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En Las impurasMiguel de Carrión esboza un cuadro de la vida galante habanera en su tercer lustro de existencia republicana con inferencias que penetran asaz hondamente el substrato de la impresión superficial. Hay atisbos que evocan la Naná de Zola y las Escenas de la vida bohemia de Murger, pero se adivinan las repercusiones de la promiscuidad de los estudiantes con elementos del hampa y la prostitución. En efecto, no cabe duda de que las consecuencias de este temprano contacto con un medio crapuloso, por falta de casas adecuadas o dormitorios universitarios habrían de manifestarse más tarde en esos futuros profesionales llegados del campo. Su prematuro involucramiento en la política, por aquel entonces ya corrompida hasta el tuétano, con ausencia total de un partido sano o de ideología bien definida, debió afectar, asimismo, la mentalidad de aquellos jóvenes, muchos de los cuales estaban llamados a dirigir el país. Una cosa es el ambiente de las grandes ciudades universitarias europeas y muy otra el relajamiento moral que conocían nuestros estudiantes, contaminados del derrotismo oportunista que se había adueñado de sus padres tras la frustración inicial de la república. Como sucede en las novelas de Carlos Loveira y Cabrera, la identidad entre algunos protagonistas y conocidas personalidades reales es claramente perceptible. Entre ellas se destaca la extravagante cortesana Carmela, derrochadora impenitente «que había sido casada y tenía, antes de entrar de lleno en el torbellino de la vida galante, cierto refinamiento de modales y de gustos». Son asimismo significativas estas otras palabras de Carrión: «En La Habana es difícil que una mujer galante pueda vivir de las liberalidades de un solo hombre. Nuestros ricos son tacaños, como si conservaran todavía en esto la tradición de sus venerables antepasados, los tenderos y los almacenistas de tasajo, que a duras penas amasaron sus fortunas. La gran riqueza patrimonial no existe ya, y la de los políticos, enriquecidos por el fraude es demasiado reciente para que pueda pesar en un balance de nuestras costumbres nacionales». Marcelo Pogolotti
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Seitenzahl: 494
Veröffentlichungsjahr: 2010
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Miguel de Carrión
Las impuras
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Las impuras.
© 2024, Red ediciones S. L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN CM: 978-84-9007-546-3.
ISBN tapa dura: 978-84-9953-323-0.
ISBN ebook: 978-84-9953-992-8.
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Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Dedicatoria 11
I. Un nido improvisado 13
II. Teresa y Rogelio 33
III. Un día bien empleado 63
IV. Vida nueva 107
V. La Aviadora 129
VI. La pescadora de caña 151
VII. Impuras e impuros 179
VIII. El corazón de Rigoletto 205
IX. La Carpinterita 229
X. La orgía 255
XI. Arrepentimiento 279
XII. Una asamblea de filántropos 297
XIII. Deuda de honor 315
XIV. ¡Señor! ¡Señor! ¿Por qué nos abandonas? 337
Libros a la carta 359
Miguel de Carrión (La Habana, 9 de abril de 1875-30 de julio de 1929). Cuba.
Al inicio de la Guerra de Independencia en 1895 Miguel de Carrión viajó a los Estados Unidos. A su regreso a Cuba se dedicó a la literatura y el periodismo. Se graduó de médico en la Universidad de La Habana, y ejerció como tal. Fue miembro fundador de la Academia Nacional de Artes y Letras.
Señor doctor Rafael Montoro
Mi ilustre amigo:
Al dedicarle a usted Las impuras, cumplo gustoso el deber que me he impuesto de unir el nombre de cada uno de los grandes hombres de ayer, que aún viven en nuestra patria, al de los libros que vaya publicando sucesivamente, si mi vida y la de ellos se prolongan lo suficiente para completar este empeño.
En la casi total carencia de hombres de hoy, es justo que el espíritu vuelva de esta manera los angustiados ojos a las nobles reliquias que nos quedan de otros tiempos y otros ideales.
Ningún timbre de honor más preciado para esta nueva producción mía, que el asociarse, siquiera sea indirectamente, al de usted, que simboliza, hasta hoy, la más alta y más legítima gloria de la tribuna cubana.
Acójalo benévolamente.
Miguel de Carrión
En una lluviosa noche de octubre, del año 19..., los últimos viajeros descendidos del tren Central de Cuba, en la estación de La Habana, se detuvieron un instante para contemplar a una hermosa mujer, que acababa de abandonar el departamento reservado de un coche de dormir, y se mantenía en pie en la plataforma de éste indecisa y como aturdida por el soplo de aire húmedo que le dio de lleno en el rostro.
Era una arrogante morena, de elevada estatura, tez pálida y grandes ojos oscuros, que llevaba en la mano una maletita y un saco de viaje, y vestía un ligero guardapolvo gris, bajo cuyos sueltos pliegues se adivinaban un lindo busto, un talle erguido y unas carnes firmes llegadas a la completa madurez de la vida. Aquella mujer, aunque se encontraba en esa edad en que las bellezas de un sexo se imponen a nuestra admiración, obligándonos a volver la cara con más o menos disimulo cuando pasan por nuestro lado, atraía, además, por otro motivo la curiosidad de los pasajeros rezagados; nadie recordaba haberla visto durante el viaje, y, en cambio, el departamento de donde acababa de salir había sido el blanco de todas las miradas y de más de un picante comentario, a causa de su puerta siempre herméticamente cerrada, que solo se abría a medias, a las horas de las comidas, para dar paso al galoneado negro de servicio, con su bandeja cargada de platos y su rostro obsequioso e impenetrable. Esperaban los ociosos ocupantes del coche-dormitorio ver aparecer, a la llegada del tren los semblantes cohibidos de una pareja de enamorados, y se sorprendían al encontrarse cara a cara con una espléndida criatura, de aire un poco desdeñoso, que viajaba sola y ataviada con una sencillez muy cercana a la pobreza. La desconocida no pareció advertir la curiosidad y la admiración de que era objeto o le hizo muy poco caso, porque mostraba en sus movimientos la misma naturalidad que si se encontrase lejos de toda mirada indiscreta.
Fuera del andén caía una lluvia menuda, continua y espesa, envolviendo la plazuela que se extiende al costado de la estación en una especie de gasa temblorosa donde palidecían las luces. El gran edificio de las compañías ferroviarias fusionadas, con sus tejas rojas, su feo enverjado y su aspecto exterior de pagoda india, debía lucir lamentablemente desairado, a la claridad de los escasos focos del alumbrado público y rodeado de la movible cortina de agua que esfumaba los objetos. Pero desde el sitio en que se hallaban nuestros viajeros no podían verse sino, de un lado, la pequeña explanada de las antiguas murallas, que acabamos de mencionar, y del otro el tren que los trajo, con los cristales empañados y chorreando por todas partes, el cual se había quedado vacío en pocos momentos. La locomotora roncaba, a lo lejos, como un animal fatigado. Sin dejar de mirar de soslayo a la hermosa mujer, los pocos que aún quedaban junto a los coches probaban el cierre de los paraguas o desplegaban impermeables, entre el rodar apresurado de los carritos del correo y del equipaje, las carreras de los portadores de maletas y el ir y venir de los empleados, de uniforme y gorra, que vigilaban la descarga.
