Un zoo en casa - David González Jara - E-Book

Un zoo en casa E-Book

David González Jara

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Beschreibung

En un tono divulgativo y desenfadado, David González Jara nos acerca al zoo que, aun sin desearlo, todos tenemos en casa, una microfauna que convive diariamente con nosotros en nuestros hogares. A través de sus páginas no solo conoceremos la increíble biología de insectos, arácnidos o miriápodos, sino que también aprenderemos sobre nuestra propia biología, ya que existe un poderoso y profundo vínculo entre todos los organismos de este planeta. Por muy protegida, ordenada y limpia que se mantenga nuestra casa, estará siempre repleta de naturaleza salvaje. El interior de cualquier casa conforma un bioma complejo con una enorme biodiversidad: un reciente estudio encontró en un hogar normal un intervalo de entre 32 y 211 especies tan solo de artrópodos. Por supuesto, hormigas, moscas y mosquitos, avispas, y escarabajos conforman el grupo más habitual, seguidos muy de cerca todo tipo de arañas. Pero estos son solo una mínima representación de los bichos que conviven con nosotros y que iremos conociendo en este apasionante libro.

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Seitenzahl: 291

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Un zoo en casa

La microfauna con la que convivimos

David González Jara

Primera edición en esta colección: octubre de 2021

© David González Jara, 2021

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2021

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-18582-85-1

Realización de cubierta y fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

Prólogo1. Pon un bicho en tu casa2. Compañeros de mesaÁvidos lectoresGulusmerías variadasBocaditos de humano3. Seres extraordinariosA vista de moscaSusurros en la nocheAtletas en miniatura4. Enemigos íntimos¡Cómo me pica!BzzzzzCariñitos de bichoTerror en ocho patas5. Conversaciones de bichoEau de bichejóCanciones de amorEchando un vistazo6. Amor en pequeñas dosisLo que viene a ser un misioneroSexo, mentiras y hembras voracesEmbarazo virginal7. Más raro que un bicho raroUna pinta… terroríficaDepravación en ocho patasMosquitos inuit y pedos explosivos8. La adaptación es la cuestiónCasi inmortalesBasureros de seis patasUn poquito de aireBibliografíaCréditos de las imágenes

A mi madre, devota cuidadora de sus cinco bichos

Prólogo

Si hay una característica sobre la naturaleza humana que resulta evidente incluso para el observador más distraído es la de que formamos un grupo de seres con gustos y comportamientos de lo más diversos. De modo que lo que para una persona puede constituir una experiencia agradable, para otra puede resultar la concreción de su peor pesadilla. Y precisamente todo lo relativo al mundo de los bichos suele presentar entre nosotros esa radical dicotomía. Tengo un amigo que, antes de acostarse, recorre su habitación, zapatilla en mano, buscando cualquier bicho que pudiera haberse colado, como cuando de pequeño te ibas a la cama después de ver una película de terror y, para tranquilizarte, mirabas temblando debajo de la cama, detrás de las cortinas o dentro del armario. Nunca dormirá en mi casa; más que nada porque aquí las habitaciones son un área protegida para la mayoría de los bichos. En mi hogar los insecticidas están vetados, no se mata a ninguna araña, no se molesta a las típulas ni a las tijeretas, y, si alguna polilla, avispa o abeja despistada se cuela por la ventana, es inmediatamente liberada. Muchos pensarán, y algunos así me lo han manifestado, que eso no es normal. Personalmente, lo que encuentro anormal es que un animal que siempre ha estado vinculado a la naturaleza tenga la dichosa manía de tratar de eliminar a todos los organismos con quienes convive. En modo alguno estoy diciendo que nos dejemos masacrar por los mosquitos (que son responsables de miles de muertes humanas debido a las enfermedades que transmiten), tampoco que adoptemos en nuestra piel y alimentemos con nuestra sangre a una garrapata, y menos aún que nos dejemos devorar por las cucarachas. Sin embargo, no tiene sentido eliminar toda esa gigantesca diversidad de organismos que conviven junto a nosotros por un miedo irreal e imaginario, cuando estos bichitos son en su mayoría inofensivos y, en muchas ocasiones, incluso beneficiosos.

