Las leyes de la atracción - Trish Wylie - E-Book
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Las leyes de la atracción E-Book

TRISH WYLIE

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Beschreibung

Sentando las reglas. La abogada Olivia Brannigan estaba acostumbrada a tratar con clientes impasibles, pero Blake Clayton era un auténtico maestro en el arte de ocultar sus sentimientos: ni siquiera pestañeó al enterarse de que había heredado una fortuna del padre al que no había visto en años. Blake no quería un dinero que no creía merecer, pero estaba francamente interesado en la guapa abogada encargada de su nueva cartera de propiedades. Olivia, por su parte, nunca mezclaba el trabajo con el placer. Hasta que algo le hizo plantearse que las normas, al fin y al cabo, estaban para romperse…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Trish Wylie. Todos los derechos reservados.

LAS LEYES DE LA ATRACCIÓN, N.º 2536 - diciembre 2013

Título original: The Inconvenient Laws of Attraction

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3910-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

«Me llamo Olivia Brannigan. Querría hablar con Blake Clayton».

Siguió practicando en voz baja y tiró firmemente de la chaqueta mientras avanzaba por el camino.

«Represento al bufete Wagner, Liebstrahm, Barker y DeLuise y...».

Era lo que venía después del «y» lo que más le costaba decir. Informarle de una herencia era una cosa, y otra muy distinta darle la noticia que iba asociada con aquella, aun cuando no fuera precisamente una primicia. Aquel hombre tenía que haber vivido en una cueva para no haberla oído y se figuró que no habían estado muy unidos, a juzgar por el tiempo que habían tardado en encontrarlo.

Una agradable brisa hizo ondear la bandera de barras y estrellas que colgaba del porche mientras ella respiraba hondo y apretaba el timbre.

«Lamento tener que informarle de que...».

Odiaba aquella frase. La última vez que tuvo que notificar una muerte le resultó muy penoso; fue el acto final de una serie de acontecimientos que alteraron el curso de su vida.

La puerta se abrió y un hombre corpulento que sostenía en la mano una hamburguesa a medio comer la miró de arriba abajo.

–¿Es usted el señor Clayton?

–¡Eh, Blake! –gritó el hombre.

–¿Qué? –gritó a su vez otra voz.

–¿Estás esperando una demanda?

–Esta semana no.

–Entonces, supongo que puede entrar.

El hombre sonrió, invitándola a entrar con un gesto de la mano. Olivia le siguió por el pasillo taconeando a un ritmo uniforme y profesional. Sus pensamientos se centraron en la habitación a la que se dirigían y en el hombre al que estaba a punto de ver.

En cuestión de segundos, la persona cuyo aspecto le había costado tanto imaginar se materializaría en un ser de carne y hueso. Ya no tendría que fantasear con su apariencia o con el modo en que iba a reaccionar. El misterio quedaría resuelto.

Su expectación crecía a cada paso que daba mientras se preparaba para la desilusión que le depararía la realidad en contraste con la fantasía en la que había estado sumida durante los últimos tiempos. Había algo en aquel caso que le llegaba al alma, lo cual no era buena señal dado su historial en lo que respecta a implicarse emocionalmente en el trabajo.

Cuanto antes terminara con aquello, mejor.

La habitación en la que entró estaba sumida en el caos de una obra. Había en ella cuatro hombres: dos que comían hamburguesas, uno que lijaba el marco de una puerta sentado sobre sus talones y otro junto a un gran ventanal cubierto por un plástico opaco.

Como el hombre de la ventana se le había quedado mirando se acercó hacia él con la mano extendida.

–Señor Clayton, soy Olivia Brannigan, de...

–Aquí, bonita.

Una voz áspera y profunda le hizo dirigir la vista al hombre que lijaba el marco de la puerta.

–¿Es usted Blake Clayton? –preguntó dándose la vuelta. Tenía que asegurarse; al fin y al cabo, había tardado mucho tiempo en encontrarlo.

