Las dos culturas - C. P. Snow - E-Book

Las dos culturas E-Book

C. P. Snow

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Beschreibung

En 1959 el físico y novelista C.P. Snow dictó una conferencia en la Universidad de Cambridge que nunca pensó que causaría tanto revuelo "Las dos culturas", en la que deja claro el clivaje que existe entre humanistas y científicos: los primeros ignoran las más elementales teorías científicas, en tanto los segundos ven con desdén el conocimiento que se alcanza mediante la literatura y las artes; proponía que la educación fuera más integral para lograr un mejor y más efectivo progreso. Tras leer esta conferencia, el crítico literario F.R. Leavis, indignado por la forma en la que describía como ignorantes a los humanistas, escribió una airada respuesta, "¿Dos culturas?", en la que afirma que en realidad lo que necesita la humanidad "es algo con la viveza del instinto vital más hondo; como inteligencia, un poder -arraigado, fortalecido en la experiencia y humano de manera suprema- de respuesta creadora a los nuevos desafíos del tiempo". Gracias a este volumen el lector podrá contrastar las dos visiones, ambas propositivas y enriquecedoras.

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Las dos culturas

colección

Pequeños Grandes Ensayos

          

          

Universidad Nacional Autónoma de MéxicoCoordinación de Difusión CulturalDirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

Contenido
PresentaciónHernán Lara Zavala
La conferencia Rede, 1959
Las dos culturas
Los intelectuales como luditas naturales
La revolución científica
Los ricos y los pobres
¿Dos culturas? La significación de C. P. SnowF. R. Leavis
Cronología de C. P. Snow
Cronología de F. R. Leavis
Aviso legal

PRESENTACIÓN

Me figuro que ni el escritor inglés C. P. Snow sospechó la tremenda reacción que causaría en la Universidad de Cambridge su ponencia “Las dos culturas y la revolución científica” dictada el 7 de mayo de 1959 a las cinco de la tarde en el Senate House de la ciudad, como parte del ciclo de conferencias Rede que, año tras año, se realiza como parte de la aportación de un distinguido académico del claustro de profesores a su propia Universidad. Ni él ni nadie imaginó en ese entonces la controversia que iba a levantar en los círculos académicos de la culta ciudad y menos la respuesta que iba a provocar, al grado de que aún hoy el tema se sigue debatiendo de manera candente y con enorme actualidad.

“Por formación –afirmó Snow en una de las frases iniciales– soy científico. Por vocación escritor.” Con esta frase daba pie a la confrontación que iba a establecer entre los intelectuales literarios y los científicos. Históricamente, la escisión entre esas dos vertientes del saber –humanistas y científicos– era más o menos reciente: provenía de la época de la Ilustración y de la reacción que produjo el movimiento romántico contra la revolución industrial y contra la sustitución del hombre por la máquina. La polémica que esa tarde se iba a reavivar había sido ya discutida por el científico T. H. Huxley y por el crítico y poeta Matthew Arnold. Huxley estableció una distinción tajante entre las disciplinas científicas y las literarias; Arnold rebatió la idea precisamente como ponente de la conferencia Rede, también dictada en el Senate House en Cambridge en 1882, arguyendo que la formación clásica debería de incluir no sólo obras literarias sino obras del tipo de los Principia mathematica de Isaac Newton o El origen de las especies de Charles Darwin, pues la literatura y la ciencia deberían formar parte integral de la educación de cualquier persona.

De acuerdo con la conferencia que dictó Snow, la vida intelectual en Occidente estaba totalmente polarizada: por un lado se hallaban los intelectuales literarios y, por otro, los intelectuales científicos. Entre uno y otro polo existía una enorme laguna de “mutua incomprensión, hostilidad y desprecio y sobre todo falta de entendimiento. Cada grupo tiene una ima gen curiosamente distorsionada del otro”, decía. “Sus actitudes son tan diferentes que incluso en el nivel de la emoción no pueden hallar nada en común.” Como ejemplos paradigmáticos de cada uno de estos polos eligió al poeta y crítico T. S. Eliot, como representante de los literatos y a Mark Rutherford como representante de los científicos. Y añadió:

Los no científicos tienen la impresión de que los científicos son falsamente optimistas, sin conciencia de la condición humana. Por otra parte, los científicos creen que los intelectuales literarios carecen totalmente de visión, que están totalmente despreocupados de lo que pasa con sus semejantes y en un sentido profundo se muestran como antiintelectuales ávidos de restringir el arte y el pensamiento al mero momento existencial.

Snow hablaba con autoridad y con absoluto conocimiento de causa: era científico y humanista a la vez, doctor en física por la Universidad de Cambridge y consumado novelista; él, como Arnold, abogaba por una interrelación más estrecha entre la ciencia y las humanidades. Hasta allí no se planteaba conflicto alguno, pero luego dejó sentir que sus simpatías se g inclinaban cada vez más en favor del grupo de los científicos, sobre todo al comentar que los intelectuales literarios nunca habían entendido los beneficios de la revolución industrial y mucho menos habían llegado a aceptarla como tal. Los intelectuales literarios, afirmó tajantemente, son natural luddities refiriéndose a los disidentes que se rebelaron contra el desplazamiento de los obreros por las máquinas durante la revolución industrial, de manera un tanto semejante a como ahora, en nuestra propia UNAM, algunos científicos llaman despectivamente “humanoides” a los profesores e investigadores en el área de las humanidades. El corolario de la ponencia de Snow de alguna manera insinuaba que los políticos ingleses, educados en su mayor parte en las áreas de humanidades, desaprovechaban el potencial de la ciencia para transformar el mundo.

