Las moléculas de la vida - David González Jara - E-Book

Las moléculas de la vida E-Book

David González Jara

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Las moléculas son las grandes protagonistas de este libro. A través de sus páginas conoceremos la estructura de los elementos básicos sobre los cuales se construye y se desarrolla la vida, las propiedades que los caracterizan y los diferencian, y las funciones que ejercen en los organismos. Así, mediante las moléculas que constituyen los seres vivos -Las moléculas de la vida-, seremos capaces de inferir las características que definen la vida en el planeta. Esta es pues, una obra dedicada a la belleza y la complejidad de lo minúsculo: los átomos y las moléculas engendradoras de vida. Porque no tenemos que olvidar que la vida es mucho más compleja que las moléculas sobre las cuales se ha erigido, pero sus características emanan de la sencillez de estas.

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Las moléculas de la vida

Breviario para bioquímicos novatos

David González Jara

PREMIO EUROPEO DE DIVULGACIÓN CIENTÍFICA ESTUDI GENERAL 2018

Directora de la colección:

Carolina Moreno

Coordinación:

Soledat Rubio

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Del texto: David González Jara, 2019

© De la presente edición:

Unitat de Cultura Científica

i de la Innovació de la Universitat de València

www.valencia.edu/cdciencia

[email protected]

Publicacions de la Universitat de València, 2019

www.uv.es/publicacions

[email protected]

Producción editorial: Maite Simón

Interior

Diseño: Inmaculada Mesa

Maquetación: Celso Hernández de la Figuera

Corrección: Iván Gracía Esteve

Cubierta

Diseño original: Enric Solbes

Grafismo: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-9134-533-6

Consideraba aquellos magníficos enlaces de los átomos

que dan aspecto a la materia;

que revelan las fuerzas evidenciándolas;

que crean los individuos en la unidad,

las proporciones en la extensión,

lo innumerable en lo infinito,

y que por la luz producen la belleza.

Estos enlaces se forman y deshacen sin cesar;

de aquí la vida y la muerte.

(Victor Hugo, Los miserables)

ÍNDICE

PROEMIO

1. EL PRINCIPIO DE TODO

PASE DE MODELOS

LA BELLEZA ESTÁ EN EL INTERIOR

EN BUSCA DE LA ESTABILIDAD

LAS MOLÉCULAS DE LA VIDA

2. LA FUENTE DE LA VIDA

UNA MOLÉCULA NO TAN SENCILLA

¿POR QUÉ NO TE HUNDES?

SIN NECESIDAD DE HERVIR

¡QUÉ CALOR!

ANDAR SOBRE LAS AGUAS

POR FAVOR, ¡DISUÉLVANSE!

3. LA SAL DE LA VIDA

MÁS DURO QUE UNA PIEDRA

PÍLDORAS DE QUÍMICA

4. LA ENERGÍA DE LA VIDA

ANTE TODO SENCILLEZ

REGALANDO ELECTRONES

GIRA, GIRA, GIRA

¿POR QUÉ TE ENROLLAS?

ESTABLECIENDO LAZOS

FAMILIA NUMEROSA

5. LA VIDA ES DIVERSIDAD

CUESTIÓN DE OMEGAS

LOS TRES MOSQUETEROS

DE CABEZA Y DE CULO

¡QUE TE SUBE EL COLESTEROL!

ALMACENES DE GRASA

DAR CERA, PULIR CERA

EL FÓSFORO DE LA VIDA

ARQUITECTOS CELULARES

6. LAS MOLÉCULAS QUE NOS DEFINEN

MUCHO MÁS QUE LADRILLOS

ARQUITECTURA MOLECULAR

TAREAS PROTEICAS

7. EL LIBRO DE LA VIDA

CONSTRUYENDO VIDA

SUPERESTRUCTURAS

SERVICIO DE REPARACIONES

CON LAS MANOS EN LA MASA

EL LENGUAJE UNIVERSAL

GENES, PROTEÍNAS Y VIDA

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

CRÉDITOS DE LAS IMÁGENES

ÍNDICE ANALÍTICO

PROEMIO

Si hay una idea que a lo largo de mi errático devenir por este planeta he llegado a entrever con cierta claridad es que las cosas más grandes comienzan su existencia siendo muy pequeñas. Y que conste que no hablo de aquel error que empezó como un minúsculo préstamo a bajo interés y que, con el paso de los años, se ha convertido en un gigantesco agujero negro del que no veo forma humana ni divina de escapar. Ni tampoco con esta percepción trato de transmitiros un mensaje espiritual o sentimentaloide dándomelas de pseudointelectual a lo Paulo Coelho. Cuando hablo del minúsculo germen que poseen las cosas más extraordinarias estoy siendo mucho, muchísimo más ambicioso, me estoy refiriendo a la vida misma.

