Las extremas derechas en Europa - Nicolas Lebourg - E-Book

Las extremas derechas en Europa E-Book

Nicolas Lebourg

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Este libro, escrito por dos grandes expertos en la historia del Front National de Le Pen, define y describe las diferentes familias de los movimientos de extrema derecha vivos en los países miembros de la Unión Europea y en Rusia. Bucea en su origen, pero se centra en la historia reciente de estos movimientos, en sus programas ideológicos y en su visión del mundo. Expone sus resultados electorales y la sociología de su electorado para esclarecer el "denominador común" que los reúne, aun cuando su heterogeneidad y sus particularidades nacionales no permitan pensar en una "internacional de la extrema derecha". Contrariamente a las teorías facilistas en boga, los autores sostienen que es un error explicar el ascenso de los partidos nacionalistas, populistas y xenófobos por la sola variable de la crisis económica y que su público creciente es más bien el síntoma de un profundo cuestionamiento de los marcos tradicionales de la identidad europea. Esta edición en castellano cuenta con un epílogo original de los autores y un prólogo de Antonio Maestre dedicado al más reciente caso español, Vox.

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Las extremas derechas en Europa

Jean-Yves Camus y Nicolas Lebourg

Las extremas derechas en Europa

Traducción: Gabriela Villalba

Prólogo: Antonio Maestre

Índice de contenido
Portada
Portadilla
Legales
Prólogo La jamás existente «excepción española»
Las veleidades de Vox en Europa: sin plan ni concierto
Capítulo 1 Cómo nacen las extremas derechas
Reacción y contrarrevolución
Nacionalismo y socialismo
Fascismos
Diversidad de radicalidades
El nuevo orden europeo del Tercer Reich
Nuevas olas
El tiempo presente
Capítulo 2 ¿Qué hacer después del fascismo?
El nazismo, después de 1945
El laboratorio italiano
El «nacionalismo-europeo»
Del nazismo al neorracismo
El momento Joven Europa
Un contra-Mayo rampante
Capítulo 3 White Power
Un sectarismo transatlántico
Los skinheads de extrema derecha
Agresiones, radicalidades, populismos
Capítulo 4 Las nuevas derechas
Plasticidad del fenómeno
Nueva derecha y nacionalismo europeo
Eurorregionalismo
Subcultura(s)
¿Cuál es la identidad de los identitarios?
Capítulo 5 Los integrismos religiosos
Una fe, varios caminos
El integrismo en el contexto del Frente Nacional
Los caminos partidarios
Capítulo 6 Los partidos populistas
Insiders y outsiders
Una crítica nacional-liberal
La mutación neopopulista
¿Por qué el populismo?
¿Qué hay de nuevo en el Este?
Rusia: del nacional-bolchevismo al neoeuroasianismo
La era Putin
Rusia, el vecino poderoso
Recomposiciones y permanencias en Europa central y oriental
Capítulo 7 Cómo pueden morir las extremas derechas
Epílogo
Principales formaciones
Notas

Título de la edición original: Les extrêmes droites en Europe

éditions du Seuil, 2015

© Clave Intelectual, 2020

Cet ouvrage a bénéficié du soutien des Programmes d’aide à la publication de l’Institut français.

Esta obra cuenta con el apoyo de los Programas de ayuda a la publicación del Institut français.

Clave Intelectual, S.L.

Calle Recaredo, 3 — 28002 Madrid

Tel (34) 91 6501841

[email protected]

www.claveintelectual.com

ISBN: 978-84-122800-2-9

Depósito legal: M-26967-2020

Edición y coordinación: Santiago Gerchunoff y Creusa Muñoz

Diseño de colección: Eugenia Lardiés

Ilustración de cubierta: Julio César Pérez

Diseño de cubierta: Hernández & Bravo

Diagramación: Daniela Coduto

Traducción: Gabriela Villalba

Corrección: Alfredo Cortés, Brenda Decumex y Lola Delgado Müller

Primera edición en formato digital: noviembre de 2020

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto451

Prólogo

La jamás existente «excepción española»

Antonio Maestre

La aparición de la extrema derecha en España de manera rupturista y fulgurante en el año 2018 acabó con la denominada «excepción española» en Europa. Un análisis más fino, sobre el terreno, permite aseverar que nunca hubo tal «excepción española», sino una emancipación política de la extrema derecha del partido de los conservadores (el Partido Popular). Sin embargo, la derecha radical en España, o posfascismo (según la definición de Enzo Traverso para estos movimientos de extrema derecha surgidos en Europa estos últimos años), tiene unas peculiaridades que es necesario conocer para asimilarla o excluirla de las familias creadas en otros países europeos. Para una adecuada comprensión de los posfascismos es vital el presente trabajo de Jean-Yves Camus y Nicolas Lebourg, ya que traza una magnífica radiografía de los movimientos posfascistas, de extrema derecha, derecha radical, nueva derecha o movimientos populistas. Es una genealogía muy completa de la ideología radical de derechas que permite establecer su trazabilidad hasta comprender cuál es la conformación de cada partido en cada región y país. Un análisis indispensable para comprender cuáles son los procesos de creación y las inquietudes de su ideario que explica las razones por las que en Francia la realidad de la extrema derecha es tan diferente a lo que ocurre en España, a pesar de los elementos en común. El libro de Camus y Lebourg es una guía indispensable para entender por qué tienen en España a Santiago Abascal en vez de a Marine Le Pen.

Vox nace como una segregación interior de los conservadores del Partido Popular (PP). El motivo principal es la caída de las redes clientelares que tenían en Madrid por la presión ejercida por los nuevos partidos que empujaron para que la Comunidad de Madrid acabara con el dispendio de gasto público en fundaciones e instituciones. Santiago Abascal fundó Vox en 2013 solo días después de que Esperanza Aguirre cerrara la Fundación para el Mecenazgo y el Patrocinio Social, que había montado ad hoc para darle más de 83.000 euros anuales de sustento económico al por entonces integrante del PP. Vox es en esencia un espacio creado por Santiago Abascal para intentar seguir viviendo del dinero público fuera del PP después de que la crisis económica le cerrara el grifo dentro de los conservadores.

Hasta la aparición de Vox en 2013, la extrema derecha se encontraba enclaustrada dentro de los conservadores administrando con mayor o menor virulencia todos los mensajes específicos del nacionalpopulismo, según las necesidades estratégicas, las características regionales y el perfil del candidato. El Partido Popular fue desde los inicios de la democracia española la formación que asumió la integración de todos los partidos desde la extrema derecha nacional-católica a los democristianos más moderados pasando por el neofascismo ultramontano. Su presencia en el esquema ideológico español tan solo dejó espacio a partidos marginales que, a excepción de Fuerza Nueva en los primeros años de democracia, nunca lograron ninguna relevancia política. Tampoco Vox cuando apareció logró tener representación en sus primeros años de vida y resultó completamente irrelevante. Mientras las condiciones objetivas en España fueron similares a las de Europa, el PP aguantó muy bien su posición sin ceder a la pujanza de una fuerza de extrema derecha. La aparición en un primer momento de una fuerza de la derecha liberal como Ciudadanos comenzó a quebrar la unidad de acción de la derecha en España, pero sin extremar las posiciones de manera notable a excepción de la cuestión nacional. Cuando en casi todos los países europeos ya habían aparecido con vigor fuerzas nacionalpopulistas o de derecha radical con la simple conjunción de crisis económica y crisis migratoria, en España hubo que esperar a que estallara la cuestión territorial para que se crearan las condiciones necesarias para la eclosión de un partido de derechas radical. La crisis independentista en Cataluña fue el detonante necesario para que Vox tuviera la oportunidad de aparecer en el panorama electoral con una fuerza relevante. Los comicios autonómicos en Andalucía fueron el escenario ideal para su irrupción. Eran las primeras elecciones en toda España tras la declaración de independencia de una Cataluña liderada por Carles Puigdemont en 2017, en una región convulsionada por años de declaraciones lesivas de los nacionalistas catalanes, en una comunidad en la que el nacionalismo español es predominante incluso en los potenciales votantes del PSOE. Estos condicionantes propiciaron que Vox entrara con fuerza en el Parlamento de Andalucía. Las elecciones que se celebraron en clave nacional contra el proceso independentista resultaron una ocasión perfecta para que la formación de extrema derecha se presentara en sociedad. Es imprescindible comprender que el nacionalismo español es la estructura fundamental que ha sustentado el éxito de la formación de Santiago Abascal. Cimientos que han adornado con una habilidad notable para introducir en el debate público temas ideológicos basados en las culture wars, aderezados con una estrategia de agitprop comunicativa y cierta influencia en redes sociales. El supremacismo masculino, el discurso antiinmigración e islamófobo y la defensa de las tradiciones católicas forman parte también del corpus ideológico de Vox. Son ideas que no hubieran tenido relevancia alguna sin la reacción nacionalista favorecida por el peso constante y lacerante del proceso independentista en la opinión pública española.