–Blake Anders Clayton –se incorporó al tiempo que se llevaba la mano a la cara para retirar la máscara antipolvo–. ¿Qué he hecho esta vez?

Olivia abrió la boca dispuesta a tranquilizarlo, pero cuando él se quitó la máscara y la miró, fue incapaz de formular un pensamiento coherente. La habitación se contrajo; de pronto parecía mucho más pequeña y agobiante, y daba la sensación de que se había quedado sin oxígeno. Su visión periférica se tornó borrosa cuando detuvo su mirada en él. Le habría sido útil conocer su aspecto de antemano. Con su casi metro noventa de estatura, una cintura magra, hombros anchos, un desordenado pelo castaño, corto y a lo pincho y unos ojos oscuros en los que refulgía ese brillo que hace que las madres prevengan a sus hijas, Blake Clayton era la imagen viviente de un «tío cañón».

Cuando su mirada se posó brevemente sobre el protuberante y carnoso labio inferior, un labio que pedía a gritos atención inmediata, Olivia se pasó la lengua por los dientes. ¿Sería su sabor tan apetitoso como su aspecto? Seguro que sí.

La hembra que habitaba en su interior ronroneó, apreciativa. La profesional la obligó a adoptar un tono de voz serio y formal.

–Represento al bufete de abogados Wagner, Liebstrahm, Barker y DeLuise, y...

–Debe de ser un rollo poner eso en las tarjetas de visita –comentó él haciendo un amago de sonrisa.

La hembra suspiró de gusto y la profesional frunció el ceño al constatar lo mucho que le estaba costando concentrarse. Su imaginación se había quedado increíblemente corta.

–¿Hay algún lugar donde podamos hablar?

–Ya estamos hablando.

–Señor Clayton, me temo que soy portadora de malas noticias –anunció con más brusquedad de la deseada.

–Ya las he oído –dijo él, tenso. El cambio había sido inmediato.

–Lamento su pérdida –repuso ella suavizando la voz.

–No lo haga.

Pasó junto a ella, tomó una taza de una encimera y se sentó junto a uno de los hombres que almorzaba mientras se llevaba la taza a los labios.

–¿Eso es todo?

Olivia echó un vistazo al resto de los hombres, que la miraban como si estuvieran asistiendo a un espectáculo. No pensaría él que...

–Puede decir lo que quiera delante de ellos –añadió como si pudiera leerle la mente, algo que esperó que no fuera posible al recordar los pensamientos que la habían asaltado desde que posó los ojos sobre él.

–Entre amigos no hay secretos –anunció el hombre que había abierto la puerta–. Si nos ofreciera una buena cantidad de dinero, podríamos darle suficiente información para que lo detuvieran en media docena de estados.

–Y en Canadá –añadió un coro de voces.

–Si quiere que firme algo, démelo –se hizo oír Blake entre las risotadas–. Cualquier recuerdo que me haya dejado me lo puede enviar por correo postal.

–Me temo que no puedo hacer eso –replicó Olivia con paciencia–. Usted es el único beneficiario. Le ha dejado todo.

–¿Todo?

–Así es.

–¿Pero en su totalidad?

–Pues sí –asintió ella. Estaba claro que le pillaba de nuevas. Pero el tono inexpresivo de su voz no manifestaba alegría al conocer la noticia. La mayoría de la gente habría dado saltos de júbilo.

–¿No hay nadie más?

Ella sacudió la cabeza confusa por la pregunta, pues había empleado el término «único beneficiario». En virtud del testamento de Charles Warren, su hijo se había convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos de América.

–Me imagino que debe de ser abrumador asumir la responsabilidad de...

–¿Un legado tan impresionante? –continuó él enarcando una ceja–. Está empleando la táctica equivocada, señorita... ¿Cómo dijo que se llamaba?

–Brannigan –trató de no permitir que el hecho de que él hubiera olvidado su nombre la ofendiera–. Olivia Brannigan.