Sin embargo, aunque la vida surge de lo minúsculo, cuando pensamos en ella la imagen que se crea en nuestro cerebro se parece más a la escena de unos niños jugando alegremente en el parque o a la de un árbol que florece al llegar la primavera que a la de átomos intercambiando electrones. ¿Sois conscientes de que el individuo, lo que los biólogos denominan el nivel organismo, es invariablemente el protagonista de todas las historias que tienen que ver con la vida? Cierto es que, a veces, algunos van un poco más allá, asociando células, bacterias e incluso virus con eso que denominamos vida; pero os aseguro que pocos, muy pocos son capaces de descender a la trastienda de la existencia y vincular la vida con las moléculas.

En realidad se trata de una forma de proceder bastante humana, uno se preocupa de la potencia que puede desarrollar el coche, de si es diésel o gasolina y, como mucho, del color de la carrocería, pero casi nadie muestra el más mínimo interés por las bujías, los amortiguadores o la correa de distribución, a pesar de que sin todos estos elementos el vehículo jamás funcionaría. De igual modo, cuando hablamos de la vida prestamos especial atención al individuo, con frecuencia a las comunidades de las que forma parte y, a veces, a las células que lo constituyen, pero ¿y las moléculas?, ¡¿quién se acuerda de las moléculas?!

Se podría argumentar que el objeto va mucho más allá de los elementos que lo modelan, que la sustancia posee propiedades que están ausentes en sus constituyentes (la conciencia o el pensamiento humano son una pequeña muestra lo suficientemente esclarecedora que resulta de tal afirmación), y sin embargo todo lo que ese complejo objeto ha llegado a ser depende de los minúsculos elementos a los que despojamos de importancia. Sin duda, la vida es muchísimo más compleja que todos los átomos y moléculas sobre los que se ha erigido, pero todas sus complejas características emanan de la sencillez de las otras.

Existen multitud de libros que divulgan los aspectos más extraordinarios de la vida, pero lo hacen centrándose en los organismos, en las comunidades que forman y en las inverosímiles relaciones que entre ellos se establecen. Libros que nos muestran la complejidad que poseen plantas, animales o microorganismos, que nos hablan de la excepcionalidad del ser humano, que relatan el origen de la propia vida en este planeta; libros que a veces descienden al nivel celular como medio para justificar su complejidad, pero muy pocos se sumergen en el mundo de las moléculas.

Para llevar la contraria, pero sobre todo para cubrir un área imprescindible en la comprensión de la vida, en el presente escrito las moléculas van a ser las grandes protagonistas. A través de las páginas de este libro conoceréis la estructura de los elementos básicos sobre los que se construye y se desarrolla la vida, las propiedades que los caracterizan y diferencian, y las funciones que desempeñan en los organismos. De hecho, el desarrollo del libro pivota continuamente sobre estos tres aspectos: estructura, propiedades y función de las moléculas. Se trata de que a través del conocimiento de las moléculas que constituyen los seres vivos (las moléculas de la vida) seamos capaces de inferir las características que definen la propia vida en este planeta.

Pero antes de meternos en faena quiero adelantaros algunas de las características que posee este texto. Como un entrenador de fútbol que previamente analiza las fortalezas y debilidades del rival al que se va a enfrentar su equipo, un divulgador necesita estudiar las peculiaridades del tema que quiere desarrollar y las características del lector a quien va dirigido. Bueno, pues sumergido en esta tarea tengo que reconoceros que se alzaron ante mí dos tremendas dudas.

El primer inconveniente que surgió al escribir este libro fue la complejidad que le es inherente al tema que en él trato de desarrollar. El nivel molecular posee una complejidad que no siempre es accesible para el lector que carece de rudimentos científicos (especialmente en química), de modo que un libro con un enfoque eminentemente académico estaría vetado a la mayoría de los lectores. Por otro lado, el tono y la estructura de los libros de carácter divulgativo que ya había escrito sobre parasitología, microbiología o botánica (todos con el nivel organismo como gran protagonista) tampoco se adaptaban a lo que estaba buscando. ¿Qué hacer? Finalmente, me he decantado por un híbrido que contenga muchos de los más relevantes aspectos científicos de las macromoléculas, pero que a la vez mantenga un tono divulgativo que no dé por conocido ningún concepto, sino que, por el contrario, el uso de analogías, trasposiciones, símiles… y otras estrategias típicas en divulgación hagan accesible la lectura a cualquier individuo.

