Rebeldes y confabulados - Dardo Scavino - E-Book

Rebeldes y confabulados E-Book

Dardo Scavino

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Cuando cuentan su propia historia bajo la forma de una gesta popular, las narraciones políticas constituyen también al pueblo. A partir de esta idea, Dardo Scavino analiza la gramática de los discursos políticos del siglo xx en la Argentina. Sean de izquierda o de derecha, moderadas o extremistas, estas narraciones establecen siempre una distinción entre enemigos y amigos, entre defensores del statu quo e insurgentes, entre el poder y el pueblo, tal como una oración puede dividirse en sujeto y predicado, más allá del contenido o de las intenciones del narrador. Y lo hacen a través de la denuncia, la exhortación y la promesa, proponiendo todos una transformación "profunda" o "radical" de la sociedad, todos vaciando de contenido y volviendo a llenar –no siempre, no todos– conceptos como "revolución", "pueblo", "bien común": el "pueblo argentino" de Yrigoyen no es el de la Junta Militar, ni el de Rosas el de Perón. Un estudio ameno y elocuente que desnuda construcciones, préstamos intelectuales y la sorprendente similitud de ciertas argumentaciones, entre radicales, peronistas, anarquistas, montoneros, militares, desde Yrigoyen a Menem. Un libro indispensable para leer la escena política actual del país.

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Dardo Scavino

REBELDES Y CONFABULADOS

Cuando cuentan su propia historia bajo la forma de una gesta popular, las narraciones políticas constituyen también al pueblo. A partir de esta idea, Dardo Scavino analiza la gramática de los discursos políticos del siglo xx en la Argentina. Sean de izquierda o de derecha, moderadas o extremistas, estas narraciones establecen siempre una distinción entre enemigos y amigos, entre defensores del statu quo e insurgentes, entre el poder y el pueblo, tal como una oración puede dividirse en sujeto y predicado, más allá del contenido o de las intenciones del narrador. Y lo hacen a través de la denuncia, la exhortación y la promesa, proponiendo todos una transformación “profunda” o “radical” de la sociedad, todos vaciando de contenido y volviendo a llenar –no siempre, no todos– conceptos como “revolución”, “pueblo”, “bien común”: el “pueblo argentino” de Yrigoyen no es el de la Junta Militar, ni el de Rosas el de Perón.

Un estudio ameno y elocuente que desnuda construcciones, préstamos intelectuales y la sorprendente similitud de ciertas argumentaciones, entre radicales, peronistas, anarquistas, montoneros, militares, desde Yrigoyen a Menem. Un libro indispensable para leer la escena política actual del país.

DARDO SCAVINO

Rebeldes y confabuladosNarraciones de la política argentina

Índice

CubiertaSobre este libroPortadaDedicatoriaEpígrafesLa política del rebeldeLa rebelión de las masasLa confabulación radicalAnarquismo y repeticiónLa patriada de los patriotas patriciosUna política para volverse chinoNos habíamos odiado tantoPerón y las clases sin luchaPerón y la lucha sin clasesLa aventura del ghostwriter de EvaRadiografía de la pompa“Perece la casa de la iniquidad”La horda de la espadaLa utopía desarrollistaCómo hacer pueblos con relatosUn wombat llamado OnganíaAmos de casa desesperadosUn pueblo demasiado lejosLa ciudad ausenteLa unidad básica de AlfonsínEl ñoqui de Carlos Menem¿No habrá más penas ni olvido?CodaSobre el autorPágina de legalesCréditos

A Enrique, Hinde, Miguel y Telma

Toda polis es una comunidad, y toda comunidad se constituye con vistas a un bien (porque los hombres siempre actúan para obtener un bien): resulta claro que si todas las comunidades apuntan a un bien determinado, la comunidad más elevada y que engloba a las demás también apunta, más que las otras, al más elevado de todos los bienes. Esta comunidad es lo que se llama polis, la comunidad política.

ARISTÓTELES, Política, I, 1

 

 

Para afrontar la navegación, hacen falta intereses potentes. Ahora bien, los verdaderos intereses potentes son los intereses quiméricos.

GASTON BACHELARD, El agua y los sueños

Como sugiere el subtítulo, este ensayo es la continuación de un trabajo anterior: Narraciones de la independencia. Ya habíamos partido ahí de una idea común a Nietzsche, Sorel y Antonio Gramsci: las narraciones políticas constituyen al pueblo cuando cuentan su propia historia bajo la forma de una gesta popular. No hay pueblos, en efecto, sin narraciones; no hay pueblos, en resumidas cuentas, sin memoria. Ahora trataremos de reconstruir la gramática de estas narraciones y, más precisamente, de algunos relatos políticos del siglo XX en la Argentina. Esto significa que narraciones con contenidos dispares y totalmente incongruentes obedecen a una única gramática. Pero esto no significa que todas las políticas resulten equivalentes. La política de los amigos no es la política de los enemigos. Unas y otras son, a pesar de todo, políticas, y su común denominador sería ese: una gramática.