En el aspecto económico Vox es una formación de ultraderecha ultraliberal. Muy similar a la extrema derecha latinoamericana, con la que tiene muchas similitudes por sus profundas raíces cristianas. El ejemplo paradigmático de sus políticas económicas es el economista Raúl Manso, un anarcoliberal que propugna la privatización de todos los servicios públicos. El ideario económico de Vox se encuentra alineado con las políticas de Jair Bolsonaro o Sebastián Piñera y la herencia del neoliberalismo ultramontano de Augusto Pinochet. Esta es una de las mayores diferencias con los movimientos de la derecha radical de su entorno europeo más cercano. Sus postulados muy alejados de la búsqueda de transversalidad de Marine Le Pen para atraer el voto de las clases populares, suspolíticas destinadas a los más ricos y un discurso ultracatólico han imposibilitado por ahora que su mensaje logre impregnar al votante de izquierda, como sí consiguió el Frente Nacional en Francia.

Para que Vox se convierta en un partido con aspiraciones reales de gobierno en España debería cambiar su discurso hasta hacerlo transversal y convertirlo en proteccionista, de manera que mute desde su ultraliberalismo hasta expresar una retórica y unas políticas de un chauvinismo de bienestar. Rápidamente, en Vox comprendieron ese movimiento que el Frente Nacional realizó desde Jean-Marie Le Pen a Marine Le Pen y lo identificaron como el camino a transitar para ensanchar su base electoral. Marine Le Pen adoptó la estrategia del Estado de Bienestar chauvinista alejándose del ultracatolicismo de su padre hasta instaurar como base de su ideario una serie de medidas proteccionistas pero solo para los franceses. Una patria que cuida solo a los suyos: «En un mundo en el que los pueblos desean ser protegidos, el patriotismo no es una política del pasado, sino una política del futuro».

La conciencia de Vox del diagnóstico correcto para virar de estrategia no se ha visto acompañada por un mensaje eficiente y unas políticas orientadas en esa dirección. El intento de mostrarse como protectores de sus patriotas se ha quedado únicamente en actitudes estéticas poco convencidas, que aún no han fraguado. Un ejercicio retórico poco creíble con el que no incidieron de manera profunda: «Solo los ricos se pueden permitir el lujo de no tener patria», expresó Santiago Abascal citando a Ramiro Ledesma Ramos, uno de los ideólogos de la Falange Española. Una frase que marcaba ese intento de virar de forma discursiva a la línea del Estado de Bienestar chauvinista, pero que solo fue acompañada por la apertura de campaña para las elecciones europeas de un taller de carpintería y un vídeo en el que Rocío Monasterio, candidata de Vox en Madrid, denunciaba la proliferación de casas de apuestas en un barrio madrileño. Por ahora el proteccionismo obrerista de Vox es simplemente una retahíla de mensajes plagiados, repetidos y sin profundidad ni riesgo; escénico y sin capacidad de enraizar de manera profunda en la clase obrera tradicional. Sin embargo, el hecho de que hayan visto el potencial crecimiento de votantes en esa dirección convierte al partido de la derecha radical en una amenaza que conviene considerar.

Su carácter eminentemente nacionalista y nativista convierte al partido de Santiago Abascal en una formación con capacidad suficiente para transformarse en hegemónica si son capaces de centrar sus esfuerzos en las tremendas fortalezas que un discurso nacionalista español puede aportarles en un contexto de polarización regional. El mensaje de Vox está aderezado de constantes referencias históricas al pasado imperial de España intentando adaptar la historia nacional a los intereses de una determinada visión política. Las referencias a don Pelayo y Agustina de Aragón aparecen de manera constante y van destinadas a afianzar varias claves interrelacionadas. La lucha contra el invasor musulmán, la herencia cristiana del país y la expulsión del invasor francés, elementos consolidados con sus ataques constantes a Manuel Valls y Emmanuel Macron. Su concepción épica de la idea de España sirve para vincular la identidad a un pasado glorioso a la vez que muestra a un enemigo externo que, ayudado por sus aliados interiores, impide recuperar esa idea de una España grande, magnánima e imperial.

Esta visión nacionalista por encima de cualquier otra consideración, unida a la impugnación de la nación por los hechos de octubre de 2017 por parte de los movimientos independentistas catalanes, propiciaron que —al igual que el PP— Vox lograra captar casi todos los votos y miembros de partidos de extrema derecha que hasta entonces se encontraban dispersos y atomizados en diversas formaciones. Multitud de elementos de Falange, Alianza Nacional, Democracia Nacional, Alianza por la Unidad Nacional y Círculo Español de Amigos de Europa (CEDADE) pasaron a ser parte del partido de Santiago Abascal. El granero ultra alimentó las filas de Vox gracias al llamamiento por la unidad nacional y el servicio a la patria. La urgencia patriótica y el cuestionamiento de la unidad territorial sirvieron para que esa multitud de elementos con diferencias en principio insalvables las olvidaran para elegir a Vox como una organización de salvación nacional.

Las veleidades de Vox en Europa: sin plan ni concierto

Para comprender a Vox es imprescindible concederle que haga de la coherencia discursiva un elemento prescindible en aras de un bien superior. No importa defender una posición y a la vez la contraria si sirve para lograr el poder. Si es preciso mentir de forma descarnada o unirse a aquellos que pueden servir en Europa a sus objetivos aunque defiendan posiciones contradictorias o antagónicas, se hará sin ningún tipo de rubor o complejo. Esta conducta es un elemento central en la derecha radical europea, pero que en el caso español adquiere en ocasiones formas grotescas.

En un primer momento, tras su aparición en el panorama español, mostrarse en Europa junto a Matteo Salvini podía ayudar a hacerse ver como un partido atractivo para ciertas capas de la sociedad que admiraban la lucha incesante contra la inmigración del entonces ministro del Interior italiano. Salvini se había convertido en el hombre fuerte de la internacional de la extrema derecha en Europa, con Marine Le Pen como escudera. Acudir a reuniones y eventos con estos líderes servía a Vox como elemento legitimador para su electorado potencial y a la vez le otorgaba una presencia europea útil para asimilarlos con una fortaleza que ellos aspiraban a lograr.

La internacional de la extrema derecha tiene características muy heterogéneas. La ofensiva contra la Unión Europea está comandada por Matteo Salvini y Marine Le Pen, entre las formaciones de la derecha radical de carácter proteccionista del Sur de Europa. Por otro lado, el Grupo de Visegrado liderado por Víktor Orbán comanda la ofensiva desde el Este de Europa. Es en este grupo ideológico en donde finalmente Vox ha encontrado su lugar tras unirse después de las elecciones europeas al Grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos (GCER) junto con los polacos de Ley y Justicia (PiS) o los ultras holandeses del Foro por la Democracia. Un grupo que se define por su visión ultraliberal de la economía y su rechazo a la inmigración masiva y la defensa de los valores tradicionales cristianos de Europa.

