Las fuentes de la juventud - Dardo Scavino - E-Book

Las fuentes de la juventud E-Book

Dardo Scavino

0,0

Beschreibung

Con la claridad y la lucidez que lo caracterizan, Dardo Scavino se remonta a las fuentes de la idea de juventud para reconstruir los orígenes del sujeto moderno. Desde el Iluminismo hasta el positivismo del siglo XIX, se pensó el progreso de la humanidad como la maduración gradual de una persona, que debía ser guiada por la autoridad hasta la edad de las luces. Y en esa línea, el progresismo resulta inseparable de alguna forma de imperialismo. Pero para otros, como Alberdi o Echeverría, la juventud no era un asunto de maduración, sino de regeneración, una generación nueva que viene a terminar y reemplazar un modo de vida vetusto. Scavino realiza una genealogía del culto de la juventud, para hacer foco en aquel que nace hacia fines del siglo XX, con el surgimiento de una visión de la historia desnaturalizada, no teleológica y no progresista: la edad se establece como un dato biológico y una construcción cultural que varía según el momento histórico y el lugar, y con ello surge el culto de la juventud como una crítica de la majoritas: frente al sujeto ilustrado, el sujeto histórico moderno surge como un sujeto minoritario. Una reflexión aguda que repasa y renueva los argumentos de una discusión política tan fascinante como pertinente, de cara a un escenario donde las cuestiones del hombre nuevo y de la producción del hombre por el hombre que apasionaron al siglo xx parecerían haberse desplazado al terreno de la ciencia y de la ingeniería genética.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 427

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

LAS FUENTES DE LA JUVENTUD

Dardo Scavino

 

Con la claridad y la lucidez que lo caracterizan, Dardo Scavino se remonta a las fuentes de la idea de juventud para reconstruir los orígenes del sujeto moderno.

Desde el Iluminismo hasta el positivismo del siglo XIX, se pensó el progreso de la humanidad como la maduración gradual de una persona, que debía ser guiada por la autoridad hasta la edad de las luces. Y en esa línea, el progresismo resulta inseparable de alguna forma de imperialismo. Pero para otros, como Alberdi o Echeverría, la juventud no era un asunto de maduración, sino de regeneración, una generación nueva que viene a terminar y reemplazar un modo de vida vetusto.

Scavino realiza una genealogía del culto de la juventud, para hacer foco en aquel que nace hacia fines del siglo XX, con el surgimiento de una visión de la historia desnaturalizada, no teleológica y no progresista: la edad se establece como un dato biológico y una construcción cultural que varía según el momento histórico y el lugar, y con ello surge el culto de la juventud como una crítica de la majoritas: frente al sujeto ilustrado, el sujeto histórico moderno surge como un sujeto minoritario.

Una reflexión aguda que repasa y renueva los argumentos de una discusión política tan fascinante como pertinente, de cara a un escenario donde las cuestiones del hombre nuevo y de la producción del hombre por el hombre que apasionaron al siglo xx parecerían haberse desplazado al terreno de la ciencia y de la ingeniería genética.

Las fuentes de la juventud

DARDO SCAVINOGenealogía de una devoción moderna

Índice

CubiertaSobre este libroPortadaFons JuventutisI. Las edades del hombreEl paradigma tutelarHomo MinorII. Nacen los jóvenesEl sujeto modernoVita novaCanto del peregrinoFaciamus hominem, 1Soledad y urbanidadCómo perecen los dogmasEntre el arma y la guitarraEl corazón maligno de la conversiónPalingenesia socialRazones y corazonesLa desavenenciaAvant-gardeBellezas mortalesIII. Llegan las nuevas generacionesGenealogía de la generaciónErrar es divinoEl porvenir de la inmadurezLa guerra de las neuronasLa máquina de hacer geniosEl genio de la glándulaCanticum novumInicial, Revista de la Nueva GeneraciónLa MagaFaciamus hominem, 2Epílogo. Los monos pendientesSobre el autorPágina de legalesCréditosOtros títulos de esta colección

¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!MANUEL GONZÁLEZ PRADA, Lima, Teatro Politeama, 1888.

Como la juventud trae consigo el futuro, 

queremos conquistar la libertad de acción y de vida 

contra las viejas fuerzas sólidamente establecidas.ERNST LUDWIG KIRCHNER,Programm der Brücke, Dresde, 1906.

Don’t trust anyone over thirty.JACK WEINBERG, California, Campus de Berkeley, 1964.

Aunque me fuercen, yo nunca voy a decir Que todo tiempo por pasado fue mejor.Mañana es mejor.[…]Hoy te amo ya,y ya es mañana.LUIS ALBERTO SPINETTA, Cantata de puentes amarillos, Buenos Aires, 1973.

FONS JUVENTUTIS

Unas viejitas mustias y enclenques van llegando a duras penas hasta una fuente rectangular situada en un valle verde. Algunas están tan achacosas que unos hombres las transportan en carretas y carretillas y hasta las llevan a cuestas. Las ancianas empiezan a desnudarse en el borde de la fuente –un médico examina la decrepitud de una de ellas– y luego van ingresando con dificultad artrítica en sus aguas. Pero ni bien atraviesan la mitad de la piscina, donde se erige un surtidor ornado con una estatuilla, se convierten en unas jóvenes lozanas y rozagantes que se ponen a chapotear alegremente hasta arrimarse al otro margen. A medida que van saliendo, un caballero las invita a entrar en una tienda, de donde se retiran acicaladas y finamente vestidas, listas para emprender una caminata galante por un jardín de las delicias en compañía de un grupo de gentilhombres. Entre las parejas que se forman, algunas se disponen a participar de una comida suntuosa, otras a retozar con picardía por el parque y hasta se divisa una que empieza a disimular sus ardores detrás de unos matorrales.

La escena se encuentra en un óleo de Lucas Cranach el Viejo, intitulado Fons Juventutis, que el artista pintó en 1546, cuando acababa de cumplir setenta y cuatro años y circulaba por Europa el rumor de que algunos españoles estaban buscando una fuente así en una isla del Caribe. Pero la leyenda del aquae vitae se remonta a la Antigüedad y ni siquiera se mantiene en las fronteras del llamado mundo occidental. Juventas era la protectora romana de los adolescentes que se convertían, a los diecisiete, en juvenes, vistiendo por primera vez la toga viril durante las festividades de las Juvenalia. Un mito contaba ya en aquellos tiempos que Júpiter había metamorfoseado a Juventas en un manantial con la virtud de rejuvenecer a quienes se bañaran en sus aguas. A principios del siglo VII, Isidoro de Sevilla situaba esta fuente en Oriente y la imaginaba alimentada por cuatro ríos oriundos del Paraíso, mientras que un anónimo cantar de gesta del siglo XIII, Huon de Bordeaux, aseguraba que sus aguas provenían del Nilo. Algunos musulmanes sostenían, por su parte, que Al-Khidr –un misterioso personaje pre-islámico contemporáneo de Moisés y mencionado en el Corán– se habría sumergido en la fuente y seguiría vivo entre nosotros.