Vamos a intentar demostrar, eso sí, que algunos presuntos contenidos políticos forman parte de la gramática de estas narraciones, como ocurre con la rebelión e incluso la revolución: indignarse, protestar, decir “no” y “¡basta!”, disentir, exhortar a las multitudes a sublevarse contra el orden establecido, contra la opresión o los poderes de turno, no son posiciones características de una política en particular sino reglas de ese género que llamamos narración política. Los contenidos aparecen, y difieren, cuando estas narraciones dicen contra qué hay que luchar o qué resulta intolerable. Pero aunque estos contenidos difieran, el animal político seguirá siendo –glosemos a André Breton– el “narrador definitivo”.

 

D. S.

LA POLÍTICA DEL REBELDE

Un corazón es humano en la medida que se rebela.

 

GEORGE BATAILLE, La Orestíada

 

 

 

En su vertiginosa carrera como alienista y criminólogo, José Ingenieros llegó a ser en pocos años jefe de la clínica de enfermedades nerviosas de la Facultad de Medicina, miembro del servicio de observación de alienados de la Policía Federal, director de los archivos de psiquiatría y criminología de la penitenciaría nacional y decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Sus trabajos en el dominio de las enfermedades mentales le abrieron sin duda las puertas de estas cuatro instituciones, aunque un ensayo en particular, El hombre mediocre, le granjeó el apoyo de los estudiantes para dirigir la Facultad de Filosofía y Letras (los militantes de la Reforma Universitaria se habían pasado las noches de claro en claro leyendo el texto del maestro y lo pusieron en circulación por toda América latina junto con el movimiento oriundo de la Universidad de Córdoba).

La idea central de esta obra consistía en presentar la historia humana como un “eterno contraste” entre dos fuerzas antagónicas: “El espíritu conservador o rutinario y el espíritu original o de rebeldía”1. Las mayorías se contentan con transitar los caminos más trillados, explicaba Ingenieros,mientras que las minorías proféticas, prometeicas o vanguardistas se atreven a abrir las nuevas rutas que van a practicar sin saberlo las “mayorías venideras”. Las rutinas defendidas hoy por los mediocres “son simples glosas colectivas” de ideales ayer concebidos por los rebeldes, de modo que “el grueso del rebaño social va ocupando, a paso de tortuga, las posiciones atrevidamente conquistadas mucho antes por sus centinelas perdidos en la distancia”, y estos, concluía, “ya están muy lejos cuando la masa cree asentar el paso a su retaguardia”2.

Esta crítica de las masas, como era de esperarse, gozó de una aceptación masiva que coincidió con la multiplicación –o la división, depende– de movimientos políticos y estéticos, muñidos de otros tantos manifiestos, proclamas y declaraciones de ruptura con las fuerzas del statu quo. Cada uno de esos movimientos se identificaba con el rebelde de Ingenieros y les reprochaba a los demás su condescendencia involuntaria, u oportunista, con las tendencias multitudinarias, cuando no su complicidad lisa y llana con los poderes de turno. Un arte, una literatura o una política dignos de estas denominaciones debían rebelarse contra las normas o los regímenes vigentes, como sucedía con las nuevas generaciones, cuando los hijos no querían verse reducidos a la condición de peleles de sus padres. La política, de hecho, no denuncia la ilegalidad de los actos sino la injusticia de una ley, de manera semejante a como la vanguardia estética no contestaba esta o aquella obra de arte sino la norma a partir de la cual se juzgaban todas. Aunque muchos no comulgaran con el positivismo científico y las teorías lombrosianas del criminólogo ítalo-argentino, sus antiguos camaradas del Partido Socialista, los estudiantes yrigoyenistas de la Federación Universitaria, los fundadores del flamante Partido Comunista Argentino y hasta los anónimos editorialistas de la revista Inicial –juvenilistas, vanguardistas, anticomunistas y furiosamente antisemitas– lloraron el fallecimiento, en 1925, de este “gran maestro de la juventud”.

Ingenieros había leído a Nietzsche, claro, y consideraba que el filósofo alemán había escrito un “código de moral antimediocre” o “una exaltación de las cualidades inconciliables con la disciplina social” y el “espíritu gregario”3. Pero no ignoraba tampoco a un pensador francés menos ilustre, Ernest Hello, quien le había dedicado en 1871 un capítulo de su libro L’homme a ese enemigo jurado de cualquier genio: “l’homme mediocre”. A este personaje conservador y rutinario, renuente a la juventud y a los ideales, refractario al entusiasmo y a los excesos, Hello lo presentaba como alguien que siempre nadaba “a favor de la corriente”, mientras que el hombre superior lo hacía “en contra”, rechazando “los prejuicios y los hábitos de sus contemporáneos”, respirando “el aire del siglo próximo” y empujando “a los demás” hacia ese porvenir4. Tanto el pensador galo como el ítalo-argentino unían entonces sus voces para elogiar a los rebeldes que contestan el orden imperante y anuncian los nuevos tiempos. Solo que José Ingenieros había fundado ya a los quince años una publicación socialista, La Reforma, apoyaría la revolución bolchevique a los cuarenta y terminaría abrazando el comunismo libertario hacia el final de su vida; mientras que Hello era un católico ultramontano, admirador del contrarrevolucionario Joseph de Maistre, fundador del periódico Le Croisé, renovador de la tradición hagiográfica y maestro de Huysmans y de Léon Bloy.

