Las griegas - Mariana Gardella Hueso - E-Book

Las griegas E-Book

Mariana Gardella Hueso

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Beschreibung

En este primer volumen de la colección La otra palabra, Mariana Gardella Hueso invita a conocer la vida y obra de algunas griegas, filósofas, poetas y oradoras. Pensadoras que en la aurora de la tradición filosófica occidental asumieron el riesgo de hacer lo que no se esperaba de ellas: tomar la palabra. Una palabra que a veces se reservaba para el círculo de las más amadas, como la de Safo de Lesbos, que aparta su mirada del campo de batalla para dedicarle su poesía al deseo. Una palabra enigmática, como la de Cleobulina de Lindos, quien a través de sus acertijos provoca el asombro, experiencia de la que nace toda filosofía. Una palabra secreta como la de las pitagóricas, quienes hacen del silencio no un destino sino una elección. Una palabra que logra escapar de la casa y sus urgencias para resonar en el ámbito público, como la de Aspasia de Mileto. Una palabra que quiere educarse, renunciar a la seguridad y la opresión de la vida familiar para aventurarse vagabunda tras las enseñanzas de los cínicos, como la de Hiparquia de Maronea. Las griegas, como cada volumen de esta colección, busca colaborar en la difusión de otras voces, de esa otra palabra que si bien surge de la periferia llega a ocupar un lugar central en las discusiones teóricas de su tiempo.

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Las griegas

Poetas, oradoras y filósofas

Mariana Gardella Hueso

Índice
PALABRAS PRELIMINARES
El lugar de Jantipa
ENSAYO
I. Reinas de la poesía, fantasmas de la historia
II. Yeguas monstruosas o el mito de las mujeres filósofas
III. Hipatia no fue la primera
IV. La palabra reservada: Safo de Lesbos
1. Experiencias del contorno
2. “Yo digo, en cambio…”
V. La palabra enigmática: Cleobulina de Lindos
VI. La palabra secreta: Téano de Crotona y las filósofas pitagóricas
1. Pitágoras y las comunidades pitagóricas
2. Las pitagóricas y sus textos
3. De lo que hay que hablar, no hay que callar
4. Una ética de la casa
VII. La palabra pública y la política: Aspasia de Mileto
1. Una mujer fuera de lugar
2. Aspasia, la ficción
3. Huérfanas de la tierra
VIII. La palabra pública y la educación: Hiparquia de Maronea
1. Las perras no son inferiores a los perros
2. La primera decisión de Hiparquia
3. La segunda decisión de Hiparquia
PALABRAS FINALES
La risa de la esclava tracia
SELECCIÓN DE TEXTOS
Nota sobre la selección
Hipe y Melanipa
Catálogo de mujeres notables
Safo de Lesbos
Cleobulina de Lindos
Las pitagóricas
Téano de Crotona
Timica de Lacedemonia
Perictíone
Fintis
Aisara
Aspasia de Mileto
Hiparquia de Maronea
REFERENCIAS
NOMBRES PROPIOS
ACONTECIMIENTOS
BIBLIOGRAFÍA

Gardella, Mariana

Las griegas : poetas, oradoras y filósofas / Mariana Gardella. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-950-556-880-2

1. Filosofía Clásica. I. Título.

CDD 180.9

© 2022, Mariana Gardella Hueso

© 2022, RCP S.A.

Directora de la colección: Jazmín Ferreiro

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.

ISBN 978-950-556-880-2

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Diseño y diagramación del interior y de tapa: Pablo Alarcón | Cerúleo

Primera edición en formato digital: junio de 2022

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

“Alguien más, pienso, nos recordará”.

Safo de Lesbos, fragmento 147.

PALABRAS PRELIMINARES

..........................................................

El lugar de Jantipa

Al comienzo del Fedón, Platón cuenta que, antes de beber la cicuta en prisión, Sócrates recibió la visita de sus discípulos más queridos. Cuando su esposa Jantipa, que también estaba allí, los vio entrar, le dijo que esa era la última vez que él iba a poder conversar con ellos. A Sócrates le incomodaron sus palabras, porque, sin responderle, le pidió inmediatamente a Critón que alguien se la llevara a casa. Cuando Jantipa se marchó de la prisión entre gritos y lamentos, Sócrates mantuvo con sus discípulos una extensa conversación sobre la inmortalidad del alma que fue el preludio de su muerte y su último legado.