Rejuvenecer –o por lo menos demorar todo lo posible la decadencia del cuerpo– no es una veleidad quimérica de nuestras sociedades de consumo. Estas solo contribuyeron con algunos adelantos de la cirugía, la cosmética y la farmacopea, más eficaces, a lo mejor, que los menjunjes enumerados por Ovidio en su elegía didáctica Medicamina faciei femineae hace más de dos mil años. Ya Marcial se burlaba de los usuarios de afeites y tinturas, y Francisco de Quevedo se inspiraría en el romano para reírse de quienes trataban de disimular en vano los agravios de la edad:

 

Que el viejo que con destreza

se ilumina, tiñe y pinta,

eche borrones de tinta

al papel de su cabeza;

que enmiende a Naturaleza,

en sus locuras protervo;

que amanezca negro cuervo,

durmiendo blanca paloma,

con su pan se lo coma.

 

El culto de esta juventud –antonomasia de la belleza, la energía y la salud– es una aspiración tan antigua como su reprobación moral. Los griegos, después de todo, le rendían homenaje en la figura de la diosa Hebe –la Juventas de los romanos–, y si muchos escritores deploraban las irreverencias de los jóvenes en relación con los mayores, otros, como Catulo, invitaban a su amada a vivir y amarse sin prestarle la menor atención a la severidad de los ancianos.

Aquella milagrosa mutación de las ancianas marchitas en jóvenes voluptuosas solía estar asociada, por otra parte, con el inicio del año, momento de regeneración o rejuvenecimiento de la vida natural. Porque no habría que olvidar que el año nuevo, en Roma, no comenzaba en enero sino en marzo, con el equinoccio de la primavera, personificado por Flora –la ninfa Cloris de los griegos–, emblema por antonomasia de la frescura juvenil. Las viejecitas de Cranach, justamente, van llegando, bien abrigadas, desde unas montañas secas para terminar ingresando, una vez rejuvenecidas, en un valle florido y fecundo, como si estuvieran pasando del invierno a la primavera. Había una “fuerza vital” que misteriosa y periódicamente se retiraba y regresaba, marcando de esta manera el ritmo de los ciclos vitales. Benveniste sostenía incluso que la raíz latina juven- proviene –como el sánscrito yuva, el iraní yuvan o el germánico jugund– del indo-europeo aiu-, y esta palabra evocaría, según él, esa misteriosa “fuerza vital” gracias a la cual las cosas crecen y cuyo periódico regreso explica las estaciones.1 De modo que la juventus correspondía no solamente a una edad del individuo, cuando esa fuerza vital se encuentra en su apogeo, sino también a un momento puntual en el ciclo de las generaciones: los juvenes remplazaban a los seniores cuando estos se convertían en veteres. La metamorfosis de las ancianas de Cranach pierde sus connotaciones milagrosas si sustituimos a los individuos por la genealogía familiar.

Pero aquella asociación entre Al-Khidr –una figura venerada por la mística sufí– y la fuente de la juventud nos sugiere que el pasaje por aquella aquae vitae tenía otra significación. El milagroso rejuvenecimiento del cuerpo era una alegoría de la regeneración o la renovación de los sujetos, del advenimiento de la vida nueva, del hombre nuevo, gracias a una profunda conversión espiritual. Los teólogos cristianos, por ejemplo, suelen recordar un pasaje del Evangelio de Juan, en el cual un fariseo, Nicodemo, convertido a continuación a la fe cristiana, se dedica a interrogar a Jesús acerca de su novedosa prédica. “De cierto, de cierto te digo –sentenciaba el nazareno–, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. “¿Y cómo puede un hombre nacer siendo viejo? –le pregunta Nicodemo–, ¿puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?”. “De cierto, de cierto te digo –repetía el carpintero–, que el que no naciere de agua y del espíritu, no puede entrar en el reino de Dios”. Y para que el fariseo comprendiera, el nazareno concluía: “Lo nacido de la carne es carne; lo nacido del espíritu es espíritu” (Juan 3: 3-5). Como explicaría más tarde San Agustín comentando este pasaje, ni uno ni otro nacimiento pueden repetirse aunque en un caso el individuo sea extraído del vientre y en el otro del “bautismo”.2

Como sucedía en el cuadro de Lucas Cranach, había que zambullirse en el agua de la regeneración –baptizein significaba en griego sumergir– para ingresar en la mencionada tierra prometida: en el reino del Señor. Porque aquella conversión y este ingreso serían un solo y mismo acontecimiento. Jesús, de hecho, estaba haciendo alusión en su respuesta a Nicodemo a una célebre profecía de Ezequiel:

 

Os tomaré de las naciones y os reuniré de todos los países, y os traeré a vuestra propia tierra. Entonces esparciré sobre vosotros agua pura, y seréis purificados de todas vuestras impurezas. Os purificaré de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi Espíritu dentro de vosotros y haré que andéis según mis leyes, que guardéis mis decretos y que los pongáis por obra.3

 

Otro antiguo fariseo, Pablo de Tarso, volvió a referirse a este nuevo “parto” a propósito de la conversión de los gálatas. “Vuelvo otra vez a estar de parto de vosotros [hous pálin ôdinô] –les escribió– hasta que Cristo tome forma [morphethê] en vosotros” (Gal. 4: 19), como si el apóstol fuese una madre que alumbrara nuevos cristianos. Y por eso Pablo recurre a la alegoría de los dos hijos de Abraham: el hijo que tuvo con su esclava, Agar, y el que tuvo con su esposa, Sarah. El primero era el hijo de la carne; el segundo, el hijo de la promesa o del espíritu. Y Pablo habló también de este renacimiento en su misiva a Tito en términos muy similares: “No nos salvó –le explicaba a este cretense–, a causa de las obras justas que habríamos efectuado sino en virtud de su misericordia, a través del baño de regeneración [palingenesías] y renovación [anakainóseôs] del Espíritu Santo” (Tit. 3, 5). Y el propio apóstol ciliciano les había explicado a los cristianos de la ciudad de Colona que se habían despojado del “hombre viejo [pálaion ánthrôpon] con sus maneras de actuar” para convertirse “en el nuevo [ton néon], el que se encamina hacia el verdadero conocimiento renovándose [anakainouménon] a la imagen de su Creador” (Col. 3: 9-10). A los efesios les escribía igualmente que Jesús les había enseñado a “desvestirse” del “hombre viejo” [palaión antrôpon] para que “se renovaran” [ananeousthai] “a través del espíritu” y “se vistieran con el hombre nuevo” [kai endúsasthai ton kainón anthrôpon] (Ef. 4: 24). Y a los hebreos, finalmente, les advertía que cuando Jesús anunció la alianza “nueva” [kainên], declaró “antigua” [pepalaiôken] la primera: “Y lo que se volvió antiguo, y envejeció, se prepara a desaparecer” (Hb 8: 13).

