Las nombradas - Alicia I. Martínez - E-Book

Las nombradas E-Book

Alicia I. Martínez

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"Las nombradas" es un libro de relatos breves, la mayoría verídicos, y otros escritos en las noches de insomnio de las madrugadas. En muchos cuentos se pone de manifiesto la Fe o confianza en Dios o el Universo, en otros se habla de Metafísica, PNL (Programación Neurolingüística) y del poder mental, de los personajes involucrados. Así mismo, algunas de las narraciones enseñan cómo pedir de manera correcta y perfecta a Dios, Universo, Fuente Universal o Campo Cuántico. El título de la obra es un homenaje a todas las mujeres que la autora ha conocido durante su vida. Los relatos proponen mediante su lectura, hacer una reflexión sobre los sucesos narrados. Sucesos "casi" mágicos, deseos conscientes o inconscientes, y algunos producto de las casualidades…

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ALICIA ISABEL MARTÍNEZ

Las nombradas

Martínez, Alicia I.

Las nombradas / Alicia I. Martínez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Autores de Argentina, 2020.

200 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-87-1239-0

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com

[email protected]

Queda totalmente prohibida su reproducción total o parcial, por cualquier medio, sin el permiso de la autora y la editorial “Autores de Argentina”.

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedicado…

A mi abuelo Miguel, por quien llevo en la sangre el ADN de escritora, ya que cuando él era joven escribía poesías, y de niña recuerdo haber leído, en una hoja de cuaderno y escrito con lápiz de grafito, sus versos. 

A mis padres: Omar y Alicia, que sin ellos no hubiera sido posible mi existencia.

A mi querida hermana melliza: Adriana Beatriz, con quien conversé con ella desde el vientre materno.

A mi marido, Gabriel Omar, que siempre me ha contenido, apoyado y acompañado en situaciones buenas y de las otras. 

A mis dos hijas, Celeste y Sol, que me otorgaron el título más importante de mi vida.

¿Quién soy?

Mi nombre es Alicia Isabel Martínez, nací en un hospital de un puerto de la República Argentina: Puerto Belgrano, en donde se encuentra una base naval. Crecí en una ciudad a orillas del mar: Punta Alta. Ya desde pequeña tuve la inquietud por la escritura. A los 13 años le escribí una poesía a un bailarín, de un programa de TV, llamado Música en libertad, que también tenía una revista con el mismo nombre, y en la cual publicaron mi dedicatoria. 

Pasé por una depresión hace más de quince años, es por ello por lo que, después de retirarme como docente de Física y Química, y Ciencias Naturales, me dediqué a hacer cursos presenciales y a través de Internet, para comprender los estados emocionales, y la manera de gerenciarlos, y muchas otras terapias alternativas para mejorar mi calidad de vida. Estudié PNL (programación neurolingüística), Biomagnetismo, Coach Ontológico, Mindfulness, EFT (Emotional Freedom Technique), Neurociencias aplicadas a la educación. Poseo Fanpages: Conexión Bienestar y Reflexiones para la vida, tengo una cuenta de Instagram: Conexión_bienestar, y un sitio web donde dicto talleres online: www.conexion–bienestar.com 

Soy una mujer casada, de más de 60 años, y madre de dos hijas. 

He tenido a lo largo de mi vida muchas experiencias relacionadas con el universo, Dios, fuente universal, campo cuántico, o como tú quieras llamarlo.

Por ello en este libro relato historias -la mayoría verídicas- describiendo a distintos personajes, para que te inspiren en la fe en Dios o el universo, y además en el poder mental.

He leído muchos libros, principalmente relacionados con el mejoramiento de las capacidades mentales, libros espirituales, libros de superación personal y autoayuda.

El primer libro de autoayuda, que leí hace más de treinta años fue El método Silva o de psicoalfacontrol. Este libro me ayudó mucho para autoprogramarme y conseguir mejoramiento en diversos ámbitos de mi persona.

Otro libro que me deslumbró fue El alquimista de Paulo Coehlo, en él descubrí el poder interior en mí. Los libros de Deepak Chopra, son también parte de mi basta biblioteca, la mayoría de autoayuda y superación personal. 

También leí libros de metafísica, Metafísica de Emmet Fox, Conny Méndez y Rubén Cedeño. 

Mis otros mentores fueron libros de neurociencias como los de Facundo Manes y Estanislao Bachrach.

Me volqué al estudio de la inteligencia emocional, a través del libro de Daniel Goleman. Incursioné en la psicología por medio de libros de la psicóloga Pilar Sordo, Jorge Bucay, y leí al psicólogo y pastor Bernardo Stamateas. 

Sin lugar a dudas, los libros que más me inspiraron para lograr mis objetivos fueron los de Rhonda Byrne : El secreto y La magia.

Todo este combo de libros me ayudó mucho a tener pensamientos positivos, a hablar con precisión, y pedir al universo de manera correcta y concreta, para manifestar en mi realidad lo que yo más anhelaba. 

Prólogo

Nací sin nombre, por ello el título de este libro no es casualidad. Vine a este mundo, en segunda instancia, en el Hospital Naval de Puerto Belgrano, primero vio la luz mi hermana melliza, para quien mi madre a los 21 años ya había elegido el nombre: Adriana Beatriz. Por la época, hace más de cincuenta años, en que mi progenitora quedó embarazada, no existían los aparatos de ecografías, para poder ver el vientre, por lo que su médico ginecólogo jamás le dijo que esperaba a dos criaturas. Aparentemente el profesional no escuchó el latir de dos corazoncitos, o no le quiso informar a la embarazada para evitar asustarla.

Una vecina, mucho mayor que mi madre, le anticipó su doble embarazo, al verla que tenía un abdomen muy pronunciado, y además la abuela había pasado por esa experiencia. 

El hecho es que, al llegar mi hermana, fue ella quien recibió el nombre que repitieron mis padres, durante nueve meses, si era niña. 

Grande fue la sorpresa cuando le anunció la partera que, después de la primera niñita, venía una segunda. Nacimos de nalgas las dos, por lo que debe haber sido un parto difícil, en esa época no se hacían tantas cesáreas como hoy. O sea: ¡nacimos de culo!

La enfermera que atendió a mi madre enseguida la apuró y le preguntó qué nombre le pondría a la segunda pequeña, mi madre estaba sola en la sala de partos, los hombres no asistían en ese entonces en el parto de sus mujeres. 

Mi pobre madre no sabía qué decir, entonces la enfermera le pregunto: 

—¿Cómo se llama Ud.?

Ella respondió: 

—Alicia.

La enfermera le dijo: 

—Pues póngale Alicia como Ud.

Mi madre aceptó la propuesta.

A continuación la mujer preguntó: 

—¿Quién va a ser la madrina?

Mi madre no sabía qué responder.

La enfermera le preguntó entonces si tenía una hermana. Ella respondió que sí.

Luego la mujer le dijo: 

—¡Que sea su hermana la madrina!

Mi madre aceptó nuevamente.

A continuación la profesional le preguntó a mi madre:

—¿Cómo se llama su hermana?

Mi madre respondió: 

—Isabel.

A partir de ese instante me llamaron Alicia Isabel.

Para mi madre fui siempre la no esperada. A todo el mundo que se le cruzaba le contaba esta historia y reforzaba con las palabras: “A ella no la esperaba”.

Así que siempre me consideré la segundona de las mellizas, la no esperada por mis padres.

Esa frase caló hondo en mi inconsciente, ya que este es como un niño pequeño, no sabe de humoradas, es literal y simple. Con el pasar de los años, y ya de adulta mayor, comprendí el momento que vivió mi madre, me la imaginé sola, en la sala de partos, con una enfermera apurándola para ponerle el nombre a su segunda hija. 

Como nací sin nombre, en honor a todas aquellas mujeres que han pasado por lo mismo o por situaciones parecidas, y también para recordar a parte de todas las mujeres que he conocido en mi larga vida como hija, estudiante, esposa, madre, cuñada, prima, trabajadora, amiga…… he titulado a este libro: LAS NOMBRADAS.

Las historias que se relatan en este ejemplar pueden ser de una misma mujer, de todas, o de ninguna. 

El libro fue hecho con relatos, la mayoría verídicos, y otros elucubrados en las madrugadas de insomnio. Queda en el lector creer o no lo relatado. 

Cordialmente.

Alicia Isabel

1 Encontró los dientes de su vecino

A Sandra le gustaba coser y tejer, es por ello por lo que siempre iba a la misma mercería, distante siete cuadras de su casa, allí compraba cintas y lanas de colores, hilos, botones, cintas blancas hermosamente bordadas en broderie, hilo para macramé, alfileres, agujas, y todo lo necesario para hacer sus artesanías.

Sandra hacía portarrollos para el baño; bolsitas algodoneras, baberos; manteles individuales, toallones con capuchas para los recién nacidos; turbantes de toalla para el cabello, agarraderas tejidas a croché, mantas para bebés tejidas con dos agujas, también aprendió a hacer artesanías en macramé, como pulseritas, llaveros, portamacetas y tapices.

Todo lo que Sandra hacía con sus manos, los fines de semana, lo comercializaba en la plaza de su ciudad, denominada Plaza General Belgrano, en un stand destinado para el efecto. 

La mercería era atendida por su propia dueña, de nombre Susana, era un negocio pequeño, lleno de estantes, donde se podía ver la mercadería, un poco desordenada a simple vista. El local no tenía más de ocho metros cuadrados, Susana atendía detrás de un mostrador con vitrina, en donde se podía ver materiales para hacer bijouterie, cintas de raso de colores, tijeras para cortar y bordar, elásticos de todos los anchos, festones para ropa de gala, perlas, y un sinfín de objetos, algunos muy minúsculos. Susana era una señora bajita, rellenita, de cabello corto de color rubio, y muy simpática.

Cada vez que Sandra se dirigía a comprar algo específico, terminaba comprando más de la cuenta, porque se entusiasmaba con lo que veía expuesto en la mercería, y las novedades del rubro que la dueña traía desde Capital Federal.

Una de las veces en que Sandra fue a comprar al negocio, le comentó a Susana que extravió un arete de su madre, ya fallecida, y que creía que estaba en su casa. Susana escuchó atentamente su relato. Cuando terminó, la dueña le dijo que, cada vez que perdiera un objeto, se enfocara en él mentalmente, que lo imaginara como si lo tuviera frente a ella, cerrando los párpados, y que si era imposible para ella visualizarlo, que colocara la lengua tocando los dientes superiores, cerrara los ojos por unos segundos, y los globos oculares los elevara hacia arriba, como mirando al cielo, una vez focalizado el objeto mentalmente debería repetir la frase: “Que mis ojos vean lo que mi corazón desea”.

Sandra grabó en su mente esa frase, y la manera de focalizar un objeto perdido, y regresó a su casa con las compras hechas en la mercería. Algún día pondría en práctica lo que Susana le había enseñado.

Al día siguiente, Sandra comenzó su mañana como de costumbre. Se levantó temprano, se lavó la cara con agua fría, para despertarse, luego se dio una ducha, se secó y puso crema, se perfumó, y se vistió como para estar cómoda en su casa, con un pantalón jogging de color azul, una remera amarilla, medias rosas y blancas, y zapatillas azules y negras. Se dirigió a la cocina, buscó una fruta en la frutera. Eligió una manzana roja y crocante, puso a calentar el agua de la pava. Completó el mate con yerba, y le introdujo la bombilla. Se sentó a la mesa, con la pava y el mate, peló con un cuchillo la fruta, se cebó unos mates, mientras comía la manzana. Estuvo absorta en sus pensamientos por unos cuantos minutos. Como era su costumbre, revisó su celular, leyó y contestó WhatsApp del grupo de sus amigas, y revisó el Facebook. 

Después de su desayuno, decidió limpiar un poco su casa. Ese día había pensado en ordenar su dormitorio, además de cambiar las sábanas de la cama. 

Sacó las sábanas sucias, y las introdujo en el lavarropas para lavar. Colocó el jabón líquido en el aparato en una gaveta, y en otra la crema de enjuague para ropa, y lo encendió. Se dirigió a su habitación y extendió sobre su cama unas sábanas limpias de color blancas, que sacó del placar, perfumó la ropa blanca con un aroma a jazmines. Tendió bien la cama, y la dejó sin arrugas. Colocó el acolchado con tonalidades en beige, y sobre él tres almohadones, y se dispuso a barrer su habitación.

Mientras estaba barriendo, recordó lo que le dijo Susana, para el caso de perder un objeto. Le vino a la mente que perdió el arete de su madre. Era un aro colgante de cristal de roca, de tonalidades anaranjadas muy bonito. Entonces cerró sus ojos y visualizó el arete mentalmente y dijo en voz alta: “Que mis ojos vean lo que mi corazón desea”. 

Siguió barriendo su habitación meticulosamente. Buscó una palita en el lavadero, para juntar los residuos. Se dispuso a juntar con la pala y el escobillón la pelusa, y el polvillo de su dormitorio, en el momento en que estaba por terminar de juntar los residuos, vio en el piso algo que brillaba. Para su sorpresa era el arete que extravió. 

A partir de ese día, Sandra decidió que, cada vez que perdiera algo, iba a enfocarse mentalmente en el objeto y decir la frase que le enseñó la dueña de la mercería. 

Era enero, verano para el hemisferio sur. Hacía mucho calor, cerca de 40 ºC, la tarde estaba soleada. Serían cerca de las 5 p. m., hora en la que generalmente Sandra tomaba mate, en la galería de la casa de la playa, que había heredado de un tío soltero. Sentada en una silla playera, contemplaba el parque de la vivienda, en todos los matices de verdes: musgo, esmeralda, pino, lima, pistacho, espuma de mar, y muchos tonos más, y las flores en su maravilloso esplendor: calas, rosas rojas y amarillas; hortensias azuladas y rosadas, crisantemo amarillo, ave del paraíso, anémonas, lirio de campo, jazmines blancos; claveles rojos, celestes y blancos, malvones rojos y rosados. Su jardín era una florería, impactaba a la vista por la multitud de colores. 

Presa de sus pensamientos, navegando por el río de sus recuerdos, y a veces adentrándose en el mar de sus proyectos, tomaba de vez en cuando un mate. 

De pronto, para su sorpresa, observó que se acercaba por el camino de entrada, de cemento gris, a su vivienda, su vecina Alicita, de unos ochenta años, una mujer regordeta y bajita, cabello corto de color rubio ceniza, muy simpática, oriunda de Coronel Suárez.

Le asombró sobremanera su ingreso, puesto que solo tenían una relación cordial de vecinas, ambas casas solo estaban separadas por un paredón verde de ligustrina, de una altura de un metro y medio.

Sandra se incorporó de su silla, para recibirla. La saludó muy cordialmente, y le preguntó:

—¿A qué se debe su visita?

La vecina respondió: 

—No sé si sabe que mi marido no está bien de salud, vinimos a pasar el verano, él está con un acompañante terapéutico, porque sufre de alzhéimer.

La mujer siguió con su relato, un poco angustiada por la enfermedad de su esposo, y le dijo que su cónyuge había extraviado sus dientes, y que su familia los buscó por toda la casa, y el patio, mas no los habían hallado. 

Le dijo que la falta de dentadura de su marido, a quien apodaban el “Mono”, era un inconveniente, puesto que no podía comer bien sin ellos. Además, en caso de no hallarlos, deberían suspender las vacaciones e ir a su residencia de Suárez, para que el odontólogo les hiciera unos nuevos.

La coqueta señora siguió con su cháchara, y le pidió permiso a Sandra para buscar los dientes del lado de su terreno. 

Según los dichos de la vecina, ya habían hecho una revisión ocular, a través del cerco verde hacia la casa de Sandra, y no los encontraron, pero ella quería cerciorarse personalmente de que no estaban en su espacio.

Alicita le pidió a Sandra que la acompañara para la búsqueda de los dientes. Ella accedió amablemente.

Comenzaron a caminar despacio, con pasos lentos, hasta llegar a la ligustrina, medianera verde de unos 50 m de largo. Sandra adelante, y la vecina detrás, ambas focalizándose en el suelo.

Habrían caminado unos 3 m, y de pronto, Sandra le preguntó a la señora: 

—¿Cómo son los dientes?

Ella le contestó:

—Blancos y rosados.

Sandra cerró por unos segundos sus ojos, e hizo una imagen mental de los dientes, ya los conocía medianamente, porque su madre tenía unos similares. 

Sandra siguió caminando, y observando el suelo, a la vez que repetía la frase, que le enseñó Silvia, la dueña de la mercería. Una frase que, según ella, era muy poderosa para encontrar objetos perdidos. 

Sandra siguió sigilosamente, imaginando cada tanto mentalmente los dientes, y repitiendo la frase, a la vez que miraba el suelo. 

Habían caminado ya unos 15 m, cuando repentinamente Sandra vio, entre unas hojas verdes secas de color marrón y otras de color verde musgo, algo que le llamó la atención por su color: rosado y blanco. Sin dudarlo, se agachó y tomó con su mano derecha el objeto. Para su sorpresa, ¡eran los dientes!

Se los mostró a su vecina, y le preguntó:

— ¿Estos son los dientes?

A lo que ella respondió exaltada de alegría, por el encuentro: 

—Sí. Sí. ¡Gracias! ¡Gracias!

La señora estaba tan contenta por la localización de la dentadura de su esposo que le contó por teléfono a sus amigos y familiares del hallazgo, se la podía escuchar hablar desde la galería de la casa de Sandra.

Al otro día, en muestra de agradecimiento por los dientes hallados, la vecina Alicita le obsequió a Sandra un rico perfume: Amor, de Paula Cahen D’Anvers.

2 ¡Dios proveerá!

Marta, su esposo y sus dos hijas pequeñas estaban veraneando en Santa Rosa de Calamuchita, provincia de Córdoba, en la Argentina, en 1996. La hija menor, Sofía, tendría unos 2 años, siempre le pedía a su madre que la alzara, porque era vaga para caminar. La hija mayor, Nadia, tendría unos 10 años. 

Calamuchita se caracterizaba por tener un río de aguas templadas, cristalinas, de poca profundidad, y para nada caudaloso, ideal para pasar unos días con niñas pequeñas. 

La familia se hospedó en una habitación, de un hotel de una estrella, atendido por sus dueños, que muy cortésmente servían el desayuno y estaban en la recepción. 

El marido de Marta llevó algo de efectivo para las vacaciones, y esperaba luego retirar dinero de un cajero para solventar los gastos. Para su sorpresa, se encontró con que en la villa veraniega no había cajeros automáticos. Luego de unos tres días, el esposo de Marta se quedó con poco o casi nada de dinero en efectivo, después de haber gastado lo llevado, solo contaba con $10 en el bolsillo y una tarjeta de crédito cooperativa. 

Marta les comentó a los dueños del hotel la situación que estaban viviendo, y ellos les recomendaron que viajaran a Villa General Belgrano, un pueblito de inmigrantes alemanes, en donde seguro el lugar sí contaría con cajeros automáticos. 

Salieron en su auto color beige, un Fiat Uno, Marta, su marido y sus hijas, rumbo al pueblito con reminiscencia alemana. Tardaron unas 2 horas en llegar. Era verano, enero, cerca del mediodía, el sol caía perpendicular a la calzada, hacía mucho calor. Cuando llegaron, estacionaron el auto en el centro de la localidad, frente a la plaza, y recorrieron caminando el pueblito muy pintoresco, con muchos negocios y casas, al estilo alemán, la mayoría eran de pino, y con vivos colores, principalmente rojo, amarillo, blanco y azul. Parecía un pueblito alpino de un libro de cuentos. 

Caminaron recorriendo la calle principal, en busca de cajeros automáticos. De pronto, encontraron un único banco. Y sí, efectivamente en él se encontraba un cajero, mas estaba dentro y era sábado, y por lógica la entidad bancaria estaba cerrada, por lo que no pudieron acceder a retirar dinero en efectivo. Se fueron del lugar, y siguieron caminando un poco desilusionados, apesadumbrados. Casi ningún negocio aceptaba la tarjeta de crédito que tenía su marido en su poder, por lo que no pudieron comprar recuerdos de aquel pintoresco pueblito. 

Era ya casi la 1 p. m., y las hijas de Marta comenzaron a inquietarse. Pedían agua, o algún jugo para beber, tenían sed por el calor imperante. También tenían hambre. Los comercios mayoritariamente estaban todos cerrados, solo quedaban abiertos algunos de gastronomía, y casi no caminaba nadie por la calle principal.

Siguieron caminando los cuatro a pasos lentos, se sentían cansados, por una vereda, Marta iba tomada de las manos de sus dos hijas, una a la izquierda y otra a su derecha, su marido las acompañaba por detrás, también se lo veía exhausto. Ella se sentía angustiada por la falta de efectivo, y además por no poder satisfacer los requerimientos de sus hijas.

Estaban por cruzar una calle, y entonces Marta les dijo a sus hijas:

—¡Dios proveerá! 

Con fe, y convicción. 

Volvió a repetir: 

—¡Dios proveerá! Como dice la abuela Patricia.

Al terminar de cruzar la calle, hicieron unos pasos sobre la nueva vereda, y vieron aparecer una enorme combi, ploteada, de un jugo muy reconocido en la Argentina: Pronto Baggio. Se estacionó al lado de ellos, y del interior del vehículo, bajaron dos chicas promotoras, muy lindas, altas y elegantes, de cabellos castaños, con unas ropas de colores llamativos: verde, amarillo y rojo. Una de ellas abrió la puerta trasera del móvil, y subió a este, desde el interior de un gran refrigerador color blanco, sacó cajitas de jugos frutales de sabor a manzana y durazno frescos, y se los alcanzó a los cuatro. 

Luego de esta bendición, encontraron un restaurante a unos 100 m que sí le aceptó a su esposo la tarjeta de crédito para pagar el almuerzo: salchichas alemanas con chucrut, acompañadas con un jugo fresco de pomelo. De postre comieron un strudel de manzanas.

Después del almuerzo, tuvieron que ir a otra localidad: Río Tercero. Para hacerse del efectivo, tan necesario para seguir vacacionando. Llegaron muy tarde al hotel, cerca de la medianoche, los dueños estaban preocupados por la familia, por aquella época no existían los teléfonos celulares. Gracias a Dios, todo concluyó bien. 

Después, con los años, Marta se dedicó a estudiar Metafísica, y comprendió que lo que ella dijo en Calamuchita era un poderoso decreto, y que si se lo pronunciaba con fe y convicción, Dios no fallaba. 

3 Invitación inesperada

Era la mañana del lunes, y Lucía, de unos treinta años, vivía sola, y creía mucho en Dios, o el universo. Esa mañana, había dormido poco, unas cuatro horas. No tenía reloj despertador, hacía tiempo que no lo utilizaba. Disponía de su teléfono celular con una melodía tranquila para despertarse. Más ese día, no tenía su móvil, porque el domingo fue a la playa, y dejó en un bolso su celular, sobre la arena. Salió a caminar por la orilla del mar, y cuando regresó, la marea estaba más alta, por lo que le mojó parte del bolso, y el teléfono, dejándolo inutilizado. 

Ella se despertó temprano, temiendo quedarse dormida. Ese día quería ir a Bahía Blanca, una localidad a unos 30 km de la de ella, para hacer revisar el teléfono por el servicio técnico de la marca del móvil, y verificar su estado, si no podía repararse debería comprarse un teléfono nuevo. 

Después de levantarse, desayunó, y se vistió con una pollera de jean celeste, una remera gris con rayas horizontales blancas, unas sandalias beige. Era verano, hacía calor en la mañana.

Tomó su cartera al tono con el calzado, colocó sus documentos, dinero en efectivo, el celular para revisar y su tarjeta de crédito dentro de ella. Abordó el ómnibus de las 9 a. m., que la llevaría hasta la ciudad próxima.

Estaba un poco enfadada consigo misma, por haber dejado el bolso sobre la arena. Ahora debería invertir a lo mejor en un celular nuevo, además sin saber a ciencia cierta si la memoria y el chip del celular funcionaban. La pantalla no se encendía, evidentemente el agua salada había hecho su trabajo.

Mientras viajaba en el micro, le pidió a Dios que la memoria del celular estuviera intacta, y no se hubiera dañado con el agua de mar, de lo contrario habría perdido todos sus contactos, archivos de audio, fotos y sus notas en el calendario de su celular.

Bajó del ómnibus, y se dirigió caminando al servicio técnico de la marca del celular. Entró, en el negocio no había clientes, por lo que le contó al empleado, luego de saludarlo, lo sucedido con su móvil. El empleado le dijo que esperara unos minutos y que lo revisaría. El hombre ingresó a la trastienda del local. Lucía estaba ansiosa, y le rogó nuevamente a Dios que la memoria no estuviera dañada.

Los minutos pasaron, y apareció el empleado, diciéndole que el teléfono no servía más, que tendría que comprar uno nuevo, mas la buena noticia era que la memoria no estaba dañada, y se la podía colocar al nuevo teléfono. Lucía suspiró hondo, y agradeció mentalmente a Dios por la noticia. 

Salió del local, y se dirigió a la empresa proveedora de telefonía, donde también vendían equipos. Sacó un número y esperó sentada a que la atendieran. El local explotaba de gente, pero estaba fresco por el aire acondicionado.

Después de casi una hora sentada, le llegó su turno, la atendió una empleada muy amable, de nombre Carolina, le mostró a Lucía los modelos y precios de los móviles. 

Lucía eligió uno, acorde con sus ingresos mensuales, y lo pagó con su tarjeta de crédito en 12 cuotas. La empleada amablemente le colocó la memoria del otro móvil inútil, y un nuevo chip con su mismo número, e hizo los trámites para poner en funcionamiento el nuevo celular, le colocó la App del WhatsApp, y otras aplicaciones. 

Lucía se retiró satisfecha del lugar, y se fue a tomar un jugo de naranja recién exprimido, y comer unos sándwiches tostados de jamón y queso, en una confitería céntrica, antes de abordar el ómnibus, que la llevaría de regreso a su casa, eran cerca de las 2 p. m.

Mientras estaba en la confitería, sacó de la caja el nuevo celular, lo puso sobre la mesa, lo encendió. El modelo que compró era muy parecido al anterior, pero más elegante, por lo que le resultó fácil comenzar a utilizarlo. Se dio cuenta de que, a pesar de tener el mismo número, no tenía los contactos de WhatsApp, y recibía mensajes, sin saber de qué personas eran. 

En su estado de WhatsApp, colocó una frase:

— Perdí contactos, envíen un mensaje por favor con su nombre y apellido, para agendarlos nuevamente. 

De esta manera, de a poco iría recuperando los contactos más nuevos. 

En la confitería también le echó una ojeada a los contactos de los números telefónicos, en su memoria, y verificó la pérdida de los más recientes. En el celular solo estaban los contactos de los dos últimos años. Mantenía los archivos de imágenes y audio. 

Terminó de comer y tomar su jugo de naranja, de mirar su nuevo celular, y pidió la cuenta a la mesera. Le pagó, y dejó propina como era su costumbre.

Se fue caminando hasta la parada del colectivo, estaba feliz con su nuevo celular. Si bien perdió sus contactos más recientes, tenía un modelo tres años más moderno que el anterior. Lucía pensaba: ¿Sería que Dios habría querido que cambiara el celular? ¿O sería que Dios habría querido que perdiera algunos contactos más recientes por algún motivo? ¿Cuál sería el mensaje que le quería dar Dios o el universo?

El colectivo arribó a la parada, y lo abordó. Se sentó en un asiento unipersonal. En el viaje, iba pensando en su pasado, y de pronto saltaba al futuro, la mente fluctuaba como en un péndulo entre su pasado, su presente y su futuro.

Durante la travesía le pidió a Dios una sorpresita, cuando llegara a su casa, después de aquel día agitado. Ella confiaba mucho, tenía mucha fe en que el universo la mayoría de las veces le concedía sus deseos. 

El viaje tardó casi una hora, bajó del ómnibus y se dirigió a su casa, que quedaba a dos cuadras de la terminal de buses. 

Mientras caminaba, buscó las llaves de la casa en su cartera, no las hallaba, se puso nerviosa. ¿Las habría perdido? Siguió buscando, hasta que al fin las encontró. 

Llegó a la puerta de su casa, y abrió con la llave. Grande fue su sorpresa cuando encontró un mensaje de unas de sus amigas del secundario, era de Mariana, el mensaje estaba en el buzón de cartas, detrás de la puerta del living. En el papel escrito a mano, la amiga le preguntaba qué le pasaba que no contestaba los WhatsApp, y el teléfono. Además la invitaba para su cumpleaños el próximo sábado. Su amiga también dejó escrito su número de celular para que le hablara. 

Lucía tomó su nuevo celular y marcó el número de Mariana, y le contó lo sucedido con su viejo celular. Luego de finalizar la llamada agendó el número de su amiga. 

Una vez más, Dios o el universo le habían dado una sorpresita a Lucía, ella, que era tan creyente, que tenía tanta fe, y era tan agradecida por las bendiciones que tenía. 

4Deuda saldada

El último inquilino de la casa de la madre de Marisa rescindió su contrato. Dejó la casa que ocupaba como gestoría, porque según él no le cerraban los números. Es que las nuevas tecnologías a través de sitios de internet del gobierno facilitaban las gestiones online de la gente, y las aceleraban, con lo que los profesionales perdían territorio. 

El exlocatario se llamaba Héctor, y prometió a Marisa saldar sus deudas de gas, agua y luz, unas boletas que llegarían posteriormente a la desocupación de la casa.

Marisa alquiló nuevamente la casa, gracias a las gestiones de Héctor, a una pareja joven que trabajaba en una dependencia administrativa del Estado, y tenían una pequeña niña de nombre Sofía.

Marisa le avisó telefónicamente a Héctor, una vez llegadas las facturas, los consumos adeudados, sin embargo, el exlocatario dilataba su pago. 

La locadora en la semana tuvo que viajar a Bahía Blanca, ciudad que distaba unos 30 km de la suya, a hacer un trámite administrativo en la compañía de provisión de telefonía de su teléfono. Quería aumentar los GB disponibles en datos móviles.

Abordó el ómnibus como de costumbre, a cinco cuadras cerca de su casa, y debería viajar casi una hora hasta la ciudad próxima.

Se vistió con unos pantalones de jean azules, una camisa blanca bordada, unas sandalias negras viejitas, que tenían más de cuatro años de uso. Para solventar el calor reinante de aquella mañana de fines de diciembre, se colocó un sombrero color marrón claro, que le regaló su hermana, y llevaba una cartera de color negro. 

Durante el viaje a la ciudad próxima, pensó que necesitaría un par nuevo de sandalias. Mas no se animaba a comprarlas, ya que estaba solventando a su hija, recién separada, con el alquiler, los gastos de servicios y la comida. No se podía dar ese lujo. Sin embargo… soñaba con unas sandalias nuevas.

Se durmió durante el viaje, y cuando se despertó sobresaltada, y atontada, se dio cuenta de que el ómnibus ya había pasado por la parada en donde tenía que bajar. 

Esperó hasta la siguiente parada y se bajó rápidamente, aturdida, somnolienta. Caminó con pasos ligeros hacia la dependencia administrativa, en el camino, vio la vidriera de una importante zapatería. Observó las sandalias en exposición. Miró unas de color beige, bajas, que le encantaron.

Sin dudarlo, entró a la zapatería y preguntó el precio, elevado para sus ingresos, pero que podía pagar con tarjeta de crédito, en 6 cuotas, le dijo la vendedora.

Además la empleada le ofreció una hermosa cartera también de cuero haciendo juego con las sandalias, y le dijo que, si llevaba los dos productos, le hacía un descuento del 50 % en las sandalias. Sin dudarlo Marisa aceptó la oferta, y compró los dos artículos.

La empleada le ofreció a Marisa que se sacara las sandalias viejitas, y se pusiera la nuevas. Lo mismo que con la cartera. Que cambiara todos los objetos de la cartera negra vieja, y los pusiera en la nueva.

Además le dijo a Marisa que había que vivir la vida a pleno. Darse los gustos en vida y disfrutarlos. Y Marisa le hizo caso.

Marisa salió feliz de la zapatería, con sandalias y cartera nueva, y una bolsa, en donde llevaba sus pertenencias viejas. Se sentía como una adolescente, caminando como entre nubes de algodón, feliz de la vida.

Marisa realizó el trámite en la dependencia telefónica con éxito y regresó entusiasmada a su casa, agradeciendo a Dios haberse pasado dos cuadras, de la parada de ómnibus, en la que debía bajar. De no haber sido así, no habría encontrado la zapatería a su paso. 

Ya en su casa Marisa se desvistió, se sacó las sandalias nuevas, y se puso unas ojotas de verano de color amarillas, y dejó la cartera beige sobre la cama. Sacó de la bolsa de la zapatería sus sandalias viejitas, las usarías de entrecasa, y guardó la cartera negra en el placar para el próximo invierno. 

Ahora tenía un par de sandalias nuevas, con su cartera beige al tono, ideal para el verano, para lucirlas cuando caminaba al centro de la ciudad a hacer las compras, algún trámite, o de visita a alguna amiga.