La viajera esperaba, sin duda, encontrar a alguien a su llegada, porque buscó inútilmente con la vista en todas direcciones, y pareció en extremo contrariada por no descubrir en ninguna parte un rostro conocido. Enseguida miró hacia la plazuela desierta, cuyo pavimento brillaba como la superficie de un lago, al cielo encapotado y sombrío de donde se desprendía la lluvia, y a la interminable fila de coches y automóviles, con las cortinas corridas, que esperaban alineados al lado de la verja de la estación, cual si sondeara, una a una, las dificultades de la salida. La misma inclemencia de la noche pareció decidirla bruscamente. Hizo un gesto friolento, como si sintiera ya la impresión de las gotas sobre la espalda, apenas protegida por el delgado guardapolvo, se arrebujó en éste con una mano, mientras afirmaba en la otra el saco y la pequeña maleta, y saltó resueltamente al andén. Al hacerlo, enseñó un piececito bien calzado y el nacimiento de una pierna esbelta y fina que atestiguaba la excelencia de su raza.
Un joven periodista, de los que hacen guardia en la estación, pequeño, vivo y regordete, se acercó en este momento a ella, con el sombrero bajo el brazo, la cuartilla y el lápiz entre los dedos y la sonrisa en los labios. Murmuró casi al oído de la hermosa el nombre de un gran diario de la mañana y le pidió cortésmente su nombre para inscribirlo en la lista de viajeros llegados aquella noche. La dama se puso encarnada y experimentó un leve sobresalto, al oír la inesperada petición, pero se repuso en el acto y se excusó con una frase ambigua y una fría reverencia, a las cuales el sagaz noticiero, sin desconcertarse, a causa de su costumbre de presenciar a diario esta clase de misterios, respondió con otra sonrisa un poco irónica, que quería significar: «comprendido», alejándose a buen paso.
La airosa desconocida apresuró entonces el suyo para alcanzar la puerta, por donde se apretaba ya la cola de la gran muchedumbre que había descendido del tren. Su disgusto parecía aumentar a medida que avanzaba, taconeando gallardamente sobre el piso de hormigón, y una honda arruga acabó por marcarse entre sus lindas cejas contraídas por el despecho.
De repente, un hombre joven, que forcejeaba con el policía de la puerta, empeñado éste en cerrarle el paso, y que ella no había visto, porque se lo impedía el cuerpo del agente del orden, gritó al pasar la viajera por su lado:
—¡Teresa!
Se volvió ella con viveza y vio al joven, que se precipitaba a su encuentro, con los brazos abiertos. Pero la arrogante mujer, a quien disgustaban ciertas expansiones en público, a pesar de que su bello semblante se había iluminado al reconocer al que la esperaba, cogió aquellos brazos en el aire y estrechó sus dos manos con ardiente efusión.
El hombre, rojo de cólera aún por su incidente con el policía, excusó su tardanza, mientras le dirigía a éste, de reojo, una rencorosa mirada.
—No puedes imaginarte lo que he corrido por causa de esta maldita agua. ¡Ni un coche de alquiler por donde yo estaba...! Y luego, estos endiablados guardias, que, en vez de perseguir a los rateros, se entretienen en molestar a las personas honradas...
Hablaba en voz muy alta para que el aludido lo oyese, con ese aire de franca hostilidad que inspiran siempre a todo buen cubano los representantes del poder constituido; pero el agente, que era de buena pasta, a despecho de su uniforme azul, del torneado garrote y del enorme revólver que colgaba de su cintura, se contentó con encogerse de hombros, dirigiéndose a otro lado con mucha calma. Por su parte, la mujer, cuyo nombre ya conocemos, no dejó que su acompañante concluyera de desahogar su mal humor, y le cortó el hilo del discurso al preguntarle ansiosamente:
—¿Y los niños?
—Muy bien. En el colegio. Ayer los vi, y hasta pensé en traerlos, pero...
—Hiciste bien. No conducía a nada el haberlos traído, con este tiempo. ¿Y la negra Dominga?
—Como siempre; hablando sin cesar de ti... mañana la verás, y recibirá una sorpresa, porque no le he dicho que llegabas hoy.
—Creía ya que no habías podido venir a esperarme, y me disponía a ir a la casa de la calle de Virtudes que me indicas en tu carta. ¿Es ahí por fin, donde tomaste las habitaciones?
—Sí; no había otras. Ya te explicaré.
—Entonces, ¿vamos?
—Sí, vamos. Ahí afuera tengo el auto que me trajo. ¿Y el equipaje?
—Viene por expreso. Podemos irnos.
Salieron del pequeño cuadrilátero cerrado de rejas donde se aglomeran las personas que van a recibir a los viajeros, el cual, poco a poco, había ido quedándose desierto. Al aproximarse a la acera, el viento húmedo, que formaba grandes remolinos con la lluvia, les azotó de frente, obligándoles a encogerse y a ocultar el rostro. El hombre soltó una ruda interjección y asió fuertemente el brazo de Teresa, a fin de ayudarla a cruzar deprisa el espacio barrido por el aguacero. En este movimiento, en que había delicadeza de amante y familiaridad de esposo, puso él de manifiesto la gallardía de su persona y la vigorosa complexión de sus músculos. No era muy joven. Examinándolo de cerca, se notaba que era hombre de más de treinta años; pero la jovialidad de su semblante y su bigote rubio, de largas guías insolentemente levantadas, contribuían a que se le atribuyera menos edad. Su traje, esmeradamente cuidado y completo en los más insignificantes detalles de la moda, denotaba la absoluta consagración del que lo llevaba al culto de su persona. Un observador experimentado hubiera leído la descripción de estos pequeños rasgos del carácter en la manera peculiar que empleó para saltar los charcos de la acera, llevando casi en vilo a Teresa, y en la contracción nerviosa de su cuerpo, semejante a la de un gato que se ve obligado a atravesar un corredor expuesto a la llovizna.
Por fortuna, el pequeño automóvil de alquiler se había arrimado todo lo posible adonde ellos estaban, y su conductor mantenía levantada la cortinilla de hule por encima de la abierta portezuela. Rápidamente salvaron la distancia que los separaba del carruaje, cayendo ambos casi juntos sobre el asiento, lo que les hizo reír como dos muchachos. Detrás de ellos la cortina impermeable descendió pesadamente, sumiéndolos en la oscuridad.
Entonces, lejos ya de las miradas indiscretas, se apretaron con fuerza los dos cuerpos y besáronse largamente en los labios.
Teresa fue la primera en desasirse del abrazo.
—¿Tienes noticias de mi hermano? —preguntó.
Los labios del hombre se estremecieron de indignación antes de responder; pero se dominó, haciendo un esfuerzo, para no amargar aquellos momentos de dulce intimidad, y concluyó por decir con sorna:
—Está más grueso y más saludable que nunca. Y manteniendo todos los meses, con tu dinero, a una querida diferente...
Pasó entre los dos como una sombra de contrariedad, e involuntariamente se apartaron un poco uno de otro, sin añadir palabra. El auto rodaba lentamente por la calle de Egido, batido de frente por la lluvia, que se estrellaba con furia contra el cristal delantero, salpicando a los que iban dentro. Los tranvías eléctricos, al pasar, lanzaban hasta el interior del carruaje el fugitivo reflejo de sus luces. Teresa se arrepentía de haber traído la conversación a un terreno desagradable, y durante el silencio que siguió a las palabras de su amante experimentó el secreto malestar de su indiscreción.
—¿No tienes de qué hablarme, Rogelio? —le dijo, al fin, con acento de tierno reproche.
Aquella pregunta se encaminaba a disipar la nube que se había formado en la mente del hombre, el cual hizo un gesto vago para indicar que nada nuevo sucedía.
Ella insistió, con cierta vacilación. Su voz temblaba ahora ligeramente, al decir: «¿Y tu familia?».
El recurso fue contraproducente. Rogelio se puso más hosco todavía ante esta nueva interrogación.
—¿Por qué me dices: «tu familia»? Tú sabes que no tengo más familia que mi hija, tú y nuestros dos niños. Lo «demás« no debe nombrarse, porque me mortifica recordarlo cuando me hallo bien cerca de ti... Ahora, si es por Llillina por quien me preguntas, te diré que cada día le encuentro peor...
