Las futbolistas que desafiaron a Mussolini - Federica Seneghini - E-Book

Las futbolistas que desafiaron a Mussolini E-Book

Federica Seneghini

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Rosetta tiene dieciséis años y en su corazón late una pasión desbordante por el fútbol; Giovanna tiene el mismo amor por el calcio, cuya práctica es para ella también un gesto político; Marta, sabia y pausada, está decidida a defender con uñas y dientes su derecho a salir al terreno de juego, igual que la testaruda Lucchi, a quien su padre le prohíbe acercarse a una pelota. Estas son algunas de las chicas que formaron parte de la pandilla de amigas que en los primeros años treinta dieron vida al Gruppo Calciatrici Milanese, el primer equipo italiano de fútbol femenino. Pero en esos años Italia se encontraba bajo el yugo del fascismo, y no estaba preparada para aceptar un fenómeno que pronto empezó a despertar la atención de los periódicos y a desquiciar al régimen. ¿Qué hacían unas chicas practicando un deporte para hombres? ¿Cómo se atrevían a descuidar su «función primaria de madres» para correr detrás de una pelota? Este libro narra la historia de estas pioneras del fútbol, de su amistad, de su lucha contra el Duce y contra los prejuicios de una sociedad envenenada por el fascismo y sumida en una mentalidad machista que en parte persiste a día de hoy. Entre victorias épicas, duras derrotas, aliados inesperados y enemigos acérrimos, estas chicas reivindicaron antes que nadie la igualdad en el deporte y dieron los primeros pasos en un camino, el del fútbol femenino, plagado de injusticias y con todavía kilómetros y kilómetros por recorrer.

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La editorial pone a disposición de quien quiera profundizar en la historia del fútbol femenino el ensayo Historia de un prejuicio y de una lucha, de Marco Giani. El texto se puede descargar en la siguiente dirección altamarea.es/historiadeunalucha.pdf o escaneando el código a continuación.

  

 

 

 

De pie, las cinco atacantes: entre ellas Mina Lang (la primera desde la izquierda), Ester Dal Pan y Ninì Zanetti (respectivamente, cuarta y quinta). De cuclillas, de izquierda a derecha, las centrocampistas Marta Boccalini, Nidia Glingani, Maria Lucchese. Sentadas: Augusta Salina, Navazzotti, Luisa Boccalini.

 

Los hechos narrados en este libro son reales, aunque se han adaptado a las exigencias del relato, que ha sido relativamente novelado. Las descripciones de los lugares y los episodios se han basado en estudios históricos y en memorias familiares, pero son resultado de la reelaboración y de la imaginación. Los personajes que realmente existieron hablan e interactúan con otros creados por la autora. Sin embargo, los documentos, las cartas y los artículos de periódico que aparecen en este libro son fieles transcripciones de los originales.

Un especial agradecimiento a Francesco Bacigalupo, hijo de Brunella Bracardi, por la foto de cubierta, así como a Luigi y Francesco Ferrari y a Rosa Mottino que han autorizado la reproducción de las imágenes que aparecen en el libro.

 

 

 

Si hubiese un deporte que la mujer no debiera practicar

es, justamente, el fútbol.

LO SPORT FASCISTA, diciembre de 1931

 

Dicen que los jugadores de la Roma o de la Juventus son a los que mejor se les trata (económicamente) de la sociedad: quien viste una camiseta amarilla y roja o una blanca y negra ya ha logrado una “posición”. Y comprendes que, teniendo dinero, siempre verás a estos chicos bien vestidos y despreocupados por las calles.

Cuando un jugador corteja a una chica, la madre le dice a la hija: «Tonta, dile que sí: ¿no ves que es un jugador de la Roma?».

Y esta accede.

IL LITTORIALE, verano de 1932

 

Adelante, Pedro, con juicio.

ALESSANDRO MANZONI,

Los novios, capítulo XIII

I

 

 

 

Rosetta siempre se levantaba muy temprano. Llegaba un momento por la mañana en que empezaba a oírla moverse entre las sábanas, resoplar en la penumbra, girarse de un lado a otro intentando dormirse de nuevo. Después comenzaba a buscar el reloj, que a menudo no sabía dónde estaba, y se ponía a mover libros y objetos que tenía en la mesilla de noche. Era como si, de un momento a otro, a mi hermana le hubiesen picado la impaciencia y las ganas de empezar el día. Así, cuando al final me levantaba yo también, solo veía su cama deshecha y su camisón tirado sobre una silla.