–Mire, Liv –dijo inclinándose hacia ella–, alguien debería haberla advertido: me importa un carajo lo impresionante que sea el legado. No lo quiero.

¿Estaba loco?

–Entiendo que necesite tiempo para hacerse a la idea, pero...

–No tengo que hacerme a la idea de nada –depositó la taza y se puso en pie–. Lo que tengo que hacer es terminar este trabajo.

Olivia vaciló cuando pasó junto a ella en busca de sus herramientas. Nunca se había visto en una situación tan surrealista. ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Que volviera a la oficina y le dijera a su jefe: «Lo siento, pero no va a ser posible. Tendremos que encontrar a otra persona a quien darle propiedades y activos por valor de miles de millones de dólares»? Podrían organizar una rifa.

Al ver que la chica se quedaba inmóvil la miró por el rabillo del ojo.

–¿Se supone que le tengo que dar una propina?

¿Hablaba en serio?

El lado profesional de Olivia le hizo dar un paso adelante y esbozar una sonrisa.

–Creo que no lo ha entendido, señor Clayton. Déjeme que se lo explique: le guste o no, usted es el único beneficiario en el testamento de Charles Warren.

–¿El famoso Charles Warren? –preguntó con incredulidad una voz a sus espaldas.

–Su padre dejó muy claros sus deseos.

–¿Su padre? –preguntó la misma voz incrédula–. Está de broma, ¿no?

Y eso que entre amigos no había secretos...

Él dio un paso adelante y bajó la voz.

–Mire, señorita, sé que está intentando hacer su trabajo, pero, por si acaso no lo ha entendido, déjeme que se lo explique: yo no soy el hombre que busca. Así que, a menos que piense soltar ese maletín y agarrar una herramienta, le sugiero que salga disparada de vuelta a Manhattan y les diga a Wagner, Liebstrahm, Barker y DeLuise que más les vale encontrar a un pariente lejano de Warren a quien le puedan endosar el muerto. Yo tengo mi vida y no pienso vivir la de otro.

–Así no vamos a llegar a ninguna parte –insistió ella con una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir ante la proximidad de su cuerpo.

–No sé usted. Pero yo sí.

¿Qué había dicho acerca de la vida que llevaba? Olivia se preguntó si habría una mujer en ella; alguien que lo echara de menos durante sus ausencias. Dudó que fuera un tipo capaz de estar en el mismo sitio el tiempo suficiente como para intimar con nadie. A juzgar por la cantidad de direcciones que había descubierto, direcciones de diversos estados, en algunas de las cuales había residido solo unas semanas, sus relaciones debían ser breves. Claro que con ese físico que se gastaba no estaría desprovisto de compañía durante mucho tiempo.

Irguiéndose, sacó algo del maletín.

–Le dejo mi tarjeta. Cuando haya tenido tiempo de reflexionar...

–No se haga ilusiones.

Olivia se mantuvo firme.

–¿Sabrá encontrar la puerta usted sola?

Con que esas tenía... Si quería jugar a hacerse el duro, ella aceptaba el envite. Dejó resbalar su mirada por su amplio pecho, relajó los hombros y dio un paso al frente hasta quedar a pocos centímetros de su cuerpo. Entonces alzó la vista lentamente y, clavando la mirada en sus oscuros ojos, se pasó la lengua por los labios y sonrió. Habló en un tono de voz lo suficientemente alto como para que todos la oyeran.

–Mañana por la mañana, miles de empleados de Warren Enterprises de todo el estado acudirán a sus trabajos. Me gustaría poder decirles que el mes que viene seguirán teniendo un empleo, especialmente dado el clima económico en el que nos encontramos –dijo inclinando la cabeza–. ¿A usted no?

Dejó su tarjeta de visita sobre una plancha de madera antes de darse la vuelta y echar a andar hacia el vestíbulo. Tenía la mano en el picaporte cuando oyó que una voz preguntaba:

–¿Charles Warren es tu padre?

Silencio.