Con su aguda perspicacia de mujer, Teresa comprendió que alguna causa desconocida por ella irritaba los nervios de su amante, tornándolo agrio y sarcástico, cundo por lo general acataba sus ideas sin discutirlas. Pensó que su situación económica, que era cada vez peor, sería el motivo, o que acaso aquella familia, a que ambos acababan de referirse, le habría ocasionado algún pesar reciente, y se propuso hacer lo posible por disipar su mal humor. Sin embargo, no pudo dejar de reconvenirle y de expresar su opinión, suspirando.
—¡Eres malo, hijo!
Y, en voz baja, tanto que apenas se oía, añadió:
—Nunca podré ser como tú quieres que sea.
A continuación, hablaron de la pobre enfermita, de aquella Llillina, hija de Rogelio, que tenía quince años y no era todavía núbil, herida en su infancia por un tumor blanco de la cadera, que la dejó contrahecha, y atacada después por la tuberculosis pulmonar, que iba poco a poco socavando su vida. El padre se rebelaba contra aquella cruel injusticia del destino, y culpaba a Dios. Teresa se había apoderado de una de sus manos y la oprimía tiernamente, para infundirle resignación. Su pena era menos teatral que la de Rogelio; pero, en el fondo, estaba más emocionada que él.
El dolor los aproximaba nuevamente, tras el pasajero enfado. Sus relaciones tenían ya la serenidad que reina entre los seres que han vivido largo tiempo juntos y en quienes el deseo sexual no se produce sino como una derivación de la costumbre; pero hacía seis meses que no se veían, encerrada ella en su cuarto de hotel, en la capital de Oriente, mientras él se afanaba por abrirse paso en La Habana, y la prolongada ausencia daba a su entrevista un sabor picante de novedad. La pena añadía un suave encanto al rostro serio de Teresa, y su dulce caricia fue infiltrándose en la sangre ardorosa del joven, que acabó por olvidar todas sus preocupaciones. La fría humedad de la noche y la complicidad del coche cerrado hicieron lo demás. Ambos guardaban silencio, cuando él, pasando un brazo por detrás del cuello de Teresa, la atrajo apasionadamente y murmuró con ternura a su oído:
—¿Por qué hemos de hablar de cosas tristes, en una noche como ésta?
Por toda contestación, cerró ella los ojos y quedó flácida y palpitante encima del corazón de Rogelio. Se dieron cuenta de sí mismos cuando el carruaje se detuvo a la puerta de una casa de la calle Virtudes, y el chauffeur, sin volver la cara, signo elocuente de que había visto u oído lo necesario, hizo sonar la portezuela y levantó la cortina. Llovía copiosamente, y el zaguán, a oscuras y desierto, parecía la boca de una caverna. Rogelio dejó entonces de oprimir entre sus brazos a Teresa, pagó al hombre de la gorra, que los miraba a los dos con aire socarrón, salvó la acera de un brinco y recibió contra el pecho a su querida, que saltó también ligeramente detrás de él. Estaban en su casa.
La entrada era fea y triste, y ambos quedaron un momento como paralizados ante el desagradable aspecto de aquellas paredes, desnudas y sucias, en que se rezumaba la humedad. Rogelio no había estado allí de noche, por lo cual experimentó la misma impresión que Teresa. El viento hacía chocar contra la puerta una muestra, groseramente pintada, donde se leía, a la luz de la calle, que era la única que alumbraba el zaguán, el siguiente letrero, escrito con caracteres rojos sobre fondo blanco: «Habitaciones para hombres solos y matrimonios sin niños».
Hacia el fondo del patio, el cual se veía más allá del oscuro vestíbulo al través de una ventana abierta, brillaba, bajo la lluvia, una pequeña bombilla eléctrica, cuyo resplandor mortecino añadía un rasgo de tristeza a la soledad de la entrada. Teresa vaciló antes de avanzar un paso, sintiendo el corazón oprimido en presencia de aquella lobreguez de cueva. Rogelio tomó una de sus manos para animarla, y ella se dejaba guiar dócilmente, cuando resonó en el silencio el rumor de dos voces airadas que disputaban. Ambos amantes se detuvieron de nuevo, sorprendidos.
En la penumbra aparecieron entonces un hombre y una mujer, forcejeando ella por retenerlo y él por desasirse de sus manos. Una y otro jadeaban ahora sin pronunciar una palabra. De repente el hombre, de un empujón más vigoroso, hizo rodar a su débil contrincante hasta la pared y huyó hacia la puerta. Se oyó un chillido penetrante de la mujer, y su voz increpó al fugitivo con un rabioso insulto y una desgarradora queja en que se traslucía toda su indignidad.
—¡Desgraciao! ¿Es de veras que te vas así?
—Vaya al diablo —rugió el hombre desde la calle, sin cuidarse de la lluvia que caía a torrentes sobre su cabeza—. ¿Crees tú que voy a salarme matando a un penco de tu clase?
Rogelio y Teresa se miraron.
—Ya te explicaré —dijo él un poco turbado, a manera de excusa por haberla llevado a vivir a una casa como aquélla.
Y echaron a andar silenciosamente en dirección a la escalera, que se hallaba a la izquierda del vestíbulo, precedidos por la mujer, que sollozaba y se retorcía arrancándose a pedazos la ropa y murmurando injurias, sin haber visto siquiera a los recién llegados que la seguían.
Subieron los viejos peldaños de piedra porosa, gastados en el centro. En el recodo llegaron a los oídos de Teresa grandes carcajadas y vio, empinándose hasta la claraboya, un cuarto del primer piso, muy iluminado, donde, al través de la lluvia del patio, se veían pasar hombres en mangas de camisa, riendo y gesticulando como locos. La joven subió el segundo tramo de la escalera, preguntándose con inquietud qué clase de huéspedes serían ésos. La mujer que iba delante desapareció, al llegar a lo alto, sin que viera Teresa por dónde.
Arriba, al menos, había luz. Las habitaciones que había alquilado Rogelio se abrían a un corredor de dos metros de ancho y unos diez pasos solamente de la escalera. El joven buscó las llaves en su bolsillo y se dispuso a entrar. Mientras tanto, su compañera examinaba la casa, con creciente curiosidad. El lugar donde estaban era un antiguo salón, que en otro tiempo ocupaba todo el frente y que había sido dividido por medio de tabiques de madera pintados de azul. De este modo, quedaba una hilera de habitaciones a la derecha, con frente a la calle, y un pasillo para llegar a ella, iluminado de noche por una bombilla pendiente del techo. Hacia la izquierda, el pasillo comunicaba con la galería que, bordeando el patio, daba acceso a otra hilera de cuartos, colocada en ángulo recto con la precedente. Todas aquellas piezas eran pequeñas y mezquinas, a juzgar por las que podían verse desde allí, y habían sido dispuestas, mediante subdivisiones sistemáticas, con el evidente propósito de aprovechar todo el terreno posible, hasta el punto de transformar en una estancia alquilable toda porción de la casa cubierta de techo. Sin ver más que esta parte del edificio, se adivinaba, pues, el resto: una profusión de habitaciones, especie de nichos la mayoría de ellas, distribuidas alrededor de un patio cuadrado, con pavimento este de grandes baldosas y adornado con viejos barriles pintados de verde y llenos de tierra, en los cuales crecían algunas plantas raquíticas. El piso bajo era, poco más o menos, lo mismo que el principal, y entrambos ofrecían un conjunto de abandono y de incuria poco a propósito para tranquilizar a Teresa.