Aquella mañana también ocurrió así: me desperté sobre las ocho y cuando llegué a la otra habitación ella ya estaba allí, dispuesta a beberse el café frente a los fogones, vestida, con La Domenica del Corriere entre las manos y con los pies estirados sobre una silla.

Mamá estaba recogiendo la ropa que había tendido la noche anterior, asomándose un poco por el alféizar. Hacía varios montoncitos de ropa sobre la mesa que luego guardaría en cajones y armarios. Bragas, camisetas y calcetines. Las cosas para planchar, sin embargo, acababan en la gran cesta de mimbre que guardábamos cerca de la estufa.

—Buenos días, mamá.

Ella se volvió y sonrió.

—¿Has dormido bien? —Tenía sesenta años, pero aquella mañana pensé que esa piel blanca y arrugada alrededor de los ojos parecía la de una mujer de setenta años. Nos tuvo tarde y a veces me preguntaba cómo hubiera sido tener una madre joven.

—Buenos días, hermanita —dijo Rosetta con sus maneras despreocupadas, levantando la vista de la revista—. El café está listo, si quieres, y todavía caliente; nosotras ya nos lo hemos tomado.

Después se levantó:

—Venga, date prisa.

Me encogí de hombros y solté un bufido. Me acababa de sentar y ya estábamos como siempre.

—Siempre con el «venga». ¡Deja al menos que me tome el café!

—Está a punto de llegar Strigaro. Venga levanta, muévete.

Mamá se volvió para mirarnos.

—¿Qué hacéis?

—Vamos a los jardines —dijo Rosetta—. Y después, quizás, a la piscina. ¿Qué dices, Marta? Una compañera me ha dicho que la nueva de via Ponzio es realmente tremenda.

Mamá sonrió de nuevo:

—Si veis a vuestra hermana, decidle que mañana puedo llevar yo a los niños a cortarse el pelo, ¿de acuerdo? ¿A qué hora volvéis esta tarde?

—No llegaremos tarde —prometí.

Entonces empecé a recoger la mesa, a lavar las tazas y los vasos, y justo en ese momento oímos unos golpecitos en el cristal. Fui a ver y allí estaba Strigaro, de pie, con la barbilla bien alta. El sol de agosto ya daba en el patio y ella se había arremangado la camisa de lino hasta el codo.

—¿Bajáis? —me gritó. Se había hecho trenzas y sostenía la bici por el manillar.

—Eh… un momento, todavía me tengo que vestir.

—Pero si son las nueve menos diez.

—Exacto. ¿No habíamos quedado a las nueve?

Volví a la habitación mientras Rosetta me esperaba en la puerta. Me quité el camisón, eché agua en la palangana y me lavé con prisas. Después me sequé con un paño, me puse el sujetador y me quedé un segundo delante del espejo. Parecía mayor de mis veintiún años y Rosetta, que tenía solo dieciséis, a veces parecía una niña. Pero me gustaba tal y como era, y me sentaba realmente bien ese flequillo corto.

Strigaro nos esperaba sentada en un escalón del edificio de en frente.

—A buenas horas —dijo subiéndose al sillín y ajustándose la falda para que no acabara enredada en las ruedas. Rosetta se encogió de hombros.

—Díselo a mi hermana. Yo estaba lista desde hacía rato. Además, ¿qué prisa tienes? Hoy es domingo.

—Por eso mismo, porque es domingo. Yo trabajo, ¿eh? No como tú, que te pasas los días estudiando.

—Sí, Strigaro y yo trabajamos —añadí.

—Pero el trabajo de Strigaro no es nada agotador —se burló Rosetta—. Solo tiene que soportar a Cardosi y venderle vino a quien vaya a la tienda. Y tú también, hermanita, sentada todo el día en una silla cosiendo. No me dirás que ser costurera es un trabajo agotador.

Strigaro se volvió hacia mí:

—Pero ¿cómo la soportas?