Algunos se preguntarán cómo un personaje tan decididamente “reaccionario” podía elogiar la rebeldía y preconizar la disidencia. Sucede que la democracia era, para el francés, el gobierno de la mayoría y, por consiguiente, de la mediocridad cuantitativa: el triunfo del rebaño, digamos, por sobre el genio; la victoria de los hábitos, los prejuicios y las rutinas, por sobre el pensamiento, la creación y la ruptura; la dominación de la igualdad vulgar o gregaria, por sobre la desigualdad aristocrática y la admiración de la superioridad. Mientras que el correlato inexorable de esta democracia moderna, la economía de mercado, había erigido en principios, y hasta en derecho humano inalienable, el interés individual y el provecho burgués más grosero, sepultando el desinterés caballeresco de los antiguos guerreros y el altruismo de los santos. Hello ni siquiera se hubiese defendido de la acusación de reaccionario:resultaba inimaginable, para él, que la liberación o la redención del hombre estuviesen unidas al progreso material o al celebrado desarrollo de las fuerzas productivas. La Ilustración, después de todo, ¿no había sido la victoria del cálculo sobre la reflexión, del método sobre la creación, o de lo cuantitativo sobre lo cualitativo? Aunque se disputaran entre sí,los liberales, los socialistas y los anarquistas constituían, como herederos de la Ilustración, la Reforma protestante y el progresismo burgués, un mismo bando de enemigos del espíritu y el genio. La Iglesia, en cambio, era el partido de los resistentes o los rebeldes en lucha contra la mediocridad democrática y el interés mercenario, la única organización capaz de guiar a los fieles hacia la auténtica redención: la Ciudad de Dios. Y si Hello y sus correligionarios –entre quienes se encontraba el poeta y dandi Jules Barbey d’Aurevilly– terminaron convenciendo al joven Léon Bloy de renunciar a sus convicciones socialistas y anticlericales para abrazar la causa de Roma y de la aristocracia vencida en 1789, se debió a que, en su relato de la historia, el verdadero combate contra la dominación burguesa no estaban librándolo los partidarios de Marx y Blanqui sino los herederos espirituales de santa Juana de Arco.

Pero el caso de Léon Bloy podría compararse con la conversión de uno de sus seguidores argentinos, Ernesto Palacio. En febrero de 1924, Palacio había formado parte con Evar Méndez, Luis Franco y Oliverio Girondo de la pandilla fundadora de la revista Martín Fierro, a la cual se sumaría pronto su primo, Jorge Luis Borges. Estudiante reformista en el dieciocho, Palacio nunca disimuló a lo largo de esos años sus predilecciones anarquistas. Hacia 1927, no obstante, y en coincidencia con la desaparición de la gaceta vanguardista, vamos a encontrarlo convertido al catolicismo ultramontano y fundando, con los hermanos Irazusta y otro repentino tránsfuga del anarquismo, Juan Carulla, el semanario La Nueva República, una publicación nacionalista, anticomunista y antiliberal que terminaría apoyando en 1930 el golpe de Estado perpetrado por el general Uriburu contra el gobierno de Yrigoyen5. En enero de ese mismo año, Palacio publicó incluso un artículo titulado “La hora de José de Maistre” en el cual reivindicaba al conde saboyano y acometía, como ya era costumbre en él, contra las democracias modernas “aureoladas de sangre”:

 

Comprobamos que la Libertad se traduce en tiranía de la canalla; la Igualdad, en negación del Héroe, del Genio y del Santo; la Fraternidad, en anarquía y en el hombre lobo del hombre. Sabemos que la Democracia es ruina material y muerte espiritual, y experimentamos en nuestra alma y nuestra carne todo lo que había previsto el visionario de las Consideraciones sobre Francia. ¿Cómo no ver, pues, en José de Maistre a un profeta de los tiempos próximos, si la salvación del mundo depende estrictamente de los mismos principios que él defendió, cuando todo parecía desmentirlo?6

 