–¿Sabes que mi primo Mike trabaja en Warren Tech? Tiene mujer y tres hijos...

Olivia sonrió mientras abría la puerta. No tenía ninguna duda de que volvería a verlo. Algo que le apetecía bastante.

Blake siempre había preferido las ciudades a los pueblos. Las ciudades le hacían a uno sentirse anónimo: nadie tenía el deseo de meterse en los asuntos del prójimo y era fácil desaparecer entre la multitud. Al menos, eso pensaba...

–¿No es esa chica la abogada del otro día?

–Sí –se había dado cuenta de su presencia desde el momento en que apareció con un variopinto grupo de amigos.

–Le quedan muy bien los vaqueros –observó Marty.

–Estoy seguro de que a Chrissy le encantaría saber que te has dado cuenta.

–Que esté casado no quiere decir que esté ciego.

Sin el traje de chaqueta estaba diferente. Sus vaqueros ajustados y la blusa de cuello redondo que resaltaba la estrechez de su cintura, la blancura de su piel y el abultamiento de sus senos, hicieron que le resultara difícil ignorar su presencia. Si hubiera pensado que había una remota posibilidad de que sus caminos volvieran a encontrarse, nunca habría aceptado la habitual invitación a una cerveza y una partida de billar que Marty solía hacerle los viernes y que les llevaba al bar más cercano a la obra de restauración en el West Village en la que estaban trabajando. Pero ya era demasiado tarde. Se inclinó para preparar el tiro pero no pudo evitar que la mirada se le fuese hacia los muslos femeninos que, enfundados en unos vaqueros, acababan de hacer su aparición al otro lado de la mesa.

–Caballeros...

Ahí estaba. Tras introducir una bola en la tronera que quedaba junto a ella, se enderezó y apoyó el extremo del taco en el suelo rodeándolo con los dedos al tiempo que la miraba.

Los bares de billar americano habían sido una vez el dominio exclusivo de hombres que fumaban puros, bebían cerveza, gruñían y escupían tabaco en el suelo; de jóvenes que faltaban a la escuela para agrupar bolas dentro de un triángulo y aprender los rudimentos del timo y la granujería. Eran los clubes de caballeros de los pobres, cerrados a la presencia femenina.

Blake no pudo evitar pensar que habría sido mejor para Olivia Brannigan que las cosas hubieran seguido como antes. Porque en el momento en que la miró experimentó la misma sensación que la primera vez: las puntas de sus dedos ardieron en deseos de hundirse en la lisa melena rubia y desordenarla hasta que pareciera que acababa de vivir una sesión de sexo caliente, sudoroso y mutuamente gratificante que dudaba que hubiera experimentado alguna vez. Tuvo ganas de recorrer sus labios carnosos con el pulgar y borrar todo rastro de carmín antes de besarla en la boca, de agarrarla por la espalda y hacer que sus cuerpos se convirtieran en uno solo...

–¿Así que quiere jugar?

–Eso parece.

Un breve destello en los ojos azules de Olivia le hizo pensar que le gustaban los desafíos. Y el hecho de que su voz hubiera adoptado un tono sensual no le pasó desapercibido.

–¿Cree que estará a la altura?

–Tendremos que averiguarlo, ¿no cree?

Desafío aceptado.

–Prepara las bolas, Marty.

Mientras Marty le pasaba su taco y comenzaba a sacar bolas de las troneras, Blake rodeó la mesa para hacerle una advertencia en voz baja.

–Si ha venido para hablar de mi suerte en cuestión de herencias, puede irse olvidando.

–No sé usted –replicó ella con lucidez–, pero yo terminé mi jornada laboral hace exactamente una hora y diez minutos.

–Usted es el tipo de chica que nunca deja de trabajar.

–Quizá no me conozca tan bien como cree.

–¿Quiere eso decir que debería conocerla mejor?

–La mesa está lista –dijo Marty.

Blake extendió un brazo.

–Las damas primero.