Nos pusimos en fila a lo largo de la avenida, que ya estaba llena de familias de paseo, ancianos sentados en las mesas al aire libre, niños en pantalones cortos que jugaban con los yoyós y chiquillos descamisados dando patadas a un balón. Y en ese momento, en mitad del vaivén que colmaba las calles como todos los domingos, mi hermana, como si nada, soltó el manillar. Extendió los brazos, se equilibró sobre la silla y empezó a pedalear así, sin manos.

Lo hacía muy a menudo.

—¡Rosetta! —le dije, sin levantar mucho la voz.

Ella se volvió hacia mí:

—¿Qué pasa?

—Ya te lo he dicho, vamos. No está bien.

II

 

 

 

Cuando llegamos a los jardines de Porta Venezia, Giovanna ya estaba allí con los niños. Graziellina estaba tirada en la hierba; parecía muy ocupada intentando deshojar todas las florecillas que cubrían el prado. Tenía cuatro años y ni se dignó a mirarnos. Giacomo estaba todo sudado y, sin embargo, él sí pareció alegrarse de vernos.

—Hola, titas —nos saludó antes de seguir jugando al tamburello con sus amigos.

Giovanna sonrió y dejó por un momento la antología de lengua italiana que leía para preparar el nuevo curso académico:

—¿Cómo está mamá?

—Bien. Dice que mañana lleva ella a los niños a cortarse el pelo, así puedes ir a las reuniones del colegio.

Hacía muchísimo calor y el parque estaba lleno de gente a esa hora. Es cierto que había algún que otro camisa negra y algún grupito de balillas, pero eso era algo normal en 1932 y ni Rosetta ni yo le dábamos importancia. Teníamos un recuerdo muy vago de todo lo que había «antes del fascismo». Algunas frases que Giovanna o mamá dejaban escapar («desde que está él…», «desde que están ellos…») no tenían ningún sentido para nosotras. «Antes» de él, del Duce, no había habido nada.

Llegó Zanetti a pie por el bulevar y después Lucchi, con las mejillas coloradas y jadeando. Dijo que le había tocado ir a misa con su padre también aquel domingo.

—Hoy mi padre me ha obligado incluso a sentarme en primera fila. Para darle una buena impresión al cura —comentó.

Sucedía a menudo que Lucchi llegase tarde a nuestras reuniones y, por lo general, era culpa de su padre. Era un hombre duro, trabajaba como carrocero y tenía un crucifijo colgado en la oficina, al lado del retrato del Duce. Le impuso a Lucchi el toque de queda a las siete de la tarde y le prohibió salir por la noche, pese a que tuviese casi veintiún años. Un día fuimos a llamar a su puerta para que viniese a dar una vuelta con nosotras tras la cena, quizás por corso Buenos Aires, o simplemente para quedarnos un rato en el patio al fresco del verano, pero fue inútil. Su padre no le daba permiso, así que, poco a poco, dejamos incluso de preguntárselo.

Mientras tanto, no muy lejos de nosotras, un grupo de chiquillos se puso a jugar al fútbol. Uno, claramente más hábil que los demás, pequeño y rapidísimo, golpeaba la pelota con fuerza y siempre veía portería, hecha con trozos de madera. Hasta que, con un tiro más potente de lo debido, mandó la pelota justo al banco donde estábamos sentadas.

Fue un momento.

Rosetta la recogió, se apartó un poco la falda y la envió de vuelta con un tiro fuerte y preciso.

Zanetti se quedó asombrada:

—No tenía ni idea de que supieras jugar al fútbol.

—Es que yo «no» sé jugar al fútbol.

—Bueno, pues no lo parece. De todas formas, ¿por qué no probamos?

Rosetta soltó una carcajada, yo negué con la cabeza en silencio y Giovanna dijo que a fútbol no, que no era apropiado, sobre todo en un lugar público como los jardines.

—Deberíamos haber ido al Lido —refunfuñó Lucchi. Y luego añadió—: pero no para jugar al fútbol.

Pero Zanetti insistía; decía que ella ya había jugado durante las vacaciones en Castiglioncello. Durante el mes de junio no hizo otra cosa que entrenar con unas chicas romanas. Quedaban cada día tras comer en un campo de fútbol cercano a la playa. «Era muy divertido», nos repetía, y añadía que estaba segura de que nos hubiera encantado.