Las contradicciones de estos grupos de derecha radical, aun compartiendo grupo y estrategia, son casi insalvables y en ocasiones tienen posiciones contrapuestas, pero acuerdan programas de ejes mínimos que coinciden en un frente contraEmmanuel Macron y sus intentos por consolidar políticas comunes europeas que diluyan la soberanía de los países. Todos estos partidos de la derecha radical tienen intereses contrapuestos incluso cuando las ideas son compartidas. Su visión ultranacionalista choca con medidas como el reparto de inmigrantes en cuotas. La propuesta de Matteo Salvini de repartir inmigrantes en el resto de los países choca frontalmente, al ser Italia un país receptor, con los intereses del grupo de Víktor Orbán o Jaroslaw Kaczynski; un problema similar enfrenta al Frente Nacional con Vox por la devolución en la frontera de inmigrantes por parte de las autoridades francesas. El ultranacionalismo es incompatible con la resolución de problemas migratorios de forma colegiada.

Las grandes incoherencias de Vox en Europa alcanzan una dimensión superior cuando se trata del problema territorial español. La cuestión de la integridad territorial es una diferencia insalvable con muchos de sus potenciales socios de la derecha radical. Matteo Salvini proviene de un partido del norte de Italia que surgió como representante de unas elites que defendían la soberanía de Padania. La Liga Norte (Lega Nord) llegó a proclamar la independencia de Padania en 1996 en un acto del entonces líder Umberto Bossi en Venecia. Posteriormente se celebró un referéndum para consolidar dicha independencia de la región. Hechos que fueron considerados simples actos partidistas por el gobierno italiano de entonces, pero que muestran el carácter secesionista con el que surgió la Liga Norte. Años después, no es ya solo la Liga Norte la cuestión, sino que busca ser el «Frente Nacional Italiano», pero eso no le impide ser sensible a actos secesionistas como el que sucedió en octubre de 2017 en España. El apoyo de Salvini al proceso independentista catalán ha sido constante y habitual, y solo de manera coyuntural dejó de defenderlo, al considerar que era incompatible con las alianzas potenciales con Vox antes de las mencionadas europeas, para intentar atraer a la formación española al grupo de la internacional de la extrema derecha en el Parlamento Europeo con el que aspiraba a dinamitar las estructuras políticas de Bruselas. Durante los escarceos políticos de ambas formaciones, Vox llegó a asegurar que había logrado que Salvini dejara de apoyar el proceso de independencia de Cataluña, una afirmación que el líder italiano dejó que circulara hasta que su proyecto de toma de las instituciones europeas fracasara en los comicios europeos de mayo de 2019.

Este problema se repite con los nacionalistas flamencos con los que Vox comparte espacio en el Grupo Parlamentario de Conservadores y Reformistas Europeos. La Nueva Alianza Flamenca (N-VA) es quizás el máximo apoyo de Carles Puigdemont y los soberanistas catalanes en Europa. El partido belga de extrema derecha es el que ha dado soporte durante estos años al expresidente de la Generalitat de Cataluña a través de sus líderes Theo Francken y Bart de Wever. El choque de identidades quedó patente en marzo de 2019, tras la comparecencia de Javier Ortega Smith en la Eurocámara invitado por Kosma Zlotowski, del partido polaco Ley y Justicia, en la que tuvo un durísimo enfrentamiento con Mark Demesmaeker, europarlamentario belga del N-VA. A pesar de las líneas discursivas incompatibles de Vox y N-VA, tras las mencionadas elecciones europeas ambos partidos comparten grupo, por lo que la formación de la derecha radical española aseveró que entraban en el grupo de los conservadores y reformistas debido a que los nacionalistas flamencos renunciaban a dar soporte a los independentistas catalanes. Una afirmación que se mostró falsa tras la toma de posesión del acta de eurodiputado de Carles Puigdemont y Toni Comín, que fueron acompañados en todo momento por los diputados de la Nueva Alianza Flamenca como cicerones.

Estas profundas diferencias, enraizadas de forma troncal en los sentimientos nacionalistas contradictorios de todas estas formaciones de extrema derecha, impiden establecer con trazo grueso una equiparación entre los movimientos posfascistas europeos. Las similitudes son menos que las diferencias, pero eso no impide plantear líneas discursivas, estrategias de actuación y una cultura política asimilable que ayude a comprender la realidad de la extrema derecha en Europa. Entonces, es indispensable contar con una brújula con la que orientarse en el complejo mapa de la derecha radical. El trabajo que nos presentan Jean-Yves Camus y Nicolas Lebourg satisface con creces esta necesidad.

Capítulo 1

Cómo nacen las extremas derechas

«Extrema derecha»: el término ha ilustrado el comentario y el análisis de la actualidad política francesa desde el ascenso electoral del Front National [Frente Nacional] a mediados de los años ochenta y se nos ha vuelto familiar por hechos acontecidos en el extranjero, tan disímiles como la entrada en el gobierno austríaco (2000) del Freiheitliche Partei Österreichs (FPÖ), dirigido por Jörg Haider, las revueltas raciales de Burnley, Bradford y Oldham en el Reino Unido (2001) o los atentados cometidos por Anders Behring Breivik en Noruega (2011). La ambigüedad fundamental del término reside en que generalmente los adversarios políticos de la «extrema derecha» lo utilizan como término descalificador, incluso estigmatizante, que apunta a remitir y reducir todas las formas de nacionalismo partidario a las experiencias históricas del fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán y sus más o menos cercanas declinaciones nacionales de la primera mitad del siglo XX. La etiqueta «extrema derecha» casi nunca es asumida por las personas a quienes se les adjudica (1) y prefieren autodesignarse con denominaciones tales como «movimiento nacional» o «derecha nacional».

Sin embargo, la literatura científica coincide en validar la existencia de una familia de partidos de extrema derecha. Cierto es que creer en la universalidad de los valores democráticos no necesariamente equivale a pensar que la división derecha-izquierda es atemporal o universal. Por un lado, «extrema derecha» sigue siendo, en lo esencial, una categoría de análisis adaptada al marco político europeo occidental: en rigor, puede atribuirse al One Nation Party australiano, a algunos grupos estadounidenses marginales (el American Party) e incluso a las formaciones sudafricanas nostálgicas del apartheid (Vryheidsfront, Herstigte Nasionale Party), pero no a las diversas dictaduras «caudillistas» reaccionarias y clericales de América Latina (el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla). Por otro lado, «extrema derecha» no termina de dar cuenta de la situación específica de las nuevas democracias de Europa central y oriental, donde prosperan partidos nacionalistas, populistas y xenófobos, como el Samobroona polaco, el LNNK letón (Alianza por la Patria y la Libertad) o el SRS (Partido Radical Serbio), que se vinculan, más que con las formaciones de extrema derecha occidentales, con las corrientes nacionalistas etnicistas autoritarias, que en los primeros treinta años del siglo XX acompañaron la llegada de dichos países a la independencia. Por lo tanto, para comprender la extrema derecha actual europea, es preciso comenzar por la historia en Francia. A partir de allí, podremos elaborar una teoría general de la extrema derecha.

Reacción y contrarrevolución

En la Asamblea Constituyente —denominación que adoptan los Estados Generales a partir del 9 de julio de 1789—, nacen los primeros partidos políticos. En ese entonces, la organización espacial de la sala de reuniones ubica a la derecha del presidente a los aristócratas («Negros»), es decir, a los partidarios del Antiguo Régimen que rechazan totalmente la Revolución. Después, de derecha a izquierda, se coloca a los monárquicos, que son partidarios de la monarquía parlamentaria bicameral a la inglesa; luego, a los patriotas o los constitucionales, que buscan reducir al mínimo los poderes del rey y desean una Cámara única, y, por último, en el extremo izquierdo, a los demócratas, partidarios del sufragio universal.