Tal vez conviniera subrayar que una serie de vocablos empleados aquí por el apóstol –el adjetivo kainón, el sustantivo anakainoseôs y el participio anakainouménon– se forman a partir de una misma raíz, kain-, que significa renovación o rejuvenecimiento y que aparece en lugares clave de las epístolas paulinas. Pablo sostiene, por ejemplo (2 Cor 5: 17, Ef. 2: 15, Gal. 6: 15), que una “criatura nueva” [kainê ktísis] o un “hombre nuevo” [kainôn anthrôpon] nacen gracias a la “nueva alianza”, o más bien al “nuevo orden” [kainê diathêkê], propuesto por el nazareno. “Las cosas antiguas [archaîa] pasaron –les explicaba Pablo a los cristianos de Corinto–, ahora todas las cosas se volvieron nuevas [kainà]” (2 Cor 5: 17).

Todo pareciera indicar entonces que la salvación coincide, para el apóstol de Tarso, con esta renovación o esta regeneración de los fieles, como si la redención no tuviese lugar en un final apocalíptico de los tiempos sino cuando el hombre nuevo se despoja por fin del antiguo: cuando, como explica en varias oportunidades, los creyentes “se desvisten” del “hombre viejo”, para “vestirse” con el nuevo (metáfora de la mudanza de atuendo, o hábito, que Cranach tampoco olvida en su cuadro, cuando las viejitas rejuvenecidas ingresan en ese jardín edénico). Como le escribía Pablo a Tito, el Mesías acababa de llegar y quienes se sumaban a su rebaño estaban siendo, por este motivo, salvados. La redención no era sino esa purificación a través del baño del Espíritu Santo: renacimiento o vita nova. Así la denominaría más tarde San Agustín cuando se refiriese en sus Sermones al episodio de la conversión cristiana. No se trataba, a su entender, de un sencillo cambio de creencias: el que se convierte al cristianismo se convierte en otra cosa, en alguien totalmente distinto y, como consecuencia, en un homo novus.

Si por ese entonces esta vita nova se consideraba posible, se debía a que la vida humana no se reducía a la dimensión zoológica o somática de los bípedos implumes. Esta vida no estaba compuesta solamente de carne y sangre sino también de pan y vino, o de lo que llamaríamos hoy una cultura, con sus costumbres, sus valores, sus maneras de pensar y sentir, de vivir y convivir, susceptibles de mutación integral. Con el vocablo latino vita, en efecto, solían traducirse dos voces griegas diferentes: zoê y bíos, la vida zoológica, digamos, y la existencia individual o social: la vita nuda y la vestida (el vocablo biología, creación moderna, le atribuye erróneamente a bíos la significación de zoê, mientras que zoología no tiene en cuenta la vida vegetal). Si el homo novus era posible, se debía a que la humanidad podía metamorfosearse sin dejar de ser, desde una perspectiva zoológica, la misma especie animal, a tal punto que la salud del alma no se confundía con el vigor del cuerpo. Para sorpresa de Nicodemo, los animales de esta especie lograban renacer sin necesidad de regresar al vientre de su madre. Porque no renacían como animales sino, justamente, como hombres.

Durante los primeros siglos de la era cristiana, la perplejidad de Nicodemo reaparecería muy a menudo en los relatos acerca de la conversión, empezando por uno de los más conocidos, la carta del flamante converso Cipriano de Cartago, nombrado obispo de su ciudad, a su amigo Donato:

 

Cuando yacía en las tinieblas de la noche, cuando iba zozobrando en medio de las aguas de este mundo borrascoso y caminaba en la incertidumbre por el sendero del error sin saber qué sería de mi vida, alejado de la luz de la verdad, me imaginaba que sería difícil y penoso, en función de mis costumbres de entonces, lo que me prometía la divina indulgencia: que uno pudiera renacer y que, animado de nueva vida [novam vitam] por el baño del agua de salvación, dejara lo que había sido y cambiara el hombre viejo [veterem hominem] de espíritu y mente aunque conservara la misma estructura de su cuerpo.4

 

La vida natural se caracterizaba entonces por el cumplimiento de ciclos, en donde todo vuelve a suceder, como se dice, “de nuevo”, desde las estaciones hasta los eclipses de sol y luna. Pero cuando Pablo, Cipriano o Agustín hablan de un “hombre nuevo” y de una “vida nueva”, ya no están pensando en un previsible retorno de lo antiguo: lo nuevo –le explicaba el primero a los hebreos en referencia a las dos alianzas– trae aparejada la irreversible desaparición de lo viejo, de modo que no solo sustituye a lo antiguo sino que además vuelve caduco lo presuntamente inmortal. Con lo nuevo, lo viejo pasa del presente al pasado, pierde, como quien dice, vigor o vigencia para terminar precipitándose desde lo alto de su pretendida eternidad en las contingencias de la historia.

Resulta inexacto afirmar, en este aspecto, que en las sociedades pre-capitalistas predominaba el misoneísmo o por lo menos la neofobia: el elogio de la vita nova o el homo novus existe desde la Antigüedad, y las presuntas sociedades cerradas del Medioevo se mostraron, en muchos casos, tan neofílicas como las modernas, a pesar de su conocido gusto por la auctoritas vetustatis. Habrá que esperar no obstante hasta finales del siglo XVIII, o principios del XIX, durante ese período de las revoluciones denominadas burguesas en el mundo occidental, para que las ideas de regeneración, renovación o palingenesia de la humanidad dejaran de asociarse exclusivamente con la conversión religiosa y para que la apoteosis de la juventud asumiera una dignidad política o, como va a empezar a decirse, social. Ya no hacía falta, digamos, que una divinidad –encarnada o no– viniera a traer la vida nueva: los propios hombres podían hacerlo, debido a que en la raíz de cualquier orden social se encuentra el hombre. Y quienes traían la buena nueva ya no eran los misioneros de alguna divinidad sino los jóvenes.