Y Palacio concluye esta glorificación de este aristócrata recordándoles a sus lectores que “procurar el advenimiento del reinado temporal de Cristo es obligación estricta –a menudo olvidada– de todo católico”7. Aunque el contenido de la narración política presentada por Palacio se hubiera invertido totalmente, la forma seguía siendo la misma: a partir de una denuncia del orden establecido, exhortaba a sus correligionarios a la lucha contra los enemigos del pueblo, combate que debía desembocar tarde o temprano en su redención o su salvación. Y si el título de “profeta de los tiempos próximos” se lo adjudica aquí a Joseph de Maistre, él mismo hubiese podido conferírselo a Bakunin apenas unos años antes. En una época, después de todo, había reunido en un mismo campo adverso a los burgueses y a los curas, mientras que, tras su inopinada conversión, incluiría en el mismo bando enemigo a liberales, socialistas y anarquistas, para aliarse esta vez con sus antiguos contrincantes clericales. Y aunque deplorase la idea de fraternidad heredada de la Revolución francesa –a todas luces falsa, según él, dado que solo trajo aparejados enfrentamientos sangrientos y divisiones partidarias–, Palacio no dejaría de clamar por una hermandad de católicos y de nacionalistas para vencer ese monstruo que sería, a su entender, la tiranía democrática y su desenlace fatal: el comunismo. No es raro entonces que Palacio atacara por aquellos tiempos a Ingenieros, tildándolo de “persona indeseable y funesta”, en especial por su influencia sobre los estudiantes reformistas. Este nacionalista, con todo, no deja de parafrasearlo en secreto y con acentos lugonianos, como cuando asegura que “la masa popular nos seguirá, como ha ocurrido siempre, porque la masa, en todos los movimientos de la historia, ofrece una analogía patente con el coro de la tragedia clásica, que se limitaba a glosar las palabras de los agonistas…8

Pero Ernesto Palacio no fue el primero ni el último en expresarse de este modo. Algunos años más tarde, el joven Federico Ibarguren, otro miembro de la intemperante Liga Republicana liderada por Roberto de Laferrere, vocearía su rebeldía juvenil en estos versos de 1932:

 

Somos la generación de la guerra.

Nuestro destino es ser la chispa

Que incendia

Una parva seca.

Carne de cañón.

Sacrificio.

Pólvora y humo en la pelea.

[…] Hijos de ilustres padres

Y sin vocación para una mentida paz.

He aquí la tragedia:

No resignarnos a seguir por la huella…

La ANARQUÍA LIBERAL roe nuestras entrañas

Hasta la desesperación.

Ansias de un orden justo;

De ideales renovados;

De bienaventuranza.

Sed de auténtico amor.

Hemos nacido revolucionarios

En un país de muertos que no resucitan.

¿Ha de ser estéril nuestro voluntario holocausto?

¿Será escuchado, al fin, el sincero clamor?

Somos la generación de la guerra.

DE UNA GUERRA… QUE TARDA…9

 

Si, como decía Echeverría, las revoluciones no son solamente “las asonadas ni las turbulencias de la guerra civil sino el desquicio completo de un orden social antiguo”10, entonces todas las políticas son revolucionarias porque ninguna propone conservar el statu quo aunque sus adversarios le reprochen eso. Todas las políticas son revolucionarias, incluidas aquellas que la izquierda suele tachar de “reaccionarias”.

A mediados de los años sesenta, por ejemplo, un sociólogo argentino afirmaba que “no puede negárseles a los pueblos el derecho a la revolución como medio excepcional para lograr una súbita transformación social y política”, y recordaba que, a través de esta, “el pueblo reasume el poder delegado a sus mandatarios”, por lo menos en teoría, porque en la práctica, aclaraba, “el pueblo no hace la revolución sino que es el resultado de la acción de minorías activas y organizadas que tienen una ideología de cambio”. Y por eso estos revolucionarios debían “tener una firme convicción y voluntad de sustituir el sistema anterior por otro nuevo”, “una mística”, concluía, “y una doctrina”. Pero el sociólogo que firmaba estas declaraciones a mediados de 1966, no era un militante leninista ni un combatiente guevarista sino un nacionalista católico, Raúl Puigbó, subsecretario de “promoción y asistencia de la comunidad” del gobierno de la “Revolución argentina” presidido por Juan Carlos Onganía11. Con una solemnidad similar, y sin visos de sonroja, este general anunciaría que “la decisión de lanzarnos al futuro está tomada por todo el pueblo argentino para todo el pueblo argentino”, rubricando su declaración con esta contundente sentencia: “El futuro ha comenzado; en la empresa no hay cabida para desertores ni remisos”12.

Esta misma dicotomía entre las fuerzas conservadoras y las fuerzas transformadoras aparecería, para tomar otro caso, en un texto escrito por uno de los fundadores de la corriente Renovación y Cambio, el doctor Raúl Alfonsín, quien, parafraseando a Ernst Bloch, desaprobaba durante el gobierno de Lanusse la ignorancia de la “dinámica de cambio” por parte de Balbín y sus acólitos:

 

Es imposible pretender hacer una interpretación realista de la actualidad, sin tener en cuenta la dinámica del cambio. Quienes quieren efectuarla computando exclusivamente, por decirlo de algún modo, tanques, regimientos, riquezas o medios informativos, en verdad son los menos realistas, porque niegan la historia –el devenir– al tener en cuenta solo uno de los términos de la contradicción: el que defiende los valores del pasado en procura de afianzar su permanencia. Lo real es distinto o, por lo menos, más amplio. Al lado, simultáneamente frente a los defensores del statu quo, se levantan con vigor históricamente incontenible nuevos valores, nuevos temas, nuevas respuestas, nuevas propuestas, nuevas soluciones.13

 