Esta distribución en la Salle du Manège del castillo de las Tullerías en París parece datar del 11 de septiembre de 1789, cuando los partidarios del derecho a veto del rey se colocan a la derecha del presidente y los opositores al veto, a su izquierda. La fracción ubicada más a la derecha, que se encuentra por fuera de la Asamblea en el Salón Francés, es liderada por el vizconde de Mirabeau, llamado Mirabeau-Tonneau (hermano de Honoré Gabriel de Mirabeau), el oficial de Cazalès y el abad Maury. Esta fracción abandona rápidamente los debates. Ya a fines de 1789, alrededor de doscientos de sus miembros, en su mayoría nobles, han emigrado, mientras que otros 194 se han retirado a sus tierras. A lo largo de la Revolución francesa, durante el Consulado y el Imperio, principalmente en la emigración, durante la Restauración y la Monarquía de Julio, y por último durante el Segundo Imperio, el campo contrarrevolucionario, muy heteróclito, encarna aquello que prefigura a la extrema derecha. Pero, aunque las palabras y las ideas ya están ahí, su difusión es un tema aparte... Porque, si bien ya a comienzos del siglo XIX las calificaciones políticas están dispuestas (extrema derecha, derecha, etcétera), no es sino hasta la Primera Guerra Mundial cuando los ciudadanos se clasifican a sí mismos en el eje derecha-izquierda: los posicionamientos políticos todavía se corresponden sobre todo con la vida parlamentaria.(2)

Las primeras menciones taxonómicas que se encuentran no son poco interesantes. Durante el reinado de Carlos X (1824-1830), un libelo presenta al «hombre de extrema derecha»: hostil tanto al estado de cosas como a las elites instaladas, escéptico, adepto a la tabula rasa para restablecer el orden, desconfiado de los políticos, pero elogioso de la acción y la fuerza, temeroso de una revolución por venir. (3) Hay allí un carácter antes que una ortodoxia, pero aquella pista no es inexacta, y al menos ese retrato es coherente. Los actuales herederos de aquellos contrarrevolucionarios son los legitimistas, ese pequeño ámbito realista que se identifica con la rama española de los Borbones, al igual que el catolicismo integrista, como por ejemplo el de los discípulos de monseñor Marcel Lefebvre. Los doctrinarios de la Contrarrevolución tienen una mirada del mundo de naturaleza político-teológica que descansa en una noción de orden (Joseph de Maistre, Louis de Bonald, Antoine de Rivarol, entre los más conocidos). Para ellos, el orden natural, tal como lo define el catolicismo, impone un modo de gobierno —la monarquía— y de organización social que asigna a cada «orden», precisamente, una función establecida e inmutable. Son franceses, pero el nacionalismo, tal como comienza a entenderse a partir de la década de 1870, no es la piedra angular de sus ideas. Además, tienen una deuda intelectual con el inglés Edmund Burke, los suizos Mallet du Pan y Louis de Haller… y el saboyano Maistre es súbdito del rey de Cerdeña. Desconfían del progreso y, más aun, de lo que las Luces han introducido: el libre análisis, el escepticismo, incluso el ateísmo. Según ellos, abstraerse de las enseñanzas de la historia está fuera de cuestión: son ante todo tradicionalistas, como más adelante lo será Charles Maurras. Tienden a idealizar el pasado, a gustar de la postura de la minoría fiel hasta el final, incluso cuando no queda esperanza. Esta ideología del «pequeño resto» también traduce su romanticismo a lo político. En algunos de ellos, como el abad Augustin Barruel, esta condena de una revolución, que consideran ante todo como una subversión, da nacimiento a la teoría del complot, que hace furor en la extrema derecha. En sus Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme (1797) [Memorias para servir a la historia del jacobinismo], recientemente reeditadas, Barruel denuncia la acción de las logias masónicas, los «Iluminados», los filósofos y, en un grado menor, los judíos, para derrocar el Antiguo Régimen. La Revolución —no el acontecimiento sino su principio— sería de esencia satánica, emanación de fuerzas oscuras que buscarían destruir, a la vez, la religión y Francia. Barruel forja una nueva palabra para denunciar la ideología de su adversario: el «nacionalismo», que habría destruido a las antiguas provincias y quebrado la amistad universal. (4)

Como bien señala René Rémond, (5) en el período que corre desde la Restauración de 1814 hasta la Revolución de 1830, la única familia política que merece la denominación de «derecha» es la de los partidarios del regreso a la monarquía absoluta, que aceptan por sí mismos la etiqueta de «ultrarrealistas». El adjetivo «ultra» les es apropiado, porque van más allá del simple principio monárquico, que consagra la llegada de Luis XVIII al trono. Los «ultras» son místicos, adeptos a una concepción providencialista de la historia, y creen que Francia y la dinastía de los Borbones son depositarios de la voluntad divina (Gesta Dei per Francos, es decir, «la acción de Dios pasa por los francos», según una expresión medieval). Los exiliados contrarrevolucionarios, apartados de su país durante dos décadas, se apegan a un mito, el del retorno completo al Antiguo Régimen, y endurecen sus rencores, de modo que incluso el conde de Provenza, devenido rey, les parece liberal. Se oponen, dentro de la Cámara Inhallable (1814), a la Carta Constitucional, e incluso a su soberano. Se expresan a través de periódicos, como Le Drapeau blanc [La bandera blanca], o folletos, como el de Chateaubriand: De la monarchie selon la Charte [La monarquía según la Carta]. Solo encuentran la victoria en la llegada de Carlos X al trono en 1824, comprometido con su causa. Vuelven a ser minoría en 1830, con el inicio de la Monarquía de Julio, para nunca volver al poder. Es en esta época cuando el campo monárquico se divide en dos familias: los orleanistas, detrás de Luis Felipe, partidarios de una monarquía liberal, y los legitimistas ultracistas. Los primeros, favorables a una monarquía parlamentaria, de alguna manera son los precursores del liberalismo, de un centrismo que privilegia el equilibrio entre conservación social y progreso económico, y que se apoya a la vez en la industrialización, el avance del poder de la burguesía y la financierización de la economía. Los segundos se encuentran, por su propia intransigencia ideológica, y ya desde entonces, en el campo de los vencidos de la historia.

Para el jurista Stéphane Rials, (6) los legitimistas desarrollan, a lo largo del siglo XIX, ideas basadas en el sentido de la decadencia, en un catolicismo intransigente y en un providencialismo que, en autores como Blanc de Saint-Bonnet o Louis Veuillot, deriva con facilidad en un inmenso pesimismo. Los legitimistas casi no creen en la posibilidad de que sus ideas triunfen a través de medios humanos. Tienen una confianza ciega en el «milagro», en lo sobrenatural, que luego se encuentra en escritores cercanos a ellos, como Léon Bloy, Jules Barbey d’Aurevilly o Ernst Hello. Este pesimismo místico es un rasgo destacado de la mentalidad de extrema derecha, cuyo fascismo se distingue, sin embargo, por su vitalismo y su valoración del progreso.

En el último cuarto del siglo XIX, se produce la marginalización definitiva de la corriente contrarrevolucionaria. Cierto es que las elecciones complementarias del 2 de julio de 1871, que siguieron a la elección de la Asamblea Nacional del 8 de febrero del mismo año, instalaron una mayoría monárquica. Paradójicamente, es un católico liberal, monseñor Dupanloup, quien en ese entonces se sienta en la extrema derecha de la Asamblea. Inmediatamente a su lado se ubican los Chevau-légers (los más intransigentes de los legitimistas), comandados por Armand de Belcastel, Cazenove de Pradines y Albert de Mun. Tomaban su nombre del pasaje de Versalles donde se reunían. Partidarios de una monarquía fidelísima a sus símbolos —ya que no habían podido restablecer íntegramente el Antiguo Régimen—, estaban marcados por un catolicismo rígido, que solía hacerles ver la derrota de 1870 ante Prusia como un castigo divino. Representaban a una pequeña nobleza provinciana, con sus sirvientes plebeyos, que estaba perdiendo terreno. Fracasaron en su cometido cuando en 1873 se produjo la «restauración fallida» de su aspirante al trono, el conde de Chambord (Enrique V de Francia). Víctimas de un líder sin verdaderos deseos de poder, en 1892 se someten a la consigna de unir al papa a la legitimidad republicana. En adelante, el realismo ya no vuelve a expresarse con cierta visibilidad sino hasta tomar la forma de Action Française [Acción Francesa].

