe reconstruir con independencia de sus contenidos. Por ejemplo, en los bailes de postrock abunda la improvisación. Algo similar sucede con muchas argumentaciones que se acercan al polo “danza”: las que exploran, las que experimentan, las que juegan comparando. Por otra parte, en cuanto a la condición C4, los modos en que se lleva a cabo una práctica de argumentar dependen de los grados de virtud o vicio que posean quienes la realizan.

En la tercera clase de estos materiales que caracterizan a una práctica encontramos la condición C5, o materiales externos. En relación con esta clase de materiales, hay que distinguir entre los recursos conceptuales y los no conceptuales. Recursos conceptuales son los “entornos”; por tales entiendo el conjunto de prácticas que la rodean y a menudo explicitan algunos de sus materiales y hasta los explican. Por supuesto, a cada paso hay interrelaciones entre el entorno de una práctica y los recursos no conceptuales: las circunstancias sociales y naturales que permiten la constitución de este entorno. Toda práctica depende, pues, de ciertos recursos; por ejemplo, de un entorno constituido por otras prácticas. Por eso, para elucidar en qué consiste una práctica de argumentar, es útil reconstruir su entorno: el conjunto de prácticas que entran en continuidad, se traslapan o las conforman. He aquí algunos ejemplos que ocupan diversos lugares a lo largo de lo que consideré el horizonte metafórico, o imaginario, de las prácticas de argumentar:

Adquirir creencias, adornar una opinión, alegar viciosamente, apoyar creencias, atacar propuestas, censurar, criticar, concluir, contradecir, convencer, conversar, convertir, cuidar, enfrentar dificultades, escudriñar, examinar, explorar, debatir, decidir, deducir, defender propuestas, deliberar, demostrar, denigrar, deslumbrar, dialogar, discrepar, discutir, dominar, elegir un curso de acción, elogiar, encantar, evaluar, exhibir premisas, explorar, fascinar, hacer abducciones, hacer inducciones, hacer patente, hacer ver algo con claridad, imponer una opinión, impugnar, indagar, inferir, inspeccionar, investigar, jugar, justificar, meditar virtuosamente, mirar de arriba abajo, modificar creencias, mostrar evidencias, negociar, persuadir, pesar el pro y el contra, problematizar, proponer analogías, razonar, refutar, replicar, reflexionar, reprochar, resolver conflictos, seducir, sondear, sostener una opinión, tantear, transmitir verdades, tratar de enterarse, tratar problemas, validar, vilipendiar, vituperar, zanjar una discrepancia.

En las páginas que siguen retomo, con más detenimiento, los materiales externos-internos, los materiales internos y los materiales externos de las prácticas de argumentar. (Recorrer una y otra vez el mismo camino, si no aburre y hasta intoxica, lo aclara.) Luego, me ocupo de cómo evaluamos tales prácticas, para acabar introduciendo varios señalamientos que buscan darle un marco a esta reflexión.

1. Los materiales externo-internos: las y los agentes

Las y los agentes pueden ejercer, según ya lo enseñaron los escolásticos, las funciones de “proponente”, “oponente” y “juez”. Las prácticas en que se ejecutan esas funciones pueden ser asumidas alternativamente por varios animales humanos o por uno solo cuando discute consigo mismo. Pero hay que resistir la afirmación: cada práctica es causada por un agente de antemano constituido que, con posterioridad, causa una práctica. Por el contrario, las relaciones entre una o un agente y sus prácticas son más complejas y no rehúyen enredadas reciprocidades. Por eso, la condición C1 respecto de las prácticas de argumentar no es una condición puramente externa, sino externa-interna, ya que la o el agente, al llevar a cabo la argumentación, se modifica a sí mismo (adquiere nuevas creencias, valores, virtudes, etc.). ¿Cómo es esto?

Si una o un agente procura actuar, ella o él necesitará cierta integración; precisará un acomodo de sus diversos deseos, creencias, planes. ¿Cómo se llevan a cabo esas integraciones o acomodos? Consideremos el siguiente ejemplo de una práctica más o menos intermedia entre los polos “guerra” y “danza”. La agente A tiene un fuerte interés en su trabajo, además del interés por su familia. Esos intereses no sólo caracterizan lo que hace A la mayor parte del tiempo, sino también cuáles son sus deseos, emociones y planes para el futuro. De pronto, en el trabajo, se le ordena a A que labore los fines de semana. Éste es el tiempo que A dedica a su familia. Sin embargo, aunque A resiente esa orden, no la “combate”, porque uno de sus hábitos es aceptar las órdenes que provengan de sus superiores en el trabajo. Siguiendo sus hábitos y creencias, A acomoda, pues, de manera más o menos inconsciente sus deseos y emociones para que no se estorben. Además, esos hábitos son parte de las costumbres de su medio social. De esta manera, en este ejemplo hay que considerar que deseos, creencias, hábitos y costumbres se integran en procesos no conflictivos de primer grado en un tiempo t1.

Pero la actitud de los agentes a veces es diferente. En ocasiones, las personas se dan tiempo para argumentar acerca de sus decisiones consigo mismas o con otras personas. Supongamos que la convocatoria a trabajar los fines de semana le plantea a A un conflicto fuerte entre sus deseos y emociones que, lejos de eliminar, convierte en motivo de una deliberación consigo misma. Así, A puede echar mano de prácticas argumentativas y, en consecuencia, de procesos de integración de segundo grado en t2. Si esa deliberación alcanza una conclusión vinculante, ésta momentáneamente vuelve a integrar a A desde un punto de vista argumentativo y le permite tomar un curso de acción.8

No obstante, los procesos integradores de primer grado, acomodando deseos, creencias y costumbres, o de segundo grado, mediante esas prácticas de argumentar que son las deliberaciones, nunca integran en definitiva a la persona. Ésta, lo acepte conscientemente o no, se constituye con nomadismos entre una o varias historias más o menos entrelazadas. Así, ninguna persona tiene sólo los hábitos, los deseos o las creencias que considera más decisivos en t1 o en t2; y hasta para satisfacer deseos elementales, con frecuencia se requiere tiempo. A menudo se necesita más tiempo para poner en práctica una deliberación. Pero puesto que ningún agente lo es en exclusiva en t1 o en t2, no es raro que no sólo en tiempos posteriores, sino ya en el momento mismo de decidirse, A se sienta inquieta por la decisión tomada en t1 o en t2 y, teniendo en cuenta deseos, creencias o normas desatendidas en t1 o en t2, o recién descubiertas o que no se consideraron prioritarias, deliberando de nuevo busque matizar, modificar o revocar la decisión.