Todavía Carlos Menem justificaría a finales de 1989 el giro neoliberal de su gobierno presentándolo bajo la etiqueta de una “revolución productiva”, y recordándoles a sus compañeros del Partido Peronista: “siempre fuimos, siempre somos, siempre seremos, un gran movimiento revolucionario puesto al servicio de la causa nacional”, un movimiento que “sirvió al cambio y que no fue un tibio guardián del statu quo”, un movimiento que “desterró los privilegios, las desigualdades, la falta de oportunidades, la injusticia”, incluso citando finalmente a la llorada Eva Duarte, para quien convenía cuidarse “de quienes solo recorren caminos conocidos, los inventores de la palabra prudencia”14. Y en esta revolución, Menem y el Partido Justicialista se erigían en representantes de la voluntad popular, ya que “cada hombre, todos los hombres, uno a uno los argentinos de carne y hueso, que junto con el gobierno han dicho BASTA”, se habían convertido ahora en “el principio y el fin del nuevo Estado”15.

Desplazando las fronteras entre enemigos y amigos, cada narración política anuncia que los adversarios son los defensores del sistema contra el que se sublevan los aliados, y extiende esta misma división a un enfrentamiento entre dos dimensiones inconciliables aunque difíciles de discernir: la mayoría y el pueblo, la canalla y la ciudadanía, los custodios del pasado y los iniciadores del futuro, quienes transitan las huellas ayer abiertas por las vanguardias y quienes las abandonan hoy abriendo nuevas alternativas. Una gramática de las narraciones políticas debería despejar entonces la forma que este fenómeno humano asume en cualquier circunstancia histórica e independientemente de los contenidos particulares de las diferentes posiciones. Así como cualquier oración puede dividirse en sujeto y predicado sin importar qué está diciendo, cualquier narración política, sea de izquierda o de derecha, moderada o extremista, pragmática o idealista, y más allá de las intenciones del narrador del momento, establece una distinción entre enemigos y amigos, entre defensores del statu quo e insurgentes, entre el poder y los rebeldes, entre el rebaño y el pueblo, entre consenso y pensamiento. Y lo hace, denunciando una situación actual, exhortando a los amigos a la rebelión y la lucha y prometiendo el triunfo final de los aliados o el restablecimiento de la auténtica comunidad o del pueblo liberado. Denuncia, exhortación y promesa serían los tres momentos de este combate entre los bandos, tres momentos de cualquier narración política sin importar qué sistema denuncie, a qué sujetos exhorte y qué triunfo les prometa.

Una confabulación es un grupo de rebeldes que adhieren, juntos, a una misma fábula política. Y una fábula política es un relato que los confabulados se cuentan para conservar o, eventualmente, ampliar su grupo. De modo que una fábula política es también un lazo social, afirmación válida para los partidos y para cualquier agrupación, sin excluir las naciones. Las disputas políticas, de hecho, son en buena medida enfrentamientos en torno a la imposición de una narración nacional, de una na(rra)ción. (Con) qué historia cuentan los miembros de una nación es una cuestión crucial. A tal punto que los enunciados de sus discursos, tanto en sus arengas públicas como en las elucubraciones más sofisticadas, solo se vuelven legibles a la luz de estas historias. Y como esas historias son divergentes, los enunciados se tornan igualmente inconciliables.

Los confabulados son los comprometidos, los sujetos que se unen porque creen en una promesa y porque, curiosamente, ellos mismos tratan de que se cumpla. A eso se refiere la noción de compromiso político: los sujetos militan para que se consume la promesa –una promesa de redención, en general– que les hiciera un narrador (aunque una narración anónima pueda desempeñar perfectamente esta función). Como sugieren ambas palabras, pro-meter no es algo distinto de pro-poner, y desde el momento en que un partido tiene una propuesta, está realizando también una promesa aunque se trate de ese tipo de promesa, específicamente política, que precisa la acción de los destinatarios para llevarse a cabo. Es más, cualquier anuncio de ruptura con el sistema reinante asume el valor de una promesa. Y por eso la promesa y el compromiso son dimensiones insoslayables de la gramática política, aunque suela acusarse a los políticos de hacer promesas que nunca cumplen.

Pero bajo la forma de aquel “eterno contraste” entre fuerzas antagónicas, ¿Ingenieros no nos estaba proponiendo ya una gramática general de las narraciones políticas? ¿No nos estaba sugiriendo, más allá de sus posiciones políticas particulares, que el antagonismo entre el statu quo y los rebeldes, entre la rutina y la ruptura, entre el poder y la insurgencia, es la forma invariable bajo la cual se presentan los diversos contenidos políticos? Y la revelación de esta gramática general de las disensiones políticas, ¿no explicaría la aceptación masiva que su libro tuvo aun entre quienes disentían con sus posiciones socialistas? Hablar de una “política del rebelde”, como lo hizo hace unos años un popular filósofo francés16, no significa hablar de una política en particular sino de la política en general, de modo que quien no aclara contra qué, o quiénes, se rebela, apenas si está declarando su condición de animal político.