Felizmente, el aspecto interior de su nueva vivienda no le produjo tan mal efecto. Se componía de una alcoba y de un saloncito tocador, ambos con balcón a la calle, amueblados con objetos baratos, pero limpios y nuevos, que habían sido comprendidos en el arrendamiento, igual que la luz, el baño y el servicio de agua en los lavabos. Pensó que podría aislarse en su pequeño nido, abriendo las ventanas del balcón y cerrando las puertas que daban al pasillo. Era una contrariedad que lloviera, porque hubiese puesto en práctica, sin demora, su idea y juzgado de la impresión que le produciría todo aquello cuando se encontrase sola. Sin embargo, miraba a su amante, con muda interrogación, que no era todavía un reproche. Rogelio había encendido las tres luces de los cuartos, para dar un poco de alegría al cuadro, y se creyó en el caso de dar explicaciones.
—No es muy bueno esto, ¿verdad? Pero no me fue posible hallar otra cosa, después de quince días de andar de un lado para otro, viendo habitaciones.
Su voz no se mostraba muy segura, porque mentía sin el menor escrúpulo. Lo cierto era que cuando todo estuvo dispuesto para que ella viniese, estaba entretenido en otras cosas, y se limitó a encargar a un amigo suyo, un jorobado alegre y servicial a quien llamaban por mote Rigoletto, que le buscase dos cuartos para una querida. El jorobado, siempre discreto, no preguntó de qué clase era aquella querida; se la imaginó a su antojo, y buscó solamente lo más barato. En cuanto a Rogelio, no vio las habitaciones sino dos días antes de la llegada de su amante, cuando era ya tarde para buscar otras.
Teresa movía la cabeza, pensativa, sin responder.
Él, interpretando esta actitud como una reconvención, añadió que si hubiera ido a tomar los cuartos a una de esas casas que no admiten a toda clase de inquilinos, la situación irregular en que ambos se encontraban hubiese acabado por llamar la atención, proporcionándole a ella una multitud de pequeñas humillaciones.
—¡Hiciste bien! —exclamó ella en un arranque de altivez herida—. Prefiero esto. Nada puede contagiárseme de toda esa inmundicia.
Y para dar a entender que aquél era un incidente terminado, dijo, casi enseguida, con una entonación completamente distinta:
—¡Qué viaje y qué salida de Santiago! ¡Creí, en los últimos días, que iba a acabar por perder la paciencia!
Se desnudaba, mientras tanto, rápidamente, porque tenía la espalda y el pecho empapados, mostrándose ya enteramente dueña de sí. Él se acercó y la besó en los dos hombros, con un leve estremecimiento de impaciencia en las guías de su bigote rubio. Pero Teresa, embargada por esa grave preocupación con que las mujeres ven cuanto se refiere a los detalles del hogar, tomaba posesión del suyo, moviéndose de un lado para otro, ordenando con mucha naturalidad los objetos y dejando para más tarde las expansiones de otra clase. Sacó de su pequeño saco de viaje dos peines, un cepillo de cabeza, una polvera y un relojito de mesa, y colocó este último junto a la cabecera del lecho, entre la palmatoria y la pera con botón de porcelana que servía para alumbrar la habitación sin levantarse de aquél. Cuando hubo terminado sus primeros preparativos se detuvo ante el cobertor, muy limpio y estirado, y los almohadones simétricamente dispuestos, colocados indudablemente por una persona que conocía sus gustos. Al deshacer la cama, para el arreglo de la noche, se fijó en una diminuta almohada igual a la que, desde niña, tenía ella la costumbre de tener bajo la mejilla mientras dormía.
—¿Quién arregló estos cuartos? —preguntó, sonriendo enternecida ante aquel rasgo al parecer insignificante.
—Le di una llave a Dominga y viene todas las mañanas a limpiarlos, desde que los tomé —repuso Rogelio, sin poder disimular completamente el mal humor que aquella pregunta le produjo.
—¡Mi pobre negra! —exclamó la joven, acariciando la almohadita con mano temblorosa—. ¿Pero no me escribiste que estaba colocada de cocinera?
—Y así es. Viene antes de ir a su trabajo.
Los ojos de Teresa se humedecieron y murmuró todavía, por lo bajo, muy conmovida:
—¡Pobre Dominga!
Para huir de su emoción, se puso a doblar febrilmente el cobertor, y a cambiar los almohadones por almohadas, que sacó de un cajón de la cómoda. No tenía que preguntar para saber dónde estaban las cosas, desde que supo que éstas habían sido ordenadas por su vieja nodriza. Cuando todo estuvo listo, se dejó abrazar por Rogelio, tiritando bajo la camisa húmeda, que se le pegaba al cuerpo.
—¿No traes otra en la maleta? —preguntó el amante, retrocediendo ante aquel contacto frío.
—Está mojada también. Me puse ésta al salir de Santiago porque llovía mucho a la hora de tomar el tren.
—Pero no puedes acostarte así.
Sonrió ella, por toda contestación, y moviendo los hombros, dejó caer la camisa a sus pies, quedando erguida en medio de la habitación, como una soberbia estatua de marfil antiguo. Era ésta siempre la iniciación de sus grandes banquetes amorosos, en los días en que su mutua pasión reverdecía. Rogelio la levantó a medias del suelo con un abrazo, y ella se abandonó a la dulce presión, con los labios entreabiertos por la voluptuosidad y el duro seno palpitante. El ruido del agua que caía sin tregua y el silencio de la casa la invitaban a entornar los párpados, como para morir, dejando caer, con un movimiento que era en ella habitual, sus larguísimas pestañas negras sobre la llama de sus ojos.
Se acostaron.
Dos horas después, mientras Rogelio descansaba, sufría Teresa a cada momento un sobresalto que la obligaba a veces a incorporarse en el lecho. Extrañaba el ruido de la calle, cruzada continuamente por automóviles que hacían sonar diferentes clases de bocinas, tan distinto a la quietud que reinaba en la ciudad oriental, llena de pendientes y vericuetos, donde había vivido los últimos años. También la despertaban asustada los movimientos de la casa, percibidos al través de los indiscretos tabiques de madera. Pensó que entre aquellas viejas paredes debía habitar una muchedumbre de trasnochadores, a juzgar por el número de los que entraban, el cual iba aumentando a medida que la noche avanzaba. No transcurrían diez minutos sin que resonase abajo un gran portazo, y luego los pasos de una o más personas, que subían la escalera rallando fósforos, pues las luces del patio y de los pasillos del piso alto se apagaban siempre a las diez y media en punto. Algunos subían cantando a media voz o silbando aires populares, sin cuidarse del sueño de los vecinos. Más tarde se oyeron voces enronquecidas y risas de mujeres que se refugiaban en su domicilio vibrando todavía con los últimos restos de la alegría de la calle. A Teresa le parecía a veces que estaba acostada en el corredor y que aquellas gentes pasaban rozando su cuerpo, tan cerca y tan claramente percibía sus palabras. No llovía ya, y a menudo el mismo silencio la despertaba. A las dos y media experimentó una sacudida más fuerte que las demás, a causa de dos que disputaban en la escalera con voces descompuestas, entre las que pareció distinguir la de la mujer que había subido delante de ellos. Temió que ocurriera una desgracia, y encendió la luz. La mujer profería insultos y amenazas, con expresiones soeces. El estallido seco de una bofetada cortó de pronto el diálogo, y casi enseguida se oyeron los pasos de las dos personas y los sollozos ahogados de ella, que ahora le pedía perdón a su acompañante, con gemidos de tórtola, llamándolo «mi padre» y jurando, como una niña, que no volvería a mortificarlo más. Teresa, nerviosa y convencida de que no dormiría en largo rato, se sentó definitivamente en el lecho y dejó encendida la luz.