Cierto es que, en la época de la Contrarrevolución —cuando finalmente las elites nobiliarias e intelectuales se globalizan ampliamente por Europa y el Estado-nación no estaba del todo constituido—, el campo liberal y el de los contrarrevolucionarios trascienden las fronteras. De este modo, existe en España, desde comienzos de la Guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas (1808), un grupo absolutista de fuerte componente aristocrático y clerical. Se manifiesta en especial en las Cortes de Cádiz, que se oponen en 1810 a que el Consejo de Regencia reconozca que el principio de la soberanía nacional se encarne en la Cámara. Se radicaliza incluso después del regreso al trono de Fernando VII (1813) y se encarna a partir de 1833 en el carlismo, que, al igual que el legitimismo, se estructura en torno a una reivindicación dinástica a la vez que a una ideología. El movimiento absolutista da inicio a la teoría de las «dos Españas» y al tema de la «cruzada», que volveremos a encontrar en 1936 en el franquismo. Dejó a varios pensadores importantes: Jaime Balmes (1810-1848), pero sobre todo Juan Donoso Cortés (1809-1853), Juan Vázquez de Mella y Félix Sardá y Salvany, cuyo libro traducido al francés (Le libéralisme est un péché, 1886) es un buen resumen de esta doctrina. La edad de oro de la vicerrealeza española y el pensamiento contrarrevolucionario, junto con el misticismo católico integrista, inspiraron en México la obra literaria y la acción política de Salvador Abascal Infante (1910-2000) y del Movimiento Sinarquista, vástago tardío de la rebelión popular de los Cristeros (1926-1929) contra la República laica, consagrada por la Constitución de 1917.

En síntesis, aquello que históricamente se ha llamado la «primera globalización» permitió la circulación de ideas y de hombres. Con 180 millones de migrantes entre 1840-1940, (7) se trata de un período masificador que termina en una superación de la forma nacional en beneficio de imperios y teorías y prácticas jurídicas discriminatorias entre los miembros de estos imperios. Pero muchas de las ideas que constituyen hasta hoy la base común de la ideología de extrema derecha (nacionalismo, populismo, antisemitismo, en particular) también son defendidas en aquellos tiempos por la izquierda revolucionaria.

Nacionalismo y socialismo

La confusión léxico-ideológica es todavía mayor porque quienes promueven la extrema derecha no se llaman a sí mismos «nacionalistas», sino «patriotas». Sobre todo, se apropian repetidamente de esa palabra imprecisa, pero a la moda desde la década de 1820: «socialismo». Maurice Barrès (1862-1923), figura intelectual y política de aquel movimiento, lo escribe sin rodeos en 1889: «¡Socialismo! En esta palabra ha puesto Francia su esperanza. Seamos, pues, socialistas». (8) Esta dinámica no se detiene, más bien lo contrario. En Italia, el fascismo encuentra sus raíces dentro de la corriente socialista revolucionaria, a la que pertenece Benito Mussolini, y del sindicalismo revolucionario promovido por Antonio Labriola, corriente que, entre 1902 y 1918, se aleja progresivamente del Partido Socialista hasta dividirse en una línea nacionalista. Como muchas figuras de las extremas derechas alemanas, Mussolini era un gran lector de Georges Sorel, cuyas Réflexions sur la violence (1908) también fueron una referencia del anarco-sindicalismo (el propio Sorel había realizado varias idas y vueltas entre los extremos, lo que llevó a Lenin a considerarlo un «espíritu borrador» para él, y que Mussolini afirmara: «A quien más debo es a Sorel»). (9) La Revolución rusa de 1917, además, ofreció un modelo de toma del poder a través de una organización revolucionaria. De esta manera, el fascismo era en parte «una aculturación a la derecha de las lecciones de la Revolución de Octubre». (10) En Alemania, el filósofo Arthur Moeller van den Bruck expresa la posición de esta nebulosa de la «Revolución Conservadora» que se opone a la República de Weimar: existiría una carrera entre nacionalistas y comunistas para «ganar la revolución» por venir. En cada país, algunos revolucionarios buscarían establecer un «socialismo nacional», como el bolchevismo en Rusia o el fascismo en Italia. La extrema derecha, pues, debe hacer un «desvío revolucionario» para instaurar un Tercer Reich socialista en el sentido en que «el socialismo es el hecho de que una Nación entera sienta que vive en conjunto». (11) Esta tendencia llevó a imitaciones a veces un tanto serviles de las extremas izquierdas —por ejemplo, cuando después de 1968 los neofascistas alemanes, italianos o franceses toman prestados elementos de la comunicación de izquierda—, pero nunca cambió esta concepción interclasista del socialismo. El ideal es la organización de la unidad superior de la nación, no la lucha de clases. Para las extremas derechas, el socialismo siempre fue un remedio para el comunismo y el anarquismo. Si puede pensarse una congruencia entre lo nacional y lo social en la extrema derecha, es porque los años que separan la guerra franco-prusiana de la Gran Guerra cambiaron por completo el paisaje político e ideológico francés y europeo.

La derrota militar de 1870 puso fin a un Segundo Imperio que era un cesarismo popular. Antes de convertirse en Napoleón III, Luis Napoleón Bonaparte había planteado en 1840 que «la idea napoleónica consiste en reconstituir la sociedad francesa, alterada por cincuenta años de revolución, en conciliar orden y libertad, derechos del pueblo y principios de autoridad». (12)Para el historiador Philippe Burrin, este bonapartismo participa de la familia política de la «agrupación [rassemblement] nacional», que trasciende la división derecha-izquierda (en la actualidad se pueden citar, dentro de esta última, a Jean-Pierre Chevènement a la izquierda, Nicolas Dupont-Aignan a la derecha o Florian Philippot a la extrema derecha). Efectivamente, como escribe el historiador André Encrevé, el bonapartismo de Napoleón III tomaba «algunos elementos de la izquierda (principios de 1789, voluntad de favorecer el progreso económico, leyes sociales, defensa de las nacionalidades) y otros de la derecha (rechazo del respeto a las grandes libertades públicas, clericalismo, autoritarismo, defensa del orden y de la propiedad)». (13) Así pues, la modelización de Philippe Burrin permite comprender tanto aquello que a veces acerca a la extrema derecha a otros campos políticos como aquello que a veces confunde a parte de los observadores. Porque, así como el fascismo es la forma «radical» de la familia política de las ideologías de «agrupación nacional» (bonapartismo, autoritarismo cesarista, etcétera), el propio nazismo, según el historiador suizo, sería un «fascismo radical». Se obtiene así un continuum que conserva las especificidades, pues el fascismo es autónomo del «nacionalismo de fin de siglo», sin estar disociado de él, y la comparación funciona desde el nazismo hacia el fascismo y no a la inversa, puesto que el nazismo constituye un más allá del fascismo. (14) Esto permite comprender finalmente qué es lo que separa cada tendencia, lo que permite migraciones individuales, pero también lo que lleva a tanto exceso en los caprichos en las amalgamas tanto de unos como de otros.

El principal factor explicativo de la importancia que toma la articulación entre lo nacional y lo social es, evidentemente, la irrupción de las masas: en el sistema de producción, con la Revolución Industrial, y luego en el debate político, al generalizarse el sufragio universal. Se produce en Francia, al mismo tiempo que se consolida la Tercera República en la década de 1880, un recambio de ideas que desemboca en la constitución de una nueva derecha, que Zeev Sternhell llama «derecha revolucionaria», en la que ve la prefiguración del fascismo. Primera doctrina ideológica a migrar desde la izquierda hacia la derecha: el nacionalismo. Hasta aquí, era el campo republicano el que llevaba el apego a la nación. El soldado Bara, las batallas de Valmy y Jemappes, el pueblo en armas, y más adelante Louis Rossel, oficial enrolado en la Comuna de París, son símbolos de la izquierda patriota, apegada a la idea de que la ciudadanía y la igualdad se desarrollan plena y naturalmente en el marco de la nación soberana. La personificación de ese nacionalismo de los socialistas es Louis Auguste Blanqui (1805-1881), quien reparte su vida entre la prisión y las conspiraciones. El blanquismo es más una actitud que una doctrina, y este estilo ha influido tanto en el fascismo italiano como en los movimientos radicales de extrema derecha y ultraizquierda. Exalta la insurrección, la barricada (Blanqui escribe en 1868: «El deber de un revolucionario es luchar siempre, luchar a pesar de todo, luchar hasta extinguirse»). El movimiento denuncia el capitalismo judío y participa de la Comuna calificando al régimen burgués de «prusiano de dentro», listo para abandonar Alsacia y Lorena. (15) Los blanquistas luego se unen al general Boulanger, figura nacionalista apodada el General Revancha. Esto se produce cuando la izquierda también hace un intenso trabajo ideológico.