A principios del XIX, comienza a presentarse al hombre como un ser en perpetua renovación y regeneración, y a esta sucesión de vidas nuevas y hombres nuevos empieza a llamársela, simplemente, historia. La historia humana deja de limitarse a la retahíla de batallas, coronamientos o conquistas, para entenderse también, y sobre todo, como la evolución de las maneras de vivir y convivir. Muchos autores, en efecto, advirtieron que no hacía falta esperar hasta la era cristiana para que un pueblo atravesara una conversión de este tipo, para que empezara a vivir de manera diferente abandonando sus viejas formas de existencia y convivencia asumiendo unas distintas. Muchos pueblos lo habían hecho antes de que el predicador nazareno recorriera Galilea. Y otros pueblos seguirían haciéndolo después. El hombre es ese Proteo: el mismo en todos los tiempos, y también por todas partes, y sin embargo siempre diferente. Solo que para algunos autores decimonónicos el cristianismo seguiría siendo el paradigma de la conversión, de la revolución en los usos y las costumbres o de la mutación de las formas de vida. “Y la humanidad se ha estremecido de júbilo al oír la voz de Francia –escribía Esteban Echeverría–, como si Dios le anunciase por su boca la nueva Era palingenésica parecida a la que reveló el cristianismo ahora dieciocho siglos”.5

Durante ese período el vocablo revolución conoció en las lenguas europeas un desplazamiento semántico, como si su significación antigua –ciclo, vuelta o giro– le hubiese cedido la plaza a una interpretación secularizada de la conversión, de la regeneración o la palingenesia, o como si la vita nova, el rejuvenecimiento y la juventud hubiesen asumido una dimensión constituyente en esta manera de pensar la historia. La revolución ya no aparece como un episodio histórico más –un mero cambio de régimen–, sino como un acontecimiento que separa dos períodos históricos, caracterizados por formas de vivir y convivir, radicalmente distintas.6 La revolución se presenta entonces como la ruptura que señala el final de la vida vieja y el inicio de la nueva, y se vuelve así sinónimo de rejuvenecimiento. Solo que esta prodigiosa metamorfosis de los humanos ya no provenía de una divinidad encarnada o del Espíritu Santo sino de la propia juventud.

Baste con recordar, al respecto, una curiosa nota que Juan Bautista Alberdi incluyó en el Fragmento preliminar al estudio del derecho, publicado mientras creaba, con sus amigos Echeverría y Juan María Gutiérrez, la Asociación de la Joven Generación Argentina o Asociación Joven Argentina:

 

Todas las conquistas del espíritu humano han tenido órganos jóvenes. Principiando por el grande de los grandes, por el que ha ejecutado la más grande revolución que se haya operado jamás en la humanidad, Jesucristo. Y que no se objete su divinidad, porque es un argumento de más, no una objeción. Esta elección de un hombre joven para la encarnación de Dios es la gloria de la juventud. Y si hemos de considerar el genio como una porción celeste del espíritu divino, podemos decir que siempre que Dios ha descendido al espíritu humano se ha alojado en la juventud. Alejandro, Napoleón, Bolívar, Leibniz, Montesquieu, Descartes, Pascal, Mozart, todavía no habían tenido canas cuando ya eran lo que son. La vejez es demasiado circunspecta para lanzarse en aventuras. Esto de cambiar la faz del mundo y de las cosas tiene algo de la petulancia juvenil, y sienta mal a la vejez que gusta de que ni las pajas se agiten en torno de ella. Despreciar la juventud es despreciar lo que Dios ha honrado. Bastaba que una sola vez la juventud hubiese hospedado a la divinidad, para que esta morada fuese por siempre sagrada. Bastaba que Dios hubiese hablado a los hombres por una boca joven, para que la voz de la juventud fuese imponente.7

 

Si el hombre es capaz de creación, esto significa que introduce en este mundo algo que no existía hasta ese entonces. El hombre empieza a percibirse como una criatura singular, dotada de poderes similares a los de su propio creador, y la creación, en consecuencia, como un proceso que no culminó en el sexto día. Pero si Alberdi asimila esta creación a los jóvenes, se debe a que crear significa, como no podía ser de otro modo, engendrar algo diferente de lo que existe aquí y ahora: de lo creado, lo establecido o lo viejo. Si la creación se perpetúa a través de la humanidad –y la historia sería la continuación de la creación a través de una de sus criaturas–, se trata entonces de la humanidad joven.

Echeverría pareciera haber llevado a la ficción esa apoteosis alberdiana de la juventud cuando escribió, muy poco tiempo después, El matadero: a esa víctima que los mazorqueros, y solo ellos, tildan de “salvaje unitario”, el narrador la llama sistemáticamente “el joven” y compara sus tormentos con la pasión de Jesucristo.8 Para el fundador de la Joven Argentina, no se trataba solamente de la civilización víctima de la barbarie sino también de la juventud inmolada en el altar del statu quo, del futuro reprimido por la fuerza de un presente dominado por el pasado. Echeverría lo resumía por ese entonces con esta fórmula:

 

Dos ideas se ponen siempre en lucha en toda revolución: la idea estacionaria que quiere el statu quo y se atiene a las tradiciones de lo pasado, y la idea progresiva que quiere reformar. Aquella se encuentra generalmente en los viejos: esta es patrimonio de la juventud.9

 

De pronto, el orden establecido ya no se ve amenazado –o no se ve amenazado solamente– por los extranjeros o los bárbaros sino por un grupo que surge en el interior de la ciudad, que llega para cuestionar sus leyes y sus costumbres, sus hábitos de vida y de pensamiento, y que suele provocar un brote de misoneísmo más o menos virulento entre los mayores.

Remontarnos a las fuentes de la juventud significa, para nosotros, retrotraernos al momento en que surgió ese culto moderno, esa devoción contemporánea del nacimiento de una visión de la historia entendida como perpetua regeneración de la vida humana, como incesante palingenesia de las formaciones sociales, como proceso de recreación y reinvención del hombre por el hombre, como sucesiva “producción de subjetividades”. A principios del siglo XIX, las “nuevas generaciones” comenzaron a percibirse como promesas de nacimiento de una vida nueva, a tal punto que la idea misma de generación –un vocablo prodigiosamente ambiguo– empezó a cobrar un relieve inexistente hasta apenas unos años antes. Los jóvenes no eran necesariamente los hombres nuevos pero constituían, sí, esa “promesa” o esa potencialidad, esa edad propicia. Cada nueva generación traía consigo esa esperanza de regeneración, como si se tratara de las primaveras de la humanidad. Y esta regeneración no estaba asociada con algún fin de la historia sino, por el contrario, con su prosecución. El único fin que se esperaba era el ocaso de lo viejo. Y lo vetusto solo moría tan pronto como lo nuevo venía a remplazarlo. Bajo la forma de un culto de la juventud, la modernidad celebraba esos inicios, el comienzo, o la creación, de un mundo nuevo. Y por eso este culto significa, como en Alberdi, la apoteosis de los jóvenes o la elevación de esta edad humana a una dignidad divina. Remontarnos a las fuentes de la juventud significa retrotraernos hasta los orígenes del sujeto moderno.