Rogelio reposaba con la cabeza sobre el brazo doblado y el pelo, de color de bronce, caído sobre los ojos. Teresa apartó con ternura las greñas rebeldes y las distribuyó a los dos lados de la frente. En aquella posición de tranquilo abandono le pareció su amante más hermoso y más joven, con la piel de las sienes tirante y fresca todavía y los sensuales labios coloreados por una sangre vigorosa. Tenía treinta y cinco años, y representaba treinta, como a ella nadie le hubiera atribuido más de veinticinco, es decir, seis menos de los que contaba en realidad. El cuello de Rogelio, de una blancura casi femenina, se ofrecía a sus ojos graciosamente encorvados por el sueño, y mostraba la delgada cadenita de platino, de la cual pendía una medalla de la Caridad del Cobre, que él besaba supersticiosamente en los momentos de sus grandes crisis. Teresa no se atrevió a imprimir sus labios en aquel cuello, por temor a despertar al joven; pero lo contempló un buen rato extasiada, con una mezcla de gravedad y de arrobamiento, no exenta de cierta tristeza, que definía exactamente el carácter de su pasión. Entonces se fijó en un detalle que hasta ese instante no le había llamado la atención: la ropa interior de Rogelio era de seda, de un color muy pálido entre gris y azul, y lucía un juego de botoncillos de oro con monograma de esmalte, que ella no le había visto antes. ¿Por qué experimentó una dolorosa sorpresa y como una mordedura interior, relacionando oscuramente aquel hallazgo con la tardanza de él en acudir a la estación y con el mal humor de que había dado muestras a poco de recibirla? Movió la cabeza nerviosamente, atormentada por una idea que no llegaba a precisarse; mas rechazó noblemente la sospecha antes de nacer, y prefirió achacar el capricho de adornarse así a la vanidad, que había sido siempre el mayor defecto de Rogelio, y a la influencia que habría hecho en su ligera cabeza la vida refinada de la capital. Para distraerse, apartó la mirada de aquellas prendas acusadoras y contó los minutos, siguiendo el movimiento de las manecillas del reloj.
A las tres en punto, hizo un gesto que quería decir: «ya es hora», y se decidió a despertar al joven sacudiendo suavemente uno de sus hombros, mientras lo llamaba:
—Rogelio, Rogelio.
Se incorporó él, asustado, sin abrir los ojos.
—¡Eh! ¿Quién me llama?
—Vamos. Ya dieron las tres. ¡Levántate!
Rogelio se encogió de hombros, y se dispuso a proseguir su sueño.
—¡Bah! ¡Qué importa! Déjame dormir.
Teresa insistió pacientemente, ayudándolo a incorporarse, mientras le acariciaba las mejillas para animarlo.
Se arrojó al suelo, al fin, rezongando, y empezó a vestirse de muy mal humor, con las cejas contraídas y los ojos cargados de un rencor de niño.
De repente se paró delante del lecho, donde se había quedado Teresa, cubierta con las sábanas, y dijo:
—Es necesario acabar de una vez con esta comedia. ¿Para qué diablos tengo que levantarme en lo mejor del sueño y dejarte a ti? Es mejor quitarse decididamente la careta y asunto concluido.
La joven replicó, con mucha dulzura:
—¿Quién puede sentirlo más que yo, hijo? En tantos años, no he podido acostumbrarme todavía a verte salir, después de haber estado conmigo solamente la mitad de la noche. Pero nunca has dejado de amanecer en tu casa, ni debes hacerlo... ¡Soporta tu cruz, como la soporto yo!
Acabó él por mostrarse resignado, no sin antes hacer dos o tres ademanes de rabiosa protesta, y exclamó, mientras se ponía la camisa, todavía húmeda, que había tendido, al acostarse, sobre una silla, para que se secase:
—¡Bien sabe Dios que me someto a esta ridiculez solo por mi hija!
—Por tu hija y... por tu mujer, Rogelio; por las dos —arguyó valerosamente Teresa, frunciendo un poco el entrecejo al pronunciar el nombre de «la otra».
Después se quedó pensativa, con el codo en la almohada y la mejilla en la palma de la mano, contemplando distraídamente cómo acababa de vestirse su amante, en quien el sueño no se había disipado por completo. Aquellos momentos de la partida del joven fueron siempre, para ella, de una profunda melancolía, que disimulaba a fin de que él no desmayase en la obra de permanecer unido a su familia legítima. Ella era la fuerte, y tenía la obligación de mantenerse firme en su papel. Aquella madrugada, le pesaba más que nunca la separación, pareciéndole que iba a quedarse sola en un medio odioso y hostil, del que no podría esperar nada bueno. Cuando cambiaron el beso maquinal de la despedida, Teresa estaba bajo la penosa impresión de estas ideas. Luego oyó cómo se alejaba Rogelio, haciendo eses al andar por el pasillo, y sin cuidarse de encender cerillas para orientarse; escuchó sus inseguras pisadas en la escalera y esperó el ruido del portazo, que no tardó en resonar en el silencio, ahora completo, de la casa. Estaba sola en la ciudad inmensa y en la vivienda desconocida.
Permaneció aún algún minuto inmóvil en la misma postura, sintiendo cómo se agrandaba el vacío que bruscamente se había hecho en su alma. Enseguida suspiró, apagó la luz e hizo un desesperado esfuerzo sobre sí misma para conciliar el sueño.
No hacía dos horas y media que dormía con relativa tranquilidad, cuando una voz chillona se dejó oír a los pies del lecho, y una negra, vestida con el hábito del Carmen, se irguió delante de ella haciendo grandes gestos de sorpresa y abriendo desmesuradamente los brazos, para llevarlos luego a la cabeza, en escandalosa señal de júbilo.
—¡Alabao sea el Santísimo Sacramento! —decía a gritos la pobre mujer, como si hablase efectivamente con los santos. ¡Mi niña Teresita aquí...! ¡Eh! ¿Y eso qué es? ¿Cómo vino tan calladita, que su pobre negra no lo supo para ir a esperarla al paradero...? ¡Jesucristo crucificado, y qué linda está...! ¡Santa Bárbara piadosa...! ¡Dios la bendiga...!
—¡Dominga! ¡Mi negrita! ¡Dominga!
Saltó de la cama, descalza y completamente desnuda, sin perder tiempo en cubrirse con la sábana, y se arrojó llorando en los brazos de la fiel criada, que la tuvo largo rato oprimida contra su pecho.
El verdadero nombre de aquella interesante mujer, que hemos visto precipitarse, con tan honda emoción, en los brazos de su vieja nodriza, era María Teresa Trebijo, y no Teresa Valdés, como se hacía llamar desde que su carácter arrebatado y voluntarioso la impulsó a dejar la casa de su hermano, cediendo a una invitación de éste, sin reclamar lo que legítimamente era suyo. Los Trebijo pertenecían a una de las más distinguidas familias de la época colonial, y estuvieron emparentados con lo más selecto de la sociedad de entonces. El padre de Teresa, el solemne Juan Jacobo Trebijo, hacendado, miembro de una gran firma comercial y hombre de inmensa influencia, había muerto dos años antes de la ruptura entre los dos hermanos y cuando Teresa estaba todavía interna en un colegio de religiosas. La madre había dejado de existir algunos años antes que su marido, sin dejar huellas de su paso por el mundo, y la joven solo recordaba de ella un rostro largo y pálido de apasionada, un pelo muy negro, unas lindas manos y el perfume penetrante que se desprendía de sus pañuelos, de sus cabellos, de su cestita de costura y de todo lo que tocaban sus dedos. Se llamaba Isolina, y le hablaba siempre a sus hijos con mucha dulzura. Teresa recordaba también que muchas veces la retenía apretada contra su pecho, hasta hacerle daño, y que suspiraba a menudo, mirándola. Cuando aquella melancólica mujer se extinguió, tan silenciosamente como había vivido, la niña estaba en el colegio, y no supo su desgracia sino después que la hubieron enterrado. La vistieron de negro, sin sacarla de la pensión, y lloró algunos días por los rincones, más por el efecto de sus propias palabras al repetirse que ya no tenía madre, que por un verdadero sentimiento de dolor, que aún no podía albergar su corazón demasiado tierno.