Se da una ruptura entre izquierda y nacionalismo con Marx y Engels, para quienes «los obreros no tienen patria». (16) El caso Dreyfus y la masacre de Fourmies (donde el 1º de mayo de 1891 el ejército francés dispara contra los manifestantes) exacerbaron el antimilitarismo en la izquierda. La Confederación General del Trabajo organiza el 16 de diciembre de 1912 una huelga general contra la guerra y el 25 de febrero de 1913, una manifestación contra el proyecto de servicio militar de tres años. A fines del siglo XIX, se desarrolla, sobre todo entre los anarquistas y los sindicalistas, una tendencia antipatriótica. Su cabeza de puente es Gustave Hervé (1871-1944), quien llama a poner la «bandera en el estiércol». El antipatriotismo es inseparable del antimilitarismo y Hervé escribe en 1906: «Nosotros solo admitimos una única guerra, la guerra civil, la guerra social». Del mismo modo, llama a abstenerse para que el pueblo no se comprometa con la comedia parlamentaria. El agitador antipatriótico se incorpora a Union Sacrée [Unión Sagrada] en 1914, cuando su socialismo comienza a referenciarse en Blanqui y Proudhon. Durante la década de 1920, es pacifista, luego se une a las filas fascistas en 1932. Convencido de que hay que recrear Unión Sagrada, en 1936 publica un libro de título famoso, C’est Pétain qu’il nous faut [Pétain es lo que necesitamos] (un título que remite a la antigua canción popular «C’est Boulanger qu’il nous faut»). No obstante, en 1941 Hervé se niega a seguir más intensamente a Vichy y detiene por completo su militancia. (17) Esta breve biografía no solo echa luz sobre trayectos que hoy nos parecen sinuosos; también habla de la coherencia de una época pasada comprendida entre el post-1870 y el post-1918. Es ese el momento bisagra.

La derecha, marcada por el imperativo de la venganza contra Alemania, construye a partir de 1870 una mística nacionalista muy diferente a la de la izquierda. Se la puede ver muy activa durante el caso Dreyfus, a través del «falso patriotismo» y el texto con el que el escritor Paul Léautaud acompaña su suscripción al Monumento Henry: «Por el orden, contra la Justicia y la Verdad». El antisemitismo se difunde en la derecha: apoyado en la izquierda en Proudhon y Rochefort, se convierte en el credo de estos nacionalistas que, en los entornos de Édouard Drumont y Maurice Barrès, de la Ligue des Patriotes [Liga de los Patriotas] y de la Ligue de la Patrie Française [Liga de la Patria Francesa], y más adelante de Charles Maurras y la Ligue d’Action Française [Liga de Acción Francesa], hacen del judío el principal enemigo, la encarnación de lo anti-Francia, la causa eficiente de todos los males de la sociedad.

Las ligas aparecieron en la década de 1860, en una fase más liberal del Segundo Imperio. Se trata de organizaciones políticas que priorizan la acción sobre la elección (incluso hay ligas electorales a partir de la década de 1880): se concentran en un objeto y no en un programa político. Para ello, apuntan a la «agrupación» alrededor de una idea-fuerza, donde «agrupación» es la palabra fundamental de su vocabulario, a fin de superar las nociones de clase. Las ligas representan los primeros instrumentos de la entrada de las masas en el juego político. (18) La Liga de los Patriotas, conducida por Paul Déroulède, hace culto tanto de la Revolución francesa como de la nación. Su lema, a menudo imitado, es: «Republicano, bonapartista, legitimista, orleanista apenas son nuestros nombres de pila. Patriota es nuestro apellido». Sin embargo, en su desarrollo pasa de la idea de liberar Alsacia y Lorena a la de liberar el país: la regeneración nacional prima por sobre la venganza. Aunque Déroulède critica las instituciones parlamentarias, permanece en el campo republicano, junto con blanquistas y expartidarios de la Comuna. Déroulède habla de «República plebiscitaria», que implica la elección del presidente de la República por sufragio universal y la consulta regular a la voluntad popular mediante «plebiscito legislativo», otro nombre dado al referéndum. Junto con Déroulède, avanza una extrema derecha republicana y social (la fórmula que durante mucho tiempo utilizó Jean-Marie Le Pen —«derecha nacional, social y popular»— es perfectamente acorde con este espíritu). (19) Déroulède ofrece su poder de golpe al general Boulanger, a quien nada parece detener en 1887-1889. La crítica al parlamentarismo, las odas al pueblo y a la nación permiten que el boulangismo reúna desde realistas hasta antiguos de la Comuna. La negativa de Boulanger a dar un golpe de Estado sella la suerte del movimiento, liquidado por la represión judicial primero y por el suicidio de la figura del salvador en la tumba de su amante, después. El boulangismo muestra en su conjunto la cristalización de una corriente de extrema derecha, el nacional-populismo, y hasta qué punto no tiene sentido definir el extremismo mediante el criterio de la violencia. Sería confundir el fascismo y las extremas derechas. Sería deducir de los regímenes de extrema derecha lo que deberían ser los movimientos de extrema derecha.

El nacional-populismo siguió siendo la corriente de referencia de la extrema derecha francesa, en particular gracias a los resultados electorales del Frente Nacional, que se funda en 1972, pero no logra triunfar en las urnas hasta una década después. Por cierto, el politólogo Pierre-André Taguieff importa la expresión a Francia precisamente cuando intenta comprender sus primeros logros electorales. (20)El nacional-populismo concibe el desarrollo político como una decadencia de la que solo el pueblo, que es sano, puede sanar a la nación. Al privilegiar la relación directa entre el salvador y el pueblo, más allá de las divisiones e instituciones parásitas acusadas de amenazar de muerte a la nación, el nacional-populismo reclama para sí la defensa de la gente de abajo, del «francés medio» de «sentido común», frente a la traición de elites fatalmente corrompidas. Es el apologista de un nacionalismo cerrado, busca una unidad nacional mítica y es alterófobo (teme al «otro», asignado a una identidad esencializada mediante un juego de permutaciones entre lo étnico y lo cultural, generalmente lo cultual). Une valores sociales de izquierda y valores políticos de derecha (orden, autoridad, etcétera). Así pues, si bien recurre a una estética verbal socializante, su deseo de unión de todos luego de excluir lo ínfimo, cuna de parásitos infieles a la nación, representa una ruptura total con la ideología de lucha de clases. Para lograr que coincidan nación y pueblo, efectúa permutaciones entre los distintos sentidos de la palabra «pueblo». El pueblo es el demos, la unidad política; es el ethnos, la unidad biológica; es un cuerpo social, las «clases populares»; es la «plebe», las masas. La extrema derecha nacional-populista juega con la confusión entre los tres primeros sentidos: un dispositivo como la «preferencia nacional» debe unificar al pueblo social, étnica y políticamente. La plebe se entrega a un salvador para que rompa el yugo y permita que el pueblo y la nación ejerzan su soberanía. Al desembarazarse de los parásitos, las masas se convierten en el pueblo unido. Es, pues, una ideología interclasista, que se jacta de los valores «terrenales» contra las «falsas intelectualizaciones». El nacional-populismo se instaló en nuestra vida política hace ciento treinta años. El único sentido de remitirlo a la imagen del nazismo es, pues, despegarlo de la historia de la extrema derecha francesa; no hay ninguna posibilidad lógica de pensar que pueda desaparecer gracias a una fórmula mágica. Participa del sistema político francés de manera estructural.