Lucas Cranach el Viejo: Fons Juventutis (1546).

1 Emile Benveniste, “Expression indo-européenne de l’éternité”, en Bulletin de la Société Linguistique de Paris, n° 38, 1937, pp. 103-112.

2 San Agustín, Trece tratados sobre el Evangelio de Juan, 11, 6.

3 Ezequiel 36: 24-27.

4 Thascius Caecilius Cyprianus, “Ad Donatum”, en Opera omnia, Lyon, Imprimerie d’Antoine Perisse, 1847, p. 2.

5 Esteban Echeverría, Obras completas IV, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1873, p. 460.

6 Reinhart Koselleck, Futuro pasado, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 53 y ss.

7 Juan Bautista Alberdi, Fragmento preliminar al estudio del derecho, en Obras completas I, Buenos Aires, La Tribuna Nacional, 1886, p. 107.

8 Esteban Echeverría, “El matadero”, en Obras completas V, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1874, pp. 209-242.

9 Echeverría, “Poderes extraordinarios”, en Obras completas V, ob. cit., p. 306.

I. LAS EDADES DEL HOMBRE

¿Qué es la Ilustración? La salida del hombre de su minoría de edad, de la cual él mismo es responsable. Minoría, es decir, incapacidad para servirse de su entendimiento sin la dirección de otro.KANT, Was ist Aufklärung, 1784.

EL PARADIGMA TUTELAR

Publicada por primera vez en Ámsterdam en 1770, la Historia filosófica y política de los establecimientos y el comercio de los europeos en las dos Indias, monumental obra del abate Guillaume Raynal, forma parte de los incipientes ensayos anti-colonialistas que se escribieron en Europa durante la Ilustración. Esto le valió la censura del gobierno de Luis XV, la reprobación del papado y la simpatía de no pocos revolucionarios de las colonias de ultramar. Ni Thomas Jefferson, ni John Adams, ni Benjamin Franklin, ni Francisco de Miranda dejaron de visitar al jesuita durante sus estadías en Francia, y más de un autor considera que su influencia se percibe tanto en la Constitución de Filadelfia de 1787 como en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1789. Es más, si los montagnards lo exceptuaron de la vasta campaña de decapitaciones del año 93, no se debió a su presunta senilidad –esgrimieron esta excusa para subestimar las críticas del abate en una carta dirigida a la asamblea– sino a la profunda admiración que le tributaba Robespierre.10

Lo cierto es que en uno de los tantos añadidos a su Historia –el clérigo la fue engrosando en sus sucesivas ediciones–, Raynal asegura que la política se asemeja, “en sus fines y su objeto”, “a la educación de la juventud”, dado que ambas se dirigen “a formar a los hombres”. Los “pueblos salvajes”, explicaba, son “como niños […] incapaces de gobernarse a sí mismos” y por eso el gobierno “debe guiarlos con la autoridad hasta la edad de las luces”. Y a esto se debe que “se hayan puesto los pueblos bárbaros bajo tutela y dominio del despotismo hasta que les hayan enseñado los progresos de la sociedad a conducirse por sus intereses”.11

Raynal recurre así a la figura jurídica de la minoritas para pensar el estatuto de los indígenas americanos. El derecho romano relegaba a una condición de minoría no solamente a los menores de edad (impuberes) sino también a las mujeres, consideradas incapaces de gobernarse a sí mismas y obligadas a vivir bajo la tutela del padre o el marido. Solo estos personajes podían asumir el papel del pater familias, quien monopolizaba la patria o la dominica potestas en el grupo familiar y ejercía el mancipium sobre la integridad de sus bienes. Acceder al estatuto de pater familias significaba precisamente dejar de vivir bajo la tutela de alguien (alieni juris) para convertirse en un hombre que se gobierna a sí mismo (homo sui juris) y goza, por este motivo, del pleno derecho de ciudadanía (civitas).12

El jus dandi tutores autorizaba a los magistrados a nombrar a un tutor o un curator no solamente para encargarse de los niños huérfanos sino también de los irresponsables (insanus, fatuus, lunaticus…) y de las mujeres que no tuvieran ni padre ni marido. Y aunque las autoridades pudieran eventualmente escoger al responsable de entre los nombres de una lista presentada por las damas, estas no tenían derecho a realizar transacciones ni a disponer de sus bienes sin el acuerdo de ese “mandatario” o este “administrador” que velaba por sus intereses.13 Pero hasta los ciudadanos varones podían encontrarse en una situación de minoría y vivir bajo la tutela de un mandatario si, tras una condena judicial, el tribunal sentenciaba su capitis deminutio: disminución o privación de los derechos civiles.

En términos generales, el minor podía ser en Roma tanto el menor de edad como el personaje de bajo rango (inferior), mientras que el major era a la vez el mayor de edad y la persona de alto rango (superior). La expresión majores gentes aludía así a la casta de las antiguas familias patricias de la ciudad, mientras que su opuesta, minores gentes, se refería a las nuevas –familias plebeyas que habían accedido al patriciado haciendo fortuna–, consideradas socialmente menos encumbradas y políticamente menos prestigiosas. Cicerón recurre por su parte al adjetivo major –vinculado con magnus, magister o majestas– para calificar a los mayores de cuarenta años, pero también a los ancianos de la ciudad e incluso a los ancestros, percibidos como autoridades. Magis y minus forman de este modo un par de opuestos que reaparece en sus diferentes derivados, como magister y minister, para recordar que el inferior está subordinado al superior, o el pequeño al grande, como ocurriría cuando la Iglesia establezca una jerarquía entre ordines minores et majores.

Aulo Gelio recordaba por su parte en un capítulo de sus Noches áticas que el rey Servio Tulio había estructurado al pueblo romano en cinco clases de seniores y juniores con el propósito de organizar un censo:

 

Estimó que eran niños [pueros] los menores de diecisiete años; pero a partir de los diecisiete, edad en que ya los juzgaba aptos para servir al Estado, los inscribió como soldados [milites]: denominó juniores a los hombres que tenían hasta cuarenta y seis años, y seniores a los que superaban esa edad.14

 

Pero si bien los jóvenes de más de diecisiete años ya tenían derecho a disponer de sus bienes y estaban obligados a cumplir con el servicio militar, se veían forzados a esperar hasta los treinta si querían acceder a las magistraturas senatorias, edad que Augusto redujo a los veinticinco. De modo que los juvenes se encontraban en un momento ambivalente: por un lado, ya estaban emancipados de la tutela parental, pero también excluidos de algunos puestos de alto rango en las instituciones políticas.