Este libro está dedicado al zoo que, aun sin desearlo, todos tenemos en casa, a la microfauna que, a veces sin que seamos conscientes, convive diariamente con nosotros en nuestros hogares. A través de sus páginas no solo conoceremos la increíble biología de insectos, arácnidos o miriápodos, sino que también aprenderemos sobre nuestra propia biología, porque, ¿acaso lo dudáis?, existe un poderoso y profundo vínculo entre todos los organismos de este planeta.

Primavera de 2021

Los lectores interesados en recibir información sobre cualquiera de los artículos citados en el texto a los que no tengan posibilidad de acceder, o aquellos que simplemente deseen hacerme llegar cualquier duda o comentario, pueden escribirme al correo [email protected]

1.Pon un bicho en tu casa

¿Os habéis preguntado alguna vez cuándo y por qué comenzamos a construir viviendas? Puede parecer una cuestión banal e irrelevante, de las que solo se le ocurren a alguien después de pasar tres meses confinado en su casa, pero es la primera que me vino a la cabeza cuando empecé a escribir este libro. Respecto al momento, confieso que no lo tengo claro, probablemente en los manuales de historia encontraríamos la fecha exacta, pero mantengo la intuición de que coincide con la época en la que ingenuamente pensábamos que podíamos desvincularnos del medio natural. Percepción que me conduce directamente al porqué, pues aquí creo conocer parte de la respuesta: construimos viviendas para aislarnos de la naturaleza.

Imagino que algunos dirán que las viviendas nos resguardan de las inclemencias meteorológicas, ¡venga, te lo compro!; otros asegurarán que nos aportan intimidad, ¿seguro?, con esos tabiques casi inexistentes y permeables a los sonidos, no sé yo; y la mayoría no dudará en afirmar que las paredes de una vivienda nos protegen de todos esos peligrosísimos seres que rondan en el exterior. Afirmación esta última que podría compartir si de lo que hablamos es de tigres y de rinocerontes, pero que en líneas generales considero completamente errada. Podremos haber levantado murallas y construido techos de hormigón, podremos escondernos tras puertas blindadas con siete candados y situar frente a ellas a los más fieros guardianes, todo ello con el objetivo de aislarnos de la naturaleza, pero de algún modo ella siempre conseguirá entrar en nuestros hogares.

No es mi objetivo incomodaros, pero tengo que deciros que vuestra casa, por muy protegida, ordenada y limpia que la mantengáis, estará siempre llena hasta los topes de naturaleza salvaje. Y que conste que no me estoy refiriendo a la enorme variedad de bacterias y hongos microscópicos que, sin duda, ya han colonizado cualquier objeto que tengamos en casa, sino a otros organismos que, por ser visibles a nuestros ojos, provocan aversión y repugnancia a muchos humanos. Os estoy hablando de esos seres a los que de forma genérica y, con frecuencia, despectiva llamamos bichos: insectos, arañas o ciempiés. Aunque os empeñéis en fregar el suelo cada día, en poner mosquiteras en las ventanas o en intoxicar a la familia fumigándola con insecticida, no vais a tener más remedio que compartir hogar con miles de esos bichitos. De hecho, sabemos que el comportamiento del dueño de la casa poco (no digo nada, ya que la decisión de tener mascotas contribuye sustancialmente a la presencia de ciertos bichejos en nuestra vivienda) puede influir en la variedad y cantidad de inquilinos que van a colonizar su hogar; pues ello depende en mayor medida de la biodiversidad de organismos que haya en el exterior.

Obviamente, otro factor relevante a la hora de que nuestra casa sea un zoo más o menos complejo y diverso es la cantidad de vías de entrada que posea. Sabemos que, de algún modo, los bichos tienen que entrar desde el exterior, lo que implica que una casa con jardín o terraza repleta de ventanas y puertas también lo estará de bichitos en su interior. No casualmente los científicos han descubierto, ¡sorpresa!, que aquellas habitaciones con un mayor número de ventanas también acogen una mayor cantidad y variedad de bichos, y que la presencia de estos disminuye al aumentar la altura del edificio donde se encuentra el hogar humano.1

El interior de una casa conforma un bioma complejo con una enorme biodiversidad: un reciente estudio encontró en un hogar normal un intervalo de entre treinta y dos y doscientas once especies de artrópodos diferentes.2 Supongo que no os sorprenderá saber que las hormigas, las moscas y los mosquitos, las avispas y los escarabajos conforman el grupo de inquilinos que con más frecuencia encontramos en nuestras casas; seguidos muy de cerca, y me lo había guardado para asustaros (aunque, como más adelante conoceremos, de forma injustificada), por las «terribles» arañas. Estos son solo una mínima representación de los bichos que conviven con nosotros y que iremos conociendo a lo largo de las páginas de este libro.