Lo que a Sócrates pareció molestarle de Jantipa fue su modo de hablar, teñido de emoción, que irrumpió sin pedir permiso. Al final del diálogo, cuando bebe la cicuta y Apolodoro, uno de sus discípulos, rompe en llanto, Sócrates le recuerda que ha echado a su esposa para evitar ese tipo de comportamientos, pues “hay que morir en silencio”. (1) Jantipa tiene cosas para decir, pero a nadie le interesa escucharla. Sócrates la envía de regreso a su casa, que es el sitio de donde nunca debería haber salido. Con este gesto, la obliga a cerrar la boca. El motivo que aduce es que es preciso morir en silencio. Sócrates elige callar, pero Jantipa está obligada a hacerlo. Esta trama de silencios —el silencio que se elige y el que se impone— sostiene los discursos que forman parte de la historia de la filosofía. En esta historia, como en muchas otras, mientras algunos hablan, otras deben permanecer calladas.

La historia de las mujeres es en cierto modo la historia de un combate por la palabra. Para nosotras, la palabra es una conquista precaria que ha tenido lugar luego de una agotadora batalla. Este libro narra solo uno de los episodios de esta lucha: la que han librado las mujeres que, en los albores de la filosofía, se dedicaron a pensar. Nuestro relato no pretende ser ni demasiado extenso ni completamente exhaustivo. Aquí solo nos referiremos a algunas de las mujeres que vivieron entre los siglos VII y IV a. e. c. en la antigua Grecia, en el tiempo en que nació y se consolidó eso que llamamos “filosofía”. ¿Por qué viajar tan lejos? Porque el esfuerzo de estas mujeres por conquistar la palabra es un reflejo del esfuerzo que históricamente todas hemos hecho para ser leídas y escuchadas.

Algunas de las mujeres que forman parte de este libro han sido consideradas filósofas, como Téano de Crotona o Hiparquia de Maronea. Otras, en cambio, han sido llamadas poetas, como Safo de Lesbos y Cleobulina de Lindos, u oradoras, como Aspasia de Mileto. En todos los casos, se trata de mujeres que encontraron tiempo y espacio para pensar, como seguramente muchas otras también lo hicieron, y que además tuvieron la oportunidad de escribir, algo que no todas sabían ni podían hacer. Por eso, preferimos llamarlas “pensadoras” en lugar de “filósofas”. “Pensadora” es una noción deliberadamente amplia y ambigua que nos invita a cuestionar la separación artificial que se ha establecido entre las disciplinas y revisar las categorías que han sido utilizadas para distinguir lo que no es tan distinto y alejar lo que debería permanecer en las cercanías. Al mismo tiempo, esta noción expresa nuestro homenaje a la profundidad, la sutileza y la valentía del pensamiento desconcertante, incómodo e impredecible de estas mujeres, que aún hoy desafía los límites y alcances de lo que se considera filosófico.

En contra del mandato social que les ordenaba no ser vistas ni escuchadas, las mujeres que aparecen en estas páginas se empeñaron en conquistar la palabra y utilizarla de diverso modo: de forma reservada, como un enigma, como un secreto o abiertamente, en público. De alguna manera, todas ellas ocuparon el lugar de Jantipa: marginadas de la filosofía, pudieron transformar ese margen en un refugio desde el cual libraron una incansable batalla por la palabra. De esta lucha nos han llegado textos fragmentados, tergiversados, intervenidos, por largo tiempo olvidados.

Este libro contiene la traducción del griego antiguo al castellano de una selección de textos de las primeras pensadoras griegas. El material es muy diverso. Contamos con poemas, enigmas, sentencias, tratados, discursos, cartas y también coloridos testimonios que nos ayudan a conocer cómo fueron vistas en el pasado. El ensayo busca hilar estos textos en una trama de sentido que aporte algunas pistas para entender sus palabras, conocer las dificultades a las que se enfrentaron y apreciar de qué modo transformaron el mundo en que vivían. Nuestra intención es contribuir con este libro a la construcción de la narrativa de una otra historia que nos devuelva una imagen del pasado enriquecida por distintos acontecimientos y nuevas protagonistas.

MARIANA GARDELLA HUESO

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Marzo de 2022

1. Platón, Fedón 117e.

ENSAYO

..........................................................

I.

Reinas de la poesía, fantasmas de la historia

Cada vez que queremos mostrar que las mujeres podemos dedicarnos a la filosofía y que, de hecho, muchas ya lo han hecho, solemos mencionar como ejemplo a filósofas de nuestra historia reciente: María Zambrano, Hannah Arendt, Simone De Beauvoir, Simone Weil, Lélia Gonzalez, María Lugones, Angela Davis o Judith Butler. ¿No hubo otras antes? ¿Acaso la filosofía es, como el sufragio femenino, una conquista de los últimos ciento cincuenta años?