El otro dilema ante el que me encontré hacía referencia al estilo narrativo que debía emplear: una especie de narrador omnisciente, relato narrativo a modo de memorias, en primera, en tercera persona, impersonal, informal… Dudas que disipé tras releer (creo que por quinta vez) El guardián entre el centeno. En este libro J. D. Salinger utiliza una técnica narrativa llamada Skaz, un tipo de narración en primera persona que mimetiza la palabra escrita con la palabra hablada. En su libro, Salinger se pone en la piel de un adolescente que constantemente se dirige en primera persona al lector; y eso mismo es lo que veréis en este libro sobre moléculas, solo que en vez de imitar los pensamientos de un chaval de quince años me he decantado por desempeñar un papel que no me es del todo desconocido: el de profesor.

Dicho todo lo cual, el libro Las moléculas de la vida está escrito con un tono divulgativo, en primera persona y utilizando un lenguaje más cercano al hablado que a la palabra escrita. Además, entre sus páginas os encontraréis con una gran cantidad de imágenes que recrean la estructura de las moléculas que originan la vida y los procesos en que intervienen. Es probable que, ante la profusión de representaciones moleculares que aparecen en el texto, un vistazo superficial pueda abrumar al lector, haciéndole pensar que este es otro manual para estudiantes de bioquímica y no un libro divulgativo. No podría estar más equivocado, todas las imágenes han sido cuidadosamente seleccionadas (la inmensa mayoría diseñadas ex profeso por el autor) con el objetivo de complementar las explicaciones y facilitar su comprensión. Las imágenes de moléculas y procesos químicos no tienen como objetivo incrementar el nivel de complejidad de los contenidos desarrollados en el libro, sino facilitar su aprehensión por el lector.

El libro está dividido en siete capítulos, dedicándose el primero a esclarecer conceptos generales relacionados con el origen y las características de átomos y moléculas. Durante los otros seis capítulos se abordan relevantes aspectos sobre la estructura, propiedades y funciones de las moléculas de la vida: agua, sales minerales, glúcidos, lípidos, proteínas y ácidos nucleicos. Sin duda, existen muchísimas más moléculas de la vida de las que vais a conocer en este libro, pero las que aquí se desarrollan son más que suficientes para comprender la relevancia que unas «simples» moléculas poseen en la génesis y el mantenimiento de la vida en este planeta.

En Ávila, a 24 de agosto de 2018.

David G. Jara

1

EL PRINCIPIO DE TODO

Ginebra. 4 de julio de 2012

En el interior de un minúsculo y espartano despacho situado en uno de los extremos del CERN, al menos una decena de investigadores, generalmente comedidos y poco dados a la celebración, brindan exaltados con champán cual hooligans tras la victoria de su equipo de fútbol. Y la celebración no era para menos: acababa de ser descubierto el bosón de Higgs, y con ello el modelo estándar de la física de partículas recibía un espaldarazo sin precedentes.

Lo cierto es que poco, muy poco voy a hablaros del bosón de Higgs o de la teoría cuántica de campos, porque, sin duda, excede los objetivos de este escrito. Sin embargo, la anécdota anterior no es sino el fiel reflejo de la naturaleza humana y de su afán por encontrar respuestas a todos los interrogantes que retan a su entendimiento. El Homo sapiens es una especie que ha sido bendecida por la naturaleza con la capacidad para ser consciente de lo que sucede a su alrededor y, a la vez, con la necesidad de cuestionárselo absolutamente todo. ¿Qué somos? ¿De dónde venimos?…

El LHC (Large Hadron Collider), donde se descubriera el bosón de Higgs haciendo colisionar haces de protones a velocidades cercanas a la que posee la luz en el vacío, es, por ahora, el último paso en esa eterna búsqueda de respuestas a la que cual Sísifo se encuentra eternamente condenado el ser humano. Pero la capacidad para cuestionarnos una realidad de la que nos sentimos protagonistas no ha surgido de repente en el hombre contemporáneo, todo lo contrario, se trata de una característica innata a la naturaleza humana de la que los antiguos griegos ya dieron sobrada cuenta. Fue en la Antigua Grecia donde por primera vez surgió el concepto de átomo como componente fundamental de la materia, y esa misma antediluviana idea constituye también el punto de partida para este escrito.