1 José Ingenieros, El hombre mediocre, Buenos Aires, Losada, 1992, p. 40.

2 Ibíd., p. 44.

3 Ibíd., p. 111.

4 Ernest Hello, L’homme, París, Perrin, 1903, p. 65.

5 Después del tratado Roca-Runciman, que afianzaba la dependencia económica de la Argentina con respecto a Gran Bretaña, Palacio va a oponerse a la dictadura de Justo denunciando su política favorable a los intereses de la oligarquía terrateniente. En 1946, va a terminar convirtiéndose en diputado nacional por el Partido Peronista. Pero antes de que esto ocurriese, Borges iba a inmortalizarlo como Ernst Palast, el periodista antisemita de “La muerte y la brújula”.

6 Ernesto Palacio, “La hora de José de Maistre”, en Tulio Halperín Donghi (ed.), Vida y muerte de la república verdadera (1910-1930), Buenos Aires, Emecé, 2000, p. 397-398.

7 Ibíd., p. 398.

8 Ernesto Palacio, “Escándalo”, en La Nueva República, n° 51, 28 de junio de 1930, citado por Noriko Mutsuki, Julio Irazusta: treinta años de nacionalismo argentino, Buenos Aires, Biblos, 2004, p. 71.

9 Federico Ibarguren, “Orígenes del nacionalismo argentino”, en Tulio Halperín Donghi (ed.), La república imposible (1930-1945), Buenos Aires, Emecé, 2000, p. 97.

10 Esteban Echeverría, Dogma socialista y otras páginas políticas, Buenos Aires, Estrada, 1948, p. 144.

11 Raúl Puigbó, “Prólogo a ‘La Revolución Argentina’, análisis y prospectiva”, en Carlos Altamirano (ed.), Bajo el signo de las masas, Buenos Aires, Emecé, 2000, p. 338.

12 Juan Carlos Onganía, “Discurso ante las Fuerzas Armadas (6 de julio de 1967)”, ibíd., p. 355.

13 Este artículo apareció originalmente en la revista Inédito y el propio Alfonsín cita este pasaje en sus Memorias políticas (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 10).

14 Carlos Menem, “Palabras en el acto del 40° aniversario de la comunidad organizada – Encuentro Nacional del Partido Justicialista – realizado en Mendoza el 17 de noviembre de 1989”, en Discursos del Presidente, Secretaría de Prensa y Difusión, Presidencia de la Nación Argentina, 1989, p. 63.

15 Menem, “Discurso de inauguración de las primeras jornadas internacionales sobre privatización, desregulación y competencia, el día 14 de noviembre de 1989”, ibíd., p. 57.

16 Michel Onfray, Politique du rebelle, París, Grasset, 1997.

LA REBELIÓN DE LAS MASAS

Las grandes cosas de la historia fueron hechas por masas humanas que, durante un tiempo más o menos largo, estuvieron dominadas por convicciones análogas a las fuerzas religiosas.

GEORGE SOREL, Reflexiones sobre la violencia

El hombre mediocre de Ingenieros era una personificación del hombre de las multitudes de Gustav Le Bon o de Ramos Mejía, una representación de cualquier hombre, a fin de cuentas, desde el momento en que obedece a las “sugestiones colectivas” o al “contagio imitativo” y se pone a pensar “con la cabeza de la sociedad” en vez de hacerlo con la suya propia17. Y por eso más de uno se preguntó en aquellos tiempos dónde estaba esta “cabeza” que los expresionistas alemanes imaginaron como una máquina telepática o como un hipnotizador monstruoso capaz de sugestionar, a través de mecanismos de reproducción de voces y de imágenes, a las muchedumbres sonámbulas, alucinadas o magnetizadas18. Sigfried Kracauer supuso que cineastas como Lang, Murnau o Robert Wiene habían profetizado así el advenimiento del nazismo en Alemania19. Pero ellos se habían dedicado a filmar, en realidad, esa dimensión de la subjetividad, del comportamiento multitudinario, que permite explicar, entre otras cosas, por qué las masas llegaron a acatar las consignas de Adolf Hitler (aparecida en 1920, El gabinete del doctor Caligari, de Wiene, precedía en más de una década el advenimiento del nazismo y denunciaba la propaganda que había arrastrado a las masas a la Primera Guerra Mundial de la mano de la socialdemocracia alemana). A esa “cabeza de la sociedad” Wilhelm Reich la llamaría en los años treinta el “poder material de la ideología”20, sugiriéndoles a los marxistas que debían echarle un vistazo a la Psicología de las masas de Freud si querían entender algo del funcionamiento del poder político y del ascenso del fascismo en toda Europa (sugerencia que le valió la expulsión simultánea del Partido Comunista alemán y de la asociación psicoanalítica).