Además, el nacional-populismo se convirtió en un fenómeno de amplitud europea con la formación de varios partidos durante la década de 1970. Esta dinámica descansaba en tres dimensiones: el rechazo de los votantes al Estado de Bienestar (el Welfare State, según el modelo escandinavo, en general) y a un sistema fiscal considerado «confiscatorio»; el avance de la xenofobia, en un contexto de movimientos migratorios de una naturaleza considerada nueva —porque es extraeuropea— y, por último, el fin de la prosperidad vivida desde la posguerra, a partir del shock petrolero de 1973. Entre los partidos típicos de la primera dimensión, los dos precursores son el Fremskrittspartiet de Dinamarca, dirigido por Mogens Glistrup, y el Partido Anders Lange de Noruega, que lleva el nombre de su fundador. Dos partidos encarnan la movilización de los votantes contra la inmigración, al tiempo que también se vuelcan a posiciones económicas ultraliberales: por un lado, el Frente Nacional francés, que terminó penetrando electoralmente en 1983-1994, y un partido rejuvenecido y radicalizado, el FPÖ austríaco, que, bajo el estandarte de Jörg Haider, inicia a partir de 1986 una lenta y continua progresión, cuyo punto más alto se alcanza en 1999. En esa misma época, el flamenco Vlaams Blok comienza a dejar su huella en el campo político belga simbolizando, probablemente mejor que todas las demás formaciones europeas, la continuidad histórica con el nacionalismo de la primera mitad del siglo XX y a la vez una profunda modernización de los métodos de acción política.

No obstante, durante el período de cristalización del nacional-populismo, este último está lejos de representar únicamente la efervescencia política. En la galaxia de las derechas de entonces, se destaca un movimiento, tanto por la coherencia de su doctrina como por el magisterio intelectual que ejerce hasta su disolución en 1944: Acción Francesa. (21) La revista L’Action française nace en 1898 con el caso Dreyfus: en ese entonces es nacionalista, antiparlamentaria, antidreyfusiana y republicana. Crece en 1889, cuando se suma Charles Maurras (1868-1952) y se convierte en portavoz del «nacionalismo integral» de este teórico. Dio su nombre al movimiento que se comienza a estructurar en 1905 y se convierte en periódico de combate en 1908.

Acción Francesa es una forma de neorrealismo mucho más apegada a la institución monárquica que a la persona de los príncipes, que la desaprueban. En su época, ni la Liga ni su mentor, Charles Maurras, fueron clasificados dentro de la «extrema derecha». Representaba al «nacionalismo integral», autoritario y descentralizador, que pone por encima de todo la noción de orden, incluso a costa de rebajar la religión católica —a la que concede gran importancia— al rango de mero instrumento de la sumisión de los individuos al orden natural, que Maurras definía a través de la razón (el empirismo organizador) y no de la mística. Se trata de que coincidan el «país real» y el «país legal», de poner fin al individualismo para restaurar las comunidades y jerarquías naturales (familia, oficio), de lograr que retroceda el Estado jacobino para volver a las antiguas provincias. Acción Francesa es de extrema derecha por la condena inapelable de la democracia, la utopía de edificar una comunidad orgánica, la definición exclusivista de pertenencia a la nación, por un antisemitismo feroz que encuentra su consecución en el estatus de los judíos implementado por el gobierno de Vichy (1940) y redactado por un maurrasiano, el ministro de Justicia Raphaël Alibert. Pero Acción Francesa y Maurras tienen influencia —y proyección futura— mucho más allá de la extrema derecha. Primero en la Resistencia, donde se encuentran el filósofo Pierre Boutang, el académico Pierre Renouvin y el teniente de navío Honoré d’Estienne d’Orves, el «coronel Rémy», que pusieron el nacionalismo antialemán de Maurras y Bainville al servicio de la independencia de la nación y no de su sumisión. Luego, entre los realistas que en la década de 1970 actualizan el pensamiento de Maurras dentro de Nouvelle Action Française [Nueva Acción Francesa], que apoya a la izquierda en 1981. Por último, políticos tan diferentes como François Mitterrand, René Pleven y Robert Buron —como recuerda Eugen Weber— «fueron influidos por su breve paso por los ámbitos de Acción Francesa», (22) como muchos escritores ajenos a la acción política y a todo extremismo (algunos «húsares», Michel Déon, Michel Mohrt). En el plano internacional, la influencia de Maurras se hace sentir desde el período post-1919 hasta la década de 1960. Probablemente sea en la península ibérica donde se lo acoge con más entusiasmo. El general Francisco Franco, a la cabeza de España entre 1939 y 1975, y António de Oliveira Salazar, que dirigió el Estado Novo portugués entre 1933 y 1968, conocen y aprecian este trabajo doctrinario… y el nacionalismo integral también es una inspiración en Bélgica, Suiza, el Canadá francés, Brasil o Argentina.(23)

Si estos pensamientos antiliberales pueden desarrollarse a fines del siglo XIX es porque responden a una transformación del sistema de las ideas. En Francia, el pacifismo está claramente en retirada a partir del caso Agadir, en 1911, que generaliza, en torno a la cuestión de Marruecos, la idea de que es inevitable una nueva guerra entre franceses y alemanes. Ese mismo año se publica Ênquete sur les jeunes gens d’aujourd’hui [Investigación sobre los jóvenes de hoy], libro que muestra que los valores en ascenso son los del orden, la disciplina, la nación, la práctica del culto, el deporte, la voluntad de acción. El libro está firmado por Agathon (seudónimo de Henri Massis y Alfred de Tarde) y se habla de «generación de Agathon» para describir a esta juventud lista para ir a la guerra y en ruptura tanto con el sistema liberal como con el carácter revolucionario socialista.(24)

En los años que preceden a la Primera Guerra Mundial se desarrolla una exacerbación de las tensiones tanto contra Alemania como entre franceses. Del otro lado del Rin, el movimiento del romanticismo alemán desempeña en ese entonces un papel fundamental: se rechazan la razón y el cientificismo, en favor del folclore legendario y el mito de una Edad de Oro: el Sacro Imperio Romano Germánico (962-1806). El Reich medieval, con sus principados feudales y sus corporaciones de oficios, representa una Alemania ideal donde toda la sociedad habría sido organizada en un orden jerárquico armonioso. De este modo, el pangermanismo se legitima en la idea de reunir a todos los hombres de lengua alemana en el Segundo Reich (1871-1918), que ofrece a Alemania su poder pleno frente a las naciones occidentales. Allí se desarrolla una nueva pasión cuando en 1879 se expande el neologismo «antisemitismo», que busca romper con el antijudaísmo para fundar una oposición racial y científica. La sangre, el suelo, la lengua: tal es la Trinidad que oponen los Völkischen al nacionalismo del contrato social. Völkisch es un término con fama de intraducible. Además de su dimensión mística, populista y agraria, significa «racista» (palabra francesa de raíz alemana) y a partir de 1900, «antisemita». Los Völkischen son los adeptos al ideal del Blut und Boden [«Sangre y suelo»]. La raíz volk significa «pueblo», pero su sentido va más allá del de «popular», en una acepción intrínsecamente étnica. Puede ser entendido como nostalgia folclórica y racista de una prehistoria alemana ampliamente mitificada. Esta corriente heterogénea tomaba sus referencias del romanticismo, el ocultismo, las primeras doctrinas «alternativas» (medicinas alternativas, naturismo, vegetarianismo, etc.) y, por último, de las doctrinas racistas. La reconstitución de un pasado germánico ampliamente mitificado alejó a los Völkischen de las religiones monoteístas, para intentar recrear una religión pagana, puramente alemana. Esta corriente nutrió fuertemente al nazismo, pero también fue la base de muchas reorientaciones nacionalistas en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, en corrientes tan variadas como el nacionalismo revolucionario, la nueva derecha o el neonazismo.(25)

