Las luchas que nos habitan - Marcos Easdale - E-Book

Las luchas que nos habitan E-Book

Marcos Easdale

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Beschreibung

En un contexto sociohistórico atravesado por las consecuencias de la represión ilegal y de la guerra de Malvinas, ocurridas en Argentina durante la dictadura militar iniciada en 1976, la historia de una familia terrateniente se entrecruza con la de otros personajes en una estancia al pie de las sierras de Córdoba. Facundo, heredero de la riqueza familiar, multiplica y diversifica los rubros de negocio. Su hija Denise desarrolla una prestigiosa carrera profesional, pero su exitosa vida mantiene oculto un recuerdo recurrente de su adolescencia: una fugaz historia de amor con un peón de la estancia. Un imprevisto y trágico evento motiva en Denise la necesidad de conocer la verdadera historia de aquel hombre de campo al cual nunca pudo olvidar. Un último viaje a la estancia adquiere una relevancia insospechada para reencontrarse consigo misma, al descubrir un secreto perturbador. Las luchas que nos habitan es una novela atrapante. Con un estilo detallista, dinámico y por momentos poético, el autor da cuenta de la complejidad de la vida y de la conformación de la identidad, que se manifiesta como conflictos internos, suscritos y traspasados de generación en generación durante los últimos cuarenta años de la Argentina. Las luchas incluyen no solo a los personajes de la novela, sino que interpelan también al narrador y al lector. Todo aquello que aparentemente nos es ajeno en realidad nos incumbe e involucra como seres humanos y ciudadanos.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Easdale, Marcos Horacio

Las luchas que nos habitan / Marcos Horacio Easdale. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2022.

364 p. ; 22 x 14 cm.

ISBN 978-987-817-054-1

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Románticas. 3. Novelas Políticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2022. Easdale, Marcos Horacio

© 2022. Tinta Libre Ediciones

A Tomás y a Sofía, la verdad es siempre escurridiza.

Las luchas que nos habitan

Marcos H. Easdale

Esta novela se escribió de manera sincrónica con la composición y grabación del álbum Caminata Virtual de Tomás Easdale y el dibujo con carbonilla de Maklus, realizado por Sofía Easdale.

Se puede acceder libremente a su contenido con el siguiente vínculo: https://www.youtube.com/watch?v=QFsXa_ysN6k&t=671s

o escaneando el código QR:

1

El ingreso es lento y conversado, en la antesala al espacio preparado para la reunión. Sobre un tapiz de gramilla intensamente verde, surcan sombras de las copas de jóvenes eucaliptos, alargadas por la caída del sol. Una brisa suave agita las hojas en las alturas y refresca el cierre de una tórrida jornada. La conversación se deleita con un aperitivo ligero de agua limonada fresca, para quienes prefieren no beber alcohol. Alternativamente, se ofrecen vasos largos de gin tonic, acompañado con una rodaja de limón que nada entre abundante hielo. Las bandejas de plata también sostienen copas enanas y de boca abierta colmadas de vermut rojo italiano. Con las últimas horas de luz, los comensales son invitados a ingresar a la galería, para dar comienzo a la cena.

El arzobispo de la sede episcopal local, recientemente ungido como cardenal bajo el mandato del pontífice en funciones, ocupa un extremo de la mesa. Sentado a su derecha lo acompaña un obispo de su confianza. En el mismo lateral de la mesa, recostado sobre la pared de la galería, el jefe del Cuerpo del Ejército con sede en la guarnición de Córdoba hace gala de una posición de centralidad. El uniforme contribuye a resaltar su presencia. En el jardín contiguo y escoltando las columnas que enmarcan la galería, mantienen la guardia un sargento y un cabo primero. A lo lejos, otro cabo custodia un Falcon verde, estacionado bajo la copa voluminosa de un roble europeo.

En el lateral opuesto de la mesa, lindando con la verde gramilla que da inicio al parque, el presidente de la Sociedad Rural con sede local, más reconocido por dirigente agropecuario que por terrateniente, ocupa también la posición central. Un contador dedicado a la producción ganadera, que a su vez ocupa el cargo de tesorero de la misma organización, custodia la posición derecha, en la bisagra entre el presidente y el cardenal. Ambos ruralistas se reconocen con facilidad, tanto por la camisa a rayas como por la predominancia de sus respectivos abdómenes, que a tientas alcanzan a cubrir. Un juez de la Cámara Federal local ocupa su posición a la izquierda del presidente. Viste camisa blanca, saco y corbata oscuros. El extremo restante de la mesa, en dirección al ingreso a la amplia galería, lo ocupa Adolfo, anfitrión y dueño del establecimiento donde acontece la reunión. Sentado a su izquierda y junto al jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, su hijo Facundo, quien inaugura su participación en este tipo de eventos. A medida que los invitados van tomando sus respectivas posiciones, la conversación se encauza en torno a un tema dominante, que de a poco comienza a concentrar la atención.

En respuesta a la solicitud de Adolfo, todos hacen silencio. El cardenal se pone de pie y procede a bendecir la cena, utilizando una fórmula sencilla para no dilatar el inicio. Cierra los ojos e inclina la cabeza levemente hacia abajo.

—Bendícenos, Señor. Bendice estos alimentos que nos ofreces y que por tu bondad vamos a tomar —Levanta su mano derecha—. Benedictus benedicat —Procede a efectuar la señal de la cruz, primero con un movimiento de arriba hacia abajo, seguido de un segundo movimiento de derecha a izquierda—. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén —Al finalizar, se persigna.

—Amén —responden todos al unísono, persignándose en sincrónica actitud gestual.

El silencio se prolonga durante algunos segundos, extendiendo el respeto religioso, hasta que Adolfo invita a los comensales a dar comienzo con la cena. La conversación se reinicia, continuando en el punto en el que había quedado suspendida.

—Como decía. Este quilombo del Beagle se soluciona fácilmente. Deberíamos concentrarnos en atacar a los chilotes y dejarnos de joder. Hay que limpiar el sur y correrlos hasta la isla de Pascua. Pero al general a cargo le está faltando un poco más de huevos. Me parece que sería momento de ir pensando en un reemplazo, aunque esta idea debería permanecer por ahora entre nosotros —sentencia el jefe del Tercer Cuerpo del Ejército.

—Con todo respeto, quizá está apresurando un poco los tiempos. Hay algunos temas internos todavía por resolver, como para abrir un frente con el vecino país —comenta el tesorero y de inmediato introduce en su boca una porción de peceto.

—Los temas domésticos no deberían interferir en los ejes estratégicos de un país que pretende proyectarse al mundo occidental, defendiendo su soberanía y afirmando sus creencias cristianas —replica el jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, dirigiendo su mirada al cardenal, quien asiente con una sonrisa.

—Estamos de acuerdo, pero los problemas domésticos pueden ir creciendo con el tiempo y requieren ser atendidos con urgencia antes de que se transformen en inmanejables —insiste el tesorero, masticando ya su segunda porción.

—De eso ya nos estamos encargando, usted no se preocupe. El proceso de reorganización nacional ya se puso en marcha en marzo del año pasado. Estamos atacando al corazón de la demagogia y a la subversión como nunca antes en la historia. Vamos a limpiar a este pueblo del zurdaje que destruye los criterios morales básicos y que se opone a los logros de los objetivos de la nación.

—Los gobiernos populistas nos han hecho mucho daño. Podríamos ser una potencia mundial, como lo fuimos a principio de siglo, pero al que produce y genera la riqueza del país parece que hay que destruirlo —afirma nuevamente el tesorero, limpiándose con una servilleta la comisura de los labios—. Hay que eliminar y desalentar el apoyo que cualquier persona pretenda brindar a la subversión.