Posiciones similares aparecieron muy a menudo en la Argentina, sobre todo a propósito de los gobiernos populares de Yrigoyen y de Perón. Para los nacionalistas de La Nueva República, el radical también había “sugestionado” a las masas “adormecidas”, y el golpe del treinta, según ellos, había servido para despertarlas y, por consiguiente, salvarlas. Tras el golpe del cincuenta y cinco Mario Amadeo recordaría, por su parte, que en los medios antiperonistas se hablaba

 

de “influencia magnética”, de “sugestión colectiva”, de “deformación de la conciencia” y de otras anomalías que reducen el problema a una cuestión de psicología patológica. Consideran estos sectores que el pueblo argentino ha padecido una enfermedad y que es cuestión de someterlo a una enérgica cura. Pasado el término del tratamiento, todo volverá a ser lo que era antes, y del episodio no quedarán más rastros del que pueda dejar a una persona robusta una gripe o un sarampión.21

 

A diferencia de Ingenieros, sin embargo, Le Bon, Tarde, Ramos Mejía, Freud o Wilhelm Reich no se limitaban a ver en las masas a un rebaño conservador y rutinario: para ellos, como para los filósofos antiguos, también podían ser una jauría feroz, la turba sediciosa que altera el orden social y derroca los gobiernos, el tumulto que los griegos comparaban siempre con las tempestades marinas capaces de hacer zozobrar a navíos conducidos por los más expertos timoneles. Gustav Le Bon, sin ir más lejos, le dedica todo un capítulo de La psicología de las multitudes a la intolerancia y el conservadurismo de las masas, pero comienza el libro recordando que la caída de las grandes civilizaciones resulta inseparable de la irrupción de las muchedumbres en la escena pública. Y Freud aseguraba en su Psicología de las masas que estas se encuentran sujetas “al poder verdaderamente mágico de las palabras que provocan las más terribles tormentas en el alma de las masas pero también pueden apaciguarla”22.

En esta última vertiente parecieran inscribirse dos pensadores actuales, Toni Negri y Michael Hardt, cuando convierten a la multitud en sinónimo de rebeldía y subversión y declaran que “la desobediencia a la autoridad es una de las acciones más sanas y naturales del hombre”23. Recordando incluso a un resistente italiano, el novelista Elio Vittorini, los autores de Imperio llegan a sostener que “hombre significa estar-en-contra (being-against)”24. Pero esto presupone entonces que no hay situación humana que no sea injusta u opresiva, situación que no merezca que los hombres se pronuncien contra ella y enfrenten, por diferentes medios, a sus celosos custodios. Ni siquiera deberíamos preguntarnos, a decir verdad, por qué un hombre se rebela sino por qué no llega a hacerlo o por qué extrañas razones no actúa siguiendo su naturaleza humana. La pregunta fundamental de la filosofía política, sostienen Toni Negri y Michael Hardt, sigue siendo aquella cuya formulación Deleuze y Guattari les atribuían a Spinoza y Wilhelm Reich: “¿Por qué los hombres luchan por su servidumbre como si se tratara de su libertad?”25. La complejidad de los actuales sistemas de dominación, no obstante, les impediría a los hombres determinar “en dónde se sitúa la producción de la opresión”, y por eso los autores de Imperio nos proponen desplazar los términos de la cuestión: ya no debemos preguntarnos “si, o por qué, no hay resistencia o rebelión sino determinar el enemigo contra el que debemos rebelarnos” porque nuestra incapacidad para identificarlo “lleva la resistencia a este tipo de círculos paradójicos”26.

Pero podría suceder también que sepamos, o creamos saber, dónde se encuentra esa opresión aunque no la situemos todos en el mismo lado. Tomemos un caso que involucró al propio Negri poco después de la aparición de Imperio. El gobierno de Jacques Chirac organizó en el año 2005 un referéndum nacional con el propósito de ratificar la nueva constitución europea. Esta había sido el fruto de una comisión presidida por otro viejo representante de la derecha francesa: Valéry Giscard d’Estaing. Entre los partidarios del “no” se encontraba la organización del ultraderechista Jean-Marie Le Pen –sistemáticamente reacio a la más mínima cesión de soberanía nacional–, pero también, y sobre todo, la mayoría de la izquierda gala que no se oponía en modo alguno al proyecto de un gobierno supranacional sino a ese texto constitucional preciso, alegando, entre otras cosas, que le imponía a los pueblos, y de una manera difícilmente reversible, un modelo económico de corte neoliberal (privatización de servicios públicos, independencia del banco central con respecto al poder político, flexibilización laboral, etc.).

Considerando que tanto las organizaciones gubernamentales y patronales como los grandes medios de comunicación oficiales y privados se mostraron ostensiblemente favorables a la aprobación del tratado, llegando a discriminar de manera escandalosa a los partidarios del “no” y a desatar sobre la población francesa un aluvión propagandístico digno de los regímenes que ellos mismos tildan de “totalitarios”, alguien podría concluir que la mayoría de la izquierda y los electores galos se rebelaron contra las políticas de la burguesía y la clase dirigente. Pero esta no fue en modo alguno la opinión de Toni Negri, quien participó incluso en la campaña de apoyo al texto constitucional con un eslogan de su propio cuño: “Sí, para hacer desaparecer esta mierda del Estado-nación”27. El italiano, en efecto, comparaba a la Unión Europea con “la alianza regional en América latina” y la emergencia de China: solo estos tres grandes bloques lograrían contrarrestar, a su entender, la política imperial de los Estados Unidos, que en ese momento acababa de invadir Irak. Con su negativa a aprobar la constitución europea, la izquierda francesa defendía, según él, un modelo perimido de Estado de bienestar y la preponderancia norteamericana en el plano internacional. Mientras la izquierda pensaba estar luchando por su salvación, estaba haciéndolo, para el italiano, por su propia servidumbre (solo que muchos militantes de esa izquierda hubiesen podido glosar esta pregunta y devolverle esta misma observación a Toni Negri o Cohen-Bendit).