Desde los inicios de la filosofía, hubo mujeres que se dedicaron a pensar. Sin embargo, la historia de la filosofía antigua es un relato que se cuenta sin ellas. Las narrativas que conforman esta historia se han empeñado en dejar fuera a las filósofas a través de estrategias tan diversas como efectivas: negar que hayan existido, negar que hayan sido filósofas, ignorar sus obras o menospreciar el valor de sus ideas. Como ejemplo, podemos mencionar dos de las grandes historias de la filosofía griega que han sido material de consulta y referencia para la enseñanza y la investigación de la filosofía antigua en buena parte del mundo. En Alemania, entre 1844 y 1852, Eduard Zeller publicó los tres tomos de Die Philosophie der Griechen in ihrer geschichtlichen Entwicklung [La filosofía de los griegos en su desarrollo histórico]. Allí solo menciona a dos filósofas: Hiparquia, a quien en rigor no considera una filósofa, sino simplemente la esposa de Crates de Tebas, e Hipatia. En los seis tomos de Historia de la filosofía griega, publicada en Inglaterra entre 1962 y 1981, William Guthrie solo menciona el nombre de Aspasia cuando se refiere al decreto de Diopites y cita el testimonio de Plutarco, en el que dice que esta fue acusada de impiedad. (2)

¿Por qué ha ocurrido esto? Las razones son múltiples y complejas. Una de ellas reside en el prejuicio sexista según el cual las mujeres no somos capaces de pensar. Contra este antiguo prejuicio arremete Melanipa en una de las tragedias perdidas de Eurípides que lleva su nombre. En efecto, cuando pronuncia el discurso con el que logra salvar la vida de sus hijos, debe aclarar: “Yo soy mujer, pero tengo inteligencia”. (3) Otra razón es la falta de conocimiento sobre cómo vivían las mujeres. En Un cuarto propio, Virginia Woolf escribe sobre la mujer que “en el plano imaginario tiene la mayor importancia; en la práctica es completamente insignificante. Impregna la poesía de punta a punta, pero brilla por su ausencia en la historia”. (4) En efecto, mientras heroínas desafiantes y polifacéticas como Antígona o Medea son protagonistas de algunas de las obras más influyentes de la literatura universal, fuera del terreno de la ficción las mujeres no han dejado más que huellas espectrales. Como no participaban de los acontecimientos sobre los que valía la pena hablar, no se les prestaba atención y se decía poco de ellas. Nuestro precario conocimiento acerca de las mujeres del pasado depende de testimonios sesgados, escritos en su mayoría por varones, que forman parte de un relato que las ha condenado de antemano a ocupar el lugar de quien se asoma por la ventana a ver de lejos algo que no le pertenece. Sobre esta precariedad, se construyen generalizaciones que nos devuelven una imagen de las mujeres del pasado sospechosamente imprecisa, falsamente homogénea.

Veamos un ejemplo. Se suele creer que no hubo filósofas en la Antigüedad porque las mujeres, condenadas a convertirse en esposas y madres, se ocupaban a tiempo completo de su familia y no tenían acceso a la educación. En efecto, uno de los principios que organizaba la sociedad griega antigua era el de la división entre el espacio público de la ciudad (pólis) y el espacio privado de la casa (oîkos). Mientras los varones se ocupaban de las tareas que se realizaban afuera y pasaban la mayor parte del tiempo en el ágora o en el gimnasio, las mujeres quedaban recluidas en la casa y se encargaban únicamente de los quehaceres hogareños. (5) Esta división encontraba su fundamento en una diferencia de aptitudes que era percibida como natural y jerárquica. De acuerdo con la opinión de Jenofonte, la divinidad otorgó a los varones un cuerpo y un alma fuertes para soportar viajes y guerras, y a las mujeres un cuerpo débil y un carácter temeroso y bondadoso para dedicarse al cuidado de la casa y la familia: “el dios, según me parece, dispuso la naturaleza de la mujer para las labores y ocupaciones interiores y la del varón, para las exteriores”. (6)

La opinión de Jenofonte refleja la situación de muchas mujeres. Sin embargo, hay que tener en cuenta que no todas vivían de la misma manera. Intentar reconstruir cómo era o cómo vivía “la mujer” en la antigua Grecia es una tarea inútil. El universal opaca las múltiples y diversas maneras de habitar el mundo que han encontrado las mujeres. Por eso, “mujer” es una palabra que siempre debería escribirse en plural. No hubo en la antigua Grecia, como tampoco hay ahora, un único modo de ser y vivir como mujer. En El segundo sexo, Simone De Beauvoir dice que “no se nace mujer, se llega a serlo”. Esta conocida sentencia nos permite pensar no solo en la génesis y construcción sociocultural de lo femenino, sino también en las múltiples formas que puede adoptar el devenir mujer, un tránsito sin destino final ni rumbo preestablecido que insiste en la dispersión y la diversificación. (7)