—Debemos retomar un sendero de desarrollo económico y productivo que respete, ante todo, la propiedad privada y restablezca un clima que favorezca los negocios —complementa el presidente de la Sociedad Rural—. Somos un país agropecuario. ¡Qué me vienen con el verso de la industria nacional y la sustitución de importaciones! ¡Por favor, en qué país vivimos! Volvamos a enderezar el rumbo del barco antes que nos choquemos de frente contra la cruda realidad. El mundo nos pide otras cosas, potenciar nuestras capacidades. Tenemos que ser quienes alimentemos al mundo, pero en cambio seguimos boludeando con ser la industria de Sudamérica. ¡Por favor! —sentencia ofuscado e ingiere de un sorbo el resto de gin tonic, dejando en el fondo del vaso dos pequeños trozos de hielo aprisionando la rodaja de limón.

—¡Ja! Brasil se nos ríe no solo en el fútbol. En temas industriales nos lleva ya mucho terreno —consiente el tesorero.

—En efecto. Por eso las nuevas generaciones tienen que crecer en un país que les inculque el camino correcto —agrega el presidente, a la vez que desliza el cuchillo sobre las dos rodajas de peceto, ambas sujetas bajo los dientes del tenedor.

—No se preocupe, que los hijos de la subversión crecerán en familias que defiendan los valores de la patria, la libertad y el respeto a Dios. Extirparemos de cuajo la enfermedad comunista, como quien extrae la maleza de un campo fértil de trigo. Pero lo importante es aniquilar las raíces, para que no vuelva a crecer —resuelve el jefe de la unidad militar.

—Esos valores solo pueden ser afianzados en niños que crezcan con familias cristianas, protegidos bajo el manto de la misericordia del Señor —agrega con convicción el cardenal—. Los nuevos hijos de Dios deben ser la base para la construcción de una nación próspera, para una renovada apertura a un mundo occidental que se abraza al cristianismo católico.

—Estamos de acuerdo en que hay que atender tanto los temas internos como los internacionales, de eso no hay dudas —retoma el camarista—. El desafío es encontrar un balance adecuado para no perecer en el intento.

—La cuestión doméstica se está encauzando de a poco —retoma el jefe del Tercer Cuerpo del Ejército—. El problema es que el nefasto arbitraje del Reino Unido, asignando la soberanía de las tres islas del Beagle a Chile, nos ha dejado sin alternativa. Por eso hemos declarado el laudo arbitral como insanablemente nulo. No hay otra interpretación posible. Nos han empujado a resolver este tema por otra vía.

—Y esa vía ¿cuál sería? —pregunta el cardenal luego de ingerir su respectiva porción de peceto, cubierta con abundante salsa.

—Hemos puesto en marcha el diseño del operativo para afianzar la soberanía argentina, que lanzaremos el año que viene.

—¿Y en qué consiste? Si me permite la pregunta —insiste el cardenal.

—Me reservo algunos detalles. Por ahora, puedo afirmarles que constituye un plan de invasión a la República de Chile —sentencia sin miramientos.

—¿Consideran que tenemos ventajas comparativas para tal empresa? —consulta un poco sorprendido el camarista, degustando su último bocado de carne.

—Sin lugar a dudas. Somos un país tres veces más grande y nuestra economía es mucho más fuerte y pujante. A su vez, tenemos información ya confirmada de que los países del norte no les están proveyendo de armas debido a las denuncias por temas de violación de derechos humanos, por lo que su defensa está actualmente disminuida —sentencia convencido—. En cambio, con nosotros no tienen problemas. Tanto Francia como Alemania nos siguen vendiendo armamento normalmente. Con los yanquis hay que coquetear de otra manera. Mientras mantengamos la cooperación en Centroamérica por la lucha contra la guerrilla, conservaremos las buenas relaciones.

—Acá nadie sospecha de los procedimientos que allá salen a la luz como mariposas en primavera. En eso estamos de acuerdo —asegura el camarista.

—Con la organización del próximo Campeonato Mundial de Fútbol, vamos a sepultar cualquier sospecha al respecto y le mostraremos al mundo el verdadero país que se está gestando por estas latitudes. Con todo esto, el frente externo está a nuestro favor. El único tema para solucionar, ahora sí, es de orden doméstico. En el Ministerio de Economía, y algún que otro jefe del Ejército, no están muy de acuerdo con la idea, pero será cuestión de hacerles ver que no hay otra alternativa.

—¿Qué jefe del Ejército no puede estar de acuerdo con esta propuesta? —indaga el presidente de la Sociedad Rural.

—No viola… remos un secreto de orden interno. Hay tipos que todavía no entienden que a veces no hay otra solución que una cachetada bien dada. ¡Allá ellos, ya entenderán! —sentencia con firmeza el jefe de la unidad militar.

—Cuando el potro no entiende por las buenas, hay que recurrir al rebenque —comenta el presidente de la Sociedad Rural, mientras introduce en su boca un trozo de pan blanco untado con salsa de vitel toné.

—Deberían aprender de la prensa. Ellos sí que entienden los desafíos a los que tenemos que enfrentarnos quienes nos toca conducir los rumbos de este país. Díganme, ¿quién puede estar a favor del veredicto inglés sobre la soberanía del Beagle? —insiste el jefe de la unidad militar local, evidenciando su enojo por el tema.

—Es difícil defender una postura que favorezca dicho veredicto —acota el camarista—. Igualmente, a este indómito país le hace falta una causa común que lo aúne.

—Un conflicto armado permitirá unir al pueblo en una causa común y desviar el foco hacia el enemigo externo. Solo así terminaremos de sepultar esas ideas pelotudas impuestas por el zurdaje. Solo así dejarán de joder, de una vez por todas, con los reclamos, esa manga de chantas que nunca agarraron una pala, pero que piden como si fueran los hijos de la reina de Holanda —sentencia nuevamente ofuscado el presidente de la Sociedad Rural—. El peronismo ha sido nuestro mayor karma en las últimas décadas.

—El problema es más profundo. Solo hay que mirar la historia reciente. Una vez proscripto el peronismo y borrado definitivamente de la esfera política, le entregamos en bandeja la conducción al radicalismo, para que avance con las reformas necesarias, mostrándole a la ciudadanía un perfil democrático, como se pedía en esa época. Pero no tuvieron mejor idea que otorgarle el mando a la tortuga cordobesa. Denota una incapacidad por mirar más allá de las propias narices. Por eso tuvimos que volver a tomar el poder.

—Una oportunidad perdida. Solo habilitó la vuelta del peronismo, con todo lo que había costado sacarlo de escena —asiente el tesorero—. Por suerte les duró poco la fiesta.

—Ahora sí. Muerto el perro, se acabó la rabia. En eso sí hay que aprender de Chile. Mirá cómo les fue con su Salvador —dice con displicencia el presidente de la Sociedad Rural—. ¡No puede ser que nos gobiernen los marxistas y los médicos! ¡Hasta dónde hemos llegado! —se lamenta cacheteándose la frente con la mano derecha.