Pero no evocamos este episodio para ponernos a discutir ahora si la posición contestataria se situaba en el “sí” o el “no” a la constitución europea (hay quienes, como Alain Badiou, preconizaron incluso una abstención lisa y llana). Solo retomamos la tesis de Negri y Hardt en un aspecto preciso: no hay política sin rebelión contra un poder o un orden establecido. La política comienza con las palabras “no” y “basta”. La política comienza, como se suele decir, con la disidencia y la lucha. Solo que no todo el mundo lucha contra la misma situación, contra la misma opresión o contra el mismo régimen. La dificultad reside, es cierto, en identificar al enemigo, pero porque cada grupo identifica al suyo. Hay historia humana entonces porque los hombres son, esencialmente, rebeldes, porque no aceptan ningún orden histórico de cosas, ni la universalidad de una regla, ni la naturalidad de una norma, ni la sacralidad de una manera de ser, ni la necesidad de un estado de cosas, y en este caso poco importa si esta rebeldía se piensa como una negatividad hegeliana o un infinito espinociano. Hombre significa estar-en-contra, sí. El problema es que los hombres no se rebelan todos contra un solo y mismo statu quo, ni combaten a un mismo enemigo, de modo que no todos cuentan (con) la misma historia.

Hay una multiplicidad de luchas, de trabajadores explotados, de chacareros empobrecidos, de minorías étnicas o sexuales discriminadas, y hasta de ahorristas desfalcados por los grandes bancos, pero esto no significa que todas esas luchas tengan un mismo enemigo o que no lleguen a enfrentarse, llegado el caso, entre ellas. Para que esta unidad se concrete, es preciso que los diferentes grupos adhieran a un mismo relato o que cuenten (con) una misma historia, y esta narración no proviene necesariamente de la izquierda anticapitalista. De modo que esta adhesión de varios grupos diferentes a un único gran relato, esta conquista efectiva de la unidad popular, no puede hacerse sin la hegemonía de una de esas narraciones por sobre todas las demás. Y esta hegemonía, como señaló Ernesto Laclau28, no se conquista sin un vaciado relativo de la significación de algunos términos: para que los estudiantes, los chacareros, las feministas, los docentes, los miembros de ciertas minorías étnicas y hasta de algunas profesiones liberales se hayan identificado en algún momento con el personaje del “obrero” en lucha contra la opresión capitalista, para que se hayan sentido alguna vez interpelados por el nombre “proletario”, aun cuando en términos estrictos no pertenecieran a esta clase, esos significantes tuvieron que verse vaciados de su significación marxista –vendedor de fuerza de trabajo en la economía industrial– para asumir un valor más vago y, por decirlo así, negativo: enemigos del capitalismo.

George Sorel observaba –hace más de un siglo ya– que el vocablo “proletario” se había convertido, para los políticos socialdemócratas, en un sinónimo de “oprimido”, y como en “una sociedad tan compleja como la nuestra”, “hay oprimidos en todas las clases”, estos políticos podían dirigirse a “todos los descontentos sin preocuparse por qué lugar ocupan en el mundo de la producción”29. Algunos años más tarde los bolcheviques repetirían la estrategia, y unas décadas después, los maoístas. Solo que esta hegemonía del relato marxista comenzó a declinar hacia el final del siglo XX, poniendo en evidencia la multiplicidad de disidencias –hay quienes dirían también de identidades– que había logrado congregar bajo un solo y mismo nombre.

Jacques Rancière señalaba hace unos años que incluso “ese gran relato de la clase obrera como cuerpo colectivo masivo es un fantasma retrospectivo que cubre una multitud de ‘pequeños relatos’, de movimientos complejos y contradictorios”30. Y el francés tiene razón, solo que en ciertos momentos ese “fantasma retrospectivo” es paradójicamente contemporáneo de la multiplicidad de “pequeños relatos”, y ese es precisamente el “gran relato” o el momento de la constitución de una hegemonía política. Las alianzas entre los rebeldes nunca son ajenas a estas fábulas, grandes o pequeñas, porque todas las fraternidades políticas cuentan (con) una historia diferente, lo que significa, para nosotros, que los sujetos políticos son siempre los confabulados. Cada alianza política supone una historicidad e incluso una temporalidad diferente: como dice Rancière, el tiempo no crea radicalidades, son las radicalidades las que inventan diferentes temporalidades y una “perpetua reinvención del pasado”31. No hay, ni podría haber, una historia –una sola y única historia humana– porque cualquier rebelión política supone ya una reinvención del pasado, del presente y del futuro. No puede haber una historia y solo puede haber, para el sujeto político, una: aquella (con) que cuentan él y sus camaradas.