Cuando Teresa nació, hacía mucho tiempo que el amor de sus padres se había extinguido y que la inmensa fortuna territorial de los Trebijo mermara un poco, a consecuencia lo primero de hondas divergencias de carácter entre los dos cónyuges y lo segundo a causa de la abolición de la esclavitud. Aún eran muy ricos, sin embargo, y la fortuna que Isolina aportó al casamiento vino a acrecer el patrimonio que algún día correspondería a sus hijos. Juan Jacobo era materialista, a pesar de su fanatismo religioso, avaro y autoritario, y su mujer sentimental, delicada e ignorante, como casi todas las cubanas bien nacidas de aquella época. Hirió a la pobre joven, al obligarla a codearse con las esclavas de quienes tenía hijos ilegítimos, y siguió engendrando en ella otros, solo por el absurdo deber de acostarse juntos los casados, que coloca al hombre moral muchas veces un poco más bajo que las peores bestias. Cuando Sebastián y Teresa vinieron al mundo ya no existía ningún lazo de estimación ni de afecto entre aquellos dos seres. El primero murió del crup antes de cumplir los cinco años y la segunda fue casi relegada al olvido dentro del triste caserón, lleno de criados, donde habitaba la familia. Casi todos los halagos del padre eran para José Ignacio, que se parecía a él, aunque, de carácter más dúctil y más solapado, procuraba disimular aquellos de sus defectos que podían atraerle la murmuración de las gentes. Juan Jacobo Trebijo era un déspota, que tenía la misma ruda fe, el mismo instinto de dominación e igual apego a los bienes materiales que sus antepasados, los héroes de la conquista americana. La religión era a su juicio indispensable, porque resumía la más alta confirmación del poder social, como lo era el espíritu reaccionario en política, amenazado por fracmasones, republicanos y separatistas. Así, Dios fue para él una especie de aliado todopoderoso, que legitimaba la esclavitud del negro, enviando buenos rendimientos en el azúcar a los creyentes y surtiendo su lecho de frescas y apetitosas mulatas, y a quien era preciso reverenciar por ello sinceramente. José Ignacio, en cambio, no creía en Dios ni en el diablo, aunque le convenía que los demás no le imitasen y se guardara de expresar en alta voz su ateísmo. Tampoco se mostró intransigente en política, y al terminarse la revolución del 95, hizo alarde de sus ideas avanzadas, jurando que había enviado quinina y balas a los levantados en armas. En general, aceptaba todo lo que no le perjudicase directamente; pero en su interior había una rigidez dura y seca, muy semejante a la del autor de sus días. Era catorce años mayor que Teresa y después de la muerte de su hermano, Sebastián, no le perdonaba a aquélla el haber nacido, para arrebatarle la mitad del cariño de su padre y del techo de la casa. La niña, por su parte, no tenía de los Trebijo sino la ruda obstinación, la voluntad inflexible y la robustez del cuerpo. De la madre había heredado el desinterés, la delicadeza de los sentimientos y cierto altivo desdén hacia todo lo que no se amoldara a sus ideas, que la obligaba a callar y a parecer algunas veces torpe o demasiado sumisa. A los doce años, era apasionada y generosa, alegre y dulce, indolente e irascible, según las circunstancias. Poseía dos magníficos ojazos negros, de mirada a ratos dura y con frecuencia soñadora, semejantes, en esto último, a los de la madre; pero, coqueta por temperamento, atenuaba lo primero, que podía pasar por un defecto, y lo segundo, que pugnaba en ocasiones con su orgullo, dejando caer sobre ellos, con mucha gracia, la pantalla de sus párpados adornados de lindísimas pestañas y de una lánguida pesadez de criolla de pura sangre. Desde esa edad, aquel cuerpo, lleno de encantadoras promesas, aquellos lindos ojos y el vigor expresivo de sus facciones hacían presagiar en ella a la encantadora y extraña mujer que fue después.
En el espacio que medió entre la muerte de sus padres, Teresa vivió casi privada de afectos en el hogar de los Trebijo, el poco tiempo que pasaba fuera del colegio. Su sed apasionada de caricias tenía que permanecer comprimida entre un anciano frío y reservado, a quien la vejez convertía en misántropo y que no se sintió nunca atraído por su hija, y un hermano, mucho mayor que ella, que tampoco le profesaba un gran cariño. A menudo los criados la sorprendían llorando de despecho en algún rincón; pero la chiquilla hacía un llamamiento a todo su orgullo y se secaba las lágrimas, imponiéndose la obligación de reír y jugar bulliciosamente durante el resto del día. Esto no sucedía más que el primero y tercer domingo de cada mes y en las vacaciones de Semana Santa y de Navidad; mas era lo bastante para que volviera con gusto a su convento, llevándose a él una vaga impresión de vacío interior. El único calor que el alma de la niña recibía en su casa procedía de su nodriza, la negra Dominga, que la amaba con la obsesión intransigente y casi feroz con que las mujeres de su raza suelen unirse a los hijos de los blancos que criaron a sus pechos. Dominga aborrecía a José Ignacio tanto como idolatraba a Teresa. Había, a causa de esta doble pasión, una eterna rivalidad entre la negra y Ana, la mulata, otra de las viejas esclavas de la casa y antigua manceba de Juan Jacobo, que había amamantado a José Ignacio mientras criaba al hijo nacido de sus amores con el amo. Ana quería a José Ignacio con una pasión semejante a la de Dominga por Teresa. Las dos criadas se odiaban, aunque sin revelárselo mutuamente, sino por frases cortantes y alusiones indirectas. Teresa asistía a las escenas que esta rivalidad provocaba, y aunque no estaba en edad de comprender la causa, sufría la influencia del ejemplo en el curso del desarrollo de su corazón. Las dos rivales eran incapaces de faltarle el respeto a cualquiera de los hijos de su señor; pero Dominga se desahogaba a solas con la niña, y por ella supo esta muchos de los defectos de su hermano. Teresa acabó por pensar que Dominga constituía su única familia, aislándose con la negra en algún rincón, mientras permanecía en su casa. Dominga le refería historias de aparecidos y de santos, entremezcladas con el relato de pasiones salvajes. Solía decir: «Cuando el negro Jacinto era marido mío...», o: «En ese año era yo la mujer del mulato Esteban, que fue cochero de tu papá», mostrando una naturalidad en que no podía advertirse la más leve sombra de malicia. Teresa, que era inteligente y tenía una imaginación muy viva, tomaba nota de todo y oía con mucho interés aquellos cuentos, algunos de los cuales tuvieron por escenario su propia casa y se remontaban hasta la época de su abuelo.