Para conocer con mayor profundidad cómo vivían las mujeres en Grecia, es necesario considerar tres variables. En primer lugar, la variable socioeconómica, ya que la vida de las mujeres libres y pudientes era diferente de la vida de las mujeres pobres o esclavas. Por ejemplo, en Atenas, las mujeres pobres podían salir de sus casas para trabajar como vendedoras, nodrizas, lavanderas o tejedoras. En cambio, las mujeres de la aristocracia permanecían encerradas, ocupándose del cuidado de las niñas y los niños, la confección de tejidos y la preparación de alimentos.

En segundo lugar, es preciso tener en cuenta la variable temporal. La situación de las mujeres fue diferente en época arcaica (siglos VIII-VI a. e. c.), clásica (siglos V-IV a. e. c.) y helenística (siglos IV-I a. e. c.). Por ejemplo, durante el período helenístico, las mujeres gozaron de mayores libertades económicas, ya que podían comprar, vender y arrendar propiedades. También tuvieron un mayor acceso a la educación. Esto se ve en el epigrama de Eurídice, la madre de Filipo II de Macedonia y la abuela de Alejandro Magno, en el que ella dice que, luego de ser madre, aprendió a leer y escribir para satisfacer su deseo por conocer:

Eurídice, ciudadana de Sirra, ofrece esto a las Musas

luego de alcanzar con el alma el deseo de conocer.

Después de haberse convertido en madre de hijos fuertes,

trabajó duro para aprender las letras, recordatorio de las

[palabras. (8)

Además de Eurídice, conocemos el nombre de otras mujeres que durante el período helenístico se dedicaron a escribir, lo que muestra que por entonces la educación ya no era un privilegio masculino. Algunas escribieron poemas, como Ánite de Tegea, Mero de Bizancio, Nosis de Locri y Corina de Tanagra; otras se dedicaron a la filosofía, como la cínica Hiparquia y las epicúreas Temista de Lámpsaco y Leoncio.

En tercer lugar, se debe tener en cuenta la variable geográfica, ya que las diversas regiones de la Hélade no poseían una única legislación para regular el comportamiento femenino. Uno de los contrastes más significativos es el que se observa entre Atenas y Esparta. Las atenienses tenían el estatus legal de menores de edad, de ahí que siempre estuvieran bajo la tutela de un varón: primero el padre, luego el esposo y, si este fallecía, alguno de sus hijos. Podían casarse a partir de los catorce años gracias a los acuerdos que se establecían entre las familias. Vivían encerradas en sus casas y ocupaban las habitaciones que estaban alejadas de la calle o en la planta superior para no ser vistas. Salían solamente para los funerales o algunas festividades religiosas como las Panateneas o las Tesmoforias. (9) Aunque se encargaban de criar a sus hijas e hijos, no era su función educarlos. Por eso, la mayoría era analfabeta. Curiosamente, aunque Atenas fue una de las capitales mundiales de la ciencia y la cultura, se ocupó de mantener a sus mujeres en la completa ignorancia. Esto explica por qué no hubo en la Antigüedad poetas, oradoras o filósofas oriundas de Atenas.

Las espartanas, en cambio, podían casarse a partir de los dieciocho años y tener hijos con varones que no fueran sus maridos si estas uniones garantizaban una mejor descendencia. (10) Como eran responsables de la educación de sus hijas e hijos, recibían una instrucción apropiada que les permitía reproducir los valores laconios. La educación de las mujeres comprendía, por una parte, el entrenamiento físico a través de la práctica de distintas disciplinas: carrera, lucha y lanzamiento de jabalina y disco. Se ejercitaban no solo las mujeres jóvenes, sino también las ancianas y las que estaban embarazadas. Lo hacían desnudas o con ropa ligera que dejaba el cuerpo al descubierto, una costumbre que escandalizaba a los atenienses. El fundamento de este tipo de instrucción era eugenésico: si las mujeres desarrollaban una gran fortaleza física, podían transmitirla a su descendencia. Por otra parte, también recibían una educación centrada en la música y adquirían un nivel de formación más elevado que el de los varones, cuya instrucción se limitaba al desarrollo de habilidades físicas y militares. (11) Conocemos el nombre de algunas poetas espartanas, como Megalóstrata y Clitágora, que fueron contemporáneas de Safo, y de algunas pitagóricas, como Timica, Quilonis, Cratesiclea, Teadusa y Cleecma. Además de las espartanas y antes del período helenístico, sabemos de algunas mujeres que recibieron una educación que les permitió dedicarse a pensar y escribir, como Safo, Cleobulina, Téano, Telesila de Argos, Praxila de Sición y Aspasia.