Para intentar convencernos, sacó de nuevo la carta que ya nos había enseñado: unas pocas líneas que escribió para LaDomenica Sportiva y que le habían publicado:

 

¿Por qué no debería haber un equipo de fútbol femenino en Italia? ¿Y por qué Milán, que tiene el honor de contar con dos equipos como el Milán y el Ambrosiana,1 no se plantea crear dos equipos con, quizás, aficionadas de estos dos rivales? ¿No sería interesante ver que, incluso en este tipo de deporte, la mujer italiana puede competir y quizás superar a las extranjeras?

 

No sirvió de nada. No nos movimos de ese banco.

Pero Zanetti volvió a la carga el domingo siguiente. Y esta vez trajo un balón, probablemente se lo había robado a su hermano. Lo había metido en una bolsa de viaje y nada más llegar al parque lo hizo rodar por la hierba. Después puso los brazos en jarra:

—¿Qué? ¿Probamos?

III

 

 

 

Empezamos a jugar al fútbol más o menos al final del verano de 1932, año X de la era fascista, mientras Italia se deleitaba en eso que más tarde llamaron «los años del consenso». En parte por aburrimiento, en parte por contentar a Zanetti y en parte por hacer algo diferente de lo habitual.

Pero no era nada fácil con esas faldas tan largas que nos obligaban a llevar. Y, encima, no teníamos los zapatos adecuados, no podíamos ir en manga corta y no podíamos alzar mucho la voz para no llamar la atención de los pequeños grupos que pasaban el domingo en los jardines como nosotras. Ni siquiera podíamos correr, al menos no mucho. Debíamos hacer todo con moderación porque, obviamente, éramos mujeres. Y el régimen había dicho en varias ocasiones que así debía ser el fútbol femenino: mode-rado.

Por otra parte, una palabra de más era suficiente para que la gente se volviese a mirarnos, con emocionarnos un poquito ya bastaba para que alguno se pusiese a silbarnos, y si se nos iba la pelota demasiado cerca de otras personas estas murmuraban quién sabe qué, pero seguro que no eran comentarios agradables.

Una vez llevábamos jugando al fútbol alrededor de media hora y una señora se acercó a Strigaro:

—No está bien que las chicas como vosotras se alboroten de esta manera, ¿sabes? —le susurró al oído—. Encima jugando al fútbol. ¡Somos damas!

Quién sabe, quizás tenía toda la razón a su manera; pobre mujer. Empujaba un cochecito a rebosar de encajes blancos y le costaba seguir el paso de su marido, que la precedía algún metro. Nosotras, sin embargo, teníamos las caras rojas y sudadas, el pelo despeinado, los cercos de sudor bajo las axilas, las camisolas arrugadas y las zapatillas embarradas. Rosetta incluso entró en plancha y se peló la rodilla; la hierba le dejó una marca verde en la pierna.

Ninguna respondió a la señora.

La verdad es que, cuanto más jugábamos, más nos gustaba hacerlo y menos nos importaba el resto. En el fondo, nos decíamos, el Duce había anunciado hacía poco que el próximo mundial se iba a celebrar en Italia, así que ¿qué mal hacíamos aventurándonos en este deporte que pronto haría tan grande a nuestro país?

IV

 

 

 

Tan solo unas semanas más tarde nos decidimos a contarle a mamá nuestro experimento con el fútbol. No sé por qué, pero tanto Rosetta como yo sentimos que debíamos advertirla. También porque Giovanna nos instó a hacerlo:

—Decidle a mamá que habéis empezado a jugar.

Quizás fuimos demasiado escrupulosas porque no se sorprendió ni nada. Se arregló un poco el pelo blanco y se envolvió en el chal de lana rosa. «¿Y es divertido?», preguntó dándome un cachete en las mejillas. Después sonrió, se volvió hacia los fogones y continuó moviendo el ragú, y vi cómo la piel blanca en la comisura de los ojos se tensaba en una densa red de diminutas arrugas.