Sin embargo, llevamos varias líneas hablando de bichos y todavía no estoy seguro de que todos compartamos una misma idea de lo que es un bicho. Y es que existen muchos tipos de bichos. Bicho es el yorkshire medio calvo de la vecina, un buen bicho es mi hija pequeña, y hasta, paradójicamente, los periodistas deportivos han bautizado con el sobrenombre del Bicho al más metrosexual y presumido de los futbolistas del momento. En mi caso, sé que mis vecinos no lo dicen, no, pero me miran mal… cuando cariñosamente llamo bichejos a mis dos hijos. Pero es que en mi mente la palabra «bicho» posee una serie de connotaciones positivas que otros no pueden ver, quizá porque me traslada hasta mi niñez, cuando mi madre le decía a todo el mundo que a su hijo solo le interesaban los bichos. Entonces mi progenitora entendía por bicho cualquier ser vivo que no fuera de nuestra especie: bicho era la culebra de escalera aletargada por el frío que subí a mi habitación, de donde, reactivada y confundida, solo los gritos destemplados de mi abuela y la colaboración de la Policía Local consiguieron desalojarla; también bicho fue el gatito que recogí de la calle y cuyas pulgas martirizaron durante meses a todo el vecindario; y, por supuesto, bichos eran los cangrejos que tenían como destino la paella dominguera y que yo apadrinaba y soltaba en una fuente cerca de casa. No obstante, la misma palabra que en mí genera gratos sentimientos otras personas la asocian a un ser genérico que resulta odioso y repugnante. Las palabras dicen mucho de la forma que tenemos de ver las cosas, e introducir a los artrópodos (la microfauna que habita junto a nosotros y que desempeña el papel protagonista en las historias que cuenta este libro) en la categoría de bicho contribuye a homogeneizar y simplificar todo un gigantesco y ecléctico grupo de animales. Por el contrario, cuando asignamos un nombre a un organismo y conocemos alguna de sus singularidades, inmediatamente conseguimos extraerlo de la borrosa generalidad, dotarlo de una identidad propia y despertar nuestro interés por él. Fuertemente agarrado a esta percepción, voy a tratar de que esos bichos que viven junto a nosotros en nuestras casas, y que pertenecen al excesivamente general y desconocido filo de los artrópodos, abandonen el anonimato que nos hace despreciarlos y, en demasiadas e injustificadas ocasiones, temerlos.

Imagen 1. Clasificación simplificada del filo de los artrópodos donde se indican las características anatómicas generales que presentan la mayoría de los bichos que vamos a conocer en las siguientes páginas, entre las que destaca la presencia de un exoesqueleto articulado.

Actualmente conocemos más de un millón de especies de artrópodos, lo que viene a significar que en este planeta tres de cada cuatro especies de animales pertenecen a dicho filo. Se trata, sin lugar a dudas, del grupo de organismos más diversificado, y tan exitoso que ha sido capaz de colonizar casi todos los rincones del planeta: existe un lugar donde es posible que no encuentres un McDonald’s, pero seguro que habrá bichos, y muchos. No en vano, a pesar de su reducido tamaño, si juntásemos todos los artrópodos presentes en un ecosistema, su masa superaría holgadamente a la del resto de animales que habitan junto a ellos. Tan amplia y ubicua es su distribución que muchos viven incluso dentro de nuestros hogares compartiendo sus días con nosotros. De modo que, antes de pisarlos, aplastarlos o, en el mejor de los casos, echarlos de nuestros hogares como a un desagradable y molesto inquilino, deberíamos darles una oportunidad y, al menos, conocerlos.

Pues ¡venga! Vamos a dar una vuelta por las habitaciones de la casa, y si dispones de un patio, una terraza o un jardín, mejor todavía: ponte los zapatos y salgamos. Fíjate en el primer bicho con el que te encuentres; no te digo que lo cojas, aunque la inmensa mayoría son inofensivos, no vaya a ser que se trate de una escolopendra y del picotazo te acuerdes de toda la familia de quien está escribiendo estas líneas. Ahora tienes que descubrir el número de partes en que se divide su cuerpo: si tiene tres claramente diferenciadas, estás ante un insecto. Si no tienes claro, porque a veces no es tan fácil, el número de partes en que se divide el cuerpo del animal que estás viendo, tan solo debes contar sus patitas: ¡tiene seis!, pues eso, se trata de un insecto.