Se ha creído que la dificultad para acceder a la educación es lo que explica la escasa presencia de filósofas en el mundo antiguo. En efecto, si el aprendizaje de la lectura y la escritura es un requisito fundamental para la práctica filosófica, es evidente que las mujeres no podían dedicarse a filosofar porque no recibían este tipo de instrucción. Sin embargo, no se debe olvidar que en sus inicios la filosofía fue, ante todo, una práctica discursiva que se valía de la palabra oral como su principal herramienta de intercambio. Los filósofos discutían entre sí en las calles de la ciudad, el ágora o el gimnasio. Algunos de ellos, como Pitágoras de Samos, Sócrates y el escéptico Pirrón de Elis, se negaron a escribir y por eso fueron llamados “ágrafos”. La escritura les generaba desconfianza. Lo que se escribía era leído por cualquiera, no podía modificarse, no respondía preguntas y suscitaba malentendidos. Otros, como Platón y el resto de los discípulos de Sócrates, escribieron, pero lo hicieron en forma de diálogo para insuflar en las palabras escritas el dinamismo propio de la oralidad. Esto ha llevado a pensar que la principal limitación que encontraron las mujeres para dedicarse a la filosofía no fue el analfabetismo, pues no era necesario saber leer ni escribir para poder pensar, sino la prohibición de hablar en público.

Mientras los varones podían usar la palabra para defender sus propias ideas o intercambiar opiniones con otros ciudadanos, las mujeres debían guardar silencio. Homero da testimonio de ello en el primer canto de la Odisea. Entre lágrimas, Penélope le pide al aedo Femio que no cante sobre el regreso de los héroes aqueos a sus hogares tras haber ganado la guerra de Troya porque su esposo Odiseo aún no ha vuelto. (12) Cuando Telémaco, el hijo de Penélope, ve a su madre hablarle al aedo frente a la audiencia que lo escuchaba, le ordena inmediatamente cerrar la boca:

Regresa a tu habitación, ocúpate de tus quehaceres,

[el telar y la rueca,

y ordena a las esclavas que también realicen esta tarea.

De la palabra se encargarán todos los varones,

y mucho más yo, pues esto corresponde al jefe de la casa. (13)

Palabras similares dirige Héctor a su esposa Andrómaca en la Ilíada. Cuando esta le suplica que no marche hacia la guerra, aquel le responde que ella debe tejer mientras él se ocupa de luchar porque “de la guerra se encargarán todos los varones”. En Áyax, una tragedia de Sófocles, el héroe que da nombre a la obra está furioso porque Odiseo recibió la armadura de Aquiles y quiere vengarse matando a unos toros y corderos que, según le hizo creer Atenea, eran los jefes del ejército aqueo que lo habían deshonrado. Cuando su esposa Tecmesa intenta refrenarlo, Áyax, sin escucharla, le pide que se calle diciéndole que “para las mujeres el silencio es un adorno”, sentencia que más tarde Aristóteles repite en la Política. (14)

En el mundo de Héctor, Telémaco y Áyax, réplica fiel de muchas sociedades antiguas y de otras que no lo son tanto, las mujeres no podían ser vistas ni escuchadas. Recluidas en la casa, se ocupaban de tejer, mientras los varones eran dueños del combate y la palabra en el amplio terreno que se extendía fuera del oîkos. El silencio era considerado un rasgo propio de la feminidad. En cambio, la posibilidad de hablar en público era una práctica que definía la masculinidad como género. Una mujer que se atreviera a tomar la palabra y hablar ante otros estaba fuera de lugar, no era una mujer del todo. Por eso, se las educaba para que tuvieran vergüenza de hablar. Como dice Plutarco, las mujeres debían tener tanto pudor de hacer oír su voz como de desnudarse:

Es necesario que ni el brazo ni la palabra de la mujer sensata se muestren en público, y que sienta pudor de su voz, como de desnudarse, y que la preserve de los extraños, pues en esta se ve la emoción, el carácter y la disposición de la que habla. (15)

Ahora bien, no solo se esperaba que las mujeres no hablaran en público, sino también que nadie hablara sobre ellas. En el discurso fúnebre de Pericles que conocemos gracias a Tucídides, se dice que alcanzará la gloria toda mujer que “se encuentre lo menos posible en boca de los varones, ya sea por su virtud (areté) o por sus defectos”. (16) Las mujeres no hablaban y no debían dar que hablar. Esto explica por qué hoy sabemos tan poco sobre ellas. Aquellas que pudieron saltar las barreras que imponían los muros de las casas donde estaban recluidas asumieron el desafío de resignificar el silencio y transformar el lenguaje, inaugurando nuevos modos del decir, que fueron a su vez el reflejo de nuevos modos de ser y resistir.