La habíamos menospreciado, pobrecilla, o tal vez habíamos olvidado que, en nuestra familia, desde que vivíamos en Lodi, siempre habíamos tenido una idea muy clara de la libertad. Nuestros padres nacieron y crecieron en la fábrica de algodón de Lodi, donde empezaron a trabajar antes de tener veinte años. Él era el encargado de las nóminas; pasaba las jornadas controlando a los empleados. Ella, sin embargo, era obrera y cada dos días llamaba a su puerta para pedir explicaciones que afectaban a ella y a sus compañeras. Conocía la historia de todas: quién estaba soltera y quién tenía una familia que mantener, quién exageraba un poco con las quejas y quién, por el contrario, no conseguía salir adelante.

Alzaban la voz, se peleaban durante horas y aprendieron a quererse. Cuando por fin se casaron, trajeron sus teorías a casa y también nosotras, sus hijas, aprendimos un poco el sentido de aquellas palabras. Huelgas, despidos, aumentos salariales.

Nos habían enseñado qué era la libertad y qué significaba perderla, como les pasó a todos los italianos tras el asesinato de Matteotti, y cómo ellos nunca se cansaron de contárnoslo, incluso cuando era peligroso hacerlo. Pero ni siquiera se rindieron entonces.

Cuando estábamos en familia, hablábamos en dialecto, y no dejamos de hacerlo cuando nos mudamos a Milán. Y a mí me gustaba porque casi me parecía que tuviésemos un código familiar que nos permitía mantenernos a flote en aquella ciudad con el cielo siempre blanco.

Éramos especiales.

Cuando papá murió, mamá se encerró durante meses en un silencio abrupto que raramente habíamos visto. Por suerte, con el nacimiento de Giacomo, el primogénito de mi hermana Giovanna, la vida cambió de repente, incluso para ella, que de golpe se encontró siendo abuela y con demasiadas cosas de las que ocuparse.

Cuando no podía más, cogía el primer tren a Lodi para visitar a algunos viejos amigos suyos de la sociedad de ayuda mutua, como si buscase cualquier cosa que hubiera dejado allí y esperase encontrarlo de nuevo. Siempre volvía a Milán abatida y yo imaginaba cómo las heridas se abrían de nuevo bajo esa blusa de encaje en el momento en el que veía de nuevo a ciertos compañeros: sutiles, como heridas que nunca cicatrizan.

—¿Me ayudáis a poner la mesa? —preguntó mamá—. Archinti llegará en nada. Y Giovanna con Giuseppe también. He hecho polenta, pero necesito que alguna de vosotras termine de remover el ragú. Yo voy a ordenar un poco la casa.

V

 

 

 

Aquel día, Archinti llegó casi a la una, mucho más tarde de lo habitual. Dejó el sombrero y el abrigo sobre la sillita del recibidor, se echó el pelo hacia atrás con la mano y suspiró: «Hoy no era el día ideal para venir a Milán». Lo abracé y aquel olor suyo a jabón y tabaco me reconfortó como siempre.

Tenía cincuenta y cuatro años, seis menos que mamá, y para nosotras era como un tío. Todas lo llamábamos así y a él le gustaba, pero tan solo era un amigo muy querido de la familia, un socialista como nosotros que, durante algunos años, fue alcalde de Lodi: el primer alcalde socialista en la historia de la ciudad. Pero, sobre todo, Ettore Archinti era la única persona capaz de poner de buen humor a mamá. Tal vez también por eso era un alivio verlo en nuestra cocina.

Aquel día, desde primera hora de la mañana, miles de personas habían invadido las calles de Milán; por eso Archinti llegó tarde. Era el 25 de octubre de 1932 y miles de veteranos de guerra, soldados, mujeres, niños y viejos arditi2 que vinieron desde los campos y la periferia solo por él, el hombre del Decenio, Benito Mussolini, quien ese mismo día dio su esperado discurso en la Piazza del Duomo. Una masa de cuerpos que nosotras habíamos visto pasar bajo nuestra ventana y que casi atropelló a Archinti al salir de la estación.

En el tren, alguien se puso a cantar Giovinezza, nos contó, y ese grito ronco hizo que temblasen las ventanillas del tren y obligó al maquinista a bajar la velocidad. Decidió hacer el camino a pie, pero en via Francesco Sforza se vio obligado a parar otra vez. Por la calle desfilaba un cortejo de balillas con el fez hacia atrás, todos alegres y orgullosos con sus mosquetones de juguete y sus falsas cartucheras blancas. Italia se entregaba totalmente a Mussolini casi por doquier y Milán no iba a ser menos.