—Por eso hemos iniciado el operativo por la soberanía nacional. De hecho, ya están en marcha algunas obras de infraestructura, para ir preparando el escenario que se avecina. Por ejemplo, un centro estratégico de operaciones se ubicará entre las localidades de Chos Malal y Las Lajas, en la provincia de Neuquén. Estamos ensanchando la ruta 40 para utilizarla como pista de aterrizaje, incluyendo dársenas de giro y abastecimiento. Desde allí podremos dominar un abanico amplio, que nos permitirá desplegar ataques aéreos rápidos y en simultáneo a las ciudades de Santiago, Concepción, Temuco y Puerto Montt. A su vez, el grupo de Artillería 16 ubicado en Zapala puede acceder fácilmente por vía terrestre, tanto para acompañar a la fuerza aérea como para asegurar el dominio en zonas de frontera. Los aviones y la logística terrestre se abastecerán rápidamente de combustible de una refinería que YPF tiene en Plaza Huincul, también cercana a la zona. Como ven, la estrategia ya está en marcha; solo faltan afinar algunos detalles del operativo. —Su ansiedad le termina ganando a la capacidad de mantener en secreto cierta información.

Ingresa Mercedes con un plato en cada mano, en cuyo centro reposa una porción generosa de bife de chorizo, recién extraído del calor de las brasas. Sobre la piel levemente rosada de la carne, se expone un imperceptible grillado, generado por los hierros calientes de la parrilla, denotando un nivel de cocción a punto.

—¡Apa, apa, apa, apa! Se ve que en este campo se dan bien las vaquillonas —arremete el tesorero, sorprendido por el ingreso a la galería de una joven que absorbe toda la atención.

Mercedes viste una especie de uniforme, compuesto por una camisa blanca de mangas largas, entallada a la altura de la cintura con un delantal oscuro que acompaña una falda de tonalidad grisácea, dejando entrever las rodillas al andar. El cabello debidamente recogido le otorga un aire más fresco a un rostro muy juvenil.

—Les presento a Mercedes, la mejor mesera de la zona. En sus manos, la carne más tierna del mundo —describe Adolfo, mientras ella se dirige hacia el extremo de la mesa y deposita un plato en la posición del cardenal, retirando primero el pequeño plato que ofreciera el aperitivo. Luego hace lo propio en la posición que ocupa el jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, quien agradece con un ademán, sosteniendo su mirada en los ojos de la joven.

—Sin dudas, Argentina tiene las mejores carnes del mundo —confirma el tesorero, acompañando todo el movimiento de la joven con deleite.

Mercedes se retira de la galería, ingresando nuevamente a la casa para acceder a la zona de la cocina. Regresa a los pocos minutos con otras dos porciones de carne. Apoya los platos sobre la mesa, primero frente a la posición del presidente y luego en la del tesorero. Sortea sus respectivas ubicaciones inclinándose por sobre sus hombros derechos.

—Qué belleza de plato y de servicio, un deleite para la boca y para los ojos. Gracias —insiste el tesorero en su postura, inclinando su cuerpo sobre la posición de Mercedes en el momento en que ella hace lo propio para depositar el plato sobre la mesa.

Mercedes percibe que todo el interior de su cuerpo tiembla en una mezcla de vergüenza y miedo reprimidos, pero su piel se encarga de ocultarlo. Logra mantener su mano diestra en equilibrio, sin evidenciar vibraciones que delaten su estado. Sus diecinueve años son todavía muy inexpertos para poder gestionar con solvencia e indiferencia aquella postura inquisidora de aquel invitado a quien no conoce, pero que le genera una irritante incomodidad. Luego, se retira otra vez con el paso imperceptiblemente apresurado. Facundo, desde su posición en el extremo opuesto de la mesa, comienza a inquietarse también frente a aquella situación, que percibe como un gesto indecoroso. En realidad, le fastidia que aquel hombre de prominente ombligo y actitud socarrona, sentado en diagonal a su posición, haya prestado demasiada atención en una joven a la cual él también comienza a conocer y a desear. Con sus treinta y cinco años, considera que, por la diferencia etaria a su favor y por ser empleada de la estancia de su padre, lo hace merecedor de adjudicarse su propiedad. El resto de los comensales se mantienen indiferentes, elogiando la ganadería argentina y la tradición de una buena cocción de la carne, que permite mantener su terneza y jugosidad.

Mercedes se hace presente dos veces más con platos en ambas manos, para terminar de cubrir todas las porciones de los comensales. Luego, de una mesa ubicada en un lateral de la galería, cubierta por un mantel de color gris perlado, toma del cuello el decantador de cristal. Recarga con vino tinto todas las copas, que reposan sedientas. En todo momento, el tesorero le dedica una persistente mirada, que se mantiene sobre su rostro y, desde allí, recorre todo su cuerpo, de acuerdo a la visibilidad que le permite el entorno y su posición cambiante. Los senos redondeados, ocultos detrás del vestido blanco que los ajusta y mantiene firmes con botones que cierran por la espalda, configuran su principal centro de atención. Mercedes se esfuerza para evitar dirigir su mirada hacia aquel rincón de la mesa, pero de todas maneras percibe su acoso permanente. Observa su actitud sin mirarlo, omnipresente en el ángulo amplio de su visión. Reconoce cada uno de sus movimientos. Al masticar un generoso bocado de carne, en el deleite impreso en su rostro al beber un sorbo de vino, al sentir sobre su piel la presión de sus pupilas y sus glándulas olfativas husmeando debajo de su falda. El jugo rosado que exuda la carne sobre el plato se impregna en su retina, cual símbolo de un temperamento carnívoro que sacia su desesperación al saborear la sangre en su boca. Un ser suprahumano que defiende derechos propios sobre toda fibra muscular que pueda ser susceptible de ser apropiada y engullida en sus fauces. Inmersa en el aturdimiento que le generan sus muecas y la soberbia seguridad con que recorre, una y otra vez, su cuerpo, Mercedes hace un esfuerzo por dominar su sistema nervioso y sobrevivir ante aquellas sensaciones que la aprisionan. Los movimientos que son resueltos con delicadeza durante la cena, al verter agua en una copa, al ofrecer pan o fuentes con ensaladas diversas, son descifrados por su apropiador cual expresiones sensuales y mensajes provocativos.

Una vez que el plato principal de la cena ha sido consumido por todos los comensales, Mercedes procede a retirar la vajilla. Los platos vacíos demuestran el éxito de la propuesta gastronómica. La conversación continúa afablemente, discurriendo por temas que se alejan de la esfera política. Se ameniza con peras inyectadas en un profuso tinte colorado, cortadas en mitades y acompañadas con crema de leche de una vaca Jersey, obtenida del ordeño realizado esa misma tarde. Un muchacho muy joven, que deslumbra por su juego en el club Argentinos Juniors, concentra la conversación. Ha debutado en Primera División del fútbol argentino en un partido contra el Club Atlético Talleres, disputado precisamente en la ciudad de Córdoba. Adolfo, simpatizante y socio del club River Plate, domina la descripción con un relato pormenorizado de sus excelsas aptitudes y un futuro promisorio para su carrera futbolística. En su relato, abunda el deseo de verlo jugar portando la banda roja en el pecho, en el estadio del barrio de Núñez. Una vez agotada la discusión acerca del futuro del fútbol argentino y de la necesidad imperiosa de ganar un campeonato mundial, la atención vira hacia la posición del cardenal, quien desarrolla algunos detalles sobre los temas de discusión tratados en el Concilio Vaticano II. Explica que aquel proceso ha quedado inconcluso debido al fallecimiento de su promotor, el pontífice Juan XXIII, cuya reapertura y posterior cierre exitoso habían sido impulsados por su sucesor. En su relato, insiste en que la promoción del desarrollo de la fe católica y la renovación de los valores morales que rigen la vida cristiana de los fieles son dos temas centrales convocados por el concilio, que bien valen como principios para discutir una agenda que busque renovar la fe en el país. Igualmente, expone también otros temas relevantes como base para una nueva apertura al mundo de la Iglesia católica argentina. En particular, la necesidad de adaptar la disciplina eclesiástica y ciertas prácticas a los tiempos contemporáneos, así como la apertura a otros credos, principalmente del mundo oriental. Todos los comensales asienten ante las reflexiones del cardenal, escuchando en silencio y con suma atención cada uno de los puntos desarrollados, como si se tratara de una homilía dominical. Luego, ya en un ambiente más distendido, las temáticas se van fragmentando en pequeños grupos que dialogan en simultáneo. Los valores de la hacienda en pie y su relación con los precios de la carne al consumidor, las razones ocultas detrás de la firma del tratado Torrijos-Carter y la valoración, en tanto antecedente internacional, que tiene la entrada en vigor de la ley de amnistía en territorio español. Las reflexiones acotan opiniones, pero conviven todas sobre la mesa.