Los insectos presentan un cuerpo constituido por tres partes que se denominan cabeza, tórax y abdomen. En la cabeza de los insectos se sitúan los ojos, un par de antenas y seis piezas bucales que proceden de la modificación de los apéndices locomotores y con las que capturan el alimento. Los insectos suelen combinar dos tipos de ojos diferentes: los ojos simples, que son tres y están situados en el centro de la cabeza, y que solo perciben cambios en la intensidad de la luz; y los compuestos, formados por unas unidades llamadas omatidios y localizados en los laterales de la cabeza, capaces de crear imágenes más o menos complejas. Las antenas de los insectos presentan multitud de receptores, tanto táctiles como olfativos, que les permiten interaccionar con sus compañeros y detectar los cambios que se producen en el entorno que habitan. El aparato bucal de los insectos, como les sucede al pico de las aves o a los dientes de los mamíferos, ha sufrido importantes y variadas adaptaciones a la alimentación, con lo que se han ido originando estructuras que se han especializado en masticar, lamer o picar. La diversidad de los insectos también alcanza sus hábitos alimenticios: existen insectos herbívoros, como los saltamontes o los grillos, que mastican hojas o restos vegetales; otros, como las mariposas, que liban con sus largas trompas el polen de las flores, y otros, como los gorgojos, que sorben con su boca en forma de estilete la savia de las plantas; hay insectos que cazan y devoran otros animales, como las mantis, las hormigas o las mariquitas, o que, como los piojos o las pulgas, se han convertido en especialistas de la parasitación.

A continuación de la cabeza se sitúa la segunda parte, que constituye el cuerpo del insecto y que denominamos tórax. De cada lado del tórax salen tres patas articuladas, de modo que con una sencilla multiplicación obtenemos como resultado las seis patitas que caracterizan a los insectos. Las extremidades de los insectos están divididas en cinco elementos de diferente longitud y, del mismo modo que sucede con el aparato bucal, presentan múltiples adaptaciones al modo de vida del animal. Largas patas saltarinas en pulgas y saltamontes, terroríficas patas anteriores que emplean las mantis para cazar, patas a modo de aletas con que los garapitos se desplazan por el agua a lo Michael Phelps, o patas como palas excavadoras con las que elabora sus guaridas subterráneas el alacrán cebollero. También de cada lado del tórax salen un par de alas, aunque lo cierto es que algunos insectos como los pececillos de plata nunca las han desarrollado; otros, como las pulgas y los piojos, las han perdido a lo largo de la evolución; muchos, como los escarabajos o las cucarachas, han endurecido las alas anteriores y ya no les sirven para el vuelo; e incluso expertos voladores como las moscas, los mosquitos y las típulas* han transformado las alas posteriores en una especie de balancines que los equilibran y ayudan durante el vuelo.

El abdomen conforma la parte posterior del cuerpo de un insecto, y está formado por once segmentos carentes de apéndices locomotores pero repletos de espiráculos por los que penetra el aire al aparato respiratorio del insecto. En su interior se emplazan la mayoría de los órganos del animal, gran parte del aparato digestivo y del sistema nervioso, los órganos de la excreción y las gónadas reproductoras. Estas últimas se localizan en el noveno segmento en los machos y en el octavo en las hembras, quienes además presentan en el extremo un ovopositor, muy destacado y fácilmente observable en los grillos y en las avispas parásitas.

Los insectos son de lejos los artrópodos más abundantes, han colonizado todos los medios: tierra, agua y aire, por lo que probablemente sea con uno de ellos con el primero que te des de bruces al buscar bichitos en casa. Solo que si en vez de tener seis patas resulta que cuentas hasta ocho, te habrás encontrado con otra clase de artrópodos conocidos como, ¡no grites!, arácnidos.

Aunque este nombre parece conducir inevitablemente hasta arañas y escorpiones, lo cierto es que ácaros, garrapatas, opiliones y solífugos también son arácnidos. Estos bichos, además de las ocho extremidades articuladas (seis en las garrapatas en su fase larval), tienen el cuerpo dividido en tan solo dos partes: el cefalotórax y el abdomen.