—¡Y nosotros aquí, haciéndonos mala sangre! —concluyó mientras se sentaba en la silla de siempre, al lado de la ventana. Se encendió un cigarrillo, se quedó absorto un momento inhalando el humo y yo miré embelesada el punto de brasas que se movía al ritmo de los dedos.

Luego añadió en voz baja:

—¿Os han contado lo de Gregorio?

—Sí —murmuró mamá. Y Giovanna asintió también, intercambiando una mirada con Giuseppe. Habían llegado hacía poco, también con retraso, y enseguida mandaron a los niños a jugar en otra habitación.

—¿Sabéis que le han caído diez años?

—No, no sabía que ya habían publicado la sentencia…

—El juicio fue el miércoles.

—Buen juicio habrá sido… —comentó Giovanna.

Archinti suspiró:

—En dos horas ya habían acabado. A los de la defensa, pobres cristianos, ni siquiera los dejaron hablar.

Se encendió otro cigarrillo y le ofreció uno a Giuseppe, frotándose nervioso la rodilla. Giovanna arrugó los labios con una mueca. El corazón se le desgarraba al verlo así; a mí también me causaba impresión.

No podíamos evitar pensar en aquel día de hace tantos años, todavía vivíamos en Lodi, en el que mamá volvió a casa devastada y muerta de miedo: «¡Han disparado a Ettore! —gritó—. Un chiquillo, un fascista, salió de repente».

¿Cuántos años habrán pasado? ¡Ya lo sé! Creo que fue en 1924. No, no, fue en 1925. La época en la que los fascistas empezaron a bañarse en la sangre de quienes no pensaban como ellos. Yo no era más que una niña. Archinti era un objetivo por todas las batallas que decidió librar. La falta de viviendas populares, la deficiente asistencia sanitaria, la mala educación primaria. Decidió golpear a los más ricos con impuestos y la burguesía arremetió contra él con una campaña de prensa envenenada. Él resistió cuanto pudo: firme, tranquilo, inquebrantable como siempre lo habíamos visto. Hasta que los fascistas lograron reducirlo con violencia a una resistencia silenciosa, a obligarlo a esconderse en un apartamento de dos habitaciones justo al lado del nuestro. Una guarida artística hecha a medida para él, donde nosotras siempre íbamos a jugar entre las esculturas, el piano y con los pajaritos que tenía libres paseando a voluntad por la casa, porque tampoco soportaba ver a los animales entre rejas.

—Pobre Gregorio, y ni siquiera sabemos cómo se las han apañado para inculparle —dijo Giuseppe dando un trago de barbera. Había estado en silencio hasta ese momento, seguramente absorto en sus pensamientos. Sin embargo, ahora parecía nervioso.

—Yo, como ya sabes, Ettore, estoy preocupado sobre todo por mi hermano. Desde hace un tiempo está metido en cosas extrañas, pero no tengo ni idea de qué está tramando. Todos sabéis que hasta hace pocos meses se codeaba con la misma gente que Gregorio.

Archinti levantó la mirada del plato, quizás para responder algo, pero los niños entraron en la cocina y Giovanna no quería que se hablase de estas cosas delante de ellos.

Todos nos quedamos en silencio. Y es extraño porque, a pesar de haber pasado tantos años, todavía siento aquella sensación de calidez y paz que me invadía cuando nos reencontrábamos en la mesa, las miradas de comprensión, la comunión en la lucha, la sensación de familia, el afecto. Estábamos juntos a pesar de todo: todas las personas a quien yo quería estaban ahí, en aquella habitación.

Además, Giuseppe hacía ya años que se sentaba en esa mesa con nosotros. No era más que un muchacho cuando vino a casa por primera vez. Yo era una niñita, pero recuerdo como si fuera ayer cuando papá lo invitó a cenar un día que se nos hizo tarde en la reunión del partido.

—Este es Giuseppe, un compañero del partido —dijo.