En resolución perentoria, el cardenal se pone de pie y mira al obispo.

—Con su permiso, nosotros nos vamos a ir retirando. Muchas gracias por el convite y por ofrecernos esta excelente velada, Adolfo.

—Faltaba más. Me alegro de que hayan disfrutado de la cena —responde Adolfo orgulloso desde el otro extremo de la mesa.

—La cena, exquisita. Muy buena carne y bien regada. Hay que reconocer también que el servicio ha sido por demás excelente —acota el tesorero.

El cardenal y el obispo se retiran acompañados por Adolfo. Caminan hacia la ubicación del vehículo que los aguarda bajo la tutela del cabo, quien, en toda la noche, no se movió ni un centímetro de su posición de guardia.

Facundo aprovecha la interrupción, se levanta de la mesa y se dirige hacia el interior de la casa. Mercedes se encuentra de pie en el pasillo que desemboca en la cocina, junto a un aparador vitrina de madera lustrada, donde se guarda la cristalería. Una de las puertas, que enmarca una pieza longitudinal de vidrio transparente, se encuentra entreabierta. Del segundo estante, Mercedes extrae vasos de cristal, que repasa, primero, con una tela blanca de algodón y deposita, luego, sobre una bandeja de plata, dispuesta sobre una mesa circular de arrime de un metro de altura. Facundo se aproxima por detrás y apoya su mano derecha sobre su hombro izquierdo.

—¿Estás bien?

—¡Señor Facundo! Por Dios, qué susto. No lo vi venir —responde Mercedes con un leve movimiento de hombros, como consecuencia de la sorpresa—. Estoy un poco nerviosa todavía, pero supongo que ya se va a pasar.

La imprevista presencia de Facundo incrementó su nerviosismo. La tela blanca de algodón cae sobre el piso de cerámicos, en el mismo momento en que apoya sobre la bandeja el vaso que acababa de limpiar. Inmediatamente, Facundo se inclina y levanta la tela entre sus dedos, antes de que Mercedes siquiera intente proponer un movimiento similar.

—Este viejo pelotudo te quiere arrastrar el ala. Su postura es un tanto irritante, pero no sabe lo que le espera —acota Facundo en tono amenazante.

Mercedes comenzó a trabajar en la estancia el año previo. Sus obligaciones fueron pactadas en mantener la limpieza general de la casa principal y obrar de mesera durante los eventos sociales que organiza Alfonso. En el último viaje de aquel mismo año, durante la venta de terneros y la marcación de los animales nuevos, Facundo reparó en el peculiar atractivo de la figura de Mercedes. Su tez trigueña resalta sus ojos oscuros, entornados y adornados por alongadas pestañas. Sus gruesos labios aprisionan siempre palabras medidas y logran concentrar toda la atención en su rostro. Durante la noche en curso, el cabello oscuro recogido sobre la cabeza permite resaltar aún más sus facciones y le otorgan un aire muy fresco. El cuello grácil delinea una espalda tan estrecha como su cintura. Las caderas esbozan una imperceptible ondulación, en una figura que resalta por su delicadeza y fragilidad, otorgando protagonismo a un par de senos, que buscan emerger desde la prisión que le impone la vestimenta.

—Perdón. ¡Gracias! —responde titubeando Mercedes, mientras recibe la tela blanca con una mano izquierda que tiembla sin control, en gesto de rendición ante una batalla perdida.

Facundo se acerca y rodea su cintura con ambas manos. Conduce su palma derecha hacia la nuca y acurruca su cabeza en su pecho, en un movimiento de contención. Ella accede sin oponer resistencia. Hacía mucho tiempo que un par de brazos no la contenían, siquiera la cobijaban con afecto.

Su madre le rogó a Adolfo que la tomase como empleada en la estancia, buscando alejarla del hostigamiento y de la amenaza permanente de tener que enfrentar abusos por parte de su padrastro, quien ya hiciera lo propio con su cuerpo. Adolfo accedió ante las súplicas de una mujer anónima, que parecía no disponer de alternativas ante una situación que le resultaba inmanejable. A su vez, los diversos eventos sociales que comenzaba a organizar en aquella estancia, como anfitrión de nuevas relaciones y negocios, necesitaban una estética distintiva. Pensó que las reuniones podrían ser amenizadas con un servicio atento a los invitados, embellecido por una joven a quien podría domesticar, inculcando buenos modales, obediencia y respeto por una clase social a la cual le comenzaba a deber la posibilidad de haber salido de aquella escabrosa situación. Adolfo le indicó a Ceferino, su reciente capataz y hombre de confianza, que acondicionara la pequeña vivienda ubicada en el límite suroeste de la propiedad. La joven podría disfrutar de un hogar propio, situado a poco menos de un kilómetro de la casa principal, en línea recta. Si bien colindante con la propiedad vecina, tendría acceso propio a la ruta provincial que conduce al pueblo. Muchos años atrás y todavía en manos del propietario anterior, aquella vivienda había funcionado como puesto de vigilancia y acceso de camiones para la carga de animales. Debido a cambios en la circulación interna y a una reducción en la cantidad de peones, la vivienda había caído en la ruina de un destino de olvidos. Durante el último año, los días de Mercedes se fueron colmando de una salvadora soledad en aquella pequeña y humilde guarida.