Tal como lo entendía Raynal, el imperialismo consistía en trasponer un principio del ius privatum, la tutela, al ius publicum o político, y hasta al derecho internacional, dado que se aplicaba la figura jurídica de la minoritas a los pueblos no-europeos, asimilándolos a niños faltos de educación y justificando su dominación en nombre de su propio bien. Pero a diferencia de las mujeres romanas, sujetas a una tutela perpetua, los pueblos “salvajes” y “bárbaros” podían, como los niños varones, madurar y “emanciparse” cuando llegaran a la mayoría de edad: del mismo modo que los minores romanos accedían un día a la ciudadanía, la civitas, los pueblos inferiores llegarían alguna vez a la civilización de los superiores, sobre todo gracias a la labor educativa de las metrópolis imperialistas que ya habían alcanzado esta madurez histórica. Si la redemptio aludía al rescate que un esclavo debía pagar para liberarse de su amo, la emancipatio concernía sobre todo a los minores que se “independizaban” de sus padres y tutores para convertirse en cives. Pero redemptio y emancipatio estaban a tal punto vinculadas que un ciudadano romano como San Pablo no tuvo inconveniente en asociarlas en su Epístola a los Gálatas. Pablo había convertido a estos curiosos galos de Asia Menor al cristianismo. Pero una vez que se marchó de Galacia, sus habitantes recibieron la visita de predicadores judíos que los convencieron de adoptar la ley mosaica. El apóstol les escribe entonces para explicarles que estaban regresando así a la condición de minoría, dado que se ponían bajo la tutela del Antiguo Testamento después de que la palabra de Jesucristo los hubiese emancipado:

 

Digo también que mientras el heredero [klêronomos, haeres] es niño [nêpiós, parvulus], no difiere en nada de un esclavo, aunque sea dueño de todo, porque se encuentra sometido a tutores [epitrópous, tutoribus] y administradores [oikonómous, actoribus] hasta el momento señalado por el padre. También nosotros, cuando éramos niños, éramos esclavos de los elementos del mundo. Pero cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para que redimiera [exagorásê, redimeret] a quienes estaban bajo la ley, para que nos convirtiéramos en sus hijos adoptivos. (Gal. 4, 1-5).15

 

El heredero, en efecto, no podía disponer de su herencia hasta que no llegase a la mayoría de edad, y estaba supeditado a las decisiones de los tutores y los administradores. Pero una vez llegado a esa mayoría, o una vez “cumplido el tiempo”, se veía liberado de esta tutela, de modo que la evangelización se asemejaba a la redención del esclavo. Para Raynal, entonces, el progreso se parecía a la evangelización: los pueblos bárbaros podían dejar de ser menores y emanciparse gracias a la educación civilizatoria de las metrópolis imperialistas.

Como minucioso conocedor de la historia de ambas Indias, Raynal no ignoraba que los indios no podían verse reducidos a la esclavitud, pero tampoco acceder a los mismos privilegios que los españoles. Ya en un texto de 1532, Relectio de Indis, Francisco de Vitoria había cuestionado el derecho de los Reyes de Castilla a apoderarse de los bienes de los indios americanos en nombre de una supuesta falta de madurez de estos pueblos.16 Vitoria recuerda que, desde el punto de vista de Aristóteles, y del derecho romano, los niños e incluso los idiotas pueden ser “dueños”, como se infería de aquel pasaje de Gálatas que Vitoria cita una vez más: “Mientras el heredero es niño, en nada se diferencia de un siervo, siguen las de no obstante ser dueño de todo”.17 De esto se infiere que los españoles no pueden seguir espoliando a los indios, como lo estaban haciendo, en nombre de la presunta falta de juicio de los espoliados. Y mucho menos masacrarlos. Pero aunque Vitoria se niegue a aceptar que estos bárbaros “sean completamente idiotas”, reconoce que “tienen mucho de ello, y es bien notorio que no son realmente idóneos para constituir y administrar una república en las formas humanas y civiles”.18 Hay quienes aducen entonces este motivo para sostener que en nombre “del bien y la utilidad de ellos, pueden los príncipes de los españoles tomar la administración y gobierno de los mismos e instituir en sus pueblos prefectos y gobernadores y cambiarles los soberanos donde constare fuere necesario para su bienestar” de modo de dar estos pueblos “al gobierno y la tutela de los que tienen razón y entendimiento”. Y Vitoria admite que este argumento es atendible “a condición de que realmente se haga para el bien y utilidad de los mismos y no para lucro de los españoles”, es decir, a condición de que velen, como en el derecho romano, por el bienestar de sus pupilos,19 argumento que va a terminar prevaleciendo en los textos sobre los indígenas y fundando, en cierto modo, el derecho colonial moderno.

Juristas como Juan de Solórzano Pereira explicarían más tarde que las Leyes de Indias trasladaban a los aborígenes el principio de la minoría, “pues por su corta capacidad gozan del privilegio de rústicos y menores, y aún no pueden disponer de sus bienes raíces, cuanto más de sus personas y libertad”.20 Aunque los indios fuesen individuos libres y tuvieran derecho a administrar sus propios bienes, Solórzano sostenía que la figura del Protector General, aparecida a principios del siglo XVI como consecuencia de las denuncias presentadas por Fray Bartolomé de las Casas, debía velar por los intereses de estos “miserables”,

 

porque no parece que tienen voluntad libre, y estar como están, expuestos a tantas acechanzas y engaños, y porque su fragilidad y facilidad y poca constancia no se convierta y redunde en daño y acabamiento de sus haciendas, como hablando de los menores y mujeres, a quienes los indios se comparan, lo dicen algunos textos, y una célebre glosa, que pone unos versos de todas las personas que están prohibidas de enajenar sus haciendas.21

 

El jurista español declaraba incluso que los reyes y los príncipes eran en esta parte del mundo “como buenos tutores y curadores” encargados de dirigir “a los que por su barbarismo o rusticidad” eran incapaces de gobernarse a sí mismos.22 Y este principio había guiado la conquista del Nuevo Mundo: del mismo modo que, durante la Reconquista, el rey les había “encomendado” la tutela de las poblaciones musulmanas a los “adelantados”, invistiéndolos con el título de “comendadores”, para que fueran cristianizadas, el emperador les encomendaría a los conquistadores la tutela de los indígenas americanos a los “encomenderos”, cuya misión consistía en velar por la conversión, la educación y, finalmente, la civilización de sus protegidos.