PASE DE MODELOS

Allá por el siglo V a. C., Leucipo y su discípulo Demócrito establecieron una corriente de pensamiento denominada atomismo que, entre otras ideas, proponía que toda la materia (desde una piedra, pasando por el aire que respiramos, hasta llegar a los propios seres humanos) estaba modelada a base de unas partículas indivisibles llamadas átomos. Para estos primeros científicos, las diferentes combinaciones de átomos eran la causa final de la heterogeneidad de los organismos y objetos que se podían observar en la naturaleza. Lo cierto es que hoy día, habiendo crecido dentro de un paradigma que da por supuesto la existencia de los átomos, puede parecernos un planteamiento demasiado simple. Sin embargo, estos pensadores, los físicos teóricos de la antigüedad, tan solo disponían de su cerebro y de una enorme capacidad de observación para llegar a unas conclusiones que a nosotros nos han venido dadas.

Durante siglos, la idea de una materia constituida por átomos cayó en un profundo olvido, probablemente porque los alquimistas estaban más preocupados por encontrar la inexistente piedra filosofal (que a lo Rey Midas convertiría en oro cualquier otro metal) que en conocer la verdadera naturaleza de la materia. Pero en la primera década que vio nacer el siglo XIX un científico inglés llamado John Dalton recuperó aquella genial idea de los atomistas griegos, y no solo predicó a los cuatro vientos que la materia estaba hecha a base de átomos, sino que además propuso el primer modelo atómico. Y es precisamente en este punto donde surge el primer inconveniente que os puede hacer perder el hilo de la narración: pero ¿qué narices es un modelo atómico?

Vale, imagina que te doy lápiz y papel, y te pido que dibujes algo que nunca has visto; yo qué sé… un gamusino. Me preguntarás: ¿cómo dibujo algo que jamás he visto? Bueno, si te voy dando pistas (tiene cuatro patas, mucho pelo, dientes enormes…), es probable que poco a poco vayas creando una imagen sobre el papel; y, obviamente, cuantas más pistas te dé más se parecerá el dibujo a la imagen real de un gamusino. Aunque no te engañes, ni los gamusinos son reales ni en el hipotético caso de que en verdad existiesen tu dibujo nunca sería idéntico al verdadero gamusino.

Un modelo atómico es algo parecido: resulta que no podemos ver el átomo (es demasiado pequeño para poder observarlo incluso utilizando los microscopios más potentes), pero por suerte sí podemos conocer algunas de sus propiedades. Esas características sirven de guía a los científicos (como a ti las pistas que te he ido dando para dibujar el gamusino) para realizar un boceto del átomo. Pues precisamente la imagen que se va creando de un átomo en función de las pistas que tenemos es un modelo atómico.

El problema de Dalton radicaba en que disponía de muy pocas pistas sobre el átomo, de modo que su modelo es el más sencillo y, a la vez, el que más se aleja de la realidad. En su modelo atómico Dalton expone varias ideas, pero básicamente podemos recrearlo mediante una imagen muy sencilla que evoca mi niñez: una sólida e indestructible canica de acero. Para Dalton toda la materia estaba formada por átomos, y estos eran partículas tan indivisibles como lo fueran para Demócrito.

Unos años después, los científicos estaban experimentando con un juguetito de moda entre los físicos de aquella época (el tubo de rayos catódicos) cuando de repente surgió una nueva pista. Resulta que los átomos que formaban parte del gas encerrado dentro del tubo respondían ante un calambrazo liberando partículas con carga negativa. ¿De dónde habían salido esas partículas? Procedían de lo único que había dentro del tubo; ¡exactamente!, aquellas partículas no podían si no pertenecer a los átomos del gas allí encerrado. Tan inesperada pista rompía con la idea de que el átomo era una partícula indivisible: contenía, al menos, otros elementos más pequeños dotados de carga negativa que se llamaron electrones.