Volvió a menudo, siempre con papá. Tras comer, se tiraban horas fumando y discutiendo sobre política delante de la mesa recogida mientras nosotras, mujeres, ordenábamos y fregábamos. Más tarde, con el paso del tiempo, Giovanna comenzó a tomar parte en esas conversaciones que, a mí, por el contrario, me parecían aburridas. Y, casi al mismo tiempo, Giuseppe empezó a apreciar a esa chica dura y decidida, como siempre había sido mi hermana, y que pasaba horas escuchando sus opiniones para intervenir al final con observaciones muy detalladas.

Se enamoraron frente a los ojos de papá y se casaron al poco tiempo. Mamá también estaba muy feliz de acoger en casa a ese chico adecuado, pensaba, para estar al lado de una mujer como su hija. Fue él quien le aconsejó que estudiase para ser maestra. Quería que las mujeres también tuviesen una educación, decía. También fue él quien, cuando nos mudamos a Milán, convenció a papá para que viniese con nosotros.

—Tan solo debemos resistir —dijo Archinti—. Estos fascistas no podrán aguantar siempre.

Mamá sirvió después la polenta con el ragú, bebimos otro vaso de barbera y yo corté el queso que, como siempre, Archinti traía de Lodi.

—Entonces, muchachitas —dijo al final dirigiéndose hacia mí—, ¿qué es eso de que habéis empezado a jugar al fútbol?

VI

 

 

 

El otoño, mientras tanto, había convertido los parterres de Milán en alfombras llenas de color. Los árboles de los jardines, incluidos los arces rojos de nuestro patio, habían perdido casi todas las hojas. Sobre las ramas quedaban tan solo esas manchitas rojas y amarillas que tanto me gustaba observar, como follaje seco que se negaba a desaparecer. Milán estaba ensombreciéndose con ese gris preludio del invierno que a menudo nos obligaba a quedarnos en casa de mala gana.

Pero nosotras nos veíamos en casa, sobre todo los domingos.

Hablábamos durante horas, encerradas en el cuarto de Rosetta y mío. Una pequeña habitación con tan solo una cómoda, dos mesitas de noche y tres camas. Una sin ni siquiera colchón porque era en el que dormía Giovanna antes de mudarse con Giuseppe al apartamento en Acquabella.

A veces, mientras hablábamos, aprovechaba para coser lo que no había podido acabar. Ya hacía algún tiempo que era costurera, «costurerita», como me llamaba Rosetta, y no me faltaba trabajo; abrigos, faldas, dobladillos de pantalones, chaquetas, bordados. Hacía de todo. Cosas simples, no alta costura, que quede claro. Me sentaba en la cama o en la cocina, normalmente cerca de la ventana para tener más luz, y no me cansaba de estar en esa postura durante horas, a veces incluso hasta la noche: repanchingada en la butaca de mimbre con las piernas apoyadas en una banquetita de madera para estar más cómoda, o, en invierno, estirada cerca de la estufa.

A veces levantaba la cabeza y me ponía a mirar afuera. Adoraba observar a las personas que entraban o salían del edificio, o el cielo blanco. Hasta aprendí a reconocer a los vecinos por el ruido que hacían al caminar hacia el aparcamiento para desenganchar las bicicletas y luego volverlas a poner por la noche, cuando volvían del trabajo. A mediodía, cuando veía a Rosetta volver de la escuela, me levantaba y ponía el agua a hervir para la pasta. De vez en cuando pensaba que, tal vez, yo también debería haber estudiado como ella o como hizo Giovanna y así convertirme algún día en maestra o secretaria o quizás mecanógrafa.

Pero la verdad es que mi vida, así de simple, me bastaba y me sobraba. Me gustaba quedarme en casa, adoraba trabajar por mi cuenta y ayudar a mamá con las tareas domésticas, sobre todo ahora que era mayor. Me sentía útil, a veces incluso indispensable, parecido a cuando murió papá. No tenía grandes sueños para el futuro; creo que nunca los tuve. Y encima, cuando acababa de cocinar, siempre podía leer un libro, hojear las revistas y hacerle compañía a mamá mientras Rosetta estaba en la escuela.

Aquel domingo por la mañana me puse a cocinar muy temprano, justo después del desayuno. Rosetta hacía los deberes. Intentaba concentrarse, pero se levantaba cada dos por tres y vagaba de un lado al otro de la casa sin descanso, hasta que sonó el timbre: era Strigaro.