Del cefalotórax (también se suele llamar prosoma) salen los cuatro pares de patas locomotoras, un par de pedipalpos y una pareja de quelíceros. Imagino que la función de las patas de los arácnidos la tenemos clara: ponernos el vello de punta con sus rápidos movimientos, pero es posible que las otras estructuras nos resulten más desconocidas. Los pedipalpos de arañas y opiliones podríamos confundirlos con patas, aunque en realidad están situados por delante de estas y nunca los apoyan en el suelo; los utilizan para reconocer el entorno, para escalar y, los machos, para introducir el espermatóforo con sus células reproductoras en el cuerpo de la hembra. Los pedipalpos de los escorpiones son inconfundibles porque terminan en pinzas, los de los ácaros y las garrapatas son tan pequeños que apenas se distinguen, y en los solífugos su extremo termina en una ventosa con la que sujetan y manipulan a su presa. Y si los pedipalpos, incluso en los escorpiones, parecen inofensivos, lo contrario sucede con los quelíceros, ya que se trata de estructuras bucales que en las arañas terminan en colmillos que inoculan veneno. En el extremo anterior del prosoma aparecen unos seis u ocho ojos simples que apenas les sirven para distinguir la luz de la oscuridad, pero en algunos arácnidos, como las arañas saltadoras, un par de ellos están más desarrollados, otorgándoles una estupenda visión que emplean para la caza.

Ahora, ¡ten cuidado!, porque existe un tercer grupo de artrópodos con los que te puedes encontrar en tu casa, normalmente entre los objetos olvidados y acumulados en el desván o debajo de las piedras del jardín, y que pueden resultar peligrosos o ser tan inofensivos como un peluchín. Se trata de los inconfundibles miriápodos, con un cuerpo dividido en dos partes: una pequeña cabeza y un tronco muuuy alargado lleno de minúsculas patitas. Antes de tocarlo, debes fijarte bien en el número de patas que salen de cada uno de los segmentos que forman su cuerpo. Si son cuatro, se trata de un milpiés, un animal inofensivo que se alimenta de materia vegetal; pero si cuentas tan solo dos patas por cada segmento, ni se te ocurra echarle mano, es un ciempiés o escolopendra, un estupendo cazador dotado de unos potentes colmillos venenosos llamados forcípulas.

Finalmente, el último tipo de artrópodos lo constituye el grupo de los crustáceos, animales con el cuerpo dividido en cefalotórax y abdomen, y poseedores de cinco pares de patas (las anteriores, a veces, transformadas en pinzas). En nuestros hogares, aparte de los langostinos y percebes que devoramos en ocasiones especiales, el crustáceo con el que con mayor frecuencia nos topamos es el famoso bicho bola (Armadillidium vulgare), que se oculta en las zonas húmedas de la bodega o en el garaje.

Después de esta somera descripción, ya puedes empezar a inferir que la cantidad de bichos que conviven junto a nosotros en nuestros hogares conforman una lista mucho más extensa de lo que te esperabas. Bueno, pues ahora ha llegado el momento de conocerlos con mayor profundidad, vamos a averiguar quiénes son y cómo se comportan nuestros pequeños compañeros de piso.

2.Compañeros de mesa

No sé si sois de los que disfrutan comiendo solos o acompañados en casa. Y a los que rápidamente respondéis «acompañados», os pediría que lo penséis un poco mejor, que la pregunta no es tan sencilla. Acompañados ¿de quién? Acompañado de la televisión, ¡sin duda!; acompañado de mi pareja, vale; con los niños, ¡uff!; con el sabelotodo de mi cuñado, ni de coña. Y es que la inmensa mayoría de las personas no dudan en afirmar que le gusta comer con compañía, y luego raro es el que no se queja de sus compañeros de mesa. No hay más que ver los quebraderos de cabeza que se traen los novios antes de una boda con la ubicación de los invitados en el restaurante. En la mía, ante tamaña cantidad de restricciones, tuvimos que recurrir a un programa informático que, a modo del doctor Extraño, analizaba millones de combinaciones posibles; y la única en la que la boda no implosionaba, porque todos los invitados se encontraban conformes, era la que situaba a mi esposa en la mesa de mis compañeros del equipo de fútbol, y a quien suscribe, en la cocina con los camareros.

Ahora, si después de todo seguís pensando que es mejor comer acompañados, estáis de enhorabuena porque, aunque creamos estar cenando tranquilitos delante de la tele viendo una película, con los niños ya en la cama y el perrete dormido a los pies, a nuestro alrededor hay decenas de bichitos que nos hacen compañía mientras se pegan un buen atracón de pelos, caspa, piel, sangre y otras excreciones de lo más deliciosas. Es más, si, mientras mojas el pan en esa espléndida yema, levantas la vista hacia la estantería que tienes enfrente y aguzas mucho, pero que mucho el oído, podrás intuir las frases que se escapan de los libros que hace años que no abres mientras son devorados por unos diminutos animalillos.

Ávidos lectores

Las preferencias alimenticias de los bichos que habitan junto a nosotros son de lo más variadas, pero, si hay un objeto en nuestros hogares del que difícilmente podríamos pensar que pudiera resultar un bocado apetitoso, ese sería un libro. Bien, pues existen varias especies de insectos que no opinan como nosotros y devoran con fruición las páginas de los libros. Además, no parece importarles la calidad de las letras que contiene el ejemplar, pues se llenan la panza del mismo modo con las desventuras de don Quijote de la Mancha que con las indigestas historias que regurgitan los best sellers de moda.

Los devoradores de letras son difíciles de observar; obviamente, en aquellas casas en las que jamás se abre un libro resulta casi imposible encontrarlos. Se conoce el caso de un insecto que murió frustrado tras descubrir que el enorme tomo de La Regenta que se disponía a devorar era una réplica de cartón piedra destinada a decorar el salón de una familia. Mas lo cierto es que, incluso tratándose de un lector empedernido, es muy complicado encontrarse cara a cara con uno de estos cazadores de libros, por el simple hecho de que a su minúsculo tamaño se une una enorme capacidad para jugar al escondite. Uno de esos destructores de papel es tan tan pequeñito que se le conoce como el piojo de los libros, y aunque con frecuencia pase desapercibido, lo cierto es que se encuentra en casi todos los hogares del mundo.

El piojo de los libros pertenece al orden de los psocópteros y, pese a existir muchas especies, la que con más frecuencia vive entre nosotros es Liposcelis divinatorius. Se trata de un piojo dotado de una gran cabeza (todo lo grande que puede tenerla un insecto que ronda el milímetro de longitud), con una coloración críptica que le facilita pasar desapercibido entre las hojas de un libro, y que, a diferencia de sus primos los piojos parásitos, es un gran comedor de hojas de papel, cola y pegamento. De modo que ni el contenido de un libro ni la encuadernación ni la pasta con la que se pegan las hojas están libres del voraz apetito de este piojo.

Los psocópteros no solo se alimentan de los libros, también se reproducen entre sus hojas. Lo más habitual es que un piojo conozca entre las páginas de un libro a una hermosa piojita, a la que cortejará produciendo un canto de sirena con unos órganos situados en sus patas posteriores. Al hablar en concreto del Liposcelis divinatorius, la historia es más aburrida, y no es porque se especialicen en masticar y masticar los libros de Sánchez Dragó o de Lucía Etxebarría, sino por el hecho de que en esta especie solo existen hembras que se reproducen partenogénicamente. En ambos casos, ya sea en pareja o en solitario, la hembra pega los huevos a la hoja de un libro y los fija rodeándolos con una resistente seda que fabrica ella misma. De este modo, los piojos de los libros originan en poco tiempo ingentes cantidades de descendientes que deben pasar por diferentes etapas ninfales antes de convertirse en adultos y «aprender» a leer.3 Mas lo que llama la atención de estos piojos no es su reproducción, sino la forma de alimentarse.

Los piojos de los libros, como todos los animales, deben digerir los alimentos para extraer de ellos los nutrientes que sus células necesitan para vivir. Para ello, al igual que la inmensa mayoría de los otros insectos,* poseen un tubo digestivo que comienza en la boca y termina en el ano. De este modo, el aparato digestivo que a continuación vamos a conocer mantiene una estructura similar no solo en los insectos, sino también en la mayoría de los artrópodos.

La boca, encargada de capturar el alimento, es el elemento más diverso que presenta el aparato digestivo de un insecto, pues cada una está perfectamente adaptada a las múltiples estrategias de alimentación que implementan estos animales. Los aparatos bucales más frecuentes, y evolutivamente más antiguos, son los masticadores (como los que poseen los piojos de los libros, las mantis, los escarabajos o los saltamontes), formados por unas rígidas mandíbulas que varían en forma, tamaño y disposición según el tipo de insecto y la clase de alimento que este mastique. También existen aparatos bucales lamedores (con una estructura en forma de esponja en las moscas domésticas, o con el aspecto de una larga trompa enrollable* en las mariposas), picadores (ya se alimenten de la savia de las plantas, como los pulgones, o de sangre y hemolinfa, como los mosquitos y las chinches) y masticadores-lamedores (típicos de hormigas, abejas y avispas).

En contraste con la diversidad de aparatos bucales, el tubo digestivo de casi todos los insectos es prácticamente idéntico. Se trata de un tubo alargado que recorre longitudinalmente el cuerpo del insecto y que podemos dividir en tres regiones que los entomólogos denominan estomodeo, mesenterón y proctodeo, pero que nosotros, en aras de una mejor comprensión, llamaremos simplemente parte anterior, media y posterior, según su localización en el cuerpo del insecto.

La parte anterior del tubo digestivo de un insecto comienza en la boca y continúa, al igual que el nuestro, con la faringe y el esófago. Tras el esófago aparecen dos estructuras de las que nosotros carecemos: el buche y el proventrículo. El primero actúa a modo de sala de espera, pues sirve para almacenar el alimento que todavía no va a ser digerido; mientras que el proventrículo es simplemente una válvula que regula el paso del alimento a la parte media del tubo digestivo.

Bueno, en realidad el proventrículo es una simple válvula en el caso de los insectos chupadores, pero en nuestros piojos de los libros y en el resto de los insectos masticadores se transforma en una estructura algo más compleja llamada molleja. La molleja posee una especie de garfios que, a modo de dientes, trituran aún más el alimento masticado, para que de esa forma llegue desmenuzado a la parte media.

La parte media del tubo digestivo se considera el estómago del insecto, y es precisamente aquí donde se produce la verdadera digestión del alimento y su escisión en los nutrientes que contiene. La materia que en este lugar no haya sido digerida llegará a la parte posterior del tubo digestivo del animal, donde se formarán las heces, que serán expulsadas al exterior a través del ano.

Si no habéis olvidado las clases de Biología del colegio, seguro que recordaréis que a nuestro tubo digestivo siempre lo acompañaban unas glándulas anejas como las salivales, el hígado o el páncreas. De modo similar, al tubo digestivo de los insectos lo escoltan unas glándulas, denominadas labiales, que se sitúan a lo largo de la parte media y ascienden hasta la boca, donde liberan la saliva. En algunos insectos, como en las larvas de los lepidópteros, en vez de saliva secretan seda; y en los insectos hematófagos, como chinches o mosquitos, son sustancias anestésicas, vasodilatadoras y anticoagulantes. Además, el tubo digestivo, en la zona situada entre la parte media y posterior, presenta múltiples ramificaciones en forma de tubitos muy finos, llamados túbulos de Malpighi, que desempeñan una función excretora, al eliminar las sustancias tóxicas que se forman en el metabolismo celular del insecto. Estos tubitos descargan en la parte posterior del tubo digestivo su contenido, que abandonará el cuerpo por el mismo lugar que lo hacen las heces.

Imagen 2. Estructura general del aparato digestivo de los insectos.

A pesar de lo que pudiéramos haber interpretado, los piojos de los libros no mastican directamente sus hojas ni se alimentan del papel, sino de los hongos microscópicos que crecen sobre este y del almidón que aparece en el encolado de las encuadernaciones. Y es que comerse el papel no resulta sencillo, pues implica ser capaz de digerir una molécula llamada celulosa, y esa es una habilidad que está reservada a unos pocos privilegiados.

La celulosa es la molécula orgánica más abundante en nuestro planeta, pues conforma la pared celular de las células vegetales, y les confiere protección y rigidez. Esta es la causa de que los cientos de glucosas que se unen para formarla sean muy, pero que muy difíciles de separar. Moléculas como el almidón o el glucógeno también están formadas por la unión de cientos de glucosas, pero sus enlaces son fácilmente escindidos por la mayoría de los seres vivos; algo comprensible si sabemos que la finalidad de estas moléculas es primero almacenar, para después liberar las glucosas. Sin embargo, la celulosa no es una molécula de reserva energética, su función es puramente estructural; y menuda estructura construiríamos si los ladrillos utilizados para levantarla pudieran ser digeridos por cualquier organismo.