Esta revelación sirvió a J. J. Thomson para crear su propio modelo del átomo, que, como buen inglés, imaginó como un budín de pasas; pero yo sé que vosotros, golosones, más bien lo imaginaríais como una galletita Chips Ahoy. De este modo, con la boca hecha agua, el átomo de Thomson sería para nosotros una sólida galleta de enorme carga positiva, en cuya superficie aparecerían adheridos, a modo de pepitas de chocolate, los minúsculos electrones; tantos como para que la suma de sus pequeñas cargas negativas compensase la gran carga positiva de la galleta (figura 1.2).

Poco a poco el descubrimiento de las características del átomo se iba complicando, de tal manera que para obtener la siguiente pista fue necesario realizar un experimento más complejo que el de los rayos catódicos, que pasaría a la historia de la ciencia como el experimento de Rutherford.

Lo cierto es que puede que el ideólogo de dicho experimento fuera efectivamente Ernest Rutherford, pero las personas que se pasaron horas, días, semanas… lanzando monótonamente partículas alfa contra una lámina de oro fueron dos de sus estudiantes (¡ay!, ¿qué sería de la ciencia sin los becarios?). Las partículas alfa eran emitidas por un material radiactivo y estaban focalizadas sobre una finísima lámina de oro, alrededor de la cual se había situado una pantalla fluorescente que revelaba el destino final de los proyectiles y que, además, permitía reconstruir su trayectoria. Los investigadores observaron que la mayoría de las partículas que lanzaban contra la lámina de oro pasaban a través de ella sin desviarse. Una excelente pista para conocer cómo era el átomo, y que permitió a los científicos saber que este no se parece en nada a una sólida galleta, sino que, de hecho, se encuentra prácticamente vacío. Pero la pista más sorprendente tardó algún tiempo en manifestarse: tras muchos, muchísimos y aburridísimos lanzamientos se observó que algunas veces (muy, muy pocas) los proyectiles atravesaban la lámina de oro pero se desviaban ligeramente de su trayectoria original, y que, incluso, en alguna remota ocasión rebotaban sin atravesar la lámina contra la que eran lanzados (figura 1.1).

Ambas evidencias parecían indicar que en el interior del átomo, aun estando prácticamente vacío, existía una región sólida con carga positiva que se denominó núcleo. El núcleo del átomo debía ser minúsculo, pues la probabilidad de acertarle con una partícula era mínima. Y también debía poseer una carga positiva porque las partículas alfa que se lanzaban tenían precisamente una carga de tal naturaleza, de modo que solo desviarían su trayectoria al verse repelidas al pasar junto a un núcleo cargado positivamente.

Fig. 1.1 Representación esquemática del experimento de Rutherford. Las flechas a y b indican partículas alfa que atraviesan la lámina de oro sin desviar su trayectoria (suceso mayoritario en el experimento). Las flechas c y d representan las trayectorias seguidas por las partículas alfa que pasan cerca del núcleo (y se ven ligeramente repelidas) y las que colisionan contra él, respectivamente.

Tras las observaciones de Rutherford, y con el descubrimiento de los protones y los neutrones, el nuevo modelo empezó a tomar forma; de hecho lo hizo imitando una configuración que nos era muy familiar: nuestro Sistema Solar. Del mismo modo que los planetas giran alrededor del Sol, en el átomo imaginado por Rutherford los electrones describen órbitas imaginarias alrededor del núcleo. Un núcleo en el que se apelotonan protones y neutrones, y tan pequeño que si pudiéramos hacer un zoom del átomo entero y ampliarlo hasta alcanzar las dimensiones del Estadio Santiago Bernabéu, tendría el tamaño de una pelota de ping-pong situada en el círculo central, y el resto (¡incluido el graderío!) estaría completamente vacío; solo, de vez en cuando, aparecería algún minúsculo electrón corriendo por las gradas.

Fig. 1.2 Representación de los modelos atómicos de Thomson (izquierda) y de Rutherford (derecha).

El modelo de Rutherford es de una sencillez, y por tal motivo de una belleza, increíble; no en vano es la imagen que obtendremos si tecleamos «átomo» en Google, la que vemos en la secuencia de apertura de la serie The Big Bang Theory y la idea que se genera en vuestro cerebro cuando alguien, como yo hago ahora mismo, os habla del átomo. Sin embargo, a veces las cosas más hermosas no son compatibles con la realidad, y conste que cuando viajo a Nueva York todavía, ¡a mis cuarenta y tantos!, sigo mirando a lo alto esperando ver a Spider-Man saltando de un rascacielos a otro. De modo que lamento deciros que este modelo, pese a lo hermoso e intuitivo que resulta, fue rápidamente desechado debido, especialmente, a su inestabilidad.