Todas las ciudades contaban con salas de billar, por lo que estas habían sido una de las pocas constantes en la vida de Blake. Sabía que en el billar todo era cuestión de física. Observando a hombres que llevaban toda la vida jugando aprendió que todo se reducía a los ángulos, a la acción y la reacción, a saber cuándo ejercer algo de fuerza y cuándo obrar con delicadeza. Había aprendido valiosas lecciones vitales jugando al billar. Ver a Olivia Brannigan en acción resultó ser algo completamente diferente: una cuestión más de química que de física.

Independientemente del lado de la mesa desde el que jugara, ofrecía una vista que cualquier macho de sangre caliente sería capaz de apreciar. Inclinada sobre el taco dejaba ver un indicio de ropa interior que recordaba a una manzana en el jardín del Edén. De perfil, mostraba el arco de la espalda, la dulce curva de su trasero y unas piernas que, de no ser por el suelo, habrían sido infinitas. Como macho de sangre caliente que era, su cuerpo reaccionó de manera comprensible. Inoportuna, teniendo en cuenta lo que Olivia representaba, pero comprensible.

Ella se enderezó y cruzó miradas con él mientras rodeaba la mesa esbozando una leve sonrisa. A continuación, se inclinó para preparar el tiro siguiente, balanceando suavemente las caderas de un lado a otro.

–Muy buena –dijo Marty apreciativamente mientras una bola entraba de rebote en la tronera.

Blake asintió en silencio, aunque no estaba pensando en sus habilidades con el taco.

–¿Está tratando de timarme, Liv?

–Me llamo Olivia –le informó ella–. Y, si quisiera timarle, ¿no tendría más sentido hacerme pasar por una mala jugadora antes de apostar?

–¿Así que ha venido simplemente a echarse una partidita con los chicos?

–¿Acaso es ilegal?

–Usted es la abogada.

–Sé que no lo es en el estado de Nueva York –dijo inclinándose–. Pero tendría que consultar las leyes de Canadá.

Otra bola desapareció de la mesa y ella se enderezó esbozando una sonrisa de satisfacción.

–No voy a hablar del testamento.

–No se lo he pedido.

–Iba a hacerlo.

–¿Es usted adivina? –sus ojos resplandecieron, guasones–. ¿No sabrá los números ganadores de la lotería de la semana que viene, no?

–No los necesita.

–¿Sabe que si quisiera podría solicitar una orden de detención contra todos los empleados del bufete?

–Sería una lista bastante larga.

–Sé quiénes encabezan esa lista.

Ella volvió a inclinarse sobre el taco y alzó la mirada brevemente en un gesto que podría calificarse de dubitativo.

–No sabía que lo encontraría aquí, si es eso lo que sugiere –dijo en tono neutro.

A él no le pareció difícil de creer. ¿Cómo iba a saberlo ella si ni siquiera él mismo lo había sabido hasta hacía poco menos de una hora? Nunca sabía lo que haría la semana siguiente: así era su trabajo, así era su vida.

Se oyó un agudo chasquido y otra de las bolas desapareció de la mesa.

–Pero, ya que estamos aquí, podríamos charlar del problema, si me dice cuál es.

–Podríamos... –él se inclinó al tiempo que ella se enderezaba–. Si no fuera porque no quiero hablar de ello, como ya le he dicho.

–Usted sacó el tema.

–Es una pena que no esté en horas de trabajo, ¿no cree?

Ella suspiró.

–Es una cantidad de dinero demasiado grande como para ignorarla.

Eso sería verdad si el dinero le importara tanto como ella creía. Se preguntó qué pensaría ella si supiera que, si de él dependiera, preferiría que desapareciera hasta el último céntimo. No quería ser responsable de miles de vidas.

–Sé que la perspectiva de dirigir una empresa tan grande intimida, pero algunos empleados llevan décadas en la empresa...

¿Estaba intentando hacerle sentir culpable otra vez? La miró por el rabillo del ojo y vio que ella esbozaba una leve sonrisa al tiempo que añadía:

–Y podrían dirigirla por usted.