Algunos misioneros particularmente inquietos por la suerte de los aborígenes los comparaban también con niños indefensos que los españoles debían proteger. Para Gerónimo de Mendieta, en efecto, “los indios, en respecto de nosotros, los españoles, son débiles y flacos, y los podemos llamar párvulos o pequeñuelos, por el pequeño talento que recibieron”. Pero esta “pequeñez”, añadía el franciscano, “no nos da en ley natural licencia para que por eso los despreciemos y de ellos no hagamos cuenta más que si no fuesen gentes, y nos apoderemos y sirvamos de ellos”. Antes bien, los españoles debían compadecerse de ellos y ampararlos como “flacos y menores”.23 En una obra aparecida unos pocos años antes, José de Acosta también comparaba a los indios con los niños faltos de razón. Solo que en el caso del jesuita esta comparación servía como argumento para bendecir los castigos corporales, ya que

 

los indios, si no temen al sacerdote, no tienen en nada sus amonestaciones, desprecian sus mandatos, y si entienden que han de quedar impunes, no harán espontáneamente nada bueno, y que cuanto más liberalmente se haya con ellos, tanto se harán peores; que son niños en las costumbres e ingenio, y hay que tratarlos como niños, que si no tienen a la vista la vara del maestro, ni aprenden ni saben obedecer.24

 

Además de justificar así los castigos corporales, esta comparación de los indios con niños o con insanos –con individuos incapaces de gobernarse a sí mismos– le servía al sacerdote para legitimar la conquista y declarar como “justa” la guerra que los españoles habían emprendido contra los aborígenes americanos. Pero esta guerra, aunque justa, no debía considerarse, en su opinión, punitiva, ya que no podía castigarse de este modo a seres moralmente irresponsables. En efecto, los “niños o los dementes” no pueden gobernar una república, “porque es conforme a la naturaleza que los niños no manden a los varones”, ya que, prosigue Acosta citando una vez más aquel versículo de Gálatas, el niño no se distingue “en nada del siervo, aunque sea heredero de todo”. De modo que

 

si una república llegase a ser gobernada por niños o por hombres sin juicio y medio dementes, con grave detrimento de los súbditos, sería lícito por ley de caridad a los príncipes vecinos, de derecho natural, si no pudiesen remediar de otra manera la mala administración de aquellos, acudir a la fuerza de las armas para obligar al pueblo y a los magistrados a que se eligiesen un príncipe idóneo o, si no pudiesen conseguirlo, tomar ellos mismos la pública administración aunque reclamasen ellos gravemente. Pues bien: la nación de los indios tiene menos de equidad, juicio y prudencia que si fuesen niños o varones de juicio insano. ¿Por qué, pues, se ha de condenar que se les quite el principado por la fuerza, para su bien y a fin de que vivan en paz?25

 

Pero aunque esta guerra, concluye Acosta, sea justa, hay que tener sumo cuidado

 

en no tasar las injurias de los bárbaros al modo que las de los demás hombres. Porque siendo los indios de ingenio corto y pueril, más bien han de ser tratados como niños o mujeres, o, mejor aún, como bestias, que no tanto se quiera tomar seria venganza de sus insultos, cuanto castigarlos y atemorizarlos, y más que en aguzar la espada hay que pensar en el azote para que, corregidos, aprendan a temer y obedecer.26

 

A pesar de su notorio menosprecio por los indígenas americanos, Acosta no pensaba que fueran, por naturaleza, inferiores a los europeos, de modo que no asumía una posición que catalogaríamos, hoy, de “racista”. Él suponía más bien que “los bárbaros no son tales por naturaleza, sino por gusto y por hábito; son niños y dementes por afición, no por su ser natural”, de manera que la educación de los denodados clérigos podía llegar algún día a “corregirlos”.

Fray Bartolomé de las Casas fue uno de los pocos escritores en rebelarse contra esta comparación de los indios con los niños que no sabían regirse y “habían menester tutores”, “como si tantos millares de años que estas tierras estaban pobladas, llenas de pueblos y gentes y teniendo sus reyes y señores, viviendo en paz y sosiego, en abundancia y prosperidad”, no hubiese sido prueba suficiente de que los indios no necesitaban tales “tutorías”, “las cuales pluguiera a Dios que ni ellos hubieran conocido, ni nosotros usurpádolas y usado dellas tan contra justicia”, porque los aborígenes no hubiesen perecido en masa.27

A pesar de su admiración por Las Casas, Raynal no retenía estos argumentos y seguía pensando que los indios eran como niños, pero niños que podían madurar pasando de la barbarie a la civilización –o de la minoría a la mayoría de edad– porque se trataba finalmente de pueblos con un grado de maduración que los europeos habían conocido en tiempos no tan lejanos. A los ojos del abate, los pueblos colonizados representaban, en el presente, el pasado de la humanidad, una humanidad encadenada a los valores tradicionales, a las costumbres ancestrales, a los criterios heredados o a los “vínculos patriarcales”, mientras que los pueblos colonialistas representaban el futuro, su avance o su evolución. Desde la perspectiva “progresista” del jesuita, la diferencia entre los menores y los mayores no coincidía solamente con la separación entre bárbaros y civilizados sino también entre antiguos y modernos, supersticiosos e ilustrados, gente de la costumbre y gente de la razón: los primeros, temerosos de pensar sin recurrir a las autoridades del pasado; los segundos, audaces, alejándose de la tradición y pensando por sí mismos.

No sería extraño, en este aspecto, que Immanuel Kant haya conocido los escritos de Raynal ya que el abate frecuentaba la corte ilustrada de Federico II. Y no es raro que así fuera porque algunos años más tarde, en su respuesta a una gaceta berlinesa a la pregunta sobre lo que es la Ilustración (Aufklärung), el filósofo comenzaba haciendo alusión a esa minoritas o a la “incapacidad para servirse de su entendimiento sin la dirección de otro”.28 La Ilustración, para Kant, era precisamente la superación de esa minoría de edad (Unmündigkeit): el pensamiento, digamos, sin la tutela de la auctoritas. Para el filósofo prusiano, no obstante, el hombre era el único responsable de su situación de minoría y solo precisaba atreverse a saber, sapere aude, para emanciparse de sus tutores e institutores accediendo a la mayoría de edad, aunque lamentara que algunos hombres, como algunos pueblos, prefirieran seguir viviendo como niños por el resto de sus días. Es que “resulta tan fácil ser menor”, exclama Kant, y también, para otra persona, convertirse en nuestro “tutor”. Pero además reconocía que resultaba muy difícil que los individuos alcanzaran esta mayoría de edad uno por uno, de modo que la Ilustración asumió una dimensión colectiva y la edad de los individuos se convirtió en una edad de los pueblos e incluso de la humanidad.