Ya imagino que todos entenderéis que un individuo en mallas, que salta de edificio en edificio gracias a los superpoderes que ha adquirido por la picadura de una araña radiactiva, solo puede existir en las páginas de un cómic. Sin embargo, no creo que os queden tan claros los motivos que hacen que el átomo de Rutherford pertenezca al mismo mundo de ficción que mi superhéroe favorito. Así que, para dar respuesta a vuestras dudas, voy a hablaros de la inestabilidad que caracteriza al átomo según lo ideó Rutherford, y que lo hace incompatible con el mundo real.1

La física que hasta entonces se conocía (llamada física clásica) nos venía a decir que el electrón, al desplazarse en su órbita, debería ir emitiendo parte de su energía. Y si esto sucediese, al electrón le tendría que pasar lo que a un avión que se queda sin combustible: iría cayendo poco a poco hacia el núcleo, y, dado el caso, el átomo sería cualquier cosa menos estable. Pero resulta que sabemos que esto en realidad no sucede, el átomo posee una estabilidad que no se corresponde en absoluto con el modelo propuesto por Rutherford.

Mas por entonces ya se venía imponiendo una nueva forma de interpretar los fenómenos que suceden en la naturaleza: la mecánica cuántica, y que, a diferencia de la física clásica de Newton y Maxwell, iba a solucionar el problema de la inestabilidad que le era inherente al átomo de Rutherford. Podemos decir que la cuántica es menos permisiva con los valores que puede tomar una determinada magnitud, como por ejemplo pudiera ser la distancia. Así, volviendo a la analogía del «átomoestadio de fútbol», la física clásica permite que los electrones se sitúen en las gradas a cualquier distancia del núcleo, mientras que la cuántica restringe esas posiciones a filas muy concretas.

Imagina que eres un electrón que ha ido a ver un partido de fútbol de su equipo favorito; según el enfoque clásico los acomodadores te permitirían ocupar cualquier fila en las gradas del estadio, mientras que, por el contrario, bajo las normas de la cuántica solo te dejarían sentarte en unas filas concretas. Pues resulta que el físico danés Niels Bohr no solo determinó las filas, ¡perdón!, las órbitas precisas en las que se podían situar los electrones, sino que además descubrió que cuando estos se encontraban moviéndose en ellas no emitían energía y, de ese modo, no podían caer sobre el núcleo.

Basándose en la mecánica cuántica, Bohr estableció un nuevo modelo muy similar al propuesto por Rutherford: con protones y neutrones apelotonados en un minúsculo núcleo y con electrones girando en capas concretas donde no emitían energía. Obviamente el modelo de Bohr, aun habiendo solucionado los problemas que presentaba el modelo de Rutherford, también tenía sus propias limitaciones y se mostraba incapaz de reflejar con total precisión la estructura y características del átomo. Este modelo fue mejorado por la versión relativista de Sommerfeld o por el modelo atómico puramente cuántico de Schrödinger, pero como ya habréis comprendido ningún modelo, aun siendo cada vez más precisos, podrá jamás describir con total precisión el átomo.

LA BELLEZA ESTÁ EN EL INTERIOR

Sé que todavía sois muy jóvenes para siquiera pensar en esclavizaros con una hipoteca, pero tranquilos, que esa pesadilla también os llegará. La única recomendación que puedo daros para cuando llegue la hora de comprar una casa es que no os fijéis solo en la estructura de la vivienda que vais a adquirir, también son muy importantes los materiales que se han empleado para construirla. Si escogéis vuestro futuro hogar dando prioridad al número de habitaciones o al tamaño del jardín pero ignoráis las calidades de construcción, os puede suceder que escuchéis al vecino a través del tabique de la pared cada vez que tira de la cadena o que el gélido aire de una noche de invierno se cuele por las rendijas de las ventanas y tengáis que gastaros medio sueldo en calefacción. Del mismo modo, al tratar de conocer el átomo como constituyente básico de la materia debemos esclarecer su estructura, pero no debemos olvidarnos de las partículas que lo forman. Es cierto que las propiedades del átomo van mucho más allá de los elementos que lo constituyen, pero también lo es que todas sus características emanan de las partículas que lo configuran.