En el colegio le enseñaron todas las cosas innecesarias que forman la educación de una señorita de nuestro país y de nuestra época. Aprendió a pintar, a tocar el piano, un poco de inglés, otro poco de canto y mucho de religión, de filosofía y de historia antigua. Se codeó con una multitud de jovencitas de familias acomodadas, crecidas entre exagerados mimos, dotadas unas de atroz precocidad y otras de tremenda gazmoñería, pero casi todas de una frivolidad encantadora de pájaros, cuyos ideales eran el lujo y el baile, y en cuyos caracteres se notaba algo de borroso y de vacilante, como hijas de una sociedad en pleno proceso de formación, que no ha adquirido aún los rasgos propios de su fisonomía. Teresa entrevió el mundo de los placeres y la voluptuosidad al través de sus relatos y adquirió hábitos de elegancia y aficiones mundanas, que eran como una compensación a su encierro y a sus tristezas domésticas. Su belleza y la fortuna de su padre le atrajeron desde el principio admiradores entusiastas y envidias rencorosas, obligándola a vivir en las caldeadas regiones de la pasión. Se le censuraban su ingenuidad, que rayaba a veces en la inconveniencia, y la audacia de sus ideas, que expresaba a menudo tal como las concebía. Ella se encogía de hombros ante las murmuraciones, con un desprecio casi tan grande como el que sentía por los elogios exagerados. Era independiente, tenía su carácter propio y no se doblegaba bajo la presión de ninguna voluntad ajena. Las monjas le temían un poco, a causa de su firmeza, respetaban mucho el nombre de Juan Jacobo Trebijo, y no se atrevían nunca a contrariarla abiertamente. Teresa tuvo un desarrollo precoz, y poseía un aire de serenidad que sentaba muy bien a su lindo rostro de morena ardorosa. Parecía una mujercita, antes de haber cumplido los trece años, adoptando a veces actitudes de persona formal. Sin embargo, adoraba las fiestas, el baile y las galanterías que los jóvenes murmuran al oído de las muchachas, cosas que solo conocía por lo que le contaban las demás, y se preparaba para gozar ampliamente de ellas más tarde, cuando las circunstancias y la edad se lo permitiesen. Tenía el fuerte optimismo de los seres creados para el amor, y a pesar de las negruras de su tristísimo hogar, sus cóleras y sus lloros de abandonada no eran de larga duración; optimismo derivado de una buena salud y de una sangre rica, de una sexualidad fuerte y de un espíritu libre de enfermizos terrores, para quien el mundo era hermoso mientras hubiese ojos para contemplarlo.
Cuando la sacaron del colegio, diciéndole que su padre agonizaba y que era preciso que se vistiese pronto si quería encontrarlo vivo, experimentó una emoción mucho más honda que cuando le anunciaron que su madre había muerto. Tenía entonces catorce años y vestía casi de largo, porque las conveniencias exigieron que se le hiciese ropa cada tres meses, a causa de su extraordinario crecimiento. No sentía un gran cariño por el autor de sus días, pero la conmovieron profundamente el espectáculo de la muerte y su decorado. Su padre, ahogándose de su último ataque de angina de pecho, se la mostró con un gesto a José Ignacio, como si quisiera hacerle una postrera recomendación, reclamada perentoriamente por su conciencia. Después vinieron el féretro negro, los grandes cirios amarillos, cuya luz parecía llorar en pleno día con sendas lágrimas de cera, los amigos enlutados y solemnes que hablaban a media voz y daban suaves palmaditas en las espaldas, el coche dorado y reluciente, con muchas parejas de caballos envueltos en gualdrapas negras: todo dispuesto para rendir la primera jornada del viaje hacia la eternidad... Teresa se sintió acongojada, y lloró sinceramente. Su hermano la había abrazado con una emoción que jamás había usado con ella, en tanto que Ana, Dominga y todos los antiguos criados rondaban alrededor del féretro, sobrecogidos y llorosos, cual si con el amo se fuera el alma de la vieja casa. Una semana después volvió Teresa al colegio, donde pasó todavía unos meses más, entregada por primera vez a penosas meditaciones acerca de su situación.
Al instalarse definitivamente en su casa, pasado este último período de vida escolar, la sensación de vacío que embargaba su alma fue más honda que cuando solo iba allí por breves días. Su hermano se pasaba todo el tiempo en la calle, y ella quedaba dueña absoluta del vetusto caserón, que tenía ecos y sonoridades de subterráneo. Almorzaba y comía muchas veces sola, y se acostaba algunas noches sin haber visto a José Ignacio en toda la jornada. Éste la trataba generalmente con fríos cumplidos, y a menudo como a una chiquilla que tiene bastante con que la dejen jugar en un rincón, y no la llevaba a ninguna parte. En cambio la dejaba en libertad de entrar y salir con las amigas, no frunciendo el ceño sino cuando le presentaban las cuentas de la modista. En realidad aquella señorita, sola con él en una casa, y que no le permitía usar por completo de su libertad de soltero, le fastidiaba cada día más. Quiso mandarla a un colegio de los Estados Unidos, a fin de que completase su educación, como él decía, pero Teresa se negó resueltamente. Entonces le censuró, con cierta aspereza, a la joven, su indocilidad y su espíritu demasiado independiente, asegurándole que las mujeres así no eran bien aceptadas por nuestra sociedad.
—Y es para que me acepten menos para lo que quieres que vaya a perfeccionar mi independencia a los Estados Unidos, ¿verdad? —dijo irónicamente la rebelde niña.
José Ignacio se mordió los labios, renunciando a luchar con su hermana en el terreno de las discusiones, donde sería siempre derrotado, y se resignó a esperar el auxilio de la casualidad.
Tres o cuatro meses después de su salida del colegio, empezó Teresa a contraer intimidad con una mujer de cuarenta años, la viuda de Riscoso, tía de una de sus íntimas amigas, que suplantó con mucha facilidad a su sobrina en el corazón de la jovencita. Era una mujer muy fresca todavía, muy cuidada, muy elegante, muy viva, de ademanes desenvueltos, con una gran nariz dominante en el rostro expresivo y unos lindos dientes de gozadora que procuraba enseñar continuamente. Tenía un loco afán de notoriedad, y hablaba y reía alto, en la calle y en los tranvías, observando de reojo si llamaba la atención del público. José Ignacio, poco escrupuloso en elegir las relaciones de su hermana, no paró mientes en aquella amistad, contentándose con saber que la de Riscoso tenía una posición independiente y se la recibía en todas partes. La viuda se encargó de completar la educación social de Teresa. Era muy libre en su manera de hablar, lo que agradaba a la chiquilla, que estaba ávida de enseñanzas positivas y las escuchaba con ojos de sensual asombro. Había vivido muchos años sometida a la tiranía de un marido viejo y despótico, que tardó demasiado en morirse, y al recobrar su libertad, tenía, ella también, sed de placeres, de aire libre y de ruidosas expansiones. Por eso hablaba con tanto horror de los amantes como de los maridos, prefiriendo el flirtee y los pasatiempos ligeros y arrullando los oídos de la vehemente Teresa con las máximas de una filosofía alegre y despreocupada. Y esa moral nueva, desenvuelta, atrevida, era precisamente lo que encantaba a la joven, halagándola en sus más arraigados instintos de independencia, y la impulsaba a buscar la compañía de la experta jamona, con más ahínco que la de las jóvenes de su edad.