Ambos permanecen inmóviles, enlazados en un abrazo que se extiende por el transcurso de cinco o diez segundos. Luego, Mercedes evalúa que sería pertinente separarse para continuar con la tarea que venía realizando, pero encuentra resistencia en los brazos de Facundo. En aquella posición, se mantiene aprisionada contra su cuerpo. No es una presión hiriente, pero comienza a sospechar que otras son las razones que la mantienen inmersa en aquella situación de contención. Separa su rostro de las profundidades del pecho y eleva su mirada, buscando indagar en los próximos pasos. De improviso, Facundo le arrebata un beso de los labios, tan fugaz como intenso. Percibe una de sus manos ingresando sobre el territorio de su nalga derecha, mientras el otro brazo la sujeta por la espalda, a escasos centímetros por sobre sus omóplatos. Se siente tremendamente contrariada, sin saber de qué manera proceder. En un frío y obstinado rincón racional, el mandato forjado en la obediencia y el respeto por la jerarquía social la retrae y le impide moverse. Pero, a su vez, una caldera de ubicación desconocida comienza a bombear un desenfrenado y novedoso torrente que la agita por debajo de la epidermis, impulsado por la atracción hacia aquel joven apuesto y potentado. Hasta hace unas horas, le destinaba miradas cálidas, aunque por momentos indiferentes, y ahora la tiene acorralada sin escapatoria. Siente que el temblor provocado por aquel sismo permanente que la acompañara durante la cena ha dado paso a la quiescencia de un estanque, que va relajando la tensión de todos sus músculos. Un segundo beso, más invasivo y duradero que el anterior, la sorprende ya sin defensas. Entrega su boca al deseo de sentirse contenida y al abrigo de otras amenazas. Sus glándulas salivales saborean el aroma vinílico que perfuma el encuentro de dos planetas cuyas trayectorias orbitaron en paralelo, pero que ahora sucumben en la implosión de un único lenguaje, que los devora por igual. Sus cuerpos ingresan en una fase de contacto más íntimo. Las amarras se liberan por completo, sepultando las decisiones racionales en un sótano oscuro y desprovisto de comunicación. Manteniendo un contacto íntimo, comienzan a dar pasos pequeños y entrecortados con rumbo a la lavandería. Su acceso se sitúa junto al ingreso a la cocina, ubicado en el mismo pasillo que interconecta los demás sectores de la casa. Envueltos en un abrazo apasionado, acceden con rapidez. Facundo arrima la puerta a sus espaldas, efectuando un golpe seco con el talón del pie derecho. Luego, se aferra con ambas manos a las nalgas de Mercedes, a quien aprisiona contra la pared lateral del cuarto, que permanece en absoluta oscuridad. Con las palmas de sus manos, recorre la figura de su cuerpo, explora la terneza y docilidad que expone su aún adolescente y tersa piel. Accede a sus senos fácilmente por debajo de su camisa, husmeando primero en su falda y escalando, luego, a través del plano paisaje que circunda su ombligo. Sus manos se detienen a examinar la firme terneza de sus senos. Confirma sus generosos tamaños, ofertados al público, indisimulables, pero distantes al placer. Mercedes percibe que su cuerpo se estremece ante el tránsito inquieto de aquellas manos que surcan, una y otra vez, su piel, sus caderas, sus glúteos. Aquellas partes de su cuerpo parecían estar preparadas para experiencias erógenas, pero no han experimentado tanta intensidad como hasta este momento. De pronto, una cascada de sensibilidad se entromete entre sus piernas, acompañando los dedos de una de las manos de su ejecutor, que parece haber decidido encender definitivamente la contienda. En el momento en que se dispone a reponerse de la sorpresa generada por aquella hipersensibilidad, buscando habilitar un disfrute más despojado de incertezas, la mano se retrae y regresa a ocupar un poco más de tiempo en su cadera y en sus nalgas. Desea imperiosamente que regrese al sitio en donde la reciente exploración táctil ha despertado una incipiente conflagración. Pero, en cambio, percibe que las dos manos de Facundo comienzan a jalar de su ropa interior de un modo desesperado, enrollándole las bragas por debajo de sus rodillas. De inmediato, sendas manos se alejan de su cuerpo y comienzan a disputar una exasperante pelea con la hebilla del cinturón y la cremallera de la bragueta del pantalón de jean. Por fortuna, la sensibilidad táctil regresa a su entrepierna. Pero la actitud dócil y comprensiva, aquella que fue dominando un recorrido diplomático por todo su cuerpo, hasta el punto de haber encendido erotógenas aristas, es sustituida por la presión indómita de su pene erecto, impactando directamente sobre su pubis. Sus manos abiertas regresan a su cadera, y en el contacto de sus palmas con la base de sus nalgas, la inocente e inexperta esperanza por retomar el sendero placentero, recién abandonado, se termina de esfumar. Lejos de retornar a ese rumbo idílico, percibe la sujeción en pinza de sendos brazos, que elevan y aprisionan su cuerpo contra la pared, en el mismo momento en que la cadera de su ejecutor se entromete entre sus piernas, obligando a separarlas. La nueva posición expone su velludo pubis a la dureza de aquel órgano que comienza a punzar, una y otra vez, en actitud cerril. De improviso, un aluvión de violencia ingresa en su cuerpo, atravesando la entrepierna, sin resistencias, ultrajando todo cuanto hubiera de elegante y bello hasta el momento. El dolor se apodera de aquel incipiente pulso de placer. A su paso, ingresa también un torbellino de humillación y angustia, que se sujeta de sus caderas y se expande a través del torrente sanguíneo para terminar bañando todos los rincones de su cuerpo. En medio de aquel violento tifón de olas que rompen, una y otra vez, sobre su pelvis, sus músculos ya no le responden. Hubiese querido modificar su situación, tal vez arremetiendo con golpes de brazos y piernas a aquella bestia que se ha apoderado de su sensibilidad. Pero no puede hacer nada, tan solo esperar. Intenta contener el temblor de sus músculos a la espera de que la tormenta amaine. De pronto, el hostigamiento finaliza en un espasmo eléctrico, en una respiración agitada que resopla sobre su oído derecho. Luego, la calma y el silencio, en la oscuridad de una noche de primavera. La realidad se detiene en aquel eterno instante que prosigue a la afrenta que no supo detener. Aquel torbellino se lleva, en un par de minutos, su virginidad y su inocente búsqueda por contención y afecto.

—¡Acá tenés! Viejo hijo de puta. Esto nunca va a ser tuyo —susurra Facundo todavía excitado por la intensidad del encuentro. Se separa de Mercedes, quien queda petrificada contra la pared, sin emitir sonido—. Esto queda entre nosotros —concluye mientras termina de ajustar su cinturón y se escabulle a través de la puerta, rumbo al pasillo.

La oscuridad retorna de golpe al cerrarse la puerta nuevamente. Mercedes no se puede mover. Sus muslos resisten emitiendo microscópicos temblores. El ardor de una congoja que madura en su entrepierna y viaja hacia sus lagrimales comienza a extirpar gotas saladas que emergen entre sus párpados. Toma una servilleta de algodón de uno de los estantes contiguos, donde se depositan toallas usadas y ropa blanca para lavar, y la comprime contra su pubis. Con la mano firme y los ojos cerrados, atrapa y contiene por unos segundos los alaridos de un desconcierto que la aturde y la enmudece. Se desliza con lentitud por su piel y aún busca escabullirse de su cuerpo. Se esfuerza en reprimir en su mente lo acontecido, para poder reponerse cuanto antes y continuar con su trabajo. No hay tiempo para procesar lamentos; tampoco hay espacio para huir. Se recompone como puede, mientras desenrolla y desliza sus bragas a través de sus muslos. Luego, acondiciona la camisa y el delantal en su cintura, observando con sus dedos en la oscuridad. Respira y exhala con intensidad, un par de veces, y abandona el cuarto de lavandería para retomar el acondicionamiento de los vasos de cristal, frente a la vitrina.

La noche prosigue su curso. Los grillos estridulan entre frases acaloradas, nuevamente rondando en discusiones sobre un futuro de libertad para las mentes del pueblo argentino, predicciones sobre el final de un comunismo decadente y miradas soeces que atraviesan cubos de hielo y whisky escocés. Tanto las frías palabras como los tonos de color ámbar que despide el alcohol giran en amplios vasos de cristal, aferrados a manos diestras que sellan, sin titubeos, destinos definitivos. Como Adolfo le ha encomendado, Mercedes permanece de pie junto a la mesa lateral, donde reposan las botellas que contienen la única bebida que enjuga un diálogo vivaz y estimulante para todos los presentes. De tanto en tanto, procede a verter una medida de whisky sobre algún vaso que sediento solicita una recarga. Las frases interceden y se intercalan en la vorágine de un intenso diálogo. “Que esta vez la medida sea doble”; “Por ahora sin hielo, así se disfruta mejor la malta”; “Nena, me traés más de ese líquido virtuoso”; “Parece que la última vez me serviste poco, porque duró lo que un pedo en el agua”; “Un par de vasos más y vas a conocer la furia de este puma”; “Más que vaquillona, esta es ternera de año tirando para vaquilla”; “Me parece que ya está lista para el entore”; “Carne fresca y firme la de hoy”. La noche avanza liberando las amarras de la decencia, y con ello retornan también los temas políticos y económicos.