El postulado de Snow intentaba elaborar un diagnóstico de un problema muy actual en su momento (recordemos que era la época de la guerra fría, de la carrera espacial y del desarrollo de las armas nucleares). Entre los literatos la respuesta no se hizo esperar. Fue el crítico 10 F. R. Leavis, profesor de literatura del Downing College de Cambridge, quien tomó la iniciativa al responder en una furibunda réplica a los postulados de Snow: además de atacarlo directamente como escritor y como científico, se sintió gravemente ofendido porque Snow llamó luddities a los literatos y porque sus argumentos parecían proponer que había que elevar el status de la ciencia e incrementar la cultura científica de los intelectuales más que la cultura literaria de los científicos, enfoque que calificó de “benthamismo tecnológico”. Leavis se aprestó de inmediato a aclararle a Snow que la presencia de la gran literatura en el mundo occidental constituía el repositorio más importante y vital de las reacciones humanas y veía en las obras de imaginación el único antídoto para combatir las fuerzas que la sociedad de consumo promovía con tan singular fuerza. Para Leavis, Snow no era más que un tecnócrata que intentaba reducir la experiencia humana a lo medible, a lo cuantificable y a lo organizable y recalcaba el alto precio que había tenido que pagar la humanidad, más que por los logros de la ciencia, por los usos de la tecnología, en cuya aplicación a menudo ha mostrado una total falta de ética. La controversia se convirtió en un ejemplo de lo que, desde tiempo inmemorial, ha sido el enfrentamiento entre los espíritus utilitarios y los románticos.

No es necesario incurrir aquí en detalle sobre las implicaciones de esta interesante y viva polémica que el lector tiene en sus manos, tan vigente aún y que parece no tener una resolución fácil ni mucho menos inmediata. Aquello que postulaba en un principio Snow sigue teniendo vigencia: a los científicos les sigue haciendo falta preparación humanística y a los humanistas preparación científica. Ambos gremios se beneficiarían mucho más de lo que se imaginan si pudieran nutrirse, aunque fuera a nivel de divulgación, de “la otra cultura”.

Si los científicos tienen entre las artes ciertas predilecciones, como pueden ser la música o la arquitectura, que acaso le hablan de una manera más directa a su sensibilidad, entre los artistas hay ciertas leyes y teorías, como la tercera ley de Newton, la segunda ley de la termodinámica, el álgebra booleana, la física cuántica o la teoría del caos que no dejan de fascinarlos, aunque a la larga resulten meramente sugerentes en el tratamiento de sus 12 obras. Si la ciencia y la tecnología nos comunican con lo exacto, con lo innovador, con lo útil y con lo eficiente, las humanidades y las artes nos relacionan con la tradición y con el pasado, pero también con la innovación y con la posibilidad de vislumbrar un futuro mejor mediante el entendimiento de las paradojas y los derechos del ser humano.

Pero cuidado: que no intenten los humanistas, como ocurrió durante finales de los años setenta y gran parte de los ochenta, hacer un triste remedo o, peor aun, mostrar un complejo de castración al tratar de impostar los acercamientos de la ciencia al ejercicio de la crítica literaria adaptando dudosas metodologás e intrincadas jergas seudocientíficas que aspiran a travestir a las humanidades con las herramientas de las ciencias. Es tan grave como si los científicos buscaran iluminar sus teorías exclusivamente a partir de la sensibilidad y la subjetividad. La poesía de un descubrimiento científico se revela a través de lo riguroso de su metodología; cuando los científicos admiran la elegancia de una teoría o de un teorema generalmente se refieren al carácter conceptual, deductivo, a la claridad, a la economía, a la sagacidad intelectual y a la parte inobjetable de sus procedimientos para llegar a tal o cual conclusión.

En el campo de las humanidades, en cambio, las mejores aportaciones se dan mediante el proceso de la lectura, de la escritura y del pensamiento, en la reflexión moral, estética, metafísica y epistemológica, en la sensibilidad y originalidad de las ideas, en los elementos subjetivos pero significativos que nos permiten interpretar y recrear una obra para iluminar nuestra percepción del mundo. El poder y la fuerza de la literatura, del arte y de la filosofía están constituidos fundamentalmente a partir del manejo de diversos códigos y de su utilización como herramientas para descifrar el universo en que vivimos, como han dejado constancia los grandes filósofos y poetas de todas las grandes civilizaciones de la cultura occidental. Las humanidades forman parte de un conocimiento sustancial y complementario al del área científica y acaso una rama como la de la “ciencia ficción” represente una de las muchas posibilidades de que el acercamiento entre las dos culturas llegue a ser posible.