Mientras se expanden las concepciones Blubo (contracción de Blut und Boden), Francia ve cómo se desarrollan nuevas ciencias, como la antroposociología y la psicología social, impregnadas de un racismo que es una especie de «sentido común» de la época y que durante mucho tiempo construye la creencia en una esencia «racial» de la nación francesa. Al utilizar y deformar la teoría darwiniana de la evolución desde la óptica de la «lucha de razas», Arthur de Gobineau y Georges Vacher de Lapouge teorizan acerca de la importancia de la selección de la especie. Su perspectiva higienista es seguida por Alexis Carrel y se mezcla con el mito ario, que también debe mucho al inglés Houston Stewart Chamberlain, promotor de la idea de que es posible crear una nueva raza. Se borra el mito de las dos razas francesas (el Tercer Estado que desciende de los galos y la nobleza, de los francos), que se establece desde comienzos del siglo XVIII, a favor de la idea, central en los escritos de Maurice Barrès y Édouard Drumont, de una «raza» francesa de sustrato intangible, corrompida por el elemento extranjero, en particular el judío. Esta doctrina concibe la pertenencia a la nación solo como una herencia y de sangre, y en consecuencia se opone absolutamente a la noción de ciudadanía contractual y voluntaria que funda la nación republicana. El racismo, así revestido de una garantía científica, viene a legitimar al mismo tiempo la política de colonización actual con el apoyo de la izquierda parlamentaria, cuando decreta la inferioridad natural de los pueblos de color o de los árabes y reduce a los «indígenas» al rango de sujetos de derecho diferenciado en el marco del Imperio o de los departamentos de Argelia.Otra mutación importante: aquí también el antisemitismo racial poco a poco va suplantando al antijudaísmo teológico, aunque durante los últimos veinte años del siglo XIX este es relevado, con eficacia y virulencia, por el periódico La Croix. Este antisemitismo se encuentra también en los revolucionarios de izquierda —de todas las extracciones—, que alimentan en él una identificación permanente del judío con el capitalismo, el dinero y la usura haciendo síntesis, de este modo, del viejo fondo religioso y del socialismo.

El politólogo israelí Zeev Sternhell tiene mucha razón al afirmar que, a partir de esta época, la distinción que estableció René Rémond entre las tres derechas (contrarrevolucionaria, orleanista y bonapartista) ya no se sostiene: se está elaborando una síntesis de ellas, que junto con él podemos llamar «derecha revolucionaria» y que después se prolonga en los movimientos antidemocráticos de los años 1918-1940, y luego en la ideología de la Revolución Nacional de Vichy y —según Sternhell— en los fascismos. ¿En qué se apoya, entonces, esta «derecha revolucionaria»? En la modernización actual del continente europeo, la revolución tecnológica, la llegada al mercado electoral de las clases obreras. La «derecha revolucionaria» busca responder a las reivindicaciones de los estratos populares en cuanto a su estatus y sus condiciones de trabajo, y al mismo tiempo a la muy fuerte oposición al marxismo de buena parte de la clase obrera, que se encuentra, junto con otros componentes de la sociedad, en el culto a «la tierra y los muertos» de Barrès, especie de equivalente francés del Blut und Boden alemán. Crisis intelectual, rechazo del orden social establecido, con algunos caprichos revolucionarios y tonos anticapitalistas, dimensión populista que retoma la tradición plebiscitaria, justificación —incluso apología— de la violencia como modo de acción, pero también de regeneración individual y colectiva: tales son los rasgos más salientes de esta vía que proclama «ni derecha ni izquierda». (26) Es esta derecha, junto con los antidreyfusianos, los maurrasianos, Georges Valois y Georges Sorel entre otras figuras, la que a comienzos del siglo XX da cuerpo a una radicalización que Zeev Sternhell considera un fascismo, e incluso el primer fascismo.

Fascismos

Así, desde fines de la década de 1970, Zeev Sternhell opone a la idea de una cuasi ausencia del fascismo en Francia en beneficio de la santa trinidad de las derechas —y a la visión común de que el fascismo habría surgido en la Italia de la Primera Guerra Mundial— la concepción de que el fascismo provendría de la Francia de fines del siglo XIX. Sus trabajos reposicionan el debate sobre el fascismo francés, a la vez que rompen el yugo de lo que Ernst Nolte llama «la época fascista», que transcurre entre la salida de una guerra mundial a la otra. Estas investigaciones, al sacar a la luz la particular alquimia del fascismo y la importancia de revisar tanto el marxismo en su fundación como el rechazo de fin de siglo a la herencia de las Luces, contribuyeron a desmarxizar y desitalianizar la historia del fascismo. En estos trabajos, la Primera Guerra Mundial no se concibe como la madre del fascismo, y este último es considerado un sistema ideológico coherente y estructurado. Para Zeev Sternhell, el Estado fascista es «el Estado totalitario por excelencia y el totalitarismo, la esencia del fascismo».(27)

Históricamente, es cierto que si bien Georges Valois (1878-1945), referencia importante en la reflexión de Sternhell, reconocía que Italia había dado al fascismo su nombre y sus maneras, nunca dejó de afirmar que esta ideología era la del nacionalismo de fin de siglo en Francia y que su fundador era Barrès, socialista nacionalista republicano y antiparlamentario que supo reunir a su alrededor a hombres de izquierda y de derecha. Pero, además de que existen muchos argumentos fácticos para refutar la idea de que Barrès fuera fascista, no se trataría de que esta búsqueda de una esencia primaria del fascismo omita la «plasticidad» del fascismo (para retomar la caracterización de Pascal Ory), (28) dimensión que permite situar en él muchos elementos contradictorios. Así, Georges Valois afirmó que el fascismo encontraba su fuente en los jacobinos y que era la experiencia de la Gran Guerra la que había convertido a los fascistas en lo que eran… Además, el hecho de que la vanguardia fascista francesa provenga de Acción Francesa no convierte a esta última en un movimiento «fascista» (lo que equivaldría a transformar sucesión cronológica en causalidad). Valois, Brasillach o Drieu la Rochelle son fascistas porque rompen con el pensamiento de Maurras, no porque provengan de él. ¿Qué está diciendo Valois cuando pide que los fascistas franceses sigan siendo fieles a sus fuentes argumentando que los «jacobinos forjaron la noción de Estado totalitario»? ¿Qué está diciendo Doriot cuando exclama: «No hemos esperado la victoria de Alemania sobre Francia para descubrir el nacional-socialismo ni para proponer soluciones socialnacionales a nuestro país»? (29) Se legitiman produciendo un conjunto de signos donde se entremezclan la importación de elementos extranacionales y la afirmación de una tradición nacional específica, de desarrollo más extenso que el de los modelos italiano y alemán. Estas son perspectivas que nos acercan más a los aportes de Georges Mosse —que abrió el camino al análisis del fascismo como cultura, como «estilo», y no como simple reacción negativa— sobre la importancia en la producción del fascismo de la violencia ejercida contra las sociedades entre 1914 y 1918, y sobre las relaciones entre Revolución francesa y fascismo en el marco de una ideología de masas que sea también una religión cívica.(30)

Esta es, en efecto, la experiencia de la guerra total que radicaliza los márgenes a la vez que les permite encontrarse con las masas. En Italia, en Alemania, en Francia, el deseo de hacer que la sociedad viva como una comunidad de combate, que tenga la misma unidad en tiempos de paz como en tiempos de guerra, encuentra una salida política en los fascismos. (31) No es hasta después de 1918 cuando algunos elementos de derecha comienzan a decirse «revolucionarios»: en este punto, la «derecha revolucionaria» de Sternhell es un error de historia de la lengua. Habría sido mejor hablar de «reacción» antes que de «revolución», ya que el primer término no necesariamente significa una simple protesta conservadora, pues lo que se llamó «la reacción» en 1795 fue un episodio de ataques contrarrevolucionarios, también llamado «el Terror Blanco».

Si el debate interpretativo es tan rico, es también porque se produce una proliferación ideológica y taxonómica en un espacio-tiempo reducido. Porque, en definitiva, la palabra «extremista» aparece en el debate público francés en 1917, cuando la prensa francesa la utiliza para fustigar a los bolcheviques que acababan de tomar el poder en Rusia. Es en reacción a la «extrema izquierda» como se posiciona en adelante el campo de «extrema derecha». (32