—Todavía tenemos espacio para tomar más deuda y financiar los objetivos de la reorganización y el afianzamiento de la soberanía nacional —asegura el jefe del Tercer Cuerpo del Ejército ante la consulta del presidente por la situación macroeconómica del país.

—El camino del endeudamiento en moneda dura es también un ordenador social. Cuando uno está sobrado, empieza a despilfarrar, pero cuando el agua te llega al cuello, no queda otra opción que hacer un uso eficiente de los recursos —concede el tesorero—. A este país le hace falta una buena apretada de cogote, con las dos manos. No hay que asfixiar, pero con que se restrinja un poco el oxígeno alcanza.

—Es un momento oportuno. Tenemos que aprovechar que las tasas de interés están bajas en el mundo y se pueden conseguir dólares fácilmente —añade el jefe de la unidad militar.

—En última instancia, esa deuda quedará como guía para el futuro. No podrán hacer nada sin pedirle permiso al FMI, y solo las reglas liberales serán las que dominen la economía —insiste el tesorero mientras enciende un cigarro grueso de hojas de tabaco de origen cubano—. Será imposible meter una idea zurda en esta economía por los próximos cien años. Para pagar la deuda en dólares, se necesitan dólares. ¿Quiénes producen los dólares en este país? El campo —Resuelve la lógica sin esperar una respuesta, soltando el humo por nariz y boca sin dejar de hablar—. Entonces, tendrán que dejarse de joder con sacarle la leche siempre a la misma vaca. Con una deuda alta, no habrá otra opción que dejar al campo que produzca tranquilo y exporte al mundo, porque será necesario generar los dólares que hagan falta para cumplir con los pagos.

—Es otra mirada del endeudamiento. A mí me preocupa asegurarnos el financiamiento de las acciones que debemos impulsar en los próximos años, para terminar de reorganizar y volver a encauzar este país —replica el jefe militar.

—Es que no veo contradicciones. Ustedes se aseguran el financiamiento para mantener un ejército activo, a la vez que nosotros clarificamos el horizonte para que se oriente de manera definitiva la mirada al mercado mundial. Finalmente, todos contentos —resuelve convencido el presidente.

—Solo nos quedaría quitar del juego a la reina de la intervención, la Junta Nacional de Granos, y que nos dejen trabajar más libremente —añade el tesorero—. Sería un sueño asistir a la disolución, pero quizá sea mucho pedir.

—Estimados —irrumpe Adolfo con el vaso de cristal en alto, blandiendo una medida generosa de whisky—. Como estamos todos de acuerdo, quisiera agradecer su presencia. En primer lugar, en nombre de la justicia, por colaborar en pulir algunos detalles que entorpecían la adquisición definitiva de estas tierras donde tenemos el gusto de brindar —Dirige un ademán al camarista—. Nos espera un desarrollo agropecuario auspicioso para los próximos años —extiende su mano hacia sus colegas de la Sociedad Rural y continúa—: Por eso, la hemos denominado La Nueva Esperanza, una estancia que colaborará con los objetivos de la reorganización nacional, aportando al crecimiento económico y al progreso del país —Cierra el breve discurso con una mirada al jefe local del Tercer Cuerpo del Ejército—. ¡Salud!

—¡Salud! —responden todos al unísono y beben con satisfacción.

—Con su permiso, aprovecho la parada. Me voy a ir retirando. Agradecido por el convite y por ofrecernos esta excelente velada, Adolfo —intercede el presidente.

—En efecto, una cena magnífica. Aprovecho también para retirarme —comenta el jefe del Tercer Cuerpo del Ejército. Al percatarse de su movimiento, el cabo primero y el sargento enderezan su postura, siempre de pie. Se aprestan para escoltar al jerárquico hasta la posición del vehículo, donde los aguarda, también en posición atenta, el cabo que custodia el regreso.

—Ha sido una noche espléndida. Adhiero a los agradecimientos y agrego que estamos en presencia de un anfitrión de excelencia. Será difícil competir con este tipo de recibimientos —comenta el tesorero mientras se levanta con dificultad de la silla. Ya de pie, acaricia su abdomen con la mano izquierda a la vez que succiona del cigarro y exhala el humo con indisimulable regocijo.

—Por favor, el placer es mío —responde Adolfo con resolución, mientras acompaña a los comensales hacia la zona donde aguardan los vehículos, estacionados debajo de un eucaliptus de mediana estatura.

La noche se despide también, agradablemente fresca. Las estrellas más brillantes pelean su presencia en el cielo, cruzando a través del resplandor que impone la ciudad. Adolfo le indica a Mercedes que se retire, que puede terminar el trabajo de limpieza al día siguiente. Con la casa en silencio, Adolfo y Facundo se dirigen a sus respectivos cuartos. Ambos se recuestan satisfechos, uno por el éxito del evento y el otro por el signo aún latente del encuentro sexual. Sin más, concilian el sueño adormecidos por sus convergentes entusiasmos.

2

Los rayos del sol pellizcan la cumbrera rojiza que se exhibe apuntando hacia el noreste. El canturrear de los pájaros inunda de alegres sonidos el ambiente matutino. Una pareja de teros merodea en silencio por el espacio abierto a la gramilla, frente a la galería. Su paso sigiloso se interrumpe, de tanto en tanto, por un intempestivo sobresalto que parece no modificar su serena actitud. Un zorzal cruza caminando debajo del gran algarrobo que escolta la casa. Se detiene, picotea el suelo y extrae una lombriz de entre la hojarasca. Luego levanta vuelo y se pierde entre el frondoso follaje. El grito de los teros anticipa un cambio repentino. Pocos segundos después, Ceferino golpea con fuerza la puerta de ingreso a la casa, utilizando el puño cerrado de la mano derecha.

—¡Siñor Adolfo! ¡Siñor Adolfo! ¡Por favor, salga, urgente! —sus gritos se entremezclan con los golpes secos en la puerta. Después de unos minutos, el picaporte se mueve y la puerta se abre lentamente. La luz brillante del amanecer enceguece los ojos de Adolfo, quien lucha por enfocar la mirada.

—¿Qué sucede, Ceferino? ¿Por qué tanto quilombo? —pregunta Adolfo con sorpresa.

—Dencontré a Mercedes tirada en el monte, donde la casa de los piones —explica Ceferino.

—Llevala a la casa. Me visto y voy para allá —responde Adolfo con resolución mientras se refriega los ojos con las manos.

En ese mismo momento, Facundo aparece con el torso desnudo y en paños menores por el pasillo, acudiendo también al llamado. Sin embargo, se detiene y vuelve de inmediato sobre sus pasos al escuchar las palabras de Ceferino. Ambos se visten con rapidez, ingresan a la F100 estacionada bajo los árboles frente a la galería y se dirigen a la casa de los peones, acondicionada y transformada, recientemente, en vivienda para Mercedes.