En poco tiempo, el sentimiento que las unía llegó a ser tan fuerte que se las veía juntas por todas partes. La guerra de independencia había terminado, y la ciudad estaba sucia, casi hambrienta y triste; pero las dos mujeres encontraban siempre ocasiones y lugares donde divertirse. Los que las veían andar por las calles, arrogantes, esbeltas y vestidas a la última moda, dejaban asomar a los labios una sonrisa maliciosa; sobre todo, al fijarse en la hermosa joven, cuyos ardientes ojos se movían inquietos y como impacientes, y cuya nariz recta, de alas vibrantes, se levantaba como la de un sabueso que olfateaba el aire sin saber adonde dirigirse. De la viuda de Riscoso decían entonces las personas de buen sentido: «Es una loca», terminando la exclamación con una sonrisa, señal evidente de que solo se le atribuía la intención de pecar y de que nadie creía que hubiera pasado ya de las tentaciones a los hechos. La viuda, que sabía aprovecharse de aquella situación favorable, inició a Teresa en una parte de los secretos de su vida. Ella y otras que pensaban del mismo modo habían formado un pequeño círculo de vividores discretos, que se reunían en días previamente escogidos, con todas las prácticas de una sociedad secreta. Su objetivo era divertirse un poco, sin comprometerse mucho, y los miembros eran admitidos después de un riguroso examen. Aquella asociación, especie de fracmasonería galante, se fundó, algún tiempo antes, con motivo de las visitas a los campamentos del Ejército Libertador, convertidas en alegres giras donde se solazaban muchas personas de ambos sexos de la buena sociedad. Cuando ya no hubo campamentos que visitar, los asociados más recalcitrantes permanecieron unidos y trataron de organizar almuerzos, bailes y paseos campestres, que tenían por escenario la pequeña finca de recreo de algún iniciado, en los alrededores de La Habana, o cualquier lugar famoso y poco concurrido de las cercanías. Las tales escapatorias, a las que trataba de darse siempre un cariz de buen tono, se mantenían en la más inviolable reserva, requisito indispensable para que continuaran celebrándose. No se hablaba mal de las mujeres, y se guardaban las formas al realizar ciertas locuras. Así existían algunas, como la de Riscoso, de las cuales nadie podía decir quién fuese el vencedor, si lo hubo. Había entre los hombres militares norteamericanos, caballeros de edad madura y maneras distinguidas, muy pocos jóvenes y cierto diplomático extranjero, mundano y agradable, que se ocupaba en los asuntos de su consulado como la viuda de Riscoso en astronomía. En cuanto a las mujeres, las había solteras, casadas y viudas, sin más nexo entre ellas que la afición común a la risa y a las cosquillas. Si estas últimas eran simples entretenimientos «sin consecuencias», o si iban más allá de los límites precisos de la coquetería, es cosa difícil de averiguar, sobre todo ahora, en que las sociedades de esa índole se han multiplicado hasta la saciedad y en que de aquélla apenas se conserva el recuerdo. Lo cierto es que la viuda y Teresa se entendían acerca de sus asuntos con un guiño o cambiando discretamente la posición del abanico, y que a la natural impetuosidad de la jovencita le sirvió más de una vez de freno la experiencia y el ojo siempre avizor de su amiga. Una tarde, a los tres meses de la entrada de Teresa en aquel mundo equívoco, las dos mujeres llegaron en su audacia hasta penetrar en casa de un soltero rico, donde el cónsul y dos o tres amigos las esperaban. El pretexto fue examinar unas pajareras recién instaladas; pero se bebió champán, hubo conversaciones de color subido y se permitieron algunas libertades, como de costumbre. El cónsul asediaba de cerca a la joven, a quien consideraba un bocado regio y tenía el proyecto de acabar aquel día su conquista. Teresa poseía un alma demasiado sincera y una «animalidad» harto despierta para poder continuar sin peligro un juego semejante.
El galán la arrastraba ya, embriagado de vino y de deseo, hacia un cenador rústico que había en el fondo del jardín; y hubiera sucumbido sin gloria en aquel vulgar combate, si la viuda, dándose cuenta a tiempo, no se hubiera interpuesto, arrancándola casi a viva fuerza de las garras del seductor. Al salir, ambas con las mejillas encarnadas y los ojos brillantes, la de Riscoso, alarmada, se creyó en el caso de reñir a su amiga.
—¡Cuidado, hija! Has estado a punto de hacer una burrada, y si no intervengo a tiempo... ¡Bonita la hubiéramos hecho...! Esto que acabamos de hacer no puede repetirse, y menos contigo, que no tienes fuerzas para dominarte.
Y enseguida le dio consejos encaminados a prevenirse contra esa clase de sorpresa. Aquel cónsul era un pelagatos, y además estaba casado en su país. Una mujer no debe nunca comprometerse seriamente por un hombre así. Divertirse, está bien; pero lo otro, ¡diablo!, lo otro era muy serio...
Entre los «iniciados» había un tal Rogelio Díaz, a quien se le había admitido en la asociación, a pesar de su extraordinaria juventud, porque era dueño de una linda quinta de recreo en las afueras de la ciudad, y porque, no obstante el no haber cumplido todavía los veinte años, estaba casado y tenía una niña. Era hijo único de un antiguo vista de aduana de la época colonial, que lo había criado fastuosamente y que, al morir, tres años antes, les dejó a su viuda y a él una fortuna, cuya ascendencia nadie conocía y que el hijo derrochaba pródigamente. Estas noticias no hicieron a Teresa una impresión tan viva como el lindo bigotito rubio y la cara sonrosada del adolescente, que tuvo el privilegio de encantarla desde el día en que lo conoció. Aquel niño tenía unas espaldas de atleta y un aire de petulancia que rara vez deja de agradar a las mujeres. Además, la historia de su matrimonio, tal como él la refería, era sentimental y añadía un nuevo atractivo a sus naturales prendas. Teresa hizo de ese adonis casi en pañales su compañero preferido, y después de su aventura con el cónsul, que la obligó a proceder con mayor cautela, su amistad con Rogelio se hizo más estrecha. La de Riscoso miraba con desconfianza este idilio, adivinando un amor en germen en aquel sentimiento que parecía al principio de mera simpatía. Movía la cabeza, con aire de mal humor, y redoblaba sus máximas filosóficas.
—Las mujeres —decía— tenemos que pensar bien lo que hacemos. Para cometer necedades, cuando la necesidad es mucha, conviene a veces más pedirle una limosna de cariño a hombres que no sean de nuestra clase... Si el panadero de tu casa dice que un día le abriste la puerta de tu cuarto, cuando fue a llevarte el pan, nadie lo creerá... ¿Me entiendes? Muchas veces en saber estas cosas consiste la verdadera práctica de la vida.
Teresa no aceptaba aquellas ideas, sino aparentemente. Desde el principio comprendió que no podía contar con la complicidad de la viuda en lo que se refiriese a Rogelio, y se propuso disimular su inclinación delante de ella. Esto acabó de enfurecer a la experta jamona, y para disuadirla, le contó la historia del joven, no como él la refería, sino como era en realidad. No tenía ni seriedad, ni constancia. Había sido sucesivamente estudiante de derecho, de medicina y de agronomía, para declararle luego a su padre que su verdadera vocación consistía en ser militar. El padre lo había criado, como crían a sus hijos únicos la mayor parte de los españoles que se han enriquecido en Cuba y la totalidad de los cubanos acomodados: riéndose de cuanto hacía y dejando que obrase como le diera la gana. Muerto el viejo, los resultados no se habían hecho esperar. Tuvo una hija con una pobre muchacha, enfermiza y débil, que había sido seducida antes por un viajante de comercio, y quién sabe por cuántos más, y la madre, que era muy religiosa, una verdadera santa, quiso que se casara con ella, para que no se perdiese su alma. Esto era bastante para comprender la clase de veleta con quien tenía que habérselas. Y además, se trataba de un chiquillo, que estaba más a propósito para ponerse un babero que para ser tomado en serio. La señora de Riscoso se exasperaba al hablar de estas cosas, y procuraba vigilar estrechamente a su amiga, hasta el punto de convertirse en un verdadero agente de policía. Otras veces miraba a Teresa, con el ceño fruncido, y dejaba escapar avisos llenos de reticencias.
—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Que te desbocas!
Cierto día le declaró ásperamente y sin ambages:
—Aunque el matrimonio sea un disparate, es mejor casarse que dejarse engañar como una estúpida.