2. Plutarco, Vida de Pericles XXXII 1-3. Ver el texto 64 de la selección de textos de este volumen.

3. Eurípides, Melanipa sabia, fragmento 482. Ver el texto 3 de la selección y la sección II del ensayo.

4. Woolf (2013 [1929]: 58).

5. El ágora era la plaza de la ciudad. Se trataba de un espacio amplio donde se reunía la Asamblea y se concentraba la actividad administrativa y comercial.

6. Jenofonte, Económico VII 22-23.

7. Sobre el sentido de esta frase, ver el estudio preliminar del volumen dedicado a Simone De Beauvoir que forma parte de esta colección.

8. Plutarco, Sobre la educación de los niños 14c. Los epigramas eran inscripciones que se grababan en alguna superficie. En época helenística, se transformaron en un género literario popular. Había distintos tipos de epigramas. El de Eurídice tiene la forma de un epigrama votivo, es decir, un epigrama que acompaña una ofrenda.

9. Las Pequeñas Panateneas eran fiestas en honor a Atenea que se celebraban anualmente en Atenas y que incluían procesiones, sacrificios, competencias y banquetes. Cada cuatro años, tenían lugar las Grandes Panateneas, una celebración en la que las mujeres tejían un peplo para ofrendar a la diosa. Las Tesmoforias eran fiestas en honor a Deméter que se celebraban en toda Grecia y que, a través de distintas ofrendas y sacrificios, buscaban promover la fertilidad. De estas fiestas solo podían participar las mujeres.

10. Tomo como referencia la situación de las mujeres espartanas bajo la legislación de Licurgo, sin considerar los cambios que se produjeron luego en las épocas clásica y helenística.

11. La música (mousiké) incluía todas aquellas actividades que, bajo el dominio de las Musas, contribuían a la formación artística e intelectual: la gramática o enseñanza de las letras, la poesía, la danza y la música propiamente dicha, ya sea vocal o instrumental.

12. Los aedos eran cantores analfabetos que de forma improvisada componían y recitaban poemas sobre las grandes hazañas de los héroes míticos. A veces, acompañaban el recitado con música e interactuaban con la audiencia que les podía pedir, como hace Penélope, que cambiaran de tema. Los rapsodas, en cambio, recitaban los versos creados por otros poetas que aprendían de memoria a partir de la lectura de un texto escrito.

13. Homero, Odisea I 356-359. Ver también Ilíada VI 492-493.

14. Sófocles, Áyax 293; Aristóteles, Política I 1260a30.

15. Plutarco, Preceptos conyugales 142c. Sobre este testimonio, ver más adelante la sección VI 3 del ensayo y el texto 51 de la selección.

16. Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso II 45. 2. El término griego areté, que usualmente se traduce como “virtud”, refiere a la excelencia o perfección de personas y cosas para cumplir con la función que les es propia.

II.

Yeguas monstruosas o el mito de las mujeres filósofas

A lo largo de la historia, la tradición filosófica se ha esforzado por mantener lejos a las mujeres y ha menospreciado como objeto de reflexión todo lo que es considerado “femenino”. Uno de los mayores problemas que genera esta exclusión es que la filosofía no solo se pierde de ideas de gran valor, sino que también se engaña respecto de la verdadera complejidad y riqueza de su propia historia. Una manera de revertir esta situación es cuestionar en clave feminista el canon filosófico que hemos heredado.

Cuando estudiamos filosofía en la escuela o en la universidad, nos dan a leer los textos de algunos filósofos y, si tenemos suerte, también los que escribieron algunas filósofas. ¿Por qué estos textos nos encuentran? ¿Por qué leemos lo que leemos y no otra cosa? ¿Podemos decidir realmente qué leer o siempre leemos lo que se nos ofrece? En general, las instituciones, las bibliotecas, las editoriales y las librerías ponen a nuestra disposición lo que se considera canónico. ¿Pero qué es un canon? En sentido eclesiástico, es un conjunto de libros que fueron escritos, según se cree, por inspiración divina. En cambio, en pintura, música, literatura o filosofía, un canon es un grupo de obras importantes o representativas de cada disciplina. Todo canon entroniza algunas obras en detrimento de otras que son, por razones muchas veces arbitrarias, desestimadas y olvidadas. En efecto, lo que hace a una obra canónica es haber sido tradicionalmente considerada como canónica. Así, todo canon se sostiene por inercia histórica. Por eso, es preciso revisar, cuestionar y ampliar lo que se considera canónico.

En cierto sentido, todo canon tiene la estructura material y simbólica de un palimpsesto. El palimpsesto es una superposición: una cosa se monta sobre otra, un texto se escribe sobre otro. Como los pergaminos eran muy costosos, era usual raspar los que ya se habían usado para borrar lo que se había escrito y de ese modo poder reutilizarlos para escribir algo nuevo. Lo que se borraba no desaparecía del todo, sino que se escondía dejando algunos vestigios. El canon es un palimpsesto y los vestigios son la prueba de que fue construido sobre una trama subterránea de palabras. Los textos de las pensadoras de la Antigüedad se esconden de esta manera, bajo la escritura imponente y soberana de una tradición canónica que se ha empeñado en borrarlos, pero con poco éxito, porque las huellas que han dejado nos permiten hoy rescatarlos.

En 1690, el filólogo y poeta francés Gilles Ménage publicó la Historia de las mujeres filósofas. Este libro, escrito en latín, apareció casi treinta años después de su extenso comentario a la obra de Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres, y representa uno de los primeros intentos por recuperar a las filósofas del pasado. Ménage tenía trato con mujeres notables de su tiempo. Fue el tutor de Marie de Rabutin-Chantal, más conocida como Madame de Sévigné, y de Marie-Madeleine Pioche de la Vergne, más conocida como Madame de La Fayette. También frecuentaba los salones literarios de Catherine de Vivonne, la marquesa de Rambouillet, y de Madeleine de Scudéry. Por eso, no es extraño que Ménage dedicara la segunda edición de su Historia de las mujeres filósofas, que fue publicada en 1692, a Anne Le Fèvre, una respetada filóloga que editó y tradujo numerosos clásicos griegos y latinos, entre los que se cuentan los versos de Safo que, gracias a su labor, pudieron ser leídos por primera vez en francés.

La Historia de Ménage no es, en sentido estricto, una historia, sino más bien un breve diccionario que, a través de entradas de desigual extensión, presenta los datos biográficos de sesenta y cinco filósofas desde la Antigüedad hasta el siglo XII e. c. En su obra, Ménage incluye filósofas griegas, romanas y cristianas, y las clasifica en dos grandes grupos. Por una parte, filósofas que, en su opinión, son de filiación o escuela incierta: Hipo, Aristoclea, Cleobulina, Aspasia, Diotima, Berenice, Pánfila, Clea, Eurídice, Julia Domna, Miro, Sosípatra, Antusa, Aganice, Eudocia de Atenas, Catalina de Alejandría, Ana Comnena, Eudocia de Constantinopla, Panipersebasta, Novella y Eloísa. Por otra parte, filósofas que se relacionan con alguna línea de pensamiento filosófico o escuela reconocida. Entre ellas se destacan las mujeres vinculadas con la Academia platónica, como Lastenia, Axiotea, Arria, Gémina madre, Gémina hija, Anfilia e Hipatia; Cerelia, quien tuvo trato con Cicerón; las hijas dialécticas de Diodoro Crono; Arete, la cirenaica; la megárica Nicarete; Hiparquia; Teodora y la hija de Olimpiodoro, que son consideradas peripatéticas; las epicúreas Temista, Leoncio y Teófila; las estoicas Porcia, Arria madre, Arria hija y Fania; y las pitagóricas que aparecen mencionadas en el testimonio de Jámblico y que conforman el grupo más numeroso de filósofas.

La primera mujer que Ménage menciona en su Historia es Hipo, también conocida como Hipe:

Hija del centauro Quirón, que enseñó a Eolo la observación de la naturaleza, según el testimonio de Clemente de Alejandría en el libro I de las Stromata y de Cirilo en el libro IV de Contra Juliano. Pues la observación de la naturaleza es una parte esencial de la filosofía. También en el libro IV de las Stromata de Clemente, Eurípides recuerda a Hipo como adivina y mujer versada en cuestiones astrológicas. (17)

Como el propio Ménage reconoce, Hipe no es una mujer real, sino un personaje mitológico. ¿Por qué la historia de las mujeres filósofas debería comenzar con una mujer mítica o, más bien, con un mito? Porque el mito de Hipe y su hija Melanipa refleja, al tiempo que anuncia, el destino fatal de muchas de las mujeres que se dedicaron a pensar.