–¿Cree que estoy evitándolo porque me supera la idea de pasar de carpintero a consejero delegado?

–Yo no he dicho eso.

Acomodando el taco en la parte interior del codo, Blake se cruzó de brazos.

–¿Qué va a hacer ahora? ¿Darme una charla ilustrada con gráficos? ¿Ayudarme a escoger un traje para la oficina? ¿Llevarme de la mano a jugar con los mayores? –entrecerró los ojos y sonrió, tenso–. No crea que no me doy cuenta de lo que pretende.

–Solo intento ayudar.

–¿Insultando mi inteligencia? No va por buen camino.

Se dirigió al bar, levantó su botella y se la llevó a la boca. Vio por el espejo que ella lo seguía.

–No pretendía insultarle –dijo con ese tono sensual que le recorría el cuerpo desde el oído directamente hasta la ingle–. No sería la mejor manera de iniciar una relación profesional, ¿no cree?

¿Una relación profesional?

–Realmente, no es asunto mío el porqué quiere darle la espalda a billones de dólares. Pero, como le he dicho, la responsabilidad está ahí. Los miembros de la junta directiva tienen las manos atadas. Usted tiene el control de la empresa y ellos no pueden hacer nada sin su consentimiento. Así es como lo quiso su padre.

Aquella mujer no sabía cuándo parar.

–Sé que todavía está afligido y que lo último que quiere en estos momentos es...

¿Afligido? Blake soltó una carcajada sarcástica al tiempo que estampaba la botella contra la barra. Se volvió hacia ella, furioso.

–Señorita, usted no tiene ni idea de...

–Blake –Marty le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo. Su voz, serena y firme como una roca, era la misma que utilizaba años atrás cuando Blake se enfrentaba a tipos que le doblaban en estatura. Era la maldición del niño nuevo, y Blake siempre había sido el niño nuevo en todas partes...

Blake hizo un gesto de asentimiento y Marty se apartó. Vio que Olivia lo miraba con una mezcla de desconfianza y curiosidad, pero sin miedo, y la respetó por ello. Parecía una mujer que sabía defenderse. Las posibilidades que eso ofrecía excitaron su libido. Las mujeres fuertes dispuestas a enfrentarse a él tanto fuera como dentro del dormitorio, preferiblemente sin ataduras emocionales, le gustaban.

–Es usted increíblemente pesada, pero no se merecía esa reacción.

Ella alzó una ceja.

–¿Es eso una disculpa?

–Lo más cerca que va a estar de recibir una. Yo que usted me conformaría.

Ella inclinó la cabeza hacia un lado y le espetó:

–¿Sabe cómo podría compensarme?

Aquello no tenía visos de ir a gustarle.

–¿Conoce la Fundación Warren? Se ha organizado un acto benéfico para dentro de un par de semanas. Si usted se pasara por allí, aunque fuera solo un par de horas, puede que la gente se animara a apoquinar un poco más para impresionar al nuevo propietario de la compañía –se encogió de hombros, como si no le importara que apareciera o no–. Además de contribuir a una buena causa, conocería a algunos de sus empleados en un entorno informal.

–Es usted de esas personas que telefonean a un tipo en mitad de la noche para decirle que está sonando su teléfono, ¿no?

Ella le mantuvo la mirada y Blake se preguntó si alguna vez bajaría la guardia. ¿Hasta dónde estaría dispuesta Olivia Brannigan para conseguir lo que quería? Descubrirlo le resultaba tentador.

–Tendrá lugar en el hotel Empire –añadió como si él ya hubiera accedido, recorriendo su cuerpo de arriba abajo con la mirada.

Blake frunció las cejas al notar la reacción que aquella caricia invisible había provocado en él.

–Lo pensaré.

–Es una ocasión formal. Necesitará un esmoquin.

–He dicho que lo pensaré. Y, mientras lo hago, le recomiendo que piense bien dónde se está metiendo.

–¿Qué quiere decir?