También Hegel partiría de la idea de que la razón estaba repartida por igual entre todos los humanos, aun cuando esta humanidad se dividiera entre bárbaros y civilizados. Pero el alemán retomaba la distinción aristotélica entre la potencia y el acto para explicar que aunque todo el mundo dispusiera de esa razón en potencia, solo algunos la ejercían. Y con el fin de ilustrar esta distinción Hegel recurría, una vez más, a las edades del individuo: “El niño solo posee la capacidad o la posibilidad real de la razón”, y como no la pone en práctica, “es lo mismo que si no tuviese razón alguna”; “solo a partir del momento en que lo que es en sí deviene para él”, es decir, solo desde el momento en que esa racionalidad pasa de la potencia al acto, “puede decirse que el hombre cobra realidad”,29 dado que empieza a guiar a partir de entonces su vida de acuerdo con la razón y no precisa ya a una persona razonable que lo conduzca en su lugar, como un verdadero homo sui juris. La diferencia que existe entre el niño y el hombre, o entre el menor y el mayor, sería a fin de cuentas la misma que había en tiempos de Hegel “entre los pueblos de África y Asia, de una parte, y de otra los griegos, los romanos y el mundo entero”, y esta “consiste en que estos saben por qué son libres, mientras que aquellos lo son sin saberlo y, como consecuencia, sin existir como pueblos libres”,30 porque a pesar de estar dotados de razón, esta no rige aún sus vidas.

Para el uruguayo Enrique Kubly, por ejemplo, la razón rudimentaria de los pueblos primitivos provenía de su pobreza de vocabulario ya que, como sucede con los niños, la especie humana habría ido enriqueciendo el lenguaje de a poco a lo largo de su existencia. En abierta contradicción con los abundantes estudios lingüísticos de finales del siglo XIX, Kubly conjeturaba que la lengua de los salvajes debía reducirse “a un número en extremo pequeño de palabras”, e invocaba el caso de los guaraníes del Paraguay, quienes “designan con voces españolas todo lo que no conocían antes de la conquista”:

 

El lenguaje humano ha ido, por consecuencia, creciendo en palabras conjuntamente con el progreso de las sociedades. Las ideas, obscuras y confusas, no han podido desarrollarse en la inteligencia sin la ayuda de expresiones para clasificarlas. El hombre que no habla ni oye es un ser instintivo, que no reflexiona: las palabras traen asociación de pensamientos, y de esta asociación nace el criterio. El sordo-mudo es casi idiota y es indispensable educar sus facultades intelectuales por medio de signos que forman una escritura especial, para llevar a su cerebro una noción aproximada de lo que se desea enseñarle. ¿Cómo sería posible hacer comprender la moral de un pueblo culto a un caribe, aun hablándole en su propio idioma, desde el momento que este no tiene voces que traduzcan una idea determinada?31

 

El pasaje de las lenguas aborígenes al español habría traído aparejado, según el escritor uruguayo, un progreso significativo para estas sociedades amerindias, ya que no solamente habrían podido expresarse en una lengua presuntamente más elaborada sino también empezar a reflexionar de manera madura o civilizada y, como consecuencia de esto, adoptar los valores morales y políticos que no conocían, ni podían siquiera imaginar, en las épocas anteriores a la conquista.

Uno de los pioneros del estudio de la prehistoria, el británico John Lubbock, comparaba en su libro Pre-historic Times a los hombres de las cavernas con los esquimales, y a ambos, a su vez, con los niños, hasta el punto de sostener que “un niño de cuatro años” de un país civilizado era más inteligente que los habitantes de Groenlandia o Terranova, y que solo tomándolos en una edad muy inferior el paralelo se volvía justo. Entre las pruebas que el británico creía estar aportando para demostrar este paralelo, se encontraba la “inconstancia” del “salvaje”, su propensión a llorar con facilidad y finalmente su “dificultad” a la hora de pronunciar algunos sonidos. Los habitantes de las islas Sándwich, explicaba, “confunden constantemente la r y la l”, mientras que otros, como los habitantes de Tierra del Fuego, suelen emplear vocablos en los cuales se repiten las sílabas, “otra característica de la infancia en las razas civilizadas”. Lubbock concluye entonces que “los salvajes tienen el carácter de los niños, con las pasiones y la fuerza propias de los hombres”.32 Y como los niños precisan la tutela de un mayor, el hombre civilizado va a “liberar” a los salvajes de esa condición precaria:

 

Muchas personas dudan que la civilización añada felicidad y elogian al salvaje libre y noble. Pero el verdadero salvaje no es ni libre ni noble; es esclavo de sus necesidades, de sus pasiones. Débilmente protegido contra las intemperies del aire, sufre del frío por las noches, y del calor del sol durante el día. Sin conocimiento de la agricultura, y viviendo de la caza, incapaz de prever la prosperidad, vive amenazado por el hambre, que suele reducirlo a la terrible alternativa de comer a su semejante o morir.33

 

Algo similar pensaba por ese entonces el liberal español José del Perojo y Figueras, quien seguiría explicándoles a los asistentes a una conferencia pronunciada en Ámsterdam que la colonización

 

es simplemente el conjunto de medios empleados por un pueblo superior para inocular su cultura a un pueblo inferior en este aspecto, inferioridad proveniente del hecho de que este pueblo se encuentra fuera de la corriente de la civilización o porque no tiene los medios necesarios para salir de su estado primitivo. Colonizar es entonces sinónimo de civilizar, y colonización de civilización, dado que la colonización siempre tuvo por objetivo de elevar a un pueblo relativamente inferior al nivel superior de cultura y de progreso del colonizador. Hay como consecuencia una evolución ascendente, por la cual la colonia pasa sucesivamente por todos los grados de civilización que separan al pueblo indígena del que lo empuja por la vía del progreso; es un camino ascendente que escala con velocidad más o menos rápida en función de su disposición a aceptar la civilización y de las capacidades del pueblo colonizador encargado de transmitírsela. En resumen, colonizar es educar a un pueblo inferior, prepararlo para la gran vida de la civilización: es una obra de pedagogía social.34

 

A esta misma pedagogía se referiría una década más tarde uno de los principales teóricos de las políticas coloniales francesas, Arthur Girault: