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Tercera parte de la trilogía sobre la «sexuación del dinero» integrada por El sexo oculto del dinero y El dinero en la pareja. Han pasado 25 años desde la primera edición de Las negociaciones nuestras de cada día y el mundo ha seguido hundiéndose en luchas cada vez más tortuosas en pos de poderes absolutos que casi siempre han pretendido disimularse bajo las «mejores intenciones». Las interminables negociaciones con las que se pretende resolver intereses contrapuestos se arropan con el manto de la paz pero sostienen valores éticos faltos de solidaridad. Siguen siendo negociaciones que privilegian la astucia en beneficio de unos pocos, en lugar de encontrar un punto de equilibrio para satisfacción de todos. El modelo patriarcal —jerárquico y favorecedor de privilegios— sigue gozando de buena salud tanto en el ámbito de lo social como en el de la subjetividad, sea esta femenina o masculina. Sin ninguna duda han habido cambios en nuestro complejo mundo actual que, si bien no abarcaron a todo el planeta, mejoraron la condición de las mujeres. Pero muchos de esos cambios suelen ser solo modificaciones cosméticas que siguen coexistiendo con viejas concepciones del modelo patriarcal disimuladas bajo sofisticadas y aparentes escenarios de libertad. La liberación femenina no consiste en imponer la sumisión masculina sino que se trata de revisar en profundidad los valores éticos sobre los que se asienta la organización social y, como consecuencia, la conformación de la subjetividad y el vínculo solidario entre los géneros. Apostar no solo por un mayor equilibrio de lo femenino y lo masculino en la sociedad contemporánea, sino que «…mujeres y hombres se vean tentados a cambiar el modelo y se sientan menos temerosos de compartir la vida de una manera menos violenta y más equitativa».
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Seitenzahl: 254
Veröffentlichungsjahr: 2022
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LAS NEGOCIACIONES NUESTRAS DE CADA DÍA
ANDROGINIAS 21
Título original:Las negociaciones nuestras de cada día
© Clara Coria, 1989
18ª edición:
© De esta edición: Pensódromo SL, 2021
Editor: Henry Odell - [email protected]
Diseño de cubierta: Cristina Martínez Balmaceda - Pensódromo
ISBN print: 978-84-123730-1-1
ISBN ebook: 978-84-123730-3-5
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La solidaridad no es un mito tampoco una herencia genética: es una elección ética y un compromiso social.
Existe una gran confusión: la de creer que el altruismo es sinónimo de solidaridad. Al mantener dicha confusión, mujeres y varones contribuimos a perpetuar una de las tantas formas de servidumbre femenina.
Dijo una mujer:
Me casé muy joven y junto con la maternidad me fui enterando de quién era. Una no aprende a negociar porque, en nombre del amor, hay que pensar en los otros antes que en una misma, aceptar la dependencia como natural y dar incondicionalmente sin esperar retribución.
En las últimas ediciones publicadas de El sexo oculto del dinero y de El dinero en la pareja, decíamos:
Hemos querido volver a publicar este texto de Clara Coria porque consideramos que los ejes principales de su análisis conservan una extraordinaria vigencia. La reflexión sobre el tema desarrollado sigue siendo indispensable para todos aquellos dispuestos a repensar y analizar críticamente el rol que juegan en el marco de la familia y de la sociedad en general.
Lo mismo podemos decir, 25 años después, de esta nueva edición —revisada y ampliada— de Las negociaciones nuestras de cada día, que constituye lo que vendría a ser el tercer volumen de la trilogía de Clara Coria dedicada al tema de la «sexuación del dinero» .
Esta edición es una versión revisada del texto de Clara Coria publicado en 1996 que contiene, además, una sección de Anexos, que incluye una serie de textos de la autora aparecidos antes y después de la primera edición. Hemos decidido su inclusión considerando que enriquecen el texto central y amplían las líneas de reflexión.
Por último, y al igual que con El sexo oculto del dinero y El dinero en la pareja, este libro es un contenido para ser leído con la mente abierta, una actitud sincera y autocrítica, dispuestos a la difícil tarea de aceptar cuestionamientos que pueden remover convicciones enraizadas en las profundidades de nuestro concepto de vida. Continuamos así impulsando contenidos editoriales interrelacionados desde los cuales trasladar voces de mujeres y hombres que apuesten no solo por un mayor equilibrio de lo femenino y lo masculino en la sociedad contemporánea, sino que «…se vean tentados a cambiar el modelo y se sientan menos temerosos de compartir la vida de una manera menos violenta y más equitativa».
Barcelona, mayo 2021
Han pasado 20 años desde la primera edición de Las negociaciones nuestras de cada día y el mundo ha seguido hundiéndose en luchas cada vez más tortuosas en pos de poderes absolutos que casi siempre han pretendido disimularse bajo las «mejores intenciones». Las interminables negociaciones con las que se pretende resolver intereses contrapuestos se arropan con el manto de la paz pero sostienen valores éticos faltos de solidaridad. Siguen siendo negociaciones que privilegian la astucia en beneficio de unos pocos en lugar de encontrar un punto de equilibrio para satisfacción de todos. El modelo patriarcal —jerárquico y favorecedor de privilegios— sigue gozando de buena salud tanto en el ámbito de lo social como en el de la subjetividad, sea esta femenina o masculina. Sin ninguna duda han habido cambios en nuestro complejo mundo actual que, si bien no abarcaron a todo el planeta, mejoraron la condición de las mujeres. Pero muchos de esos cambios suelen ser solo modificaciones cosméticas que siguen coexistiendo con viejas concepciones del modelo patriarcal disimuladas bajo sofisticadas y aparentes escenarios de libertad. Estoy convencida que la liberación femenina no consiste en imponer la sumisión masculina sino que se trata de revisar en profundidad los valores éticos sobre los que se asienta la organización social y, como consecuencia, la conformación de la subjetividad y el vínculo solidario entre los géneros.
Uno de los motivos que contribuyen a la persistencia del modelo patriarcal —y que se desliza sutilmente aún donde ya se han instalado cambios que favorecen la libertad femenina— reside en el fenómeno de naturalización. Eso significa que las características constitutivas del modelo patriarcal (jerarquía, privilegios, violencias, distribución de roles por género, naturaleza como destino, etc.) siguen existiendo en las prácticas tanto masculinas como femeninas sin conciencia de que se sigue reeditando lo que se intenta combatir. Esto sucede en parte porque lo que se ha mamado durante siglos termina siendo considerado «natural» y por lo tanto obvio e invisibilizado en la propia subjetividad. La desnaturalización de la moral —y ética— patriarcal requiere un laborioso proceso de cambio en las subjetividades, tanto de hombres como de mujeres.
El tema de las negociaciones en la práctica cotidiana del vivir pone en carne viva los modelos de convivencia con los otros y con uno mismo. Las negociaciones, necesariamente, tienen por meta un acuerdo y dicho acuerdo requiere de una adecuada evaluación de los costos. Es sabido que absolutamente toda acción tiene costos, de la misma manera que los tiene toda inacción. En otras palabras, los costos son inevitables y no dejan de pasar factura a lo largo de la vida. Es por ello que la elección de los mismos es la clave para el cambio y el punto de partida, indefectiblemente, es esa negociación con uno mismo. Eso significa que cualquiera fuese la elección será inevitable ceder algo y en esto reside el meollo de toda negociación. Sin ninguna duda, es aquí donde la sabiduría reside en elegir el costo menos oneroso que dependerá del modelo ético con que cada quien oriente su vida y de las circunstancias que lo hagan posible.
Mi mayor deseo es que este libro siga sirviendo de estímulo para que las nuevas generaciones —y las no tan nuevas— se lancen a la aventura de descifrar dónde se ubica el costo menos oneroso para cada quien y cual es el que mejor contribuye a que nuestra sociedad no se pierda en su propia voracidad de poder y de violencia. Ahora más que nunca, lo personal es político y lo individual afecta a toda la humanidad.
Clara Coria
Buenos Aires, 2016
En la última década, la negociación comenzó a estar en la mira de las vanguardias intelectuales. La necesidad de descubrir estrategias que permitieran resolver satisfactoriamente las complejidades de los intereses políticos y empresariales despertó el interés de los centros de estudio más renombrados. También el de los profesionales del Derecho quienes, con el nombre de «mediación», dieron nacimiento a una nueva disciplina, cuyo objetivo es favorecer la resolución de diferendos entre partes litigantes, tratando de evitar asperezas innecesarias y el deterioro de los vínculos humanos.
Las negociaciones y las mediaciones se pusieron a la orden del día. Sin embargo, a pesar del interés sostenido y entusiasta, poco se ha investigado acerca de las negociaciones «sin nombre» —las que se llevan a cabo diariamente—, aquellas que fluyen de la mañana a la noche, pasando de la cama a la mesa, a través del baño, los pañales, la limpieza hogareña, la asignación del coche familiar, la distribución del dinero y los tiempos de reposo o distracción. Tampoco se ha indagado acerca de las inhibiciones que —independientemente de su capacidad y sus habilidades— sufren muchas mujeres a la hora de negociar. No son excepcionales los conflictos en los que suelen enredarse no pocas de ellas por creer que sólo la gente «interesada» negocia o porque la necesidad de ser «justas» las inhibe para defender sus intereses personales.
Me resultó fascinante descubrir que había demasiadas cosas silenciadas en un tema que se impone cada vez más y que ya ocupa las carteleras de universidades y academias. No pude resistir la tentación de zambullirme en el trema cuando descubrí, con gran sorpresa, que no pocas mujeres de reconocida experiencia en los ámbitos políticos y empresariales caían en incomprensibles confusiones cuando debían defender intereses personales. Como una de ellas dijo:
Soy una leona para negociar intereses ajenos y una liebre asustadiza para defender los propios.
Resultaba más que evidente, a mis ojos de psicóloga entrenada para desentrañar conflictos, que las dificultades que presentaban muchas de ellas no eran producto de la inexperiencia ni de la falta de capacitación, ni mucho menos de la falta de inteligencia. Allí había algún misterio oculto.
Decidí poner el foco en las negociaciones de la vida cotidiana porque consideré que era el espacio donde se producen los primeros mecanismos de negociación y ello me ofrecía la ventaja de captarlos en la desnudez de sus orígenes. La cotidianidad tiene algo en común con la selva virgen: está llena de vida pero también de riesgos que intuimos y no logramos percibir. En la cotidianidad —como en la selva— algunas de las sombras que nos protegen del sol ardiente son producto de peligros acechantes. El análisis de las «negociaciones nuestras de cada día» nos abre el misterio de lo encubierto, de la misma manera que la limpieza de vestigios arqueológicos deja al descubierto muchas de las huellas pasadas que condujeron al presente.
En mi trayecto de escritura, el prólogo resultó ser el último tramo. Por eso estoy en condiciones de adelantar —a quienes al leer harán el recorrido inverso al que yo hice al escribir— que no fueron pocas las sorpresas que surgieron a lo largo de tres densos años de investigaciones. De ellas dejo constancia en los ocho capítulos que componen este libro. Luego de reiterados cambios en los que buscaba —no siempre con éxito— la estructura que consideraba más pertinente para presentar este tema, decidí organizar el libro en tres partes. En la primera, planteé los criterios más generales —probablemente polémicos— respecto de las negociaciones cotidianas. En la segunda parte me dediqué a puntualizar los elementos concretos sobre los cuales es posible operar para obtener mejores condiciones de negociación. Para ello, analicé los requisitos personales para negociar y los obstáculos más frecuentes con que tropiezan muchas mujeres. Dejé para la tercera y última parte dos temas que considero clave: las negociaciones «consigo misma» y las relaciones entre negociación y género. En el último capítulo hago especial hincapié en la diferencia entre altruismo y solidaridad. Esta diferencia explica muchas situaciones de la problemática femenina.
Considero importante que las lectoras y los lectores cuenten con elementos para saber a qué atenerse cuando aborden el libro y evitar ser «tomados por sorpresa». Según mi criterio, es una forma de respeto y libertad. Consecuente con ello deseo señalar que este libro ha sido escrito desde una perspectiva de género en la cual se ha focalizado la problemática femenina. Sin embargo, ello no margina a los varones. Siempre he sostenido —y sigo sosteniendo— que lo que afecta a una mitad de la humanidad necesariamente afecta a la otra. Por lo tanto, no resulta sorprendente que, al dilucidar ciertos conflictos «femeninos» se abran también vías de esclarecimiento útiles para los varones. Sin ninguna duda, la posibilidad de llevar adelante investigaciones similares —también desde el género— que den cuenta de la problemática masculina, enriquecería y completaría el complejo espectro de las negociaciones entre mujeres y varones. Mi compromiso consciente —en el que he puesto mi mayor esfuerzo— ha sido desnudar los prejuicios encubiertos en los mandatos y las tradiciones sociales. Pero como yo también soy un producto social, he tratado de estar muy alerta respecto de mis propios prejuicios. Mi postura antidiscriminatoria no hace responsables a los varones por las discriminaciones que padecen las mujeres, sino al sistema de valores autoritarios y jerárquicos de los cuales no estamos exentos ni unas ni otros.
Finalmente, este libro recoge las voces de infinidad de mujeres que fueron capaces de desnudar sus sentimientos más profundos creando, para su propia sorpresa, redes solidarias en las que podían reconocerse más allá de las diferencias culturales y personales.
Este libro está destinado a mujeres y varones que anhelan un mundo más solidario. La solidaridad, como ya anticipé, no es un sueño utópico que navega al vaivén de la corriente de los tiempos ni tampoco una consecuencia ineludible de la herencia genética. Ni tan lábil ni tan estricta, la solidaridad es una construcción social y, como tal, requiere de la participación voluntaria de las personas que consideran que la paridad en los vínculos humanos es mucho más oxigenante que los privilegios. Elegir la solidaridad es, a mi juicio, una opción ética. Si se lograra que las negociaciones dejaran de ser concebidas como un campo de batalla, tal vez sería posible convertirlas en recursos útiles al servicio de la reciprocidad. Con esta intención escribí Las negociaciones nuestras de cada día.
Abordar las negociaciones nuestras de cada día es poner énfasis en todas aquellas tratativas que exceden el ámbito exclusivo de lo económico, lo comercial y lo político, ya que no se realizan exclusivamente en esos ámbitos. Las circunstancias de la vida cotidiana nos ponen en situación de tener que negociar de la mañana a la noche con la familia, con nuestras amistades, con nuestros compañeros sexuales y con nosotros mismos. Sin embargo, por muchos motivos que iremos dilucidando, no todas las personas tienen conciencia de ello. Algunas niegan que dichas negociaciones existan, pero lo mismo negocian sin advertir que lo están haciendo… y entonces lo hacen mal. Otras se avergüenzan de asumirlo explícitamente y pierden espontaneidad. Hay también quienes evitan cuidadosamente negociar y se convierten en corresponsables pasivas de lo que sucede a su alrededor. Sin embargo, el hecho de negarlas o eludirlas no las hace desaparecer ni les quita presencia; por el contrario, agrega no pocos obstáculos y perturbaciones personales en las relaciones.
Sabemos que resulta inevitable abordar tentativas permanentes con las personas más cercanas en nuestros intercambios cotidianos por todo aquello que nos incumbe. Desde cosas tan generales y perentorias como la atención de los hijos, la distribución de las tareas domésticas, la administración del dinero, el empleo del tiempo libre, la atención de los mayores y enfermos, etcétera, hasta decisiones muy puntuales como el uso del coche familiar, la elección de los esparcimientos o simplemente dirimir quién se ocupará de preparar el desayuno los días festivos o quién tomará posesión del lado más disputado de la cama. A esto debemos agregar las no menos complejas tratativas a las que nos vemos obligados en nuestra vida de relación sexual. Desde la simple pero nada fácil explicitación de los gustos personales al respecto hasta las arduas negociaciones a las que se ven obligadas muchas personas, fundamentalmente mujeres, para intentar un «sexo sin riesgos». No son pocos los varones que se resisten al uso del preservativo con el argumento de «¿No confiás en mí?» ni tampoco son pocas las mujeres que ceden a las exigencias masculinas por temor a ser abandonadas.
Si tuviéramos que definir qué es lo que entendemos por «negociación» podríamos decir que las negociaciones no son ni más ni menos que todas aquellas tratativas con las que intentamos lograr acuerdos cuando se producen divergencias de intereses y disparidad de deseos. Es inevitable que existan divergencias, porque si bien los seres humanos somos semejantes en nuestras necesidades profundas también somos totalmente únicos en nuestra modalidad para satisfacerlas. El amplio espectro de intereses y deseos genera diferendos que reclaman ser resueltos de una u otra manera.
Estos diferendos suelen ser mucho más conflictivos cuando surgen en situaciones donde los afectos ocupan un lugar destacado, lo cual sucede con mayor frecuencia en el ámbito privado. Es allí donde los afectos se convierten en el eje que da sentido a las relaciones, pero también es allí donde se suele aplicar la «lógica de los afectos» de manera indiscriminada y generar así graves confusiones y «empastes». Con frecuencia se confunde «querer bien» con «ser condescendiente», «amor» con «servidumbre», «solidaridad» con «altruismo». Estas confusiones son a menudo origen de grandes dificultades para llevar a cabo negociaciones en este ámbito. Ciertos comentarios son evidencias contundentes de dichas dificultades. Por ejemplo, algunas personas sostienen que no pueden negociar con familiares y amigos con la misma libertad y eficacia con que consiguen hacerlo en el ámbito público. De igual manera, muchas mujeres reconocen que son incapaces de negociar para sí con la misma habilidad con que lo hacen cuando defienden intereses ajenos.
Un punto clave es que las negociaciones son consecuencia de diferendos, ya que las coincidencias no plantean ninguna necesidad de negociar. En ese sentido, podemos afirmar que las negociaciones denuncian que los diferendos existen y con ello rompen una ilusión (entre otras): la ilusión de semejanza y afinidad total con aquellos a quienes amamos. Esta ilusión que identifica amor con afinidad total es responsable en gran medida de muchas dificultades para negociar cuando los afectos circulan por medio, porque a menudo las negociaciones suelen ser interpretadas como «atentados» a la unidad amorosa o como evidencias de desamor a causa de los diferendos, que son consecuencia de la vida humana y no desaparecen por decreto. Por ello, a las personas no les queda otra alternativa que intentar resolverlos.
Resolver los diferendos es una eterna tarea humana nada fácil de realizar. Ante esa necesidad ineludible, las personas echan mano —según su estilo y su sensibilidad— a tres alternativas posibles: imponer, ceder o negociar.
El hecho de considerar la negociación una alternativa que se agrega a las muy tradicionales de imponer o ceder, sorprendió a más de una de las mujeres que participaron en los talleres que coordiné sobre el tema. La sorpresa provenía de descubrir que la negociación no sólo no era una «mala palabra» que connotaba una supuesta actitud «materialista», «fría» y/o «calculadora» sino que, además, en la tríada de actitudes posibles para enfrentar los diferendos, la negociación era la alternativa que ofrecía mayores garantías de respeto humano. Es, intrínsecamente, una alternativa no autoritaria, ya que —por definición— incluye un espacio para que las distintas partes puedan defender sus intereses y sus necesidades. Sin embargo este descubrimiento no lleva a disolver automáticamente los prejuicios personales y los mitos sociales que hacen que la negociación sea para muchas mujeres un comportamiento desprestigiado, indigno de quienes se quieren, antifemenino o poco espiritual.
Muchas tienden a creer equivocadamente que la negociación es un mecanismo «natural» y exclusivo del ámbito público y que, por lo tanto, su empleo en el ámbito privado empaña las relaciones personales y afectivas y las contamina de «materialismo», «especulación», «egoísmo» y otros gérmenes. Circula un ocultamiento tendencioso que pretende hacer creer que las negociaciones que se llevan a cabo en el ámbito de lo privado tienen un halo de «indecencia».
Todo esto contribuye a que no resulte fácil revertir la mala fama que tiene la palabra «negociación». Para algunas personas, negociar es «hacer trampas y enredos». Para otros, es sinónimo de corrupción, debido a prácticas muy actuales y tristemente frecuentes como son, por ejemplo, los «negociados». Este es un término derivado de «negociación» que hace referencia a los acuerdos venales. No faltan tampoco mujeres para quienes negociar es lanzarse a una lucha leonina donde se juega la vida. Ante tal variedad de significados que se le atribuyen a la negociación resulta imprescindible destacar que no es necesariamente —como la plantean muchas personas y ciertas corrientes políticas, económicas y filosóficas— una lucha a muerte en la que el beneficio del ganador surge a expensas de la destrucción del perdedor. Ganar —a mi juicio— no es obtener el máximo de beneficio específico en aquello que se disputa sino que incluye cuidar la relación con quien se negocia y contribuir, de alguna manera, a la preservación tanto de la persona como de la relación.
La afirmación anterior nos conecta directamente con el tema de la ética y su relación con la negociación. Es importante tener presente que la negociación como alternativa para resolver diferendos no es mala o buena en sí misma. Igual que el dinero o el poder, depende de cómo se la utiliza y con qué objetivos. La negociación adopta signos positivos o negativos según el contexto ético dentro del cual se la pone en práctica. Así por ejemplo, en un contexto de corrupción, las negociaciones son corruptas. En un contexto de competencia extrema, son leoninas. En un contexto de solidaridad, son alternativas para hallar soluciones que contemplen las necesidades de las partes. Es el contexto ético en el que se inserta cada negociación el que le confiere los atributos. En otras palabras: el peligro que muchas mujeres atribuyen a la negociación no reside en negociar sino en la ética que se esgrime al hacerlo.
Al respecto resulta muy importante no confundir los recursos con su utilización. Muchas de las mujeres que no discriminan suelen terminar renunciando a negociar por temor a caer en una práctica reñida con la ética y la solidaridad. Este error las conduce a autopostergaciones reiteradas que deterioran sus vínculos más intensos, porque la solidaridad no consiste en ceder espacios y aspiraciones legítimas sino en repartir equitativamente tanto los inconvenientes como los beneficios.
Es frecuente comprobar que muchas mujeres prefieren ceder antes que negociar para mantener lo que ellas llaman la «armonía del hogar». El mantenimiento de esa armonía suele consistir en evitar discusiones, en tolerar estoicamente el disgusto del cónyuge o simplemente en soportar el cansancio que produce el infructuoso intento de establecer un diálogo con un compañero permanentemente esquivo.
Mirado desde este ángulo, el hecho de ceder les resulta mucho menos violento, porque se convencen de que postergar o evitar el malestar es hacerlo desaparecer. Sin embargo, esa «no violencia» es sólo aparente, porque es el resultado de amordazar permanentes desacuerdos.
Se les oye decir:
No lo voy a contradecir para que no se enoje.
Mejor me callo, si no terminaremos peleando.
Prefiero renunciar a lo que me gustaría con tal de mantener la armonía del hogar.
En estos casos se trata de un ceder aplacatorio por temor a las reacciones o los castigos de aquel con quien desacuerdan. El ceder aplacatorio es muy distinto del ceder estratégico, por el que se acepta renunciar a una parte de los propios intereses para hacer posible un acuerdo que finalmente resuelva los diferendos. El ceder aplacatorio abre la puerta a las condescendencias que terminan convirtiéndose en sumisiones. Es resultado de múltiples violencias invisibles. Violencias que, por ser tan habituales, terminan naturalizándose y pasan inadvertidas. Todo el mundo sabe —aunque no siempre lo tengamos presente— que la violencia no reside sólo en la actitud desenmascaradamente hostil, el gesto atemorizante o la palabra mordaz. La violencia ocupa espacios que no siempre son evidentes. Y su forma más encubierta no es la menos dañina.
Hay infinidad de violencias que son «invisibles» para nuestros ojos simplemente porque no estamos acostumbradas a considerarlas como tales. Muchas de ellas se ocultan y escudan detrás de hábitos nunca cuestionados, prescripciones sociales e inercias personales. Algunas de las más frecuentes son el silencio autoimpuesto, las autopostergaciones y la sacralización de los roles femeninos. Veamos a qué me refiero.
El silencio autoimpuesto es el que resulta de ahogar emociones, disimular actitudes o encubrir pensamientos por temor a provocar disgusto, malestar o incomodidad. Es un silencio que bloquea y desdibuja la presencia de la persona como sujeto al reducir sus deseos y opiniones a una acomodación condescendiente en calidad de satélite del otro. Lo que «no se puede decir» queda aprisionado en algún espacio virtual, y ese aprisionamiento se convierte en espacio de violencia invisible. Y nos preguntamos, junto con el poeta: «¿Adónde van las palabras que no se dijeron?»1 ¿Adónde van los anhelos abortados, los silencios forzados y las renuncias autoimpuestas? Seguramente van a parar a una cuenta interminable de facturas incobrables que se cubren con la herrumbre del resentimiento.
La autopostergación, sobre todo dentro del grupo familiar, pone en evidencia que existe un reparto poco equitativo de las oportunidades. Suele pasar inadvertida porque se apoya en justificaciones legitimadas por el orden social como es, por ejemplo, decir que «toda autopostergación femenina está justificada cuando se hace en aras de la felicidad de aquellos a quienes ama». No deja de llamar la atención una concepción tan particular del amor que se basa en la abnegación y la falta de reciprocidad. Dicho de otra manera, en un aprovechamiento unilateral. Una mujer comentaba que en la época de su noviazgo, la tía de quien sería su marido cuestionaba su relación sosteniendo: «Esta chica es demasiado ambiciosa para ser buena esposa de un médico», con lo cual daba por sentado que su sobrino necesitaba una mujer que estuviera a su servicio y dedicara sus mejores energías a consolidar su carrera profesional, al margen de cualquier ambición personal. Esta tía (mujer seguramente tradicional y celosa custodio de los valores conservadores) prefería para su sobrino a una mujer capaz de vivir para otro y a través de otro, que se olvidara de sí misma y se sintiera halagada por estar destinada a desempeñar un rol no protagónico. No son poco frecuentes las mujeres que, convencidas de que ese rol de acompañante constituye un privilegio, dedicaron la vida a sostener y consolidar la carrera de sus esposos.
La sacralización de los roles femeninos es otra forma de la violencia invisible doméstica. La mujer como «la reina del hogar» es un eufemismo y una de las bromas más brillantes que inventó la sociedad patriarcal. Sin entrar en detalles, todos sabemos que las reinas de verdad son atendidas, servidas, complacidas, vestidas, alimentadas, homenajeadas, paseadas, protegidas, educadas, etcétera, mientras que las amas de casa, aspirantes a reinas hogareñas, deben dedicar sus energías —para seguir siendo merecedoras del pedestal al que aspiran— a atender a otros, servir a otros, limpiar para otros, sostener afectivamente a otros, curar a otros, proteger a otros, educar a otros, etcétera. Hay que tener mucha imaginación para llegar a creer que ambos reinados son equivalentes. La sacralización de los roles hogareños disfraza con ropaje sagrado lo que es simplemente servidumbre. Y aquí nos encontramos con una doble violencia: la de la servidumbre y la del engaño.
Otra de las situaciones cotidianas más frecuentes de violencia invisible es la que plantean los estados de dependencia no «naturales»2. Una de las más evidentes y más naturalizadas es la dependencia económica de las mujeres en el matrimonio cuando el ingreso de recursos económicos es producido exclusivamente por el varón3. Recuerdo el comentario de un varón que se consideraba «progresista» que, en rueda de amigos afirmó con orgullo que aunque era él quien proveía el dinero en su casa, su mujer no era dependiente «porque ella no tiene ningún problema en usar mi dinero como propio». Este comentario, además de ser un lapsus, era la expresión cabal inconsciente de su concepción sobre el dinero, y por ende, de la dependencia de su esposa. En esta dependencia está instalado un espacio de violencia invisible sostenido por un marido que ostenta una equidad inexistente y una esposa que probablemente avale esas afirmaciones como ciertas. En estas condiciones, resulta poco probable que a ella se le ocurra negociar una autonomía de la que supuestamente ya dispone.
A partir del análisis de estas diversas situaciones cotidianas es posible afirmar que ceder por temor concentra mucho mayor violencia que afrontar negociaciones. El miedo está en la raíz del ceder aplacatorio. Por miedo muchas mujeres ceden espacios, postergan proyectos, hacen concesiones innecesarias, toleran dependencias, silencian opiniones y asumen unilateralmente la responsabilidad de la «armonía familiar». Con todos esos cederes aplacatorios, muchas mujeres se convierten en cómplices no voluntarias de la violencia de un sistema discriminador y poco solidario. Por miedo, muchas mujeres «se hacen a un costado» quedándose al margen de sí mismas. Prefieren ceder para no negociar, con tal de que los otros «no se enojen».