Durante mucho tiempo se pensaba que el átomo estaba compuesto únicamente por tres tipos de partículas: protones, neutrones y electrones. Sin embargo, en 1963 un físico norteamericano llamado Murray Gell-Mann descubrió que tanto los protones como los neutrones estaban, a su vez, formados por otras partículas todavía más sencillas: los quarks. Sabemos que estas partículas se agrupan de tres en tres para formar los protones y neutrones, pero también que no todos los quarks son iguales.

Formando parte del núcleo de un átomo podemos encontrar dos tipos de quarks: el quark up y el quark down. Cuando dos quarks up se asocian con un down se obtiene un protón; pero si son dos quarks down los que se unen con un up se forma el neutrón. El descubrimiento de los quarks up y down marcó un hito dentro de la física de partículas, que se vio incrementado con el hallazgo de otros cuatro tipos de quarks: los quarks charm, strange, top y bottom. Todas ellas partículas muy inestables que, debido a su fugaz existencia, no forman parte del átomo, y que de ese modo, aun siendo parte imprescindible del modelo estándar de la física de partículas, escapan del objetivo de este escrito que, no lo olvidemos, son las moléculas vinculadas con la vida.

Volviendo sobre las partículas que forman los átomos, lo que actualmente sabemos es que las más sencillas son –al menos por ahora– los electrones, los quarks y los neutrinos. Todas estas partículas forman parte de la familia de los fermiones, y se caracterizan por cumplir el principio de exclusión de Pauli. Sin complicarnos demasiado, os puedo decir que esto viene a significar que un fermión concreto no puede ocupar el mismo lugar que ya ocupa otro; y ese es el motivo por el que si voy metiendo calcetines en el cajón de la cómoda llegará un momento en que se llenará y no podré guardar más. ¡Nos ha jorobado!, pensaréis, si eso pasa siempre, ya sean calcetines, camisetas o átomos individuales lo que quiero guardar en el cajón. Bueno, va a ser que no siempre es así; sucede únicamente con la materia, que está hecha a base de fermiones, pero no con la otra familia de partículas (partículas de fuerza) llamadas bosones.

Los antiguos griegos creían que fuego, agua, aire y tierra conformaban los elementos o fuerzas que servían para explicar el comportamiento de la naturaleza y cada uno de los fenómenos que en ella se producen. Hoy en día sabemos que en realidad no se equivocaban al hablar de cuatro fuerzas que gobiernan el universo, solo que estas son algo más complejas que las que nuestros antepasados barajaban. Así, hemos descifrado que este universo está regido por la actuación de las fuerzas gravitatoria, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil.

Como la experiencia os habrá enseñado, la fuerza gravitatoria es la responsable de que la pelota que hemos lanzado a un compañero patoso se le resbale de las manos y termine cayendo al suelo. Quizás también sepáis que la atracción o repulsión entre partículas cargadas o entre los polos de un imán se debe a la actuación de la fuerza electromagnética. Pero, probablemente, desconozcáis que la fuerza que mantiene unidos a los quarks en el núcleo es la fuerte, y que la emisión de radiación que caracteriza a ciertos materiales es la manifestación de la cuarta fuerza: la nuclear débil.

Asociadas a cada uno de estos cuatro campos de fuerza que gobiernan nuestro universo aparecen unas partículas elementales, que son precisamente los bosones, de quienes os venía hablando. Cada una de las fuerzas que gobiernan la naturaleza presenta una partícula característica: el fotón es la partícula del campo electromagnético, el gluón el de la fuerza nuclear fuerte, y los bosones W y Z son las partículas asociadas a la fuerza nuclear débil. Todas estas partículas fueron inicialmente predichas por los físicos teóricos y, posteriormente, utilizando aceleradores de partículas, localizadas por los científicos experimentales. Todas ellas, menos una: el gravitón, la partícula que, en teoría, genera el campo gravitatorio.

Las partículas de fuerza, los bosones, al contrario que sucede con los fermiones, no cumplen el principio de exclusión de Pauli, lo que viene a significar que podemos «meter» todas las que queramos en un determinado espacio porque nunca, jamás, se llenará. Así, en el mismo cajón en el que solo nos cabe una docena de calcetines ahora podemos encerrar toda la luz (en forma de fotones) que queramos. Podremos acumular más y más luz que siempre habrá sitio para más fotones, pero de modo antagónico habrá un límite para los átomos que queramos introducir.