Recostada en un colchón de lana depositado sobre el piso de tierra, en la única habitación de la casa, yace Mercedes inmóvil. Durante unos segundos, Ceferino, Facundo y Adolfo permanecen de pie junto al colchón, abstraídos por la escena. Los muslos y los glúteos se ofrecen desnudos, registrando moretones y surcos colorados que parecen haber desgarrado la piel. La camisa, originalmente blanca, se presenta ahora cubierta de barro y tierra negra. La tapeta abierta casi en su totalidad exhibe algunas manchas secas y rojizas, en especial hacia la zona baja de la vestimenta. La camisa es lo único que lleva puesto y apenas cubre sus caderas, dejando entrever el ombligo y sus senos. Los botones han sido extirpados de raíz como consecuencia de la acción de algún movimiento brusco, al jalar de la tela. En su rostro emerge un moretón amarillento a la altura de la comisura izquierda de la boca e invade los labios, promoviendo un grosor mayor al habitual. El párpado del ojo derecho sobresale henchido y le obstruye la visual. El otro ojo permanece abierto, desenfocado, orientado hacia un embudo de atracción ubicado en algún lugar del techo. Un hilo de saliva cuelga de la boca y se extiende hasta su hombro, que sirve de apoyo transitorio a su cabeza ladeada. Su respiración es rítmicamente agitada y sus músculos se contraen en espasmódicos temblores. Sus piernas cruzadas parecen esconder las razones de una situación que sigue siendo humillante. Un hilo de sangre desborda del pubis, cruza el muslo y gotea sobre el colchón. Adolfo le ordena a Ceferino que traiga una manta que se encuentra en el interior de la camioneta, mientras se aproxima a Mercedes para constatar su estado general. En un diagnóstico rápido, resuelve que no hay peligro de muerte, aunque reconoce que está muy mal herida.

—Aparentemente alguien la golpeó y abusó de ella —le susurra a Facundo, como buscando confirmación. En ese instante, ingresa Ceferino con la manta en las manos. Adolfo la extiende y cubre todo el cuerpo de Mercedes, dejando solo su rostro a la vista—. Ceferino, andá al pueblo a buscar a la enfermera… No recuerdo su nombre.

—La dotora Josefina —sugiere Ceferino.

—Exacto. Andá a buscar a Josefina para que cuide de Mercedes. No va a hacer falta llevarla al hospital. No parece grave, pero va a necesitar acompañamiento —decide Adolfo.

—Siguro, patrón —responde Ceferino y sale de la casa acatando la orden.

Adolfo se acuclilla junto a Mercedes y observa su rostro. Su mirada se dirige hacia él, pero no emite sonido. La respiración comienza a ser un poco más serena.

—¿Quién te hizo esto, Mercedes? ¿Podés recordar algo? —pregunta Adolfo en tono compasivo.

Sin embargo, no recibe respuesta; tan solo la mirada fija de un ojo que parece medir la distancia, pero con nula capacidad para transmitir alguna señal.

De pie sobre el extremo del colchón, Facundo observa consternado la situación. La crudeza de la primera imagen se impregnó en su nervio óptico, junto con una sensación empática al ver su indefensión y la soledad en la que yace. No obstante, cuando su padre se acercó a su rostro para indagar en los hechos y en el causante de tanta violencia, su posición empática viró rápidamente, dando lugar a una actitud de incredulidad. Comienza a sospechar que aquella es una coartada planificada, una puesta en escena para provocar lástima primero y, luego, piedad. Su mente se nubla al imaginar que, de un momento a otro, Mercedes declarará que ha sido él quien la ha ultrajado. De inmediato, comienza a pensar en el diseño de una estrategia para contrarrestar su ataque, pero no encuentra los argumentos precisos. Con rapidez, busca reconstruir en su mente la secuencia de los hechos acontecidos en la noche previa. Rememora que siempre estuvo en la reunión, sentado a la mesa junto con los demás comensales. Luego se fue a dormir. No hay más que decir, es simple. Pero su mente no puede omitir aquella breve ausencia en el momento en que el cardenal se retira del lugar, como un agudo fiscal que se aferra a un dato sospechoso e indaga en la profundidad de los sucesos, en busca de la verdad. En actitud defensiva, resuelve que podría ser fácilmente justificada en una visita al lavabo, en la perentoria necesidad fisiológica de orinar. Si bien el argumento es válido, de todas maneras no es concluyente, ya que aquel movimiento podría coincidir con el momento en el cual ocurrió el arrebato de violencia contra la víctima. Fuerza sus pensamientos, buceando entre los recuerdos para encontrar un espacio donde esconderse, pero la presión por hallar aceleradamente una solución y la expectativa creciente ante la inminente confesión lo perturban. Enredado entre argumentos que comienzan a ser cada vez más incongruentes, entre secuencias de acontecimientos que no respetan una lógica coherente, se percibe empantanado. No alcanza a registrar que Mercedes se retira de la casa principal ante la indicación de Adolfo, tiempo después de su encuentro sexual. O sea, su padre tendría plena conciencia de que ella se retiró al finalizar el evento, en perfecto estado y en pleno poder de sus decisiones. Ese detalle sí sería concluyente, aunque su enmarañada madeja de ideas obstruye su capacidad para identificarlo.

Con un vaso de agua en la mano, Adolfo insiste en obtener un breve relato de lo sucedido. Mercedes ha comenzado a calmarse y ha logrado incorporarse para beber agua. Permanece inmóvil, sentada sobre el colchón, con la espalda apoyada sobre la pared de adobe irregularmente endurecido, entre ladrillos oscuros que se ofrecen a la vista. La mirada se mantiene desenfocada, apuntando ahora al piso de tierra. La respiración es acompasada, y hasta su piel parece haber recobrado su tonalidad. La imagen no es menos acogedora, pero el desenlace parece inevitable.

Facundo decide retomar las riendas en su mente y cambiar el rumbo de los argumentos basados en los acontecimientos, para adoptar una postura inquisidora. Dejar de pensarse como sospechoso para constituirse en fiscal. “¿Qué estará buscando con esta penosa actuación, por cierto muy verosímil? ¿Pensará que puede sobornarnos o que mi padre me va a castigar por ello? ¿Querrá solicitar algo a cambio de su silencio?”. Las preguntas giran aceleradamente en la cabeza de Facundo, resguardándose en la única postura que podría esgrimir en ese momento. Es consciente de que la posición entre ellos es desigual y de que el poder de la decisión última está de su lado. Por fin encuentra alivio ante aquella definitiva revelación.

—Fue el señor gordo de la esquina, junto al cura —confiesa Mercedes sin levantar la mirada. Prosiguen eternos segundos de silencio—. El humo en su cara… —balbucea sin completar la frase.

Adolfo, todavía acuclillado junto al colchón, levanta la vista hacia la posición de Facundo, siempre de pie en el mismo lugar. Cerrando pesadamente los párpados y con un leve movimiento lateral de la cabeza, sugiere una señal que confirma el silencio sepulcral que acompañará por siempre a este caso. Facundo respira de alivio. En algún punto, le sorprende la rápida resolución, en especial la facilidad con que se quitó de un plumazo toda sospecha sobre su persona, sospecha que solo él ha instaurado en su propia mente. Sin embargo, ya resuelta su situación, su cuerpo comienza a inundarse de una ira terriblemente intensa, pero que no puede exteriorizar. Percibe que una sensación de furia crece en su torrente sanguíneo y acelera el pulso de sus latidos. El rostro y la actitud displicente del tesorero le arrebatan el breve consuelo que logró asir algunos segundos antes. Piensa que una sobreactuación podría ponerlo de nuevo en desventaja frente a los hechos. Por otro lado, el victimario es una persona de mucho poder y un socio clave de su padre para impulsar los proyectos que ha puesto en marcha. Concluye que no hay nada que hacer. Decide reprimir sus impulsos y guardar silencio. En última instancia, él ha ganado la primera batalla.