Para romper macromoléculas formadas por glucosa, como la celulosa, el glucógeno o el almidón, es necesario que las células del organismo fabriquen una especie de tijeras químicas que llamamos enzimas. Las enzimas son muy específicas; así, para escindir en glucosas el almidón, necesitamos una enzima llamada amilasa (que los humanos fabricamos en las glándulas salivales y en el páncreas), que, sin embargo no sirve para romper el glucógeno ni la celulosa. De hecho, para escindir la celulosa, se necesita un complejo multienzimático formado por varias tijeras químicas que pocos organismos poseen.* Las bacterias y los hongos descomponedores, e incluso algunas especies de protozoos, detentan la habilidad para degradar la celulosa y utilizar sus glucosas para vivir. Mas en el mundo de los insectos, incluso aunque muchísimos de ellos sean herbívoros, solo conocemos setenta y ocho especies que son capaces de digerir la celulosa. Lo que nos lleva a concluir que la capacidad para degradar la celulosa es una característica que no ha resultado ventajosa para la mayoría de los insectos. Probablemente debido a que estos animales requieren un aporte energético rápido para actividades explosivas como el vuelo o la estridulación, que fácilmente pueden obtener degradando el almidón o la sacarosa. Aporte energético que, en el caso de la celulosa, aun poseyendo la capacidad celulítica para digerirla, es extremadamente lento.4

Ahora, ¿cómo consiguen estas contadas especies de insectos el conjunto de enzimas que se necesitan para escindir la celulosa y alimentarse de las glucosas que la constituyen?

Una interesante estrategia es la que implementa la larva de la avispa Sirex cyaneus, himenóptero de la familia de los sirícidos, que se desarrolla en el interior de los troncos de madera o en los muebles elaborados con este material cuando su mamá grávida se cuela en nuestras casas. La larva se alimenta de la celulosa de la madera utilizando las celulasas que poseen los hongos que conviven en esta junto a ella. Para asegurar la disponibilidad de hongos destructores de la madera que ayuden a sus retoños a alimentarse, la mamá avispa rodea los huevos con una especie de mucosidad repleta con las esporas del hongo. Tomando «prestado» el complejo multienzimático de sus microscópicos vecinos, la larva xilófaga va taladrando y destruyendo la madera a medida que se va desarrollando.

Otra posibilidad, sin duda la más extendida en el limitado mundo de los insectos comedores de celulosa, consiste en hacer amiguitos entre los microorganismos productores de celulasas. Este es el caso de las termitas de la familia Rhinotermitidae y de la cucaracha americana (Periplaneta americana), que son capaces de acumular microorganismos simbiontes en unas evaginaciones que se forman en la parte media de su aparato digestivo llamadas ciegos gástricos. De esta relación ambos individuos salen beneficiados, los microorganismos encuentran un cálido y seguro hogar dentro de los insectos, mientras que estos últimos se aprovechan del complejo de celulasa que les aportan sus microorganismos simbióticos para digerir la madera o el papel del que se alimentan. Los únicos que salimos perjudicados somos nosotros, sus compañeros de piso, porque las termitas son muy capaces de destruir muebles y estructuras de madera, y la cucaracha americana no solo esconde en su interior microorganismos xilófagos, sino también multitud de bacterias y virus que nos transmiten enfermedades.

La última estrategia, aunque también la menos habitual, que emplean algunos insectos para digerir la celulosa consiste en poseer ellos mismos su propio complejo de enzimas celulasas. Este es el caso de uno de los habitantes que con más frecuencia encontraremos en nuestros hogares: el Lepisma saccharina.

Es probable que este nombre no os diga nada, a mí tampoco me dice nada el nombre de la mayoría de mis vecinos, pero, si os hago una descripción detallada, seguro que recordaréis al individuo con el que os cruzáis todos los días en el portal (o más bien en el baño, porque este bichito tiende a colonizar lugares cálidos y húmedos). El Lepisma saccharina es un insecto plano y alargado, que rara vez sobrepasa los 2 centímetros de longitud, y que es fácilmente reconocible por las largas antenas, los tres apéndices posteriores y las escamas plateadas que cubren su cuerpo, responsables de que coloquialmente se le denomine pececillo de plata. ¿A que ahora sí le ponéis cara? Y a los que todavía no, puede deberse a que su potente fotofobia hace que solo salga por la noche y vuelva de madrugada, cuando la mayoría ya estáis dormidos.