Bien, ya sabéis que algunos fermiones forman parte del átomo, pero ¿qué función desempeñan en este los bosones? Muy sencillo: los bosones son utilizados por las partículas de la materia para interaccionar entre ellas. Sin tratar de profundizar demasiado en este tema, podemos utilizar como ejemplo los electrones de la corteza y los protones del núcleo de un átomo. En este caso concreto, de las cuatro fuerzas, la que mantiene al electrón girando alrededor del núcleo es la electromagnética; y para ello el electrón situado en la corteza interacciona con los protones del núcleo del átomo «lanzándose» fotones. Podríamos imaginar este proceso como el juego que se establece entre dos amigos empeñados en pasar el tiempo lanzándose una pelota. En esta analogía, uno de los amigos desempeña el papel de electrón y el otro el de protón; obviamente, la pelota con la que interaccionan sería la partícula de fuerza del campo electromagnético: el fotón. De un modo similar, los quarks que constituyen los protones y neutrones de un átomo se mantienen unidos mediante la fuerza nuclear fuerte y, en este caso, son los gluones los que intervienen en la interacción.

Es posible que con tanto fermión y bosón hayáis terminado por despistaros ligeramente, de modo que voy a concretar. Resumiendo: la materia está formada por átomos, y estos a su vez están constituidos por dos tipos de fermiones: electrones y quarks, que interaccionan utilizando unas partículas de fuerza llamadas bosones (fotones, gluones…). A pesar de que conocemos muchos tipos de quarks, en el átomo solo encontraremos dos: los up y los down, que a través de la acción de los gluones se asocian de tres en tres para formar protones y neutrones. Los protones y los neutrones constituyen el núcleo de un átomo, el cual intercambia fotones con los electrones que giran a su alrededor (fig.1.3). Y esto, señores, es un átomo.

A través de los diferentes modelos habréis adquirido al menos una ligera idea de cómo es un átomo y, después de que lo hayamos destripado, también conocéis las distintas partículas que lo constituyen. Pues ha llegado el momento de hacernos una última e inquietante pregunta sobre ellos: ¿en qué lugar del universo se fabrican los átomos?

Fig. 1.3 Recreación de un átomo constituido por un protón, un neutrón y un electrón (podría tratarse del deuterio, un isótopo del átomo de hidrógeno).

Antes de responder a esta cuestión hay un aspecto que conviene aclarar, y es que cuando hablamos de átomos tenemos que tener en cuenta que existen muchos tipos de átomos diferentes; de hecho, vosotros mismos habréis visto por lo menos 115 representados en la tabla periódica. En realidad, a cada uno de los átomos que allí aparecen bien ordenaditos lo llamamos elemento químico, y lo más relevante es que cada uno de ellos viene determinado por el número de protones que contiene su núcleo. Así, el átomo con un único protón se llama hidrógeno (H), el que tiene dos se conoce como helio (He) y uno de los más pesados, con la friolera de 98 protones en su núcleo, lo hemos bautizado como uranio (U).

El que sepáis que existen muchos tipos distintos de átomos se me antoja relevante porque el origen de cada uno de ellos es diferente. Los átomos de hidrógeno y helio se formaron poco tiempo después del Big Bang; otros como el carbono (C), el oxígeno (O) o el nitrógeno (N) se originan en las estrellas mediante fusión nuclear; los átomos más pesados como la plata (Ag), el oro (Au) o el platino (Pt) solo surgen tras la explosión de una estrella masiva en forma de supernova; y elementos tan inestables como el americio (Am) o el curio (Cm) únicamente han podido ser fabricados por los humanos entre las cuatro paredes de un laboratorio.

EN BUSCA DE LA ESTABILIDAD

Hasta ahora he centrado vuestra atención sobre los átomos como elementos básicos de la materia, y si bien sin los átomos no seríamos absolutamente nada su sola presencia tampoco basta para que seamos algo. Los átomos de forma individual pueden formar nebulosas y estrellas, pero para crear un planeta, el agua o un árbol estas partículas deben unirse formando moléculas. Toda la materia que encontramos a nuestro alrededor, incluidos nosotros mismos, surge de la combinación de los átomos en forma de moléculas. La cuestión es ¿por qué se unen los átomos? Y la respuesta se puede resumir en una sola palabra: estabilidad. La mayoría de los átomos (todos a excepción de los gases nobles) interaccionan y se unen unos con otros en busca de la estabilidad. Todas las moléculas que encontramos en el universo son el resultado de la constante e interminable búsqueda de estabilidad en la que están inmersos los átomos.