Adolfo le aseguró a Mercedes conservar su trabajo en la estancia, siempre y cuando ella mantenga este suceso en silencio absoluto. Ella asintió. No tiene ningún lugar a dónde ir. Para no levantar ninguna sospecha, el acuerdo incluye que Ceferino se instale en la casa para cuidar de ella. Ante la sociedad local, será su nueva pareja.

Por la tarde de ese mismo día, Adolfo y Facundo regresan a la ciudad de Buenos Aires, en primera clase de un vuelo de Aerolíneas Argentinas. Al llegar al Aeropuerto Jorge Newbery, son recibidos por Catalina, quien sostiene a una beba en brazos. Facundo besa a su esposa en los labios, luego toma a la beba y sella un cálido beso en la frente de su hija Denise.

3

Me dicta una dura y seca orden. “¡Silencio! ¡Es hora de dormir!”. No reconozco su voz, pero el tono me resulta familiar. Tampoco puedo ver de quién se trata; está muy oscuro. Mis ojos están tapados con un trozo de tela mugriento, sujetado con firmeza por un nudo doble ubicado detrás de mi cabeza. Su presión me comprime el cráneo y la agresión se irradia hacia la nuca. No logro descifrar si alguien más me acompaña o si me encuentro sola. Aguzo el oído y capturo algunos sonidos apenas perceptibles. Imagino que un par de hormigas inquietas recorren el fleje de la pared y se dirigen hacia el rincón, acelerando su marcha con la ayuda de sus múltiples patas. Sospecho que una rata husmea con su hocico en los alrededores, sensible y audaz, buscando algún fragmento de alimento que sacie su intranquilidad. Las cucarachas revolotean sobre mi rostro, aterrizando bruscamente sobre el polvo que tapiza el suelo desnudo.

Huele a encierro. La atmósfera presiona tanto como la venda en mis ojos y contiene la humedad sobre mi cuerpo. Inspiro y percibo, junto con el aire, el ingreso de diminutas gotas de agua que friccionan dentro de mis branquias y en mis pulmones. De repente, me estremezco al registrar el eco del golpeteo de las botas acercándose. Las hormigas, las cucarachas y la rata solitaria me abandonan de inmediato al percibir también aquellas vibraciones. Se escabullen a través de huecos y pasadizos que tan solo aquellos seres, adaptados a la adversidad extrema, pueden utilizar. Pero yo no me puedo mover. El terror inunda nuevamente mi sistema nervioso y los temblores vuelven a dominar mis músculos. Aguardo expectante unos segundos, tiritando fuera de control. El eco persiste, pero su intensidad disminuye junto con el siguiente paso, alejándose con su promotor. Pero su impronta no se diluye con tanta facilidad. Cada una de las huellas de las suelas de goma, cada repiqueteo del talón se queda conmigo durante un tiempo y me acompaña en la intimidad. Aquel seco y tortuoso sonido se imprime en mis sienes, como un clavo ingresa progresivamente en un taco de madera, ante cada impacto de un martillo inquisidor. Necesito muchos minutos, tal vez decenas de ellos, para recobrar algo de tranquilidad. Finalmente, mi espalda se relaja y logra posarse, nuevamente, en toda su extensión.

Creo que estoy en un galpón. Debe ser grande, porque hace frío, y el sonido de la lluvia y del viento moviendo las chapas en la altura se multiplican. Por las características del eco, estimo su longitud en una cuadra, tal vez un poco más. Me encuentro recostada en un piso sucio, sobre una delgada colchoneta. Un intenso dolor lumbar me mantiene inmóvil. Por momentos el dolor me tuerce y me arquea la columna vertebral. Tengo la sensación de que una infección me está corroyendo por dentro, pero no puedo diagnosticarla, porque no recibo atención médica ni ayuda de ningún tipo. Las toxinas parecen circular en mi flujo sanguíneo, favorecidas por la disfuncionalidad de filtros estropeados por la violencia. Por suerte, me abriga una colcha. Su peso me comprime contra el suelo, y la suciedad me sujeta.

En el exterior, mucho más lejos que la distancia que me separa del techo del galpón, imagino que un otoño sombrío tapiza las crujientes veredas, por donde una multitud de jóvenes se desplaza sin preocupaciones. Veo a las madres aguardando en un andén o dialogando en una plaza arbolada, entre niños que azuzan las palomas y corren entre toboganes y hamacas. Veo a padres indiferentes, festejando la conquista del primer Campeonato Mundial de Fútbol, saltando y cantando ante la presencia de pañuelos que blanquean cabezas anónimas.

La demora, la creencia y la racia conviven y se retardan unas a otras. Te demoran por un documento que no registra tu identidad, menos aún tu ideología o tus convicciones. Secundan tus pasos hasta confirmar que el Dios único y todopoderoso habita en tus oraciones. La creencia en un porvenir en paz se entromete en los sermones dominicales y encuentra un símbolo en el uniforme del comandante en jefe. Decidido, señalará hacia el sur con su dedo inquisidor, ante la exaltación de una plaza que lo vitoreará. Por ahora, sus gestos sepultan aquellos mismos pañuelos blancos, que arroja bajo sus pies de soberbia. La racia sigue extrayendo a los mismos jóvenes que vagan por las calles, embadurnados en densas barbas y largos cabellos que encubren su rebelión. La racia sigue succionando el calostro de senos colmados de vida, que no logran amamantar a las hijas y a los nietos suprimidos. La cabeza rapada asoma por sobre la espalda de los soldados que caerán en las tumbas del olvido, tan distantes como anónimos. Su batalla no será solo aquella librada en combate aéreo o naval, en gélidas aguas de un océano de incertidumbres y soledades. Su precaria empresa ya comenzó a disolverse en un par de cubos de hielo, que diluye el alcohol añejo de barriles sellados con malta escocesa. Sus designios caminan encerrados en un recipiente rojo que cosechará destiladas frustraciones en islas del norte, para derramar sangre juvenil en islas del sur. Los piches y los escarabajos anticipan la estrategia y se esconden debajo de la superficie de la tierra, revolcándose en el vientre de la salvación.

Recostada en la soportable incomodidad de una colchoneta, me entrego al silencio de aquellas imágenes que circundan mi mente, una y otra vez. Mis oídos se obturan, finalmente, acompasados por los pasos cardíacos que retumban en el eco de la oscura intimidad.

4

Un ritual esquemático de atuendos y tonadas ingresaban, circulaban y salían de la casa. Todos los días, sin descanso, debían cubrirse variadas tareas. Por las mañanas, luego del desayuno que a regañadientes aceptaba, Denise se preparaba para asistir a la escuela. Un chofer la esperaba en la puerta, de pie junto a un sedán 405 azul oscuro, recientemente adquirido, estacionado frente a la escalera de ingreso. Facundo había decidido cambiar el Torino sedán de cuatro puertas y seis cilindros que disponía el chofer de Catalina, bajo el argumento de mantener actualizado el parque automotor. En verdad, consideraba que para aquel destino no era necesario disponer de un vehículo cuyo consumo de combustible le resultaba muy excesivo para la causa.