En lo personal me parece que la virulenta reacción de Leavis frente a la conferencia de Snow fue excesiva, no al rebatir sus ideas en torno al tema de “las dos culturas” sino en lo que toca a la saña y la descalificación a la persona y a la obra literaria de Snow. Los posibles errores o excesos cometidos por Snow no justifican en modo alguno el tono. No obstante, esta polémica representa un ejemplo muy interesante de un tipo de debate cuyo carácter paradigmático y coyuntural hace muy difícil llegar a una conclusión única e inamovible.

Una de las aportaciones más interesantes de la polémica Snow-Leavis dentro de la colección de Pequeños Grandes Ensayos es servir como un recordatorio de la vigencia que siguen teniendo las llamadas “dos culturas” dentro del desarrollo de nuestra Universidad y de nuestra sociedad en general y propiciar, en la medida de lo razonable, un mayor acercamiento entre estos dos mundos sin necesidad de que por ello se intente colocar a una de esas dos culturas por encima de la otra.

Hernán Lara Zavala

La conferencia Rede, 1959

Las dos culturas

Han pasado unos tres años desde que escribí unos apuntes sobre un problema que he traído en la cabeza por algún tiempo.1 Era un problema que yo no podía evadir dadas las circunstancias de mi vida. Las únicas credenciales que tenía para reflexionar sobre el tema me llegaron por esas circunstancias, por sólo una serie de incidentes. Todo el que hubiese tenido una experiencia similar habría visto las mismas cosas y creo que habría hecho casi los mismos comentarios al respecto. Se trataba de una experiencia poco común. De profesión yo era científico; de vocación, escritor. Eso fue todo. Fue un golpe de suerte, si quieren verlo así, debido a que yo provenía de una familia de escasos recursos.

Pero mi historia personal no viene ahora al caso. Sólo necesito decir que vine a cambridge e hice un poco de investigación en un momento de gran actividad científica. Y tuve el privilegio de presenciar en primera fila uno de los periodos creativos más maravillosos de la física. Y ocurrió por los azares de la guerra, incluyendo el toparme, en una fría mañana de 1939, con W. L. Bragg en el café de la estación Kettering, encuentro que tuvo una influencia determinante en mi vida práctica. Todo esto me permitió, y hasta moralmente me obligó, a mantener desde entonces esa perspectiva privilegiada. Así, durante treinta años he tenido que estar en contacto con científicos, no sólo por curiosidad, sino como parte de una vida de trabajo. Y durante esos mismos treinta años traté de ir dando forma a los libros que quería escribir, lo que a su debido tiempo me llevó a relacionarme con escritores.

He pasado las horas de trabajo de muchos días con científicos, para luego reunirme por la noche con colegas de algún círculo literario. Y lo digo de manera literal. He tenido, por supuesto, amigos íntimos en los círculos de la ciencia y de la literatura. Y en la convivencia con estos círculos, pasando regularmente del uno al otro, me percaté del problema que, mucho antes de poner en papel, bauticé para mis adentros como “las dos culturas”. Pues constantemente sentí que me desplazaba entre dos grupos: comparables en inteligencia, de idéntica raza, de no muy distinto origen social y con ingresos parecidos, pero que habían dejado de comunicarse casi por completo, cuyos ámbitos intelectual, moral y psicológico tenían tan poco en común, que en vez de ir de Burlington House o de South Kensington a Chelsea bien podría uno haber cruzado un océano.

De hecho, era como cruzar mucho más que un océano, porque del otro lado del Atlántico descubrí que Greenwich Village hablaba el mismo idioma que Chelsea y que ambos círculos tenían con el Instituto Tecnológico de Massachusetts la misma comunicación que si los científicos hablaran la lengua del Tíbet. Pues éste no es sólo problema nuestro; dadas algunas de nuestras peculiaridades educativas y sociales, el problema aquí se exagera un poco y, por otra peculiaridad social, en Inglaterra se le minimiza otro tanto, pero en general este problema es de todo el mundo occidental.

Y hablo de un problema serio. No estoy pensando en la anécdota ligera de cuando uno de los directores más joviales de Oxford –según he oído, le ocurrió a A. L. Smith– fue a Cambridge a una cena. Parece que ocurrió en la década de 1890. Debió de ocurrir en St. John, o quizás en Trinity. Smith quedó sentado a la derecha del presidente o del subdirector, y siempre le gustaba incluir en la conversación a todos los que le rodearan, aunque no lo inspiraban mucho las expresiones de sus vecinos. Pero, de cualquier manera, Smith dirigió algunas frases cordiales bien conocidas de Oxford a quien estaba frente a él, y recibió por toda respuesta un gruñido. Después se dirigió al de su derecha y recibió otro gruñido, y luego, para su sorpresa, sus dos vecinos se miraron y dijeron: “¿Sabes tú de qué está hablando?” “No tengo ni la menor idea.” Después de esto, hasta Smith se quedó sin saber qué hacer, pero el presidente, por suavizar las cosas, lo confortó diciendo: “Ah, esos son matemáticos, ¡nosotros nunca hablamos con ellos!”