Conocemos el mito de Hipe y Melanipa gracias a Eurípides. Este escribió dos tragedias, Melanipa sabia y Melanipa prisionera, de las que solo han sobrevivido algunos pocos testimonios y fragmentos. De acuerdo con una de las versiones del argumento de Melanipa sabia, Eolo, el padre de Melanipa, tuvo que exiliarse por haber cometido un asesinato. Durante su ausencia, Melanipa fue violada por Poseidón y dio a luz gemelos, a los que llamó Eolo y Beocio. Para ocultar a su padre lo sucedido por miedo a ser castigada, los entregó a una nodriza para que los abandonara en el campo y murieran. Sin embargo, los niños sobrevivieron gracias a que fueron amamantados por una vaca y cuidados por un toro. Unos boyeros los encontraron y, al verlos, creyeron que eran monstruos que habían nacido de estos animales. Por eso, cuando Eolo regresó del exilio, los entregaron. Siguiendo el consejo de su padre Helén, Eolo tomó la decisión de quemar a los niños y pidió a Melanipa que preparara la mortaja. Para salvarlos, Melanipa expuso un discurso en el que, sin decir expresamente que eran sus hijos, mostraba que los niños no podían ser monstruos.

En El arte de la retórica, un tratado atribuido a Dionisio de Halicarnaso, se dice que en el discurso de Melanipa se empleaba la figura retórica conocida como énfasis. Esta consiste en dar a entender una idea sin expresarla claramente debido a que alguna razón impide hacerlo. Melanipa probaba que los niños no eran monstruos para evitar que estos fueran quemados, pero sin confesar que ella era la madre, para escapar de la deshonra y el castigo de su padre. Con ese objetivo, presentaba dos argumentos. El primero se apoyaba en la exposición de un relato cosmogónico que había escuchado de su madre Hipe:

No es mío el discurso, sino de mi madre:

el cielo y la tierra eran una sola forma,

y cuando se separaron uno del otro en dos,

generaron todas las cosas y las llevaron hacia la luz:

árboles, pájaros, bestias que se alimentan del mar

y el género de los mortales. (18)

En el principio de los tiempos, el cielo y la tierra estaban unidos y, al separarse, dieron origen a las plantas, los animales y las personas. Este relato servía para probar que, como todas las especies provenían del cielo y la tierra, ninguna nacía de otra. Por lo tanto, los niños encontrados en el campo no podían ser los hijos monstruosos de la vaca y el toro que los habían cuidado. Una vez establecido esto, el segundo argumento de Melanipa intentaba mostrar que los niños debían ser los hijos de una mujer violada que había decidido abandonarlos para evitar el castigo de su padre. Melanipa desafía a Eolo diciéndole que, si esto fuera así, no habría razón para matarlos: “Si una joven expuso a los niños por haber sido violada y por temor a su padre, ¿cometerás tú un asesinato?”. (19) No sabemos cómo se resolvía este conflicto ni cuál era el final de la tragedia. Se cree que Eolo descubría que Melanipa era la madre de los niños y, aunque no los mataba, castigaba a su hija encerrándola y encegueciéndola. También se piensa que Hipe aparecía al final del drama gracias al recurso teatral conocido como deus ex machina, usando una llamativa máscara de yegua para rescatar a su hija o para lamentarse por el castigo que ella debía sufrir.

La Melanipa de Eurípides debió causar un gran impacto en la época, como podemos adivinar a partir de las referencias a esta tragedia que aparecen en las obras de varios poetas y filósofos como Aristófanes, Platón y Aristóteles. Al igual que otros personajes femeninos diseñados por Eurípides, como Medea, Fedra, Hécuba o Electra, Melanipa rompe el molde porque no actúa como se esperaba que las mujeres lo hicieran. Su inteligencia, elocuencia y valentía la convirtieron en blanco de duras críticas. Una de las más interesantes es la de Aristóteles. Este afirma que el célebre discurso de Melanipa no conviene al personaje porque “no es apropiado para una mujer ser igualmente valiente o elocuente”. (20) ¿Qué significa aquí “igualmente”? ¿A quiénes no deben ser iguales las mujeres?

Para Aristóteles, existe por naturaleza lo que domina y lo que es dominado. Esta relación de dominio se da en el interior del alma (lo racional domina lo irracional), en la casa (el varón manda a sus hijas e hijos, a sus esclavas y esclavos, y a su esposa) y en la ciudad (quienes gobiernan ejercen su poder sobre los gobernados). (21) Según Aristóteles, el macho es por naturaleza superior a la hembra y por eso los varones tienen mayor capacidad para dominar que las mujeres. Estas deben obedecer y necesitan de tutela constante porque poseen una facultad deliberativa deficiente. (22) Por eso, aunque la mujer puede alcanzar la virtud ética, no lo hace del mismo modo que el varón, sino de acuerdo con su función (érgon), que no es la de mandar, sino la de obedecer.

A diferencia de Platón, quien defiende en el